9 de febrero de 2017

El naturalismo intimista de Bail sustituirá la visión de la modelo por la del espectador.



¿Qué es el Arte si no visión? Los que nos acercamos al placer del Arte queremos mirar lo que nos representan sus misterios, deseamos aprehender cada rasgo, color, gradación de tonos, cada detalle, o cada cosa que nos descubra, también, a nosotros mismos ahora reflejados en el lienzo.  El Arte nos enseña algo desconocido para nosotros. Nos hace conocer, por ejemplo, lugares o cosas que otros, antes, habían visto, conocido, sentido o percibido con su inspiración..., algo antes también desconocido para ellos. Pero, sin embargo, quisiéramos al visualizar la obra reconocer pronto lo que en ella veamos. Nos fascina el Arte porque siempre nos sorprende. Luego, hasta podremos satisfacer nuestra curiosidad o nuestra emotividad tan inquieta. Pero, necesitaremos ver, antes que nada, lo que el Arte nos ofrece delimitado en su pequeño universo artístico, ese mundo que ahora es, para nosotros, todo el mundo que existe. Para cuando nuestro cerebro haya terminado por familiarizarse con la representación de lo que vemos, acabaremos por asociar esa imagen percibida o con un concepto o con un símbolo, o con una realidad o con alguna sensación inespecífica. ¿Es todo esto aquello  indefinido que el creador había plasmado, sin embargo, de un modo tan definido en su obra? A este fenómeno concreto nos limitaremos para comprender qué cosa es lo que, agotando cualquier otra, realizará en nosotros el sentido sublime de la maravillosa experiencia estética que es el Arte.

Pero, ya está, se habrá acabado pronto ese misterio. Habremos visto la realidad del fenómeno representado, del paisaje, del retrato o del objeto que sea, algo que, con sus características materiales, describirá el sentido icónico de la imagen inspirada por su autor. Nuestra curiosidad estará satisfecha entonces, y no habrá ya nada más que hacer. En esta descripción artística no incluimos las obras maestras, creaciones excelsas que siempre nos arrebatarán a cada visionado que hagamos de nuevo. Pero, en general, todas las obras acabarán satisfaciendo pronto nuestro deseo de ver ese Arte. Salvo que no lo veamos... Es decir, salvo que no veamos lo que, aun existiendo en la realidad general de la obra, no aparezca a nuestros ojos ávidos... de verlo todo. Pero, sin embargo, está ahí de alguna forma representado, está en el sentido artístico del hecho relacionado con lo principal de la obra. Y este es el caso del creador naturalista francés Claude-Joseph Bail (1862-1921) y de su lienzo La joven encajera. El pintor admiraba aquellos pintores detallistas que, reflejando las cosas como son, más que como parecen o simbolizan, acabaron siendo denominados pintores naturalistas. En sus escenas de género o en sus retratos de interior nos hacen descubrir la cotidianeidad de una vida sosegada. En algún momento de finales del siglo XIX o principios del XX, el pintor naturalista compuso esta  encajera sentada, un personaje, la encajera, muy compuesto a lo largo de toda la historia del Arte.

Pero el creador no solo representaría a una costurera típica en su tarea de coser, con sus útiles en su regazo, o con el canasto en el suelo, conteniendo algún tejido para encajar. No, aquí hay ahora algo más, algo que hace a esta encajera -desde la famosa obra de Vermeer- una singular creación artística entre todas las posibles encajeras del Arte. Porque ella ahora no está tejiendo ni haciendo nada. Tan solo algo muy extraordinario: mirar. La encajera de Bail está ahora mirando algo que, sin embargo, no se ve en la obra. El enfoque artístico irá más allá de una simple mirada ocasional. Pero, ni siquiera eso... Ella no ha empezado aún su tarea de tejer, se ha sentado frente a la ventana abierta y, sin comenzar a hacer nada, mira atenta a algo que solo ella ve.  Sólo ella; nadie, ni el pintor, está viendo lo que ella ve. Por eso el misterio aquí es sublime. Por eso podremos elucubrar lo que queramos elucubrar para satisfacer la curiosidad imposible de esta obra, que nunca acabaremos por satisfacerla del todo. Cualquier cosa de la infinidad de cosas que el mundo pueda poner a los ojos de ella, está representado ahí. Nunca terminará la obra por agotar nuestra curiosidad o nuestro ánimo de aprehensión estética. Esta fue la grandiosidad artística de su autor: que convirtió una escena de costumbre o de género en una sublime obra de Arte.

Por que siempre nos preguntaremos ¿qué es lo que la joven encajera está viendo? Si nos fijamos bien, la mirada de ella es ahora algo displicente, es decir, es hasta desdeñosa, incluso desinteresada. Pero no tanto como para que ella no eleve, arqueada levemente, su ceja izquierda en un gesto de ávida curiosidad natural imprecisa. Sin embargo, su ademán es aquí ahora claramente pensativo. La imagen de lo que ella ve no es, probablemente, ninguna imagen de lo que la ventana descubra del mundo. Esto es más genial incluso: el pintor francés reflejaría en ella lo que podemos hacer nosotros mismos al visionar una obra: divagar con el pensamiento la mirada de lo que imaginemos... Es lo que se hace al observar el Arte. Lo que la joven está haciendo es parte de lo que el Arte nos produce a nosotros: recrear tantas emociones como ojos diferentes vean la misma cosa. El interés de una mirada está ocasionado vagamente casi siempre, como lo es en la mirada del Arte. El objeto de una mirada estará representado subjetivamente casi siempre, como lo está en el propio Arte. Porque la visión de una imagen artística nos producirá casi siempre esa misma elusiva, evanescente y tenue emoción interior, esa que la joven encajera de Bail nos pueda transmitir ahora en esta naturalista, intimista y genial obra.

(Óleo La joven encajera, finales siglo XIX-principios del XX, del pintor naturalista francés Claude-Joseph Bail, Colección privada.)

2 de febrero de 2017

La inspiración amorosa más armoniosa y platónica del Arte, o el gesto sensual más efímero de todos.




Ya había pasado el Renacimiento, ese estilo artístico que primaba la efusión más irreal y alentadora de belleza amorosa que pudiera fijarse en un lienzo. Además, los poetas renacentistas habían glosado ese estado humano, entre natural y platónico, que embelesaba la imaginación menos transgresora -menos arrebatadora sensualmente- para expresar una emoción tan efímera como es la del amor sexual. El Renacimiento desató las emociones enclaustradas, desde siglos atrás, entre una sensualidad abrupta, vulgar, plebeya, y una rigurosidad moral y teologal tan pueril como pecaminosa. La mitología y el paganismo clásicos ayudaron a ese nuevo espíritu artístico, tan necesitado de expresarse eróticamente. Y en los versos elegantes de su lenguaje cultivado -ajeno a visiones no elitistas- los poetas renacentistas glosaron las semblanzas no vividas sino en momentos de una gran fugacidad emocional sentida por los amantes, además, ahora de un modo muy intenso. Y entonces recurrieron los pintores del Renacimiento a las clásicas narraciones pastoriles greco-latinas que, por su traslación a lugares idealizados -distantes en el tiempo y en el espacio-, permitirían asociar una dura voluptuosidad sugerida a una suave belleza romántica.

El Renacimiento acabaría agotando, de tanto que duró -casi ciento cincuenta años-, las elusivas necesidades sensuales tan expresivas de los hombres. Así que, después de la evanescencia tan imaginada -por lo tanto no real- de las manifestaciones amorosas de aquellas sutiles formas renacentistas, el Barroco vino a transformar radicalmente el gesto, la mirada y toda forma de expresar, armoniosamente, un deseo sexual tan humano. Surgiría entonces una natural manera de componer imágenes, algo que, representando lo mismo -el deseo sensual más humano-, hiciera del Barroco la reivindicación de una realidad mucho más natural -un naturalismo expresivo- para transmitir sensaciones más cercanas, más realistas o más naturales en la manera de entender una escena erótica tan íntima. El Barroco empezaría siendo así el transgresor de las formas renacentistas, esas que endulzaban tanto la expresión sensual de las manifestaciones eróticas humanas.

Uno de los pintores barrocos que más se rebelase contra ese naturalismo tan realista, lo fue el pintor holandés Adriaen van der Werff (1659-1722). Como buen creador compositivo, extraordinario dibujante y sensible artista -escultor y arquitecto además-, Werff participaría del final de aquel Barroco tan expresivo de emociones humanas tan realistas. Pero él, un pintor holandés que conocía la adscripción estilística tan naturalista del Barroco de su país, se atrevería, en el año 1690, a componer una escena amorosa que para nada suponía una representación fiel a la transparencia sensual de sus colegas holandeses. En su obra de Arte Pastores amorosos describe Werff una escena pastoril clásica de dos jóvenes amantes enamorados. Representaba una de esas escenas bucólicas narradas hacía más de un siglo por los poetas líricos renacentistas, esos mismos que buscaban entonces la belleza perdida más emotiva entre las rimas octosílabas carentes, sin embargo, de una ferviente sensualidad muy explicitada.

¿Qué hay en la obra de Werff que exprese claramente una ferviente sensualidad arrolladora? Porque su pintura evoca el amor más platónico, el menos naturalista, el menos sensual. Pero lo hace con tal artificio magistral, que nada de lo que compone en su pintura es antinatural a los ojos de quienes lo vean: los gestos son realistas, como lo puedan ser los más humanos; las formas, tan clásicas como perfiladas con una total verosimilitud.  ¿Es que no puede ser una reacción amorosa platónica algo tan natural o realista como lo que el pintor compuso en su obra barroca? Ahora, salvo en los personajes desdibujados del fondo, nada figura en el lienzo que represente el eros realista más transgresor. El pintor quiere hacernos ver además cierto sentido satírico en la escena, inspirado por el busto clásico con la figura atrevida de un sátiro griego. El ambiente oscurecido propiciaría al encantamiento sugestivo de lo más sensual o arrebatador eróticamente. Pero, la escena coral -no es solo una pareja, sino varios personajes al fondo- despejará las dudas de un hipotético asalto sexual nocturno y alevoso, algo que, de no existir esos personajes del fondo, cabría poder pensar. Pero, a pesar de su expresiva mano izquierda, la joven no está ahora deseando más que expresar un deseo sensual con el pudor adecuado a un sentido tan sublime como platónico.  El mismo sentido amoroso sublime que el creador holandés supo plasmar en su obra, a pesar de las críticas injustas que su alarde artístico pseudo-barroco llevase siglos después, cuando el mundo opinase que el sentimiento poético renacentista, tan alejado de la realidad, tuviese ya su momento artístico, algo totalmente superado. Y que el naturalismo estético clásico, que tanto lograse el Arte barroco holandés expresar, nunca debería de haberse malogrado con obras como la de Werff, unas creaciones artísticas tan distantes y alejadas a ese negado deseo barroco, algo aquello más propio del Renacimiento, ese que explicaba sutilmente aquello de:  tan solo palidecer...

(Óleo barroco del pintor holandés Adriaen van der Werff, Pastores amorosos, 1690, Staatliche Museen, Berlín, Alemania.)

26 de enero de 2017

El neoclasicismo derivó una vez en una semblanza romántica, sustituyendo veracidad por sortilegio, infortunio por esperanza.



En pleno fervor historicista neoclásico, justo en la encrucijada de un final revolucionario con el comienzo de una era imperial, el pintor Pierre-Narcisse Guérin crearía en el año 1799, sin embargo, una obra épica ahora muy impactantemente emotiva. Pero no era una escena histórica tampoco, porque no había sucedido nunca que un romano llamado Marcus Sextus regresase de un exilio ni que existiera su persona real. Entonces, ¿por qué un pintor tan clásico se atrevió a componer -y titular así- una obra de Arte inventada con unas características tan verídicas o realistas? Pues porque no encontró en la historia real una vida como esa, tan dramáticamente sentimental. Pero era inconcebible además que una obra de Arte clásica pudiera expresar un hecho épico por entonces -pleno momento neoclásico- sin ser referido a algún personaje histórico o legendario conocido. El tema de la obra trataba del regreso del exilio de un ciudadano romano en época republicana, Marcus Sextus, un patricio que volvía a Roma después de haber sido desterrado por Sila, uno de sus primeros dictadores latinos. Porque pudo el pintor haber titulado su obra El retorno del exiliado, por ejemplo, pero esto no era conforme a los requerimientos tan clásicos del momento artístico en Francia. ¿Y, sin embargo, no pudo existir, verdaderamente, un caso así en la historia?

El pintor Guérin vivió también un periodo histórico revolucionario que padeció, como en la antigua Roma, destierros o huidas de personajes desconocidos o anónimos que no fueron recordados o descritos por los anales de la historia, pero que sufrieron también el trágico desgarro inhumano del exilio. Hacía referencia a un drama duro la obra neoclásica, pero incluía algunos rasgos subjetivos propios de un romanticismo posterior (en Francia el Romanticismo se retrasaría además). Porque por entonces, finales del siglo XVIII, todavía no había triunfado el Romanticismo en Francia, un estilo de expresar la existencia que glosaba la vida anodina o anónima de seres vulgares frente a los grandes personajes históricos, esto último más propio del clasicismo. Sin embargo, Guérin consiguió emular por entonces lo que, después de él, acabaría triunfando en el mundo artístico y cultural, y aún continúa: la semblanza emotiva de un paradigma social expresado con rasgos anónimos. La obra de Guérin es extraordinaria además porque consigue ser muy intemporal en su dramatismo estético. A pesar de las vestiduras romanas, podría pasar por ser una representación universal de todas las épocas y de todos los seres malogrados por un exilio o tragedia familiar. Porque no hay un relato concreto verídico en la obra histórico ni legendario, ni literario siquiera, que sostenga alguna referencia conocida de la escena.

Aun así, la escena representada nos ayuda a comprender la esencia fundamental del sentido de la obra: el ser que regresa de su destierro y descubre desolado la tragedia que su alejamiento había llevado a su familia. Es una encrucijada existencial la que se impone ahora, es el momento de la determinación de elegir un camino ante la sorpresa desesperada de la vida. Y el pintor compone su escena terrible con las figuras cruzadas de Marcus Sextus y su esposa yacente a su espalda. Conforman sus figuras cruzadas un símbolo cristiano -la cruz- utilizando, sin embargo, los perfiles paganos de dos seres anteriores a la época de Cristo, algo anacrónico además. Hay que situarse en el tiempo del pintor -final de la Revolución francesa- para entender las duras condiciones de algunas personas que sufrieron destierro en un momento tan poco espiritual o tan poco emocional como lo fue aquella época revolucionaria. Por eso el pintor comete otra afrenta más contra su neoclasicismo académico: no bastaba con pintar y nombrar -con nombre y apellido- a un personaje inexistente en la historia, además le inspiraba una religión que todavía -el siglo I a.C.- no existía en el mundo.

Doble rebeldía clasicista que Pierre-Narcisse Guérin se atrevió a componer. ¿Es que estaba el mundo asistiendo a un necesitado semblante más emocional o espiritual que fríamente racional? Pero, el pintor no fue sensible a eso, sin embargo. En la reseña de su biografía se dice de su vida: especializado en temas históricos, sobre todo de la Antigüedad clásica: personajes de la historia de Grecia y Roma, pasajes de la guerra de Troya o de la Eneida, aunque también dedicó alguno de sus cuadros a Napoleón. Sus cuadros se caracterizan por la maestría en el tratamiento, el correcto dibujo y, sobre todo, la iluminación con la que abrió nuevas direcciones en la pintura. Debió haber sido entonces su juventud, veinticinco años, que era la edad que tenía cuando crea su obra El retorno de Marcus Sextus, lo que motivaría a llevar ese sesgo tan romántico o emotivo para un momento, sin embargo, tan clásico. El creador francés expuso la escena de un modo muy trágico: la esposa del personaje retornado está ahora muerta y él toma su mano inerte entre las suyas. No hay más acción en la escena dramática. La muerte se ha llevado su promesa de regreso y Marcus Sextus dirige una mirada a la nada más desoladora. La luz y la oscuridad envuelven el gesto tenebroso para no darle sentido ahora más que a la nada.

Sin embargo, el pintor neoclásico transforma en su obra el componente melodramático haciendo posible ahora girar la mirada del espectador de su mujer muerta a su hija viva. Porque es ésta ahora quien, abrazada desconsolada a la pierna de su padre, representa el sentido más emocionalmente lleno de esperanza. Esta es, simbólicamente, la otra encrucijada estética de la obra. Ahora todo continúa con la sustitución de una vida por otra, de una esperanza en otra. Al menos, al personaje retornado le queda aún una salvación existencial expresada en la emoción de otra mirada, ésta no extraviada ahora sino llena de esperanza. Pero esa otra mirada es también aquí la nuestra, para eso la compuso el pintor, para nosotros, para cualquier ser humano que pudiera comprender todavía que, a pesar de todo, aún la vida se puede recomponer emocionada de las trazas de un escenario malogrado y desatento, y hacerlo en otro muy diferente, emprendedor, poderoso, ferviente, y muy esperanzado...

(Óleo El Retorno de Marcus Sextus, 1799, del pintor neoclásico Pierre-Narcisse Guérin, Museo del Louvre, París.)

14 de enero de 2017

El Arte manierista interpreta lúcido la representación imposible e inútil de un efecto estético.



Pero ese efecto estético es más que una expresión de belleza, es una declaración de intenciones expresada en un mensaje tácito -por tanto dejado fuera de signos comprensibles y transmisibles- para mostrar la contradicción de las cosas que los humanos sean capaces de hacer con su vida a veces, aun a pesar de las pocas razones que suponga afrontar un destino así de incomprensible. ¿Qué otra tendencia artística hubo mejor que el Manierismo para representar una contradicción como esa? La Belleza fue a principios del siglo XVI un concepto estructurado, desarrollado, argumentado y sustentado con un sentido ideológico y plástico para justificar, con ella, toda forma de expresión artística. En el año 1539 finalizaría el pintor italiano Francesco Primaticcio su obra El Rapto de Helena en Francia. Había sido uno de los muchos pintores italianos llevados a Francia para ejecutar el sentido extremo de belleza con esta nueva y arrebatadora tendencia renacentista, el Manierismo. El famoso relato homérico descrito en La Ilíada cuenta cómo la ciudad de Troya fue asediada durante muchos años -casi diez- por haberse atrevido los troyanos a raptar a la bella esposa de un monarca griego. Ese fue el relato, pero, ¿fue un relato mítico o histórico? No se tienen certezas históricas de ese hecho relatado por Homero. Sus personajes fueron durante siglos héroes míticos incluso, pero, sin embargo, ¿nos costará creer que los hombres cometan esas cosas tan absurdas para conseguir sus deseos irrefrenables?

En este extraordinario lienzo manierista vemos a Helena en el centro de la composición llevada en volandas por varios troyanos en una escena desmedida. Desmedida porque, ¿quiénes son todos esos seres que aparecen tan aglutinados y caóticos como para poder entender bien la obra y relacionarla con el famoso rapto? Desmedida también porque más que un rapto parece una batalla donde unos -griegos- y otros -troyanos- están luchando enfrentados. Imposible entender que un rapto troyano fuese posible llevar a efecto enfrentados como están éstos ahora -tan pocos- en suelo griego y rodeados aquí por tantos griegos. Pero el Arte, y menos el manierista, no se dejaría guiar por razones lógicas o realistas para expresar la visión de un relato, mítico o no. Y siguiendo con el planteamiento inicial, ¿hay en este lienzo manierista algún mensaje ahora, aunque éste sea tácito? ¿Y qué mensaje es ese? Pues el descrito al principio: la contradicción humana en tratar de resolver un problema creando otro. Los troyanos habían ido a Grecia para firmar una paz entre sus reinos y consiguieron justo lo contrario, algo mucho peor incluso que la inestabilidad que tendrían antes de firmarla. Pero, en el Arte, ¿cómo expresar todo eso con los rasgos nuevos de una manera de pintar diferente -la manierista- llena de alarde y espíritu eterno de belleza, cosas que, serenamente, traspasan ahora el propio cuadro e incluso la propia y ridícula leyenda griega?

En la escena pictórica manierista hay una aglomeración de seres que están divididos y mezclados sin orden en una imposible secuencia traducible. Del pintor solo podemos elucubrar qué quiso representar con cada personaje anónimo que retrata en su obra. Porque sólo tenemos claro quién es Helena, del resto nada. ¿Quién es y qué hace esa otra bella mujer desnuda y solitaria en una posición tan inquietante? Ella, los niños y la joven agachada detrás de su figura desnuda son los únicos personajes que desentonan con el dinámico rapto. ¿Qué representan? Parte de aquella contradicción. Ellos son ahora la paz, la belleza, el equilibrio, la sorpresa y la tristeza... No mantienen en la obra gestos realistas ni sentido alguno natural correspondiente a la supuesta fuerza dramática y violenta de la escena. Los demás pelean, huyen, se enfrentan, se miran o se aferran sin remisión. Porque es ahora un rapto en el que la violencia convive con la belleza, la vida con la afrenta y la razón con la inconsciencia. Y todo eso maravillosamente compuesto además en un imposible lienzo de leyenda. Vemos un palacio griego con los fanales ardiendo en un extremo del lienzo, y el muelle griego con  un barco troyano esperando poder huir con Helena en el otro. Y en el pequeño trayecto entre uno y otro extremo los seres en conflicto, la raptada Helena y la belleza azorada y misteriosa de la joven desnuda y extraña.

Pero ese es el mensaje del Manierismo aquí: la belleza desnuda, representando la verdad y el bien, es alarmada por el hecho ignominioso de un innoble rapto. Porque la leyenda de Homero no relataba una huida deseada por Helena y su pasión, y cuya única salida fuera ahora marchar junto a su amante hacia Troya. No, la leyenda describe una violenta e involuntaria huida de Helena. Es un rapto con todas sus consecuencias trágicas. Fue un deseo de ofender y ultrajar gravemente al pueblo griego y, en consecuencia, se desataría luego una guerra. La contradicción llevada totalmente al paroxismo. ¿Cómo no pensaron los troyanos que aquella afrenta causaría un daño aún mucho peor? Por eso el pintor, que conocía la leyenda y conocía la forma de expresarla con belleza, debía introducir un elemento de contradicción, un gesto de sorpresa o de efímera sensación de ruptura con respecto al sentido final de una leyenda tan épica. Y mostraría en su obra manierista una figura elegante, hierática, desnuda, misteriosa y eterna -su pose alude a una estatua de belleza- que contrasta con tanta absurda violencia o fealdad manifiesta. Porque en el Manierismo no se podía entender que algo tan desmedido fuera capaz de ser creado sin belleza. Sin la forma de equilibrar ahora esa imagen extraña, bella y perfecta con la estúpida manera de actuar la humanidad ante su propia inconsciencia. Y el creador manierista lo representaría con un cierto alarde incluso de esperanza milagrosa, de un deseo ahora de que las conciencias despertasen así ante la visión desmesurada de una escena tan dramática, tan absurda y tan estética.

(Óleo del pintor manierista Francesco Primaticcio, El Rapto de Helena, 1539, Museo Bowes, Inglaterra; Detalles del mismo cuadro, El Rapto de Helena, 1539, Francesco Primaticcio.)

5 de enero de 2017

El sentido más absurdo de la persecución de un deseo o el Arte prerrafaelita para expresarlo.



El pesimista filósofo Schopenhauer citaría el mito de las Danaides para ilustrar el repetitivo error inevitable de tratar de llenar un vacío imposible:  Pero la mayor parte de las veces nos resistimos, cual a un amargo medicamento, al conocimiento de que el sufrimiento es consustancial a la vida y que éste no afluye a nosotros desde el exterior, sino que cada cual lleva en su propio interior la inagotable fuente del mismo. Más bien intentamos buscar continuamente, a modo de subterfugio, una causa externa singular de ese dolor que nunca nos abandona. Infatigablemente vamos de deseo en deseo y como la satisfacción alcanzada no nos satisface tanto como prometía, sino que la mayoría de las veces pronto se presenta como un vergonzoso error, no nos damos cuenta de que nos enfrentamos por siempre con el tonel de las Danaides.

Las Danaides fueron en la mitología griega las cincuenta hijas de Dánao. Eran unas  deidades míticas acuáticas representadas como bellas ninfas de los manantiales sagrados de la Argólida. La leyenda cuenta cómo los egipcios Dánao y su hermano Egipto se enfrentaron violentamente. Luego Dánao tuvo que huir exiliado a la Argólida griega con todas sus hijas. Allí prosperaría hasta convertirse en el rey de Argos. Entonces su hermano Egipto quiso reconciliarse con él y envía a sus cincuenta hijos para que se unan con sus primas las danaides. Pero Dánao no quiso arriesgarse a esos matrimonios y pidió a sus hijas que, durante la noche de bodas, acuchillaran a sus maridos hasta morir. Fueron ellas  luego condenadas al Averno, el infierno griego, por su terrible infamia. Allí Hades las obligaría a llenar un barreño o tonel enorme de agua,  un recipiente que, a su vez, estaba agujereado e impedía así que cualquier líquido lo llenase por completo. Evitando también de ese modo poder terminar con toda aquella ridícula, inútil y absurda tarea deprimente. 

Para eternizar ese momento absurdo el pintor prerrafaelita John William Waterhouse (1849-1917) crearía dos obras pictóricas excelentes. Una en el año 1903 y otra en el año 1906. A las dos las titularía Las Danaides y la escena representada en ambos lienzos era la misma: algunas de las hermanas  transportando su cántaro de agua hasta el tonel donde debían echarlo; otras, siempre dos, vaciando el agua en ese preciso instante; y otras esperando a hacerlo, o, peor aún, no esperando más que regresar de nuevo a la fuente para, después, volver a repetir eternamente la misma peregrina cosa. De estas últimas danaides solo hay una -que aparece en la obra del año 1906- que ya ha vaciado su cántaro y espera ahora un pequeño momento, apenas nada, para con su jarra vacía recomenzar de nuevo su tarea. Pero el pintor la pinta aquí abstraída, sin mirar a nada, ensimismada ahora tan solo en su ignorada reacción maquinal inevitable. En la otra obra, la del año 1903,  no aparece  ninguna con ese gesto o con esa actitud melancólica. De hecho la obra del año 1903 es, curiosamente, más equilibrada o más clásica... Son menos personajes representados y muestran además una armonía estética extraordinaria. Comparativamente, la obra del año 1903  es mejor que la otra. Sin embargo, la otra, la del año 1906, consigue con esa sutileza emotiva plasmar mejor el sinsentido y la agonía absurda de una voluntad desmotivada.

Y es que el Prerrafaelismo se dividió entre el Clasicismo y el Simbolismo, entre la armonía plástica más elogiosa o el detalle humano más emotivo. Este pintor británico consiguió más esto último en sus obras prerrafaelitas, aunque no en todas. Es de suponer que la segunda vez alcanzó a expresar mejor cómo transmitir la angustia de una existencia tan absurda. Pero la genialidad tal vez la hubiese conseguido el pintor destacar en este tema -Las Danaides- si hubiese hecho una síntesis de ambas obras prerrafaelitas. Porque en una hay más belleza y en otra más mensaje. También nos servirá esta muestra de dos obras semejantes para insistir en la ventaja estética de expresar más con menos. A más personajes en un lienzo, menos valor expresivo, aunque parezca una contradicción. Pero es esta una de las reglas de la Pintura clásica, de aquel Renacimiento que glosara entonces la belleza sobre todas las cosas. Y, además, ¿qué más  podemos hacer que tratar de llenar un tonel que no alcanzará jamás a llenarse? La vida es así en toda su vitalidad biológica. Pero el ser humano tiene el pesar de pensar en ello. Aun así, volverá a repetir siempre el anhelo poderoso de querer obtener algo más, sin llegar a comprender que nada acabará satisfecho nunca por ningún deseo inagotable.

Las danaides expiaron la culpa, sin embargo, a causa de un deseo fatídico llevado a cabo por su padre. La leyenda nos cuenta que Dánao fue asesinado después por el único sobrino que no murió aquella noche. Porque una de las hermanas no quiso hacer lo que las demás, y Linceo, su prometido, acabaría vivo para poder asesinar a su tío. Así que solo cuarenta y nueve danaides fueron las condenadas en el infierno griego a realizar esa tarea deprimente. ¿Por qué fueron ellas condenadas? Porque pudieron elegir, como la esposa de Linceo lo hiciera. Las demás danaides se dejaron guiar a cambio por el mandato paterno y fueron ciegas en su deseo, por eso pagaron con el sempiterno y absurdo vaciado de agua. Porque no es el deseo propio el peor de los deseos sino aquel que hacemos, perseguimos o ejecutamos por uno ajeno, por la falta de uno propio. De un deseo, al menos, que nos lleve ahora a respetarnos como seres individuales y responsables. Por eso las danaides fueron condenadas al Averno -como su padre finalmente-, pero  solo ellas, las dirigidas, las cobardes, llevarían allí la terrible afrenta de realizar un trabajo repetido para siempre. Una tarea absurda, ridícula, imposible e innecesaria, tanto  como los alardes inútiles de las vidas absurdas que persiguen deseos insatisfechos. Tan insatisfechos como los toneles imposibles de un trabajo sin descanso...

(Óleos del pintor prerrafaelita John William Waterhouse: Lienzo Las Danaides, 1903, Colección Privada; Cuadro Las Danaides, 1906, Aberdeen Art Gallery and Museums, Aberdeen, Escocia, Gran Bretaña; Detalle del mismo cuadro, Las Danaides, 1906.)

28 de diciembre de 2016

La evolución de un genio, El Greco, o el arcano de encontrar lo sublime en el Arte.



La historia de uno de los genios pictóricos más extraordinarios es uno de los arcanos más interesantes habidos en el Arte. ¿Cómo se atrevió a pintar así, de ese modo tan avanzado y tan moderno, con una forma tan innovadora para entonces? El recorrido vital y artístico de El Greco va de oriente a occidente, desde el este hacia el oeste. De Grecia a Venecia primero, después a Roma y, por último, a España, donde culmiraría extraordinariamente su Arte. Y este camino existencial, este recorrido personal y artístico en sentido único, le llevaría también a desarrollar un itinerario creativo que acabaría alcanzando las cimas más elevadas de la sublimidad y del genio artísticos. Aunque por entonces -finales del siglo XVI y los siguientes tres siglos- pocos entendieron su maravillosa forma de pintar y componer -tan heterodoxa y excelente- una obra maestra de Arte. Es en Venecia donde El Greco aprende a manejar los colores y la perspectiva. ¿Hay mejor sitio para eso? Ya se habían manejado ambas cosas muy bien en el Arte renacentista veneciano, pero El Greco ahora quiere hacer algo más. Los genios lo son en parte porque caminan por un sendero no usado antes. La obra artística de El Greco es extensa y elogiosa pero hay un periodo concreto de su vida -el recorrido transversal de oriente a occidente desde el año 1567 al 1577- donde se puede observar la evolución estética más acusada de toda la historia artística del Arte europeo.

Y para verlo compararemos tres obras de El Greco de la misma temática y nombre: La curación del ciego. Primero, apreciaremos más la primera obra expuesta no solo por ser la mejor de las tres o porque mejor defina su estilo, sino por ser la de mayor resolución virtual ahora su imagen. La primera cronológicamente compuesta con ese título -la tercera presentada en esta entrada- fue realizada por el gran pintor en Venecia durante el año 1567, actualmente expuesta en la Galería de maestros antiguos de Dresde (Alemania). Luego están las otras dos obras, la segunda y la primera de la entrada, ambas creadas en Roma y con la fecha de su autoría muy poco clara artísticamente. La segunda está radicada en la Galería Nacional de Parma (Italia) y en su web indica una fecha alrededor de 1573. La primera de la entrada, sin embargo iconográficamente de un estilo más elaborado -más avanzado-, está en el Metropolitan de Nueva York y su web especifica alrededor de 1570. No es la primera vez que existen incongruencias en la cronología de obras de un mismo autor. Si la evolución de un pintor es tan acusada como la de El Greco sus creaciones deberían disponer esa misma evolución temporal. Porque es el tiempo el parámetro que define mejor la secuencia de la evolución artística de un creador. Aquí se observa un contraste estético muy acusado en la evolución artística de El Greco en su obra del año 1567 -Galería de Dresde- comparada con las otras dos, algo lógico por ser una obra anterior. Pero observemos bien esta obra del año 1567 pintada en Venecia.

Los rasgos más característicos de El Greco no están ahí todavía. ¿En qué se diferencia esta obra de sus maestros venecianos? En muy poco. El Greco acaba de llegar a Venecia proveniente de un mundo bizantino -griego y antiguo- que no tenía ni idea de la perspectiva, ni de las formas de las figuras, ni del color ni del naturalismo renacentistas. Y El Greco en su obra La curación del ciego del año 1567 -Museo de Dresde- manifiesta más lo aprendido entonces en Venecia: perspectiva correcta, figuras anatómico-correctas y un cielo más espacioso que las construcciones como fondo de la obra. Pero la obra tiene sorpresas a pesar de no ser la estética propia que identificaría el personal estilo de El Greco. Las figuras principales, Jesús y el ciego, están ahora descentrados a la izquierda del lienzo. Más a la derecha un grupo discute la escena anterior. Pero detrás, en otro nivel y plano, la perspectiva sitúa a dos seres sentados distraídos del motivo principal y situados en el mismo centro de la obra. Esto confunde ahora la escena sagrada con un rasgo misterioso que, independiente de su evolución estética, mantendrá El Greco casi siempre en sus obras. 

Pero no, algo no funcionaría aún en el propósito o el talante artístico que El Greco deseaba conseguir en una obra. Años después, cuatro, cinco o seis años después, El Greco pinta el mismo tema sagrado de antes, Curación del ciego -Museo de Parma-, en la ciudad de Roma. En la capital del Arte del siglo XVI el pintor más original de todos se acerca ahora a la pintura de Miguel Ángel, al manierismo más poderoso de los creadores romanos. Y entonces cambia su perspectiva, evita ahora incorporar en su obra detalles intrascendentes -como el perro y las bolsas de antes-, ahora solo pintará personas, figuras humanas que configurarán siempre el único universo de sus obras. Pero es ahora, sin embargo, la perspectiva mucho más feroz y el primer plano será más destacado sobre los segundos o terceros planos. Descubre así el pintor algo muy poderoso en esta obra, un alarde artístico muy moderno para entonces: perfilar un plano principal con todos los detalles y esbozar los planos secundarios solo con los mínimos detalles. El fondo ahora es apenas como un tapiz esbozado. Lo relevante debe ser ahora lo primero que veamos en un cuadro, lo demás -como el fondo- no interesa tanto al pintor ahora. Hasta el cielo disminuye en tamaño frente a una arquitectura más poderosa y más inclinada, acusando así la profundidad y lejanía necesarias esa perspectiva. Pero la escena representada en esta obra del Museo de Parma también ha cambiado con respecto a la del año 1567 (Museo de Dresde). Ahora el grupo humano de la derecha está más cercano a Jesús, que a su vez éste, junto al ciego, están más centrados en el lienzo. Pero el pintor quiere seguir componiendo detrás los dos personajes sentados y distraídos de antes, ahora mucho más alejados y empequeñecidos en esta obra. 

Esos dos personajes sentados que aparecen en la obra del año 1567 -Museo de Dresde- centrados y cercanos -por lo tanto relevantes en una pintura, lo sean o no-, tienden a confundir ahora por el hecho de estar sin ninguna relación dialéctica con la escena principal -el milagro de dar visión a un ciego-, el asunto primario. Este efecto fue luego una característica iconográfica de El Greco: ofrecer sentido de distancia o desdén manifiesto de algunos personajes hacia la figura sagrada principal o hacia el motivo espiritual más trascendente de la escena. Pero en la siguiente obra, la de la Galería Nacional de Parma del año 1573, esos mismos personajes están ahora tan alejados que pierden su relevancia iconográfica. Los alejará el creador para no confundir ahora la centralidad de la obra. Pero, a cambio, debe incorporar algo más el pintor en la obra para seguir destacando esa desatención tan humana hacia lo espiritual... Y lo hace el creador cretense con la figura dorsal inmensa del hombre a la izquierda de la imagen de Jesús. Un personaje de espaldas que ahora señala con su brazo izquierdo algo fuera del cuadro. Representa ahora aquí el desinterés -aún mucho más al estar cerca de las figuras principales- tan necesario para mostrar el desdén espiritual que el autor quería subrayar y criticar en su obra de Arte.

Pero es en la obra del Metropolitan Art de Nueva York  (titulada La Curación de un ciego, ca. del año 1570) donde El Greco consigue llegar a la mejor evolución de su Arte manierista. Pero, ¿cómo es posible que esta obra sea anterior a la de la galería de Parma? No puede ser. Veamos los brazos del ciego por ejemplo. ¿Son esos brazos trazados en su evolución estética por un pintor tan manierista como El Greco? Porque la evolución debe ir siempre hacia adelante, nunca hacia atrás. En esta obra del Metropolitan los brazos, los dedos y las figuras son más alargados. El mismo hombre que señala algo fuera del cuadro dispone de un perfil más manierista en la obra del Metropolitan -año 1570- que en la obra de Parma -año 1573-. Además, el brazo que señala lo flexiona en la obra del Metropolitan haciendo más acusada la perspectiva y elegancia del gesto manierista. Los colores los apreciamos más gracias a la extraordinaria conservación y resolución de la obra del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. En un detalle de esta obra -la que debía ser más evolucionada cronológicamente ya que lo es artísticamente- observaremos la liviana forma de pintar algunas figuras. Por ejemplo, los personajes sentados dialogando distraídos y alejados de la escena principal tienen una transparencia formal que resalta aún más el misterio de la obra del año 1567: aquel desdén espiritual de los personajes sentados con respecto al motivo principal de la obra. Pero aquí el pintor cretense quiere hacer un alarde aún más acusado con el personaje de espaldas señalando algo fuera del lienzo para comunicar en su obra la insensibilidad espiritual de algunos seres. Insensibilidad que apenas se vislumbraría antes con alguna relevancia entre los perfiles desdibujados -en planos secundarios- de los otros lienzos manieristas del genial pintor cretense.

(Óleo La Curación del ciego, ca. 1570, El Greco, Metropolitan Art de Nueva York, EEUU.; Óleo Curación del ciego, alrededor de 1573, El Greco, Galería Nacional de Arte de Parma, Italia; Obra al temple, La Curación del ciego, 1567, El Greco, Galería de Pinturas de Maestros Antiguos, Dresde, Alemania; Detalle del óleo La Curación del ciego, ca. 1570, El Greco, Metropolitan Art, Nueva York.)

21 de diciembre de 2016

Homenaje al clasicismo hispano más realista y filosófico: La muerte de Séneca.



En la misma época que naciera Jesucristo en la provincia romana de Judea, nacía en la Córdoba romana -provincia romana de la Bética hispana- el sabio, político y filósofo latino Lucio Anneo Séneca. Prácticamente en el mismo año ambos personajes vieron la luz al amparo del inmenso y extraordinario imperio romano. Uno al este del imperio y otro al oeste del mismo. Sin embargo, no sería esa la única coincidencia. La sociedad humana, no sólo la romana sino toda la existente por entonces, era absolutamente una sociedad injusta, insensible, desaprensiva y violenta. En todos los órdenes de la vida era una sociedad cargada de prejuicios funestos e irracionales fundados en las motivaciones o en las acciones más egoístas de los humanos. Y en un lugar de ese gran imperio, en Judea, las leyes teocráticas del pueblo elegido -el judío- habrían condicionado una moral que, años después, llevaría a una espiritualidad monoteísta de salvación, el caldo de cultivo religioso que propiciaría luego la semblanza mesiánica de un gran personaje, Jesús. Algo que transformaría las leyes religioso-pragmáticas del pueblo judío en una realidad ahora más personal o individual no vistas hasta entonces en la historia. En el occidente de aquella Roma imperial civilizada Séneca contribuiría a su vez a profesar un espíritu estoico que formulase propuestas concretas para poder disponer el ser humano de una vida mejor, más justa, más igualitaria y feliz. 

Hasta ambos personajes históricos murieron por denunciar injusticias. Uno crucificado y el otro suicidado en el cadalso imperial más ignominioso del infame Nerón. Pero, sin embargo, aquéllas y éstas serían las únicas coincidencias... Séneca, a diferencia de Jesús, fue un aristócrata romano, un afortunado romano que habría llegado a lo inmediatamente anterior a lo más alto en el imperio: senador de Roma. Aunque, sin embargo, había tenido una vida muy poco elogiosa o heroica en algunos de los momentos de esplendor político que viviera. Pero estas contradicciones personales no desmejorarían su figura histórica como pensador, escritor y filósofo. El estoicismo había sido una filosofía personal creada por los griegos doscientos años antes, pero con Séneca esa escuela filosófica de rigor personal y austeridad social llegaría a su mayor grado de expresión mundana. Tuvo con Séneca un pensamiento práctico y realista muy dirigido a la vida real y a los ejemplos concretos de la sociedad romana, la más avanzada de las sociedades habidas antes del Renacimiento. Pero su mensaje virtuoso, como toda su filosofía, no prosperaría más allá de una literatura latina resguardada entre los legajos perdidos de un imperio fenecido para siempre. Fue el Renacimiento el que descubriría, elogiaría y reivindicaría su figura filosófica. Pero para entonces -el siglo XVI- la figura de Jesús, sin embargo, llevaba más de mil años manteniendo la suya en un auge ascendente.

Cuando en el año 1864 el pintor español Manuel Domínguez Sánchez (1840-1906) llegase a Roma para su formación en la Academia de España, había sido educado antes por el maestro Federico de Madrazo, el pintor más clasicista del universo romántico español. Pero los jóvenes pintores españoles de la segunda mitad del siglo XIX querían expresar algo más que la perfecta sintonía de sus maestros. Al sentido grandioso y romántico, al gesto tan heroico y elogioso o digno y poderoso del sentido más histórico, ellos querían incorporar ahora otra cosa diferente: el realismo más sobrecogedor, el verismo desgarrador propio de la época que reflejase la verdad de las cosas y su mayor aproximación a la realidad de lo que ellas fueron. Por su enorme obra Muerte de Séneca recibiría el pintor el primer premio Nacional de Bellas Artes del año 1871. En su obra Domínguez compuso una maravillosa escena de sacrificio, sobria pero elegante. El equilibrio de la obra lo consiguió por la fortaleza de la propia figura del pensador romano. Consigue un equilibrio entre la figura de su torso, su cabeza prosternada y el personaje de la derecha frente a los otros personajes situados ahora agrupados en la izquierda. Basta su sola efigie entregada voluntariamente para admirar su virtud. Un ser caído en defensa de unos valores y principios humanos que entonces, como ejemplo para todos, sus seguidores -los que aparecen en el lienzo- se encargarían de dar a conocer a la posteridad más desencantada. 

La obra fue un homenaje a su gran figura humana y a su origen hispano. El pintor español solo se permitió torcer un poco el verismo de la obra con la melodramática inclinación sedente tan romántica de un personaje secundario, el más entregado ahora a su dolor. Esta actitud doliente le permitiría al pintor establecer el genio clásico de su talento creador: porque dos brazos ahora, el mortecino de Séneca y el afligido del personaje sollozante -ambos el mismo brazo izquierdo desplegado- configuran aquí el leit-motiv de la fuerza estética más romántica. Es ahora el paralelogramo estético formado por las líneas paralelas del brazo de Séneca y el cuerpo sedente de su discípulo afligido, por un lado, junto con el brazo de éste y el cuerpo del difunto elogiado por otro. Todo muy necesario para reforzar el clasicismo de la obra de Domínguez Sánchez. Pero el Romanticismo de su maestro Madrazo también está en la obra. La muerte de Séneca expresa un frenesí elegíaco, un excelso drama sobrevenido por el extraordinario plano de su cabeza alejada ahora de la vida tanto como de la cuba del fatídico baño. Un elemento éste, la cuba del baño, que acogería minutos antes el cuerpo decidido a morir del afamado filósofo. Y luego está el Realismo más feroz de aquellos años setenta del siglo XIX.  Porque así es como realmente debió morir el gran pensador romano luego de que se cortara las venas, algo que aquí no se ve, sin embargo, ya que no moriría desangrado sino por los gases inhalados de una pira tóxica. 

Todo lo que representaba la obra fue una grandeza artística hispana que, sin embargo, no prosperaría. Para finales del siglo XIX, veinte años después de crear su obra Domínguez, el Arte español no elogiaría ya las grandes obras heroicas, realistas, académicas o moralistas. Para ese momento histórico el gusto artístico en España no perseguiría hechos tan alejados o personajes tan distantes. De hecho, la figura artística del pintor Manuel Domínguez Sánchez no pasaría de aquel premio del año 1871. ¿Quién conocerá a este pintor español extraordinario? Posiblemente ahora qué mejor metáfora -su obra y su Arte- para entender una realidad de nuestro mundo ingrato. Porque la vida y la filosofía de Séneca -salvo en el Renacimiento- no sería tan elogiada ni tan reconocida sino hasta llegar el siglo XIX. Como la de aquel joven pintor decimonónico español pensionado en Roma... Un creador que una vez pensó que sería un grandioso y justo homenaje del Arte eternizar en un lienzo la maravillosa muerte del más extraordinario pensador y humanista romano.

(Óleo sobre lienzo Séneca, después de abrirse las venas, se mete en un baño y sus amigos, poseídos de dolor, juran odio a Nerón que decretó la muerte de su maestro (Muerte de Séneca),  1871, del pintor español Manuel Domínguez Sánchez, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

13 de diciembre de 2016

La significación imprecisa de una obra de Arte renacentista lleva el sello inequívoco de Botticelli.



Es muy conocida la obra Venus y Marte del pintor del Renacimiento Botticelli. Obra icónica de la representación del Amor y de su triunfo ante las adversidades de la vida. El Renacimiento utilizaría el tema amoroso con todas las connotaciones platónicas que el término Amor poseía. El Neoplatonismo sofisticaría el concepto aún más y la escuela filosófica florentina de Marcilio Ficino glosaría los elementos que debía tener una vida completa, correcta y placentera. El Amor se filosofaría aún más. Y los pintores renacentistas, discípulos aventajados y expresivos de esa filosofía, dejaron plasmadas en sus obras el concepto de lo que debía entenderse como la mayor sublimación de los sentidos hacia la esencia originaria de todo lo existente o de la contemplación de lo más anhelado por los seres: el placer espiritual de una visión divina...  En su obra de Arte Botticelli compone una escena mitológica con dos personajes principales, Venus, diosa de la Belleza, y Marte, dios de la fuerza, la virilidad, la osadía o la violencia. La interpretación de esta obra es compleja, aun a pesar de los rasgos conocidos y manidos de su significación primera. De todo lo buscado para conocer más sobre este óleo renacentista sólo estoy de acuerdo con una afirmación del filósofo neoplatónico Marcilio Ficino: las exhortaciones a la virtud se reciben mejor si se representan en imágenes agradables. ¿Son las obras renacentistas asociadas a la escuela neoplatónica como las de Botticelli exhortaciones a la virtud? Casi todo el Arte renacentista es virtuoso. El propio sentido de la escuela de Ficino es encontrar los elementos racionales y sensitivos para acercar el espíritu humano a lo más virtuoso. La imagen agradable o el Arte sofisticado llenos de colores armoniosos y líneas estilizadas llevaban implícito el deseo de pertenencia a ese mundo idealizado, a esas cualidades virtuosas y a indicar además al espectador que lo representado se vinculaba más con lo elevado, con lo más grandioso o con la esfera espiritual más divinizada y última.

¿Qué representa exactamente el óleo de Botticelli Venus y Marte del año 1483? Exactamente es imposible saberlo. Se habla de la prevalencia del amor sobre la guerra, se habla de la virtuosidad de la reflexión ante la osadía de lo terrible, se habla de la astucia de la diosa desarmando al dios más violento. Se habla de las cualidades de Venus frente a los despropósitos bélicos de Marte. Se desnuda a uno para mantener vestida a la otra. Se comprende mejor todo cuando se comparan más veces las cosas semejantes. Es la capacidad de oponer muchas veces algo con otras cosas semejantes lo que llevará al conocimiento finalmente. Para entender la obra de Botticelli podemos compararla con otra obra de Arte de la misma temática y escuela pictórica. Diecisiete años después de pintar la suya Botticelli, el pintor florentino Piero di Cosimo (1462-1522) compuso su obra Venus, Marte y Cupido. No es lo mismo que hiciera Botticelli pues éste no incluyó a Cupido en su obra maestra. Pero sirve su iconografía y composición para compararla con la de Piero. En la obra de Piero di Cosimo vemos, al igual que en la de Botticelli, a la diosa Venus y al dios Marte tumbados ambos frente a frente. También, como en Botticelli, ella está ahora despierta y él dormido. Sin embargo Piero pinta a Venus con toda su belleza desnuda y sin cubrir con prendas su cuerpo. Hay en Piero una igualdad iconográfica en los dos personajes representados. Para salvar la diferencia (que debe existir para distinguirlos ya que el cuerpo de Marte se diferencia en Piero muy poco al de Venus) pinta muy al lado de Venus a Cupido y un conejo blanco. Botticelli no pintaría nada de eso, ni al pequeño dios Cupido ni a ningún conejo blanco. Ni siquiera a las palomas -símbolo de Venus-, que aparecen en la obra de Piero justo en el espacio de la separación física que se establece entre los dos amantes mitológicos (apreciamos la perspectiva tan conseguida de Piero di Cosimo: el pie derecho de Marte no toca ahora el muslo de Venus, están separados aquí los dos -más atrás está Marte-, aunque ahora parezcan ellos rozarse).

En la composición de Botticelli sí están más juntos Venus y Marte, y es posible que el pie derecho del dios tocase ahora el muslo vestido de ella. Pero Cupido, el dios del Amor -Venus es la diosa de la Belleza no exactamente del Amor-, no aparece en el cuadro de Botticelli por ningún lado. No está. Están además en Piero di Cosimo unos pequeños niños alados -puttis o ángeles- que juegan con las armas y la armadura del dios más belicoso de la mitología. Estos seres son juguetones pero inofensivos, son más virtuosos que otra cosa. En Botticelli no están los puttis o ángeles pequeños, pero, a cambio, sí aparecen en su obra pequeños sátiros mitológicos -pequeños seres con patas de carnero y cuernos y orejas puntiagudas, seres sin alas, por tanto lo contrario a virtuosos-, seres para nada inofensivos sino más bien rebeldes y traviesos impúdicamente. Hacen lo mismo que antes: juegan con las armas y los atributos de Marte. ¿Pero, por qué? Los pintores en las dos obras renacentistas muestra el profundo sueño del dios, imposible de despertar a pesar del ruido que hagan los pequeños seres, alados o no. Por consiguiente, podemos establecer algunas cosas viendo las dos obras de Arte. Primero que la diosa de la Belleza está muy despierta; segundo que el dios Marte está muy dormido; tercero que ambos están alejados -aunque en una obra menos que en otra-, ni abrazados ni juntos ni claramente tocados. En el Renacimiento las características de los gestos humanos que manifiestan emociones no son correspondientes al presente. En la Venus de Botticelli, que parece apenas sonreír -como la Gioconda-, no podemos decir exactamente que esté ella ahora con una expresión claramente satisfecha, aunque tampoco lo contrario. Sin embargo, en la obra de Piero di Cosimo sí hay una cierta distensión del rostro de Venus que puede deberse a alguna grata satisfacción emocional.   

Por eso en Piero di Cosimo está ahora Cupido con Venus, está el dios del Amor interviniendo y señala incluso con su dedo índice el cuerpo dormido de Marte. En Botticelli la diosa está sola totalmente, está como esperando algo, con un gesto misterioso además, gesto que hace a la obra maestra mucho más interesante de lo que, a primera vista, parece ser. En Piero di Cosimo no espera Venus ahora nada, ya lo tiene, está ella ahora descansando segura del enlace provocado por Cupido, fructífero por la imagen de un conejo blanco, iconografía de la fertilidad (con Marte Venus tuvo varios hijos). En la obra de Botticelli no hay nada que nos lleve a una visión terrenal -como en la obra de Piero- sino más bien espiritual, con un sentido de trascendencia más sobrenatural que natural. Pero, sin embargo en la obra de Botticelli hay pequeños sátiros, no ángeles sagrados ni benevolentes, lo que conllevará a pensar en una inclusión placentera más terrenal que trascendental... Y es que Botticelli trataría de compaginar siempre ambos aspectos, el terrenal y el sobrenatural, en toda su obra artística. Puro neoplatonismo de Ficino, algo que justificaba el placer físico y terrenal como reflejo de otro placer más elevado, de aquel placer que permitiría vislumbrar la visión cósmica y divina de un ideal superior. Pero, además de todo eso, hay una contraposición absoluta de dos aspectos muy diferentes expresados en estas obras, particularmente en la de Botticelli. La belleza sosegada, sutil, fértil, vaporosa, reflexiva y silente que representa Venus contrasta justo con lo contrario que representa Marte. Porque en ambas obras no aparece Marte con sus características iconográficas manifiestas. Él es la fiereza y la violencia más terrible, su visión activa sería imposible de conciliar con la serena Venus. Por esto mismo es pintado Marte, en las dos obras renacentistas, con la única actitud que puede componerse para una idealización virtuosa y armoniosa de ambos conceptos contrapuestos: dormido él profundamente.

La obra de Botticelli fue creada para una pareja nupcial de Florencia, los jóvenes Médicis y Vespucci, y debía colocarse el óleo en la cabecera de la cama matrimonial. Sin embargo, Venus no es la esposa de Marte, solo su amante ocasional. En la mitología simbolizan ambos la pasión más que el amor. Pero, claro, hay que entender que los conceptos culturales han cambiado con los siglos. No se trataba entonces de expresar una realidad histórica o legendaria, se trataba mejor de acoplar dos seres diferentes -la mujer reflexiva y el hombre viril- que debían entenderse y comprenderse para disponer de una unión placentera. Los aspectos espirituales y materiales debían además ser indicados en la obra. Y Botticelli lo consiguió genialmente. Sólo los pequeños sátiros -no amorcillos- están ahí, en la obra de Botticelli, con ambos dioses para equilibrar una realidad entonces evidente: la unión terrenal y sexual es complementaria para elevar a los dos amantes al sentido trascendente del matrimonio. Pero, sin embargo, el amor no aparece claramente en estas obras (tal como lo entendemos hoy, claro). Tan sólo aparecen la reflexión y la belleza distante y calmada, por un lado. Y tan sólo el sueño, el cansancio del éxtasis pasional y la desnudez de los atributos guerreros, por otro. Con esas dos formas de expresar el sentido de estos dos conceptos tan opuestos es posible el equilibrio, la diversidad y la vida. Para Botticelli posiblemente fue suficiente eso para representar una idea tan misteriosa. Para nosotros, que vemos ahora su obra siglos después, es tal vez un motivo extraordinariamente bello para poder elucubrar, confundir o repensar otras cosas diferentes...

(Detalle del óleo Venus y Marte, del pintor Sandro Botticelli, 1483, National Gallery; Óleo Venus y Marte, 1483, Botticelli, National Gallery, Londres; Cuadro Venus, Marte y Cupido, (c.a.) 1500, del pintor renacentista Piero di Cosimo, Staatliche museen, Gemäldegalerie, Berlín.)

10 de diciembre de 2016

El paisaje como un vínculo vital y justificador del Arte y la vida.



El paisaje sería descubierto pronto por los pintores flamencos durante el barroco. ¿Qué otra temática mejor para poder expresar el sentido más cromático de los colores, la forma más universal de un escenario o la calma más poderosa de un solo momento? El siglo XVII comenzaría con paz en el mundo. Pero, sólo comenzaría. Aquellos años parecieron infantiles e ingenuos, comparados con los duros, despiadados y belicosos años del anterior siglo XVI. La paz se vislumbraría entonces y aquellos hombres ahora, herederos e hijos de los guerreros belicosos de antes, atisbarían débilmente la necesitada visión de un mundo muy diferente. España firmaría la paz con Inglaterra, y Francia haría lo mismo con sus guerras civiles y religiosas. Y el imperio Sacro germánico dejaría incluso de luchar en la frontera del este. Así que el mundo parecía otra cosa en los albores de ese nuevo siglo cargado de promesas. Pero, no duraría. Duraría tan poco como la impresión perceptiva del paisaje coloreado de un óleo sosegado de Jan Brueghel el viejo (1568-1625). Porque en los óleos de Jan Brueghel -hijo del famoso Pieter Brueghel- la emoción de los colores duraría el tiempo justo del instante representado. Los colores parecen vivir en el único tiempo que reflejan..., porque, luego, desaparecerán. Como en la propia vida desatenta. Como en el paisaje real que representan. Pero, ahora, están aún vivos... justo el tiempo de visión que tengan para nosotros. 

En el año 1607 Jan Brueghel pinta sobre cobre su sosegado óleo Paisaje de Río. Pero no es un paisaje inventado, o, mejor dicho, no todo es inventado ahí. Como con sus colores. Porque para el creador flamenco los colores deben ser como los del cielo o como los del agua, o como las tersuras reflejadas de algunas de las velas transparentes. El Arte flamenco es la invención del mundo para un oficio de imitadores de la naturaleza. ¿Por qué una invención? Pues por lo mismo que la vida humana es una parodia a veces. Los creadores pintan lo que sienten, no solo lo que ven. Para ellos, la verdad que encierra una creación artística es superior a la verdad que supone la visión terrenal. Y en ese tiempo de tregua (en Flandes, España firmaría una paz con los rebeldes holandeses desde abril de 1607 hasta el año 1622) el mundo pareció entonces florecer de nuevo. Pero solo lo hizo aparentemente. Jan Brueghel fue un hombre nacido en plena guerra de Flandes (el duque de Alba comenzaría su terrible represalia en el año 1568), conocedor por tanto de los sufrimientos y desmanes de aquel conflicto regional. Moriría justo cuando volviese la guerra de nuevo a comenzar. Por eso el pintor compuso en su madurez una pintura amable, paisajista, decorativa, iluminada, sosegada y esperanzadora. Sin embargo, denunciaría con su Arte sosegado -mucho más que con cualquier realismo- la incongruente y contradictoria forma de vivir de los humanos.  

En su obra, Jan Brueghel pintaría su paisaje colorido sobre el río flamenco Escalda. Es en ese escenario donde los seres viven, laboran, disfrutan, participan, colaboran y se ayudan juntos para vivir mejor. Pero el paisaje lo divide aquí el pintor. Está separado entre la tierra florecida y  verde de la izquierda, por un lado, y el agua y el cielo azul de la derecha, por otro. Porque el río y el cielo azul forman incluso un escenario sin ruptura entre ellos: están unidos ambos por el afán emotivo del pintor. El firmamento azul y el río azul establecen un único universo compositivo cromático. Para los hombres del siglo XVII el mundo era una eternidad divinizada, y el cielo formaba parte de su representación más sagrada. El río comunica ahora ese espacio divino con la tierra apesadumbrada de los hombres. Los barcos surcan desde un horizonte indefinido para llegar a la orilla donde desembarcan los seres anhelosos. A la izquierda del lienzo, el esbozo de la silueta de la iglesia de San Miguel de Amberes completa ahora el místico paisaje. Define así el paisaje un círculo poderoso de justificación existencial. ¿Hay que glosar la vida a pesar de los terribles efectos de un mundo tan desolador? El pintor dice que sí, y realiza para ello uno de los paisajes más elaborados del Barroco. Los detalles sutiles de belleza los compone con una maravillosa fragilidad. Como la vida. ¿No da la impresión de que todo ese escenario placentero terminará por desaparecer muy pronto? Que el horizonte se oscurecerá con el ocaso; que los árboles dejarán ese color verdoso; o que las aguas no reflejarán ya la vida que posee. Fue casi un precursor impresionista, el flamenco Jan Brueghel

Porque el cielo dejará de estar unido con el río muy pronto; porque los hombres dejarán de estar unidos y colaborando después de que desembarquen; porque los colores acabarán desdibujados con el paso inexorable de la falta de luz. Todo eso lo presentiría el pintor entonces, y lo pintaría así, sin embargo, fijado en un deseo de paz mucho antes de que acabara sucediendo lo contrario. Y el Arte volvería a expresar con belleza lo que los seres no terminarán de comprender... si no es con sufrimiento: que la vida existe con infinitos colores y el tiempo transcurre con maravillosos momentos de belleza solo si queremos que todo eso sea así en la realidad de nuestro mundo. Porque el mundo de lo humano es una recreación, estará recreado siempre en la vida, como lo está también en el Arte. Y es hecho el mundo así por los mismos seres que lo deciden o alarman, lo coaccionan o dañan, lo destruyen... o viven.

(Óleo sobre cobre Paisaje de río, 1607, del pintor flamenco Jan Brueghel el viejo, Museo Galería Nacional de Arte, Washington D.C., EEUU; Detalles del mismo óleo de Jan Brueghel el viejo, Paisaje de río, 1607, National Gallery de Art, Washington D.C.)

30 de noviembre de 2016

La anticipación y la sintonía de pensamiento son dos cosas que calificarán el Arte.



Cuando Nicolás Copérnico comprobó en el año 1536 que su trabajo del firmamento heliocéntrico -el Sol permanece quieto frente a una Tierra que gira alrededor de él- era como había deducido de sus observaciones celestes, permaneció por entonces prudente ante la publicación de ese extraordinario descubrimiento. Nunca lo llegaría a publicar. Tan sólo después de su muerte el editor Andreas Osiander llegaría a publicar la sorprendente revelación astronómica de Copérnico para el mundo. Porque desde el griego Ptolomeo -siglo II d. C.- se habría dejado claro que el Sol se movía frente a una Tierra que se mantenía fija en el centro del Universo. Luego de Copérnico, Kepler y Galileo demostraron científicamente la misma teoría heliocéntrica. Pero, mucho antes de eso se habría escrito el Libro de Josué...  En él se describía la experiencia que con el Sol tuviera Josué, el líder del pueblo israelita elegido a la muerte de Moisés. En ese libro bíblico se narraba el momento en que Josué observaba cómo sus enemigos, los reyezuelos de Canaan, persistían en su bélica actitud frente a los aliados israelitas de Gabaón. El tiempo pasaba y el Sol continuaría así su itinerario hasta su puesta definitiva en el horizonte, cuando ya la oscuridad impediría ver entonces a sus enemigos. Y fue cuando Josué exhortaría a su dios para detener al Sol, única forma de mantener así la luz necesaria el tiempo preciso -otro día más- para poder vencer a sus infieles contrincantes.

El pintor romántico John Martin (1789-1854) fue de los pocos seguidores de esa nueva tendencia que avasallara la visión de los colores con la sorpresa y la espectacularidad. Pero el romántico Turner (1775-1851) había sido ya el iniciador de esa nueva forma de expresar Arte. Sin embargo Martin, a diferencia de Turner, orbitaría siempre su estilo romántico con temáticas bíblicas o sagradas. Esto le malograría como pintor en los inicios de una modernidad científica hastiada de leyendas. Porque en el Arte hay dos cosas que garantizarán la prevalencia y el éxito: la anticipación de tendencia -ser de los primeros- y la sintonía del pintor y su obra con el pensamiento de su época. Turner tuvo las dos cosas y por eso triunfó. Martin no tuvo ninguna de ellas y por eso no lo hizo. Al comienzo de la segunda mitad del siglo XIX el mundo del Arte no se alinearía más con leyendas, sagradas o no. Por eso las obras de Martin, que mantienen una espectacularidad artística semejante a las de Turner, dejaron de ser apreciadas por una modernidad entonces más alineada con pensamientos positivistas -científicos- y menos con leyendas sobrepasadas o tendenciosas. De aquella leyenda de Josué el pintor británico John Martin elaboraría dos semejantes obras de Arte, las dos tituladas de igual forma: Josué manda al Sol detenerse en Gabaón. Una de ellas en el año 1816, en su juventud neoclásica  -National Gallery Art de Washington D.C.-, la otra en el año 1840, en su madurez romántica  -Yale Center for British Art-. Eso mismo, juventud neoclásica y madurez romántica, apreciaremos ahora en estas dos creaciones del mismo artista británico. La primera imagen expuesta (romántica) es la del año 1840, la segunda (neoclásica) es la del año 1816. En ambas observamos la misma escena bíblica, el mismo paisaje, el mismo cielo tenebroso, los mismos guerreros, y a Josué elevando su brazo derecho en señal de conminación al Sol poderoso. Pero hay algunas diferencias en ambas obras. Sutiles y mínimas diferencias, pero suficientes ahora para poder encajar una crítica sobre el paso de una tendencia más clásica a una más romántica.

Fue la época de ese mismo proceso antagonista en el Arte. Martin vivió en esa encrucijada artística, aquella del paso del neoclasicismo al romanticismo. Pero, para cuando él se diese cuenta de que la tendencia artística debía ahora ser otra, no consiguió, sin embargo, comprender que el pensamiento de la época -años cuarenta del XIX y siguientes- determinaría un sentido más liberador de antiguas leyendas superadas ya en el mundo por entonces. Sí comprendería el pintor británico más el Arte que el pensamiento, lo que le salvó, a fin de cuentas, en un estricto sentido artístico. Al menos, aquí lo veremos ahora en esta muestra de dos obras de una misma temática y escenificación, pero, sin embargo, ambas tan diferentes... Porque en la obra del año 1840 -la primera expuesta- esboza apenas cosas que en la del año 1816 -la segunda expuesta- sí había manifestado con muchos detalles más, éstos innecesarios ya para una obra más moderna. Porque en la obra de 1840 ya no había que señalar tanto las figuras, no había que perfilar tanto los paisajes, no había que abundar tanto en los detalles, no había que distinguir las cosas tanto, ni relajar los instantes o subrayar sus gestos hieráticos. Porque el Romanticismo -la modernidad en aquellos años- demostraba ya que la tensión era más eficaz que el relajo, o también que el minimalismo era más importante que la abundancia, o que los colores eran más significativos que el dibujo. Pero, no bastó. Martin moriría y su obra moriría con él. Sus obras, devaluadas a su desaparición, acabaron constreñidas a los museos o a las paredes nostálgicas de un misticismo superado. Sin embargo, la espectacularidad romántica y sus efectos luminosos y cromáticos -herederos del gran Turner- sí estarán en sus tendenciosas obras de Arte. Esa tendenciosidad que las hicieron, sin embargo, ajenas a la eternidad de lo grandioso. Porque lo grandioso en el Arte tiene que ver con algo que siempre mantiene actualidad a pesar de los años, algo que puede sustituirse siempre, actualizarse, en una obra maestra. Y puede porque conseguirá disponer de aquellas dos características imprescindibles en la estética para alcanzar el éxito: la anticipación estilística -la originalidad o novedad artísticas- y la armonía social o histórica -el pensamiento sincrónico del pintor con su época- en una obra de Arte.

(Óleo romántico del pintor británico John Martin, Josué manda al Sol que se detenga (Josué manda al Sol detenerse en Gabaón), 1840, Yale Center British Art, New Haven, Connecticut; Óleo  neoclásico del mismo pintor John Martin, Josué manda al Sol que se detenga en Gabaón, 1816, Galería Nacional de Arte de Washington, D.C.)

22 de noviembre de 2016

El Arte por el maravilloso Arte, indiferente a todo, salvo a su belleza poética.


Observando esta maravillosa pintura de Rembrandt se puede pensar, ¿qué tiene de diferente este pintor a otros maestros o a otras tendencias artísticas?, y es posible llegar a la conclusión de que lo que más caracteriza a Rembrandt es una original sutileza poética llena de un Arte sublime. La historia o la leyenda, que como excusa en este óleo -El rapto de Europa del año 1632- sostiene el título de la obra, no es más que un soporte orientativo para el que lo ve o un referente cultural para el que se acerque deseoso a su belleza. Pero, a Rembrandt, seguro que no le debería interesar nada la historia o la leyenda de lo que trataba de componer en sus obras. O, tal vez, como los extremos suelen tocarse, le interesaba tanto que le era imposible reflejar ninguna veracidad comprensible o traducible a lo real. Es decir, a lo real asociado a algo artístico que, como el clasicismo -tanto del Renacimiento como del Barroco y posterior-, llevara una inspiración creativa a un sentido transmisible a lo verosímil o prosaico de la vida, a lo que es sólo posible comprobar desde sensaciones radicalmente realistas. Pero si en esta ocasión no fue el pintor holandés un realista, qué fue entonces Rembrandt ahora, ¿un manierista reformado? Porque el Manierismo fue una irrealidad llevada a las formas, fue un reaccionarismo estético en su tiempo. Pero, sin embargo, Rembrandt es un pintor barroco en todas sus dimensiones estéticas. ¿En todas? Bueno, en todas, todas, no. Porque hay en él una poesía plástica en casi todas sus obras pictóricas.

Porque la poesía pictórica de Rembrandt es en esta obra más sutil, menos hierática o más pueril incluso. Pueril en el sentido de ser como una revelación sorprendente o fantasiosa, algo semejante a las sagas literarias medievales llenas de fantasía, como El señor de los anillos del británico J.R.R. Tolkien.  Porque en su obra El rapto de Europa la mitología helénica, la épica, sagrada o heroica mitología a la que pertenece la leyenda de Europa, no aparece  en esta pintura de una forma clara. ¿Quiénes son esas personas tan diferentes a personajes griegos o fenicios que presencian ahora un cómico asalto playero a una joven princesa impasible? ¿Qué carro más exorbitado es ese, adornado a lo persa para una leyenda tan griega? ¿Y ese fondo gris y desdibujado, industrial y portuario, desentonado aquí para incluir en una escena mitológica tan legendaria? Pero, sin embargo, los versos dibujados del pintor holandés están elaborados con la más extraordinaria sinfonía de colores agrupados, relacionados, entramados, concentrados o desperdigados, como ningún otro pintor en la historia haya podido alcanzar a componer así. Si quitásemos el color en su obra nada quedaría de ese Arte lírico tan maravilloso. Para Rembrandt el color lo es todo, el agua más cercana a la orilla iridiscente retrata mejor el reflejo de las suaves prendas azules de la joven que eleva sus brazos al cielo. Ese mismo tono azul compone además el enjaezado de los caballos ofreciendo la sinfonía perfecta de la rima poética de sus colores sosprendentes. Pero, hay más: el morado de la túnica del auriga compagina también -rima- con parte de ese cielo tan amoratado entre los árboles.

Rembrandt parece pintar siempre sus obras como un observador elevado sobre el mundo que crea. Es él como un ser poderoso que desde lo alto mira la escena y la quiere contar... O, mejor, la cuenta en ese mismo momento, porque el momento elegido es un instante barroco puro: la sorpresa es superior a la acción y la tragedia es irreversible. No hay salvación en la leyenda imaginada o recreada por el pintor. Y la tenebrosidad ambiental refleja además esa eventualidad en su pintura. La oscuridad en Rembrandt, sus tonos negros, es un elemento difuminado ahora en general, no es algo particular en su obra. Por ejemplo, no es el claroscuro de Caravaggio ni el de Ribera, que determinan siempre un alarde oscurecido de alguna cosa particular para resaltar otra. No, en Rembrandt el claroscuro es gradación de colores paulatinamente oscurecidos. O mezclados o alternados, pero bellamente realizados y nunca, ni dramática ni ferozmente, ennegrecidos. Porque la sinfonía poética de los colores en Rembrandt debe permanecer siempre a pesar de lo narrado. El rapto de Europa es la leyenda mítica del robo de una joven  princesa fenicia provocado por Zeus, convertido ahora en un sorprendente toro blanco para llevársela de su reino con él. Vale, de acuerdo. Qué más da si fue o no así la leyenda. Tiziano y otros pintores ya la habían pintado antes, y escritores clásicos la habían narrado además también. Ahora Rembrandt debía cantarlo, no contarlo. La pintura de este genial maestro holandés utilizará tres cosas para llevar su Arte poético-plástico a cabo: una composición no muy grandiosa -como sí lo hace Rubens a cambio-, más bien original y muy humanizada; por otro lado la cercanía de sus personajes, éstos no son héroes ni heroínas, ni hermosas o bellas figuras humanizadas, todo lo contrario, son seres vulgares, de rostros vulgares, de gestos vulgares, seres a quienes retratará desmejorados incluso; y, finalmente, elaborando alardes de colores entremezclados que buscarán emocionar con sus perfiles sinuosos o tornasolados mucho más que impresionar. También destacan sus decorados brillantes de lo artificial -objetos fabricados por el hombre no por la Naturaleza-, algo matizado o neutralizado en sus obras por el poderoso contraste de lo natural -de elementos propios de la Naturaleza-, creando un paisaje menos rutilante o más sombrío que el de otros creadores.

Pero en Rembrandt lo sombrío no es sinónimo de triste o melancólico. No llega el gran creador a provocar desolación o dramatismo trágico e insuperable en sus obras. Volviendo a compararlo con Rubens, éste fue, a cambio de Rembrandt, un maestro de lo definitivo o de lo más radical. Pero Rembrandt no. Por ejemplo, en esta obra sublime, ¿no nos sugiere ahora ese toro tan bello, cuya cabeza parece tan noble como su carácter, que devolverá después de un paseo a la joven Europa a la orilla donde sus amigas la esperaban temerosas? Y ese paisaje tormentoso, ¿no da la impresión de que pronto las nubes oscurecidas serán sustituidas por un sol radiante que alumbrará, gozoso, la ilusa bahía donde unos personajes pueriles se habían detenido a admirar la belleza de un toro tan blanco? En Rembrandt siempre hay una esperanza poéticamente dormida. En Rubens, sin embargo, hay tragedia dinámica siempre, firme e inapelable. En el sutil y poético pintor holandés no hay más que belleza; belleza que cuenta cosas increíbles que hay que contar así para poder recrearlas bellamente. Belleza que pinta cosas tenues y poderosas porque los colores son lo único que pueden contar algo bello que llegue pronto al alma deseosa. El alma de aquellos que observen las cosas que pasan en la vida y que solo serán posibles de expresar y soportar con belleza. Las obras maestras de este genial pintor solo son posibles de mirar con los ojos infantiles que miran las cosas maravillosas que nunca, nunca, terminarían por abandonar, eliminar o trastornar el sueño inspirado más hermoso del mundo.

(Óleo sobre tabla de Rembrandt, El Rapto de Europa, 1632, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EE.UU)

14 de noviembre de 2016

La dicotomía de la desaparición de la vida como metáfora erótica o como maldición solemne.



Es la única certeza. La única. Y, sin embargo, no tiene nada de ningún reflejo confirmatorio de qué representa verdaderamente. Utilizada para reprimir, para seducir, para amenazar, para reaccionar, para moralizar y para justificar... La muerte es una fase, la final en la existencia conocida. La que se comprende por el deterioro físico y biológico de los seres. La que durante gran parte de la historia -la renacentista en este caso- los humanos no podían evitar asociar no solo al deterioro sino a la azarosa y cruel suerte universal más desconocida. El pintor alemán Hans Baldung (1484-1545) fue un extraordinario representante -junto a Alberto Durero- del Renacimiento germano. Su visión estética y ética de la muerte la fijaría en muchos óleos que él pintase. Pero sólo en dos de sus obras -La muerte y la doncella y Las edades y la muerte- dejaría reflejado el creador alemán una huella profunda de lo que para él tendría la muerte como imagen representada. La obra Las edades y la muerte es parte junto con La armonía del anverso y el envés de dos conceptos contrapuestos, la vida y la muerte, y que se complementan estéticamente para llegar más a comprender esos conceptos. Decía un pensador materialista francés que la vida es todas aquellas fuerzas que luchan contra la muerte, pero, ¿se puede vencer a un enemigo desconocido? ¿Es esa relación entre ambos conceptos real?, ¿es posible articular ambas cosas en un único sentido general y universal? Imposible saberlo. Pero aquí ahora solo veremos su obra Las edades y la muerte; el otro concepto, la vida -La armonía, otra obra suya-, no interesa por ahora ni como contraste siquiera...  En otras obras de Arte, los pintores han plasmado las edades del ser humano con la representación de la juventud o de la niñez, de la madurez o de la vejez o senectud. Pero aquí, además, Baldung incorpora la muerte en su obra. ¿Por qué? Habían pasado unos veinticinco años desde que pintase otra obra donde la muerte aparecía manifiesta, La muerte y la doncella, y los años le habrían ofrecido, quizá, una visión más moderna -en el sentido actual- para llegar a entender que la muerte es un proceso normal y no solo accidental, dramático o cruel de la vida.

La obra La muerte y la doncella del año 1520 es mucho más estética y representativa del sentido que la desaparición de la vida tiene en el acontecer de cualquier existencia. Porque en Las edades y la muerte del año 1544 el pintor alemán pinta a una joven doncella muy orgullosa, convencida de su valor como ser humano y como individuo. Vanagloriada de su belleza se permite incluso mirar -o no mirar- con desdén a la anciana que, ahora, es sostenida por una esquelética representación de la muerte. El proceso del tiempo ineludible forma aquí ahora un círculo quebrado. A los pies de la anciana un bebé -¿dormido, muerto?- no deja de posar su mano sobre una lanza que, como el tiempo inquebrantable, refleja ahora la quebrada línea que la muerte mantiene muy derecha, sin embargo. Claramente religioso, el óleo del año 1544 compone al fondo de la escena la conocida dualidad del mal -infierno con demonios atrapando seres en la torre derruida- y del bien -cristo crucificado elevándose hacia un sol muy poderoso-, para justificar el sentido más justiciero de la muerte insoslayable. El pintor, no obstante, se permite mostrar el símbolo de la sabiduría con una lechuza mirando al espectador para ayudar a distinguir ambas dualidades.

Nada de lo representado en la obra del año 1544 aparece simbolizado en el óleo que Baldung compuso en el año 1520, La muerte y la doncella. Porque en esta obra del año 1520 el creador renacentista, a cambio, nos confunde ahora gratamente. Antes comprenderíamos que el paso del tiempo y la elección del bien nos salvarían del horror de la muerte, es decir, que lo normal es morir después de haber vivido..., y hacerlo además bien para poder trascenderla gloriosamente. Pero ahora, sin embargo, no hay vejez en esta obra para entender que la muerte es una consecuencia final de la vida, pero, tampoco vemos a ninguna joven altiva ni orgullosa ni enferma. Porque la muerte está ahora aquí actuando no como en la otra obra, que esperaba ociosa, sino decidida ahora contra la vida y contra la belleza. ¿Contra la bondad, también? Porque aparecen ahora aquí las lágrimas de un ser acongojado. Por otro lado la erótica de la visión de la muerte en esta obra es una característica señalada: es un amante abrazando y besando a una joven lozana y desnuda. Pero, sin embargo, no hay amor correspondido ahí. Ella está ahora claramente afligida, demolida, hundida, perdida. En la obra de antes, a cambio, sí había cosas representadas para determinar los dos conceptos fundamentales esgrimidos antes: se acaba la vida siempre al pasar el tiempo y la perdición o salvación son parte de lo que nuestras elecciones hayan ocasionado.

Pero en la obra del año 1520 Hans Baldung no expone nada de salvación ni de paso de tiempo. Sólo muestra la belleza dejándose dócilmente avasallar por las decididas y firmes manos cadavéricas de una muerte voluptuosa. Una muerte que sostiene consideradamente la cabeza a la doncella, que la inclina además para dejar que la muerte le muerda cerca de sus labios con la fruición de un amante deseoso. Hasta parece que se descubre ella misma con su brazo izquierdo el suave lienzo que sostiene la joven frágilmente. Como en el amor, ¿será inevitable la emoción sentida aunque dañe la vida y los propósitos inútiles de ésta? ¿O será la reconciliación de un amante que sabe que no puede evitar eludir lo que una fuerza -ajena a sí misma- pueda llevarle a la deriva? No hay tiempo aquí, no hay nacimiento ni desaparición, verdaderamente. Sólo hay la maldición -o bendición- de una profecía siempre cumplida. Algo que, a pesar de los sufrimientos o las lágrimas que produzca, no debería ser una relación desestimada o atropellada o rechazada la de la muerte con la vida. Una controvertida forma de dolor eterno, tampoco. Tal vez por ser, como el amor, algo repentino y efímero, algo que sucede en un instante para, como en las emociones sentimentales, sentirlas lo suficiente como para comprender que no duran, que continuará luego en otra cosa, incognoscible o desconocida, y, por tanto, inconsistente para vivirla -para no sufrirla- antes de que ese preciso momento, ese mismo y definitivo momento, inevitablemente, suceda a vivir.

(Detalle del óleo La muerte y la doncella, 1520, Hans Baldung; Óleo La muerte y la doncella, 1520, del pintor renacentista alemán Hans Baldung, Basilea, Suiza; Obra de Hans Baldung, Las edades y la muerte, 1544, Museo Nacional del Prado; Detalles de la misma obra de Baldung, Las edades y la muerte, 1544, Museo Nacional del Prado, Madrid.)