15 de abril de 2015

El matiz, el pequeño matiz de las cosas, es lo que diferenciará genialidad de arte o pasión de ambición.




Cuando el Impresionismo consiguiese revolucionar el Arte en el año 1870, muchos artistas usarían esa tendencia como un maravilloso revulsivo para expresar las cosas de otra forma. Fue una especial sensación de descubrimiento, de poética pictórica novedosa, para poder realizar la creación de una imagen sin tener que seguir los requisitos estéticos clásicos de antaño. Todos los espíritus rebeldes del Arte pronto se acogerían a esa nueva forma de expresar. Pissarro (1830-1903) fue uno de los primeros pintores en verlo así. Sus obras marcan el sesgo de lo pasajero de la luz con lo pasajero de la vida, de la fugacidad de un paisaje que nunca puede definirse en un solo momento, ni en un solo lugar. Y así el Impresionismo seduciría a multitud de creadores que vieron en su estilo un extraordinario modo de combinar las cosas y los colores, de mezclarlos sin que revelasen del todo que habían sido creados para fijar solo un instante, sólo un gran instante estético y poderoso. Así lo comprendió también el genial Cézanne (1839-1906), cuando en el año 1861 conoce a Pissarro en París en la academia de Charles Suisse donde estudiaban. Desde entonces los dos pintores mantienen una amistad que combinaba admiración y aprecio. En una carta a su hijo Lucien el pintor Pissarro le diría años después: No me equivoqué cuando en el año 1861 Oller y yo fuimos a ver a ese curioso provenzal en el estudio de Suisse, donde los desnudos de Cézanne eran motivos de burla para todos los más incapaces de la escuela.

Cézanne aprende satisfecho la técnica impresionista de Pissarro, un estilo con el cual ambos desarrollan en sus obras los luminosos y bellos paisajes de Francia. Era tal la admiración que Cézanne tuvo por Pissarro que, cuando éste invita a aquél a ir a Louveciennes, ambos pintarán el mismo escenario, el mismo instante, el mismo motivo campesino o el mismo reflejo, incluso la misma pintura y la misma luz...  Pero, sin embargo, Cézanne lo hace ahora con un pequeño matiz, con un profético y pequeño matiz diferente, algo que alumbraría años después el sentido y la trayectoria revolucionaria del Arte moderno. La verdadera intención de los deseos, pasiones o actos que llevan a algunos creadores a realizar sus obras nunca llegaremos a saberlo en verdad, nunca sabremos tampoco si sucedió o no aquello que habían narrado en sus obras. Y eso vale tanto para la tragedia como para el Arte, es decir, para todos aquellos que vieran una ocasión -como la que los impresionistas vieran en sus escenarios luminosos- elogiosa, entusiasta o poderosa para expresar las actuaciones que algunos grandes o no tan grandes personajes llevaran a cabo en algunos momentos dramáticos de sus vidas. Pero también sería una maravillosa forma de recreación inmortal, aunque no hubiese sido para nada fidedigna. Es por eso que desde el Renacimiento se buscaría en las leyendas antiguas acciones humanas que, más artísticas que reales, pudieran servir para maravillar a un público anhelante de creer que algunas cosas de la vida sí podían ser ejemplo de eterno elogio poderoso.

Una de aquellas leyendas lo fue la curiosa, histórica, decisiva y trágica de la hermosa cartaginense Sofonisba. Esta extraordinaria joven era la bella hija del general cartaginés Asdrúbal Giscón (siglo III a.C.). Los romanos y los cartagineses se enfrentaban entonces en las guerras púnicas para obtener la hegemonía sobre el Mediterráneo. Cartago estaba rodeado del pueblo bereber Numidio, un débil pero belicoso pueblo del norte de África. Los cartagineses siempre supieron hacerse con la voluntad de sus vecinos. Pero Roma y su general Escipión el africano tuvo que intentar artimañas para hacerse con la alianza de ese decisivo pueblo. Y la belleza de la joven fue el arma que el astuto cartaginés Asdrúbal utilizaría para hacerse con la alianza numidia. Ese enclave bereber estaba dividido en dos. En una parte gobernaba el viejo numidio Sifax; en otra el más joven y legítimo heredero Masinisa. Sin embargo, la fiereza, la experiencia y los apoyos que Sifax poseía llevaron a los cartagineses a ofrecer la mano de la bella Sofonisba. El romano Escipión trataría también de convencer a Sifax de que se aliara con Roma, inútilmente. La pasión había triunfado poderosa. Así que Masinisa, aliado de Cartago, pero ahora ofendido por la alianza con su oponente, pronto se uniría a las poderosas tretas de Roma.

Cuando se enfrentan en las planicies norteafricanas ambos ejércitos, acaban ganando las tropas de Masinisa y Escipión. Sifax y su esposa Sofonisba fueron hechos prisioneros por Masinisa. Fue entonces cuando éste vio por primera vez la arrebatadora belleza de la joven cartaginesa. Su alianza con Escipión le obligaba a entregarla a Roma como rehén. Pero no pudo, no pudo hacerlo. Y la historia lo contaría de varias y diferentes versiones, tantas como las emociones o sensaciones especiales que cada autor tuviera. Los poetas italianos del Renacimiento compusieron una de las tragedias más inspiradoras del nuevo teatro que comenzara a representar un drama por entonces. Pero los pintores tampoco pudieron resistirse ante esa romántica leyenda. Giovanni Francesco Barbieri, conocido como El Guercino (1591-1666), fue un pintor del barroco italiano que conseguiría aunar todas las tendencias pictóricas con un único motivo estético: con su dramatismo cromático más fascinante. Así compuso su obra Sofonisba en el año 1630, basada entonces en la trágica forma de morir de la bella y joven heroína cartaginesa.

Porque Sofonisba se encontraba, cuando Masinisa fue a arrestarla, o ante una pasión -no muy segura- o ante la lealtad a su patria -Cartago, no Numidia-, o ante la defenestración al ser llevada a Roma como esclava. Masinisa cede a su pasión y la toma como esposa, a pesar de ser una afrenta para Roma. Sin embargo, debía dar explicaciones a Escipión. Pensó que éste le comprendería. Pero el general romano entendió que si Sifax cayó en las sinuosas redes desleales de una pasión poderosa, supo que Masinisa no iba a ser menos con la suya. Así que obliga a Masinisa a entregar a Sofonisba. El rey numidio, resignado, le hace llegar a ella un veneno para que pueda vencer un destino tan innoble. En su obra barroca, el pintor italiano ofrece la imagen de una mujer que, decidida y orgullosa, después de beber su mortífera bebida mira, sin fijar su mirada, al cruel destino desatento que la desolada vida le había puesto por delante. El claroscuro de la obra está más cercano a su mirada, pero los colores de su ropa, sin embargo, lo están ahora más a la bebida venenosa. Su figura cercena aquí la diagonal del cuadro para buscar el triste semblante, medio oscurecido, de un rostro ahora inconmovible. Un rostro alejado así del nefasto recipiente que ahora, desdeñoso, habría tomado ella sin querer para servir como excusa maravillosa a los dramaturgos o creadores que, siglos después, la venerarían eterna y bella entre sus épicos relatos, tragedias o cuadros.

Otro lienzo con la imagen de una mujer, en este caso desconocida sin historia, sin leyenda y sin vida, recrearía una vez la imagen renacentista de una belleza siglos después. El pintor británico Henry Howard (1769-1847) compuso en el año 1827 su lienzo Muchacha florentina. Aficionado a los retratos y a la historia, quiso el pintor inmortalizar la figura y la belleza de sus antiguos admirados creadores renacentistas. Tomando como modelo a su propia hija, el pintor inglés nos presenta el correcto, perfecto y bello retrato de una hermosa joven florentina. Pero, nada más. Trata el pintor incluso de acercarse a los colores renacentistas, y consigue engañarnos incluso. ¿Es un retrato decimonónico o de comienzos del siglo XVI? Porque no hay pasión, no hay trasfondo ni desgarro, no hay otra cosa más que la ausencia de aquel matiz que los creadores consiguen a veces llevar a sus obras. Uno de aquellos poetas que glosaran la figura de Sofonisba escribiría convencido que así como lo expresó fue como la joven cartaginesa verdaderamente actuó y no de otra. Cuando el enviado de Masinisa le entregó el veneno para que ella lo tomara, ésta terminaría pronunciando lo siguiente, según ese poeta: Acepto el regalo de bodas y no me desagrada si es lo máximo que el esposo puede ofrecer a su esposa; pero dile lo siguiente: yo habría tenido mejor muerte si no me hubiera casado el mismo día de mi funeral. Con la misma altivez con la que había hablado cogería la copa venenosa y, sin la menor vacilación, la apuraría, impávida y segura, dirigida ahora hacia su boca. Como el matiz, como aquel pequeño matiz a veces de las cosas...

(Óleo impresionista de Camille Pissarro, Louveciennes, 1871, Colección Particular; Óleo impresionista -con un matiz posimpresionista- de Paul Cézanne, Louveciennes, 1872, Colección Privada; Cuadro del pintor británico Henry Howard, Muchacha florentina, hija del artista, 1828, Tate Gallery, Londres; Lienzo del pintor barroco El Guercino, Sofonisba, 1630, Colección Privada.)
 

7 de abril de 2015

Sólo existe un único tiempo para todo, un solo momento para todo, ni antes, ni después...



En España siempre se llegaría antes o después a muchos de los acontecimientos importantes que determinaron su historia, nunca a su tiempo. Fue una nación que llegó demasiado pronto a ser poder imperial, y que, también demasiado pronto, dejaría de serlo. Luego, tiempo después de dejar de serlo, también fue un país que, para ser de gran antigüedad, llegaría demasiado tarde a tener -en el año 1808- su propia guerra de Independencia y, un siglo más tarde, incluso su propia confrontación civil más sangrienta. Todo a destiempo. Hasta en el Arte. El historiador español José Antonio Maravall (1911-1986) dejaría escrito en su ensayo La cultura del Barroco más o menos algo así: Los españoles del siglo XVII, a diferencia de los del Renacimiento, se presentan como sacudidos por una grave crisis en su proceso de integración. La opinión general es que a partir del año 1600 se reconoce la imparable caída de la monarquía hispánica, a la que no cabe más que apuntalar provisionalmente. Ello se traduce en un estado de inquietud, por lo tanto de inestabilidad, con una conciencia de irremediable decadencia que los españoles tuvieron ya del siglo XVII -el Barroco-, un siglo antes que se formaran esa misma idea los ilustrados del XVIII. A las consideraciones que el Consejo Real le presentó al rey Felipe III en febrero del año 1609, expresándole el miserable estado en que se hallaban sus vasallos, a la severa advertencia que el mismo documento hace de que no es mucho decir que vivan descontentos, afligidos y desconsolados, los cuales se repiten en docenas de escritos de particulares o de altos organismos no ya al rey Felipe III, sino más aún después a Felipe IV, se corresponde aquel momento de sincera ansiedad en este último monarca, de ordinario tan insensible, cuando confiesa conocer la penosa situación en que se apoya: "estando hoy a pique de perdernos todos". El repertorio temático del Barroco español correspondió a ese íntimo estado de conciencia, con lo que en el Arte del siglo XVII se representarían así los temas de la fortuna, del acaso, la mudanza, la fugacidad o las ruinas.

Pero con el Romanticismo le pasaría tanto de lo mismo a España. De hecho el Siglo de Oro español fue un momento de cierto espíritu romántico en su Literatura, pero no así exactamente en su Pintura. Aunque algunos pintores sí expresaron la fugacidad de la fortuna y la mudanza de las cosas, solo fue la lírica y la narrativa españolas quienes más llegaron a anticiparse, casi ciento cincuenta años, al Romanticismo europeo del siglo XVIII. Luego, cuando los europeos leían las grandilocuentes narraciones modernistas de finales del XIX, en España se volvía -tarde otra vez- a sentir de nuevo las fragancias de la pérdida, el desgarro, la atonía o el fracaso con la Generación del 98. Pero no fue España lo único en el mundo que desentonaría el momento de las cosas. Cuando las ruinas romanas fueron descubiertas en el Renacimiento, los pintores trataron de glosarlas bellamente. Pero, ¿cómo se puede expresar con excelsa belleza una ruina, una total desolación histórica? La verdad es que muy pocos en el Renacimiento lo hicieron. Pero hubo un pintor, Herman Posthumos (1514-1588), que en el año 1536 llevaría a cabo su obra renacentista Paisaje con ruinas romanas. Este creador flamenco viajaría a Roma ese año luego de haber participado con el emperador Carlos V en la toma de Túnez a los piratas berberiscos. En su obra pictórica realiza una fantasía de detalles clásicos -monumentos, columnas, esculturas- que por entonces aparecían en las incipientes excavaciones romanas. Pero nada más, ninguna insinuación a la fugacidad o al sentimiento vaporoso de lo fútil ó efímero de la vida, tan solo al aséptico descubrimiento histórico y artístico.

Fue en el siglo ilustrado -el siglo XVIII- cuando los pintores comenzaron a descubrir que pintar una estructura clásica ruinosa con elementos deteriorados por el tiempo era una temática muy artística. Pero no era aún el Romanticismo, ni el Prerromanticismo siquiera, era solo fijar en un lienzo lo que la historia tendría guardado y la arqueología recuperaba. Fue una temática, no un sentimiento. Un alarde incluso de cierta pedantería pictórica. El pintor francés Hubert Robert (1733-1808) se especializaría en cuadros de ruinas y monumentos clásicos. En el año 1796 presenta su obra Vista imaginaria de la Galería del Louvre como una ruina. El Palacio real del Louvre fue tomado por los revolucionarios franceses y convertido luego en museo. Robert sería elegido para encargarse de su adaptación como museo de pinturas. Pero en su obra de Arte pinta la galería principal del Louvre totalmente derruida, dejando ver incluso el cielo sobre los arcos clásicos desmadejados. Es decir, no solo no hay sentimiento alguno, es que no hay ni verosimilitud. Luego, eso sí, pintará la Galería del Louvre realmente como era, llena de cuadros impresionantes.

En el Romanticismo español, en su pintura romántica de ruinas, de fugacidad, de nostalgia o desvalimiento, solo destacarían muy pocos pintores. Jenaro Pérez de Villaamil fue el más importante representante de esa estética romántica, aunque muy pocas ruinas clásicas o monacales pintase: glosaría más bien monumentos históricos o fantasías legendarias, pero pocas ruinas monumentales. Sólo un discípulo suyo, el pintor toledano Cecilio Pizarro (1825-1886), se atrevería a pintar una ruina española. Porque sólo hay que tratar de localizar cuadros de ruinas clásicas españolas para no encontrar apenas alguna. Y eso que en España hubo dos civilizaciones antiguas -romana y árabe- que dejaron mucha huella arquitectónica ruinosa. Pero nada, no hay. Debe ser que, como aquel sarpullido anticipado del siglo XVII ocasionara, el inconsciente español rechaza glosar iconográficamente ruina alguna por asimilar cierta sensación ruinosa a la existente en su historia. El pintor Pizarro fue un dibujante además extraordinario, se dedicaría a componer -como su inconsciente colectivo español propiciara- los bellos monumentos no ruinosos y maravillosos del tan vasto paisaje histórico artístico español. Salvo una vez. Como toledano no pudo evitar sentir una repulsa por el deterioro ruinoso de una de las estructuras históricas y artísticas de su ciudad natal y quiso denunciarlo. Fue Pizarro tal vez el único pintor español que pintaría una ruina de un modo tan claro. Y no solo con el propósito noble de documentarla sino sobre todo de plasmarla románticamente, con el sentimiento propio de su época romántica -el único estilo a su tiempo en España-, es decir, con las emotivas sensaciones de lo ruinoso, de lo fugaz, de lo deteriorado por el tiempo, las desidias, los conflictos y sus efectos.

En su obra de Arte del año 1846 La Capilla de Santa Quiteria, compone el pintor el interior desolado de la capilla de un antiguo monasterio destruido. Según la historia, cuando el rey Fernando III de Castilla y León consolida su reino frente a los árabes, Toledo recuperaría su esplendor hispano de siglos atrás. Los franciscanos llegarían de Italia para fundar monasterios y en Toledo crean un convento franciscano, el de la Concepción Francisca, durante el siglo XIII. Ellos comienzan a edificar en estilo mudéjar y gótico la capilla de santa Quiteria, una santa mártir gallega de la antigüedad hispano-romana. En el siglo XVI se marchan los franciscanos a otro convento, San Juan de los Reyes, un monasterio mucho mayor, dejando el anterior convento y su capilla de santa Quiteria para las monjas de la Concepción. Pasado el tiempo, las tracerías góticas de sus altares medievales fueron maldecidas durante la segunda mitad del anticipado y decadente siglo XVII, y acabarían en el siglo XIX la capilla y el resto de su estructura arquitectónica completamente derruidas. Es entonces cuando el pintor Pizarro compone su obra de Arte con un personaje además. Un hombre ataviado ahora muy elegantemente, decidido y hierático frente al desastre flagrante o estremecedor de lo que está mirando. Pero, no podía ser, ¿cómo permitirse glosar una ruina? Aquel inconsciente colectivo español no podría permitirse componer una obra de Arte tan ruinosa. Así que ideó mejor una ruina con, al menos, un atisbo de cierta compostura o hidalguía poderosa, de un contraste hispano ahora salvador y orgulloso, tan caballeresco ante las trágicas, veleidosas o desastrosas inercias insensibles de la historia.

(Óleo del pintor francés Jean-Baptiste Mauzaisse (1784-1844), El tiempo mostrando las ruinas y las obras que trae a la luz, 1822, Museo del Louvre; Lienzo del pintor renacentista holandés Herman Posthumos, Paisaje con ruinas romanas, 1536, Museo de Liechtenstein; Cuadro del pintor francés del neoclasicismo de ruinas Hubert Robert, Vista imaginaria de la Galería del Louvre como una ruina, 1796, Museo del Louvre; Óleo del mismo pintor francés Robert, Diseño para la Galería del Louvre, 1796, Museo del Louvre, París; Obra del pintor romántico español Cecilio Pizarro, La capilla de santa Quiteria, 1846, Museo del Romanticismo, Madrid.)

29 de marzo de 2015

De las grandes cosas, solo existen el Bien y la Belleza, aunque también el Mal y la Disarmonía.



Ni la Verdad ni la Justicia existen en el Universo. Son creaciones humanas. Fueron abstracciones creadas, en un caso, para manejar las voluntades ajenas, en otro, para tratar de calmar las diferencias, humanas o no... Sin embargo, sí existirá el Bien. ¿Qué es el Bien? Es la función correcta de algo existente, la apropiada función para conseguir esa cosa un determinado fin necesario. En la Naturaleza se da en todas sus criaturas (la biología precisa de una correcta función para prosperar). Ahora, el Bien no significa eternidad, ni duración, ni globalidad, ni universalidad, ni caridad... Es, sencillamente, el que las cosas funcionen como han sido diseñadas. Cuando un río se desborda e inunda su campiña no es ningún mal; cuando una tormenta, incluso un huracán, arremete contra una costa desamparada, no dejará de existir el Bien en la Naturaleza, no es eso ningún Mal. Pero, sin embargo, existe también el Mal. ¿Qué es, entonces, el Mal? Pues cuando las cosas no funcionan como deben hacerlo, como han sido diseñadas. Pero, entonces, en la Naturaleza, ¿cómo se da el Mal? Es evidente que difícilmente se da, salvo que una función natural deje de hacerlo como hasta ahora. Porque, claro, es complicado definir la Naturaleza con un sentido temporal muy grande, con una perspectiva muy amplia. ¿Cómo estaba la Tierra en sus comienzos telúricos? Debemos hacerlo en un contexto contemporáneo, más limitado a nuestro ecosistema conocido y acogedor. En este momento conocemos su funcionamiento, pero, ¿y si dentro de cien años el manto del núcleo central de la Tierra produjese una transformación tal que cambiase, de pronto, su sentido de giro? ¿Y si desde el lejano Universo chocase un asteroide asesino -disfuncional- contra la Tierra? Es decir, vemos como el Mal es algo inespecífico, pero existente, porque existe el Bien y todo lo existente poseerá, así, su contrario.

¿Dónde está más el Mal? ¿Cómo cambia de pronto una función definida en el Universo? No me refiero a la aleatoriedad de la Naturaleza, ya que los cambios azarosos en ésta forman parte de sus diferentes funciones normales, me refiero a los procesos por los cuales algo que debe funcionar para un determinado fin, la vida, no funcione ya como es debido para ello. Porque, en su caso, tendremos la maldad humana. ¿Por qué humana solo? ¿No forman también parte del universo de la Naturaleza los seres -humanos o no- que ahora, pensando nada más que en ellos mismos, provoquen a veces que la vida de los otros no funcione como es debido? Los animales salvajes, sin embargo, lo hacen -seguir su instinto- en su dominio natural, así el ecosistema se mantiene. Pero, entonces, ¿cual es la diferencia humana para dejar de ser salvaje?: La Belleza. Esta es la otra cosa grandiosa que existe en el mundo. Ya existe en la Naturaleza, en el Universo, pero, sobre todo, existirá, desarrollada, ampliada, evolucionada, inspirada, sofisticada o necesitada, por el mismo ser humano, por el hombre. Lo contrario de la Belleza -entendida desde un enfoque antropológico- es la fealdad de la disarmonía, es decir, la Maldad. Y esta la tendremos en todo aquello que no genere ese Bien a que llevará el fin existencial expresado antes. Por tanto, estas son las dos únicas grandes cosas que existen en nuestro mundo, sobre todo en el humano: el Bien y la Belleza. Ambas determinarán, realmente, la vida del ser humano, pero, también, la de la Naturaleza. La filósofa Simone Weil (1909-1943) lo dejaría dicho: La Belleza es la armonía entre el azar y el bien. ¿Qué es más bello, el paisaje sosegado e inspirador de una playa en un atardecer prodigioso y luminoso, o esa misma playa durante el atronador y feroz momento de un terrible tsunami devastador, aunque éste sea una función propia de la Tierra? Por eso hay que buscar siempre la Belleza. Es lo único que nos puede salvar..., de momento. A cambio, comprender también que las cosas siempre funcionan como deben, aunque no para nosotros a veces, nos ayudará a reconciliarnos con nuestro propio destino y con el mundo.

A finales del año 1819 el pintor español Goya sufriría, por segunda ocasión en su vida, una terrible enfermedad insoportable. Totalmente desesperado, Goya no se sentiría capaz de superarla. Pero su médico, su amigo también, el doctor Arrieta, se esforzaría por mejorarla como fuese, a pesar de los pocos confiados deseos -comprensibles- del pintor por compartirlo. Finalmente su amigo y médico el doctor Arrieta acabaría, gracias a sus desvelos tan humanos, por terminar de curar a Goya. El creador español se lo agradecería en un lienzo que compuso al año siguiente. En él se ven todas las grandes cosas comentadas antes: el Bien, la Belleza, la Maldad o Disarmonía. El pintor no se recata en pintarlas en su obra de Arte. La Disarmonía la refleja el pintor en su propio rostro, totalmente compungido, afeado incluso, con los rasgos más inhóspitos para albergar un espíritu alentador; la Maldad es ahora aquí la terrible enfermedad, esa que su disfunción orgánica le lleva a sufrir y que lo tiene postrado. Por otro lado, el Bien es descrito con la medicina que administra el médico difícilmente a su paciente y que corregirá la función alterada. La Belleza es aquí la imagen contrapuesta del rostro benéfico, decidido pero generoso, del bondadoso médico curador. El gran pintor español le dejaría escrito, en la base de su lienzo, una agradecida dedicatoria: ... por el acierto y esmero con los que le salvó la vida en su aguda y peligrosa enfermedad, padecida a fines del año 1819 a los setenta y tres años de edad.


(Óleo del pintor español Francisco de Goya, Goya curado por el doctor Arrieta, 1820, Instituto de Arte de Minneapolis, Minnesota, EEUU.)

27 de marzo de 2015

La Mitología como un asidero consecuente o el sentido más trascendente de la vida, la historia y el Arte.



El cristianismo primitivo en su deseo de alejarse del mundo judaico como del pagano utilizaría parte de la mitología griega más metafísica, la mística helénica del siglo VI a.C. Esa fue una mitología diferente a la homérica de siglos atrás tan agresiva y llena de héroes feroces, atropellos, incestos, conquistas o deseos mundanos y voluptuosos. Esta otra mitología helénica, sin embargo, fue más espiritual que épica y surgiría en la Jonia del siglo VI a.C., donde la influencia de oriente fue decisiva para su proliferación en Grecia.  Tiempo después los primeros cristianos la aprovecharon para dar una forma filosófica a su nueva religión y poder justificar así la sabiduría, la trascendencia o el mensaje mistérico que su creencia necesitaba. Unos elementos culturales y filosóficos que ya conocían los pueblos de mayor influencia por entonces -el siglo I d.C.-, la civilización greco-latina del mediterráneo o el mundo al que se dirigió más el cristianismo: el imperio de Roma.

Todas las religiones de la historia no han sido más que mitologías, algunas originales -la judaica o la griega- y otras fueron meras copias avanzadas de aquellas en que provienen sus creencias -como la cristiana o la musulmana-. La diferencia de las religiones abrahámicas con respecto al ámbito greco-latino fue la clara separación que Grecia y Roma hicieron del mito, de la religión y de la sociedad, tres cosas diferentes para ellos, algo opuesto en el mundo judeocristiano, que no hizo distingo alguno entre las tres cosas. Los griegos evolucionaron en su cultura y sociedad: después de aquel misticismo del siglo VI a.C. llegarían Sócrates y Aristóteles. Y las siguientes escuelas filosóficas griegas supieron combinar un mensaje salvífico con la realidad mundana más momentánea, como hicieron el epicureísmo y el estoicismo antes del cristianismo. Desarrollaron una diferencia básica entre gobernar la sociedad (aristocracia/religión/democracia) y gobernarse el propio individuo (filosofía/misticismo personal). Cosas que no hicieron el judaísmo ni el cristianismo (ni por supuesto luego el islamismo, y aún sigue así), es decir, que no distinguieron la sociedad del individuo, que todo era para esas religiones bíblicas una misma cosa: una determinada revelación para dirigirse por el mundo y poder luego alcanzar el otro. Pero, a pesar de las similitudes del cristianismo con las grandes religiones monoteístas supo acercarse al misticismo griego y diferenciarse de las otras. Primero supo utilizar la mitología judaica en propio beneficio: el Antiguo Testamento y su mitología genealógica y retórica del mundo. Segundo supo identificarse con la antigua mitología mística griega, la cual le ofrecía unas bases metafísicas muy elaboradas y conocidas, sofisticadas además mistéricamente.

Toda mitología es buena para la psicología, para la filosofía o para el Arte. El error de algunas religiones fue su falta de flexibilidad, su dogmatismo exigente y anacrónico que consiste, precisamente, en no atender a ninguna mitología. Porque la mitología da una respuesta literaria y artística al mundo, cosas que no siempre convienen si lo que aquéllas -las religiones dogmáticas- desean es dirigir el mundo y la vida de los hombres. Y ese fue también el error de la Reforma Protestante. Porque la Reforma protestante no ayudaría tanto a fortalecer el cristianismo como a la sociedad en general. Ayudó más bien a la configuración de los estados y a la democracia, pero se apartaría de la mitología, cosa que el catolicismo no hizo, al contrario, lo reforzaría con la Contrarreforma por ejemplo. Y así fue el Arte y la Literatura que esta religión auspiciara por entonces, algo de lo que el siglo de Oro español fue un ejemplo artístico extraordinario. El fenómeno fundamental de la mitología del cristianismo es la muerte de Jesús, su crucifixión. De no haberse producido ese hecho no habría habido cristianismo. Porque el mensaje de salvación es general en todas las religiones, pero sólo en una de ellas el personaje fundamental de la misma muere a manos de los mismos hombres que pretende salvar. Y por ello los cristianos de los primeros siglos encontraron pronto en un antiguo mito griego, el de Orfeo, la similitud proverbial más convincente para ayudar a comprender ese contradictorio misterio trascendental.

Fue un poeta lírico griego del siglo VI a.C., llamado Íbico, quien compilase los versos que hacían referencia a un poeta-músico de Tracia que había alcanzado la virtud más prodigiosa con su arte. Tal virtuosidad conseguiría Orfeo, que hasta los animales y la naturaleza acabarían por adaptarse a sus deseos. Era la primera vez que un personaje mítico griego utilizaba su capacidad artística más que otra fuerza personal, material o poderosa. Porque antes todos habían utilizado la fuerza, la pasión desbordada, la inteligencia taimada -Ulises- o la heroicidad más poderosa, pero ninguno hasta entonces había utilizado su lado más humano, inspirado, amoroso, gentil, musical, poético o artístico. Y eso fue lo que caracterizó a Orfeo -un personaje griego de dudosa existencia real- durante el IV o III milenio antes del nacimiento de Cristo, pero que sería llevado luego a la poesía griega con los rasgos de una mitología diferente. Tan influyente mitología llegaría a ser que configuró poco después una secta en Grecia, el orfismo, una ideología mística que, arraigada en filosofías pitagóricas, acercaron el mito a la utilidad más trascendente: retornar de la muerte, o superarla con unos rituales órficos de la vida después de la muerte. La leyenda mitológica exacta (que no habla del orfismo sino de Orfeo, que es distinto) en que se basó aquel poeta y la mitología subsiguiente se ignoran por completo, solo nos quedan los relatos que los romanos escribieron de aquel mito.

Y los escritores latinos versionaron la leyenda nuclear de ese mito que nos ha llegado: el deseo de Orfeo de recuperar a su amor -Eurídice- perdido en el infernal Hades. Y para ello utilizaría el héroe místico su arte y convencería a los porteros del infierno y a los dioses del inframundo para que pudiera retornar Eurídice a la vida. Virgilio es el poeta romano más pesimista, por tanto el más mistérico; Ovidio es el poeta más optimista, por tanto el menos misterioso. En Virgilio Orfeo consigue convencer a los dioses y llevarse a Eurídice con la condición de que no la mirase hasta que hubiesen salido del Hades. Como no fue así -acabaría mirándola antes-, ella regresaría al inframundo y Orfeo, transformado luego en un ser menos místico, terminaría sus días abandonado y dedicado a su arte y creatividad. Moriría pronto destruido por las Bacantes, unos personajes dionisíacos que no habrían soportado el cambio -esa transformación de dejar de adorar a Baco para terminar por adorar a Apolo- de Orfeo después de regresar del Hades sin su amor -su Alma no purificada todavía-. En Ovidio, sin embargo, ambos acabarán juntos después de que Orfeo regresase, otra vez, al Hades a por ella.

La leyenda fue interpretada como el deseo irrefrenable en su camino con ella -el alma en vías de purificación- hacia el final del Hades de volverse a mirar el rostro de su amada, de ese alma frágil. Pero, no creo del todo esa interpretación, no creo que Orfeo fuese tan tonto, pues muy poco le faltaba ya para salir. ¿Por qué se volvió él entonces? ¿Lo hizo, tal vez, porque Eurídice le llamó?, no tiene otra explicación. Fue ella, el Alma aún no purificada, la que le llamó porque no deseaba salir de allí... Y esa fue la transformación de Orfeo luego en el mundo. Comprender la necesidad o el miedo de la purificación completa, es decir, la necesidad de un alma de purificarse totalmente y no quedar a medias en su proceso de conseguir la purificación. Siglos después un personaje judío nacido en Galilea -no en Tracia- fue llevado a una situación parecida, según nos cuenta la mitología cristiana. Y que en unos pocos años, unos quince o veinte, después de su muerte en Jerusalén una secta judaica escindida -los cristianos- trataría de hacer con su héroe -Cristo- lo mismo que hizo aquella mitología lírica de Grecia: relatar la epopeya gentil de su vida, muerte y resurrección. La diferencia es que con esta nueva mitología se llegaría a conseguir la religión más importante habida en la historia. Pero, como aquélla -la antigua de los mitos griegos-, ayudaría a remover conciencias, pronosticar deseos o inspirar cosas, aunque estas cosas solo sirvan a veces para admirar una obra de Arte maravillosa. Una obra que nos ayude, del mismo modo que aquel mito, a comprender algo más la tan oscura realidad mistérica o metafísica del hombre.

Cuando en el año 1779 el pintor español Goya fuera desestimado -frente al pintor Mariano Salvador Maella- para ser el primer pintor del reino a la muerte del anterior, el pintor neoclásico Anton Raphael Mengs, la Academia de San Fernando lo compensaría nombrándolo miembro. Pero debía el pintor componer un lienzo de ingreso en la Academia. La obra que eligió Goya hacer fue un Cristo crucificado con el que expresara dos cosas: el neoclasicismo equilibrado de sus maestros -algo que no fallaría con la Academia- y, por otra parte, su peculiar expresionismo artístico innovador, un estilo que, premonitoriamente, le llevaría  a ser uno de los primeros creadores en manifestar otras cosas a las estrictamente pictóricas. En la historia del Arte los personajes retratados en una Pintura nunca dispusieron en sus rostros de la boca abierta. Bueno, nunca no, hubo uno que sí lo hizo, el renacentista alemán Mathias Grünewald (1470-1528). En el Arte sólo la escultura se permitía elaborar rostros así, con un recurso gestual que, en su dramatismo trágico, permitiera representar rostros desgarrados con la boca abierta si era necesario, algo que en una escultura casi siempre lo es. Pero en la Pintura eso nunca se consideró apropiado, ni estético, ni bello ni armonioso. La realidad es que afeaba la boca de los personajes el pintarla abierta y pocos pintores la pintaron así, era casi un tabú hacerlo. Menos aún un Cristo. Pero Goya, para acercarse al dramatismo de los gestos que proliferaban en las esculturas del Barroco hispano, pintaría en el año 1780 a su crucificado con la boca abierta. 

Años después, en 1788, cuando el mundo, tanto para Goya -no había llegado a su mayor suplicio de enfermedad- como para España -el gran rey Carlos III vivía aún y la placidez de su reino, de un mundo inocente, confiado y alegre se expresaban todavía en su Arte- era un lugar donde se podría vivir aún sin grandes sobresaltos, se decidió Goya a crear un boceto en óleo para un tapiz que nunca se llegaría a confeccionar. Entonces en esa obra luminosa y refulgente, llena de alegría y vivacidad -la pradera de San Isidro, un lugar a las afueras de Madrid donde se celebraba la fiesta popular de este santo-, se mostraba el espíritu sosegado de un mundo que no habría conocido la maldad ni la pesadilla más feroz que un pueblo pudiera entonces imaginar. Pero años después, luego de sufrir todas las pesadillas -guerra franco-españolas con Inglaterra y Portugal, la cruel guerra de la Independencia o la protesta liberal de 1820-23 y su terrible represión posterior- tan horribles en su historia contemporánea, España habría perdido la inocencia para siempre. Y Goya crearía una pintura oscura en su casa madrileña durante el año 1823 rememorando aquella pradera amable de antes, con aquella romería festiva de un santo, pero, ahora toda ella muy negra, triste y pavorosa, llena de rostros macilentos o afeados -a cambio de la alegre imagen de antes- y casi todos ellos con la boca abierta...

(Fragmento del óleo Cristo Crucificado, de Goya, 1780. Museo del Prado; Boceto, óleo sobre lienzo, La Pradera de San Isidro, 1788, Goya, Museo del Prado; Óleo La Peregrinación de San Isidro, 1823, Goya, Museo del Prado; Óleo sobre tabla de Goya, Jesús en el huerto, 1819, Escuelas Pías, Madrid; Lienzo del pintor barroco Cesare Gennari, Siglo XVII, Orfeo y su violín, Colección Privada; Óleo Cristo crucificado, 1780, Goya, Museo del Prado; Cuadro del pintor barroco napolitano Luca Giordano, Muerte de Orfeo, 1705, Palacio del Pardo, Madrid; Fragmento del Retablo de Isenheimer, Cristo crucificado, 1516, del pintor renacentista Mathias Grünewald, Museo Unterlinden, Colmar, Francia.)

22 de marzo de 2015

El acto de creación más genuino ideado por Goya para expresar lo sublime.



Imaginemos, por ejemplo, si nos dijesen del Arte: Deberá reflejar la magnificencia del sentido más trascendente de la vida. Deberá crear todo lo que el mundo del ser humano representa: sus contradicciones, misterios, miserias, decepciones, esperanzas, deseos, sentido, fugacidad, grandeza... ¿Alguien compondría algo así, tan grandioso y esencial, con una obra tan sencilla, costumbrista, de arrabal o popular, en un lugar tan vulgar e intrascendente? Nadie. Salvo el genial Goya. Llegaría el pintor español a realizar esta sorprendente obra para una fábrica de tapices. La obra original al óleo no saldría de los almacenes de la Real Fábrica de Tapices hasta el año 1870, cuando el director del museo del Prado de entonces, Federico de Madrazo, considerase que esta obra maestra debía estar en el museo. La Real Fábrica de Tapices de Madrid estaba dirigida a finales del año 1774 por el neoclásico Anton Raphael Mengs. Como primer pintor del reino, el checo Mengs estableció las nuevas exigencias del Arte que Europa imponía en España a mediados del siglo XVIII.

Es por lo que la Real Fábrica de Tapices alcanzaría bajo su mando una brillante época de creaciones artísticas. Entre los pintores que en el año 1775 crean para la Real Fábrica está el joven pintor zaragozano. Para el Palacio de los príncipes de Asturias fue solicitado un grandioso tapiz a la Real Fábrica. Pero a la princesa María Luisa de Parma, mujer alegre y festiva de carácter, le gustaban las escenas madrileñas de majas más que otra cosa. Así que Goya se inspira y realiza una imagen castiza a las afueras de la corte donde personajes típicos son retratados en un ambiente propio de arrabal. Pero Goya no era un pintor sencillo. Tenía que vivir de su Arte y prosperar en la corte y esta fue una gran oportunidad para él. Gustó a todos su obra costumbrista: a Mengs, a la princesa y, cien años después, al mejor director que haya tenido el Museo del Prado. A los que no gustó tanto fue a los artesanos tapiceros. Porque era una obra tan densa y cargada de sutilezas, tan abigarrada de colores y tan compleja, como para no hacer bien el trabajo tapicero. ¿Pero sólo para ellos fue tan compleja de entender y gustar?

Fue una obra de Arte sin mitología, sin filosofía, sin historia, sin fidelidad escénica tampoco -el lugar exacto no es asociado a ningún lugar conocido del Madrid de entonces-, sin personajes conocidos, sin denuncia política, sin grandiosa belleza. Pero, sin embargo, en esta pintura de Goya está toda la antropología estética que un pintor pueda componer en una obra. Esto es realmente lo que es el Arte, lo demás son tapices o copias o escenas desvencijadas de momentos sin brillo. Aquello lo hacen los grandes creadores, lo otro los demás. Es la capacidad de hacer tanto con tan poco. El Cacharrero fue llamado el lienzo de Goya compuesto sobre el año 1779. Representa la imagen costumbrista de un mercado callejero donde un comerciante -un cacharrero- ofrece sus vasijas a unas mujeres que ahora ni lo atienden ni le escuchan. Justo en ese momento está pasando al lado de ellas -ya ha pasado realmente- el carruaje elegante de una aristócrata. Dos jóvenes majos observan el carruaje y a la dama, una señora que, a través de la ventanilla, mira con gesto desolado el paisaje fascinante por donde pasa. Su rostro es un vago reflejo desenfocado a causa del vidrio que se interpone entre ella y el mundo. Hay mundos opuestos representados. Por un lado está la nobleza y por otro el pueblo, otro caso son las mujeres y los hombres, luego está la virtud -las jóvenes inocentes- y la maldad -la alcahueta interesada-. Todos destacan frente al paisaje gris del fondo de la obra, un paisaje sin perfiles definidos, sin belleza, sin adornos, sin más vida que la banal que se percibe.

El cacharrero es el único de los personajes que Goya no critica en su obra. Las tres mujeres tienen tres edades diferentes -otros tres mundos separados-: la vieja es la alcahueta, su único interés es beneficiarse con la más bella de las majas. Pero los jóvenes a su espalda no están mirando ahora a las majas, ni a la más bella siquiera, sólo miran el carruaje, su belleza y la noble mujer que lleva dentro. Todos los personajes reflejan una dialéctica genial en la obra. A los hombres, por ejemplo, no les vemos el rostro, a las mujeres sí. Ellas lo muestran claramente: el rostro decepcionado -la mujer noble-, el rostro contrariado -la alcahueta-, el rostro interesado -la maja acompañante- o el rostro inocente -la joven maja-; a cambio, ellos no muestran ninguno, ni siquiera el cochero o los sirvientes; solo el joven lacayo, difícilmente sujeto al carruaje, presenta un solapado perfil. La fugacidad de la vida la vemos en la velocidad del carruaje. El pintor modifica incluso la circunferencia de una de sus ruedas para pintarla en otro sitio, pero dejaría vislumbrar los restos de la primera, no los borra del todo. Esta eventualidad ofrece una sensación de velocidad en la pintura, una forma de aprovechar un error para crear un efecto estético preciso. Goya admiraba el Barroco español y en su obra están homenajeados los estilos de Velázquez con el rostro de la alcahueta, o de Murillo con el perro enroscado. También homenajea el bodegón barroco con las vasijas detalladas, propio de ambos pintores andaluces.

Pero los colores de Goya son mágicos. La obra está clasificada en el estilo Rococó, pero es una amalgama de tendencias distintas. El Barroco está en los colores, aunque también algunos colores clásicos se ven en la obra, como los utilizados por el neoclásico Mengs en sus grandiosos óleos. Y, luego, ¿qué puede ser ese atrevimiento emocional en la figura desdibujada de la dama desolada si no un atisbo de cierto romanticismo? Es una escena desenfadada, popular, castiza, costumbrista, pero no es solo eso... Los personajes no forman un sistema cohesionado, son paradigmas individuales de deseos insatisfechos. Porque ninguno llegará a conseguir nada de lo que desea. Todos desean lo que no poseen. Al final el cacharrero no conseguirá vender nada; la alcahueta presiente que tampoco lo hará, los jóvenes majos dan la espalda a la bella maja... Ellos sólo desean ahora lo inalcanzable: la noble dama del carruaje. Pero, del mismo modo, la dama no está satisfecha con su existencia monótona, cerrada o aburrida. Y lo demuestra con el rostro inexpresivo y taciturno tras el cristal. Por eso no hace ella más que mirar por la ventana de su carruaje -la existencia que pasa efímera- el mundo distante de pasión y algarabía que su condición social le impide vivir. Todo reflejo de grandes deseos insatisfechos. Sólo el joven lacayo, sujeto al estribo del carruaje, mira ahora resignado hacia un cielo arrebatador, coloreado por el poniente amarillento que pronto deslumbrará. Un cielo que luego, cuando el sol acabe ocultándose, su hermoso crepúsculo será un paisaje que ya no veremos, que no estará ahí ya para nosotros. Como el carruaje que pronto dejarán de ver los majos, como el paisaje arrabalero que nunca, nunca más, volverá a sentir la dama solitaria.

(Óleo de Francisco de Goya, El Cacharrero, 1779, Museo del Prado; Detalles del mismo cuadro de Goya, El Cacharrero, 1779, Museo del Prado, Madrid.)

18 de marzo de 2015

El escenario romántico, ese que no importa otra cosa excepto la emoción.



El pintor más romántico de todos tal vez lo fue el francés Theodore Géricault (1791-1824). Su corta vida estuvo contenida de elementos propios de la pasión, de la huida, del desasosiego, del regreso o de la rebeldía. Tuvo que abandonar Francia urgentemente, por ejemplo, a consecuencia de una inapropiada relación con una tía suya a la que, al parecer, habría dejado embarazada. Viaja a Italia, recorre y ve sus paisajes y las obras de Arte de su admirado Miguel Ángel. Durante los años 1816 y 1817 visita Florencia y Roma y se inspira entonces para componer un grandioso lienzo que nunca acabaría. Regresa después a París y pinta sólo aquello que su ánimo romántico le pide. No vivió nunca de la Pintura gracias a su linaje, a cambio pudo realizar las obras de Arte que quería sin dejar que opinión ni menoscabo social le condicionase. Pintaría La balsa de la Medusa (el desastre de un naufragio que humilló a Francia a principios del siglo XIX) a pesar del rechazo que las autoridades francesas tuvieron a publicar la terrible tragedia. No dudaría en hacer con su tendencia romántica crítica social sobre los desposeídos o los marginados, algo que el Realismo subsiguiente llevaría a representar en el Arte tiempo después.

 Géricault compone en su estudio de París, durante el año 1818, dos obras con dos momentos recordados de su viaje a Italia. En estos paisajes Géricault describe algunos elementos iconográficos con los que expresar un sentimiento que contenga el espíritu romántico. Primero un río, el cauce de una ribera tranquila y sosegada, no de rápidos ni cascadas violentas. Seguidamente un puente sobre el río, un acueducto inspirador o unos arcos que lo sobrepasen. Luego unas elevaciones montañosas, unas cordilleras a la vez cercanas y lejanas a nosotros. No sirven para expresar un paisaje romántico ni una llanura, ni una meseta, ni siquiera un valle estimulante. También son necesarias edificaciones, pocas, pero algunas, sobre todo castillos, torreones o ruinas son precisas en la imagen romántica. No bastan, ni se requieren, casas, hogares sencillos o cabañas rústicas en sus obras sentimentales. Un elemento imprescindible es un cielo no despejado o cargado de nubes inofensivas, poderosas y envolventes que destaquen así las siluetas de sus bordes. Otro elemento vital de un paisaje romántico es la luz. Pero una luz ahora que no solo ofrezca vida a los colores o a las formas, sino que sea una luminosidad corporal para señalarse reflejada entre las cosas que transforme: los perfiles de los árboles, de las piedras, de los fuertes o de las sombras atenuadas que dibuje en la tierra. Una luz solar que no sabemos muy bien de dónde proviene, es decir, que el sol no debe verse apenas en la obra. No podemos más que notar sus efectos, nunca, sin embargo, ver su halo poderoso brillar desasosegado. Por último, pueden estar en el paisaje romántico algunos seres humanos, pero éstos no interesan o no importan mucho, porque no están ahí por nada especial, ni no especial, tan sólo para justificar con sus figuras sombreadas el maravilloso paisaje.

De ese modo compuso Theodore Géricault estas dos obras de paisaje romántico. Una, Paisaje con Acueducto, otra, Paisaje con tumba romana, ambas pintadas en el año 1818. El primer cuadro es un atardecer, el segundo un amanecer.  Y es así porque la luz del sol al atardecer es más poderosa, más brillante o más desgarradora. Es esa luz de un resplandor tan llameante que, contra todas las demás cosas representadas, su luminosidad se perfila poderosa entre sus inclinados rayos creadores. Así es como aparece en la primera obra, donde vemos la luz en su parte izquierda amarillear poderosa. En el otro lienzo la luminosidad es más suave, más agradecida, benefactora o salvadora de sombras, algo que, luego, con la elevación del sol matutino, acabará venciendo poco a poco las recónditas esquinas más ocultas a su luz. Todos estos elementos se precisan para llevar a cabo un paisaje romántico, un espacio pictórico donde recrear el sentido artístico de lo romántico y no tanto para contar alguna cosa, o describir algún paisaje, o relatar alguna leyenda, o denunciar alguna calamidad. Tan solo para emocionar con ese espíritu que de su luz, la de la mañana o la de la tarde -nunca un paisaje romántico es al mediodía-, pueda componerse sobre un escenario tan bello como efímero. Porque el escenario romántico no solo buscará retratar un espacio sino también un tiempo. Las dos cosas son inevitables. Como la inutilidad poderosa de lo que representan, como la grandiosidad limitada de las cosas, como la innecesaria esperanza de sus formas, o como la irrelevancia universal de lo vivido.

(Las dos obras del pintor romántico Theodore Géricault: Óleo Paisaje con acueducto, 1818, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York; Óleo Paisaje con tumba romana, 1818, Museo de Bellas Artes de París.)

9 de marzo de 2015

La creación, la pintura y el dibujo, tres cosas diferentes que pueden coincidir o no.



Para encarar el Arte de alguna forma y prosperar en su universo infinito, no puedo más que, de un modo muy simple, establecer tres cosas que lo determinan o caracterizan. Estas tres cosas son tres acciones artísticas diferentes pero relacionadas: dibujar, pintar y crear. Resulta atrevido afirmar que, tal vez, no son necesarias las tres siempre. Magníficos pintores no han sido buenos dibujantes, no sabían siquiera dibujar; otros, dibujantes extraordinarios, poco conseguirían con los colores o la composición. Es decir, que no eran buenos pintores. Y, por último, extraordinarios pintores y/o dibujantes no habrían nunca llegado a ser verdaderos creadores. Creador, algo en el Arte un poco difícil de entender o explicar ahora desde un sentido de oposición a lo demás. Porque, ¿qué es ser creador? ¿Es lo opuesto a ser pintor o dibujante? En el concepto creador radica gran parte de lo que es el Arte con mayúsculas, el universal, el genial, el intemporal o el más trascendente. Todo eso junto. No es fácil explicarlo, pero lo intentaré.

William Adolphe Bouguereau (1825-1905) fue uno de esos seres privilegiados con el don maravilloso del dibujo y la pintura en su acepción más clásica, académica y perfecta. De saber pintar, es decir, de disponer de esa facultad de los dioses para componer en un lienzo la naturaleza tal como es. Muy pocos pintores, en los últimos ciento cincuenta años, han llegado a conseguir lo que consiguió Bouguereau en su época. Para demostrarlo he elegido dos de sus obras. Una sorprendente, un lienzo que casi llega a rozar la frontera de lo que vengo a definir como creador, pero que, a pesar de esta obra tan sugerente, Bouguereau no llegará a ser. La obra de Arte se titula El Asalto y fue compuesta en el finisecular año 1898. ¿El asalto? Pero si lo que estamos viendo es la bella imagen de una hermosa joven sentada en un jardín rodeada de inocentes y alados diosecillos del amor. En su obra de Arte el pintor francés utiliza un simbolismo demasiado académico, un recurso artístico de siete cupidos mitológicos para mostrarnos la congoja emocional que al personaje le produce el descubrimiento de una fuerza ajena a ella, de una emoción íntima desbordante que no la dejará vivir. Es aquí un asalto en un sentido ahora muy sentimental que la pintura de Bouguereau expresa con las manos de la joven calmando su alarmado corazón.

Porque son los pequeños dioses del Amor los que le ruegan, piden e insisten a ella que no deje de sentir lo que ahora experimenta. Clasicismo desbordante y elogio al pasado, todo esto dibujado en un momento -año 1898- donde los perfectos trazos academicistas ya no podían competir con el poderoso viento de la modernidad. Por otro lado, la obra utiliza un recurso artístico excesivo: siete cupidos; siete figuras míticas ahora para expresar un determinado sentido emocional en la obra. Es la repetición de la imagen de Eros para rogar, convencer, sugerir o arrogar un fuerte sentimiento en la joven enamorada. Es este un recurso auxiliar excesivo que impide al pintor obligarse a crear con menos para expresar lo mismo. Por último, la expresión del rostro es además indefinidamente perfecta... Y este ejemplo de obra de Arte ayuda a establecer un criterio de lo que puede entenderse -en este caso por no serlo- a su autor como un creador artístico. La creación es lo más en el Arte. Por esto se puede ahora definir una jerarquía en la estructuración de aquellos tres elementos. Primero -desde el nivel más bajo- estaría el dibujo, el primer peldaño de esa capacidad artística que el Arte requiere. Luego está la pintura, el siguiente peldaño, el más utilizado o el más convencional, el más humano pero también el más artístico. Y por último está el peldaño más genial, el más insigne, el más trascendente, el que acompaña además a una determinada época histórica, el más completo en el Arte, el sobrehumano.

Grandes creadores los conocemos, son los genios, los más grandes, los grandes maestros de la historia. Gracias a ellos escribimos de Arte, admiramos sus obras, visitamos museos, tratamos de comprender lo que han hecho y, sobre todo, nos ayudan a entender el mundo, sus misterios y su belleza. Otros, pintores más que creadores, tal vez nos emocionan o sobrecogen con sus alardes artísticos, nos gustarán o no, los admiraremos más o menos, quizá más por lo que no seremos capaces de hacer nosotros -y ellos sí- que por lo que, verdaderamente, hayan hecho. Esta es una de las complejidades del Arte, entre otras muchas. Llegar a distinguir a un maestro no nos parece difícil del todo: la historia y la publicidad de sus obras, su cotización también, a veces nos lo hacen fácil. Pero ahora podemos, con esta reflexión, entender algo más el concepto diferenciador entre un pintor y un creador. Otra cosa es poder distinguir a un creador de quien no lo es. Puede ser muy subjetivo esto, por supuesto. Pero las claves generales están aquí esbozadas. El creador, para serlo verdaderamente, debe serlo en su tiempo además. Necesita también transmitir un mensaje importante con muy poco, y saber además representarlo con trazos, colores y formas, tengan figuras o no. Luego está la trascendencia en el Arte, es decir, el que la creación vaya más allá de una representación iconográfica de la naturaleza. También, por último, que combine los elementos de una forma diferente a lo esperado, que sea original, y que el resultado final sea hermoso, armonioso y bello. 

Cuando el pintor Bouguereau se sintiese mal a finales del año 1903 regresaría a su ciudad natal en la villa atlántica de La Rochelle. Allí había nacido el pintor y quiso también terminar sus días en la misma ciudad francesa que le viera nacer en el año 1825, cuando el Neoclasicismo triunfaba por Europa de la mano de obras llenas de corrección, grandeza, belleza o creatividad. En esta luminosa y costera población francesa fue construida una catedral en una época en la que las catedrales, sencillamente, no se hacían ya. Y en Francia además, el país europeo que comenzó a construir maravillosas catedrales en el medievo más creativo y fascinante. Donde además están las más antiguas y creativas catedrales góticas de Europa. Pues allí, en La Rochelle, existía una iglesia muy antigua del siglo XII, un templo que fue destruido por los hugonotes (luteranos franceses) durante las guerras de religión del siglo XVI. Un siglo después los feligreses decidieron reconstruir el edificio como catedral en una grandiosa construcción clásica. Pero para ello la ciudad debía convertirse antes en obispado y el rey Luis XIII se lo prometió a la ciudad en el año 1628.

Pero no fue hasta veinte años después cuando el papa de Roma lo consintiera. Entonces, el nuevo obispo quiso empezar una edificación que, sin embargo, no pudo llevarse a cabo hasta casi un siglo después. En el año 1741 el monarca galo concedió una ayuda financiera de 100.000 libras para ello. Pero todo se demoraría hasta el año 1784, cuando el obispo de entonces sólo pudo entrever un esbozo de catedral. La obra arquitectónica se paralizaría durante la Revolución francesa y el Imperio napoleónico, para reanudarse luego sobre el año 1830. Se acabaría definitivamente de construir en el año 1862. Pero, para ese momento, mitad del siglo XIX, las catedrales no eran nada más que un anacronismo arquitectónico pasado de moda. Pero, sin embargo, se levantó, aunque no pudiera competir ya, en ningún sentido, con aquellas grandes obras maestras del gótico medieval. Y allí, entre sus sillares de piedra granítica extraordinarios, entre sus anacrónicas bóvedas de un neoclasicismo acogedor, el pintor francés Bouguereau deseó que una de sus obras estuviese colgada para siempre. Toda una revelación coherente para llegar a entender más, con esta curiosa historia de estilos, creación y tiempo, lo expresado anteriormente de las cruciales diferencias artísticas del Arte. De esa curiosa y sutil separación estética que existe entre una composición correcta y una magistral creación elaborada. 

(Óleos de William Adolphe Bouguereau: El Asalto, 1898, Museo de Orsay, París; Lienzo La flagelación de Cristo, 1880, Catedral de La Rochelle, La Rochelle, Francia; Fotografías de la Catedral de La Rochelle, Francia.)

4 de marzo de 2015

Cuando la memoria del recuerdo puede retener más vida y sentido que la propia realidad.



En esa nebulosa gruta de los recuerdos deslavazados, en esa misteriosa recreación de los momentos o  de los sentimientos ya pasados o de las emociones registradas tras una visión alcanzada ya de antes, puede haber más fidelidad a la realidad sentida de la vida que la propia realidad. Porque entonces los colores, las distancias, los reflejos, las sombras o la luz difuminada que habrían hecho sentir la imagen en la memoria se vuelven ahora magnificados y poderosos con la esencia tan emotiva de una inspiración sublime. Todos esos recuerdos se vuelven así decididos y redivivos para expresar la impresión más auténtica de todas las posibles visiones a percibir. Cuando el pintor francés Corot recorriese parte de Italia y Francia buscando los lugares más hermosos para plasmar sus paisajes, lo habría hecho siempre inspirado justo al lado y en el momento mismo en el que percibiera el paisaje. Así compuso Corot sus paisajes maravillosos que guardarían la armonía precisa que necesitara una imagen para convertirse en Arte. Así que buscando por las orillas del Sena conseguiría Corot encontrar la fragancia más emotiva de las luces mortecinas de un atardecer reflejado entre sus aguas.

Con su estilo personal, nunca adscrito a una sola tendencia artística, deslumbraría Corot los ojos de sus seguidores con la tenue inspiración de un incipiente Impresionismo. Pero, tan solo lo insinuaría por entonces. Porque para Corot (1796-1875) la sensación de la mirada debía siempre primar sobre cualquier otra cosa, incluso sobre el famoso instante impresionista. Para Corot no es la impresión lo importante sino la sensación. Y eso fue lo que le diferenció de los impresionistas que tanto lo admirasen. Y en ese deseo de sentir lo que viese, o de comprender con su emoción ayudado por sus ojos, Corot frecuentaría la bella región francesa de Picardía durante la realista década del año 1850. En un paraje próximo a Mortefontaine, sobre las orillas del río Sena, pasaría el pintor por entonces horas mirando los contrastes favorecedores del verde mortecino de los árboles reflejado ahora entre sus aguas. Y ya está, tan sólo eso, no haría más el pintor que mirar, sólo sintiendo así el paisaje. No fijaría en el lienzo aún las emocionantes sensaciones que esos mismos reflejos le produjesen entonces. Pasaron los años y no volvería el viejo pintor a retornar por esa orilla del Sena. No solo por los serenos paisajes vibrantes de Picardía sino por Mortefontaine, aquel idílico lugar del río Sena donde su mirada se dejara sentir entonces solo por la emoción y no por ningún artificio...

Porque sería luego, en el año 1864 y en su estudio parisino, donde el pintor francés recordara los sentidos colores y los bordeados perfiles de un paisaje fijado solo en su memoria. Habían pasado más de diez años desde que lo viera, así que en su estudio parisino no sería ya la mirada sino el sentimiento, no sería la luz vibrante sino su emoción, no sería ningún boceto sino su memoria quienes dejaran plasmada la visión de aquel maravilloso paisaje visitado de antes. Y los pintores impresionistas quedarían fascinados por ese acontecer del instante paralizado en el recuerdo.  ¿Cómo no comprender Corot que toda esa inspiración extemporánea era, según los impresionistas, la impresión más verdadera y no otra cosa? Eso mismo que perseguían los impresionistas y con lo que acabarían creando una poderosa tendencia. Pero, sin embargo, todo eso no fue entonces para Corot ni una impresión ni un deseo de tendencia, ni una fuerza inspiradora siquiera. Era solo la poderosa sensación de su recuerdo sensible, era solo la plasmación fiel que de una escena recordada pudiera luego su memoria recomponerla. Algo superior incluso a la recreada visión de unos ojos realistas motivados en el mismo momento y ante su propio escenario. Porque lo que Corot hizo en su estudio fue, verdaderamente, realizar Arte con sus manos. Aunque, no exactamente sólo con ellas. Sus manos solo le ayudaron en el proceso intuitivo de su memoria. Fueron sus recuerdos sentidos y emotivos de memoria, esos que seleccionan cosas y obvian otras, que matizan lo elegido y describen así, con formas emotivas de memoria, lo más importante o lo más necesario de recordar de un paisaje. Pero, también para plasmar lo que no pasaría entonces por sus ojos... Lo que sólo quedaría en su interior más profundo de una forma ahora vaga y vaporosa, con la emoción matizada por unas sensaciones transmitidas tan solo ya por el recuerdo. Esas sensaciones y emociones que un pintor avezado y laborioso, pero sensible, pudiera fijar en un lienzo con la imagen más conseguida, más sentida, más perseguida y más auténtica. 

(Óleo del pintor francés Jean-Baptiste Camille Corot, Recuerdo de Mortefontaine, 1864, Museo del Louvre, París.)

2 de marzo de 2015

¡Cómo se cambió de crear!: se pasó de la sutileza del mensaje a la crudeza del mismo.



¿Qué llevaría al pintor del Renacimiento Antonio de Correggio (1489-1534) a componer una obra mostrando la educación de Cupido, el dios del Amor? Porque este relato legendario no existía en la mitología de la antigüedad europea, no se conocía ninguna leyenda, griega o romana, que contara que Venus -madre de Cupido y diosa de la Belleza-, por un lado, y Hermes -dios de la retórica y mensajero de los dioses-, por otro, se pusieran a educar a Cupido, el dios desaforado y furibundo de la unión amorosa entre los seres. Al parecer tampoco pintor alguno antes de Correggio se le ocurrió hacer nada parecido, aunque sí después de él. Entonces, ¿por qué lo hizo? Fue el Renacimiento. No me refiero a la tendencia pictórica solamente, no, me refiero a que en aquellos años renacentistas escritores, pensadores y filósofos neoplatónicos desarrollaron una nueva idea de las cosas del mundo, una idea basada en la mitología y sabiduría grecolatinas. No sólo se generaría entonces la más grande revolución en el Arte de pintar, sino que además se alcanzaría una forma muy diferente de entender el mundo y al hombre. Cuando Correggio fuese a la ciudad-estado italiana de Mantua en el año 1528 para servir como pintor al duque Federico II Gonzaga, le encargarían dos obras de desnudos humanos muy atrevidas por entonces. Pero fue el pintor italiano quien decidió componer a Venus y Hermes juntos, enseñando a Cupido las artes del amor. Una escena original por el hecho de pintarle ahora unas alas a Venus, algo inédito en la iconografía. Nunca se había descrito a la diosa de la Belleza con alas. Pero, aun así, con esos añadidos divinos, Venus está esplendorosa en la obra pictórica de Correggio.

Una aparición majestuosa y poderosa de la bella diosa Venus con su hermosa figura desnuda. Pero está ella ahí y no lo está, porque no está la diosa como siempre fuese compuesta. Solo está ahora representada la diosa Venus ahí para dejar claro que es ella la madre de Cupido, la responsable de las bendiciones amorosas de su mítico hijo -por eso está ella con alas, porque no es ahora una figura lujuriosa sino más sagrada-, unas bendiciones que luego Cupido podrá, o no, querer ofrecer a los atribulados mortales. Hermes es el dios griego de la elocuencia pero también de los mentirosos, y este dios se encuentra enseñando ahora  al pequeño dios del Amor las cosas que debe saber para acertar con sus providencias divinas. Y por entonces todo eso no era más que la representación de una transformación social producida en el Renacimiento: la de cambiar los amores incontrolados y mezquinos de antes por una ahora mucho mejor y más civilizada forma de amar. Un año antes de pintar su cuadro Correggio, el pintor flamenco Jan Gossaert (1478-1532) crearía su obra La Virgen con el Niño. Una escena ésta también de madre e hijo, pero, ahora, ¡tan distinta! ¿Tan distinta, verdaderamente? Fijémonos bien, hay en la obra de Gossaert un rasgo de cierto ensimismamiento en la imagen de la Virgen. Su mirada se parece a la de Venus de antes, es una mirada perdida, pero satisfecha. Incluso, en un alarde atrevido de belleza renacentista extraordinaria, el pintor dejaría aquí ver un pecho desnudo de la Virgen María. Pero, también, hay otras cosas. Antes le enseñaban a Cupido (Mitología) un cuaderno donde aprender las cosas que él debe saber; ahora, el Niño Jesús (Religión) pisa las hojas de un libro sagrado, el Antiguo Testamento. Este simbolismo del cuadro de Gossaert nos muestra la redención cristiana como motivo fundamental de la obra. Vemos en el cuadro una manzana en la mano del pequeño dios cristiano, salvando ahora con ella a la mujer caída, su propia madre, de las desdichadas rémoras de una Eva maldecida.  Pero es que antes, en la obra de Correggio, está también ese parecido milagro... Es otro parecido prodigio, en este caso mítico, no religioso, por el hecho de querer salvar ahora Eros -educándose correctamente- a todos los seres humanos de las veleidosas y atormentadas -o lujuriosas- historias de amor que su apasionada madre Venus fomentase y viviese antes.

Ambas obras renacentistas son un prodigio de belleza, armonía, sutileza y grandiosidad artísticas. Magníficas veladuras, perfectas formas, extraordinarios gestos, miradas y encuadres. Pero, sin embargo, todo esto se acabaría transformando luego absolutamente en la historia. Menos de cien años después, el pintor barroco Louis Finson (1580-1617) se atrevería a crear  una obra muy diferente, Alegoría de los cuatro Elementos. Ahora todos los elementos artísticos están desbocados o exaltados, transformados y descontrolados. Es sorprendente ver cómo por entonces, año 1611, se compuso una obra tan abrumadoramente original, tan moderna... Es evidente que en aquellos años, como en casi todas las épocas, se creaban algunas obras especiales para clientes privados, creaciones que nunca se mostrarían en público jamás. La obra es un ejemplo claro del naturalismo del Barroco, cuando el pintor Caravaggio había dejado claro que el Arte de pintar podía ser una cosa muy distinta... sin dejar de ser grandioso. Sin embargo, el pintor flamenco Finson también innovaría, como lo hiciera Correggio un siglo antes, ahora con su Alegoría de los Elementos. Estos elementos eran los conocidos elementos físicos de la Antigüedad griega: el Fuego, el Agua, la Tierra y el Aire. Todos se habían representado en la historia del Arte con rasgos masculinos. Fue Finson quien idearía hacer ahora otra cosa, alternar las figuras de hombres y mujeres, en su inédita alegoría artística excesivamente naturalista.

Y compuso Finson su obra barroca como un círculo aterrador, donde los cuatro elementos luchan entre ellos mismos como en la salvaje naturaleza. El Fuego está representado como un hombre joven, fuerte y rodeado de llamas -la imagen es de pésima calidad-, luchando ahora contra el Agua, representado en la obra por un hombre viejo aunque poderoso. El Aire es una mujer joven, situada más arriba, a la izquierda del cuadro, ahora tomando por los pelos al Fuego y provocando que extienda aún más sus efectos destructores. La Tierra es una mujer vieja atropellada por todos los demás. Decididamente fue muy original la obra barroca. Fue muy atrevido el pintor en su composición para unos años que, todavía, se perfumaban de una sensual, suave y equilibrada belleza en casi todo. Más de un siglo después, el pintor francés Francois Boucher (1703-1770), que pertenecía a la siguiente tendencia artística, llamada Rococó, crearía otra escena parecida de aquella versión renacentista de Correggio, La educación de Cupido. Pero, para cuando en el año 1747 se decide Boucher a pintarla, ya habían pasado todas las tendencias pictóricas más importantes de la historia del Arte: Renacimiento, Manierismo y Barroco. Entonces elige el pintor francés hacer un homenaje a todas ellas: al clasicismo renacentista de Correggio y de Gossaert, con los colores y la textura de su pincelada; al naturalismo barroco de Caravaggio, con los gestos verídicos de las formas de sus cuerpos. Pero ya no era lo elegante del mensaje lo que primaría entonces en el Arte,  ya no era la estilización de las figuras lo más importante. Entonces fue representada la realidad de un cambio social producido en Europa en ese siglo: el de una sociedad ilustrada que no trataría ya de educar a Eros -el dios Cupido- en el arte del amor. No, para nada, algo eso del amor ya muy superado. Ahora se educaría mejor en el arte de la vida, el de las ciencias o el de las cosas pragmáticas de la vida del hombre. Algo todo esto que ese siglo XVIII ilustrado -tan laico ahora, sin alas divinizadas que adorar- tendría muy pronto que empezar a afrontar con sus nuevas maneras sociales en su próxima historia revolucionaria...

(Óleo de Correggio, Educación de Eros, 1528, National Gallery, Londres; Cuadro La Virgen con el Niño, del pintor Jan Gossaert, 1527, Museo del Prado, Madrid; Lienzo del pintor Francois Boucher, La educación de Cupido, 1742, Palacio de Charlottenburg, Berlín; Óleo del pintor barroco Louis Finson, Alegoría de los cuatro Elementos, 1611, Colección Particular.)

23 de febrero de 2015

El valor material frente al espiritual, o el sentido de una vida absolutamente equivocado.



El pintor francés Paul Gauguin se inspiraría una vez, en las maravillosas islas polinesias, ante dos jóvenes bellezas nativas de Tahití, un lugar en el que se habría refugiado el artista de las difíciles relaciones que tuviera con el mundo. En el año 1892 compuso su lienzo Nafea faa ipoipo, que, traducido, viene a decir ¿Cuándo te casarás conmigo? El postimpresionismo de Gauguin llegaría, junto con el audaz de Cezanne, a conseguir alcanzar la más vertiginosa transformación del Arte Moderno... Algo nuevo florecería luego con todo eso. Y no sólo fue el color, no, entonces fue también la transfiguración que, con ese color, se llegaría a representar en una obra de Arte. Unas emociones desgarradoramente nuevas, no conocidas nunca antes. Esas mismas emociones nuevas que, luego, en el siglo XX, se llevarían a su máximo sentido en casi todo en la vida: en la forma de vivir, en la de relacionarse, en la de comprender las cosas del mundo. Porque además los creadores y las tendencias subsiguientes inspiradas en aquellos modernistas llegarían incluso más allá, mucho más allá, de lo exclusivamente artístico... El mundo se transformaría. Los valores comenzarían a cambiar en casi todo aspecto de la vida del hombre. Hasta que en los inicios del siglo XXI, por ejemplo, eclosionara ya ese valor... en una venta producida ahora, en el año 2015, para alcanzar aquel lienzo postimpresionista de Gauguin -un Arte tan impulsivo, tan polinesio, tan modernista- el astronómico e inconcebible precio de 266 millones de euros.

Hace dos años, en la Galería Sothebys de Londres, un cuadro del neoclásico pintor italiano -el mejor pintor del neoclásico siglo XVIII- Pompeo Batoni (1708-1787), titulado Susana y los viejos, alcanzaría entonces, sin embargo, la cifra de 8,3 millones de euros. Veamos, un momento, es que ahora tengo aquí las dos obras expuestas en esta entrada, la del pintor neoclásico Batoni y la del pintor postimpresionista Gauguin, ¿esa enorme diferencia de precio es proporcional a su valor? ¿Es esta la escala de valores existente hoy? ¿Es que las diferencias de valor serán tantas..., que no puedan más que traducirse ya en esos precios? Una obra de Arte, la del neoclásico Batoni, que tiene además ciento cincuenta años más que la de Gauguin, que representa el Neoclasicismo en su estado más puro, que está todo ahí, entre sus clásicos reflejos artísticos. La composición de la obra más perfecta, pero, también, del encuadre más original y artístico..., aun hoy incluso. Porque ahí, en esa obra del siglo XVIII, el creador italiano nos representa la escena desde una aureola oscurecida ahora entre la silueta de una fuente y la parte inferior derecha del lienzo. Es como si, ahora, viésemos la escena retratada a escondidas nosotros mismos, como si vieramos ahora cómo los dos viejos insidiosos quieren convencer, taimadamente, a la bella y confiada joven. Los colores son extraordinarios y poderosos, destacados, señalados y definidos. Pero es ahora el azul y el rojo los que reclamarán ahí toda la fuerza que sostiene la escena neoclásica. Es como una cierta -imaginada- anticipación precognitiva del pintor... Una escena donde ahora vemos a una Susana negándose a venderse por la cantidad material que uno de ellos le ofrece decidido. Toda una metáfora de que lo más verdadero o más auténtico no tendrá valor alguno nunca, no podrá ya ni comprarse, ni enajenarse, ni venderse, ni cambiarse.

Un siglo antes de la obra del pintor Batoni, el napolitano Massimo Stanzione (1585-1658) compuso su versión artística de la leyenda bíblica de Susana. De esta magnífica obra barroca no he podido localizar su ubicación actual y si alguna vez fue o no subastada. Pero, no está ahí por nada de eso, no, está aquí por la expresión que consigue ahora ofrecer el pintor en el rostro del personaje de ella. ¿Hay algo más valorable que eso...? De existir algo así, ¿qué valor podríamos asignarle a esta expresión humana? Pero, es que existe, sin embargo. Ahí está, aquí lo tenemos ahora, aquí para nosotros. Y fue realizada esa expresión artística en el año 1643, además. Y hoy, al menos, podemos apreciarlo en esta entrada con la poca resolución habitual de estas pobres imágenes reproducidas. Pero, sin embargo, lo vemos..., vemos aquí la expresión de Susana, una expresión ahora llena de desconfianza y recelo, de incredulidad incluso, de absoluta desazón cuando esos seres insidiosos -los viejos insensibles de la obra- la estén tratando de convencer para que vea ahora ella las cosas de otra forma... El Barroco está ahora aquí en su fragor más naturalista, pero también con el contraste pronunciado que de los ocres o negros relucirá luego, sin embargo, en un blanco deseado, puro, virginal, de marfil casi, transformado así por la sensación de inocencia de una belleza decente. Pero, además, como en esa desconfiada mirada de Susana, el pintor nos adelantaría entonces la misma emoción que nuestro sentido pudiera llegar a expresar ante las vertiginosas revoluciones veleidosas del valor de las cosas. Aunque éstas sean ahora ya otras cosas diferentes, aunque éstas sean ahora ya otra cosa...

(Óleo del pintor del Barroco, Massimo Stanzione, Susana y los viejos, 1643; Lienzo Susana y los viejos, del pintor neoclásico Pompeo Batoni, siglo XVIII, Pavía, Italia; Cuadro postimpresionista de Paul Gauguin, Nafea faa ipoipo, ¿Cuando te casarás conmigo...?, 1892, Colección del Museo de  Qatar.)