29 de septiembre de 2016

Lo importante no es hacer, es volver a hacer; lo importante no es amar, es volver a amar...



Cuando los judíos seguidores de Moisés rechazaron la ley que éste les entregara en el Sinaí como reflejo sagrado de una alianza con su dios, el elegido pueblo hebreo dio la espalda entonces a la ley, rompió esa alianza y Moisés rompería esa ley. Y la rompió Moisés entonces no para dejarles sin ninguna, no; la rompió para, con sus trozos, construir ahora otra nueva ley. Pero, sin embargo, esta ruptura fue positiva ya que así permitiría crear otra nueva alianza con ella. De hecho, los judíos no dejaron de romper la ley con sus críticas, sus comentarios incesantes o el cuestionamiento de su aplicación. Los judíos no se conformaron entonces con una simple -única- lectura de la ley, sino con una re-lectura continua. Porque lo importante no es leer, sino releer; no es hacer, sino hacer una y otra vez; lo importante no es amar, sino volver a amar...

La historia de la relación de Vincent van Gogh (1853-1890) con el Arte es la historia de una ruptura y un volver a hacer constantemente, también con su atormentada vida, hasta el final. Los inicios del pintor holandés en el Arte son oscuros, como su propio estilo de pintura inicial lo fuera. Nunca se planteó él verdaderamente pintar. Quiso ser otra cosa, o no supo realmente qué ser. Dibujar sí dibujaba desde pequeño, pero como una afición, como un desahogo o como una actividad secundaria. Su relación con el Arte fue muy temprana, sin embargo, ya que comenzaría a trabajar en una galería de Arte que comerciaba cuadros holandeses con clientes europeos. En el año 1873, con veinte años, viaja a Londres como agente de la galería y entonces allí, en una pensión londinense, descubriría por primera vez el duro y amargo desazón del amor juvenil. Dos años después viaja a París y descubre el maravilloso color de las pinturas impresionistas. Vuelve a Londres y se refugia ahora en la religión y en la Biblia. En el año 1877 regresa a Holanda y, dos años más tarde, trabaja como misionero en las duras y difíciles regiones mineras de Flandes. Allí se enfrentaría consigo mismo y con su sentido más radical de la vida. Fracasa en su misión evangélica y, aconsejado por su hermano Theo, comienza a pintar. Sus primeras composiciones artísticas las realiza a los veintiocho años, en el año 1881. En solo nueve años, verdaderamente, van Gogh compuso la mayor y más extraordinaria obra de Arte jamás habida en la historia artística contemporánea.

En la obra pictórica de van Gogh hay un impulso por conseguir acercarse un poco más cada vez al prurito decepcionante de la vida. Él, como todos los seres aventajados en traspasar las fronteras de lo consciente, sabría que tendría que tratar de hacerlo con su Arte, a pesar de sospechar, inevitablemente, que sus intentos transgresores tan solo servirían para dilatar, un poco más cada vez, el final de un sin-sentido vital insuficiente. Su producción artística se incrementaría notablemente en el año 1885, realizando muchas obras en ese y en los siguientes años, hasta el fatídico 29 de julio de 1890. En el año 1885 realizaría en Holanda su creación Los comedores de patatas, una de sus primeras obras importantes. Su necesidad de reflejar lo mismo que se siente cuando se viven las cosas que los demás viven, le hará pintar esas mismas cosas de una forma que, ahora, reflejaría más incluso lo que él mismo siente que lo que sienten los demás. Aun así, no desentonaría nada en el reflejo veraz y artístico de lo que él haría o representaba.  Sin embargo, no llegaría nunca a ser -ni a hacer- lo que él anhelase verdaderamente con su vida. En el año 1886 llega a París de nuevo, luego de once años después de haberla conocido antes. Pero ahora solo ya como un pintor, como un fiel amante convencido del único amor que él necesitaba.

Y en el París más impresionista y neoimpresionista del mundo descubre otros genios y otras formas de Arte. Y entonces retrata personas más que paisajes o cosas. Y tratará de encontrar el alma perdida de las cosas -¿la suya, la del mundo?-, incapaz de haberla hallado nunca antes. Pero, no. Aún no. Y entonces viajará al sur de Francia y descubrirá la luz. Y brillará con su alma torcida pero deseosa de atrapar otra vez la vida. Inútilmente. Pero no, aún no. Y se revuelve en sí mismo y en su decepción ingrata. Y luego regresará a París, y, por fin, llegará luego a Auvers-sur-Oise, al norte de la capital francesa. Y ahí, entre los tibios paisajes desolados, descubrirá la falta total de su sentido artístico y existencial. Y no hace aún, sin embargo, otra cosa más que fijar ese sin sentido denodadamente entre los trazos desesperados que plasma ahora un artista perdido. ¿Pero, qué son esos trazos desmoralizados entre las maravillosas composiciones de aquel año 1890, el terrible año final de su malograda vida? ¿No hay ahí como una revelación, como un descubrimiento maravilloso fatalmente intuido? ¿No es ahora más que el final de aquel hacerse él mismo a sí mismo, algo que, como todos los demás, terminaría por buscar él anheloso sin saberlo? La hija del dueño de la pensión Ravoux, el lugar donde se alojaba van Gogh aquel verano del año 1890 en Auvers-sur-Oise, llegaría a relatar la muerte del gran genio del Arte:

"Como todos los días, Vincent van Gogh volvía al mediodía para almorzar y descansar de su larga jornada de trabajo. Pero aquella tarde volvió a salir. Y a la hora de la cena no regresaría, algo extraño porque no lo había hecho nunca, ya que se acostaba muy temprano para madrugar pronto. Hacía calor y nos sentamos a la puerta de la pensión. Entonces lo vimos, vimos la figura de un hombre tambaleándose, caminando como embriagado. Era van Gogh, que, con su cuerpo agachado y turbado, se dirigía hacia nosotros lentamente. Al llegar a la puerta le pregunté ¿señor Vincent, qué le ha pasado? Ah, nada, que me he herido. Siguió hacia dentro y subió a su habitación. Entonces le oímos gemir y mi madre instó a mi padre a que lo viese. ¿Qué le pasa?, le preguntó mi padre. Se volvió y le enseñó una herida oscurecida y ensangrentada en el vientre. ¿Pero, qué ha hecho? Me he disparado un tiro, esperemos que no haya fallado."

Luego llamaron al doctor Gachet y éste comprobaría la dificultad de extraer la bala. Decide entonces esperar a ver los resultados de la herida. El pintor se encuentra tranquilo y sin dolor, y pide permiso al doctor para fumar su pipa. Éste accede y le dice que espera salvarlo. Pero van Gogh le responde: Entonces lo volveré a intentar. ¿Qué habría conseguido hacer o padecer el genial creador holandés para llegar a pensar de ese terrible modo? Su obra. Su repetida, obsesiva, anhelante y desesperada obra. Y lo volvió a intentar, pero ya no pudo más. De aquella sensación tan profunda para un ser tan especial quedarán sus últimos trazos artísticos, cargados ahora de un impulso vagamente eterno. Ya no hay nada más para entenderlo, tan solo el color desestructurado y maravilloso del entorno limitado y completo de su obra. Todos los trazos estarán ahí, sosteniendo, en cada tono y pincelada, el resto de los otros, de todos los demás, de los deslavazados y de los que no. Y todo ello para tratar de comprender por qué se encuentran ahí, aprisionados, esos trazos relacionados ahora sin otra cosa más que con ellos mismos. Para justificar entonces el porqué existen o el porqué viven o el porqué hacen lo que hacen así, en sus obras. Como el sin sentido de algunos seres y de sus emociones, como el regresar de nuevo hacia la duda o como el rehacer la vida en cada caso.

(Óleos pictóricos todos de Vincent van Gogh: Primeros pasos, después de Millet, 1890, Museo Metropolitan, Nueva York; Muchacha en la carretera, 1882, Museo Flora, Suiza; Campo de amapolas, 1890, Gemeentemuseum D.H., La Haya; Puesta de sol en Montmayour, 1888, Museo van Gogh, Amsterdam; Comedores de patatas, 1885, Museo van Gogh, Amsterdam; Vista de Amsterdam desde la estación central, 1885, Fundación Boer, Amsterdam; El jardín del doctor Gachet en Auvers, 1890, Museo de Orsay, París; Ramo de flores en un florero, 1890, Museo Metropolitan, Nueva York.)

21 de septiembre de 2016

El creador frente al mundo o la expresividad artística como un ejercicio existencial y poderoso.







Uno de los pintores españoles más desconocidos de la historia lo fue el madrileño Luis Paret y Alcázar (1746-1799). Seguidor pasional de la pintura francesa del Rococó, lucharía artísticamente durante toda su vida contra la reaccionaria -para él- tendencia contraria neoclásica. Pero, a diferencia de la frivolidad y superficialidad galante que el Rococó inspirase en el siglo XVIII, Luis Paret trataría de transmitir, a partir de su enfrentamiento con la injusta sociedad de su tiempo, una fuerza muy expresiva con sus obras innovadoras, tanto como lo sería un siglo y medio después el expresionismo sugestivo de principios del siglo XX. Qué otra cosa pueden hacer algunos creadores pictóricos que utilizar sus composiciones para transmitir un mensaje simbólico, ese que ellos piensen salvador de su existencia..., también la de los otros. En el año 1775 el pintor Luis Paret y Alcázar fue exiliado a la isla caribeña de Puerto Rico a causa de su implicación en un affaire de la corte española -un pseudo proxenetismo privado a favor del hermano menor del rey Carlos III-, lugar  en donde viviría el pintor durante tres años. Al regresar a España le impiden residir a menos de doscientos cincuenta kilómetros de Madrid. Entonces el pintor decide vivir y componer en Bilbao hasta el año 1788 cuando se le autoriza poder regresar, por fin, a la corte madrileña. 

En Bilbao realiza su obra sobre cobre La circunspección de Diógenes. La lleva a cabo para acceder a la prestigiosa Academia de Arte de San Fernando. Gracias a su original obra es aceptado como académico en el año 1780, cuando aún no podía regresar a la corte madrileña. Pero el pintor, sabedor de la bondad del Arte para alcanzar el mérito que la vida no le permitiera, realizaría la pintura más impresionante, alegórica y auto-terapéutica que él pudiera concebir. Diógenes de Sínope fue un pensador y sabio filósofo griego contemporáneo de Platón y Alejandro Magno. Pero, al igual que el pintor Paret el filósofo griego sería exiliado también de su ciudad por motivos tan o igual de inconfesables. Al parecer junto a su padre Diógenes acuñaría monedas falsas sin ningún pudor ni reserva. La semejanza de ambos casos radica en el sentido moralizador, transformador o salvador que tuvo en sus vidas luego el acto recriminable. En el primero, el pintor Paret llevaría a cabo a partir de su exilio las mejores producciones artísticas de su vida; en el segundo Diógenes, a partir de su condena, acabaría siendo uno de los más significativos representantes de la escuela de filosofía cínica ateniense.

En la extraordinaria obra de Luis Paret vemos una escena alegórica, por supuesto, pero a la vez vemos una fascinante muestra de Arte de muy difícil precisión estilística. ¿Qué es eso? ¿Rococó? No del todo. ¿Barroco trasnochado? Tampoco. ¿Prerromanticismo? En absoluto. Fue premiada la obra por la Academia de San Fernando porque es imposible no valorar artísticamente algo así. La composición, las diferentes partes engranadas de la obra, las figuras relacionadas, el color aparentemente desgarbado o desperdigado, todo representaba la dificultad de crear algo así y, a la vez, no dejar de ser una grandísima obra maestra de Arte. Es decir, de estar todo en la obra muy bien pintado, con los complicados torcimientos de esos pliegues clásicos o con la imaginación tan desbordante para disfrazar y añadir elementos tan dispares, o con la sutil elección de la noche y su tenebrosidad -metáfora de la vida oscura y misteriosa- o con la fuerza de la figura principal -Diógenes- representada ahora así, sentada, con túnica azul y leyendo un libro. Personaje principal que no lo es por ser las otras figuras secundarias sino por serlo él en sí mismo, por su autosuficiencia o circunspección intelectual -igual le dan a Diógenes los alardes mundanos, las estrafalarias diversiones o las cosas de este mundo para no dejar de ser él quien es y hacer lo que hace-. Pero como en Luis Paret, al igual que su propia vida -el pintor finalizaría su existencia pobre y olvidado-, el mundo a finales del siglo XVIII no iba ya por esa forma de crear o de componer obras de Arte. Y el Clasicismo y el Romanticismo, dos cosas que Paret utilizaría distorsionadas en su obra, acabarían por triunfar claramente en el mundo y en sus formas de expresarlo. 

Cuando el pintor francés -de origen flamenco- Nicolas Tassaert (1800-1874) quisiera triunfar con sus obras en la exigente -mucho más que la española- Academia de Arte francesa, o incluso en otras instituciones oficiales -algo imprescindible entonces para vivir del Arte-, se encontraría con que ninguno de sus cuadros fuera apoyado o premiado por las altas instancias artísticas de Francia. Y esto le llevaría a tratar de sobrevivir de otra forma, como grabador o como litógrafo. Sin embargo, Tassaert fue un pintor que llegaría a crear lienzos bellísimos, obras que ofrecían un compendio artístico de todas las grandes y maravillosas tendencias que habían habido en la historia. Admirador del gran pintor renacentista Correggio (1489-1534), llega a componer la obra Violación de Europa a mediados del siglo XIX con las mismas trazas artísticas que Correggio llevase siglos antes con su obra Júpiter e Ío del año 1532. Porque, en el Renacimiento, Correggio alcanzaría a experimentar con lo clásico y con lo luminoso pero, también, con lo fantástico y lo emocional. En su obra Júpiter e Ío el dios Júpiter -Zeus- abraza a la bella ninfa Ío transformándose aquél en una sutil densa nube oscurecida. Y vemos la mano divina y nebulosa acercándose ahora al cuerpo desnudo de Ío a la vez que vemos el rostro del dios poderoso apenas contrastado claramente. 

Así mismo como Correggio hiciera, el pintor Tassaert compuso su propia obra Violación de Europa. En ambos casos es Zeus el representado, una divinidad griega que en una ocasión se transformaría en una nube y en otra en un toro, como nos cuenta la mitología griega. Pero, sin embargo, en la obra de Tassaert el dios no es representado todo él como una nube inocente sino difuminado ahora entre las formas humanas de su torso y el nebuloso artificio renacentista -propio de Correggio- de su anatomía inferior. La obra es de precaria visualización por no disponer de mejor resolución. Se aprecian, sin embargo, los efectos tonales tan elaborados de los colores utilizados por el pintor francés como homenaje al gran pintor renacentista. En el año 1834 Tassaert compone su obra Muerte de Correggio aprovechando el aniversario de la muerte del pintor clasicista italiano. ¿Por qué Correggio? Tal vez lo mejor sea conocer un poco la vida de este pintor del Renacimiento italiano. A pesar de haber pintado al servicio del ducado de Mantua, Correggio tuvo una vida de grandes dificultades económicas. A diferencia de otros creadores de su época, Correggio mantuvo una gran familia con esposa y varios hijos a los que debía atender, lo cual le obligaba disponer siempre de recursos importantes. El caso es que un día según cuentan las leyendas le hicieron en Parma, ciudad distante a la suya, un pago en metálico de unos pesados sesenta escudos de a cuatro por sus obras, y no dejaría Correggio de pensar en la necesidad urgente de que su familia tuviese pronto ese dinero.

El penoso viaje de Correggio a su ciudad desde Parma, el cual quiso hacer lo antes posible a pesar del calor y sus lamentables condiciones físicas, le llevaría a padecer unas fiebres a consecuencia de las cuales fallecería el pintor en su casa, junto a su familia, en el año 1534. Tassaert había sufrido también, como Paret y Correggio en las suyas, una vida de escasez, injusticia e infortunios personales. Así que no podría aquél más que homenajear a Correggio con dos cosas que, según él, podrían trascender en un mundo cruel, injusto y desalmado: con su poderoso y expresivo alarde artístico clasicista por un lado -Violación de Europa- y, por otro, con su recuerdo más emotivo al infortunio de un creador tan grande -Muerte de Correggio-. Con esas dos obras de Arte el ofuscado pintor francés -acabaría quitándose la vida ciego y enfermo- no conseguiría ser reconocido ni por su exigente mundo artístico ni por la historia posterior. Pasaría Tassaert a ser tan solo uno más de los miles de pintores que tratarían de conseguir aunar inspiración y expresividad artísticas con el sutil mensaje existencial más humano y poderoso.

(Óleo Violación de Europa, mediados del siglo XIX, del pintor francés Nicolas Tassaert, Particular; Cuadro Muerte de Correggio, 1834, del pintor Tassaert, Museo Hermitage, San Petersburgo; Óleo Júpiter e Ío, del pintor Antonio de Correggio, 1532, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria; Óleo sobre cobre La circunspección de Diógenes, 1780, del pintor español Luis Paret y Alcázar, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)

16 de septiembre de 2016

La idealización es la esencia innata por aglutinar lo imaginado en un único momento de esplendor.



A mediados del siglo XIX los pintores estadounidenses necesitaron encontrar su sentido artístico en el mundo. El Romanticismo fue la tendencia que más arraigaría en los Estados Unidos -coincidió con su inicio como país-, sobre todo gracias al gran creador de paisajes que fuera Thomas Cole (1801-1848). Su influencia llegaría a muchos colegas que vieron en esa forma de crear paisajes el mejor modo de expresar ahora emociones pictóricas. Pero no eran trazos de Romanticismo exactamente lo que ellos hacían. No habría desgarro romántico, no habría fuerza tenebrosa o no habría emociones heroicas en sus obras. Sí había, a cambio, una extraordinaria manifestación natural en sus paisajes, una muestra efusiva ahora de naturaleza feraz y magnánima. Pero de una naturaleza, sin embargo, que no influiría en la suerte vital o existencial de los humanos, tan sólo en la representación de su belleza. Y de este modo surgiría la Escuela del río Hudson, una tendencia pictórica que llevaría a algunos pintores americanos a recrear los hermosos y fieros paisajes de su país. Pero, también fue una reacción espiritual al avasallador impulso de la cantidad de descubrimientos científicos llevados a cabo en esa época positivista. 

Frederic Edwin Church (1826-1900) llevaría esa obsesión sentimental de fijar imágenes grandiosas de paisajes al sentido más armonioso de compaginar una escena natural con la emoción más íntima. Un romántico, pero sin serlo del todo en absoluto. Quizá venga bien analizar a este creador tan sutil para distinguir el Romanticismo de algo que podríamos llamar algo así como Intimismo, si es que se puede utilizar este término para señalar una tendencia pictórica romántica. El Romanticismo se puede considerar como la manifestación de la esencia interior permanente del ser humano llevada a enfrentarse a la efímera fuerza de una naturaleza indomable. El Intimismo, a cambio, podría definirse como la fuerza expresada de una naturaleza permanente enfrentada a una idealizada esencia interior sentida ahora, sin embargo, de un modo efímero. La sutil diferencia en ambos casos es la medida del momento sentido por la esencia interior del ser humano. En el Intimismo la fugacidad del momento de su emoción interior es infinitamente mayor -su fugacidad no su esencia- que en el Romanticismo. Durará poco esa sensación íntima frente a la emoción más poderosa del entorno natural. Y esto es así porque el supuesto Intimismo sería un sentimiento más íntimo o pudoroso a diferencia del impúdico sentimiento romántico. Pero, a cambio, la fuerza expresiva de la naturaleza en el Romanticismo es más fugaz que en el Intimismo. En el Romanticismo durará menos el impacto natural que la propia emoción personal de los seres. En el Romanticismo no existe pudor alguno con la emoción personal, a diferencia del Intimismo, que prefiere desnudar la naturaleza antes que la emoción.

Porque para el Romanticismo lo más importante es el ser humano, su emoción permanente y descubierta frente a la sensación salvaje, pero efímera, del entorno natural. Para el Intimismo el entorno natural es algo más duradero, por eso se destacaban más los feraces paisajes en el Intimismo que las propias emociones que ese paisaje ocasionase en el ser. En ambos casos -en el Romanticismo y en el intimismo de la Escuela del río Hudson- se darían las dos cosas, naturaleza y emoción, pero una primaría siempre sobre la otra en cada caso. En el Romanticismo la emoción personal; en el Intimismo la naturaleza o el paisaje. En el otoño del año 1867 el pintor Edwin Church y su joven esposa Isabel Carnes inician un viaje de dos años por Europa y Oriente medio. Recorren Siria y Palestina y visitarán Petra y Jerusalén. Además viajarán por Atenas y navegarán por el Egeo. En sus visitas el pintor realizaría bocetos de lo que viese así como tomaría fotografías -que él haría o compraría- de los lugares que visitara o no. El caso fue que, de regreso a Nueva York, llevaría el pintor a cabo un lienzo que fecharía en el año 1877 y titularía El mar Egeo. El pintor norteamericano realizaría entonces su obra de Arte según las características del sentido que su romántica tendencia intimista tendría, justo así como contrapunto al emotivo paisaje romántico por excelencia.

En el paisaje de El mar Egeo lo que vemos ahora no es un paisaje real de un escenario real o existente. Pero, sin embargo, partes de ese escenario sí existen en el mundo real (a la izquierda vemos una roca tallada de las ruinas existentes de Petra y al fondo, hacia la derecha, veremos la Acrópolis ateniense). Es decir, que el autor llevaría el paisaje retratado de su lienzo a la mayor idealización de un bello entorno posible, una ensoñación de una idealización poética del entorno ajustándose ahora, sin embargo, a partes existentes de paisajes regionales determinados. También expresaría el pintor un intimismo emocional frente a ese paisaje, pero un intimismo muy pudoroso y contenido, algo más material que formal. Lo que expresaría el pintor en su obra fue la mayor idealización emotiva posible de un paisaje romántico para ser eternizado de belleza. Y es idealizado porque, como el propio concepto de idealidad supone, es más lo fugaz de su sentimiento -una sensación humana intelectual y pasajera- que lo permanente que de su sentido natural y material retratase en la obra. Porque no existe en la realidad geográfica lo que expresa el pintor Church en su obra, por tanto no puede desaparecer o desvanecerse nunca. Lo compone con la ternura de un paisaje eternizado y vibrante -por la idealización de algo que no existe- que dura más que la propia emoción extrovertida que pueda traslucirse -lo que sucede en el Romanticismo- en un lienzo con sensaciones, sin embargo, tan profusas como semejantes al sentimiento romántico.

Por eso hay más motivos para admirar los retazos de una arquitectura intimista en un lienzo como este, algo que no irá más allá plásticamente de una emoción expresada ahora sino en algo más íntimo o más reservado, o más pudoroso o más interior. Una sensación emotiva que durará muy poco porque no es más que una ensoñación fugaz -como el arco iris desvanecido que veremos al fondo de la obra-, algo que buscará, sin embargo, más la grandiosidad del paisaje, su eterno sentido poderoso, que la fugaz sensación pudorosa del paisaje en una emoción romántica. Es decir, la magnificencia de no albergar ahora una emoción personal, más efímera o insostenible en el intimismo, que la propia impronta natural del poderoso entorno idealizado. Mucho más insostenible la emoción que las piedras monumentales de ese elogioso mundo retratado, aunque sean elementos claramente ruinosos. Un mundo ruinoso que se mantiene, sin embargo, fijado para siempre en el hermoso paisaje idealizado del cuadro intimista. Un mundo este ahora del todo deslavazado y sin sentido -no existe un lugar así salvo en la idealización iconográfica del artista-, un mundo opuesto también al propio del pintor y su tiempo positivista, desvaído entonces a causa de los avances indecorosos -contra el entorno y su espíritu sosegado- de una ciencia y de un progreso técnico tan deslumbrantes como impersonales, o tan insensibles como estéticamente faltos de espiritualidad.

(Óleo El mar Egeo, 1877, del pintor norteamericano Frederic Edwin Church, Metropolitan, Nueva York.)

8 de septiembre de 2016

Un impresionismo entre las contradicciones del Arte: Renoir y la belleza como sentido.



¿Destacar la primera impresión y canalizar la luz como fuente o motivo de una representación pictórica? ¿Fijar el pintor lo que queda después de mirar el objeto sin señalar en nada la mirada? Decididamente, Renoir (1841-1919) no fue, exactamente, un pintor impresionista...  Vivió en el momento más impresionista, creció y se desarrolló con las mismas características artísticas que esta tendencia tuviese en el Arte, pero, sin embargo, Auguste Renoir hubiera querido mejor vivir y crear en el Renacimiento o en el Barroco. Nació tarde, demasiado tarde, como para poder expresar la vida y el mundo que a él le habría gustado hacer. En una ocasión diría el pintor francés: Para mí un cuadro debe ser algo alegre y hermoso, , hermoso. Ya hay demasiadas cosas desagradables en la vida como para que nos inventemos más.  En el año 1866 compone su obra Lise cosiendo. La influencia del pintor Manet en Renoir fue decisiva, pero, también lo fue la del pintor romántico Delacroix.  Manet fue un innovador, un barroco en el realismo preimpresionista de mediados del siglo XIX. Delacroix, sin embargo, es la pasión, es un manierista del romanticismo decimonónico más barroco... Todas estas cosas son elementos artísticos que atrajeron al joven Renoir. Por eso, cuando pinta a la bella modelo Lise, están esos dos grandes creadores, Manet y Delacroix, también ahí expresados.

Pero, también está el Barroco y el Renacimiento...  ¡Qué maravilla las cintas rojas en el cabello pintado de Lise! ¡Qué hermoso pendiente de coral rojo en la bella modelo! Aún no se había presentado el movimiento impresionista -lo hizo en el año 1870-, cuando Renoir capta el momento pictórico y los colores moldean parte de la figura de ella: son su propio cuerpo, sin distinción del tejido azul que cose decidida. El fondo, sin embargo, es esbozado con trazos marrones o grises que anuncian el desgarro impresionista, algo característico de esta tendencia. Pero el rostro de ella, lo que individualiza y da sentido personal, no es exactamente impresionista. Renoir brilla con fuerza romántica en el perfil modelado que atisba la belleza de la joven retratada. Aunque no hay Romanticismo si no hay un gesto elogioso, emotivo o heroico en una representación estética, los trazos de Renoir aquí, sin embargo, lo son, son románticos en el perfil de Lise.  Pero, a diferencia del Romanticismo, el gesto no es más que el gesto cotidiano de una modelo haciendo una simple actividad vulgar. En esta obra de Renoir hay más bien Barroco, el barroco de las obras de pintores como Vermeer y su famosa Mujer de la perla. Además, hay colores que no abundan mucho en las creaciones de Renoir, pero que ahora son otro alarde extraordinario del creador francés: el complicado maridaje artístico del gris con el azul.

Pero, da igual, porque el sentido de la imagen aquí es destacar la belleza de Lise sobre todas las cosas. Y la cinta y el pendiente rojos adornan esa belleza aún más. Cuando Renoir conoce a la joven Aline Charigot -su futura esposa- ni siquiera pudo imaginar que la llegaría a amar tanto.  Antes la pintaría. La había idealizado tanto antes de conocerla. Así que cuando la ve por vez primera no pudo evitarlo: debía pintarla y amarla.  En el año 1883 Renoir la pinta en su obra En la orilla del mar. Aquí el paisaje es ferozmente impresionista. Los colores revueltos y disgregados, combinados o mezclados, son los trazos enfermizos de una pasión impresionista. Pero no es Impresionismo del todo, sin embargo. Qué bien destaca ahora el bello rostro de Aline, el perfecto y renacentista rostro de Aline. Porque la belleza de la mirada de la modelo no es, exactamente, impresionista.  Es mejor pensar en Manet y sus figuras impactantes que miran y seducen. Es mejor pensar en el Renacimiento que provoca en la modelo el rostro perfecto de una belleza sublime. Aquí el pintor se deja llevar por el amor, o a su mujer o a su sentido artístico, o a ambas cosas. Contrastan la belleza de la modelo con el fugaz instante impresionista en la obra. Es el instante de la impresión primera que todo ojo impresionista debe plasmar para que sea un arte fugaz.  Pero, aquí no. Aquí Renoir nos lleva a mirar, antes que nada -o solamente-, el rostro de Aline. En él no hay fugacidad, ni instante ni momento impresionista. Es la belleza del rostro lo que está fijado ahí para siempre, es justo ahora esto lo más sobresaliente de todo aquel feroz contraste impresionista. 

(Óleo En la orilla del mar, 1883, Renoir, Metropolitan, Nueva York; Cuadro de Pierre-Auguste Renoir, Lise cosiendo, 1866, Museo de Bellas Artes de Dallas, EEUU.)

2 de septiembre de 2016

El contraste para distinguir las cosas o el sentido espiritual escondido tras lo sublime.



Existió una época en que componer una imagen artística estaba exento de cualquier tipo de afectación emocional, sentimental, épica, espiritual, heroica o humanística. Aunque habría que decir mejor que fueron solo algunos pintores de esa época, profundamente ilustrada -racional-, los que así, de un modo tan aséptico, plasmaron en una imagen el sentido más impersonal, natural, real o meramente artístico de una obra de Arte. Claude Joseph Vernet (1714-1789) fue un representante ejemplar de ese tipo de creadores ilustrados. Murió el mismo año que la Revolución francesa cambiase el mundo para siempre. Pero antes de eso vivió en el más anestesiado, desprendido, alejado, frío, gris, razonable, armónico, pausado, medido, minucioso, insensible o elogioso mundo dieciochesco. Sin embargo, él sería uno de los primeros pintores que vislumbrase ahora lo emotivo en un cuadro. Es decir, el prerromanticismo insinuado apenas, el más abstraído entonces, aquel que reflejaría, sin embargo, una reflexión más que una sensación. El alarde estético que dentro de una escena general, que para nada invitaba al individualismo, la auto-conciencia o algún vago impulso interior, tendría entonces más un sentido material que formal. Una razón de ser entonces de un mundo sin necesidad todavía de ser comprendido de un modo trascendente. Solo terrenalmente. Para identificarse ahora con él tan solo de una forma exteriorizada, con toda su fuerza o con toda su belleza, con toda su dureza o con toda su pasividad, pero sin sentimientos.

Fue la época más racionalista de la historia, influida entonces por la filosofía de Kant, cuyo pensamiento cambiaría la forma de ver y entender el mundo. Nada estaba fuera del control racional del hombre, ni su esencia siquiera. No habría espacio para lo inmaterial ni sentido alguno fuera del ámbito material de lo humano. El hombre no podría llegar a alcanzar o expresar otra cosa que lo que fuese racional o material: la naturaleza y su mundo conocido o por conocer. El sentimiento apenas existía como concepto, tan sólo existía la moral. Solo el orden de las cosas del mundo, su armonía y su sentido propio, aquello que le daba vida o le ocasionaba la muerte. Esta tendencia racional fue haciéndose poderosa en el pensamiento y en el Arte. Aun así, al dejar de lado la importancia espiritual de lo sagrado -aunque se siguiera creyendo en Dios- el ser debía encontrar ahora otras cosas, o alguna cosa, para llenar ese camino desandado de antes. Fue la mañana del domingo 1 de noviembre de 1755 cuando, verdaderamente, Europa cambiaría en su percepción espiritual del mundo y sus cosas. Entonces se produjo un terremoto cerca de Lisboa de magnitud tal  -9 grados en la escala Richter- que las iglesias de la capital portuguesa, que estaban llenas en ese momento, sepultaron inmisericordemente a todos los creyentes que, resguardados en el templo sagrado, se acercaban, deseosos, al sentido más consagrado del mundo.

Así que desde entonces recorrería por Europa la sensación, inevitable y decepcionante, de que el hombre habría sido abandonado -o nunca protegido- por las fuerzas poderosas de lo sobrenatural. Otras cosas, entonces, debían ser ahora aferradas por el hombre para no perecer sin asidero vital. Por eso el prerromanticismo ejercería un anheloso poder de seducción. ¿Qué podría entonces ayudar a un hombre tan desolado? Dos cosas lucharon desde entonces para llegar a ser ese resorte sustitutivo: la razón y la emoción. La razón ganaría temporalmente la batalla. La emoción buscaría, poco a poco, su refugio en el corazón del hombre. Cuando el pintor Vernet decide componer paisajes de marina, algo que conjugaba exotismo, aventura, belleza, naturaleza y lucha, no dudaría en realizar el contraste fabuloso de dos secuencias artísticas diferentes. Por entonces -década de los setenta del siglo XVIII- el Arte buscaba sobre todo decorar, no emocionar ni formar. Los momentos de otras cosas heroicas o míticas ya se habían hecho antes, y ahora tan solo se quería materializar en una imagen el mundo natural tal como era. La belleza de las cosas individuales no era para Vernet el sentido de la imagen artística. Dejaría escrito el pintor esto: Otros pintores saben cómo pintar el cielo, la tierra, el océano, pero no saben cómo pintar una imagen. Dejó claro así el creador francés su sentido completo -y racional- del efecto visual de una imagen artística. 

En el año 1767 compone Vernet su lienzo Tormenta en la costa mediterránea. Era sugestivo poder contemplar -en un mundo sin posibilidad de ver los sucesos que ser testigo de uno- las escenas dramáticas que no todos pueden vivir en presencia. Así que la poderosa y terrible tormenta de una costa asesina era entonces un espectáculo sublime, donde ahora los seres padecían, lucharían o caerían abatidos por la fuerza descomunal de una naturaleza desatada. Y aunque lo racional primaba sobre lo emotivo, es evidente que alguna sensación -de sentidos, de pulsión percibida por los ojos- habría de ser provocada por la visión de ese espectáculo natural en la emoción humana. Cuando la visión era el horror o lo más espantoso, el concepto estético que ocasionaba era llamado lo sublime. Cuando lo visto no causaba eso sino lo contrario, paz, calma, agrado o sosiego, el concepto estético provocado era llamado lo bello. Y para distinguir lo bello de lo sublime qué mejor que verlo junto y compararlo. Así que en el año 1770 Vernet crea su otra obra Calma en un puerto mediterráneo. Ahora es la belleza la que resplandece aquí sobre cualquier otra cosa. Y nos ayuda a comprender una peculiaridad de lo estético. ¿Lo contrario de lo bello es lo feo? No exactamente. En principio, porque lo feo no existe como tal en la estética. Es tan solo un efecto estético lo bello o lo sublime. Fijémonos bien. ¿Qué obra de las dos expuestas de Vernet alcanzará a ser más elogiable?

¿No es ese mar encrespado y fuertemente verdecido de la tormenta terrible mucho más seductor que el calmado del otro? ¿No nos seducirá más ahora contemplar las fuerzas que hacen girar las ramas de los árboles, de las olas, los barcos, las nubes o las personas? ¿No tiene un cierto sentido metafísico ese cielo de la tormenta donde la oscuridad ennegrecida contrasta ahora con el pequeño y celeste cielo azul de la derecha? La puesta de sol del lienzo de la calma llegará a conquistarnos con su poder amarillento. Pero nada más. Es belleza, magnífica belleza, pero, sin embargo, la magnitud de la escena tormentosa, sus matices artísticos, sus diferentes cosas interactuando con la fiereza del instante tan aterrador, llegarán a reproducir en quien lo mire ahora otra cosa superior a la belleza: lo sublime. Y esto mismo, sin haberlo querido exactamente así el pintor racionalista, llevaría a un cierto sentimiento emotivo de introspección interior que, tiempo después, los románticos alabarían y justificarían satisfechos. Si no hay asideros sagrados donde acoger un espíritu atormentado, ¿qué otra cosa puede advenir así para sustituirlo? Por esto el racionalismo impulsaría, sin quererlo, un romanticismo necesitado que viese en lo sublime la fuerza sobrenatural de lo intangible. Y desde entonces funcionó. Sólo que habría un problema: que los seres que llegaran a satisfacer ese sentido sublime debían ahora, a diferencia de la fe, de poseer otra cosa, un cierto sentido romántico en una sensación de percepción que viese un sentido espiritual donde los racionalistas veían, tan sólo, una mera armonía estética.

(Óleos del pintor francés Claude Joseph Vernet: Tormenta en la costa mediterránea, 1767, y Calma en un puerto mediterráneo, 1770, ambos en el Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)

24 de agosto de 2016

El más extraordinario Arte acabó sumido en la contradicción de un mundo sin oídos.



Qué magnífico Arte se elaboraría en el último cuarto del siglo XIX, cuando entonces el Arte se resistía aún al acoso inmisericorde de la incomprensión naturalista. Todavía no había sucumbido cuando el pintor Alexandre Cabanel (1823-1889) consiguiera mantener todavía su pulso alcanzando un contraste extraordinario. Porque en este lienzo el perfil delineado de la clásica y seductora ninfa Eco contrasta ahora, sin embargo, sobre un fondo artificioso, nada elaborado y plagado de trazos gruesos sin ningún brillo estético ni clásico. ¿Qué más pudo hacer el pintor academicista, tan criticado y denostado entonces, que mostrar una creación auténtica tan bella y humana a nuestros ojos? Una obra de Arte que procuraba representar el contraste entre lo bello del personaje y el sesgo de un fondo ahora sin relieve ni belleza. Un fondo que presagiaba entonces una deriva más moderna, abstracta o menos clásica. Pero nunca cedería el pintor a las argumentaciones naturalistas que evidenciaban lo grotesco o menos bello en una obra de Arte. Esas motivaciones artísticas naturalistas o realistas en extremo que pretendían mostrar el mundo sin una estética mínima de belleza plástica,  sino tan solo con la cruda, exagerada, transparente o desmadejada forma de ver las cosas. 
 
En la leyenda la ninfa Eco, como todas las ninfas, era una joven de belleza sublime. Tan completa era su belleza que la diosa Hera, esposa del dios Zeus, se adelantaría a cualquier infidelidad que éste tuviese con ella. Así que Hera condenaría a Eco, injustamente, a no poder hablar nunca más a nadie. Sólo podría pronunciar las últimas sílabas de lo que ella oyese. Sin hablar, Eco nunca podría acceder a la seducción, a pesar de la belleza que tuviera o padeciera. El mito es sabio en su sentido y, por tanto, con lo que pudiera ser representado o expresado de él. Qué mejor tema a pintar por Cabanel que el mito de Eco para mostrar ahora el atentado infame del Naturalismo contra el Arte clásico. Porque, ¿es necesario que el objeto de belleza hable o se exprese para ser amado? No, no es necesario. Sin embargo, lo contrario fue lo que sucedería con el Arte clásico, y dejaría con el tiempo de ser amado. ¿Por qué? Porque es preciso ser oído siempre, aunque sea con un eco apenas desmadejado. Y en su extraordinaria obra -casi modernista- Cabanel situaría ahora a la bella Eco sobre unos retazos de pintura desnaturalizada y gruesa sin acordes estéticos que la embellecieran. Y lo hace como un vago eco que fuese incapaz de reproducir la mínima comprensión de un bello sentido transmisible. Pero, con su bella figura representada no sucedería eso. La bella ninfa seguirá representando la esencia de la belleza del Arte, esa por la cual lo creado es un motivo de excelsa y sublime belleza artística, sin otras connotaciones estéticas, ni sociales, sentimentales, políticas o vulgares.

Pero, sin embargo, no prosperaría ese Arte. Fue la primera víctima de una sociedad demasiado contradictoria y caótica. ¿Qué culpa tuvo el Arte de vivir por entonces en un mundo desvencijado por sus contradicciones estéticas o éticas? Porque muy pronto el decadentismo y el modernismo del siglo XIX hicieron lo imposible para acomodar la creatividad con el desarrollo, la sensibilidad con la injusticia, o el artificio con la naturalidad. ¿Se evolucionaría estéticamente así? Es decir, ¿se llegaría a conseguir transmitir Arte de tal modo -progresando, yendo hacia adelante- para satisfacer cosas necesarias en la vida, como placer estético, sosiego interior, comprensión, conocimiento, crítica o formación humanística? ¿Hay alguien que no esté de acuerdo en que todas estas cosas sean necesarias en la vida? Entonces, ¿qué fallaría a finales del siglo XIX para atreverse a saltarse esa necesidad?  Pues la sociedad tan industrial, injusta y atropellada de entonces. Esa misma sociedad que el propio Naturalismo, como estilo artístico, quisiera, sin embargo, denunciar también. Pero con el riesgo entonces de hacerlo tan natural o abstracto o fragmentado como para acabar además con el Arte más sublime. Cabanel al final de su vida haría algo de lo mismo, sólo que él no dejaría de ser fiel a sus principios estéticos más clásicos.

Con su obra Eco denunciaría el pintor francés el terrible conflicto de una sociedad que no tendría ya oídos para alcanzar a entender la mínima sílaba repetida de un sentido artístico tan sublime. El eco no es nada en sí mismo, aunque para llegar a ser algo tenga que salir, necesariamente, de una boca -o de un fenómeno- que emita ahora un sonido creado de antes. Por muchos esfuerzos que se hagan, el sonido acabará siendo dominado con el tiempo por el propio objetivo de su sentido final: terminar la intensidad de su vibración muy rápidamente. Como en el Arte más extraordinario sucediera, el Arte creado todavía en ese momento tan decisivo. Ese momento histórico tan relevante en el Arte como para seguir siendo el mejor artificio que consiguiera, desde muchos siglos antes, llegar a compendiar la vida del ser humano a través del universo más estético.

(Óleo Eco, del pintor academicista francés Alexandre Cabanel, 1874, Museo Metropolitan, Nueva York.)

17 de agosto de 2016

El único deseo que no depara una frustración es aquel cuya fuerza nunca podremos comprobar.



Cuando los dioses representaron el hálito o suspiro divino en su Olimpo, los griegos y su mitología lo encarnaron en la bella y enamorada Psique... ¿Qué es el hálito o suspiro divino? Los filósofos trataron de buscar con ello el sentido de la vida, ese que animaba el estímulo para poder vivir y separarlo entonces de lo inerte, de lo que no poseía movimiento o capacidad de ser o de pensar. Había que distinguirlo no solo de lo inanimado sino de lo animado que no pensaba o no discurría racionalmente. Por eso el término psique fue luego el más apropiado para relacionarlo con la propiedad exclusiva humana de la mente. También de los atributos especiales añadidos al ser humano para ser otra cosa más que un cuerpo físico animado. ¿Qué fue antes en su significado el sentido de pensamiento unido a una mente discurridora, o el sentido de alma y su conexión con lo divino, lo eterno o lo sublime? Al parecer, solo a partir de Platón el alma (psique) comenzaría a ser definida como algo inmaterial. Es decir, que la mitología anterior a este filósofo nunca relacionaría el alma-psique con otra cosa que no fuese un soplo de vida, de toda aquella manifestación que tuviese o alcanzase vida material.

La mitología que atribuyó al alma un sentido literario trascendente fue la romana del siglo II d.C. El escritor romano Apuleyo escribiría su cuento Cupido y Psique y, a partir de ahí, la leyenda configuraría el único sentido que nos ha llegado de ese curioso enlace trascendental.  Este erudito romano uniría la filosofía platónica con la mitología y nos acabaría deleitando con la fábula del amor más misterioso de todos. Porque, ¿qué sentido tiene que el alma trascendente se enamore ahora del dios del amor? Cupido no es un dios providencial ni magnánimo, todo lo contrario, es un dios travieso y erótico, más frívolo que trascendental. Pero había que buscar un sentido mitológico a la teoría del alma de Platón, esa teoría por la cual el ser tendía a alcanzar la mayor contemplación -en su sentido estricto no de ver sino de placer con lo sublime- posible en el ámbito de lo más elevado o de lo más excelso. A eso, a lo más elevado, puro y placentero se le denominaba Belleza por entonces. Aunque no definida o entendida ésta en su concepto material sino espiritual. Por tanto, no podría llegar a desearse sin un motivo ahora muy radical. Y ese motivo tan radical fue el Amor, el motor que llevaría al Alma -Psique- a querer desarrollar todo lo necesario para alcanzar el objetivo final tan deseado por ella. Y ese sentido anhelante y anhelado en la mitología, esa belleza y esa atracción tradicionalmente se había definido y representado por el dios grecorromano Cupido o Eros.

Apuleyo crea una epopeya para ambos personajes míticos: para el ser que busca y anhela, que desea y tiende a la perfección, definido en el mito por el personaje femenino de Psique; también entendido como hálito de vida o soplo vital o energía invisible. Y por otro lado el objeto de ese deseo, la Belleza sublime, que únicamente se alcanza por el ser deseoso al motivarse ahora por Amor. Es un poco confuso todo eso, porque, ¿cómo puede ser al mismo tiempo Cupido un objeto de deseo -Belleza- y a la vez una motivación a ese mismo objeto de deseo -Amor-? Debía haber sido mejor una tríada: el Alma peregrina como sujeto anhelante, Cupido como mediador o enlace o dios del Amor -lo que era en la mitología-, y establecer luego otro tercer personaje para la Belleza, el objeto ahora anhelado imperiosamente. Pero no, eso no funcionaría tan bien como, finalmente, lo hizo la leyenda y el Arte que elaborarían, bellamente, la misteriosa y trascendente mitología del alma conturbada ahora por llegar a conseguir su alta meta. En el Arte se había plasmado el mito con todas las características de la leyenda de Apuleyo, la única leyenda existente sobre Psique en toda la historia. Su sentido de belleza inalcanzable, de alma buscadora, de pérdida, rapto, de muerte y de vida, fueron plasmados y representados en los lienzos de toda la historia del Arte. 

Pero solo un pintor atrapado entre dos tendencias beligerantes -el clasicismo y el romanticismo- llevaría en el año 1808 a realizar una obra sugestiva sobre psique. Pierre Paul Prud´hon (1758-1823) no pudo desarrollarse como un creador libre e inspirado todo lo que él quisiese. Obligado por el momento social y político -revolución francesa e imperio napoleónico-, el pintor francés solo pudo componer apenas dos obras que mereciesen el aprecio de la historia, una de ellas El rapto de Psique. El resto solo fueron obras correctas y clásicas, algo elogiables o satisfechas simplemente. Así que, muy inspirado, compuso en el año 1808 la imagen de un rapto mítico y místico. Uno producido por el dios de los vientos y sus ayudantes para transportar ahora a Psique hacia el mundo donde habita la Belleza más sublime. En esta obra no aparece el dios Cupido por ningún lado y el alma -Psique- está aquí además en trance: ni dormida ni viva del todo. No puede ella morir, sin embargo, porque el alma es inmortal; pero tampoco puede vivir porque el lugar donde ahora habita -el mundo terrenal y material- no tiene ya para ella ningún sentido. Así que el pintor representa ahora la escena del rapto de Psique de un modo muy sublime, donde las cosas mediarán entre lo apagado y lo agarrotado, entre lo que no puede ser y lo que aún puede esperar a llegar a ser. Cupido no está ahí porque él se encuentra en ese lugar divino donde mora la Belleza, imposible de contemplarse en este escenario terrenal donde ahora Psique, sin embargo, se halla.

Por eso, en la imagen de Prud´hon Psique es representada en el contorno de un valle profundo y oscuro. Un lugar en el que ahora ella, entre los brazos de Céfiro -dios de los vientos-, volará hacia lo más alto metafóricamente, hacia un cielo que apenas se vislumbra ahora en el lienzo. Y el autor pintaría el cielo además con nubes grises y oscurecidas. Y pintaría a psique con la pesadez de transportarla hacia arriba sin su propia ayuda física. Se perciben ahí los esfuerzos de Céfiro y de otros diosecillos para poder llevar ahora a Psique hacia la morada donde sí podrá conseguir contemplar la Belleza anhelada por ella. Porque el mito describía claramente los difíciles momentos con los que el alma tendría que lidiar para alcanzar su final objetivo deseado. Sin embargo, el pintor no los compone ahora aquí, no compone nada de esos crueles momentos dramáticos, como tampoco compone el error ni la osadía, ni la compasión, ni la apatía... Elementos estos demasiado humanos para un mito tan trascendente. Aquí el creador francés solo nos ofrecerá una cosa interpretable, la única cosa que cualquier ser atormentado pueda esperar de una mitología como esa: la esperanza de un recorrido motivada ahora tan solo por el propio deseo...  Lo que ayudará a Céfiro, auxiliado por los vientos favorables a ese deseo tan poderoso. A ese deseo que por otro lado, finalmente, llevará a Psique a poder despertarse de ese otro conturbado y paralizante deseo soñoliento tenido antes por ella: el del amor.

(Óleo El rapto de Psique, 1808, Pierre Paul Prud´hon, Museo del Louvre; Cuadro del pintor francés Alphonse Legros, Cupido y Psique, 1867, Tate Gallery, Londres.)

10 de agosto de 2016

Cuando el estado de ánimo confiere su bello sentido por la visión concreta de un recuerdo primitivo.



¿Qué hace que una representación pictórica produzca o no una especial sensación de calma su visionado? Hay algunas evidencias que pueden ayudarnos ahora al observar estas dos obras de uno de los pintores más enigmáticos del barroco francés, Nicolas Poussin (1594-1665). Entre los años 1649 y 1651 compuso el creador francés barroco más clásico sus obras Paisaje con calma y Paisaje con edificios. Es curiosa la denominación de los dos paisajes, porque en ambos hay edificios. Incluso en la titulada Paisaje con calma observamos edificios que también disponen de un carácter acusado para describir así el paisaje, pero, sin embargo, acabaría titulándose éste Paisaje con calma. La inspiración del pintor le llevaría a crear, componer, disponer o realizar de una especial forma las cosas ahora en su lienzo. Esas mismas cosas que, en otros momentos -sin esa inspiración tan genial-, no podría alcanzar a realizar con la mínima excelencia o elogio estético. Y por eso la obra de Poussin -la primera de las imágenes de esta entrada- fue llamada, inevitablemente, Paisaje con calma y no con edificios. Ya habría por entonces -mediados del siglo XVII- una polémica con la Pintura de paisajes. Estrictamente, el paisaje en una obra de Arte es el fondo del cuadro, es el decorado anejo a lo representado como principal, es decir, el entorno emblemático donde los personajes históricos o legendarios trazan, gracias a los pintores, sus vivencias narrativas. Así se hizo siempre en el Arte. También en los casos en que dejara de ser solo un mero decorado, como fuera el caso del colega de Poussin, el también francés Claudio de Lorena, un creador que pintaría los decorados, sin embargo, como si fuesen el sentido más importante de lo narrado y no otra cosa. Pero aquí, en la obra Paisaje con calma del pintor Nicolás Poussin, no hay nada que contar ni nada que narrar, ningún sentido histórico que glosar, ni sagrado ni pagano ni mitológico.

¿Quién se hubiese atrevido a mediados del siglo XVII a llevar a cabo una pintura tan insulsa narrativamente? Porque ahí no se describe ahora nada que perfile un sentido épico consagrado, algo muy necesario por entonces para justificar una representación pictórica barroca de excelencia. Incluso los paisajes con tormentas llevarían motivado el sentido trágico del momento, la venganza de los dioses por ejemplo. Pero, y aquí, ¿qué destacaría especialmente para justificar así una representación estética en un lienzo barroco? Nada. No hay nada relevante que contar o que narrar en este lienzo. El magno edificio principal que vemos ahora resaltar ante el pico kárstico del fondo, no existe en ningún lugar de Francia ni de Europa, es del todo un edificio imaginado por el pintor para su obra. Dada su magnitud y grandiosidad en la obra, era un alarde atrevido situarlo en un lienzo barroco sin hacer referencia a ninguna edificación conocida, histórica, legendaria, épica o poética. Luego están los seres humanos representados, personajes que debían ser conferidos a algún sentido narrativo, histórico o legendario. Pero aquí, en este Paisaje con calma, ninguno de los seres humanos representados hacen mención a ningún hecho legendario o histórico, ni tampoco expresarán un rasgo moral o sagrado, o de ninguna otra clase de clasificación ética, para ser pintados en un lienzo barroco. En primer plano vemos un pastor, un personaje simple y sin carácter o rasgo especial alguno relevante estéticamente. En planos posteriores vemos también dos jinetes a caballo, y, algo más atrás, otro pastor desdibujado. No existe ningún personaje que simbolice ni represente cosa alguna que deba hacer referencia a algún sentido estético preciso. Es decir, a alguna virtud o a algún simbolismo épico o filosófico digno de representarse. En fin, a alguna cosa que nos permita contar o describir narrativamente algo relevante y que tenga algún sentido contarlo.

Sin embargo, en la obra de Nicolas Poussin Paisaje con calma hay expresado algo especial que justificaría un lienzo tan bello como este. Para ver esto debemos entender ahora algo que, inconscientemente, los seres humanos llevamos inmersos en nuestro cerebro primitivo desde los tiempos del homo sapiens. Hay un momento temporal del día en el que el color de la tierra, producido gracias al reflejo de los rayos inclinados del sol y al mismo color del sol y su efecto de luz, producirá una sensación sedante en nuestro estado de ánimo ahora acongojado. Pero, no bastará solo eso en un lienzo artístico para poder producirlo. Debe haber representado además un escenario principal comprendido entre una elevación y un valle, es decir, un lugar que enmarque así un espacio acorde ahora para serenar, con esa misma luz de antes, el ánimo adecuado para poder percibirlo. Hay que añadir también, gracias a la evolución cultural llevada a cabo por la civilización, una especial sensación visual motivada ahora por el contraste sugestivo entre un paisaje natural y un paisaje artificial, inspirado éste aquí por la grandiosa construcción elevada tan equilibrada como poderosa. Por último, es fundamental incluir el necesario y vital elemento acuático, uno donde las aguas serenas de, por ejemplo, un estanque reflejen ahora algunos de los elementos representativos del lienzo, como los árboles o las propias creaciones edificadas por el hombre, configurando así con todo ello una obra emotiva y poéticamente necesaria. Y todo esto en un entorno donde ahora la vida relucirá sin fragmentarse, sin distraerse o sin dispersarse con otra cosa que con armonía, sosiego y calma. Y es así como el paisaje de Poussin subtitulado con calma representa el más extraordinario sentido estético para expresar, sin embargo, una narración moral, psicológica, antropológica o filosófica maravillosa. 

Es imposible mirar esta representación pictórica y no sentir la calma que el autor quiso reproducir en ella. Es una sensación estética muy especial la representada en este paisaje, algo que el creador francés supo componer así para llevar su representación artística al recuerdo más profundo o primitivo de nuestra especie humana. Porque es algo físico más que espiritual lo que se presiente, sin embargo; es esa forma en la que un escenario natural representado nos lleva ahora a ese lugar físico agradable, sereno, vivificador y nostálgico de antes; ese espacio utópico recordado ya así por el inconsciente colectivo de los humanos y evolucionado luego por el hombre y su cultura. Recordado físicamente y justificado emocional y culturalmente luego así, porque el placer visual sensitivo conllevaría un placer psicológico y existencial extraordinario. No sucederá exactamente lo mismo con el otro paisaje de Poussin, el titulado Paisaje con edificios. Esta otra obra barroca se encuentra en el Museo del Prado, fue adquirida por el rey español Felipe V en el año 1722 y llevada al Palacio de la Granja de San Ildefonso en Segovia. El paisaje en esta obra es lo principal del sentido estético del lienzo, pero, a cambio del anterior, los personajes ahora expresarán cosas relevantes -narrativas culturalmente- que lo diferenciarán claramente de la otra obra anterior de paisaje. No hay certeza, pero de los tres personajes en primer plano uno puede ser el filósofo Diógenes el cínico. Esto matiza el sentido de la obra con un rasgo narrativo, a pesar de haber sido titulada, simplemente, Paisajes con edificios. Pero, analicemos aquí aquellos elementos que condicionaban el ánimo antes.

Existe aquí también un fondo montañoso y elevado, pero está demasiado alejado del valle como para establecer aquel efecto requerido de antes. Existe también un cielo celeste y poéticamente nuboso, pero no reflejará ahora la luz del atardecer como antes, no es esta luz la inclinada de antes. Debe ser una luz matutina, por lo tanto poco inclinada o poco focalizada como antes. Los edificios son más variados que antes, pero aquí no existe ahora ninguno grandioso que pueda contrastar así con el paisaje. Luego, el agua de su estanque no es lo suficientemente grande ni éste está especialmente centrado como para sosegar, ahora, con sus aguas ningún espíritu ya necesitado de calma. Por último, algunos troncos de árboles aparecen ahora cortados en el suelo, fragmentados o heridos alejando así el motivo de una posible calma con su alterada ruptura. El colorido es muy diferente en este lienzo además, es más terroso, es otoñal ahora y menos brillante, distinto del otro por completo a causa del desequilibrio de colores entre el cielo y la tierra, ya que antes éstos eran mucho más sosegados o calmantes. Todo esto hace a este otro paisaje de Poussin un mero y vulgar paisaje irrelevante, menos justificado o menos bello y, por supuesto, mucho menos sosegado e inspirado que el de antes.

(Óleo Paisaje con calma, 1651, del pintor barroco Nicolas Poussin, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU; Lienzo de Poussin, Paisaje con edificios, 1651, Museo del Prado, Madrid.)

1 de agosto de 2016

La comparativa más imposible: dos obras maestras de dos grandes artistas, Tiziano y Rubens.



Cuando en septiembre del año 1628 Rubens viajase a España por segunda vez desde 1603, para informar ahora al rey Felipe IV de un tratado de paz con Inglaterra -Rubens fue diplomático además de pintor-, se hospedaría en el antiguo Palacio Real madrileño, desaparecido por el fuego un siglo después. Allí conoce a Velázquez y contribuirá éste a orientarle artísticamente, pero, también compuso algunas obras de Arte en la corte española por entonces, retratos de algunos aristócratas hispanos como el marqués de Leganés y otros cortesanos personajes. Sin embargo, algo atraería extraordinariamente el deseo artístico del gran creador flamenco. En España se encontraba una de las mejores colecciones de pintura de Tiziano y todas esas obras estaban en el Alcázar real madrileño. La tentación fue irresistible, así que Rubens copiaría casi todas las obras que la corte española disponía del pintor veneciano. Pero no las copiaría todas con rigurosidad fidedigna. De una de ellas, Adán y Eva, pintada por el pintor veneciano en el año 1550, Rubens llegaría en el año 1629 -casi un siglo después de pintarla el maestro renacentista- a realizar una pintura que ahora nos suponen dos aspectos artísticos en una sola realización pictórica: componer una maravillosa versión de la caída del hombre pintada por Tiziano y otra cosa más: ofrecernos la posibilidad de comparar dos obras maestras de la historia. Poder distinguir así las vestiduras estilísticas, compositivas, emotivas, narrativas, estéticas o creativas de dos de los genios más importantes del Arte universal.

De otras obras de Tiziano tuvo el pintor flamenco mayor fidelidad al original, pero de la obra Adán y Eva del año 1629 Rubens hace una recreación muy personal. Es decir, compone lo mismo que el pintor veneciano, pero lo hace ahora de otra forma: añadiendo cosas y obteniendo algo diferente de lo mismo. Se atrevió Rubens a incorporar elementos distintos a los incluidos por Tiziano, lo que llevará a una genial y odiosa comparación artística. Es de pensar que la madurez del artista flamenco, su sabiduría de años, le llevaría a realizar su obra sin ningún pudor ni duda. Es decir, atreverse a hacer una copia de una obra maestra de Tiziano donde copiaría el mismo tema, la misma composición, gran parte de la posición, inclinación, paisaje, formas y gestos de los personajes, pero, a cambio, introduciría, variaría, incorporaría, añadiría y esbozaría Rubens algunas otras cosas relevantes estéticamente, como para determinar ahora los matices distintos de dos geniales formas de crear y entender el Arte. Abriría con ello Rubens la caja de pandora de la creación artística y, al mismo tiempo, a quien quiera y sepa verlo, desataría los truenos y rayos de la comparación artística más sublime.

¿A qué gran creador se le hubiese ocurrido hacer lo mismo que otro gran creador hiciera un siglo antes? Rubens lo hizo variando aspectos esenciales que evidenciaban un especial sentido artístico muy magistral. Ese sentido distinto de expresar ahora la más conseguida composición de una misma -una anterior y otra posterior copiada- obra maestra en el Arte. Hacer las cosas con posterioridad dará ventajas, porque sabemos lo que se hizo antes y cómo, y mejoraremos así -¿lo mejoramos realmente?- el sentido de lo que se pueda representar de algo que se representó antes. Porque la obsesión de Rubens con Tiziano debió haber sido casi patológica. Tuvo el pintor barroco que buscar su sentido y estilo propio en su obra para justificarla como la más conseguida obra de Arte. Y la verdad es que lo consiguió. La obra de Rubens es genial frente a la otra. Y aunque el manierismo renacentista de Tiziano nos subyugue siempre, nada puede igualar en su obra la grandeza de una realidad mucho más cercana a lo humano o emocional que alcanzará, sin embargo, la obra maestra de Rubens. Es decir, que nos sirve la comparación para comprender más el Arte y no tanto para valorar una u otra obra maestra. La obra de Tiziano es de una belleza sin igual, es una maravillosa composición renacentista llena de equilibrio, estilización y sutileza artísticas. Pero el lienzo barroco de Rubens nos llevará a un universo muchísimo más armonioso con lo emotivo. La credibilidad del personaje retratado de Adán, su conjunción con Eva desde un sentido ético y estético, en el caso de Rubens está mucho más alcanzada frente a la obra maestra de Tiziano.

Hasta el creador flamenco evita cubrir parte del cuerpo desnudo del primer hombre bíblico, cosa que el veneciano equilibraría -ocultaría- junto con Eva en un recurso habitual en el Renacimiento. El Barroco mantuvo ese recurso en menos casos, aunque aquí -que en otros casos Rubens no hace- sí cubre a Eva el lienzo barroco su anatomía erótica más delicada. Está claro que fue la posición de Adán la que obligaría a cubrir su sexo en Tiziano. Al inclinar o girar más con respecto al plano el perfil de Adán hacia Eva, permitió a Rubens ocultar con Arte lo tapado antes en Tiziano con hojas añadidas. ¿Fue ese realmente el motivo, ocultar el sexo? No lo creo. El pintarlo Rubens más sesgado hizo inútil ocultar nada. Porque la intención debía ser otra: componer una figura masculina enfrentada a Eva de un modo diferente a como lo hiciera Tiziano y su Renacimiento aséptico: en Rubens el gesto de Adán es más sentimental que temeroso. La sublimidad de Tiziano consiguió otra cosa: ser fiel al sentido críptico y aséptico del Génesis bíblico. Porque Adán en Tiziano está algo más alejado de Eva, no hay amor ahí, hay más bien coincidencia genética o coparticipación inevitable de dos seres contingentes en una crítica situación sobrevenida. En Rubens, sin embargo, Adán trata de avisar o evitar con ternura y compasión la decidida acción turbadora de Eva. Por eso está Adán más cercano a Eva en Rubens. En Tiziano Adán mira la manzana, en Rubens la mira a ella. Su gesto está en Rubens más identificado con Eva, es más conciliador o más contemporizador sentimentalmente con el deseo inequívoco de Eva, mucho más que el expresado en la obra de Tiziano.  

Porque la figura de Eva no varía formalmente en ninguna de las dos creaciones. Su posición, su gesto, su inclinación, su semblante y su acción es la misma en ambas obras. Sólo la textura y el color del barroco hace a Eva más propia del estilo de Rubens, pero nada más. El resto de Eva es igual en los dos lienzos. El paisaje dispone de una característica estilística que representa la tendencia de cada período artístico. Por ejemplo, el árbol donde Eva toma la manzana prohibida: en el caso de Tiziano su tronco es más vertical, más recto y propio de la tendencia artística renacentista; en el caso de Rubens hay una ligera inclinación, un sesgo más usual de la tendencia barroca curvilínea. La incorporación del papagayo encarnado determinará un cariz esperanzador -más desenfadado- del mensaje tenebroso y definitivo que supone la terrible caída del hombre. Rubens era un ser humano mucho más vitalista, optimista y dichoso que Tiziano, gracias entre otras cosas a su afortunada vida y a su temperamento. En fin, miremos bien las dos representaciones maestras, dediquemos el tiempo que sea preciso. Definitivamente, la obra de Rubens acabará conquistando el sentido más sublime del Arte con su emoción más humana. Lo que el Arte debe transmitirnos, además de belleza o equilibrio estilístico: que los elementos representados sean capaces de comunicarnos algo con emoción. Es de suponer que al pintar Rubens su obra no en su taller sino frente a la pintura expuesta en el Palacio Real, fue una obra realizada solo por Rubens, sin ayuda de ningún colaborador suyo. Es por eso que conseguiría exponer el pintor flamenco su pasión más subjetiva en cada trazo de su emotiva y genial obra barroca.

(Óleo del pintor del Renacimiento manierista Tiziano, Adán y Eva, 1550, Museo del Prado; Óleo del pintor barroco Rubens, Adán y Eva (copia de Tiziano), 1629, Museo del Prado, Madrid.)

28 de julio de 2016

La alegoría encubierta de una emoción efímera descubre ahora una belleza dormida.



El crítico francés de la Ilustración Denis Diderot le dijo al pintor de este cuadro: Amigo mío está usted lleno de gracia, pinta y dibuja bien pero no tiene imaginación ni espíritu; usted sabe estudiar maravillosamente la naturaleza pero desconoce el corazón humano. Sin embargo, Louis Jean Francois Lagrenée (1724-1805) fue uno de los pintores más famosos de su tiempo, en su época supo distinguirse de un Rococó demasiado monótono para llegar a rozar un Neoclasicismo impregnado tanto de los antiguos maestros italianos como de sus antecesores franceses. Pero, efectivamente, no conseguiría el pintor alcanzar la gloria en el Arte. En el año 1770 se decide Lagrenée por crear un pequeño lienzo al que titularía Marte y Venus, Alegoría sobre la paz. El dios Marte representaba la fuerza desestabilizadora, la agresión más violenta y la manifestación más terrible de la guerra. Venus era la diosa de la Belleza, representaba justo todo lo contrario a Marte: el equilibrio más estable, el sosiego más embriagador o la satisfacción más placentera. Ambos dioses, sin embargo, se llegaron a amar una vez. La mitología es aquí dudosa, porque, ¿fue un amor adúltero o legítimo? Pero no es eso ahora lo importante aquí para el Arte. En el Arte fueron ambos representados tanto por su atracción como por su oposición. Y en su obra neoclásica el creador francés compuso su idea estética de lo que una alegoría sobre la paz debiera ser con ellos.

¿Por qué una alegoría sobre la paz con dos amantes tan opuestos? Ya se había representado por otros pintores la capacidad de Venus de calmar la fuerza arrasadora de Marte, la sutileza de la belleza por frenar el ímpetu más demoledor del impulso violento más fiero. Y el pintor francés diseñaría su pequeño universo pictórico galante para componer ahora una escena alegórica sobre la paz. Aparecen los dos dioses juntos luego de haber consumado su pasión. Ahora Venus está dormida y las armas de Marte tiradas en el suelo. También pintaría dos palomas blancas como símbolos de su dedicación a la paz. ¿Qué otra cosa si no puede representar esa escena galante y plácida? Porque la paz estará totalmente brillando por doquier mientras Marte siga seducido por la visión de la Belleza. Y es en este mismo momento, el que dura la visión de la Belleza tranquila y dominada, cuando el pintor fijará su escena pictórica con una representación matizada ahora por una atmósfera dura y dramática.

El creador encuadra la imagen con una cortina verde apartada ahora por la mano poderosa de Marte. Quiere mostrarnos así la maravillosa visión de una Venus dormida. Quiere hacernos partícipes de esa visión y a la vez nos ofrece el pintor otra cosa muy opuesta: la oscuridad más tenebrosa justo detrás de un Marte maravillado ahora por la belleza. La obra pictórica nos descubre así solo un pequeño instante de belleza, uno que durará menos de lo que una visión pueda mantenerse de un deseo. Porque luego el dios Marte pronto volverá a colocarse su armadura guerrera, se cubrirá su cabeza y acabará tomando la espada para proseguir con su lucha. Esa oscuridad del fondo es aquí la simbología más sutil para comprender la efímera sensación de una alegoría semejante. Porque no es que no desee el dios quedarse subyugado para siempre de algo que ahora mira admirado. No es que las palomas no deseen anidar por siempre en el casco del guerrero. No es que la diosa no confíe tampoco en la dulzura del presagio placentero que siente ahora mientras duerme. No, es que el pintor francés, aquel que enjuiciaran una vez como exento de conocimiento, quiso entonces describir bellamente pero sin angustiar, desembridar, incomodar ni desesperanzar mucho, la fragilidad más inevitable que encierra la tan oscura, enigmática y misteriosa naturaleza del deseo.

(Óleo Marte y Venus, alegoría sobre la paz, 1770, del pintor Louis-Jean-Francois Lagrenée, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)

20 de julio de 2016

Una representación universal de la humanidad en un solo lienzo: la madonna sixtina.



Llegar a entender una representación pictórica no es infalible nunca. Pero, ¿qué es infalible en el Arte? La grandiosidad de los pintores del Renacimiento o del Barroco ha sido sublime en la historia. Todo lo demás -las otras tendencias posteriores- es algo artísticamente más manipulador, menos sublime, aunque hayan sido perfectas casi. ¿Qué nos dice realmente algo representado en un lienzo cuando lo vemos? Eso que nos dice al pronto, y no otra cosa, debe acercarse mejor a la verdad de lo representado, a la sublimidad de lo humano. ¿Qué es la sublimidad en este caso? Es lo que, representando materialmente algo, llegará a significar luego otra cosa sin necesidad de traducir los elementos propios -rasgos físicos racionales- de su representación primaria. Es decir, cuando lo que vemos no es lo que parece sino otra cosa diferente, una idea más reducida, más bella e incomprensible. Otra cosa, una que, poco a poco, llegará a la excelencia más artística de lo representado, a la cumbre de lo que está más allá de lo aparentemente bello, de lo simplemente estético, para llegar a alcanzar lo más esencial, lo único, lo universal, lo eterno. 

La Madonna Sixtina, el sagrado cuadro del pintor del Renacimiento Rafael Sanzio, es un ejemplo de sublimidad artística. Pero aquí lo sublime nos llegará solo si nuestros receptores humanos se alinean ahora en lo sublime, es decir, si los ojos de nuestro interior se subliman también además, por así decir, ante lo que ahora miran. Para esto hay que romper moldes mentales anteriores y desprenderse de todos los prejuicios, alcanzando incluso una ataraxia mental, una extraña sensación que nos llevará a mirar -como si fuera por primera vez- ahora sin connotaciones ni ideas preconcebidas de ninguna clase. Hagamos una prueba de eso con este magnífico lienzo clásico. Primeramente, nuestro sentido visual nos distingue en la obra cuatro escenarios individuales posibles, cuatro representaciones diferenciadas en la misma obra. La madre y su pequeño hijo por un lado. ¿Qué vemos en ellos metafóricamente? Representan el concepto más elevado en la obra, por tanto, podemos ver en ellos ahora sabiduría, conocimiento, profundidad esencial del sentido global de todo lo relacionado estéticamente. Ellos dos nos miran a nosotros fijamente con conmiseración y empatía, ellos saben del dolor humano, de la soledad, de la provisionalidad de la vida, de la pasión sufrida, de la crueldad, del abatimiento, del desgarramiento más humano.

Luego está la figura vertical de la izquierda, un ser humano mortal aquí representado como cualquier otro -aunque su figura sea la del papa Sixto II-, un personaje envejecido, identificado ahora con todos nosotros -señala su dedo hacia el espectador-, relacionado aquí con todas las miserias humanas de la vida, llenas de poca belleza, con lo terrenal o más práctico de la vida. Tiene unos rasgos humanos poco atractivos y su representación está relacionada con lo pasajero de la vida. Dispone su figura de un gesto nada garboso y se asocia además con toda la materia inerte y corruptible del mundo. En el otro extremo del cuadro se sitúa justo la representación de lo contrario, otra figura humana pero ahora elegante y bella, con toda su juventud esplendorosa expresada -es la joven, excelsa y hermosa figura de santa Bárbara-, con un ademán armonioso, con el aspecto elogioso de una belleza humana sublime. Su rostro está bendecido de equilibrio y armonía, con el ángulo representado más exquisito de su cara y de sus ojos entreabiertos. Por último, en el escenario inferior de la obra, se representan dos ángeles pequeños indolentes, dos niños celestiales que realmente representan ahora a toda la humanidad. Expresan ellos en la obra la inocencia y la ignorancia. Representan la incapacidad infantil humana de ver las cosas más allá de una lúdica o divertida forma de entender la vida: sin aristas, sin complejos, absolutamente inconsciente.

En esta obra de Arte la genialidad de Rafael Sanzio es difícil de evaluar en toda su magnitud estética, como en muchas obras suyas, porque no es solo armonía o belleza lo que pinta ufano. Pero en este lienzo tan sublime llegará el pintor italiano a describir, más que ningún otro pintor en la historia, de forma sublime la humanidad tan desarticulada y vulnerable, tan excelsa y tan miserable, tan divina y tan humana, tan eterna y tan perecedera. El universo humano que representa la obra se enmarca ahora a través de la material cortina verde, abierta así para ver el sentido más sagrado del mundo a la vez que el menos sagrado de lo humano. La sublimidad de Rafael fue precisamente esa: hacer que lo menos sagrado -lo banalmente humano- no lo parezca tanto o nada. Pero, sin embargo, está ahí representado. Lo saben los personajes más sagrados en la obra -la Virgen y el Niño dios- porque la mirada de ambos es la más inquieta de todas. En esa mirada observaremos la sutil empatía que lo sagrado -también lo artístico o el Arte en definitiva- dispensará a lo desolado, a lo envilecido, a lo más terrible del mundo y sus cosas.

El Renacimiento del pintor Rafael es imprescindible para poder componer lo sublime. Pero, no bastaría. Por eso el creador más humano y sagrado de los más geniales renacentistas se acercaría aquí, sutilmente, hacia una deriva barroca, hacia esta otra tendencia artística mucho más comprensiva con la humanidad frágil y vulnerable. Pero entonces no se sospecharía que una tendencia así, tan generosa con lo humano, pudiera existir alguna vez. ¡Porque estamos aún en el año 1514! Nada de eso se podía suponer todavía bajo las grandiosidades de un lienzo renacentista. Pero aquí Rafael se acerca, antes que nadie, a la sublimidad compasiva del Barroco, aunque sin dejar las maravillosas insinuaciones renacentistas tan clásicas. ¿Qué nos están diciendo las miradas de esos dos pequeños ángeles tan terrenales? ¿Qué hacen ahí abajo, tan cerca de la Tierra? Pues, representar divinamente lo más terrenal. Porque ellos -los pequeños ángeles ensimismados- expresan ahora aquí la duda, la idea premeditada, la imaginación, el deseo, la molicie, el desatino, la inconsciencia o la avaricia más humanas. Pero, sin embargo, ellos no lo saben aún... ¿Qué se esfuerza ahora el maduro y errático Sixto en decirnos ahí? Porque él representa la apelación, el desasosiego, el paso de la vida perecedera, la tentación, el arrepentimiento, lo más humano y material de la vida. Él es también la confusión, la profusa confusión desasistida del ser humano. Hasta el pintor parece que, en su mano dirigida hacia nosotros, le pintase seis dedos, aunque eso solo sea una vaga impresión plástica visual muy confusa.

De la exquisita y bella figura de santa Bárbara, ¿qué nos dice esta representación?, ¿qué nos dice su bella figura estilizada? Ella representa el lado más amable de la vida, el aspecto más encantador y más bello de la vida. Su belleza -el pintor se inspiró en una de las más bellas mujeres romanas, en Julia Orsini- es extraordinaria. Porque no es nada sagrada su belleza, como sí lo es, a cambio, la belleza de la virgen María representada. Santa Bárbara nos transmitirá aquí todo lo bueno, bello, querido o bendecido por una Naturaleza agradecida, equilibrada y armoniosa. Su gesto es un ejemplo magnífico de escorzo -inclinación de su cuerpo-, perfectamente conseguido en el lienzo, algo que tan sólo sus facciones hermosas puedan, acaso, competir ahora con tamaña armonía estética. Su perfil es mucho más humano que sagrado. Ella es la otra parte de la vida -la enfrentada a la vejez, a lo inarmónico o a lo perecedero-, esa parte de la vida que veremos ahora con el deseo de identificar belleza con humanidad, armonía con solemnidad o esperanza con ternura. En esta obra maestra está el universo de la mejor representación de la humanidad a través de los ojos de la divinidad... ¿Qué nos quedará a nosotros luego de mirar esta obra? La mera certeza de que el mundo encierra tal vez algo más de lo que vemos. Que todo formará parte de la vida: de sus inicios inocentes, de sus momentos gloriosos, de su belleza, de sus difíciles y oscuros tiempos de explicación o deterioro. De todo lo que somos, de lo humano que somos, de lo que podamos llegar a ser también además... De la terrenalidad más sensual y más asombrosa o de la divinidad misteriosa más trascendente y sublime.

(Óleo y detalles de La Madonna Sixtina, 1514, del pintor del Renacimiento Rafael Sanzio, Galería de Pinturas de Maestros Antiguos, Dresde, Alemania.)