20 de septiembre de 2017

Y el Arte cambió: pasó de ser el Arte el objeto principal a ser el hombre el motivo principal del Arte.



Cuando la Pintura brillara en sus momentos de mayor esplendor clásico, desde el siglo XV al XVIII, el Arte era como una divinidad olímpica, como una religión a la que se habrían consagrado sus más elegidos creyentes. Para la actividad artística sublime de la Pintura los hombres de entonces dedicaron sus vidas, sus ideas, sus fortunas y sus emociones a expresarla bellamente. No importaba por entonces más que el Arte. El ser humano, el individuo personal que nacía, vivía, padecía o sufría, no importaba nada frente al poderoso descubrimiento estético y proverbial que supuso el Arte desde los inicios del Renacimiento. Por eso se crearon grandiosas obras donde se reflejaba como principal una sola cosa: el Arte mismo. El Arte dejaba muy claro la posición relativa del ser humano ante la manifestación plástica sublime que representaba. Los griegos habían descubierto la grandeza del Arte (el arquitectónico, el lírico o el plástico) y sabían que, como un extraordinario medio de expresión, iba mucho más allá de lo estético: representaba para ellos el sentido fundamental de lo que debía entenderse como vida y como civilización, como muestra de pertenencia a un mundo diferente del bárbaro o insensible que poblaba las tierras allende sus fronteras avanzadas.

Por eso el Renacimiento, cuando albergó la promesa de reconquistar la historia para una Europa ávida de civilización avanzada, comprendió pronto que aquel Arte de entonces debía ser el único medio de expresión que consagrara la estructura vital y social necesaria para soportar la incertidumbre de una vida misteriosa. Y lo consiguió. El Arte supuso la referencia mental, emocional y económica -desde un punto de vista sociológico- más importante que aquellos años pudieran disponer para reflejar un sentido histórico. Lo fue porque en el medievo había sido la religión el cohesionador más utilizado para eso, pero ahora, en los finales del siglo XV, el ser humano necesitaba algo que el propio ser pudiera manejar con libertad creativa, no ya moral o política, pero sí creativa, ya que el Arte sublimará siempre lo representado para acercar su sentido divino a la belleza o al equilibrio más humano. Por eso el Arte fue desde sus inicios renacentistas un objeto de adoración por el ser humano, algo donde solo el propio Arte se viese ensalzado ante cualquier otra consideración, fuese política, cultural o religiosa. 

Pero llegaría el Romanticismo siglos después como un cisma estético sutil, uno que no dejaría ver aún la tremenda revolución que su estilo llegase a producir en el mundo. Todavía no del todo. Fue en el último tercio del siglo XIX cuando se gestara por entonces otra revolución artística. Y entonces los seres humanos cambiaron aquel sentido estético de antes. Ahora, huérfano de todo, el hombre comprendió que ni el Arte podría seguir siendo aquel asidero poderoso. El ser humano caminaba solitario ante las vaguedades de un mundo que ya no tendría adoraciones fuera de la propia conciencia humana. Ahora el hombre debía ser el único objeto si quería sobrevivir al desierto de adoraciones desdibujadas. Y los creadores, artistas, poetas y pintores tuvieron que alternar el sentido trascendente de la vida. Y por eso toda manifestación estética, necesariamente, debía tener ahora otro único objetivo trascendente: el propio ser humano. 

Cuando el pintor, artista y crítico inglés Roger Eliot Fry (1866-1934) descubriera desolado el desamor inevitable que su adorada amada Vanessa Bell -hermana de la famosa escritora Virginia Wolf- profesara por él, su sentido existencial necesitaría ahora aquel espíritu estético que el mundo había descubierto años antes. No acabaría de sentirse un gran pintor y dedicaría su vida a escribir lo que supuso la nueva revolución estética que algunos pintores decimonónicos habían alumbrado, sin saberlo. Cezanne fue su profeta, y Monet, Gauguin, Van Gogh y otros sus más definitivos artífices (sería Fry quien los bautizaría con el nombre de postimpresionistas). Pero, poco antes de que escribiese y sufriese aquella emoción desgarrada, pintaría una obra de Arte que no acabaría aún de situarse en ningún estilo modernista. Mezclaba en su obra trazos de cierta afinidad clásica con un ferviente simbolismo decadente; combinaba los colores y perfiles de su admirado Cezanne con la sutilidad manierista de los antiguos clásicos. No, no acababa de definirse. Salvo por una cosa. Ahora, en el advenimiento de un mundo diferente, más desamparado o más desequilibrado o más perdido o más inconsistente, el sentido fundamental de aquel motivo principal del Arte, de lo que fuera el propio Arte, de lo que el Arte reflejaba trascendente entonces, pasaría ahora a ser otra cosa diferente. Ya no se mostraba lo principal de la obra, ya no era el objeto principal del sentido de aquel Arte lo que se acentuaba en la obra, no, ahora era el hombre, el propio ser humano desconsagrado y perviviente el que, deslavazadamente y de espaldas, huido, perdido o silente, aparecía en el plano principal de la obra frente al antiguo, alejado o decadente motivo nuclear representado siempre antes en el Arte.

(Óleo San Jorge y el Dragón, 1641, del pintor barroco Claudio de Lorena, Museo Wadsworth Atheneum, Hartford, Connecticut, EEUU.; Cuadro del pintor inglés Roger Eliot Fry, Paisaje con san Jorge y el Dragón, 1910, Birmingham, Inglaterra.)

21 de agosto de 2017

Las mentiras sutiles del Arte o como lo importante no es qué es algo sino cómo se ve.



Betsabé fue el personaje femenino de una historia bíblica davídica. El rey israelita David se obsesiona con ella luego de observarla bañarse desnuda. Esta obsesión llevaría al monarca de Israel a requerirla en sus reales aposentos. La forzaría regiamente, es decir, con las prerrogativas reales que un monarca absoluto tuviese sobre su pueblo por entonces, siglos XI-X a.C. Pero fue algo que entonces no pudieron evitarlo ni ella ni él. Y tal vez no hubiese pasado a ser historia o leyenda bíblica alguna. Podría haber sido un adulterio clandestino más, uno de los millones que la historia noble hubiese tenido en sus desconocidos anales de la vida. Pero Betsabé quedaría encinta de aquella afrenta regia. Según cuenta la leyenda sagrada (la historia real del rey David es desconocida), Israel por entonces (c.a. 1000 a.C.) se encontraba en guerra con los amonitas -el sitio de Rabbath Ammon- y el conflicto se estaba prolongando demasiado. El ejército del rey David se encontraba desplazado hacia el sureste de Israel, muy lejos de Jerusalén. En su ejército estaba el soldado Urías, esposo de Betsabé. Cuando ésta comprueba su estado maternal se alarma y escribe entonces una carta al rey, pues llevaba sin ver a su esposo más de seis meses y el adulterio en Israel estaba terriblemente penado. El rey entonces ordena a Urías que regrese a su casa urgentemente. Pero éste se niega a abandonar a sus compañeros, sería un deshonor para él. Esto resultaría fatídico, sin embargo, para su vida. El rey no pudo hacer, entonces, más que mandarlo sacrificar. 

Esta es la leyenda sagrada del Libro de Samuel, donde se relata la historia de Urías y Betsabé. Pero el Arte tomaría la leyenda como un referente estético para consagrar ahora un sentido moralista. Porque los relatos sagrados o leyendas bíblicas eran para el Arte posibles metáforas que inspiraban otras cosas. Una inspiración tanto del creador como del observador que la percibe...  Y ahí está la capacidad del Arte para mentir sutilmente. Porque los pintores no identificaban el sentido estético de un personaje con el origen real de su leyenda conocida. La escuela holandesa que Rembrandt llevaría a su esplendor tuvo algunos seguidores adscritos a la sutileza del color y a la técnica de la belleza más emotiva. Salomón Koninck (1609-1656) fue uno de ellos. Algunas de sus obras fueron confundidas con las de Rembrandt incluso. Sin embargo, no alcanzaría la genialidad de su compatriota más famoso, a pesar de retratar esa belleza con rasgos más asequibles a un sentido estético más comprensible o deseable. Es interesante observar en las obras de Betsabé cómo la mirada del personaje -su expresión- es muy diferente en Rembrandt que en Koninck. También su técnica cromática -la cantidad de matices y sus detalles reflejados- así como la originalidad de su composición, lo que hace a Rembrandt uno de los más grandes pintores de la historia.

Salomón Koninck compuso dos obras diferentes de dos composiciones parecidas, algo que el Arte se permite porque no es el sentido fidedigno de una representación lo más importante, sino cómo veremos el resultado final, variando por ejemplo la mirada o algún que otro elemento para, finalmente, obtener así el sentido tan personal que el autor desea. En la Galería Nacional de Finlandia se encuentra la obra de Koninck  Joven y su proxeneta de 1640. En esta obra de la escuela holandesa el pintor consigue la composición de un personaje que, aparentemente, parece la legendaria Betsabé bíblica. Pero, sin embargo, no lo es. No lo indica el título ni ningún elemento iconográfico tampoco. Salvo la inspiración. Pero, en este caso, la inspiración es muy subjetiva, es metafórica y sutilmente engañosa. Diez años después, el mismo pintor Koninck compone su otra obra Betsabé. Observemos bien esta otra obra: es la misma escena, la misma figuración representativa, la misma composición,  la misma expresión del personaje principal,  la misma acompañante y casi los mismos elementos representados. Salvo una cosa. Lo que expresa ahora, en un caso, el sentido inequívoco de su relación con la leyenda bíblica: la carta escrita en su mano por Betsabé al rey David. Tan solo eso nos ayuda a discernir ahora el sentido real de la obra. 

Pero, entonces, ¿el sentido iconográfico de la otra obra cuál era? El titulo lo expresa muy claro: Joven y su proxeneta. ¿Es que el Arte relacionaba, sutilmente, a la madre del rey Salomón -hijo del rey David- con una prostituta? Sí. ¿Cuál es entonces la verdad? No existe en el Arte la verdad, solo la sensación de asimilar una belleza a un artístico mensaje sublimado. Lo que es la mentira del Arte... Lo que el Arte hace a veces para realzar, así, con belleza, el sentido de lo que expresará siempre: que lo importante no es el personaje retratado con rasgos identificativos para expresar un ser concreto -su aspecto ontológico-, no; que lo importante es la expresión de una belleza indefinida para alcanzar a comunicar algún sentido misterioso o trascendente -su aspecto estético-. Nada significará más en el Arte que el mensaje estético.  En una obra -Joven y su proxeneta- con la sensación de elogiar una belleza erótica y de menospreciar ahora las veleidades materiales de la vida.  En la otra obra -Betsabé- con la complicidad de llegar a entender la oscura moral detrás de una decisión real. El Arte nos ayuda a entender siempre expresando la belleza y las acciones que esa misma belleza nos inspire en la vida.  Aunque con su sutil mentira estética muy bien representada. Y especialmente en Rembrandt, además, con la mirada...

(Óleo barroco Joven y su proxeneta, 1640, del pintor holandés Salomón Koninck, Galería Nacional de Finlandia, Helsinki; Obra barroca del mismo pintor Salomón Koninck, Betsabé, 1650, Colección Privada; Óleo El baño de Betsabé, 1643, del pintor Rembrandt, Metropolitan Art de Nueva York.)

9 de agosto de 2017

Goya y un relato verídico de sencillo valor, compromiso, responsabilidad, dignidad y justicia.



En el Instituto de Arte de Chicago se encuentran estas seis pequeñas imágenes en óleo sobre tabla, pintadas por el pintor español Goya entre los años 1806 y 1807. Representan una secuencia artística de un hecho real sucedido en la provincia de Toledo el día 10 de junio del año 1806. Todo empezaría diecisiete años antes, a finales del año 1789, cuando Pedro Piñero -llamado el Maragato por ser natural de la provincia de León- comenzara sus delitos de robos y crímenes. En sus andanzas criminales llega a matar en abril del año 1800 a un dragón del rey que le perseguía y cinco meses después a un vecino de Tejada, provincia de Burgos. Angustiado por el cariz implacable que la Justicia tuviese por sus crímenes, el 23 de noviembre del año 1800 se presenta -él y dos compinches- en el Palacio Real del Escorial para pedir clemencia al rey Carlos IV. Fueron conducidos a la cárcel de la Corte para ser enjuiciados según la ley. Tres años después del juicio fue condenado el Maragato a morir en la horca. Pero los jueces tuvieron en cuenta el arrepentimiento y su presentación voluntaria. El rey Carlos IV les ofrece la clemencia el 22 de enero de 1804. Le conmuta al Maragato el monarca español la pena capital por doscientos azotes y diez años de trabajos forzados en el penal de Cartagena.

Apenas tres años estuvo Pedro Piñero en Cartagena, no pudo él esperar al resto de la condena y escapa el Maragato del penal el 28 de abril de 1806. Dos meses después vuelve a sus correrías y delitos por la Sierra de Gredos, hasta llegar más tarde a Oropesa, al noroeste de la provincia de Toledo, cerca de la de Ávila, y ver desde lejos la casa del guarda de una hacienda. Necesitaba el Maragato un caballo y quiso robarlo a los guardeses de la hacienda. Encierra al guarda, su mujer, sus tres hijos pequeños, al subguarda y a un pastor en una estancia de la casa. Pero al salir él se encuentra de pronto con un fraile que viene hacia la estancia. Lo apunta con su escopeta y le obliga a entrar también. El fraile, un joven religioso de la orden de San Pedro de Alcántara, pasaba por allí para pedir limosna. Al salir de nuevo de la casa Pedro Piñero recuerda haber visto al subguarda unos zapatos mejores que los suyos. Decide entrar por ellos y el fraile, decidido, sabiendo que lleva él unos zapatos en su zurrón, le dice que tiene unos mejores y se los ofrece. En un gesto de querer entregárselos sale el fraile de la estancia con él y, acercándole los zapatos con el brazo izquierdo, consigue que el bandido se distraiga un momento y alcance el fraile su arma.

En la secuencia que Goya pinta recrea la escena de aquel impetuoso momento dramático. Primero, cuando consigue la escopeta, luego el forcejeo de ambos, después el disparo del fraile y, por fin, el derribo del Maragato. Pero para cuando Pedro de Zaldivia, el joven fraile de 29 años, se encontraba forcejeando con el bandido grita a los demás -que ya no están encerrados- que le ayuden para poder vencerlo. Pero los demás no se atreven, lo dejan solo ante el peligroso bandido. Es entonces cuando la suerte, la fortaleza del fraile o la providencia harán que el Maragato sea vencido y abatido, herido en una de sus piernas por el disparo decidido del fraile. Luego, cuando estaba caído el bandido, hasta los demás quisieron golpearle. Pero el valeroso fraile lo impide. Fue entonces de nuevo el Maragato apresado y condenado a muerte. De nada sirvió el auxilio que el propio fraile solicitase al monarca. El día 18 de agosto de 1806 Pedro Piñero, el Maragato, fue ajusticiado en Madrid en el cadalso de una horca. Y el pintor Goya decide inmortalizar de toda esa historia solo la secuencia donde el fraile y Piñero luchan ambos. Para el Arte y Goya -lo que es decir lo mismo- era la primera vez que el realismo de un acontecimiento fuera plasmado en una obra de Arte de ese modo, es decir, con los perfiles tan verídicos y crueles de una escena tan dramática. Antes incluso que los momentos realistas tan trágicos eternizados por Goya de los terribles momentos de la Guerra de la Independencia del año 1808.

Pero, ¿qué motivaría al pintor español a decidirse por esa secuencia concreta tan dramática? Algunos piensan que, dado el anticlericalismo del pintor, fue una forma de mostrar el enfrentamiento entre el pueblo y la Iglesia. En las figuras se puede entrever, por ejemplo, una cierta preferencia iconográfica por la figura del bandido. Hay que pensar también, sin embargo, en la humilde condición del fraile, de hecho el Maragato confía en él cuando acepta sus zapatos y le deja acercarse tanto. Era el único de los que estaban encerrados en la estancia que el bandido nunca podía pensar que se abalanzase decidido. Por otro lado la figura romántica del bandolero no tendría mucho sentido todavía para un pueblo que entonces -1806- sufriría sus desmanes criminales tan crueles. Así que el pintor más atrevido y premonitorio de todos, al querer eternizar la historia de aquel suceso, no tuvo en cuenta más que el decidido compromiso del valor más humilde ante la impunidad o el avasallamiento de unos seres desalmados.  Algo que, apenas dos años después, se traduciría en el apasionado alzamiento impulsivo y rebelde que sufriera un pueblo ante la terrible agresión poderosa y ofensiva de un despiadado invasor francés.

(Óleos sobre tablas del pintor español Francisco de Goya, serie de seis cuadros titulados en general La captura del bandido Maragato por fray Pedro de Zaldivia: el Maragato amenaza con un arma a fray Pedro; Fray Pedro desvía el arma del Maragato; Fray Pedro arrebata el fusil al Maragato; Fray Pedro golpea con el fusil al Maragato; Fray Pedro dispara al Maragato; Fray Pedro ata al Maragato, todas obras realizadas entre los años 1806 y 1807, Museo Instituto de Arte de Chicago, EE.UU.)

28 de julio de 2017

La sagrada belleza erótica fue desconsagrada en los albores de la ilustración francesa.



La belleza más erótica y conseguida de la mujer fue llevada al Arte desde siempre. Pero durante el Renacimiento y el Barroco los pintores tuvieron que acudir, inexcusablemente, a la representación más sagrada de esa belleza para poder justificarla estéticamente, fuese ésta religiosa o mitológica. ¿Hubo algún retrato no sagrado de mujeres bellas en el Renacimiento? Sí, por supuesto. Los pintores gozaron por entonces una estremecedora libertad estética al poder ellos exagerar, sin temor, una belleza femenina extraordinaria. Manifestaban esa belleza a través del desdén o del gesto sugerente y atractivo -propio de lo satisfecho o de lo ocultamente deseado- sin menoscabar la osadía de extralimitarse al expresar una belleza prodigiosa. Lo hicieron también en los años siguientes -siglos XVI y XVII- gracias a la formal, estereotipada y perfilada -el perfil es menos sugerente que el frontal o medio-frontal- forma de retratar un bello rostro femenino. En el Barroco los creadores sintieron la necesidad de expresar un ferviente erotismo sutil, un gesto liberal sofisticado, pero tan sólo con personajes sagrados como la Magdalena evangélica, una iconografía con la que podían transgredir el pudor exigente de la época. 

No hubo retratos no sagrados de hermosos rostros sugerentes ni bellezas profanas de cuerpos desnudos en el Arte hasta que llegó la Ilustración a mediados del siglo XVIII. Francia fue el primer lugar donde los artistas comenzaron a sentir la necesidad de representar rostros laicos, de personajes anónimos o conocidos, en las obras más sugerentes y menos sagradas de la historia. El pintor francés Jean-Baptiste Greuze (1725-1805) tuvo la suerte de que su tendencia académica -la definición del Arte perfecto- le ayudase a representar, sin estridencias, la mejor belleza erótica que de una mujer el Arte clásico pudiera hacer. Pero, no sólo se conformaría con la belleza, Greuze alcanzaría a transmitir la misma sensación estremecedora que, en los momentos álgidos de belleza erótica renacentista o barroca, los pintores consiguieran solo componer con lo sagrado. Greuze haría así lo mismo con la belleza no consagrada, la más mundana o más frívola. Algo que la Ilustración y la liberalidad de las costumbres de entonces pudo llegar a conseguir en una sociedad que caminaba hacia una laicidad, en el Arte y en la vida, no conocida desde siglos antes. 

Cuando Angelo di Cosimo di Mariano, también conocido como El Bronzino (1503-1572), quiso alcanzar la belleza que sus maestros (Leonardo da Vinci, Miguel Ángel o Rafael) habían logrado años antes, pintaría rostros manieristas con la grandeza que su tendencia nunca hubiese alcanzado sin su alarde. Y pintaría madonnas con la sagrada belleza de lo mundano o de lo más sugerente. ¿Qué sagrada belleza es esa que unos ojos entornados transmiten rodeados de un cabello pelirrojo, el más erótico de todos? ¡Qué rostro y gesto más atractivo de una madonna en el Arte! Porque esta es la sensación que tendremos al admirar la obra Sagrada Familia con santa Ana y san Juan -El Bronzino, año 1550- y apreciar la imagen de la madonna con la connotación de expresar un semblante hermoso más laico que sagrado. ¿Cómo no amar esa sagrada belleza...?   La Contrarreforma también conseguiría, gracias al manierismo de El Bronzino, desarrollar una teología muy efectiva por entonces. Pero más de doscientos años después, en el revolucionario año 1790, el pintor más exigente de belleza clásica retratada de un rostro femenino, Jean-Baptista Greuze, conseguiría obtener esa sagrada belleza de antes, pero, ahora, desde presupuestos menos sagrados, más laicos y vulgares que el Arte clásico pudiera realizar.

En ese año 1790 pinta su retrato Busto de una joven llamada Virginia. Greuze logra alcanzar una divinidad extática sagrada con la sencilla belleza desconocida de una vulgar joven cortesana. Ahora el Arte sí podía permitirse componer un rostro transformado estéticamente, alterado por la emoción de un gesto muy humano sublimado de belleza. Una belleza que antes solo con santas sagradas pudieron permitirse los pintores para acercar un sentido sugerente de belleza al ojo del que lo mirase. Pero en el año 1790 el mundo había cambiado para siempre. El pintor francés realizó su obra sin pudor, sin dudar, sin preocuparse de otras consideraciones que las propiamente estéticas. ¿Cómo no admirar, desear o amar ese rostro vulgar y desconocido, a pesar de titular el pintor el cuadro con el sagrado nombre de Virginia? Virginia, epónimo de virgen sagrada, ajena a toda belleza terrenal o distinta de la trascendente. Ahora el Arte desconsagraría la belleza de antes, sin calificaciones o determinaciones diferentes a lo que la belleza pudiera tener o sentir cuando no se mediatiza. Porque ya no interesaba en el Arte quién era, qué representaba o qué sentido tenía la belleza. Ahora era tan solo belleza. Desconocida, entregada, permitida, asombrada, soñadora, eterna, iluminada, deseosa o condescendiente belleza.

Diez años antes Greuze pintó su obra clásica El sombrero blanco. En ella vemos el retrato de una joven correcta con un elegante sombrero blanco. Una mujer hermosa y distante, con la formalidad propia del típico retrato clásico. Pero el pintor incluyó el detalle osado del pecho izquierdo desnudo de ella. Esta sutileza artística erótica fue extraordinaria: había que componer de alguna forma un erotismo, pero no había por qué desgarrar la belleza clásica. Un siglo antes los pintores podían hacer lo mismo, expresar alguna sutileza erótica, pero por entonces tan solo de una sagrada belleza permisible: la de Magdalena penitente. El pintor español Francisco Ignacio Ruiz de la Iglesia (1649-1704) fue uno de los pintores barrocos más interesantes que haya tenido España, y, sin embargo, de los más desconocidos. En el año 1670 pinta su obra Magdalena penitente, un lienzo barroco que fue atribuido a él doscientos años después, tan desconocido llegaría a ser el pintor en la historia. Nunca más pintaría una obra así, tal vez esto influyó también en su desconocimiento. En su lienzo compone una magdalena sagrada con el erotismo profano de otras épocas. No es una santa lo que vemos porque no lo parece. Pudo pintar la obra de ese modo tan erótico porque la tituló Magdalena penitente. Solo por eso. El cuadro, sorprendente para la época y el país que lo crease, acabó siendo atribuido a otro pintor español -Mateo Cerezo, quizá por haber compuesto otra magdalena sugerente en el año 1661- y comprado por uno de los ilustrados españoles más reformistas del siglo XVIII, Jovellanos. Una curiosa circunstancia del Arte: que la belleza erótica más atrevida del barroco español acabase entre los muros avanzados de un español ilustrado un siglo después. Y como lo fuera también aquel pintor francés que, decidido, consiguiera llevar la belleza sagrada de lo divino hacia la menos sagrada belleza de lo más terrenal, erótico o sugerente.

(Óleo clásico del pintor francés Jean-Baptiste Greuze, Busto de una joven llamada Virginia, 1790, Colección Privada; Detalle del cuadro manierista del pintor italiano El Bronzino, Sagrada Familia, 1550, Museo de Historia del Arte de Viena; Cuadro Barroco del pintor español Francisco Ignacio Ruiz de la Iglesia, Magdalena Penitente, 1670, Museo casa natal de Jovellanos, Gijón, Asturias; Óleo El sombrero blanco, 1780, del pintor francés Jean-Baptiste Greuze, Museo de Bellas Artes de Boston; Lienzo manierista Sagrada Familia con santa Ana y san Juan, 1550, El Bronzino, Museo de Historia del Arte, Viena.)

17 de julio de 2017

Hércules en la encrucijada o un nuevo renacimiento que duraría tan poco como la virtud adormecida de los hombres.



A mediados del siglo XVIII, trescientos años después de haber sido iniciado antes en Italia, volvería de nuevo el renacimiento más clásico al Arte. De nuevo las bellas formas se acoplarían a los perfiles más armoniosos de la geometría humana más perfecta. De nuevo los colores, las gestas, la perspectiva o la virtud más gloriosa se encumbrarían otra vez a la luz de los pintores. ¿Es que la humanidad necesitaba de nuevo recuperar toda aquella avidez de antes por lo equilibrado? ¿Es que la naturalidad del Barroco o la ingenuidad o liberalidad del Rococó no habían hecho más que insatisfacer el gusto de los humanos? ¿Dónde radicará la verdad de lo necesitado? Cuando los antiguos pensadores griegos no habían llegado todavía a conseguir admirar una tendencia de filosofía determinante en la historia -como lo fuera el pensamiento de Platón-, los sofistas o filósofos retóricos (que ofrecían más que un pensamiento trascendente consejos útiles para vivir) habrían tratado, sin embargo, de satisfacer las inquietudes más primarias de una vida ahora sin complicaciones. La mitología fue el sustrato que había servido a los griegos para comprender las razones por las cuales los seres humanos eran como eran, o la naturaleza respondía como lo hacía. Uno de esos filósofos sofistas lo fue Pródico de Ceos (465-395 A.C.), que explicaría entonces la génesis que, según él, los mitos habrían seguido desde antiguo. Consideraba que los mitos o la religión no eran más que historias no recordadas muy bien, y que hacían referencia a grandes personajes humanos que en algún momento de sus vidas habían sido seres extraordinarios por su comportamiento o actitud. Humanos, pero no dioses, ni seres divinos ni metafísicos. Estos pensadores fueron los primeros ateos de la historia, y a Pródico se le atribuye además la leyenda de Hércules en la encrucijada. Hércules era el semidiós más famoso de la mitología, un poderoso ser capaz de luchar y vencer en todos los grandes retos que la vida le pusiera. 

Según esa leyenda, una vez Hércules tuvo que verse en la difícil situación de elegir entre dos cosas muy tentadoras. Dos elecciones representadas en el mito -y en el Arte- por dos hermosas mujeres que simbolizaban el vicio y la virtud.  Pródico de Ceos elegirá la virtud, lógicamente, y para ello lo razonaría justificándolo de un modo sencillo: el vicio proporciona un placer que no puede serlo realmente, ya que da comida antes de tener hambre y agua antes de tener sed.  Cuando el más grandioso pintor del nuevo renacimiento clasicista -el Neoclasicismo- surgido a mediados del siglo XVIII, Pompeo Girolamo Batoni (1708-1787), quiso elogiar aquella famosa virtud armoniosa de la vida, del Arte o de las cosas más grandiosas del mundo, escogería la fábula de Pródico de Ceos y su admirado héroe mitológico. Pero para pintar a Hércules (o Heracles) en la encrucijada no se conformaría Batoni con hacerlo una vez en su vida. Pintaría al héroe grecolatino en, al menos, tres ocasiones entre los años 1742 y 1765. Esas tres ocasiones las traigo aquí para que veamos la maravillosa forma de pintar tan clásica que Batoni llevara al Arte de nuevo, luego de haber sido olvidada más de un siglo antes. Ahora de nuevo eran tan excelentes las formas de combinar los trazos, los colores o los semblantes como lo habían sido en el Renacimiento. De sus tres obras maestras sobre Hércules, luego de admirarlas y mirarlas en detalle, presiento que la primera de ellas -pintada en el año 1742 y expuesta en el Palacio Pitti de Florencia- es la más interesante, sugerente, armoniosa o bella de las tres. En las tres está Hércules en medio de dos mujeres que le seducen con sus cosas, en las tres está pensativo y en las tres está detenido. Pero, solo en una de ellas está con el gesto más emotivo o más inspiradamente pensativo de todas. 

En la obra del año 1742, donde la piel de un león abatido en una de sus luchas se muestra sobre su regazo, el héroe está igual de pensativo que en los otros dos lienzos parecidos. Pero ahora, sin embargo, su actitud ante ese mismo pensamiento, o ante esa misma mirada perdida, es aquí más vívida, más tensa o más decidida. En los otros dos lienzos o la mirada de Hércules es enojosa o es más indolente. La mujer del casco guerrero representa la virtud, la filosofía, el Arte o la vida más grandiosa. La otra mujer representa, a cambio, el vicio, la molicie, el placer más sencillo o más fácil o la vida más inconsecuente o más lastimera. Pero es la primera obra, la compuesta por Batoni en el año 1742, la que comprendería mejor la expresión de una composición tan armoniosa para el Arte: los tres personajes están articulados en un encuadre más sólido, están ahora todos ellos juntos y seguros en su propio sentido iconográfico. Hasta confunde ahora, tal vez por una equivocada perspectiva ética actual, el sentido de elegir mejor Hércules la mujer que representa la elección más sosegada o inteligente, ya que ésta, la virtud inteligente, está dirigiendo su mano hacia un objetivo alejado con el ímpetu imperativo de lo obligado y, sin embargo, la mujer que representa el vicio está aquí más solícita, más amable, compasiva o dadivosa...  Esta es la trascendencia aquí del mensaje filosófico: la virtud es más esforzada y dura decisión o elección que el vicio. Porque, además, la mujer desnuda -el vicio- tiene en su mano izquierda la máscara de la falsedad o de la mentira. Es el mejor lienzo neoclásico de los tres porque los gestos de sus personajes están ahora más delimitados por la armonía de lo equilibrado o por la medida de lo proporcionado. Esta era la misión sagrada de aquella nueva forma de alumbrar el Arte que había sido elogiado tres siglos antes, y que, ahora, de nuevo, volvería a resurgir de las denostadas o cansadas formas de plasmar belleza en un lienzo. Había que elegir de nuevo, y Pompeo Batoni eligió, como su admirado héroe mitológico ya lo hiciera, y eligió el equilibrio, eligió la armonía, eligió la grandiosidad, o eligió la única forma de vida que pueda llegar a conseguir aunar belleza con sentido o elección con serenidad.

(Obras neoclásicas del pintor italiano Pompeo Batoni: Hércules en la encrucijada, 1742, Palacio Pitti, Florencia; Hércules en la encrucijada, 1765, Hermitage, San Petersburgo; Hércules en la encrucijada, 1748, Museo de Liechtenstein.)

9 de julio de 2017

La luz más poderosa del desierto, esa recordada en el atávico inconsciente de la evolución humana.



La acuarela en el Arte no ha sido una técnica muy utilizada para eternizar los encuadres más prósperos de permanecer fijada su belleza en una imagen sostenida para siempre. Y esto es así porque la técnica de la acuarela, a diferencia de otras -especialmente el óleo-, no conseguiría favorecer mucho ni tanto los contrastes de tonalidades diferentes y mantener, a la vez, vivos los colores ante la exposición rabiosa de una luz solar muy poderosa. No ganaría la elección de los pintores esta técnica en la gran mayoría de sus obras. Salvo en un pintor inglés muy desconocido, alguien que, en los años de la búsqueda oriental más compulsiva -finales del siglo XIX y comienzos del XX-, recorriese los paisajes más áridos del norte de África y Oriente medio para fijar, obsesivamente, la luz deslumbradora más sobrecogedora de un escenario lleno ahora de tanta belleza desértica. De una belleza reflejo además de una luz solar fuertemente mono-luminosa. Una luz donde los ojos ahora no tuvieran lugar más que para maravillarse el poco tiempo que sus pupilas pudieran soportar entornadas, frente a los incisivos matices poderosos de un decolorado y, sin embargo, ferviente amarillo colorista.

¿Qué llamada interior fuerte y extraña no acusaría ya en los europeos la sensación de un paisaje tan familiar e íntimo, entre los atávicos recuerdos filogenéticos de un pasado tan emocionante? Porque el pasado de la humanidad europea está muy relacionado con dos de las civilizaciones más grandiosas de la historia: la mesopotámica y la egipcia. Y esas influencias se encuentran en el ADN inspirador más oculto de los europeos, el que llevará cargado luego, en la memoria pre-inconsciente, sus esencias artísticas más creativas o espontáneas. Además de enardecer así, con ese recuerdo genuino, parte de la propia emoción de reencontrar ahora las raíces luminosas de un lejano pasado originario. Es así como está reflejada aquí -en la acuarela de un desierto ardientemente desolado- la luz más poderosa que el sol pueda dispersar por una geografía tropical llena ahora de llanuras arenosas, o de rocas aisladas invisibles, o de montañas apenas superadas por un viento superficial que, desapasionado, busca refugiarse de su sentido terrenal tan displicente o lastimoso. Porque es así ahora como el propio viento del desierto huye descolocado de un calor tan sofocante, de una luz tan deslumbrante o del poder arrebatador de un mediodía desértico tan luminoso. Y busca entonces el viento, como los mismos seres que acompaña, la noche bajo cuya capa nocturna descansará, silencioso, en un prolongado momento ya sin la luz aterradora que lo propicie sin tapujos. Porque para entonces ya no existirá una luz solar favorecedora de vida tenebrosa, de un reflejo tan indecoroso como para no hacer ya, con él, otra cosa más que desplazar la vida bajo una oscura sombra poderosa. Es en la noche del desierto cuando el reflejo lunar representa ahora, sin color ni fulgor solar, o tonalidad definida y poderosa, el momento deseado para sentir así el descanso visual tan necesitado bajo la égida salvífica del refugio de una sombra.

A comienzos del siglo XX, aproximadamente sobre el año 1909, un pintor inglés desconocido, Augustus Osborne Lamplough (1877-1930), compuso su acuarela artística Caravana de camellos beduina. Con su acuarela representaría el pintor la imagen absoluta del poder del espacio sobre cualquier otra consideración, sea ésta temporal, metafísica o antropológica. Porque ahora está representada la luz más poderosa del desierto justo en el momento más intenso del reflejo de su mayor radiación solar, cuando el sol está en el cenit más incisivo y perpendicular de su extravío astral. Entonces la luz se difumina ahora en el espacio sin capacidad de albergar ningún contraste merecido, sin destacar siquiera el celeste atenuado y amable de un cielo otrora cómplice o rendido. La tonalidad se vuelve aquí única, de un único y radiante color amarillo, atenuado incluso casi por la falta viva de fulgor, pero, sin embargo, absolutamente tenebroso. El viento y los seres vivos se envuelven ahora aquí en un solo cuerpo ante la inflexible radiación ultravioleta. Pero, sin embargo, la iconografía encierra ahora una sensación emotiva que se emancipa de la obtusa o lastimera sensación hostil tan espantosa. Esa sensación la producen aquí los seres humanos, unos personajes que habitan, recorren, viven o se enfrentan a la dura irritación de un escenario tan sofocante. En la imagen sosegada de la caravana beduina el pintor expresa el sentido antropológico de una bendición inteligente ante las crueles contingencias de una radiación tan poderosa. Porque ahora el hombre se enfrenta aquí a la luz infame con el paso y las defensas calculadas para encarar la dureza de un espacio.

Hay lugares inhóspitos en la Tierra, helados, selváticos, montañosos, pero, sin embargo, solo el paisaje luminoso, desolado y desértico marcará en el inconsciente de algunos humanos, en este caso de los europeos vagabundos que marcharon de África, el sentido poderoso de un emotivo y atávico recuerdo ancestral. De aquel paso por el desierto en la evolución que su sentido vital errabundo tuviese en las latitudes anteriores al advenimiento final de su destino en el continente europeo. ¿Qué si no fue el afán que esos pintores decadentistas o modernistas buscaron y fijaron con el reflejo solar tan poderoso del hostil escenario de un paisaje desértico? Son las raíces más emotivas así como los ancestrales orígenes inconscientes los que hacen anhelar el color, las formas, el sentimiento o la vaguedad más efímera que llevarán a desear plasmar, eternas, las imágenes concebidas por un recuerdo vital tan persistente. Y el pintor inglés Augustus Osborne lo dejaría fijado para siempre. ¿Para siempre? ¿Para siempre, en un soporte artístico tan poco favorecedor a lo permanente? Sí, porque el sentido de permanencia lo consiguió el pintor inglés a pesar de su técnica. Porque era entonces reflejar la luz del desierto de una forma que solo la acuarela consiguiese expresar de ese sutil modo tan artístico: con el sentido más brillante y a la vez más evanescente. Porque el matiz de la luz solar de ese momento desértico no durará, no estará delimitada por una unidad de tiempo terrestre que llevase a visionarla lo bastante como para poder asirla con detenimiento. No, ahora la luz de ese instante terrestre desértico está difuminada ahí, está desentonada, errabunda, pero, sin embargo, muy poderosa.  No, no hay más que un instante difuminado de luz inasequible ahora ante una radiación desolada tan feroz y desatenta. Por eso mismo la acuarela fue la opción artística elegida más apropiada para poder fijar el color de ese desierto. Esta técnica artística fue la mejor elección para ese momento tan vibrante y, a la vez, tan poco colorido. Un momento vital así tan poderoso como fugaz, tan monocorde como definitivo, tan insoportable como ávidamente deseoso, o tan liviano como atroz, lúcido o impenitente.

(Acuarela del pintor inglés Augustus Osborne Lamploudhg, Caravana de camellos beduina, c.a. 1909, Colección Privada.)

3 de julio de 2017

El naturalismo barroco menos realista, el más humano, cercano y entrañable.



Durante la extraordinaria etapa artística que vivió España en la primera mitad del siglo XVII -aquel siglo de oro tan poco comprendido-, la pintura española florecería con algunos grandes creadores que hicieron del Barroco la más sugerente de las tendencias que una forma de comunicar belleza tuviese en el mundo. Velázquez, sin duda, fue su mayor paradigma artístico, pero, no fue el único creador que brillara en el firmamento pictórico de aquel tiempo glorioso. Aunque, sin embargo, la sombra de este genio fue tan ancha, tan larga y potente que todos los demás quedaron apenas en un apunte marginal en los grandes libros de historia. José Leonardo de Chavacier había nacido en la población aragonesa de Calatayud en el año 1601, pero, muy niño, marcharía a Madrid, huérfano, para terminar aprendiendo con un maestro de pintores de entonces, Pedro de las Cuevas. Pero fue el patronazgo real, el hecho de que la tan artística corona española de Felipe IV amase tanto el Arte, lo que llevaría a este pintor, como a otros desconocidos, a poder al menos iluminar el orbe creativo tan luminoso de aquellos genuinos años barrocos. Pero, sobre todo, lo que deseo es reconocer la grandeza que consiguiese este pintor cuando le encargan componer, en el año 1635, la gesta heroica de la toma de Breisach el 20 de octubre de 1633 (realmente el socorro o ayuda de Breisach) por los tercios españoles al mando del general Gómez Suárez de Figueroa (1587-1634).

Breisach era una ciudad estratégicamente situada a comienzos del siglo XVII. Para España se situaba a mitad de camino entre Italia y sus dominios flamencos: entre Alsacia-Renania y la parte borgoñona francesa (el franco condado español). La ciudad había estado bajo dominio español durante los primeros años del siglo XVII, pero fue sitiada por el gobernador sueco de Alsacia, Otto Louis, en el año 1633, durante la Guerra de los Treinta años (1618-1648). El imperio sueco protestante fue muy belicista en esa guerra europea y lucharía contra los españoles por el dominio de algunas importantes ciudades del Rin. Breisach fue una de ellas. Durante el año 1633 el general Otto Louis la hostigaría hasta la extenuación de sus habitantes. Fue entonces cuando el duque de Feria, Suárez de Figueroa, la libera del acoso de las fuerzas suecas a finales de octubre de ese año. Pero no duró mucho tiempo el dominio español de Breisach. Cinco años después, en 1638, el príncipe alemán Bernardo de Sajonia-Weimar tomaría definitivamente la ciudad alsaciana con el decidido apoyo francés. A la muerte de este príncipe alemán, la ciudad sería anexionada finalmente por Francia. Pero, lo que deseo transmitir ahora no es una historia bélica europea, sino la belleza más emotiva del Arte barroco español durante aquellos años.

Otros pintores españoles del barroco de esos años también pintaron heroicas gestas de ese general español. El pintor español de origen florentino Vicente Carducho (1578-1638) fue uno de ellos. Pintó también al general Gómez Suárez en su obra del año 1634 sobre la liberación de la ciudad suiza de Rheinfelden, producida durante septiembre de aquel exitoso año de 1633, mes y medio antes de la toma de Breisach y compuesta un año antes de pintar la suya Leonardo. Pero no es la misma semblanza, ni la misma sugerente composición emotiva que hiciera José Leonardo en su toma o socorro de Breisach que la gesta parecida que hiciera Carducho de este general y sus hombres en la liberación de la ciudad de Rheinfendel. Y no lo es porque fueran dos momentos diferentes, no porque durase más uno que otro asedio, o fuese uno u otro más difícil o más estratégico, tampoco porque tenga más o menos luz. No. La sutil diferencia de las dos obras está en el matiz de crear instantes muy emotivos de sus personajes retratados, además de la originalidad que José Leonardo demostrase en su obra. Porque la geometría plástica de esta obra barroca está diseñada para gozar mirando, y no tanto para recordar agradecido heroicas y grandiosas batallas triunfantes (aunque también). 

Es el momento elegido por el creador lo importante aquí, es el instante único que fija el pintor lo que hace que una imagen artística sea emotiva o no lo sea. Este es el secreto. Pero, sin embargo, esto no es fácil. ¿Cuántos posibles momentos podríamos fijar en un lienzo de una escena concreta y determinada? Con matemáticas probabilísticas podríamos llegar a componer una cifra enorme de posibles momentos. Pero, es solo uno, uno solo el instante que hay que elegir para hacer, con él, una sutil, hermosa y emotiva obra de Arte. Ese fue el instante elegido por José Leonardo en el año 1635 para expresar el momento que Suárez de Figueroa, el más insigne general de aquellos años ilustres (junto al gran Ambrosio de Spínola, retratado por Velázquez en su famoso Cuadro de las Lanzas), tuviese aquella mañana del 20 de octubre de 1633 en las cercanías de la ciudad de Breisach. Con la maestría de un primer plano ladeado, propio de la escuela española barroca (todos pintan en un lado del lienzo al principal personaje), subido en su caballo triunfante (en posición de corveta, elevado ahora sobre sus cuartos traseros) y dirigido hacia la ciudad asediada que, a lo lejos, se vislumbra apenas en grisalla (con los perfiles grises descoloridos propio de la lejanía).

Pero, además, la figura cabalgada del general gira ahora hacia atrás, su cabeza especialmente lo hace, en un forzado gesto no demasiado favorecedor en el Arte. Sin embargo, Leonardo de Chavacier lo consigue  genialmente. ¿Por qué ahora girado el general hacia atrás? Este es un gesto y acto de gallardía y consideración hacia el observador que hace el insigne general (lo hace el pintor realmente), también un gesto de cortesía hacia la visión de la obra por el propio rey. Pero, sobre todo, y este es el emotivo gesto humano del Arte barroco de Leonardo, hacia sus hombres, hacia los oficiales o suboficiales que, ahora, acompañan a Suarez de Figueroa, unos personajes incruentos aún aquí, serenos, convencidos personajes anónimos para luchar absolutamente decididos en su arrojo. Unos seres humanos que, junto a su general, están unidos por un sentido que va más allá de lo meramente belicista: por un poderoso sentido de vida y compromiso, por un poderoso y mágico destino vital de lealtad, de colaboración, de cercanía, de confianza, de conmiseración incluso, o de entrega emotiva que el Arte barroco español supo destacar, bellamente, una vez más en su historia.

(Óleo barroco del pintor español José Leonardo de Chavacier, Socorro de Brisach (Toma de Breisach), del año 1635, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

21 de junio de 2017

La Belleza en Rembrandt es una cosa diferente, el sentido más intelectual de ella.



Los genios, los artísticos o los científicos, también los seres atribuidos de una belleza especial, lo son no porque hayan nacido en un determinado lugar, o hayan sufrido una determinada vida, o dispongan de una especial reacción ante las cosas de su entorno; no, lo son porque han nacido de ese modo especial en que lo han hecho, surgen así desde la más profunda e incognoscible oscuridad del universo misterioso. Otra cosa es que realicen esa genialidad aplicada de una u otra forma, dependiendo del mundo que les haya tocado vivir. Pero son absolutamente únicos, no obedecen a nada, ni se dejan llevar por nada que no sea su propia esencia más genuina. La genialidad es algo complejo, no es simple; se tiene o no se tiene, de acuerdo, pero para desarrollarla es preciso disponer de unos elementos biopsíquicos muy concretos y particulares. Rembrandt fue un pintor genial porque manejaba los colores, la composición y los detalles de sus obras con una maestría especial muy extraordinaria. Otros podrían hacer lo mismo; ¿lo mismo?, no, lo mismo no, otros lo harían de otra forma distinta. Una forma diferente de la que el genio sublima -lleva a un nivel o esfera superior- con los procedimientos o las diferencias tan personales que con su especial artificio consiga alcanzar la gran obra de Arte. 

Este lienzo pintado por Rembrandt con veinticuatro años sobre el mito de Andrómeda, es una prueba significativa del Arte genial más sublimado. En su obra Rembrandt lleva elementos sencillos de la naturaleza, incluso chocantes por su falta de belleza clásica, a la más alta representación de grandeza artística sublime. El mito de Andrómeda nos cuenta la maldición de una joven griega al ser sacrificada en aras de salvar a su reino de la vengativa destrucción de los dioses. Sus padres, el rey Cefeo y la reina Casiopea, se vieron obligados a atarla cruelmente para satisfacción del dios del mar Poseidón. La inocencia y suerte de Andrómeda quedaron desamparadas con la decisión fatídica de sus padres. La sensación de defenestración o abandono desgarrador que tuvo que sentir Andrómeda no es comparable a nada. Porque los que deben defenderla se vuelven contra ella sin remisión. ¿Qué dolor o emoción de terror más incontenible debió sentir la joven cuando sus ataduras inflexibles la entregaron, inexorable, a su perdición más espantosa? La leyenda, afortunadamente, no terminaba ahí, se transformaría luego en una de las bendiciones amorosas más heroicas de toda la mitología. Justo antes de acabar destruida por las fauces del monstruo marino más atroz, el más heroico de los héroes griegos, Perseo, acabaría salvándola del más pavoroso destino. Pero, sin embargo, este último episodio -fundamental para salvarnos de la desesperación- no lo tuvo en cuenta Rembrandt en su obra.

En su obra no está Perseo por ningún lado, tampoco hay esperanza alguna en la escena retratada por el pintor holandés. De hecho, no vemos más que a Andrómeda desesperada en un encuadre artístico minimalista, para ser un cuadro barroco. Porque el paisaje es neutro aquí; solo unos colores intelectuales -no los naturales ni los más bellos o apasionados del Barroco-, es decir, solo los colores más idealizados de una paleta genial son los que brillan apenas ahora junto a los perfiles más inhóspitos de un escenario tan íntimo. Es la sufrida e invalidada Andrómeda lo único que se representa como motivo o razón estéticos en toda la obra. Su figura estética es la figura humana más desolada de todas las figuras que se hayan retratado así jamás. Y esta desolación se tiene que traducir, para Rembrandt, en la más hiriente y deteriorada imagen de una joven sin esperanza... Para el pintor holandés, la belleza no es la representación ideal de una geometría humana destacada por elementos procuradores de armonía clásica, sea ésta divina,  natural o metafísica,  como son las armoniosas Venus retratadas por otro genio artístico, Botticelli. Para Rembrandt la belleza humana no es reflejo de una belleza natural -entendida ésta como la propia de la naturaleza, también de los paisajes, de las nubes, de las plantas, etc.-, es, a cambio, una belleza condicionada por la esencia maldecida de un género, el humano, condenado en el mundo para siempre. El pintor holandés llevaría el naturalismo de su barroco infantil -más ingenuo estéticamente- a representar en su lienzo mejor unas emociones interiores -más permanentes- que aquellas otras más alejadas, por demasiado divinizadas, sensaciones visuales de una belleza exterior -más efímera- para tratar así de representar ahora unos rasgos más humanos -por más auténticos- de los atribulados hombres y mujeres. Pero, sin embargo, convertiría aquí el pintor barroco, con su genio artístico sublime, una cosa en la otra. En su lienzo Andrómeda vemos cómo la belleza interior es elevada por Rembrandt a la más exterior que un lienzo barroco pueda albergar, además, en tan poco espacio artístico.

Hay que acercar la mirada para ver bien el gesto de horror de Andrómeda en la obra de Rembrandt. Desde lejos no se aprecia bien del todo. Por eso, en esta ocasión, hay que tratar de mirar ahora al revés, es decir, de dentro hacia afuera, para poder observar -y traducir correctamente- la auténtica belleza que expresa esta obra de Arte. No está ahora la belleza en los rasgos convencionales de una belleza clásica, bendecida en los perfiles idealizados de, por ejemplo, una bella diosa erótica renacentista. Porque, además, para Rembrandt, no existen las bellas diosas eróticas renacentistas, sólo seres humanos vulnerables: los derrotados por el desamparo más evidente o por el más implícito y misterioso. Estamos condenados inevitablemente, a pesar de no querer comprenderlo gracias a disponer de una naturaleza protectora que, aparentemente, nos envuelve a veces en una belleza traducida o falsa. Y, ¿quién mejor para traducir a la inversa esa belleza equivocada que el propio Rembrandt? La genial pasión armoniosa conseguida en su obra barroca, a pesar de sus laberínticos derroteros plásticos para tratar de representar una belleza distinta, es la misma que, sin llegar a componerla con los trazos ideales de una Belleza clásica, consigue ahora poder alcanzar, sin embargo, el alma interior más profunda, emotiva, o menos esperanzadora de los hombres.

(Óleo barroco Andrómeda, 1630, del pintor holandés Rembrandt, Galería Real de Pinturas Mauritshuis, La Haya, Países Bajos; Detalle de la misma obra Andrómeda, 1630, Rembrandt, La Haya.)

17 de junio de 2017

Cuando el Arte no es más que belleza, pura belleza, nada más que belleza...



La belleza no es algo demasiado definible... ¿Qué es exactamente? El concepto se difumina aún más cuando nos adentramos en sus orígenes filosóficos. Porque la Belleza fue sinónimo de bien, de ser encumbrado, de bondad manifiesta... Un sinónimo solo, una analogía, pero no exactamente lo mismo. Porque las cosas por el hecho de ser o de existir no significan que sean bellas, que posean belleza. Desde sus inicios la belleza en el Arte había sido un elemento necesario en su sentido finalista más estético, fuese éste el que fuese, ético, social, mítico o religioso. En ocasiones, tan solo la belleza en el Arte como un elemento más añadido, como una parte decorativa o representativa más de lo especialmente querido expresar en la obra artística. Pero, en otras era lo fundamental, lo exclusivo, lo único, lo expresamente creado para ser representado así. Cuando la belleza es lo único que se refleja o evidencia en una obra de Arte la percibiremos de inmediato. Nada mediatizará entonces la belleza. Porque es una percepción directa esa semblanza estética tan modeladora de equilibrio y grandeza estéticas. En ella no interviene ahora ni la reflexión, ni el pensamiento, ni la metafísica. Son obras de Arte donde lo representado es ahora Belleza, nada más, sólo belleza. En esas obras de Arte, a diferencia de las que precisan una reflexión o encierran un mensaje, la percepción de la Belleza nos llegará pronto y, del mismo modo, nos abandonará pronto también. La belleza no durará más que la misma efímera percepción abrumadora del momento. La belleza, entonces, nos cansará o nos aturdirá. El famoso síndrome de Stendhal tiene algo que ver con todo eso. 

Sin embargo, necesitaremos esa Belleza aunque solo dure un momento. Precisamente, la Belleza está relacionada mucho más con el tiempo que con el espacio. Debe durar poco para ser manifiesta plenamente. De hecho la duración de esa percepción estética, su magnitud temporal, es inversamente proporcional a la Belleza: cuanto más duración menos belleza... Sólo la obra de Arte que extiende sus representaciones a motivos intelectuales trascendentes, filosóficos, sociales o históricos, y además dispone de belleza, puede entonces hacerla durar más, pero tan solo aparentemente. Porque la belleza estará subsumida ahora en el sentido reflexivo de la obra. No durará más la belleza -dura lo mismo-, lo que sucede es que tardaremos más tiempo en comprenderla. Porque pensaremos, reflexionaremos y dedicaremos ahora más tiempo a entenderla: tanto la obra como la belleza. Se tardará más tiempo porque ahora la belleza está intrincada dentro de la obra representativa de Arte, porque estamos apreciando ahora otras cosas a la vez, estamos asimilando o pensando en las diversas cosas que, iconográficamente, nos absorben ahora nuestros sentidos perceptores. Todos ellos, los psicológicos y los intelectuales, pero, también los de belleza. 

Pero cuando la belleza no es más que lo que ahora vemos representado, cuando la belleza es en sí misma lo único que, ahora, veremos representado en una obra, entonces la sensación placentera de belleza nos aturdirá poderosa. Nos llegará muy pronto y nos abrumará de tal modo que la querremos atrapar de inmediato -esa sensación de placer- con todas las relaciones de miradas que la propia obra nos ofrezca, despiadada, ante nosotros. Pero acabará muy pronto todo eso. No terminará porque se agote la belleza, ésta no se agota nunca en sí misma, terminará porque veremos la belleza y acabaremos acostumbrados a la belleza... Ésta no nos descubre nada nuevo, sólo admiraremos ahora lo que, de otra forma, ya sabríamos antes de su grata existencia. Es una admiración continuada, no un descubrimiento. Por eso mismo no interviene el intelecto ahora. El intelecto interviene solo cuando la belleza está relacionada con otras cosas diferentes. Pero, sin embargo, cuando es única, cuando sólo la belleza está ahora ante los perceptores primitivos de nuestra sensación más original, entonces es cuando la identificaremos de inmediato, y, entonces, nos será placentera y elogiosa. Y el trasvase o movimiento de energía -como en la dinámica de los procesos físicos- es ahora directo y rápido en el ser receptor de belleza, no padeciendo éste más que el tiempo preciso para recordar. ¿Recordar, el qué? Pues la belleza consustancial a nuestra conciencia más primitiva, a nuestros primigenios principios intrincados con nuestra esencia vital, ahora así representada. Algo que nos es familiar y necesario y poseemos en nuestro cerebro desde siempre; algo, la belleza, que no necesitaremos tiempo para acostumbrarnos a ella o para asimilarla. Sí, en cambio, para admirarla. Pero la admiración durará tan poco como la poca distancia que exista entre nuestro sentido visual más primitivo y el motivo radical o principal de cualquier belleza.

(Óleo del pintor neoclásico alemán Jacob Philipp Hackert, Paisaje con el palacio de Caserta y el Vesubio, 1793, Museo Thyssen, Madrid; Lienzo Joven desnuda de espaldas, 1831, del pintor neoclásico francés Alexandre-Jean Dubois-Drahonet, Colección Privada.)

9 de junio de 2017

Siglos antes el barroco español se acercó al existencialismo o al realismo más introspectivo.



Fue un personaje enigmático y un pintor desconocido que no ha sido del todo identificado en las obras que se le atribuyen. Antonio de Puga (1602-1648) había sido un pintor español del Barroco más fascinante que, sin embargo, la historia del Arte no lo habría reconocido lo bastante. Para entender mejor ese momento artístico tan rompedor, el Barroco, este creador naturalista de entonces es un ejemplo interesantísimo. En algunas de sus obras (atribuidas a él) vemos un escenario retratado -para un momento tan temprano de la historia, primera mitad del siglo XVII- donde las cosas y los seres representados parecen exponer sus sentimientos en algo que tiene más que ver con la emoción existencial de finales del siglo XIX que con expresiones naturalistas de la primera mitad del Barroco. Hay un cuadro en el Museo del Prado, Anciana sentada, tan solo atribuido al pintor Antonio de Puga. ¿Qué diferencias podemos destacar ahora entre esta imagen del barroco español y un lienzo del postimpresionismo de, por ejemplo, un creador como Van Gogh? Para ser una obra barroca, ¿no es demasiado minimalismo el que hay representado? En algunas referencias a esta obra se añade al título: ...en la cocina. ¿Qué cocina o lugar doméstico es ése donde incluso se ve una obra de Arte colgada en la pared, justo al lado del grabado de un santo?  Tal vez por eso se obviase el lugar: porque no hay nada en la obra que evidencie o clarifique el espacio elegido para retratar a una anciana sentada en su casa. La silla, el cesto a sus pies, el mueble a su espalda y el gato dormido complementan la iconografía de esta sencilla obra de Arte. No se aprecia bien, pero el cuadro colgado en la pared y el grabado del santo son elementos sagrados -precisos en una obra no sospechosa de irreverencia- que el pintor sitúa en un plano secundario ahora de la obra, porque el primer plano es claramente la imagen desolada de la  anciana.

Antonio de Puga tuvo que ser un creador ilustrado, un pintor inquieto y anticipado por las profundidades existenciales del ser humano. Porque ¿qué sentido iconográfico nos expresa la obra?: ¿la vejez?, ¿el paso del tiempo?, ¿la escasez o la falta de recursos? Ese pudo ser el camuflaje estético por entonces, ya que en los años treinta del siglo XVII la sensibilidad por el sentido existencial de la vida era imposible expresarla, dada la mentalidad teológica de la época. Sin embargo, se atrevería a hacerlo un pintor español en aquellos años del barroco, probablemente a sabiendas de que nadie lo comprendiera entonces. Son las facciones del rostro de la anciana, sus emociones humanas más íntimas, lo que la obra expresa con una total impunidad para la época. ¿Dónde está la consolación ahí, si es que la hay? No, no la hay, ni siquiera transmitida por la obra sagrada de Arte que, descolorida en la pared, apenas sostiene ahora la descorazonadora muestra de vacuidad que la obra encierra. Veinte o treinta años antes, también en ese mismo periodo barroco, otro pintor español, Francisco Ribalta (1565-1628), compuso dos obras de Arte para expresar el semblante de algo tan intangible y etéreo como lo es el alma. ¿Retratar el alma? Pues, sí. Pero, claro, no el alma en un estado de reposo existencial, es decir, en su vivencia humana más realista, práctica o comprensible, no, sino que ahora en las dos facetas más opuestas y extremas que esa representación del interior humano pudiera llegar a tener. Alrededor del año 1610 Ribalta compone sus lienzos El Alma bienaventurada y El Alma en pena o atormentada. Este extraordinario pintor, también poco conocido, se sitúa, a diferencia de Puga, en el entorno confuso del periodo final manierista y los comienzos del barroco. Todavía no se habían naturalizado las formas del todo, o no se habrían dejado del todo -por Ribalta- de pintar las cosas con un aura mística propia de finales del siglo XVI.

El caso es que para componer el alma no entiende Ribalta que ésta tenga otra forma que no sean las dos posiciones extremas de bendición y maldición. En su obra de Arte el alma bendecida tiene rasgos femeninos y el alma en pena los tiene masculinos. Por otro lado, el alma bienaventurada tiene un fondo de aureola o nimbo amarillento de beatitud celestial tan distante como el efímero gesto angelical que su rostro nos muestra. El alma en pena, a cambio, tiene ahora un enrojecido y llameante fuego abrasador que arderá inmisericorde eternamente luego. Pero, en el caso de la obra de Antonio de Puga la imagen del rostro de la anciana sentada, reflejo del estado interior de su existencia humana, expresaría otra cosa diferente. Nada de extremos absolutos o demoledores, nada de definitiva consecución de finalidad o de última disposición inconsistente con la vida. No, ahora el sentido del rostro de la anciana sentada es el del sentimiento más humano y emotivo de la vida y cercano además a la mayor expresión de modernidad existencial. No indica nada su semblante que demuestre una determinación clara de beatitud o de maldición. No hay nada que indique de modo evidente -como en los casos de Ribalta- desolación absoluta o satisfacción completa. Nada de eso. Porque en la obra de De Puga la anciana sentada -reflejo de la humanidad más general- nos muestra ahora la sensación más artística para poder expresar el sentido existencial más realista de todos: la absoluta levedad, orfandad y fragilidad de la naturaleza humana. Donde el ser humano parece ahora divagar con su mirada perdida hacia la nada más desoladora. No atormentadora, no, tan solo desoladora. Justo todo lo contrario de las dos miradas de Ribalta. Porque en estas miradas hay, a cambio, una fijeza doctrinal o un destino prefijado inevitable. En ambos casos miradas dirigidas hacia arriba claramente. Aunque una de las imágenes con la mirada del personaje ladeada estableciendo de esa forma, profundamente sesgada, su terrible sentido tan inalterable o tan permanente. No así con la mirada de la anciana sentada, que no dirige ahora sus ojos hacia nada que sostenga algún sentido, sino sólo hacia la recóndita proyección de una indefinible sensación agotadora: la de tratar de comprender la existencia humana vagamente, sin otra cosa más que con el sostén inevitable del recuerdo desolado de la vida.


(Óleo sobre lienzo, El alma bienaventurada, 1610, Francisco Ribalta, Museo Nacional del Prado; Óleo El alma en pena, 1610, Francisco Ribalta, Museo Nacional del Prado; Lienzo del pintor Antonio de Puga, Anciana sentada, primera mitad del siglo XVII, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

6 de junio de 2017

Fueron las estrellas, el cielo estrellado, la diferencia magistral que hizo prevalecer un pintor sobre otro.



Cuando Vincent van Gogh (1853-1890) se inspirase en septiembre del año 1888 en Arlés (Francia) para componer uno de los primeros nocturnos que crease, recordaría entonces el cuadro que, un año antes, su amigo el pintor Louis Anquetin (1861-1932) había compuesto de un café de París en un atardecer nocturno e invernal. Había coincidido el pintor Anquetin con van Gogh en la academia parisina del maestro Cormon, en donde ambos aprenderían los secretos clásicos de la pintura. Pero Anquetin había comprendido antes que van Gogh incluso la evolución que el Impresionismo habría de seguir para expresar las cosas ahora de otro modo. Era una tendencia rupturista, propiciada además por la Escuela de Pont Aven (donde Gauguin se influiría sobremanera), que hacía más plano el enfoque artístico en el lienzo y la manera en cómo los colores se expresaban en el conjunto artístico del cuadro. El arte japonés tuvo mucho que ver inicialmente en el desarrollo de esa tendencia llamada por entonces cloisonismo. Se perfilaban muy claramente los contornos de los objetos representados, formando un efecto de superficie plana donde la decoración era, además, una de sus características más destacable. 

Van Gogh lo comprendería pronto también y utilizaría esa forma de pintar de contornos destacados. Sin embargo, el genio holandés no acabaría de ver su estilo propio de esa misma forma. Entonces se marcharía al sur de Francia, a Arlés, en la brillante y azul costa mediterránea. Pero las noches ahí no son planas, son estrelladas. Cuando van Gogh compone su terraza de un café de Arlés lo hace con los rasgos característicos de la pintura de su amigo Anquetin: los perfiles de las cosas contorneados, las luces brillantes en lugares iluminados y el negro nocturno muy oscuro en los momentos más oscuros de la noche. Pero, también compuso entonces las estrellas brillantes del cielo azul mediterráneo de Arlés. Con ellas, sin idearlo probablemente así, alcanzaría a descubrir el sentido más profundo de su pintura: la emotividad exagerada de la vida entre escenas humanas descorazonadoras. Fue el primer nocturno estrellado que pintaría van Gogh, pero suficiente para descubrir el efecto fundamental que las cosas ambientales o naturales podían representar ahora en su obra rupturista. Con ello rompía aquel sentido plano, aquel decorado equilibrado de la pintura de Anquetin. Con esto su pasión ganaría la partida de los contornos postimpresionistas... y la de la historia.

Louis Anquetin pasaría a ser, sin embargo, un pintor más de aquellos años deslumbradores. Su intuición premonitoria, aquella forma de componer diferenciándose del Impresionismo exitoso, influiría luego en las obras de los famosos postimpresionistas más conocidos. Años después de su obra nocturna Anquetin abandonaría la modernidad tan vertiginosa, tratando de recuperar ahora los grandes maestros del barroco como un referente nuevo en las tendencias innovadoras. Pero la historia iba claramente ya por un lado diferente. El expresionismo ganaría pronto la batalla artística de la historia. Sin embargo, van Gogh moriría antes de todo eso. Él buscaría toda su vida artística el momento, el lugar y la pasión necesarias para componer el mejor lienzo que su deseo emotivo le provocase siempre. Lo consiguió, probablemente sin él llegar a saberlo. Porque es la pasión que mostramos ante algunas de las cosas de la vida lo que definirá, finalmente, la diferencia entre una decoración bellamente compuesta o todo lo contrario... Es decir, la emoción ahora destacada entre la belleza apenas perfilada o apenas contorneada en una obra.

(Óleo de Vincent van Gogh, Terraza de café por la noche, 1888, Museo Kröller-Müller, Países Bajos; Cuadro del pintor Louis Anquetin, Avenida de Clichy a las cinco de la tarde, 1887, Museo Wadsworth Atheneum, Connecticut, EEUU.)

1 de junio de 2017

La esquizofrenia del siglo XX o las dos maneras de entender el Arte hace un siglo.



El comienzo del siglo XX fue tan fascinante como aterrador. Para entender bien el mundo que ahora vivimos hay que comprender lo que sucedió en los primeros quince años del pasado siglo veinte. Porque ahí, en esos apasionados años iniciales, se gestaría la más despiadada, contradictoria, terrorífica, visionaria, frustrada, creativa y genial forma de entender el mundo. Jamás un cambio de siglo fue tan esperanzador, tan buscado, tan necesitado, tan apasionado y tan desalentador luego en la historia. Ni el milenarismo del siglo XI es comparable siquiera. Entonces, al advenimiento del año 1000, era una sola cosa lo que abrumaba a la humanidad: el cataclismo bíblico, el colapso espiritual en plena edad media. Pero a finales del siglo XIX se produjeron, sin embargo, las innovaciones tecnológicas y sociales más vertiginosas de toda la historia. Al menos como para albergar una idea del siguiente siglo algo prometedora o diferente a todo lo que se había producido antes. O, mejor dicho, todo lo anterior en la historia desde el Renacimiento valía ahora aún mucho más: la revolución, la transformación, la evolución, el progreso imparable, la ruptura, la búsqueda de la felicidad... Pero, sin embargo, todo ese ambicioso proyecto era demasiado increíble para ser verdad. Los artistas vivieron en ese fascinante momento un periodo desconocido, nuevo, de libertad asombrada, de fronteras imprecisas, de comunicación sesgada, de belleza transformada, o de un cierto desánimo de cualquier asidero formal, algo que pudiera llevar a prolongar en el tiempo una nueva forma creativa para mejor poder expresar las cosas -¿ahora con belleza?- de este mundo.

Porque el anterior siglo XIX había sido extraordinariamente virtuoso en el Arte. Hubieron grandes pintores y maestros que expresaron sus imágenes artísticas con equilibrio, soltura, belleza o formas armoniosas con una composición y expresión muy conseguidas. Las tendencias artísticas siguieron esa norma académica. Incluso, el Impresionismo la siguió a pesar de su transgresión evidente con respecto al Academicismo, la manera por entonces más consagrada de pintar. La creatividad fue también muy elogiosa: las tendencias artísticas del siglo XIX fueron todas fascinantes en sus innovaciones. Fueron muchas de ellas diferentes y opuestas a la vez (el prerrafaelismo y el realismo, por ejemplo), pero todas mantuvieron, sin embargo, una idea básica en el Arte: el reflejo formal de un sentido traducible de la figura humana o de la naturaleza. Se podría expresar lo que se quisiera, la cruda realidad social o la espiritualidad mística o mitológica más sentida, pero en ambos casos había que hacerlo con un criterio figurativo armonioso con la naturaleza. Sin embargo, el inicio del siglo XX rompería todo ese sagrado y no escrito acuerdo tácito en el Arte. Y lo haría con todo, no sólo con el Arte. El vértigo sentido entonces debió ser irresistible: sentir, por ejemplo, cómo por entonces el propio abismo, que no se preveía ni se afirmaba, se podría pasar por lo alto sin caer en él... Pero la sociedad misma no estaba, sin embargo, tan preparada como los propios artistas para dar ese gran salto mortal. Por esto las terribles guerras, conflictos, enfrentamientos, rudezas, holocaustos, desvaloración humana, deterioros, ambivalencias o esquizofrenia social que se sucedieron luego en el siglo XX.

Cuando los pintores norteamericanos de mediados del siglo XIX quisieron pintar con una tendencia propia, idearon el Impresionismo natural. Fue una forma de crear que tomaron con la conciencia de estar expresando las cosas naturales de la vida de una manera sosegada y emotiva. La escuela del río Hudson fue una tendencia así, y hubo muchos pintores americanos que vieron esta forma de pintar como la mejor manera de comunicar belleza con entusiasmo natural. Sin embargo, a finales del siglo XIX, propiciados por la filosofía social de algunos pensadores americanos, un grupo de pintores norteamericanos crearon una tendencia diferente, La escuela Ashcan. Fue la forma en que llevaron al Arte la sensibilidad de una sociedad que aún no habría comprendido el terrible abismo por el que su entusiasmo vital se deslizaría luego. No cambiaron la forma armoniosa, ni el equilibrio académico: solo usaron el Arte para mover las conciencias, para trastocar los elementos más rígidos de la sociedad de entonces. El principal representante de esta tendencia americana lo fue el pintor Robert Henri (1865-1929). No revolucionaron la forma de expresión sino su contenido. Ahora querían reflejar la sociedad real, no la soñada. Sin duda, fue una extraordinaria y elogiosa manera de evolucionar en el Arte. 

En su obra del año 1915 Desnudo oriental, Robert Henri compone una bella mujer con las profusas pinceladas coloreadas más innovadoras para aquel impresionismo natural, ese mismo impresionismo al que se enfrentara años antes. Para él, la innovación era parte de dos cosas: alardes técnicos impresionistas para componer una obra y mirada misteriosa para satisfacer un profundo desencanto. No podía él entender que el Arte pudiera expresar las cosas con la rupturista forma de componer que, muy pronto sin embargo, en esos mismos años del inicio del siglo XX, habían alumbrado decididamente otros creadores. Dos años después de componer su obra Henri, el pintor expresionista italiano Amedeo Modigliani crearía su obra modernista Desnudo sentado. La composición era la misma, y los colores también, y el fondo parecido -incluso Modigliani había sido menos profuso o más minimalista-, pero, sin embargo, la figura de la mujer -de la imagen paradigmática de belleza femenina- estaba ahora totalmente transformada. Había mirada misteriosa también, como en Henri, había desnudo también, había un profundo desencanto en el gesto, como en Henri, pero las formas armoniosas y naturales de la belleza de antes habrían desaparecido ya para siempre.

(Óleo del pintor norteamericano Robert Henri, realismo-impresionismo, Desnudo oriental, 1915, Colección Privada; Obra expresionista del pintor italiano Amedeo Modigliani, Desnudo sentado, 1917, Real Museo de Bellas Artes de Amberes, Bélgica.)

22 de mayo de 2017

La simbología más espiritual de la representación universal del mundo: una obra de Arte.



Cuando los primeros filósofos de la historia europea, los griegos, dieron un sentido al hecho de comprender el mundo, delimitaron éste entre dos cosas opuestas que pudiera contenerlo: una física, material, diversa, cambiante, sensible, cercana, visible; otra etérea, celestial, única, inmóvil, intuible, universal e invisible. Y, así, unos y otros se adscribirían a una u otra tendencia de pensamiento. El mundo se dividió entre esas dos formas de poder entenderlo. De ahí se configuraría, tiempo después, el dualismo en el que el mundo establecería sus preferencias de pensamiento: o claramente material o claramente idealista; o decididamente racional o plenamente empirista; o escrupulosamente existencial o fervientemente metafísico. No habría solución al dilema de la interpretación de lo que es el mundo, y este dilema filosófico se ha transmitido a todos los ámbitos de la vida del hombre a lo largo de la historia. Y así las dos formas (siempre dos, nunca hay tres, aunque lo parezca siempre se resumen en dos) de comprender el universo del ser humano y del mundo nunca se han reconciliado, y nunca lo harán. 

Sólo el Arte consigue poder llegar a conciliarlo, tal vez porque el Arte es lo único que no se parece al mundo exactamente, únicamente sirve para poder comprenderlo. Por eso su posible conciliación no es realista, es decir, no es práctica, no puede traducirse su forma de comunicación -la del Arte- al sentido real de la vida del ser humano. Entonces, ¿cuál será esa conciliación, y, sobre todo, para qué servirá? Llegar a conciliar el mundo con el Arte es una forma de catarsis psicológica, por tanto, algo individual o personal, nunca social. Los grandes pensamientos filosóficos no son nunca de aplicación individual sino social. No es que no sean individuos los que los tengan sino que su aplicación siempre es social. Pero el Arte -el pictórico en este caso- es algo, a cambio, personal, es una comunicación íntima entre la representación estética que sea y el sujeto espectador que lo percibe. Y entonces puede haber una revelación -o no haberla- para alcanzar a comprender el sentido que la belleza de la obra pueda afectar a la conciencia del que la perciba. Este proceso no es automático ni infalible. Por eso nunca podrá ser un hecho la conciliación real de las dos formas universales de entender y calibrar el mundo. Pero el Arte nos sirve, al menos, para entender que las dos formas son dos visiones diferentes de una misma realidad. 

El pintor alemán Adam Elsheimer (1578-1610) fue un creador al que no le sería ajeno el dualismo del mundo en algunas cosas de su vida. Por ejemplo, artísticamente se sitúa el pintor entre dos formas o tendencias diferentes: el Manierismo y el Barroco, y ambas las acoplaría sensiblemente en su obra; personalmente, abrazaría el pintor el catolicismo desde su luteranismo natal; y culturalmente conviviría entre Alemania y la Italia que le acogiera con sus tratamientos pictóricos revolucionarios, por ejemplo, con el color y el contraste de Venecia. Pero, también descubriría el pintor otra dualidad: la luz y la oscuridad. Sus efectos artísticos con el claroscuro son distintos, sin embargo, a los habituales del naturalismo de su época. No son rupturistas, no son destacables (no destacan algo, lo que sea, incluso lo más importante, tras un fondo oscurecido), no obedecen a un tenebrismo sobrecogedor o lastimero. Sus contrastes de oscuridad y luz llevan, a cambio, el sentido conciliador del fenómeno universal de los contrarios. En sus obras -en esta que vemos aquí- la oscuridad no refleja nada, ni bueno ni malo, que llegue a confundir, ni a atemorizar, ni a sacralizar, ni a desmejorar ni a realzar. Por eso no hay aquí solo claros y oscuros absolutos, no, ya que se necesita que ambas realidades sean delimitadas por una frontera ahora que las una: la penumbra... Lo que, finalmente, conllevará aquella conciliación anhelada del mundo.

La obra Huida a Egipto, realizada por el pintor alemán un año antes de morir, es la representación de la dualidad del mundo y de su conciliación estética. Y lo es, entre otras cosas, gracias a la sublime utilización de la luz y la oscuridad. Sin embargo, no son solo la luz y la oscuridad los elementos contrarios que en la obra veremos. En su grandiosa composición, en un primer nivel estructural, se observa la obra dividida diagonalmente en dos. Por un lado está el firmamento nocturno, por otro la tierra oscurecida. Pero, a su vez, en ambos lados también hay luz. En la obra de Elsheimer hay algo más que una narración bíblica. Siguen añadiéndose dualismos filosóficos aquí: por una parte la religión como trasunto histórico o metafísico; pero, por otra, el sentido incognoscible de la profundidad del universo celestial, de su racionalismo fallido... Los puntos de luz, los focos desde donde el pintor origina la diversidad lumínica, son cuatro en la obra: dos son humanos y dos celestiales. Uno es el fuego que abriga, protege, acompaña y alimenta a los hombres acampados a la izquierda del lienzo. Otro es la antorcha con la pequeña llama que san José transporta en su huida a Egipto. Esta solo sirve ahora para iluminar el camino, no para proteger o abrigar nada con ella. En los dos focos celestiales hay también otra dualidad:  uno es la luna llena y poderosa, la única fuente de luz ambiental propiamente; y otro es el reflejo lunar en el agua del río, que no ilumina nada fuera de él, una metáfora radiante sobre la dualidad manifestada de antes, sobre aquella fuente lumínica de fuego de una y otra realidad terrenal.

Porque esas fuentes de luz celestiales no existen más que como reflejo de otra cosa, inexistente ahora en el lienzo: la invisible luz solar que causará el reflejo lunar y su efecto luego en el agua del río. Pero, sin embargo, esas fuentes celestiales no alumbran ahora nada ahí. El denso y abundante bosque impide que la luna, muy baja sobre el horizonte, ilumine partes oscurecidas de la noche. No bastará esa luz, esa sola luz, para que pueda vislumbrarse con ella la vida y su sentido material. Los personajes representados en la obra necesitan ahora otros focos de luz para poder vivir. Aunque nosotros, los que vemos el cuadro, sí apreciaremos, a cambio, el conjunto general de toda la visión en el universo conciliador de la obra de Arte. De este modo podremos comprobar el sentido ambivalente de la dualidad del mundo y su universo. La oscuridad es precisa para alumbrar con el fuego la opaca realidad de la noche, pero la luz de la luna es inevitable aquí -en esa dualidad opuesta entre su fuente real y el reflejo en el agua- para poder comprender el sentido poderoso de una causa ahora invisible. Porque el reflejo lunar no es más que una reflexión luminosa terrenal, nada real, aunque sí existente en el universo completo del mundo conocido. Frente a los pensamientos filosóficos opuestos de la historia -el idealismo frente al materialismo-, aquí apreciamos ahora el sentido conciliador de una obra de Arte. En la penumbra del contraste entre las posiciones de luz y oscuridad vemos resplandecer las estrellas y una pequeña llama portadora de luz. Ambos fenómenos son aquí el sentido trascendente del universo..., frente al inmanente, representado por el fuego de los hombres o la luna reflejada en el río. Un sentido dual que, para poder entenderlo, se necesitará inevitablemente de la participación de esas dos partes opuestas de la obra: del contraste de la luz y de la oscuridad como del contraste del mundo material con el del espiritual más etéreo del universo.

(Óleo sobre cobre, Huida a Egipto, 1609, del pintor alemán Adam Elsheimer, Alte Pinakothek, Munich, Alemania.)