20 de agosto de 2014

Arte español desconocido o diversas maneras de plasmar las manos en un lienzo.



Fue un periodo histórico convulso y especial el Renacimiento, porque además la historia tiene fronteras entre sus épocas de importancia, unos pasos históricos relevantes entre tiempos diferentes. Y el paso histórico-social-artístico llamado Renacimiento fue uno de ellos. Grandes pasos históricos lo fueron la caída de Roma (en el siglo V), la revolución francesa (siglo XVIII) o el desmembramiento de los imperios europeos (siglo XX). Pero el Renacimiento no lo fue menos porque representó el paso del medievo a la edad moderna. Cuando el Renacimiento impulsara un nuevo espíritu en el mundo -algo como jamás había llegado a suceder y nunca más volvería a repetirse- todo cambiaría en la historia por entonces, en Europa y en el resto del mundo. A la caída de Constantinopla en el año 1453 a manos de un nuevo poder turco en Oriente, se uniría además el descubrimiento de nuevas rutas marítimas y del propio continente americano. A la revolucionaria imprenta -lo más significativo hasta el advenimiento de internet- se unió también el fortalecimiento de los estados y un ordenamiento jurídico más centralizado frente al poder paternal y feudal medieval de antes. 

De pronto las cosas  cambiaron bruscamente. Ya no se volvería a vivir -desde el Renacimiento- mirando hacia el interior o elevando los templos sagrados alargando y dirigiendo sus altos campanarios hacia un cielo misterioso y lejano. El Gótico había acabado para siempre. Ahora las fronteras se habían ensanchado, los arcos arquitectónicos se habían ensanchado, las torres se habían ensanchado, los palacios se habían ensanchado y el mundo se había ensanchado. Cuando en el año 1881 el pintor malagueño José Moreno Carbonero (1860-1942) presentó su obra de Arte El príncipe Don Carlos de Viana, la crítica se sorprendería al ver una representación histórica tan peculiar para entonces, una composición tan poco habitual para esos años decimonónicos. Las creaciones históricas en el Arte siempre comprendían varios personajes retratados juntos, es decir, un conjunto de figuras históricas que representaban y relataban algún acontecimiento importante o alguna gesta heroica y emotiva. Pero en este lienzo de la escuela española del siglo XIX el pintor Moreno Carbonero fijaría en su obra un único personaje solitario.

La Corona de Aragón había conquistado medio mundo a través del Mediterráneo. Sus reyes habían avanzado hacia el este de sus fronteras dejando el occidente a su vecina corona de Castilla. Así llegaría Aragón a ser dueña del sur de Italia, de Cerdeña, de Córcega, de Sicilia, de parte de Grecia y de algunos enclaves en el Levante mediterráneo hasta llegar a disponer de algunas zonas aledañas al mar Negro. Pero a comienzos del siglo XV su dinastía aragonesa de siglos quedaría extinta de herederos directos. Así que cuando el rey aragonés Martín I (1356-1410) falleciera sin descendencia los poderes feudales del momento, muy arraigados y poderosos en Aragón -mucho más que en Castilla-, tuvieron que sentarse a decidir quién sería ahora el nuevo rey que ellos dejarían reinar en la Corona de Aragón. En la pequeña población aragonesa de Caspe se decidió que lo fuera el infante Fernando de Castilla, un hijo de la hija de uno de los grandes reyes de Aragón -algo que ayudaría luego a la unión de ambos reinos peninsulares en España-, el rey aragonés Pedro IV. 

Fernando I de Aragón (1380-1416) tuvo dos hijos varones, Alfonso y Juan. El primero acabaría siendo el rey Alfonso V de Aragón y el segundo se casaría con una infanta del reino de Navarra con la cual tuvo un hijo, Carlos de Viana. Blanca heredaría el trono navarro y Juan terminaría siendo rey consorte de Navarra. Pero Juan -el futuro rey aragonés Juan II- no quiso dejar su reino navarro a nadie y desheredaría en el año 1451 a su propio hijo Carlos, lo cual crearía una rebelión de los nobles de Cataluña, afines sus intereses feudales con los propios del desheredado. Este se marcha abatido a Nápoles con su tío Alfonso V -entonces la corte aragonesa tenía su sede en Nápoles- y allí, abandonado, triste y solitario, se dejaría Carlos de Viana llevar por los recuerdos, los libros medievales de caballerías y los sueños de conquistas y ambiciones de antaño. De ese modo, en su pequeña estancia medieval, sentado en su viejo sillar gótico propio de los tiempos de su abuelo, rodeado de libros que le acompañaban en su silencio, es como el pintor Moreno Carbonero pintaría al malogrado príncipe navarro. Un hecho artístico no realizado antes así, un alarde de creatividad que llevaba a destacar ahora la despiadada y abandonada soledad del personaje. Pero no sólo su soledad, también el final de una época y un tiempo que terminaría por sucumbir frente al poderoso impulso del Renacimiento y sus nuevos estados que acabarían desmantelando el anacrónico e injusto poder feudal que representaba el nostálgico Carlos de Viana.

Aquí selecciono cinco obras de cinco pintores españoles poco conocidos. Todas ellas con las manos de sus figuras representadas de un modo particular. Por ejemplo las manos entregadas, como las de la Piedad del pintor manierista Luis de Morales (1509-1586); las manos separadas, como las de Carlos de Viana del pintor Moreno Carbonero; la mano solitaria, como la de la Magdalena penitente de Juan Carreño de Miranda (1614-1685); las manos entrecruzadas, como las pintadas por el pintor Vicente Palmaroli (1834-1896); o las manos ocupadas, como las de las figuras del sorprendente lienzo compuesto por Luis Jiménez Aranda (1845-1928). Es de destacar en todos ellos el maravilloso color y el gran realismo conseguido así como la emoción que son capaces de transmitirnos. Desde una novedosa creación para entonces, Modelo en el estudio del pintor, del año 1881, donde Palmaroli consigue reflejar tanto su admiración por el arte oriental -en los originales estampados de la pared-  como la extraordinaria concentración de la modelo componiendo una mirada que fija el creador genialmente, creando además así el pintor una obra dentro de su obra. Y la maravillosa composición del renacentista Luis de Morales, un pintor manierista español tan solo superado en el siglo XVI por El Greco, obra que nos asombra y emociona a la vez, ¿existe una más tierna representación de una Piedad en un lienzo artístico? 

Con su obra Magdalena penitente el pintor Juan Carreño consigue dos cosas especialmente: infinitud y cercanía, es decir, mundo celestial y mundo terrenal, ambas cosas sintetizadas en ese curioso sagrado personaje femenino del evangelio. Por último el sorprendente cuadro de Luis Jiménez Aranda, En el estudio del pintor, del año 1882. Todo está ahí: el Arte representando al Arte pero también el mundo que había cambiado por completo en la era de la Ilustración. En el decorado ilustrado de un pintor de aquel siglo -el siglo de la razón, de la revolución y del avance- el artista trata de inspirarse frente a una modelo diferente y caprichosa. Ella está tumbada como antaño -como en las obras de las musas y diosas renacentistas-, pero ahora está con una actitud desenfadada e inquieta, impropio de la postura y del gesto característico en una modelo clásica. Un gesto ahora que, con su figura escorzada, realiza de ella el pintor en una muy curiosa y sorprendente pose para esos años. Pero, sin embargo, la dejarán a ella libre ahora ahí para tocar así su pandereta, la dejarán a ella posar así de libre ahora, a su manera, sin ningún pudor. Y el pintor es aquí el mago artista o el artífice novedoso que reflejaría así los inevitables y avanzados cambios sociales del siglo XVIII, de aquella nueva forma de vida que viniera a quedarse para siempre.

(Óleo El príncipe Carlos de Viana, 1881, del pintor José Moreno Carbonero, Museo del Prado, Madrid; Óleo Modelo en el estudio del pintor, 1880, de Vicente Palmaroli, Museo del Prado; Óleo Magdalena penitente, 1654, Juan Carreño de Miranda, Museo de Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Óleo En el estudio del pintor, 1882, de Luis Jiménez Aranda, Museo del Prado; Óleo La Piedad, Luis de Morales, 1560, Museo de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)

7 de agosto de 2014

La mayor humillación consiste en provocarla, la menor en ser fiel a lo que piensas.



Cuando la época napoleónica terminase en España los reaccionarios, afines al rey Fernando VII, impusieron sus antiguos privilegios frente a la nueva tendencia liberalizadora que la guerra y ocupación francesa habían motivado. Los liberales españoles pronto comprendieron que nada tendrían que hacer con un régimen que desoía las demandas sociales de su pueblo. Luego de la corta revolución liberal de 1820 a 1823, España entraría en una represión y retroceso que país europeo hubiese por entonces padecido. De modo que muchos liberales españoles tuvieron que expatriarse en una de las grandes emigraciones que tuviese España en su historia. Uno de aquellos emigrantes lo fue el escritor toledano Juan Antonio Hermógenes Calderón (1791-1854). Ingresado en un convento desde niño, aceptaría la reclusión religiosa buscando más una cultura prominente que una ferviente religiosidad. Llegaría luego a convertirse en Francia en un filósofo y filólogo reconocido.

La guerra de ocupación francesa del año 1808 lleva a Hermógenes Calderón a luchar por la liberación de su nación ocupada. Pero arraigado en la tradición liberal, defendería después de la guerra sus creencias progresistas -fuera ya del convento- con los escritos que su pluma ácida y avanzada pudiese realizar. Después del trienio liberal Hermógenes Calderón cruza la frontera y llega a Francia en el año 1823. Apartado de su fe católica acaba convirtiéndose a la fe protestante evangélica y se casa con una francesa, dedicándose entonces a publicar sus estudios filológicos en Francia. En este país nace su hijo Philip Hermógenes Calderón, un pintor que, con los años, terminaría haciéndose británico y afín a las tendencias artísticas de la fértil época victoriana. Como creador pictórico combina el clasicismo con narraciones históricas o legendarias cargadas de emoción romántica, algo que a finales del siglo XIX atrae a un público ilustrado y seducido por la belleza. 

Isabel de Turingia (1207-1231) era la segunda hija del rey Andrés II de Hungría y Croacia y desde pequeña mantuvo una delicada, sensible y extraordinaria personalidad. Como hija de rey que era, debía contraer matrimonio con un vasallo de gran importancia y nobleza para su reino, así que se compromete entonces con el conde de Turingia Luis de Hesse. Su matrimonio la llevaría desde sus catorce años a vivir una vida feliz llena de dulzura y confianza personal. Pero en la primavera del año 1226 irrumpe una plaga de peste terrible en la ciudad alemana de Turingia. En ese momento el conde estaba fuera de viaje y ella tomaría entonces las riendas del condado, ofreciendo así su ayuda a los más necesitados de su feudo. Construye incluso un pequeño hospital y acabaría atendiendo a los enfermos con su precoz -solo diecinueve años- actitud ante los dramas humanos sufridos por su pueblo. Un año después Luis de Turingia -Luis de Hesse- se marcharía a la Sexta cruzada en Tierra Santa (1228-1229), donde fallecería de peste en el sur de Italia antes de poder embarcar a Palestina. 

Quedaría entonces Isabel desamparada por completo después de haber nacido incluso su única hija Gertrudis. Esta niña fue entregada a un convento al tener que hacer frente Isabel a las intrigas oportunistas de los poderosos de su feudo. Controversias que, por su bondad, no pudo soportar ya su espíritu tan entregado y sensible. Finalmente decide Isabel tomar el camino religioso a los veintiún años hasta los veinticuatro años en que, enferma, muere agotada. Antes de eso el noble y clérigo alemán Conrado de Marburgo había sido su guía espiritual y ella se acabaría convenciendo de que no podía su vida ir por otro camino que el de la entrega a los demás -algo que sólo podría hacer la alta nobleza ingresando en una orden religiosa-, terminando por acceder a la prestigiosa -por caritativa y entregada- reciente orden franciscana. Pero el inflexible Conrado -acabaría llegando incluso a ser inquisidor alemán- no creía que Isabel de Hungría pudiese dejar las alhajas, la alta cuna y su vida desahogada y noble para poder soportar una existencia de pobreza y entrega extremas. Alumbrado por su excesivo celo y una hipócrita represión irracional de celibato libidinoso, el irrespetuoso Conrado de Marburgo la obligaría a renunciar a la vida terrenal arrodillándola ahora frente al altar de su convento, humillándola así incluso al exigirle hacerlo desnuda por completo. En esa iconografía tan tendenciosa (humillación provocada por una religión católica desastrosa según la iglesia anglicana) influiría tanto la leyenda desconocida (no sabemos si sucedió así o no), como la actitud heterodoxa de los liberales (la mayor parte eran ateos) y hasta el propio anticlericalismo del pintor y de su padre.

Es de ese modo tendencioso como el pintor Philip Hermógenes Calderón (1833-1898) compuso su impresionante obra clásica en el año 1891. En la asombrosa y bella imagen se destaca la iluminada y hermosa forma serpenteante del cuerpo desnudo de Isabel de Hungría. Detrás de ella se sitúan las figuras del descarado Conrado y otro fraile que oculta ahora su rostro avergonzado, también de dos monjas franciscanas que tratan de evitar mirarla. Pero no el clérigo alemán, personaje que la mira con libidinoso deseo no reprimido por ser el único que pueda admirar ahora una belleza noble tan desnuda. La composición es solemne y sencilla, oscura, depravada, obtusa, dominante, natural, extraordinaria, orgullosa, victoriosa y triunfante. Triunfante porque esa vil humillación e innecesaria forma de renunciar a su vida civil no fue una afrenta personal a Isabel de Turingia, sin embargo. No terminaría siendo ninguna forma de agraviar a una dama - una magnífica belleza joven y aristocrática- sino todo lo contrario. Así, finalmente, quedaría bellamente expresada la imagen de la afrenta a una mujer, a una santa, siglos después, en este emotivo, romántico e impactante cuadro clasicista.  

(Óleo del pintor británico Philip Hermógenes Calderón, 1891, Acto de renuncia de Santa Isabel de Hungría, Tate Gallery, Londres.)

30 de julio de 2014

Y, entonces, el mundo perdió la inocencia para siempre...



Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación...   Así comienza su famosa novela romántica Historia de dos ciudades el escritor inglés Charles Dickens. De ese desesperado modo quiso retratar el novelista británico una época que iniciaba el mayor cambio producido en la Humanidad al menos hasta la Segunda Guerra Mundial. Porque el mundo no volvería a ser como antes era, con su inocente mirada o sus estrictos límites humanos trazados por la vida, las costumbres o las formas con las que los hombres habían organizado su mundo. El siglo XVIII tuvo algunos conflictos bélicos entre países y territorios, pero entonces las guerras eran entre soldados y en el campo del honor, donde las batallas se ganaban o perdían sin dañar al resto de la población. Antes de eso Europa había vivido años de un gran dolor -la guerra de los treinta años del siglo anterior-, pero nunca los europeos habían tenido un alarde de tanta crueldad gratuita despiadada, forzada o desgarrada -probablemente a causa de las nuevas armas, la cantidad de personas dispuestas a la lucha y el cainismo- como la que sucumbió en Europa en la Revolución francesa y seguidamente con el impulso devastador que los ejércitos napoleónicos causaron de modo desalmado e indiscriminado contra una población civil desconcertada. 

Fue particularmente trágico en España, donde se perdería muy pronto la inocencia de su población. Un país que sufriría además como ningún otro -quizás por resistirse tanto- la fuerza poderosa y cruel de Napoleón. Tal fue la impronta traumática en los españoles que, años después de acabar el conflicto -la guerra de la independencia de 1808-, algunos pintores españoles seguirían creando escenas dramáticas que nunca antes se hubiesen siquiera atrevido a pintar. Goya, el gran maestro de todos ellos, fue el primer pintor que lo hiciera premonitorio y sagaz, el primordial, el más genial, el más anticipado y el mejor. Pero, después de él hubo seguidores suyos que quisieron emularle en estilo y fuerza. Tanto lo hicieron que algunas de sus obras han sido asignadas a Goya sin ser de él realmente. El Museo del Prado dispone desde el año 1912 dos obras de Arte, La hoguera y La degollación, que fueron donadas al museo y atribuidas por entonces a Goya. Pero desde hace unos años se mantiene que es seguro que fueron obras creadas por discípulos o seguidores de él. Sin embargo, se ignora quiénes fueron. El maestro español fue tan poderoso que ensombreció a todos sus seguidores y algunos de ellos no se atrevieron a sobresalir no firmando remedos artísticos de sus obras.

Pero, da igual, el anonimato aquí es lo de menos. Lo importante son la cronología y la grandeza, y las dos obras son incuestionables en eso:  la primera mitad del siglo XIX y la obra dispone de una gran fuerza iconográfica. Es significativo la época, primera mitad del XIX, porque es el momento pleno del Romanticismo, de la pasión irreal más ensoñadora, de la épica más gloriosa, de los destellos emocionales más subyugantes por ser estos bellos, sensibles, altruistas y sosegadores. Pero, sin embargo, hubo aún pintores que decidieron, a pesar de la bondad romántica de la tendencia,  mostrar en sus obras de Arte la poderosa crueldad bochornosa de una humanidad desengañada. De que a pesar de los momentos esperanzadores después del año 1815 -cuando Napoleón y su ejemplo despiadado acabasen para siempre-, el hombre y su mundo seguían portando aún el terrible gen del desconcierto más aterrador, de un profundo y terrible impulso criminal o de la ceguera más cruel contra los otros, sus semejantes congéneres. En definitiva, de su irracional forma de poder encarar el destino de la humanidad para conseguir así un mundo pacífico, justo y conciliador.

Y de ese modo tan desalentador pintaron -uno o varios seguidores de Goya- estas dos extraordinarias pinturas románticas expuestas en el museo del Prado. Extraordinarias porque supieron sus autores -en tan temprano momento- plasmar el oculto sentido de las acciones más violentas que encierra el oscuro y aterrador espíritu humano. ¿El espíritu humano? ¡Qué contradicción! Pero, sí, así es. Es el mismo espíritu humano que hace sentir maravillosas cosas humanas. Porque tratamos de bárbaros, monstruosos o terroríficos a estos  seres violentos cuando son iguales a nosotros. Somos humanos todos y todos llevaremos el mismo potencial entramado de vísceras, emociones, pensamientos, desesperación o maldad. Por eso el pintor -o los pintores- crearon así estas obras desgarradoras a pesar de mostrar ahora, con el sesgo del color o del semblante desdibujado, una sutil diferencia entre víctima y verdugo. Pero es sobre todo el misterio lo que rodea ahora a la impactante pintura La hoguera. En ella vemos solazar junto al fuego a unos humanos con rostros aterradores, ¿qué buscan ellos con ese fuego fatuo? Son seres que degradan su propia condición de humanos acercándose a un fuego que han alentado con el único deseo de destrucción. Es la hoguera asesina no el fuego benéfico o alentador de vida lo que adoran con sus gestos crueles y amenazadores.

¿Qué ha cambiado en el mundo? Lo peor es que a veces no hay llama ni gesto cruel que nos conmocione ya de tanto verlos. Porque llevaremos ya doscientos años de inocencia perdida y suceden las mismas cosas que seguirán sucediendo  cada día que pasa. Algo que unos creadores supieron adelantar genialmente con la pincelada aprendida de otro. Por eso da igual que sea o no de Goya la autoría de estas obras. Son obras importantes en sí mismas, son sensaciones estéticas que un pintor -un ser humano comprensivo- supo fijar en un óleo desgarrador para algún futuro autocrítico... Porque no fue reflejo de una acción histórica concreta producida y retratada de un acontecimiento real vivido entonces. No. Fue la representación simbólica de lo más inevitablemente cruel que el ser humano tiene y seguirá teniendo mientras exista. Y que el creador pictórico quiso dejar muy claro con estas obras despiadadas. Anticipadamente. Expresionistamente también. ¿Hay mayor Arte que aquel que el propio hombre hace fijado eterno para siempre con el objeto de criticarse a sí mismo?

(Óleo sobre hojalata, La degollación, de autor desconocido, seguidor de la escuela de Goya, primera mitad del siglo XIX; Misma técnica y soporte, La hoguera, autor anónimo, seguidor de Goya, primera mitad del siglo XIX, ambas obras en el Museo del Prado, Madrid.)

23 de julio de 2014

El Romanticismo desvirtuará la realidad para hacerla más acorde a la mirada.



El mejor pintor español de paisaje romántico lo fue el gallego Genaro Pérez de Villaamil (1807-1854). El Romanticismo paisajista había tenido grandes creadores en otros países europeos, como Turner o Roberts en Inglaterra, pero en España el más genuino de los románticos, el más romántico de los pintores españoles, el más inspirado y el menos conocido, lo fue Pérez de Villaamil. Pero es que además tuvo una vida romántica, se impregnaría personalmente de ese signo propio de su tiempo. Y qué mejor paisaje romántico que el más romántico de los paisajes europeos para nacer. El pintor escocés David Roberts (1797-1864) lo supo desde que hiciera sus viajes a África y Oriente medio, porque pasaría antes por España y comprendería el verdadero sentido del color en los momentos del día donde el sol está más alejado  de su cenit. Y entendería el verdadero sentido del paisaje más romántico, ese donde lo agreste y lo apacible, lo diferente, lo cercano, lo luminoso, lo misterioso, lo único y lo variado, se darán sólo en el sur de España.

En el año 1834 viajaría Roberts a Málaga camino de Gibraltar. Pero antes de llegar a su destino pasaría el pintor británico por la sierra de Ronda y los aledaños suroccidentales de su serranía. Y allí, en lo alto de un cerro elevado, se encontraría de pronto con la silueta romántica del antiguo castillo del Águila, una derruida fortaleza iniciada por los romanos y utilizada luego por los musulmanes. Pero entonces la idealizaría el pintor con sus recuerdos orientales vistos en Sevilla, en Córdoba o en otros lugares hispanos recorridos por él. El Castillo de Gaucín -el castillo del Águila- había sido en gran parte destruido durante la guerra de la independencia frente a los franceses en el año 1810. No tenía entonces ese aspecto tan soberbio que David Roberts creó en su lienzo del año 1834. Tampoco su peña era tan elevada ni tan majestuosamente romántica, ni tendría esos riscos puntiagudos que, como una bella catedral rocosa desmadejada, imprimiese un espíritu de superación entre los muros desolados de su antigua fortaleza.

Pero, como británico, querría pintar por entonces una vista del peñón de Gibraltar y de la bahía de Algeciras, dibujando además el perfil de la costa africana al fondo de la obra. Roberts, a diferencia de Villaamil, tendría influencias o intereses geopolíticos para hacer entonces de providencial guía de turismo para los viajeros de su país que visitaran España. Conocía muy bien el lugar que dibujaba ahora desde lejos, y así aparece éste límpido y despejado entre las señaladas brumas luminosas de la serranía rondeña. Pero, sin embargo, es imposible ver bien Gibraltar desde los alrededores del castillo de Gaucín con la claridad del paisaje que pintaría en su obra Vista de Gibraltar desde Gaucín. Así que, entonces, ¿cómo lo pudo hacer tan definido?, o, mejor dicho, ¿por qué lo hizo así, con esos rasgos tan claros en el paisaje? Porque no era realismo ni detalle fidedigno, ni sentido exacto de las cosas lo que primaba o importaba en el Romanticismo. Para los románticos bastaba que el paisaje mostrase atrevimiento, gallardía, belleza, pintoresquismo y misterio. Es por eso que cualquiera que vaya hoy a Gaucín y se sitúe cerca de las ruinas del castillo, comprobará que nada de lo que se ve en la obra de Roberts es acorde a las distancias reales de las imágenes que aparecen en el lienzo. Sencillamente, no existe un lugar allí desde donde se pueda ver la imagen que el pintor compuso entonces en su obra.

Genaro Pérez de Villaamil conocería a David Roberts en Sevilla durante el año 1833 y luego marcharía a Madrid para realizar su creación artística. Los pintores como Villaamil, a diferencia de Roberts, no tendrían que visitar necesariamente los lugares para imprimir el sentido romántico de lo que querían pintar. En el año 1847 el pintor español compuso su obra Vista del Castillo de Gaucín gracias a un grabado de la obra de Roberts. Tan sólo gracias a ese grabado no, el resto, la semblanza, el genio, la sutileza o la imaginación romántica lo puso el pintor de su propia inspiración. En su obra romántica Villaamil recrea desde la perspectiva de Roberts la vista de Gibraltar con el aparecido y fantasmagórico castillo en primer plano. Qué más daba entonces si era ajustado o no a la realidad de lo que representaba, nadie iría a comprobar la verosimilitud de ese paisaje en aquel mismo lugar. Y tampoco importaba, porque lo importante en el Romanticismo era la emoción que provocaba la visión subjetiva de algo objetivo, así como la semblanza del momento sugerido por una realidad ahora maleable, transformable, adaptable y sensible. 

Roberts y su colega Villaamil fijaban el paisaje con los rasgos geográficos parecidos a la realidad, aunque totalmente adimensionados en sus distancias geográficas. El peñón de Gibraltar no se aprecia así en la realidad desde la perspectiva o el lugar desde el que se ve en estas obras románticas. Y, sin embargo, todo fue pintado conforme a lo que era la imagen local real que vemos retratada. ¿Por qué fue pintado con tanto detalle ese paisaje?, ¿cómo fue posible conocer tanto los detalles geográficos que pintaban? Porque el pintor británico conocería muy bien la región y pintaría así el paisaje con sus detalles reconocidos. Pero no así el propio castillo, algo que idealizaron los pintores como en un maravilloso cuento hispano-árabe surgido de la pluma de algún escritor romántico. Una tendencia artística -el Romanticismo- inconsiderada o desdeñosa con la verdad. Inconsiderada solo con la realidad de la imagen no con el sentimiento que produce su visión emotiva. Ni los arcos de herradura, ni las puertas árabes, ni las murallas empinadas, ni la torre del almuecín existían en esos ruinosos despojos de la fortaleza árabe cuando fue visitado por el pintor Roberts. Todo fue recreado entonces, todo fue inventado y vestido de gloriosa gesta romántica. Incluso el pintor Villaamil llegaría a recrear un mundo onírico que no existiría en el Castillo de Gaucín ni siquiera en época musulmana. El resultado no obstante fue grandioso y extraordinario, del todo maravilloso y mágico gracias tanto al sueño exótico inspirado del artista como al genio creativo de su paleta romántica.

(Óleo Vista del Castillo de Gaucín, 1847, del pintor romántico español Genaro Pérez de Villaamil, Museo del Prado; Detalle del mismo cuadro, Vista del Castillo y del peñón de Gibraltar al fondo, Genaro Pérez de Villaamil, 1847, Museo del Prado; Grabado en plancha de acero de un dibujo del pintor David Roberts, Vista de Gibraltar desde Gaucín, 1834; Fotografía actual de las ruinas del Castillo del Águila, Gaucín, Málaga, España; Reproducción de la obra original de David Roberts, Vista de Gibraltar desde Gaucín, 1834, Museo de Edimburgo, Escocia.)

13 de julio de 2014

No es el verde ni el azul sino el ocre el color de nuestro mundo.



El simbolismo de algunos de los recursos artísticos utilizados en Pintura nunca los llegaremos a saber del todo. ¿Por qué el pintor barroco Jacob van Ruisdael (1628-1682) se dejaría tanto llevar por el sutil color ocre en casi todas sus obras? ¿Y por qué el ocre es amarillo?, ¿qué cosa hace a ese material inorgánico tener esa tonalidad tan utilizada en el Arte? Esta última cuestión sí puede contestarse. En un caso los materiales y la vegetación de la naturaleza -causa de los pigmentos- están hechos así, de la propia tierra que los crease. Por ejemplo, el óxido de hierro abunda mucho en la corteza terrestre y sus efectos llegarán tanto a las obras de los hombres como a las maduraciones de los vegetales. Por otro lado la combinación de hierro y oxígeno tintará de amarillo sus reflejos en la naturaleza. Los griegos lo supieron desde muy antiguo y denominaron a ese reflejo cromático con el nombre de ochros: amarillento. Desde la prehistoria los hombres habrían utilizado los pigmentos terroso-amarillentos para crear con ellos cosas dibujadas en las rocas de sus cuevas paleolíticas.

Y luego está la ventaja de la utilización de este pigmento ocre para crear con él obras de Arte. Es el ocre un pigmento muy estable y resistente además a la luz y la humedad. Nada tóxico para los artistas, algo que sería muy peligroso, sin embargo, con los antiguos pigmentos basados en el plomo, que producirían saturnismo o envenenamiento a causa de las emanaciones tóxicas de este metal. Así acabarían la vida de algunos grandes pintores de la historia. Si lo pensamos, vemos o analizamos bien esa tonalidad amarillenta -el ocre- supera con mucho la frecuencia de otros pigmentos utilizados en los lienzos artísticos creados por el hombre. El pintor simbolista austríaco Klimt lo elogiaría diciendo: Todo lo que está rodeado de oro es noble. Y es que el dorado ocre formará, más que ningún otro color, la tonalidad más representativa del mundo natural en que vivimos.

Porque la luz del sol refleja sus destellos dorados en una tierra que se alimenta de esa luz. ¿Qué si no es el proceso de oxidación que se produce cuando los rayos solares obran el misterio telúrico? Sería interminable una muestra sobre el ocre y sus usos en el Arte. Todos los pintores lo han utilizado en sus diferentes tendencias y matices a lo largo de la historia. Pero, a diferencia del simbolista Klimt, es emocionalmente sobrecogedor observar cómo el ocre se aprecia en una parte -la más significativa- de algunos conjuntos creativos compuestos por oscuras tonalidades o por brillantes azules o verdes, más propios colores del mundo figurativo artístico convencional. Porque la utilización en Pintura del ocre es una forma de señalizar, subjetivamente, algo especialmente representativo de la obra. Es la manera de destacar algo principal lo que motivará su utilización en la creación artística compositiva. Lo que, finalmente, será en el lienzo algo especialmente creativo o reseñable. Un detalle diferente y destacable, aunque no muy grande ahora en el conjunto, por ejemplo, de un misterioso, genial y rutilante paisaje barroco. El pintor deseará así hacer ver el ocre en su composición artística: brillante y especialmente destacado. Y todo ese alarde iconográfico tonal estará además representado de un modo casi primitivo...  Tan primitivo como aquellos trazos paleolíticos, arañados en la pared de una cueva por los primeros artistas rupestres, fueran ocasionados ya por entonces gracias al útil, abundante y poderoso ocre.

(Óleo del pintor del Barroco holandés Jacob van Ruisdael, Paisaje de invierno, 1670, Museo Thyssen, Madrid; Lienzo del mismo autor, Paisaje con las ruinas del castillo de Egmon, 1653, Instituto de Arte de Chicago; Óleo Paisaje con un campo de trigo, 1660, del mismo pintor Ruisdael, Museo Getty, EEUU; Fotografía Sendero de los ocres de Roussillon, Francia; Obra del pintor Gustav Klimt, Retrato de Adele Blouch-Bauer, 1907, Nueva York; Fotografía Reflejos de la luz solar al atardecer, de la web www.proyectacolor.cl; Fotografía de los acantilados arcillosos de la playa de Mazagón, Huelva, España.)

7 de julio de 2014

Un momento de fijación distraída o la genialidad universal del mundo de Dalí.



Si de los grandes creadores de Arte hay uno que debiera calificarse de genio, en el sentido que le damos modernamente al término genial, es decir, algo extraordinario o fuera de lo común, un ser muy creativo por disponer de una imaginación desbordante, este es sin duda el gran pintor Salvador Dalí. Obsesionado con la dualidad, llevaría a plasmarla en casi todas sus obras surrealistas. En este caso selecciono dos obras suyas ubicadas ambas en la Tate Gallery londinense que representan muy bien ese universo doble o ese desdoblamiento inevitable, genético, psicótico, inconsciente, natural y surrealista. Pero en estas creaciones se ve también la sutil admiración del pintor por otros grandes creadores del Renacimiento como fueron Leonardo o El Bosco. Porque se ven en las dos obras el fondo montañoso propio de las creaciones de Leonardo da Vinci, donde ahora el misterio de lo abrupto, de lo poderoso o de lo grandioso perfilaría así el límite entre los dos ámbitos de su sentido surrealista: el ámbito irreal por un lado y el real o subyacente por otro. Además, se observan también en su obra surrealista la atmósfera onírica, con la composición, la tonalidad o algunos elementos como las sombras o luces que nos recordarán a otro anticipadísimo creador renacentista: El Bosco. 

Narciso es uno de los mitos más curiosos de los antiguos poetas griegos coetáneos de Homero. Ni hijo de dioses, ni un gran héroe, ni un guerrero, ni un músico, ni un poeta, ni otra cosa que le llevara a ser reconocido por los dioses o por los demás... Salvo una cosa ahora: su irresistible belleza. No tendría Narciso nada más que ofrecer ni ofrecerse, ninguna otra cosa que le llevara a ser algo más de lo que representaba. Y tampoco era él nada más. Había nacido con una extraordinaria belleza de la ninfa Liríope y de un pequeño dios de un simple río griego -Céfiso-, el cual llevaría tan poca agua al ser castigado una vez por el gran dios del mar Poseidón. Pero Narciso, consciente de la admiración que provocaba en los demás, alcanzaría a poseer un excesivo orgullo de sí mismo, algo detestable que los griegos denominaban hybris, imperdonable por los dioses. Su castigo divino estuvo causado entonces por su propia satisfacción cuando Narciso admira ahora su propia imagen reflejada en el agua. Entonces no pudo ya dejar de hacerlo extasiado ante ella para siempre. Se olvidaría incluso de vivir... Así acabaría Narciso de olvidarse hasta de vivir, deshecho por los deseos egoístas de su propio delirio. Agarrado a una raíz del borde de las aguas se transformaría Narciso en la flor que lleva su nombre para siempre.

Interpretaciones de algunos poetas y escritores llegaron a afirmar que la imagen reflejada en el espejo-agua no era ahora sino un yo idealizado, una imagen que no se correspondería a la verdadera realidad reflejada sino a la que el sujeto desea ser. Dalí, como siempre, irá más allá y descubre ahora una disociación manifiesta para él en el mito. Una duplicación figurativa que disloca la realidad volviendo o reflejando lo mismo en otra cosa diferente, con otro sentido duplicado de lo mismo. Pero, como El Bosco, nos muestra ahora aquí Dalí otros planos, otras escenas y otras representaciones. Al fondo vemos una escultura -¿renacentista?- del perfecto Narciso clásico; más a la izquierda, una manifestación de hombres y mujeres que danzan cerca de otras aguas tratando de emular así, inútilmente, la única cualidad que sólo la belleza más insigne pueda disponer -imposible en ellos, a diferencia de Narciso- para ser reconocida y elogiada eternamente. Las dos imágenes de Narciso en el plano principal están aquí mimetizadas parcialmente. Una, con su inclinación arrodillada, ante la inmortal sensación de no poder saciar el ansia de su desahogo. Es una imagen mortecina, propia de la narcosis, de la muerte o de la desaparición de la vida ante la osadía más siniestra -como la planta conocida por sus efectos en el sueño-. Otra con la creación de la vida como una cosa ahora totalmente diferente, con una parte bella -flor del Narciso- y con otra parte demolida, representada aquí como una mano con sus dedos enfrentados sujetando ahora el huevo frágil de la propagación de la vida -incluso el pulgar agrietado lo recorren ahí unas hormigas gigantescas-.

A finales del año 1936, luego de llevar comenzada medio año la guerra civil española, Dalí compone su obra surrealista Canibalismo otoñal. Aquí vemos una pareja muy unida, sin solución de continuidad, realizar ahora el banquete más misterioso de su vida... Ambos se alimentarán de ambos, a la vez que acabarán ambos aniquilándose uno al otro. Las obras surrealistas de Dalí, como la de cualquier otro pintor de su tendencia, son creaciones que obligan a fijarse claramente en los detalles representados, elementos ahora muy necesarios para complementar su comprensión o su cercanía a ella. Sin embargo, Dalí recomendaría en uno de sus escritos que se vieran sus obras en un momento de fijación distraída, sobre todo su obra Narciso. Y tal vez sea eso lo mejor porque una fijación distraída es ahora, curiosamente, lo único que pueda hacernos ver aquí el sentido de las hormigas o de la manzana agujereada y derretida, o el soporte de sujeción de las dos cabezas unidas o la desolación de la terrible sensación de querer herir, desde la pasión más incomprensible, la única forma de poder sentir así la vida... 

(Óleos de Salvador Dalí, La metamorfosis de Narciso, 1937; Canibalismo otoñal, 1936, ambas obras en el Tate Gallery de Londres.)

1 de julio de 2014

La originalidad en el gesto y en la mirada, o la audacia artística de sus creadores.



El imperio romano entraría en una profunda crisis social, política y económica durante el siglo III. Pero fue con el emperador Diocleciano, que gobernaría Roma desde el año 284 hasta el año 305, cuando las cosas llegaron a exacerbarse en demasía. Las amenazas al imperio provenían tanto del exterior de las fronteras como del interior de las mismas. Los bárbaros del norte y del este no dejaban de azotar y presionar con sus progresos violentos. Y dentro de las fronteras la permeabilidad hacia otras religiones y costumbres -de pueblos subyugados por Roma- había llevado a hacer saltar por los aires los valores e ideales clásicos romanos, esos que tanto habrían contribuido a sostener la esencia del imperio. Así que Diocleciano (244-311) tomaría dos grandes decisiones para su principado: una dividir el imperio en cuatro zonas de influencia (Tetrarquías), con ello controlaría mejor -delegaría- las funciones de su gobierno en un imperio tan extenso; otra endurecer las medidas de homogenización religiosa. Para esto reprimiría duramente los grupos religiosos contrarios a las formas y tradiciones paganas del imperio. Porque el cristianismo ya había llegado a todos los niveles sociales y a todos los estamentos. Había cristianos en el pueblo más plebeyo y humilde pero también en la aristocracia patricia o en el ámbito militar.

Sebastián de Narbona (256-288) había nacido en la Galia romana y pronto viajaría a Italia para servir como soldado de Roma. Tanta fama alcanzaría en su carrera militar que el propio emperador le nombraría -desconociendo su fe cristiana- jefe de una cohorte de su guardia pretoriana. Descubierta su fe por otros compañeros, sería denunciado a Diocleciano, quien le llevaría a decidir ahora entre Roma y su fe. Fue martirizado y muerto en las letrinas de Roma, aunque el Arte y el mito cristiano lo llevarían mejor a ser asaeteado con las flechas lanzadas por sus mismos compañeros de milicia. El emperador Diocleciano acabaría renunciando a su trono imperial tiempo después del martirio de San Sebastián, llegando a ser el único gobernante romano que abdicase de su cargo, retirándose a las bellas y agrestes colinas de Dalmacia. La leyenda dorada -la que reflejaba la vida de los santos- había ideado el fin de San Sebastián por multitud de flechas hirientes. Unas flechas que no le producirían la muerte, luego de ser curado por unas mujeres cristianas y santas como Santa Irene. La iconografía del santo es muy conocida: su cuerpo desnudo acribillado por flechas en una grandiosa representación apoteósica. Sin embargo, el creador holandés Hendrick Ter Brugghen (1588-1629) compuso una imagen muy diferente de él. En su obra San Sebastián curado por Santa Irene, el pintor barroco llega a sorprendernos con una muy verosímil representación de su martirio.

Así de realista es la obra de Arte como fiel seguidor el pintor holandés del naturalista Caravaggio. En el Renacimiento se prefería mostrar mejor el torso desnudo del mártir romano y su fortaleza y desdén ante las flechas asesinas. Pero en este Barroco tan realista (fotográfico casi), el autor decide situar al santo abatido y macilento atendido por las firmes, serenas y asépticas figuras de dos santas laboriosas. Ni los colores ni los gestos ni el perfil de las figuras corresponden a los cánones de un modo de crear tan persuasivo o bello, ni tan grandioso o sugestivo como era este. Sin embargo, la maestría innovadora, original y audaz del artista barroco es muy elogiosa. A pesar de no existir un clásico equilibrio en la obra, la silueta diagonal del personaje principal contrasta con las otras figuras, ocultas aquí por la imagen del santo, que llena con ella todo el espacio compositivo del lienzo. Un perfil del rostro -casi sagital- hacia la izquierda del cuadro -la mujer del fondo-, llegará aquí hasta el perfil oblicuo de otro rostro -la siguiente mujer- que terminaría así con el perfil caído, vuelto a la derecha, del santo mártir romano más iconográfico. Ninguno se mira ahora aquí, ni sus miradas emocionarán nada en la percepción de la imagen sagrada. Muy realista es la obra en sus contornos, propia del naturalismo más caravaggista. Audaz en sus formas y en sus gestos, en su composición y en sus detalles, como el desanudamiento de las cuerdas que atan al árbol el brazo del santo martirizado; o como la mano de Irene sujetándole el pecho para tratar de impedir así la caída del cuerpo moribundo. El símbolo iconográfico más venerable -las flechas- seguirá siendo un elemento insalvable en la obra, lo cual no restará originalidad al conjunto ni desentonará un alarde tan realista.

La peculiaridad artística del pintor del Renacimiento Sandro Botticelli es muy reconocida en el Arte. En su obra La Madonna de la Eucaristía, también llamada la Virgen de las Espigas, muestra una mujer sagrada totalmente diferente a cualquier otra representación artística de la madre de Jesús. Su mirada no se dirige ahora hacia al niño sino hacia unas espigas que otro personaje -¿un ángel?- le ofrece satisfecho. La piedad materna de la iconografía es aquí superada por el gesto de mirar hacia otra cosa... Y este alarde fue realizado en el temprano año de 1470. La libertad creadora, la falta de prejuicios iconográficos o la total supremacía del Arte, fue una realidad histórica que solo pudo llevarse a cabo en aquellos años renacentistas. Algo no repetido después en el Arte religioso. Siglos después, cuando el pintor impresionista John Singer Sargent quiso introducirse en el mundo europeo del Arte, conocería al creador francés Paul Helleu (1858-1927), un pintor postimpresionista que había aprendido de los grandes artistas franceses del momento como hacer un impresionismo diferente. Como muestra de aprecio y agradecimiento, Sargent compuso un lienzo en homenaje a su amigo Helleu.

¿Cómo homenajear mejor a otro pintor que representándolo haciendo lo que mejor sabía hacer, pintando? El alarde fue pintarlo con lo que mejor sabía hacer el pintor Sargent, una imagen impresionista -no postimpresionista-, es decir, una imagen donde la escena general -la impresión- fuese lo más importante frente al detalle, el gesto o la esencia de lo más humano o destacable del retratado, lo que caracterizaba el estilo postimpresionista del retratado. Pero, ¿cómo hacerlo con una técnica impresionista si debía elogiar a su representado pintor postimpresionista? Paul Helleu había conocido a su mujer, Alice Guérin, cuando ésta fuera modelo suyo para un retrato. Desde entonces ambos habían compartido siempre Arte y vida. Y así es como Sargent retrataría a su colega: junto a su esposa, pero, ahora, sin mostrar el rostro de él siquiera, oculto tras su sombrero, reconocido solo aquí apenas por su barba. Pero, a cambio, retratando claramente el rostro de Alice, que no mira ahora a nada, sino a ninguna cosa definida, ni a su esposo ni a la obra ni a nada concreto en su mirada. Así, como el postimpresionismo llevará a cabo siempre expresándolo en una obra.

(Óleo de Hendrick Ter Brugghen, San Sebastián curado por Santa Irene, 1625, Allen Memorial Art Museum, Oberlin, EEUU; Lienzo La Madonna de la Eucaristía, 1470, Sandro Botticelli, Museo Isabella Stewart Gardner, Boston; Cuadro de John Singer Sargent, Paul Helleu bosqueja con su esposa, 1889, Museo Brooklyn, EEUU; Retrato de Alice Guérin, 1900, por Paul Helleu.)

25 de junio de 2014

La espiritualidad y la sensualidad: dos cosas que sólo el Arte puede contemplar juntas.



Fue el filósofo Kant quien distinguiría la sensualidad de la belleza. Distinguió así las cosas que son recibidas por los sentidos, que son propias de ellos y deleitan o placen por igual, de aquellas otras que únicamente se perciben por el intelecto. Estas últimas -las del intelecto que perciben belleza- son reelaboradas dentro de un lugar autónomo -¿espíritu?- sin condicionamientos materiales ni terrenales -intereses, fines, necesidad- de ninguna clase. Y de esa estética que surgiría entonces -siglo XVIII- se puede distinguir, por ejemplo, el placer estético -sensualidad- de la belleza estética -espiritualidad-. Eso vino a situar cada concepto en su lugar y elevar aún más el Arte a una categoría superior a la que tenía antes. De llevar el Arte a un estatus mayor a cualquier otro motivo o causa de posibles sensaciones o experiencias estéticas placenteras, esas que los humanos pudieran obtener también, sin embargo, en este mundo tan atrabiliario y desposeído de belleza. Impresiones o experiencias que se puedan además percibir ante el fragor de otras cosas diversas de la naturaleza, de otros elementos de la vida que, por ejemplo, pudiesen ofrecer también armonía, equilibrio, estímulo, arrobamiento, seducción o belleza.

Es un poco confuso todo esto porque, ¿sentiremos el mismo placer siempre o serán placeres distintos..., los del Arte y los de la vida? Así de confuso fue durante toda la historia hasta que llegó Kant. Por eso el Renacimiento no pudo antes más que ofrecer un revulsivo grandioso de experiencias místicas (emociones involuntarias y sensuales frente a lo expresamente sobrenatural) ante la contemplación del Arte más físico para poder acceder a la Belleza. Por eso el Barroco utilizaría luego el Arte para inspirar sensaciones de identificaciones placenteras -muy sensuales y terrenales-, pero ahora con unos mensajes espirituales trascendentes, lo que promovería la Contrarreforma católica para endulzar su doctrina y hacerla aún más accesible a la gente. Sin embargo, todo el Arte posterior al filósofo Kant -desde el Romanticismo del siglo XIX hasta el Surrealismo y la Modernidad- pudo justificar la sensualidad con niveles más elevados estéticamente -más intelectuales-, pero, a cambio, menos viscerales -menos sensuales o fisicos- con las formas estéticas convencionales; es decir, con los sentidos estéticos menos predispuestos a lo emocional que nace de lo más sensual. Ha sido este un periodo artístico -desde el siglo XIX hasta la actualidad- donde más se reelaborarían intelectualmente los conceptos representados, sobre todo los sensuales. Unas ideas estéticas que separarían el placer sensitivo de otro tipo de placer, un placer intuitivo, éste más desarrollado intelectualmente, más sofisticado o más alejado de lo sensual para entender al mundo o al hombre. Para comprender la Belleza de otra forma a como antes se hiciera, aislada ahora de sus principios originales más clásicos y separada de su sola sensación más sensual. Llevada entonces de ese modo al concepto más moral que se pudiera, o al más histórico, social, psicológico o existencial del mundo.

Acteón fue un personaje mitológico malogrado en la leyenda griega. Llevado por su fruición deseosa y sensual de admirar la belleza desnuda de la diosa Diana -Artemisa griega-, se entregaría a la audaz intención de hacerlo una vez a pesar de profanar los deseos de la diosa de no ser vista desnuda ante ningún mortal. Al descubrir a Diana así, tan bella y desnuda, no pudo Acteón más que detenerse, acercarse y mirarla llevado por una pulsión despiadada de curiosidad. Su propia vanidad también contribuiría a dejarse llevar por ese deseo..., ¿qué belleza no dispone de semejante actitud ante otra? Pero, la diosa no le perdonaría esa afrenta jamás. Lo transformaría añadiéndole la cornamenta propia de los ciervos, esos mismos animales que él, como cazador avezado, perseguiría sin descanso. Luego, hasta sus propios perros lo devorarían creyendo que era una presa más a abatir. En esta mitología se refleja la oposición entre la contemplación de la Belleza divina -de la mística, de la elevada, de la que lleva al sujeto a querer satisfacer la parte más espiritual de su ser- y la materialización física de esa Belleza, de verla ahora sensualmente con todo su esplendor terrenal. El Arte lo expresaría con la desnudez sensual y voluptuosa que el pintor manierista Giuseppe Cesari (1568-1640) lograse en el año 1606 con su obra Diana y Acteón. Es por esto que el Arte es lo único que puede conciliar Belleza sensual con Belleza espiritual. Porque no es posible traspasar los elementos sensuales de nuestra propia naturaleza y acercarlos así a la divina emoción de lo espiritual. Es imposible; son esferas muy diferentes. Únicamente el Arte es capaz de lograrlo. ¿Cómo lo hace? Pues desde sus formas estéticas peculiares y ajenas a lo real...  Porque la esfera estética (entendida y explicada racionalmente desde el siglo XVIII) no puede ser llevada nunca al ámbito de la realidad. Porque,  como la imaginación, el ámbito estético es totalmente irreal, no tiene nada que ver con la vida real de los seres materiales.

Ante la contemplación de la maravillosa obra del pintor Jean-Jacques Henner (1829-1905), Magdalena penitente, podemos ahora acercarnos a la manera en que el Arte es capaz de entrelazar en otra esfera los dos mundos separados y enfrentados sin remedio: el mundo de la sensualidad y el mundo de la espiritualidad. Porque en el Arte sí alcanzaremos a vislumbrar parte de esa virtualidad estética tan imposible...  Es la combinación de intelecto y sentido la que nos llevará a enjuiciar, sin confusión, error o connotación parcial alguna, la propia representación que de la belleza más sensual sea capaz de trasladarse a una estética diferente... De poder sublimarla y alcanzar ahora otra belleza estética -espiritual- muy distinta. Aunque sea esto percibido levemente, fugazmente.  Aunque con la Belleza no haya otra salida ahora más que la suprema virtud elevada de lo inasible..., es decir, de lo más trascendente, de lo más misterioso, de lo más emotivo o de lo más imposible en el mundo.

(Óleo del pintor Jean-Jacques Henner, Magdalena penitente, 1878, Museo de Bellas Artes de Mulhouse, Francia; Obra El sombrero negro, 1900, del pintor impresionista británico Philip Wilson Steer (1860-1942), Tate Gallery, Londres; Lienzo del mismo pintor británico, El espejo, ca. inicios siglo XX, Galería de Arte de Aberdeen, Escocia; Óleo del pintor manierista Giuseppe Cesari, Diana y Acteón, 1606, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría.)

19 de junio de 2014

La humanización de lo monstruoso o la generosidad y transformación que causa el Arte.



Fue el poeta Homero quien daría a conocer en La Odisea la figura aberrante y monstruosa del cíclope Polifemo. Este cíclope era un personaje mitológico de dimensiones gigantescas y un horrible aspecto con su único ojo en medio de su espantosa cara. Sería el héroe homérico Ulises quien lo burlara una vez en una de sus aventuras mediterráneas. Pero fue tiempo después cuando un poeta satírico griego del siglo IV a. C. -época de mayor esplendor cultural del mundo griego-, Filóxeno de Citera, tuviera la curiosa idea de hacer sentir ahora a Polifemo un amor irrenunciable y cándido por una de las más hermosas nereidas griegas. Tiempo después la imaginación de los poetas en la historia llevaría a plasmar la singular, solitaria, ridícula y grotesca pasión imposible del monstruo griego. Así fue como Ovidio acabaría por crear en su obra Metamorfosis la leyenda irónica, satírica y realista de amor frustrado o imposible, de amor censurado y doloroso -también cruel- que llevaría a cabo la impulsiva y estentórea obsesión del gigante Polifemo por la bella Galatea.  Fue Ovidio quien crease en su relato la figura de Acis, el joven efebo pastor siciliano que enamora a la bella nereida y termina con la esperanza idealizada del amor de Polifemo. Como consecuencia de eso sobrevino en el monstruo el más espantoso horror y el más criminal arrebato celoso. Su voz era tan horrenda y atronadora que cuando invocase una vez a Galatea escribiría de él, siglos después, un poeta barroco español:

... escucha un día
mi voz, por dulce, cuando no por mía.

La hermosa ninfa Galatea era tan blanca y clara como la bella espuma límpida del mar. Sus padres fueron Nereo -dios de las olas- y Doris -hija del dios Océano-, con lo que ella poseería esa belleza pura y cristalina que las aguas del mar o la espuma de sus olas forjarían en una mitología generosa con el Mediterráneo. Polifemo era hijo del dios del mar Poseidón y de una ninfa marina monstruosa. Tal vez por eso se enamoraría Polifemo de la transparente e inalcanzable -para él- belleza de Galatea. La realidad como forma de ver la vida legendaria se apoderaría de la tendencia artística clásica -los monstruos siempre son monstruos para siempre- y, de ese modo, Polifemo no tuvo otra opción más que su propio sufrimiento literario. El poeta Ovidio -tan clásico- supuso una de las influencias más decisivas en la manera satírica en que los personajes inspirados del mito acabarían por asentarse en el imaginario del mundo occidental: los monstruos siempre serían vistos como monstruos y las bellas siempre vistas como bellas..., e inalcanzables del todo siempre éstas por aquéllos.

Así fue como los poetas y pintores del Renacimiento, del Manierismo y posteriormente del Romanticismo llegaron a representar la leyenda de Galatea y sus dos amores -el querido por ella, Acis, y el denostado Polifemo- en sus diversas tendencias artísticas. Pero hubo un momento en la historia diferente, un periodo artístico determinado llamado Barroco que cambiaría toda esa característica típica tan clasicista. No tendría mucho sentido, sin embargo, que fuese representado en el Barroco -una tendencia tan naturalista- de otro modo a como lo había sido siempre. Porque fue el Barroco uno de los periodos artísticos más realistas y sanguinarios de todos. Pero, sin embargo, fue esta tendencia la que ofrecería un sesgo diferente a la clásica leyenda mitológica de Polifemo. Comenzaría haciéndolo en la literatura barroca el poeta español del siglo de oro Luis de Góngora (1561-1627), el cual escribió su complejo poema barroco -complejo por usar un lenguaje excesivamente culto, críptico y distante- Fábula de Polifemo y Galatea en el año 1612. A diferencia de otros poetas anteriores -tanto del Renacimiento como de la Antigüedad grecorromana-, Góngora es el primero que absuelve o libra a Polifemo de su destino bufo, rudo e indolente. Es Góngora quien le ofrecerá a Polifemo un cariz ahora más serio, más sincero, más auténtico, más sentimental o más glorioso, en el relato de amor frustrado que siente el ser monstruoso por la bella Galatea.

En el poema de Góngora el gigante Polifemo se mantiene enamorado profundamente de Galatea en la distancia. Sabe el gigante que él no es como los demás, que no puede más que perseguir lo que desea con el terrible infortunio de su horrible aspecto. Polifemo, con Góngora, dejará de ser el monstruo abominable de la leyenda tradicional, o el personaje brutal y ridículo de la sátira burlesca de Ovidio, para convertirse ahora en otra cosa diferente. Polifemo en Góngora ignora el amor que sienten los dos amantes -Galatea y Acis- y los sorprenderá -sin querer- tras una ladera a los dos juntos y abrazados. Entonces el monstruo, enfurecido, tratará de calmar su enojo arrojándole violentamente una piedra en despecho al pastor Acis. En la leyenda clásica tradicional, como en la barroca, Acis terminaría siendo derribado y muerto por el gigante homérico. Pero Polifemo en el barroco poema de Góngora es convertido, por primera vez en la historia, en una víctima más de la tragedia a la vez que en un cruel verdugo involuntario.

Charles de La Fosse (1636-1716) fue un pintor barroco clasicista seguidor de la influyente Academia francesa, esa tribuna del Arte que establecía cómo había que pintar un cuadro en el más clásico virtuosismo artístico de finales del siglo XVII. A finales de ese siglo crearía Charles de La Fosse su obra pictórica Acis y Galatea. En ella reflejaría parte de lo que otros -como el poeta barroco español- habían compuesto antes, pero, ahora lo hace con un nuevo y especial aspecto muy diferente al de la leyenda original. La imagen de su obra barroca es sugerente con las mismas cosas que Góngora había destacado sutilmente en su poema. Las dos figuras de los amantes -Acis y Galatea- están representadas ahora relajadas y unidas en un amor poderoso, íntimo e inevitable. Pero también se percibe en ellos otras emociones, unas ajenas a las habituales de los enamorados egoístas, como la conmiseración, la ternura, la comprensión, la candidez o la fragancia. Y todas esas emociones las dirigen los amantes hacia el desolado y desencantado monstruo Polifemo. 

En su obra, Charles de La Fosse combinaría el Renacimiento del pintor Antonio de Correggio con el Arte de los pintores venecianos del siglo XVI o las composiciones barrocas de Rubens y sus formas de exponer figuras y gestos. Gestos como las emotivas miradas de los personajes, unos rasgos estéticos para ofrecer ahora la noble intención de dar a todos ellos -a los amantes como al monstruo- un atisbo de grandeza así como un aporte de generosa humanidad. El paisaje de la obra es renacentista, los colores venecianos y las figuras barrocas o manieristas. Todo un intento en los años finales del barroco por homenajear al Arte inmortal. Un Arte por entonces que, poco a poco, acabaría dejando atrás las maravillosas maneras de haber sido una vez representado así en la historia. Ya no se volvería a pintar de ese modo tan elaborado, y el pintor francés acabaría sospechándolo nostálgicamente. En su obra aparece la figura de Polifemo más humanizada, con una representación monstruosa menos terrible o menos espantosa, con una forma menos gigantesca o menos grotesca, una visión de él menos salvaje, brutal y odiosa en definitiva. Ahora es representada solo su cabeza, alejada y semi-oculta, apenas esbozada en uno de los extremos del lienzo. La imagen de Polifemo, que el pintor opone a las dos bellas figuras de Acis y Galatea, configura junto a las de los amantes un maravilloso triángulo pictórico muy idealizado, muy emotivo y con un gran sentido y valor artísticos.

Demostraría así el pintor francés que en el Arte -tanto el pictórico como el literario- las maneras realistas de encasillar a los personajes, sus actitudes tan clásicas, no serán las únicas que puedan ofrecer una visión eficaz de la emoción más intensa de los seres. Que hay otra forma de poder hacerlo, que existe otra manera de ver las cosas o de percibirlas de un modo diferente al de antes. Un modo que no tendría por qué ser el manido o trillado de los encorsetados personajes estáticos tan clásicos de sus historias estereotipadas. El Arte transformará las cosas. El Arte modificará así la visión de todas las cosas existentes. Esa nueva visión de no percibirlas siempre del mismo modo. De poder verlas de una forma distinta a como los prejuicios sociales arraigados hayan podido establecerlo. Una sociedad tendenciosa que no dejaría de crear con sus artificios lo que no es más que un arraigado temor de pensar que, en otros momentos, las cosas no puedan ser diferentes... Y que puedan, por tanto, ahora ser percibidas de otro modo a como la tradición o la costumbre hubieran determinado.

(Óleo barroco de Charles de La Fosse, Acis y Galatea, ca.1700, Museo del Prado; Fragmento de la misma obra, Acis y Galatea, Charles de La Fosse, ca.1700, donde se aprecia la figura más humanizada de Polifemo, Museo del Prado, Madrid.)

11 de junio de 2014

Porque lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, aquello que todavía podemos soportar.



En la costa del mar Adriático, muy cerca de la ciudad italiana de Trieste, unos acantilados bellísimos -los acantilados de Duino- soportan desde hace siglos los cimientos vetustos y desolados de un impresionante y romántico castillo medieval. Y allí mismo, a mediados del año 1911, el poeta checo Rainer María Rilke (1875-1926) pasearía por entre los inspirados e inspiradores acantilados solitarios, y, de pronto, escribiría asombrado el poeta: ¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los coros de los ángeles? Fue el inicio apasionado de un libro de diez poemas al que el poeta modernista titularía Elegías de Duino. La primera estrofa de esa primera elegía continuaría diciendo:

Y aún suponiendo que alguno de ellos me acogiera de pronto en su corazón, yo desaparecería ante su existencia más poderosa. Porque lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, ése que todavía podemos soportar; y lo admiramos tanto porque, sereno, desdeña el destruirnos. Todo ángel es terrible.

Cuando el pintor surrealista Dalí viese por primera vez el lienzo realista del pintor francés Jean-Francoise Millet (1814-1875) titulado El Ángelus, quedaría absolutamente obsesionado con el cuadro para siempre. ¿Qué cosa plasmada en esa pintura tan realista de Millet pudo por entonces, sin embargo, subyugarle tanto al gran creador surrealistaMillet pertenecía a la tendencia artística realista del siglo XIX, es decir, a una forma de pintar que destacaba la naturaleza de las cosas tal y como es, sin ocultar ni distorsionar nada, ni estética, ni ética ni formalmente. Pero, curiosamente, el pintor Millet fue un creador realista que sí ocultaría algunas cosas en sus obras, aun a pesar de mostrar las otras, las desveladas, con una muy cruda, sincera y dura visión realista. Así compuso el pintor francés su asombrosa obra El Ángelus en el año 1859, una escena natural y campesina de lo más misteriosa, sin embargo. Misteriosa a pesar de Millet, porque el pintor francés no quiso expresar en su obra, verdaderamente, ningún misterio. El pintor realista francés solo quiso representar una cosa que, finalmente, no se vería en el lienzo. Lo que quiso pintar fue la desolación más despiadada de unos padres ante la pérdida mortal de su pequeño bebé. Pero, sin embargo, no le dejaron pintarla así por entonces, o él no quiso, o no pudo...

Porque Millet pintó antes un pequeño féretro en el mismo lugar donde ahora vemos un cesto. Pero entonces no hubiese podido vender el cuadro apalabrado, ya que fue un encargo y no era eso, exactamente, lo que el comprador quería obtener o ver por la imagen que pagaba. Así que el pintor realista lo cambió luego: cambió el sentido pero no la escena general de la obra. Antes de cambiar la pintura dos progenitores oraban juntos ante la desaparición súbita de una pequeña vida malograda. Luego, sin embargo, quedaría fijada en la obra realista una pareja campesina que oraba junta en la hora destinada al ángelus, una costumbre popular que hacía detener la jornada unos minutos para rezar. La obra es impactantemente bella, a pesar de todo. Dos personas están ahora solas, aunque juntas, en un paisaje aún mucho más desolado todavía. Porque la magnitud, la grandiosidad y la soledad del paisaje los hace resaltar aún más en su propia y sinuosa soledad existencial. Están ahora aquí detenidos los dos, absortos en un mismo ensimismamiento existencial, en una misma y compartida agonía personal ante el mundo que les rodea alejado. Esa misma agonía que el pintor realista quiso, sin embargo, inicialmente resaltar de otra forma en su obra.

Pero, entonces, ¿qué obsesionaría tanto al pintor Dalí de ese misterio? El genial pintor surrealista escribiría luego hasta un ensayo para calmar su deseosa interpretación emocionada de la visión del cuadro de Millet. Lo titularía El mito trágico del Ángelus de Millet. Dalí supo años después, a través de un descendiente del pintor realista, la verdad de lo que escondía el cuadro lastimero. Comenzaría su deseo por averiguar qué podría ocultar aquel lienzo extraño. Tanto le obsesionaría la obra que llegaría a solicitar al Museo del Louvre parisino una radiografía para saber si había oculto lo que quiso pintar su autor antes de acabarla. En el año 1963 se hizo la radiografía y se vió una masa oscurecida debajo de la cesta, con una forma muy parecida a un pequeño ataúd. Así  confirmaría Dalí su sensación de una tragedia vital en esa terrible escena realista. La escena pictórica de Millet estaba representada además en un lugar de cosecha, de fertilidad y de vida productiva. Dalí interpretaría la imagen como el réquiem artístico más desolado sobre la incapacidad de procrear o de sentir, incluso la de vivir, o la de amar, o hasta la de expresar ahora, así, de esa forma tan misteriosa, esa extraña belleza inmediatamente anterior a todo lo terrible...

Y seguiría escribiendo el poeta Rilke en su elegía de Duino:

Oh, y la noche, la noche, cuando el viento lleno de espacio sideral
nos muerde el rostro; ¿a quién no le queda al menos ella, la anhelada,
que nos decepciona suavemente y con esfuerzo aguarda
al corazón de cada cual? ¿Es la noche más leve para los enamorados?
Ay, ellos solo se ocultan uno al otro su destino.
¿Aún no lo sabes? Arroja desde los brazos el vacío
hacia los espacios que respiramos; quizá de modo que los pájaros
sientan el aire ensanchado con un vuelo más íntimo.


(Óleo El Ángelus, 1859, del pintor realista Jean-Francoise Millet, Museo de Orsay, París; Cuadro de Dalí, Reminiscencia arqueológica del Ángelus de Millet, 1935, Museo Salvador Dalí, San Petersburgo, Florida, EEUU.)

6 de junio de 2014

La mejor impresión proyectada desde una pared para una mirada necesitada de paz.



¿Cómo describir la obra de Monet desde una teoría iconológica del Arte? Porque el autor impresionista fue un reflejo extraordinario de lo que sucedió en la pintura a finales del siglo XIX. Pero Monet (1840-1926) además vivió y creó durante muchísimos años. Tantos que en su biografía se sucedieron varias tendencias distintas para encarar una modernidad que él mismo abanderara con su peculiar estilo. Él es el Impresionismo, pero, también una abundante muestra demasiado convencional o contaminada de las típicas imágenes vulgares apropiadas por el diseño, la publicidad o el decorado. ¿Quién no ha visto alguno de sus coloridos paisajes vegetales como centro de alguna etiqueta publicitaria, de algún producto comercial o de un calendario oportuno? Con Monet descubriremos al gran creador impresionista que es, pero también -sin él desearlo así- al vulgar artista artesano o al sagaz publicista del Arte. Esta circunstancial ambivalencia que caracterizaría su pintura no hizo sino ofrecerle una desafortunada proyección en el ámbito de la creación menos sublime, o también en la menos dedicada a combinar impresión artística con el mejor artificio creativo. Entendiendo artificio aquí como un lenguaje artístico profundo y no como un recurso iconográfico denostable.

Pero a Monet todo eso le importaría muy poco, a sabiendas incluso de lo que equivaldría luego en el Arte. Posiblemente, no llegaría a intuir lo que la masiva producción de imágenes supondría en el siglo XX para competir con el Arte más consagrado, para ser objeto ahora de más cosas que de un muy grato momento de visión emotiva. Aunque poco demostraría Monet tratar de diferenciar toda representación de una creación pictórica, fuese la que fuese. Porque crearía extraordinarias obras maestras, cuadros que siguen demostrando la perfección de sus líneas, de su composición, de sus colores o de sus mejores recursos para hacer distinguir una mera sombra de un maravilloso reflejo. Sin quererlo exactamente, se convertiría Monet en el padre putativo de todos los aspirantes a crear paisajes impresionistas desde el más sincero diletantismo, es decir, desde el más relajante y honesto modo de ejercer ahora de pintores amateur. Porque la posmodernidad vino a adueñarse luego de un estilo que, dada su elástica, colorista, luminosa, floreada, simplista o insustancial forma de componer paisajes -algo poderoso por su extensa manera de llegar a todos y ser apreciado-, fuese capaz de incidir en todos los estilos o en todas las formas de expresión para mostrar así la impresión de un paisaje furibundo...

Pero, sin embargo, luego está el otro Monet, el que es capaz de crear algo imposible de no ser comparado con las más grandes obras maestras del Arte. Con Monet hay que aprender a mirar. Hay, quizá, que entender mejor que con otros pintores las obras que hizo. Porque hay que desentrañar en sus creaciones la paja del grano, la esencia de la mejor imagen artística del manido y floreado paisaje furibundo. En una de sus últimas etapas -comienzos del siglo XX- crearía Monet obras impresionistas todavía de gran interés cuando el Impresionismo dejaba ya paso a otras tendencias. Su obra El Palacio Ducal del año 1908 es un modelo del impresionismo más subyugador. Un paisaje veneciano de un palacio gótico que hunde sus raíces en la visión más inspirada del Renacimiento, una arquitectura de extraordinarios efectos de belleza muy sugerida y emotiva. Pero él la pintaría de otra forma, con una laguna de reflejos imposibles pero que parecen tener efectos de verdad. Sólo apenas tres colores armonizan el sustento más sensible de toda la obra. ¡Qué grandeza de creación artística! ¿Cómo se puede hacer algo así y demostrar con ello que solo lo creado es aquí lo que veremos creíble? ¿Qué ojos internos no hay que tener para poder traducir el sentido más natural de lo que vemos? Pero, no, ¡lo veremos claramente!: es una laguna de olas modeladas por la corriente y el viento... Sólo los más grandes pintores pueden llegar a hacer eso. Y él lo hizo así, sin complejos, sin alardes excesivos, sin demora ni tardanza de un estilo -el Impresionismo- que habría muerto ya, sin embargo, mucho antes. Así vino a demostrar Monet que el Arte llegará a rozar las fronteras de lo etéreo, de lo que, sin llegar a serlo realmente, porque no es fiel a la realidad, se basará en las máximas no escritas de lo más creativo, de lo que surge además de lo más humano sólo por ser creado así, sin retorcidos artificios. Aunque, eso sí, unas veces como muestra de lo menos artístico que pudiera existir y otras como un grandísimo reflejo de lo mejor que existe. 

(Obras de Claude Monet: Lienzo El Palacio Ducal, 1908, Museo de Brooklyn; Óleo Campo de amapolas en Argenteuil, 1875; Cuadro Ninfeas, efecto en el agua, 1897, Museo Marmottan, París; Óleo Lirios del agua y puente japonés, 1899, Universidad de Princeton, EEUU.)

31 de mayo de 2014

La imagen emotiva de un suburbio victoriano o la transversalidad del Arte.



Fue en el siglo XVIII cuando el arquitecto escocés Robert Adams rediseñara una de las zonas más degradadas del oeste de Londres. Allí, cercana a la orilla del Támesis, se encontraba el antiguo palacio de Durham House, una residencia episcopal de época bajo medieval que, durante 1585, acabaría en manos de Walter Raleigh, el famoso corsario británico tan molesto para la flota española de Indias. Desde alguna de las torres de su palacio divisaría el pirata inglés la abadía de Westminster, el Palacio Whitehall y hasta las verdes colinas de Surrey. Luego de la muerte de la valedora del corsario, la reina Isabel I de Inglaterra, el obispo de Durham reclamaría el palacio al nuevo monarca -menos protestante- Jacobo I de Inglaterra. Autorizaría este nuevo rey el cambio de propiedad, perdiendo entonces Raleigh el palacio de Durham House frente al obispo. Sin embargo, el obispo nunca lo ocuparía -el siglo XVII británico fue muy convulso- y el palacio de Durham House acabaría en ruinas y abandonado. Así que, para cuando el arquitecto Adams se encargó de su remodelación, parte del palacio se demolería y, en su lugar, se construirían unas estructuras urbanas para solaz de industrias y mercados.

Parte del mismo complejo urbano sería utilizado como sede para una nueva iglesia en Inglaterra, Los Arminianistas. Pero la más suntuosa parte de aquel antiguo palacio derruido la ocuparían ahora aristócratas ingleses, como el quinto conde de Pembroke, cuyos deseos de construir su mansión acabarían solo en el rediseño de algunas de las calles más próximas al Támesis. Años después, entre 1768 y 1772, todo acabaría derribado de nuevo para erigir en su lugar una gran edificación en estilo neoclásico, tendencia arquitectónica que Robert Adams daría al nuevo complejo urbanístico de Adelphi. Con esta tendencia neoclásica levantaría un conjunto de edificios adosados con una galería de arcos que enfrentaba sus perfiles a la orilla del río. Y es precisamente una de las galerías de esos arcos la que pintaría en el año 1858 -vista desde su interior- el creador victoriano Augustus Leopold Egg (1816-1863) para su lienzo Pasado y Presente III. La imagen que representa es típicamente dickensiana, porque refleja el Londres decimonónico más desolador, el más infame o depravado de aquellos difíciles, injustos y duros años. En el interior de una de aquellas bóvedas diseñada por Adams para su complejo Adelphi, sitúa el pintor a una mujer abatida por unas circunstancias trágicas en un momento personal desgarrador. Sentada a los pies de una barca, entre las piedras y desechos de una desdeñosa ciudad, mira ahora con nostalgia a un cielo desolado y su luna nueva entre las sombras.

Luna que, entre nubes alejadas, brillaría también para todos los demás, tanto seres amparados como desamparados. Pero ahora, entre sus brazos y cubierto con sus propios ropajes, llevará un pequeño niño que duerme. Es a su hijo al que protege, pero a un hijo ilegítimo. Solo las pequeñas piernas del bebé son de él lo único que veamos. El pequeño no percibe ni siente nada de lo que su madre, nostálgica, sí puede ahora sentir mirando la luna entre sus sombras. El pintor nos muestra en su obra emotiva y desolada la escena característica de  una orfandad paterna o de una maternidad soltera, ambos estados que, presumimos, pueden llevar a pensar en algún tipo de ser marginado por su condición social o económica. Puede representar una mujer de la calle, una prostituta o una hija abandonada a causa de alguna pasión defraudada; también alguna viuda que, sin reconocimiento oficial, no pueda reivindicar nada de su fallecido esposo. Pero ella sigue mirando la luna, esa misma luna que está, sin embargo, también para los otros, la misma luna que mira ahora desde ese recóndito y oscurecido lugar. En una de las paredes de la oscura galería el pintor sitúa incluso unos carteles callejeros, panfletos que anuncian y recuerdan, metafóricos, la vida acomodada de los otros. En uno de esos carteles públicos se anuncian dos galas representadas en el teatro londinense de Haymarket -Victims y The cure of love-, uno de los centros culturales por entonces de moda de la zona de Adelphi. En el otro veremos la publicidad de un viaje de placer turístico a la bella y soñada París.

Todo un terrible contraste sutil que, junto a la visión de la luna y sus reflejos en el río, enmarcan la emoción más efectiva de todo el conjunto de la obra. Pero toda obra tiene su propia historia detrás. Cosas que han pasado antes, durante o después de lo pintado... Es ahora la transversalidad de cualquier obra de Arte. Muchas obras -realmente todas- pueden tener esa transversalidad narrativa. Casi todas ellas lo tienen. ¿Por qué no? Cualquier emoción retratada en un lienzo posee su antes y su después. Lo que sucede es que los creadores solo pintarán lo que ellos sientan más de cualquier gesta. La única emoción que ellos piensen que pueda reflejar mejor su inspiración decisiva. Porque para contar otros posibles momentos, de antes o de después, surgieron ya los trípticos, por ejemplo. Con ellos se pretendía completar alguna cosa no contenida en la representación inspirada inicialmente. O, sencillamente, ofrecer así la narración que llevará al espectador a comprender mejor el sentido de la obra. Cosas que, de no hacerlo, hubiesen obligado al artista a exponerlas, solas y juntas, en un único lienzo limitado. La realidad fue que el pintor Egg quiso criticar la sociedad victoriana con tres imágenes distintas, pero relacionadas, tres cuadros separados para llegar, más profundamente, a las conciencias indolentes de la gente.

Porque aquella no es ninguna mujer de la calle, ni ninguna hija desamparada, o viuda desolada, no, es una esposa repudiada por su propio marido tiempo antes. La narración comienza con el lienzo I de la serie Pasado y Presente. En esta obra vemos ahora un salón de clase media londinense, y en él una familia retratada en una escena sorprendente. Están las hijas jugando ahora alegres en un extremo del cuadro, pero en el otro extremo hay una mujer sola, derruida y desesperada, juntando ahí sus manos contra el suelo, abatida al saber la decisión de su esposo al conocer la noticia. Ella ha cometido adulterio, y él lo certifica así, con una carta delatora que arruga entre las manos. La escena es dolorosa y participa del contraste entre un hogar sosegado y la cruel decisión sobrevenida. En la obra de Arte, típica del momento Prerrafaelita, se muestran algunos elementos retratados alegóricamente. Por ejemplo una puerta abierta, reflejada en el espejo del fondo, por donde deberá salir ella; una manzana partida por la mitad en el suelo, símbolo de la ruptura del matrimonio; y un pequeño cuadro en la pared con la escena del destierro bíblico. Los colores en la obra son fuertes y acusados, como rémora iconográfica del trágico momento.

Pero, debe existir otro cuadro aún más moralizante, uno para entender el sentido crítico de la anterior obra. Porque el creador quiere hacernos ver el sinsentido tan inhumano de la sociedad de su época. Tal vez, por eso el pintor pensaría que con tres imágenes pudiera llegar mejor a la conciencia de la gente. La secuencia narrativa de las tres obras tiene su mejor sentido con el lienzo intermedio. Es decir, el primer cuadro es el salón con la noticia y el último la mujer ante la luna. Pero hay otro que, situado entre ambos, completará, trágicamente, la decisión primera. Dos jóvenes hermanas miran ahora la misma luna de aquella misma noche. Porque es ésta ahora la misma luna, de la misma noche oscura, mirada desde aquella galería de arcos. Han pasado algunos años y las niñas de antes -las que jugaban en el salón abrigado- están ahora solas, con más años y sin nadie. El padre ha fallecido hace semanas y ahora se encuentran abatidas, desoladas y sin nadie. Y el creador inglés utiliza la luna como un nexo, como un elemento que, sutilmente, trata de enlazar la mirada con el gesto, el semblante con el sesgo, o la desesperación más humana con la decisión más absurda. También la oscuridad del destino más sombrío con la sentida nostalgia, o la metáfora más alumbradora con la penumbra menos romántica. O quizás, por fin, la visión de un cielo trascendente y abierto con la cruel realidad tan oscura y dramática.

(Tríptico del pintor inglés Augustus Leopold Egg, 1858: Óleo Pasado y Presente, El número III; Grabado del siglo XVIII del complejo Adams, Adelphi, Londres; Óleo Pasado y Presente, El número I; Óleo Pasado y Presente, El número II, todas las obras de Egg en el Museo Tate Gallery de Londres.)