28 de julio de 2016

La alegoría encubierta de una emoción efímera descubre ahora una belleza dormida.



El crítico francés de la Ilustración Denis Diderot le dijo al pintor de este cuadro: Amigo mío está usted lleno de gracia, pinta y dibuja bien pero no tiene imaginación ni espíritu; usted sabe estudiar maravillosamente la naturaleza pero desconoce el corazón humano. Sin embargo, Louis Jean Francois Lagrenée (1724-1805) fue uno de los pintores más famosos de su tiempo, en su época supo distinguirse de un Rococó demasiado monótono para llegar a rozar un Neoclasicismo impregnado tanto de los antiguos maestros italianos como de sus antecesores franceses. Pero, efectivamente, no conseguiría el pintor alcanzar la gloria en el Arte. En el año 1770 se decide Lagrenée por crear un pequeño lienzo al que titularía Marte y Venus, Alegoría sobre la paz. El dios Marte representaba la fuerza desestabilizadora, la agresión más violenta y la manifestación más terrible de la guerra. Venus era la diosa de la Belleza, representaba justo todo lo contrario a Marte: el equilibrio más estable, el sosiego más embriagador o la satisfacción más placentera. Ambos dioses, sin embargo, se llegaron a amar una vez. La mitología es aquí dudosa, porque, ¿fue un amor adúltero o legítimo? Pero no es eso ahora lo importante aquí para el Arte. En el Arte fueron ambos representados tanto por su atracción como por su oposición. Y en su obra neoclásica el creador francés compuso su idea estética de lo que una alegoría sobre la paz debiera ser con ellos.

¿Por qué una alegoría sobre la paz con dos amantes tan opuestos? Ya se había representado por otros pintores la capacidad de Venus de calmar la fuerza arrasadora de Marte, la sutileza de la belleza por frenar el ímpetu más demoledor del impulso violento más fiero. Y el pintor francés diseñaría su pequeño universo pictórico galante para componer ahora una escena alegórica sobre la paz. Aparecen los dos dioses juntos luego de haber consumado su pasión. Ahora Venus está dormida y las armas de Marte tiradas en el suelo. También pintaría dos palomas blancas como símbolos de su dedicación a la paz. ¿Qué otra cosa si no puede representar esa escena galante y plácida? Porque la paz estará totalmente brillando por doquier mientras Marte siga seducido por la visión de la Belleza. Y es en este mismo momento, el que dura la visión de la Belleza tranquila y dominada, cuando el pintor fijará su escena pictórica con una representación matizada ahora por una atmósfera dura y dramática.

El creador encuadra la imagen con una cortina verde apartada ahora por la mano poderosa de Marte. Quiere mostrarnos así la maravillosa visión de una Venus dormida. Quiere hacernos partícipes de esa visión y a la vez nos ofrece el pintor otra cosa muy opuesta: la oscuridad más tenebrosa justo detrás de un Marte maravillado ahora por la belleza. La obra pictórica nos descubre así solo un pequeño instante de belleza, uno que durará menos de lo que una visión pueda mantenerse de un deseo. Porque luego el dios Marte pronto volverá a colocarse su armadura guerrera, se cubrirá su cabeza y acabará tomando la espada para proseguir con su lucha. Esa oscuridad del fondo es aquí la simbología más sutil para comprender la efímera sensación de una alegoría semejante. Porque no es que no desee el dios quedarse subyugado para siempre de algo que ahora mira admirado. No es que las palomas no deseen anidar por siempre en el casco del guerrero. No es que la diosa no confíe tampoco en la dulzura del presagio placentero que siente ahora mientras duerme. No, es que el pintor francés, aquel que enjuiciaran una vez como exento de conocimiento, quiso entonces describir bellamente pero sin angustiar, desembridar, incomodar ni desesperanzar mucho, la fragilidad más inevitable que encierra la tan oscura, enigmática y misteriosa naturaleza del deseo.

(Óleo Marte y Venus, alegoría sobre la paz, 1770, del pintor Louis-Jean-Francois Lagrenée, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)

20 de julio de 2016

Una representación universal de la humanidad en un solo lienzo: la madonna sixtina.



Llegar a entender una representación pictórica no es infalible nunca. Pero, ¿qué es infalible en el Arte? La grandiosidad de los pintores del Renacimiento o del Barroco ha sido sublime en la historia. Todo lo demás -las otras tendencias posteriores- es algo artísticamente más manipulador, menos sublime, aunque hayan sido perfectas casi. ¿Qué nos dice realmente algo representado en un lienzo cuando lo vemos? Eso que nos dice al pronto, y no otra cosa, debe acercarse mejor a la verdad de lo representado, a la sublimidad de lo humano. ¿Qué es la sublimidad en este caso? Es lo que, representando materialmente algo, llegará a significar luego otra cosa sin necesidad de traducir los elementos propios -rasgos físicos racionales- de su representación primaria. Es decir, cuando lo que vemos no es lo que parece sino otra cosa diferente, una idea más reducida, más bella e incomprensible. Otra cosa, una que, poco a poco, llegará a la excelencia más artística de lo representado, a la cumbre de lo que está más allá de lo aparentemente bello, de lo simplemente estético, para llegar a alcanzar lo más esencial, lo único, lo universal, lo eterno. 

La Madonna Sixtina, el sagrado cuadro del pintor del Renacimiento Rafael Sanzio, es un ejemplo de sublimidad artística. Pero aquí lo sublime nos llegará solo si nuestros receptores humanos se alinean ahora en lo sublime, es decir, si los ojos de nuestro interior se subliman también además, por así decir, ante lo que ahora miran. Para esto hay que romper moldes mentales anteriores y desprenderse de todos los prejuicios, alcanzando incluso una ataraxia mental, una extraña sensación que nos llevará a mirar -como si fuera por primera vez- ahora sin connotaciones ni ideas preconcebidas de ninguna clase. Hagamos una prueba de eso con este magnífico lienzo clásico. Primeramente, nuestro sentido visual nos distingue en la obra cuatro escenarios individuales posibles, cuatro representaciones diferenciadas en la misma obra. La madre y su pequeño hijo por un lado. ¿Qué vemos en ellos metafóricamente? Representan el concepto más elevado en la obra, por tanto, podemos ver en ellos ahora sabiduría, conocimiento, profundidad esencial del sentido global de todo lo relacionado estéticamente. Ellos dos nos miran a nosotros fijamente con conmiseración y empatía, ellos saben del dolor humano, de la soledad, de la provisionalidad de la vida, de la pasión sufrida, de la crueldad, del abatimiento, del desgarramiento más humano.

Luego está la figura vertical de la izquierda, un ser humano mortal aquí representado como cualquier otro -aunque su figura sea la del papa Sixto II-, un personaje envejecido, identificado ahora con todos nosotros -señala su dedo hacia el espectador-, relacionado aquí con todas las miserias humanas de la vida, llenas de poca belleza, con lo terrenal o más práctico de la vida. Tiene unos rasgos humanos poco atractivos y su representación está relacionada con lo pasajero de la vida. Dispone su figura de un gesto nada garboso y se asocia además con toda la materia inerte y corruptible del mundo. En el otro extremo del cuadro se sitúa justo la representación de lo contrario, otra figura humana pero ahora elegante y bella, con toda su juventud esplendorosa expresada -es la joven, excelsa y hermosa figura de santa Bárbara-, con un ademán armonioso, con el aspecto elogioso de una belleza humana sublime. Su rostro está bendecido de equilibrio y armonía, con el ángulo representado más exquisito de su cara y de sus ojos entreabiertos. Por último, en el escenario inferior de la obra, se representan dos ángeles pequeños indolentes, dos niños celestiales que realmente representan ahora a toda la humanidad. Expresan ellos en la obra la inocencia y la ignorancia. Representan la incapacidad infantil humana de ver las cosas más allá de una lúdica o divertida forma de entender la vida: sin aristas, sin complejos, absolutamente inconsciente.

En esta obra de Arte la genialidad de Rafael Sanzio es difícil de evaluar en toda su magnitud estética, como en muchas obras suyas, porque no es solo armonía o belleza lo que pinta ufano. Pero en este lienzo tan sublime llegará el pintor italiano a describir, más que ningún otro pintor en la historia, de forma sublime la humanidad tan desarticulada y vulnerable, tan excelsa y tan miserable, tan divina y tan humana, tan eterna y tan perecedera. El universo humano que representa la obra se enmarca ahora a través de la material cortina verde, abierta así para ver el sentido más sagrado del mundo a la vez que el menos sagrado de lo humano. La sublimidad de Rafael fue precisamente esa: hacer que lo menos sagrado -lo banalmente humano- no lo parezca tanto o nada. Pero, sin embargo, está ahí representado. Lo saben los personajes más sagrados en la obra -la Virgen y el Niño dios- porque la mirada de ambos es la más inquieta de todas. En esa mirada observaremos la sutil empatía que lo sagrado -también lo artístico o el Arte en definitiva- dispensará a lo desolado, a lo envilecido, a lo más terrible del mundo y sus cosas.

El Renacimiento del pintor Rafael es imprescindible para poder componer lo sublime. Pero, no bastaría. Por eso el creador más humano y sagrado de los más geniales renacentistas se acercaría aquí, sutilmente, hacia una deriva barroca, hacia esta otra tendencia artística mucho más comprensiva con la humanidad frágil y vulnerable. Pero entonces no se sospecharía que una tendencia así, tan generosa con lo humano, pudiera existir alguna vez. ¡Porque estamos aún en el año 1514! Nada de eso se podía suponer todavía bajo las grandiosidades de un lienzo renacentista. Pero aquí Rafael se acerca, antes que nadie, a la sublimidad compasiva del Barroco, aunque sin dejar las maravillosas insinuaciones renacentistas tan clásicas. ¿Qué nos están diciendo las miradas de esos dos pequeños ángeles tan terrenales? ¿Qué hacen ahí abajo, tan cerca de la Tierra? Pues, representar divinamente lo más terrenal. Porque ellos -los pequeños ángeles ensimismados- expresan ahora aquí la duda, la idea premeditada, la imaginación, el deseo, la molicie, el desatino, la inconsciencia o la avaricia más humanas. Pero, sin embargo, ellos no lo saben aún... ¿Qué se esfuerza ahora el maduro y errático Sixto en decirnos ahí? Porque él representa la apelación, el desasosiego, el paso de la vida perecedera, la tentación, el arrepentimiento, lo más humano y material de la vida. Él es también la confusión, la profusa confusión desasistida del ser humano. Hasta el pintor parece que, en su mano dirigida hacia nosotros, le pintase seis dedos, aunque eso solo sea una vaga impresión plástica visual muy confusa.

De la exquisita y bella figura de santa Bárbara, ¿qué nos dice esta representación?, ¿qué nos dice su bella figura estilizada? Ella representa el lado más amable de la vida, el aspecto más encantador y más bello de la vida. Su belleza -el pintor se inspiró en una de las más bellas mujeres romanas, en Julia Orsini- es extraordinaria. Porque no es nada sagrada su belleza, como sí lo es, a cambio, la belleza de la virgen María representada. Santa Bárbara nos transmitirá aquí todo lo bueno, bello, querido o bendecido por una Naturaleza agradecida, equilibrada y armoniosa. Su gesto es un ejemplo magnífico de escorzo -inclinación de su cuerpo-, perfectamente conseguido en el lienzo, algo que tan sólo sus facciones hermosas puedan, acaso, competir ahora con tamaña armonía estética. Su perfil es mucho más humano que sagrado. Ella es la otra parte de la vida -la enfrentada a la vejez, a lo inarmónico o a lo perecedero-, esa parte de la vida que veremos ahora con el deseo de identificar belleza con humanidad, armonía con solemnidad o esperanza con ternura. En esta obra maestra está el universo de la mejor representación de la humanidad a través de los ojos de la divinidad... ¿Qué nos quedará a nosotros luego de mirar esta obra? La mera certeza de que el mundo encierra tal vez algo más de lo que vemos. Que todo formará parte de la vida: de sus inicios inocentes, de sus momentos gloriosos, de su belleza, de sus difíciles y oscuros tiempos de explicación o deterioro. De todo lo que somos, de lo humano que somos, de lo que podamos llegar a ser también además... De la terrenalidad más sensual y más asombrosa o de la divinidad misteriosa más trascendente y sublime.

(Óleo y detalles de La Madonna Sixtina, 1514, del pintor del Renacimiento Rafael Sanzio, Galería de Pinturas de Maestros Antiguos, Dresde, Alemania.)

11 de julio de 2016

La pérdida de identidad o del destino propio frente a la alienante estrategia de los otros.



El mito griego de Ariadna es conocido por el famoso ovillo que permitió a Teseo salir y regresar del Laberinto. Es por esto por lo que fue más conocida la hija legendaria del rey Minos de Creta. Entonces era el triunfo de la razón, del pensamiento sutil y práctico para lograr Teseo salir del laberinto después de matar al Minotauro. ¿Por qué Ariadna consiguió alcanzar a tener esa genial idea creativa? ¿Qué la llevaría a esa invención para ayudar a salir al ateniense Teseo de su laberinto y no haber podido ella, sin embargo, tener antes otra para haber salido del suyo? Ariadna acabaría enamorada de un extranjero que había ido a su reino -la isla de Creta- para asesinar a su hermanastro, el Minotauro, por ser este terrible monstruo la perdición de los atenienses. Teseo luego, persuadido -¿enamorado?-, accede a llevarla a su querido reino ateniense con él. ¿Fue ese el trato de ambos? Es decir, ¿había sido aquella la estrategia -ayudar a Teseo ideada por Ariadna- para poder salir ella de su propio laberinto? En el siglo del Neoclasicismo surgió una pintora que utilizaría esta tendencia clásica extraordinariamente. Angelica Kaufmann (1741-1807) era la hija de un mediocre pintor austríaco que le enseñaría, sin embargo, la grandeza más elogiosa del Arte clásico. A pesar de no llegar a ser muy original ni muy expresiva, Kaufmann consiguió con su pintura Ariadna en Naxos una inspirada y sensible obra de Arte. En su obra las líneas horizontales de una composición sublime combinan eficazmente con la luz y la oscuridad melancólica del lienzo trágico (Ariadna fue abandonada por Teseo en la isla solitaria de Naxos). Después, los colores expresarán todo lo expresable en la obra neoclásica: la soledad del personaje, la confusión ante el verdadero motivo de su gesto, o la misteriosa sensación de un delirio dramático.

La leyenda mitológica nos aclara algo el sentido de la obra de Kaufmann. Teseo, a su regreso a Atenas, arriba antes en la isla de Naxos para descansar con su amante. Al amanecer zarpa con su barco para continuar su viaje, dejando a Ariadna sola en la isla desierta. ¿Por qué lo hizo? La leyenda no lo aclara y la pintora solo deja simbolizado el barco de Teseo, apenas representado al fondo del cuadro. Por tanto, hay dos cosas que podemos sostener ante el gesto de la desolación de Ariadna: una que ella está molesta porque ha sido abandonada en la isla sin posibilidad de continuar o regresar a ninguna parte; y otra que está dolida por el desamor, la deslealtad y la huida de su amado. En el Arte clásico de Kaufmann estas cuestiones son utilizadas en la obra para dejar abierta cualquier posibilidad... El Romanticismo lo habría llevado todo mejor hacia una opción muy emocional y desgarradora. Así se expresa siempre en cualquier imagen romántica que veamos de esta leyenda. Es decir, en el Romanticismo, Ariadna estaría ahora desolada por su abandono sentimental sin paliativo posible que la ayude. Nada hará a ella reaccionar ante la terrible tragedia de su corazón roto. Abatida se queda en la isla solitaria, incluso dormida antes de que el dios Baco -su salvador mitológico- la despierte para siempre. Otra versión de la leyenda nos cuenta que, al día siguiente de su abandono, aparece otro barco en la isla con el séquito del dios Dionisios o Baco. Este dios mítico se fascina al ver la belleza inmaculada de Ariadna. Pero, Baco no es un dios fornido ni muy atractivo, ni siquiera un orador ni un luchador ni un seductor tampoco, es el dios de la sorpresa misteriosa, del abismo más profundo o del sentido más subyugador de una vida placentera y pasiones efímeras. Y, entonces, Baco salvará a Ariadna... ¿La salvará, verdaderamente? Porque el final de ella es tan confuso como sus motivos para huir con Teseo de su reino cretense. ¿Qué le sucedió a Ariadna, finalmente? Porque pudo morir en Naxos de hambre o de una flecha de la diosa Artemisa antes de que Dionisos llegara a rescatarla. O pudo suicidarse también, ahorcándose desesperada.

Dionisos es además el dios griego de la resurrección y por eso también pudo ella abandonarse con él y subir a los cielos para siempre -la constelación de Ariadna-, o acompañar a este curioso dios a luchar contra Perseo y dejarla luego éste petrificada con su Medusa... ¿Cuántos destinos, todos desolados, pudo haber tenido Ariadna? Sin embargo, la tradición cultural de siglos nada quería saber de tristes destinos desolados para sus bellos mitos adorados. Su encuentro con Dionisos llevaría a Ariadna a retomar su vida: se marcha con él y viven felices juntos para siempre. Pero el Arte, antes de eso, nos había dejado las escenas emotivas de su desolación, de su confusión o de su terrible maldición. El pintor del Barroco Carlo Saraceni compuso, en el año 1606, su obra Paisaje con Ariadna abandonada por Teseo. A diferencia de Kaufmann y su Neoclasicismo glorioso, Saraceni muestra el abandono más desamparado de Ariadna ante la visión del barco, apenas ahora destacado, donde Teseo navega decidido hacia su patria. Aquí hay un abandono claro y rotundo, sin nada más que Ariadna nos pueda transmitir que desolación manifiesta. En Kaufmann había algo más, había un rechazo lastimero evidente hacia el gesto traicionero de su amante. Ariadna en la obra de Kaufmann no mira siquiera a Teseo, no quiere saber nada más de él ni de aquel destino lastimoso. ¿Un destino fallidamente calculado entonces en Creta? En la pintura de Kaufmann se muestran sus pequeños tesoros, desperdigados sin sentido en la isla de Naxos. Cuando el dios Dionisos llega a esta isla descubre a una Ariadna espléndida, bellamente efusiva, pero, sin embargo, con un triste semblante doloroso. Porque entonces ella además pensaba otra cosa de este advenimiento de Dionisos. Imaginaba que no era un dios salvífico sino el mensajero de la muerte..., de una muerte que ella esperaba totalmente desanimada. Pero Baco le dice, confundido por esa desesperanza tan seductora de ella, que la quiere y desea salvarla así de sus desdichas. Es entonces cuando Ariadna piensa que puede cambiar su vida, finalmente, que no tiene ya que morir para lograrlo. En una famosa ópera basada en el relato de Ariadna el dios Baco pronunciaría, enamorado, estas bellas y poéticas palabras en la isla de Naxos: Antes morirán las estrellas del cielo que tú entre mis brazos.

(Óleo Ariadna en Naxos, 1774, de la pintora Angelica Kaufmann, Museo de Bellas Artes de Houston, EE.UU.; Cuadro Paisaje con Ariadna abandonada por Teseo, 1606, del pintor Carlo Saraceni, Museo de Capodimonte, Italia; Óleo Baco descubre a Ariadna en Naxos, 1650 c.a., Mathieu Le Nain, Museo de Bellas Artes de Orleans, Francia.)

24 de junio de 2016

Alcanzar a ver solo lo importante, lo esencial, dejando afuera el pánico o la amenaza.



Uno de los pintores más desconocidos de la historia del barroco holandés lo fue Caesar van Everdingen (1616-1678). Pertenecía al llamado Academicismo de Haarlem, una tendencia artística que ajustaba su estilo al más estricto proceder según las normas clásicas y correctas de pintar. Pero componer una creación artística no es sólo realizar una obra perfecta según criterios clásicos sino incluir algo más, en este caso un mensaje emocional que llegue al observador de la obra. En Everdingen admiramos sus creaciones de sutil belleza barroca pero también de algo más. Para percibir esas otras cosas he elegido esta obra suya del año 1640, Pan y Siringa. La mitología griega nos cuenta la leyenda de Siringa, pero al dios Pan lo conocemos algo más, era un dios brutal de la cosecha y la fecundidad. Siringa era una joven y bella ninfa de los bosques de la Arcadia, región mítica de la Antigüedad griega donde la vida era plácida, bella e ingenua. Siringa era una hábil cazadora que recorría rauda sus prados disfrutando con su arco los paisajes boscosos de su región idílica. Pero, una vez, cuando caminaba segura cerca del mítico río Ladón, el temible Pan la perseguiría deseoso y lascivo con intención de conseguirla... Entonces Siringa, asustada, elige entrar en el río antes que caer bajo las fauces del libidinoso fauno. La leyenda cuenta cómo ella fue transformada por los dioses para salvarla en un cañaveral. Con la bella música producida por ese cambio sustancial el dios Pan se hizo una flauta con una de sus cañas. Aunque era el dios de la fecundidad, de los rebaños y de los pastores, no eran estos los únicos rasgos que determinaban su personalidad mítica. Pan era un dios curioso pues representaba la fecundidad más necesitada a la vez que la sexualidad más brutal. Toda esa voluptuosidad añadida a su aspecto físico le daban un cariz aterrador.

El sonido de su voz hacía helar el corazón de cualquiera que lo escuchara. De esa particularidad surgiría luego en la cultura occidental el conocido término pánico. Y este relato mitológico lo plasmarían en sus cuadros muchos pintores de la historia. Siempre pintando a la ninfa compungida y temerosa y a Pan bestial y decidido. Pero, sin embargo, nunca había sido creada una obra de Arte sobre esta leyenda donde se viera solo a Siringa. Porque en la obra de Everdingen sólo es ella a la que se ve. Solo a ella vemos temerosa, mirando hacia atrás, justo en el momento de entrar al río para salvarse. Pero en ninguna parte veremos al temido y fiero Pan de la leyenda. No está ahora lo alarmante, ni lo fiero, ni lo terrible en este lienzo barroco. No hay en el universo artístico del lienzo nada que origine físicamente ningún pánico. Un espacio vital éste además -el delimitado por el cuadro- que representa siempre el sentido completo de una obra de Arte. Y esta es ahora aquí la mayor genialidad de la obra barroca de Arte holandesa. Esa fue la particularidad emocional que el pintor Everdingen consiguió con su creación artística barroca. Y en este caso podremos imaginar lo que queramos imaginar de Siringa: que huye de un animal, de un enemigo, que escapa de un acosador infame o que corre lejos dejando atrás un miedo irrefrenable. Hay que explicar que el dios Pan no representaba exactamente a un ser violento, infame o a un acosador execrable. No, no lo era, aunque lo parezca. Y este es un matiz muy importante que hay que señalar de este personaje mitológico para poder entender esta iconografía.

Pero, sin embargo, todo eso no lo sabría por entonces Siringa...   Sólo algunos escritores y pintores a lo largo de la historia, pero sobre todo durante el Barroco, hicieron de Pan un personaje diferente al terrorífico ser brutal que pareciera ser antes y se representase. Hicieron de Pan los pintores del Barroco, a cambio de los del Renacimiento, un ser tímidamente deseoso además de un ser desafortunado por el hecho de tener ese aspecto tan grotesco. Lo importante de la obra de Everdingen es cómo el pintor consigue llegar a todos los que vemos la obra para preguntarnos ahora: ¿de qué huye ella, a qué teme la joven del cuadro? Porque el autor holandés no quiso aclararlo. Él no lo expresaría en su obra como otros artistas, clara o sesgadamente, sí lo hicieron en las suyas. Pero aquí no, aquí el pintor de las pinturas correctas del barroco clásico holandés no hace otra cosa más que ocultar el objeto real causa de esa huida o de ese miedo. Solo veremos a la ágil ninfa correr ahora hacia el río de su perdición, pero no veremos la causa de esa perdición, algo tan solo visto, sin embargo, por ella. Miremos donde miremos no está el motivo del horror o del pánico en el universo creativo que determina la obra. Sólo ahora está en nuestra capacidad de abstraer o de pensar o de sospechar -para los que conocen la leyenda- en la figura monstruosa del posible perseguidor infame. Pero nada más. Como en la propia vida humana, como en las emociones desatadas de la propia vida humana, la causa real o lo verdaderamente importante es a veces solo una amenaza imaginada y no real. Este es aquí el mensaje salvador y no el río despiadado... Como el genial pintor barroco dejara, sin embargo, sin pintar en su obra.

(Óleo del pintor holandés Caesar van Everdingen, Pan y Siringa, 1640, Museo Nacional de Ámsterdam, Rijksmuseum, Holanda.)


6 de junio de 2016

Cuando no es belleza todavía, cuando es justo lo que se da antes, cuando no se ha desvelado aún.



Lo misterioso o lo enigmático es justo lo que se da antes de la belleza. Nunca es lo que sigue a la belleza, luego de que ésta se manifieste primorosa. El misterio es justo lo que se percibe antes de transformarse en belleza, es también lo que antes se haya dado en el interior del que mira luego fascinado su encuadre. Solo después de todo eso es cuando será descubierta la belleza, lo que admiraremos sin recordar ya nada de todo aquel misterio de antes. Porque antes de elaborarse la belleza los ojos no la verán sino velada apenas. Por esto esa mirada anticipada puede entonces provocar incluso otras cosas que ahora confundan, divaguen o, tal vez, imaginen su promesa. Y nos obliguen a completarla con el pensamiento más que con el deseo o alguna vaga sensación emocional. También con el horizonte brumoso de lo posible por no ser aún definitiva, o con lo incierto por no ser del todo comprendida, o con lo vagamente hermoso por no ser bello todavía, o con lo sublime apenas por no ser aún reconocida. Porque entonces es aún solo un mero símbolo de belleza, un pequeño esbozo de lo por acontecer para poder llegar luego así, por fin, a ser grandiosamente descubierta.

Cuando el pintor francés Ingres descubriese en su academia parisina al dominicano -nacido en la República Dominicana cuando fue francesa durante pocos años- Théodore Chassériau (1819-1856), diría de él que sería el Napoleón de la Pintura. Tal habilidad para el dibujo y para plasmar belleza en un lienzo tendría aquel su prodigioso alumno. Pero años después, cuando Chassériau descubriese la pintura fascinante del romántico Delacroix, entendería entonces el pintor dominicano que el Arte podía y debía ser otra cosa muy diferente a lo de antes... Y entonces el maestro Ingres se indignaría y defraudaría con el rebelde Chassériau. Para cuando futuros pintores simbolistas vieron la obra de Chassériau empezaron a comprender qué era exactamente lo que ellos más sentirían ahora de lo bello en el Arte: justo lo que existe antes de llegar a esa belleza chassériauana...  Lucien Levy-Dhurmer (1865-1953) fue uno de esos pintores simbolistas que mejor entendieron cómo llegar a conseguir ese momento anterior a la belleza. Un momento estético que no desvelaría aún la Belleza, donde ésta tan solo existiría ahora apenas meramente. Es decir, que existe la Belleza pero solo apenas percibida con cosas ahora que la condicionan o la hacen transgredir fronteras estéticas, unos límites artísticos que alcanzarían luego, tal vez, a rozarla, pero nunca a poseerla.

Para preguntarse también uno mismo -el ser que la ve ahora sorprendido-: ¿para qué entonces la Belleza así, sin percibir del todo? ¿Por qué está la Belleza ahora así, tan desvalida o desposeída de su esencia? El Simbolismo fue una tendencia artística del Arte del siglo XIX reflejada tanto en el Arte pictórico como en la literatura, en la decoración o en el diseño. Tuvo hasta su propia filosofía esotérica. Por aquellos años simbolistas el escritor francés Péladan (1858-1918) se alzaría por encima de los convencionalismos y la sociedad materialista y se erigiría entonces en defensor de la belleza más zaherida.  Con su atrabiliaria personalidad extravagante, buscaría Péladan en el Arte la justificación de su pensamiento esotérico. Adoraría al compositor Wagner, a Leonardo Da Vinci, al pintor Levy-Dhurmer...  De la obra pictórica El Silencio, el escritor Péladan trataría de describir el enigmático semblante oculto ahora por unos dedos misteriosos y un velo renacentista. ¿Qué nos está transmitiendo ese semblante semi-oculto de la obra de Levy-Dhurmer? ¿Por qué la mirada de la modelo no la desvía el pintor, siendo de las pocas obras que no desvían una mirada así, tan enigmática o misteriosa? Porque la mirada no debe nunca dirigirse fijamente al espectador si se ocultan ahora cosas, como hace el Simbolismo casi siempre en sus obras misteriosas. Pero el pintor simbolista la mantiene ahora fijada hacia nosotros. Sitúa el pintor dos dedos del personaje entre sus ojos para poder así contrarrestar ese efecto tan confuso o para ocultar otros...   En la obra simbolista Desnudo reclinado -que no he podido certificar su autor ni fecha de creación- vemos cómo la belleza -que está claramente expresada- no está, sin embargo, del todo desvelada... La luz poderosa y radiante del fondo tratará de iluminarla sin tapujos. Pero la belleza se inclinará ahora, sin embargo, ante la luz. Y no es que esa luz tan poderosa nos ayude ahora a vislumbrar mejor esa belleza. No, lo que se obtiene con esa fuerte luz iridiscente es apenas aquí, sin embargo, todo un esbozo oculto de belleza.  

(Obra al pastel del pintor simbolista Lucien Levy-Dhurmer, El Silencio, 1895, Museo de Orsay, París; Cuadro al pastel del mismo pintor Levy-Dhurmer, Eva, 1896, Colección Michel Perinet, París; Obra del pintor Lucien Levy-Dhurmer, Desnudo reclinado, 1897 -dudosa autoría y/o fecha-; Obra de Levy-Dhurmer, Nocturno en Bósforo, 1897; Óleo del pintor Theodore Chassériau, Susana la casta, 1839, Museo del Louvre, París.)

23 de mayo de 2016

Este mundo es sólo imagen y nosotros formamos parte de ella.



Con el concepto de sufismo se ha denominado tradicionalmente a la espiritualidad islámica, que utiliza los conocimientos ascéticos y místicos para poder acercarse a una concepción metafísica del mundo, algo muy parecido por otra parte a la concepción platónica occidental. Pero esos conocimientos místicos son utilizados desde supuestos exclusivamente debidos al desvelamiento o la inspiración metafísica, no a la filosofía o cualquier forma de intuición racional parecida, sino solo a la espiritualidad más elevada, la purificación del alma o la cosmología teológica más trascendental. La antigua Persia anterior al Islam fue poseedora de una mística reveladora de amor cósmico o comunión terrenal-espiritual. Cuando tiempo después Irán descubrió los textos espirituales islámicos, muchos de sus personajes místicos encontraron una senda poética, religiosa y metafísica para satisfacer la profunda necesidad de acercarse a la divinidad más amorosa, a la belleza divina más sublime o a la verdad auténtica más elevada.

El pueblo persa, tan orientalmente unido a la magia terrenal de lo bello como a la belleza de lo divino, fue entonces dado a describir la sutil frontera liminar entre dos mundos opuestos: el mundo físico visible, representado en cada morada y en cada alarde de naturaleza prodigiosa, y el mundo invisible y espiritual, solo sublimado o desvelado por la inspiración o la abstracción poderosa del alejamiento de uno mismo. El maestro persa sufí Qazalí (m. 1123) fue uno de los místicos que pensaron que el amor verdadero solo podía ser vislumbrado como amor a la belleza de la divinidad. Sin embargo, también pensaba Qazalí que el amor sensual o terrenal podía convertirse en un medio útil para la purificación y, por tanto, ser una guía hacia la perfección absoluta. Actuaría el amor terrenal como un espejo donde los rayos del amor divino pudieran manifestarse. Porque el amor hacia las criaturas terrenales es el umbral hacia el amor universal. Pero con la condición expresa de que la finalidad de ese amor terrenal fuese la unión del alma con su creador, y no cualquier otra cosa egoísta o libidinosa. 

Ahmad Qazalí pensaba que lo irreal -que para él es lo sensual- era un puente hacia lo real -que para él es lo divino universal-. Lo sensual admira la belleza y llevará a considerar el amor a las criaturas como un umbral hacia el amor a la divinidad. Así fue como otros sufíes posteriores a Qazalí escribieron unos versos dedicados a la belleza sensual y su representación física. Como los del sufí Kermani:   Contemplo las imágenes con ojos físicos porque en ella hay huellas de Belleza. Este mundo es solo imagen y nosotros somos parte de ella. A la Belleza solo se la puede contemplar a través de la imagen.  Una antigua leyenda persa contaba que, cuando los cielos descargaron sus dulces y purificadoras aguas espirituales sobre las turbulentas aguas del mar, unas ostras destinadas ascendieron a su superficie y abrieron sus conchas para percibir una gota maravillosa de esas divinas aguas purificadoras. Luego, una vez germinadas, las ostras volverían a descender a las profundidades donde poder cultivar allí, resguardadas, la hermosa, bella y valiosa perla de los mares.

La leyenda persa de la perla y el mar fue en la que se basó el pintor academicista Paul Baudry para componer su obra La perla y la ola (fábula persa). Entonces el realismo triunfaba frente a un idealismo que se consideraba decadente o falto de coherencia. En su obra de Arte Baudry expuso parte de aquella bella mística sufí. Lo hizo entonces -mediados del siglo XIX- de forma muy elaborada pero, sin embargo, artísticamente ahora de una manera muy desubicada. Porque las bellas olas no están compuestas ahora conforme a lo real, no es una expresión de realidad natural lo que vemos articulado a un cuerpo bello de mujer tendido en la playa. Es más bien la representación simbólica de una belleza que ahora, perseguida por las olas, puede llegar a alcanzar a producir, luego, otra belleza distinta...  La perla divina y su ostra abierta la vemos a la derecha del cuadro, junto a restos de otros moluscos que no consiguen albergar ninguna perla ni belleza. La admirable silueta femenina delimita, sin embargo, las líneas perfiladas de una belleza ideal. Aquella perfección de la perla es sugerida aquí por la combinación de una realidad natural y de otra divina: por un lado las olas que representan lo sagrado y, por otro, la mujer que representa lo terrenal. Ambas son belleza y consiguen albergar otra belleza aún mucho más profunda. Pero la modelo femenina de espaldas, a diferencia de otras bellezas en el Arte, gira ahora aquí su cabeza difícilmente hacia nosotros, en un gesto muy forzado y vinculante. Un gesto tan peculiar para poder conectar así la visión de la Belleza sublime con la visión terrenal, confusa o inquietante, del que ahora la mira con un sentido más sensual o expectante.

Durante la etapa final del Renacimiento italiano, antes del advenimiento manierista del siglo XVI, el desconocido pintor Girolamo de Treviso (1498-1544) pintaría en el año 1523 su Venus dormida. Ya no se pintaba entonces exactamente como en la época de Miguel Ángel o Leonardo, pero tampoco el Manierismo se entendía muy bien qué cosa era, o si era algo muy diferente a lo que se había hecho antes. El joven pintor italiano pintó su Venus influenciado además por la tendencia emergente de la escuela de Venecia. Su mejor genio, el pintor más divinizado de Venecia, había sido Giorgione, fallecido en el año 1510. Pero Girolamo de Treviso quiso avanzar añadiendo un cierto realismo enigmático. Dejaría por tanto aquel idealismo renacentista de las formas hermosas por un alarde creativo algo diferente. Ahora esta Venus parece una mujer más cercana a la realidad terrenal que a la divina idealización renacentista. ¡Qué atrevimiento para entonces! Porque los pies de la diosa son unos pies normales y vulgares, incluso deslucidos para una belleza; las manos son más toscas, hasta señala con uno de sus dedos el suelo terrenal que la sostiene vilmente. Al fondo de la imagen hay una ciudad vulgar tras unas rocas desoladas, todo muy alejado de lo idealizado que pudiera ser un paraíso ultraterrestre. El pintor no consiguió convencer en la Italia de las encrucijadas artísticas renacentistas. Tuvo que marcharse a la corte de Inglaterra, donde el rey Enrique VIII lo utilizaría para su prestigio y propaganda histórica. Moriría el pintor italiano de una bala de cañón en Francia alejado de sutilezas o bellezas artísticas, cuando por entonces el rey inglés guerreaba, decidido, por sus atribulados, ensangrentados y deseados dominios europeos.

(Cuadro del pintor renacentista Girolamo de Treviso, Venus dormida, 1523, Galleria Borghese, Roma; Óleo La perla y la ola, (fábula persa), 1862, del pintor Paul Baudry, Museo del Prado, Madrid.)

5 de mayo de 2016

Las distancias y sus paradojas en el espíritu humano: a más de aquéllas menos distancia...



Para describir paisajes, el Arte fue un instrumento imprescindible antes de existir la fotografía. Países imperialistas como Gran Bretaña utilizaron pintores aventureros o exploradores para retratar las imágenes exóticas y grandiosas de su dilatado mundo colonial. Uno de ellos lo fue el pintor William Hodges (1744-1797). Embarcado en el segundo viaje del explorador James Cook, recorrería todo el océano Pacífico durante los años 1772 a 1775, navegando desde Ciudad del Cabo hasta la lejana Antártida. Los paisajes exóticos de Hodges consiguieron plasmar por entonces todo lo que se requería expresar para crear una ilustración de la vida, de las costumbres o de la etnografía de los distantes y distintos lugares visitados por él. Pero, también otra cosa muy diferente sorprendería a un público asombrado: su novedosa forma estética de pintarlos. Alcanzaban sus obras a describir escenas palpitantes, tan llenas de fuerza como de una extraordinaria luminosidad para el contraste, algo que los románticos posteriores, pero no sólo ellos, llevarían luego a su máximo esplendor artístico más emotivo. Sin embargo, Hodges, un pintor de género, de paisajes contratados o de descriptivos escenarios imperiales, llegaría a humanizar muy sensiblemente todo ese útil encargo ilustrativo. Consiguió que el posible observador, además de admirar el simple paisaje explorado, amara también el lugar y sintiera la fuerza de una atmósfera poderosa en cada claroscuro o color señalado de un paisaje grandioso, exótico, distante y puro.

Tres años después de regresar del Pacífico sur, Hodges sería contratado por el inventor y creador de la India británica, el oportunista gobernador Warren Hastings (1732-1818), para viajar al subcontinente asiático y recorrer sus paisajes y pueblos tan desconocidos. De aquella experiencia hindú, el pintor William Hodges llevaría a cabo muchas pinturas que embelesarían el imaginario británico y harían por conocer y descubrir aquel subcontinente. De uno de sus viajes al noreste de la India, donde el clima es más suave y menos duro, el pintor inglés acabaría inmortalizando, en un lienzo maravilloso, el paisaje sublime de las colinas de Rajmahal...    En el museo Tate Gallery de Londres se encuentra el subyugante cuadro. Una obra de Arte que, como su autor, pasaría sin llegar a ofrecer toda la especial grandeza espiritual de lo que el mundo se perdería sin ello.  Es de esa clase de obras que uno no puede pasar sin detenerse. Extraordinaria composición, que refleja emocionantes contornos abiertos y grandiosos. Una obra donde la simple visión de un paisaje rutilante es  ahora aquí, además, otra cosa diferente. Lo es gracias al encuadre tan mágico que el pintor desarrollaría en la composición tan grandiosa de su lienzo. Lo es también porque parece un espacio idealizado expresamente para advertir eso, es decir, un espacio recreado de la nada para poder componer una escena sugestiva, exótica y espiritualmente estimulante. Por que, para observar el horizonte poderoso del lejano relieve de las colinas de Rajmahal, no era necesario que elevara el pintor tanto el encuadre de su obra. Sin embargo, el perfil elegante, esbelto y majestuoso de la palmera india obligaría a elevar la distancia del suelo, haciendo así del bello cielo una justificación muy necesaria en su obra para el que lo vea. 

La obra se titula Tumba y vista distante de las colinas de Rajmahal.    Todo esto que dice el título de la obra reflejar -la tumba y las colinas- es lo que menos veremos ahora con claridad... Tal vez, porque seamos occidentales y no entendamos nada de la India, o, tal vez, porque el pintor también lo fuera. El caso es que en este bello paisaje hindú lo que percibiremos más serán las dimensiones espaciales, las distancias entre las cosas o el distanciamiento entre ellas, algo apenas establecido solo físicamente. Porque la figura del pastor solitario, sentado ahora  lejos de su ganado, está distante aquí de todo: de la tumba de la izquierda, de la palmera necesaria, de la construcción ruinosa a su espalda, o de la lejanía de un horizonte infinito.  De sí mismo, también, incluso. Nada ahí está cerca de nada. Pero, sin embargo, nada, de toda esa lejanía aparente, traspasará aquí la sensación interior más necesitada de una hipotética mirada.  Porque hasta la posición desde la que el pintor observa su escenario, es una posición que posibilitará el dimensionado lejano de las cosas... Desde ese hipotético lugar, que es el mismo lugar de los virtuales observadores de ese paisaje -de nosotros mismos-, se ven ahora así todas las cosas alejadas de este profundo paisaje silencioso. Porque todo estará ahí distante ahora de todo, todo se adimensionará en la obra, y lo hará de una manera lejana, misteriosa, inmensa, pacífica y sensible. 

Porque tan sólo el espíritu es aquí ahora el destinatario de esas formas o distancias de las cosas, esas que están y no están ahí representadas. El pintor fue un artista ilustrado de su época, un ser aséptico, explorador, que viajaría queriendo descubrir tan solo las cosas más exóticas del mundo, y, sin embargo, acabaría simulando en esta emotiva obra hindú ese espíritu sentimental que el Arte comenzara a latir, tiempo después, más claramente. Porque el pintor no fue un romántico, o no lo dejaron ser o él tampoco quiso. Describió solo las cosas que pasaban ante sus ojos de un modo racional, retratando el mundo que él viese en sus viajes, y mostrando  la vida y sus efectos naturales y terrenales. Nada más. Sin nada más. Y así lo hizo hasta que expusiese en Londres, a finales del año 1794, unas obras muy diferentes: Los efectos de la paz y Los efectos de la guerra. A comienzos del año siguiente, cuando Inglaterra declarase entonces la guerra a la Francia napoleónica, esas obras de Arte antibelicistas comprometieron al pintor y su carrera fatídicamente. Ordenaron que la exposición se cerrara para siempre, y la fama del pintor Hodges comenzaría a declinar lamentablemente.

Tiempo después, a principios del año 1797, retirado el artista en el suroeste de Inglaterra, una crisis bancaria ese mismo año arruinaría al pintor de los paisajes imperiales, exóticos y lejanos. Pocos meses después moriría de alguna terrible enfermedad desconocida. Aunque los rumores por entonces denunciaron que, tal vez, el láudano hubiese tenido algo que ver en ese distanciamiento voluntario de la vida. Como hiciera una vez con aquellos paisajes explorados... O como sus inmensos encuadres alejados insinuaran en su obra, unos horizontes alejados pero sin distancias interiores, o sin necesidad de ocultar, con ellos, nada bajo la profusa confusión aparente de las cosas; de esas cosas que se anteponen a otras, que se oposicionan a otras, que se trastocan por las aristas tangenciales de algo que no dejará de ser lo que son, lo que verdaderamente son, para nosotros. Lo que, únicamente, desde un espíritu sosegado y distante se pudiera participar de todo lo vivido y de todo lo representado en el mundo: de lo propio y de lo ajeno, de lo grande y lo pequeño, de lo acabado y lo eterno, para siempre...

(Óleo Tumba y vista distante de las colinas de Rajmahal, 1782, del pintor británico William Hodges, Tate Gallery, Londres.)

27 de abril de 2016

El fin de una época retratado en el Arte: el anhelo o la fugacidad del amor.



El pintor francés Jean-Honoré Fragonard (1732-1806) había representado el Arte más obsoleto, el más denostado, el menos apreciado o el más insulso... Y no es que fuese mal pintor, todo lo contrario, sino que eligió el camino más fácil asociado con un mercado que acabaría utilizándolo, sin embargo: la clientela superficial y hedonista del Antiguo Régimen. Desde mediados del siglo XVIII se dedicaría a un tema recurrente en su Arte: la escena galante y erótica.  Pero la Revolución francesa terminaría por dejar abandonado a un artista que fue víctima de su sociedad y de sus contradicciones. Olvidado y superado, moriría Fragonard en París en el año 1806 sin llegar a ver que el tiempo ignoraría su figura y sus obras solo pasarían a ser un motivo de decoración o fácil estampa erótica. Sin embargo, en el año 1784, cinco años antes de la Revolución francesa, el pintor crearía una obra muy diferente a aquellas que había representado antes. La fuente del amor es una pintura Rococó muy curiosa porque el pintor hedonista y pícaro expresaría con ella algo muy distinto por completo a su erótica tendencia tan farragosa. La atmósfera artística en esta obra no es tan terrenal como lo habían sido sus creaciones anteriores; no es tan alegre tampoco como sus representaciones galantes de antes; no es tan amorosa incluso, porque aquí no hay diálogo entre los amantes; no es tan erótica además, porque, a pesar de los senos descubiertos de la joven, no hay motivos lujuriosos o sensibles destacables como para expresar la sutil frontera transgresora del amor.

Con el fondo de un bosque oscurecido y misterioso las figuras de dos amantes se representan decididas, dinámicas y extrañas, ante los pequeños cupidos de la fuente del amor... Ambos amantes desean ahora ver y tomar el contenido sagrado de la copa amorosa que se les ofrece. Pero es el impulso de la pareja lo que permitirá, a riesgo de ser herida por el ímpetu, contemplar el secreto y poderoso elixir sensual prometido por los dioses. El cuadro rococó tiene elementos prerrománticos, pero solo algunos, porque su sentido romántico es ahora más individual o menos divertido o menos placentero. A pesar de su sentido místico, la pintura de Fragonard no dejará de expresar una escena natural y sensual donde dos amantes escapan juntos al discreto bosque para poder gozar.  La belleza de la pintura es superior, sin embargo, a cualquier otra belleza metafísica sugerida o insinuada en su temática; es decir, que son ahora sus suaves trazos color pastel o la corrección de su elegante dibujo lo que más admiremos en la obra. Aun así, encierra un misterio místico que el pintor supo disfrazar con su eficaz tendencia erótica o galante. Pero, también lo hizo fijando ahora el momento sublime de una sutil exaltación mística: el instante de la contemplación extática del amor más deseado... Algo que aquí está narrado con las sutiles fuerzas que impiden ahora, en verdad, poder contemplarlo...

La nube divina de los pequeños diosecillos alados -cupidos- apenas sostiene la irrealidad o incapacidad de manifestar el contenido del amor más deseado. Deben confiar los amantes, sin embargo, en que lo hallarán. El gesto de sus rostros es un recurso que el pintor utiliza para mostrar dos expresiones sorprendentes: la estupefacción y la ingenuidad. En el Arte podremos comprender hasta el sentido filosófico de lo que no es visible, hasta de una posible insatisfacción... Porque en el Arte la escena nunca avanza más allá de la imagen congelada en el lienzo, no irá más allá porque está retenida para siempre y no sabremos nunca cómo acabará lo que ahora vemos. ¿Qué pasará después? ¿Habrá que seguir viniendo a la fuente del amor para seguir creyendo en él? Como la propia época rococó, que el pintor empezara a presentir que se acabara, el cuadro de Fragonard refleja las emociones de un terrible presentimiento: que el impulso del deseo sólo conseguirá retrasar muy poco el final de éste. En la composición de la obra La fuente del amor el pintor enfrenta la luz suave de sus colores atenuados con la oscuridad tenebrosa de un cielo asolador. Porque deben convivir dos sensaciones y deben entenderse dos emociones en la obra: el anhelo y la fugacidad. Los dos amantes parecen buscar, cada uno de ellos con su propio impulso, las misteriosas alabanzas de un amor deseado vagamente... Sin embargo, si nos fijamos bien, observaremos en la figura de ella, mimetizado casi en su liviano tejido blanco, los decididos dedos masculinos asiendo ahora por su cintura, convencidos, el bello cuerpo inclinado de la mujer.

(Óleo La Fuente del Amor, 1784, del pintor Jean-Honoré Fragonard, Museo Paul Getty, Los Ángeles.)

21 de abril de 2016

El valor de la imagen universal, la más completa e intemporal, o el sentido más auténtico del Arte.



Pocas obras de Arte pueden conseguir hacernos comprender que en ella está la obra más completa o universal del mundo. No la más perfecta, que es una cosa distinta, sino la más completa, la que lo contiene todo y que, mirándola detenidamente nos llevará a sentir que no es necesario mirar ya nada más creado por el hombre, ni antes ni después, para acabar de entender lo que es el Arte. Y esa sensación, más espiritual que material por otra parte, es la que se siente observando una de las tres obras del tríptico La batalla de San Romano del pintor gótico-renacentista Paolo Uccello (1397-1475). Llega a tanto ese sentimiento etéreo, casi una emoción primitiva, que no hará falta saber nada de la batalla, ni lo que la causó, ni la fecha en que se produjo, ni los protagonistas que tuvo, para llegar a entender su completo sentido artístico. ¿Entender, exactamente, el qué? Porque cuando un cuadro hay que explicarlo mucho poco será el mérito artístico de su obra. Es más, si no sabemos nada de la historia que describe el cuadro aún sabremos -entenderemos- más de la propia obra de Arte reflejada en él. 

Fijémonos, por ejemplo,  en el enfrentamiento entre los dos caballeros medievales. En concreto en el caballero del caballo blanco y la silla azul, que es descabalgado ahora por la lanza decidida del otro caballero, el que acabaría siendo vencedor de la batalla. Pero, ¡qué maravilloso plano artístico con su caballo blanco, qué momento más glorioso eternizado en el lienzo! Es el gesto tan elegante y bellamente plástico que su personaje -Bernardino della Ciarda, jefe del ejército sienés- muestra ahora ante el desafortunado empuje de la lanza enemiga. Y esto a pesar de que el tríptico fuera encargado por los vencedores florentinos. El pintor Uccello era florentino, pero no era un propagandista sino un artista universal. Incluso la cabeza del soldado de Siena, situada justo detrás del caballo blanco vencido, nos confunde ahora con su imagen superpuesta: parece la del jinete lanceado antes de ser éste derribado. Tal es la irrealidad plástica tan maravillosa de la obra. Pero, no es esto lo único extraordinario aquí, y no ya por la genialidad artística, que lo es, sino por ser una obra de Arte fuera de lo ordinario para describir una batalla real tan decisiva.

Para este pintor prerrenacentista lo más importante en una obra de Arte es la perspectiva. Por entonces era lo más novedoso, lo técnicamente decisivo para afrontar un Arte pictórico que comenzaba a latir con fuerza. Pero, sin embargo, no utilizaría el pintor la perspectiva como era habitual por entonces: para establecer varios escenarios temporales diferentes en un mismo lienzo. Para Uccello la perspectiva es necesaria -como lo será siempre luego- para dar profundidad a un único momento temporal. Y en un único momento temporal pueden pasar muchas más cosas de las que, objetivamente, precisen mostrarse de una batalla en un cuadro. Y en uno de los tres momentos temporales pintados en su tríptico, El descabalgamiento de Bernardino della Ciarda en la batalla de San Romano -expuesto en la Galería de los Uffizi-, el pintor florentino nos presenta en la mitad superior de la obra cosas que para nada tienen que ver con una batalla cruenta, por muy importante que haya sido.

En esa parte de la obra se muestran un paisaje labrado con frutas apetitosas colgadas de un árbol y cazadores con sus galgos, liebres o conejos corriendo por el campo. Pero no hay límites ahí que los separen, todo está mezclado con todo. Nada ahí hace que las cosas no se puedan mezclar azarosas, o no sean también compartidas en el universo limitado del cuadro. Las lanzas, las alabardas, las armaduras de los jinetes escorados, los plumajes de sus yelmos, todo eso está ahora confundido con los árboles, con el paisaje profundo o con las inexistentes flores del campo. La irrealidad está vestida aquí de realidad gracias a la perspectiva o a la dinámica de los gestos gloriosos, heroicos y gallardos de los hombres. La lanza vinculadora y poderosa es el elemento estético que está expresado con más realidad de todo lo expuesto en la obra. El resto es infantil, ridículo, grotesco o extremadamente fantasioso. Pero, sin embargo, hay elementos pictóricos muy modernos para un lienzo tan arcaico, cosas que le dan además a la obra un estudiado diseño gráfico y artístico muy novedoso para la época. Las lanzas rotas o partidas en el suelo dibujan ahora una perfecta silueta ortogonal: son todas líneas paralelas que se cruzan rectangularmente, algo imposible de ser visto así o de quedar así de regular o de perfecto en cualquier batalla campal representada.

En este lienzo gótico-renacentista están, premonitoriamente, todas las tendencias y todos los periodos artísticos de la historia. Es como si a un ordenador le hubiésemos introducido todos los datos iconográficos de todas las tendencias artísticas para terminar por componer un compendio de todos los estilos en un lienzo virtual: del Renacimiento, del Barroco, del Rococó, del Neoclasicismo, del Romanticismo, del Realismo, del Impresionismo, del Cubismo, del Simbolismo, del Surrealismo... Porque están todos ahí, algunos mostrados en pequeñas cosas, otros en cosas más definidas y algunos más en grandes cosas. Como, por ejemplo, las lanzas guerreras, propias del barroco velazqueño; o como los caballos y las imágenes dinámicas de Rubens; o como el oscuro paisaje incongruente -parece de noche y es de día- propio del Romanticismo; o como los paisajes lejanos y relevantes de los descriptibles lienzos realistas; o como los árboles y sus frutos con el fugaz momento temporal retratado por los impresionistas; o como las metáforas visuales de las obras simbolistas; o como los objetos regulares y geométricos del Cubismo; o como el Surrealismo y sus gestos extraños de contrastes de unas imágenes con otras.

El poeta español José María Álvarez (1942) compuso para su obra El botín del mundo del año 1994 un verso inspirado en este tríptico de La Batalla de San Romano de Uccello:

"No estás aquí", dijiste,
con esa desmedida pretensión
tan femenina (¡Que no escape, que no se me escape!), y
encendiste con rabia
un cigarrillo, y te apartaste como
para mostrar disgusto (pero
tampoco mucho, no
vaya a
recelar; lo suficiente para
que sepa lo importante
que es que yo me abra
de piernas). Y, bueno, sí, llevabas
razón: No estaba
allí. Escuché tus suspiros, notaba
tus piernas enredadas como lianas en mis lomos,
el golpear de nuestros cuerpos en la cama, la uña inmensa
de la lujuria arañando
dentro de mi vientre, y tus besos en mi garganta, y,
sí, sin
duda, oí
el crujido del vacío al helarse. Pero
lo siento, querida, yo no estaba
allí. Yo estaba
contemplando una pintura
de Uccello, recreándome en mi memoria, y
cuando volví a aquel lecho
y te besé -"¿Y dónde voy a estar?" te
dije-, de la fogosidad de mis abrazos
-y esto no es poner en duda tus encantos-
un cincuenta por ciento, me imagino,
era de Uccello, de la plenitud
que me había invadido recordando
la belleza sin par de esa batalla.

Del poeta español José María Álvarez, (Cartagena, 1942).

(Tabla de temple al huevo del pintor Paolo Uccello, Niccoló Mauruzi da Tolentino desmonta a Bernardino della Ciarda en la Batalla de San Romano, del Tríptico de La Batalla de San Romano, 1440-60, Galería de los Uffizi, Florencia; Detalle del mismo cuadro, Paolo Uccello, 1440-60, Galería de los Uffizi.)

12 de abril de 2016

El neoclasicismo del siglo XVIII frenó un impulso renovador en la sociedad y en el Arte.



La historia no satisface a veces. No responderá claramente a lo que, en verdad, fue lo acaecido de un hecho antiguo. La historia no es lineal siempre, dará saltos. Pero, sin embargo, tiene sentido. Y esto confunde a veces, ya que sobreentiende la historia que para que algo hubiese de suceder debería haber sucedido antes otra cosa necesaria. Pero, no es así siempre. En el Arte, por ejemplo, podemos vislumbrar algunas cosas que nos ayuden a comprender algo más todo eso. En cualquier progreso humano, social, cultural o artístico debería primar la evolución frente a la revolución. Todas las revoluciones son en parte una forma de contra-evolución. Como todos los saltos. Y detrás de estos atajos históricos, de estos saltos, hay siempre hombres, decisiones humanas, gustos, poder, influencias, sectas ideológicas y uniformadoras. A finales del siglo XVII Europa cambiaría profundamente, aunque pareciera que todo siguiera como antes. Nunca un siglo fue tan devastador ni tan desesperante durante tanto tiempo seguido gracias a haber sido un siglo muy belicoso. El frentismo ideológico tan terrible -en este caso religioso, que es una forma de ideología- acabaría con la bondad histórica de las cosas en Europa.

Pero, ¿es la bondad de las cosas una garantía de progreso? Si las cosas van bien, ¿se cambia algo? El clasicismo barroco alcanzaría llegar hasta finales del siglo XVII y principios del XVIII, aunque el Rococó fuese, sin embargo, el estilo que comenzara en este último siglo. Fueron influencias artísticas de todo tipo -clásicas, barrocas, venecianas, francesas- las estéticas que hicieron de ese estilo -el Rococó- una amalgama de lo que podríamos llamar un arte de autor fundamentalmente. Es decir, que fueron los pintores, no el Arte, los que marcaron mucho más ese periodo artístico con un peculiar estilo al no encontrar, realmente, ninguna tendencia definida. Uno de ellos, el creador más significativo para entender lo transversal del Arte Rococó, lo fue el genial pintor Giambattista Tiépolo (1696-1770). Este creador veneciano iniciaría un modo de pintar muy particular, algo que sintonizaba con el espíritu avanzado y progresista del siglo XVIII, el llamado siglo de las Luces o Ilustración. El pensamiento y la ciencia avanzadas habían sido iniciadas antes en Europa, precisamente por personas nacidas en el siglo XVII. Entre los años 1680 y 1720 se pondría en cuestión todo el saber y el pensamiento producidos desde el Renacimiento. Había contribuido la crisis que la guerra de los Treinta años ocasionó a Europa, pero, también el advenimiento de una filosofía racionalista y cientificista. Originaría otra crisis luego, una de conciencia y de fe, de descreimiento o de cierto cansancio espiritual. En España coincidió con otra guerra y otro conflicto nacional: la guerra de Sucesión dinástica. Por esto en España ese cambio social se llegaría a notar más.  Los nuevos reyes borbones (Felipe V, Fernando VI y sobre todo Carlos III) contribuyeron a mejorar la sociedad hispana y utilizaron unas tendencias artísticas progresistas, además también de la neoclásica contraria, para acompañar toda esa evolución dieciochesca.

El rey Fernando VI de España quiso decorar a mediados del siglo XVIII con ese Arte novedoso los Palacios reales de Madrid, tanto El Escorial como el de Aranjuez. En el año 1753 fue llamado a España el pintor italiano Corrado Giaquinto (1703-1766). Sería nombrado pintor de Cámara y director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Un ejemplo por entonces del auge de una nueva tendencia artística en España, un país, sin embargo, tan tradicional y barroco. Nunca será esto lo suficientemente valorado en la historia de España, artística o no. Porque detrás de este pintor, e influidos por él, vinieron otros que evolucionarían aún más el Arte y hasta crearían escuela. Goya surgió, por ejemplo, en gran parte de esos nuevos pintores italianos innovadores que llegaron a España. Giambattista Tiepolo fue otro de los pintores italianos llamados por el siguiente rey, Carlos III, durante el año 1762. Llegaría a España acompañado de sus dos hijos pintores, Domenico y Lorenzo. No solo se limitarían a pintar palacios reales, también iglesias, unos clientes inestimables entonces para cualquier pintor. Pero esto último, sin embargo, les malograría...  Porque los clérigos, muy poco dados a innovaciones, se decantaron pronto mejor por otro pintor, y otro Arte, que en ese año fue llamado también a España: el neoclásico Anton Raphael Mengs (1728-1779).

Entonces la batalla entre esas dos diferentes y opuestas tendencias se desataría sin piedad. Ganaría Mengs y su clasicismo nuevo. ¿Por qué? Ganaría el Neoclasicismo por las bondades aparentes del momento social. Toda bondad (económica, social, política, etc...) lleva siempre a un clasicismo, toda alteración o proceso social de ruptura lleva a lo contrario:  a un Arte innovador. Giambattista Tiépolo fue el mejor ejemplo de alcanzar un verdadero Arte nuevo, pero ahora uno muy diferente, una especie de Arte moderno que conseguiría expresar las cosas de otro modo, un modo más sentimental que racional. Algo confuso de entender el aunar dos cosas tan opuestas, sentimiento y razón, pero que fue posible de llevar a cabo con la Pintura especialmente. Sin embargo, moriría el pintor Tiépolo en España olvidado y pobre. Arrastrado por el triunfo arrollador del Neoclasicismo. Sólo su hijo Giovanni Domenico Tiepolo (1727-1804) lo comprendería pronto y acabaría abandonando España para regresar a Venecia. Allí podía seguir creando aquel Arte innovador... Aun así, todavía lo contratarían desde España para pintar una obra sagrada, un Vía Crucis diferente para una recién, y falsamente, estrenada iglesia en Madrid.

Es curiosa esta historia eclesial española. Existía una iglesia jesuita en Madrid que era la casa principal de los jesuitas en España. Era una iglesia muy amplia, espaciosa y decorada, como los jesuitas habían hecho con su arte barroco clásico tan refinado durante el siglo anterior. El altar mayor, por ejemplo, que contenía la urna de San Francisco de Borja, estaba comprendido por cuatro columnas de estuco y escayola, sostenidas por los basamentos de un maravilloso mármol bellamente jaspeado. Luego de la expulsión de los jesuitas de España, producida en el año 1767, el rey Carlos III cedería este templo a los Oratorianos de San Felipe Neri. Así que sus nuevos administradores le pidieron al pintor Domenico Tiepolo -a pesar de la nueva tendencia imperante neoclásica- realizar ocho obras que reprodujeran, con su nuevo estilo, la clásica Pasión de Cristo. El pintor veneciano aceptaría y compuso esas obras en Venecia, unas pinturas que nada tenían que ver con el nuevo clasicismo en boga en España. En una de ellas, Caída en el camino del Calvario del año 1772, observamos una muestra de ese momento malogrado en el Arte. Luego la iglesia de San Felipe Neri sería expropiada en el año 1836 y sus obras trasladadas al Museo de la Trinidad, para acabar, tiempo más tarde, en el Museo del Prado. 

En la obra de Domenico vemos algo muy curioso: no hay nada que exprese violencia real en esa caída. Ningún personaje maltrata físicamente a Jesús. Se nota incluso una especie de desdén, atonía o pasividad en los personajes secundarios. La obra tiene una composición extraordinaria: Jesús está caído solo, en un espacio diametralmente delimitado por la cruz, el resto está ahora todo fuera de ese espacio. Algunos le ayudan pero otros pasan de Jesús, ni lo miran siquiera. No lo maltratan, pero tampoco nada les importa a ellos ese personaje... Un cierto atisbo, inducido simbólicamente, tal vez, de lo que el Arte innovador de su padre, y su propio padre malogrado, sufrirían en España ante el rechazo artístico tan injusto. Pero también una muestra genial de realismo y de no realismo pictórico, algo que caracteriza a este pintor italiano especialmente. Goya lo admiraría por esto y se dejaría influir por él. Su trazo es muy realista: así son los cuerpos humanos y las texturas de la materia. Pero, sin embargo, para nada es una escena realista la que vemos: no hay ninguna recreación clásica que deba parecer lo que la realidad establecía o narraba, tanto espiritual como históricamente. Pero sí hay un realismo material. Y esa dualidad artística -trazos clásicos sin realismo clásico- fue un fenómeno plástico muy innovador para entonces. Algo que solo los románticos -entre ellos Goya- supieron llevar magníficamente a cabo algún tiempo después.

(Óleo de Giovanni Domenico Tiepolo, Caída en el camino del Calvario, 1772, Museo del Prado, Madrid; Cuadro Construcción del Caballo de Troya, 1760, del pintor Domenico Tiepolo, National Gallery, Londres; Detalle del anterior cuadro, Caída en el camino del Calvario, Domenico Tiepolo, 1772, Museo del Prado; Obra del pintor Corrado Giaquinto, El Descendimiento, 1754, Museo del Prado; Magnífica obra de Arte de Giambattista Tiepolo, Abraham y los tres ángeles, 1769, Museo del Prado; Lienzo del pintor neoclásico Anton Raphael Mengs, Caída de Cristo con la cruz a cuesta camino del calvario, 1769, Palacio Real, Madrid.)

30 de marzo de 2016

Las contradicciones del amor expresadas por un veneciano genial.



Paolo Veronese (1528-1588) consiguió ser un representante destacado de la gran Pintura veneciana. Fueron tres los pintores que mejor la representaron: Tiziano, Tintoretto y Veronese. Tiziano fue el maestro más consagrado y el más insigne creador de todos; Tintoretto fue su alumno más evolucionado y ferviente; Veronese fue, sin embargo, una fusión sombreada de los dos. Sombreada porque es difícil iluminar cuando la luz de dos grandes pasa al mismo tiempo por encima de uno. Tiziano fallece en el año 1576 y Tintoretto en 1594, ambos tendrían al nacer Veronese uno cuarenta y ocho años (Tiziano) y el otro solo diez. Veronese consigue llegar a lo más alto a pesar de que nunca quiso enfrentarse a nada, ni apasionarse en exceso, ni codiciar fama, ni gloria, ni la alternancia magistral. Hizo lo que quiso con su pintura: en tamaño, en decoración, en significados, en alegorías. 

La corte imperial de Viena -el Sacro Imperio Romano Germánico- contrata a Veronese el año 1575 para llevar a cabo unas obras diferentes, mundanas, mitológicas, atrevidas, alegóricas y sensuales. Pero, sin embargo, no menos moralizantes. No se sabe bien qué monarca solicitaría las obras,  si Maximiliano II o el hijo de éste, el esotérico y peculiar Rodolfo II. También es posible que fuera un cortesano del imperio, pero no se sabe con seguridad quién. El caso es que  son instaladas cuatro obras de Veronese en el Castillo de Praga sobre el año 1575, una gran fortaleza en poder entonces del imperio germánico. Era un lugar inexpugnable, la mayor fortaleza medieval -existía desde el siglo IX- de toda Europa. Allí sí pudo decorar, sin miradas inadecuadas, el pintor los techos del castillo checo con unas obras atrevidas. Los grandes y poderosos podían permitirse alegorías impactantes muy atrevidas, obras que representaban cosas que parecían otras y que además podían expresar hechos inconfesables de vida pecaminosa.

Fueron las obras tituladas años después Alegorías del Amor cuando son adquiridas por la casa real francesa de Orleans. Cómo no ser ellos los que las quisieran, la patria y rama francesa más propensa al Arte más amoroso. Luego fueron vendidas a terceros que, finalmente, las entregaron a otros hasta acabar en la National Gallery de Londres. Son una serie de cuatro obras que deben ir juntas para poder comprender el sentido de lo que expresan. Los títulos de cada una de ellas clarifican algo la muestra. Son, en un orden requerido, llamadas La infidelidad, El desdén, El respeto y, por último, La unión feliz. Las dos primeras son negativas, las otras dos positivas. Compositivamente son magníficas, los colores espléndidos y venecianos, con escorzos y perspectivas geniales, atrevidas y muy originales. Cuatro obras maestras con una única creatividad. 

El desdén es la más compleja de entender en su iconografía. Hay que decir que las obras de Veronese están algo recortadas -así están en la web del museo londinense realmente-, es decir, que su área artística pudo ser más amplia que la que vemos ahora, por tanto más información debía haber en ellas, aunque tampoco mucha más relevante o aclaratoria. En un decorado clásico, de una arquitectura clásica, ruinosa y anticuada, vemos a un hombre frente a los restos de unas figuras esculpidas de personajes míticos: un sátiro y el dios Pan. A su izquierda aparecen dos mujeres cogidas de la mano. Sobre el hombre tendido está Cupido preparado para atizarle con su arco. De las dos mujeres, una está con los pechos desnudos y la otra vestida con un armiño que la cubre, símbolo de la castidad amorosa. ¿Qué podemos interpretar? Según su título el amor es despreciado, pero, ¿por quién?: ¿por el hombre?, ¿por las dos mujeres? ¿Por qué el dios del Amor -de la unión pasional- está ahora luchando y no uniendo, como se supone debe hacer? Y, si pega el pequeño dios con violencia al hombre, ¿quién desprecia ahora, verdaderamente, al amor...?

Es complicada de entender la obra porque no sabemos qué ha pasado antes. Pudo ser la infidelidad de él -que no vemos insinuada- y la desilusión de ella, por tanto, el desdén de ella hacia el deseo apasionado de él. Es una posible interpretación, pero hay más. Porque no es seguro una infidelidad lo que llevaría a ese desprecio, sino el desprecio mismo por no ser más que deseo y no amor. Esto encaja mejor, tal vez, con el sentido de ese desprecio o desilusión. Sin embargo, ¿por qué aparecen dos personajes femeninos, una casta y otra no? ¿Qué quiere eso significar? El deseo es denostado en esta obra, al parecer. Hay un gesto en el hombre deseoso: está adorando ahora -reverenciando- a dos personajes mitológicos que representan más el deseo que el amor. Ahora veamos la otra obra, La infidelidad. La iconografía es más precisa o menos confusa. Es ella la que representa claramente la infidelidad. El triángulo es evidente, dos hombres a cada lado de ella: a su izquierda el amante y a su derecha el marido. Un papel escrito delata la relación oculta. También los ojos de los hombres expresan cosas: por un lado la mirada disimulada del amante, por otro la mirada directa y enamorada del marido.

 Cupido mira incrédulo a la mujer, aturdido por la confusión que al pequeño dios todo esto le produce, ya que ella seguirá conectada, sin embargo, mediante sus dos manos, a los dos hombres. La siguiente obra se titula El respeto o la contención. También es misteriosa esta obra de Veronese. Aquí el hombre se detiene y frena su deseo, por tanto, frena su pasión o su amor. Hasta Cupido le sujeta su espada como una señal de no desenvainarla. La mujer está dormida, debe estarlo para significar el gesto virtuoso de su voluntad: ahora no es libre de elegir. Porque ella, Venus representada, está completamente desnuda y deseosa. Finalmente la serie de Veronese nos conduce al último mensaje que el tortuoso camino del amor deberá llevar: La unión feliz. En esta representación el creador veneciano ilumina la obra: la diosa Venus está ahí para condecorar con el Amor a la mujer virtuosa y al hombre agradecido. La pintura ofrece otros símbolos: la virtud con la corona de laurel, la paz con la rama de olivo, las cadenas doradas de la unión segura, que toma aquí la inocencia de un niño. Pero también la fidelidad con la representación de un perro fiel y dócil. La Alegoría del Amor son una serie de obras que solo las primeras de ellas, las más complejas, alcanzan a lograr mayor virtuosidad. Las otras son obras menores, no tienen la misma maestría ni genialidad. Solo el valor del Arte, que el creador quiso, pudo o consiguió tener por entonces. Como sucede a veces también con el amor...

(Obras de Paolo Veronese, cuatro lienzos de la serie Alegorías del Amor, 1575, National Gallery de Londres.)

18 de marzo de 2016

La pintura romántica: una descripción gráfica de un instante que observa un sujeto imposible.



Eso es lo que la Pintura más intimista o  más personal es a veces, esa que nadie puede llegar a ver, realmente, desde ningún lugar físico creíble mientras se esté llevando a cabo su creación. Salvo su propio autor... Porque es imposible, por ejemplo, componer esta obra de Turner desde donde se ve ahora la escena retratada -¿quién puede mirar con detalle y sosiego desde el lugar donde debía estar su autor situado ahora con esa fuerte tormenta?-, o, también, el personaje ensimismado de la obra de Friedrich, que no se dejaría ver por nadie así de absorto y melancólico mientras camina solitario. Ambas obras pertenecen a la tendencia romántica, un estilo y momento pictórico y emocional que se vivió en la primera mitad del siglo XIX. El Romanticismo es visto en estas dos obras con toda su fuerza, tanto interior como exteriormente. El ser humano más íntimo y personal es ahora aquí el verdadero y único protagonista del acontecimiento artístico, o como autor o como protagonista. Pero, sin embargo, cómo es posible eso mismo, intimidad existencial, si es precisamente ahora la Naturaleza, y no el ser humano, quien más se prodiga o se representa en estas obras de Arte.

En el caso de Turner la Naturaleza es desasosegante, alarmante y vigorosa. Puede ser dominada con alguna acción física decidida, con alguna técnica náutica -el viraje o maniobra del piloto naval- que permita controlarla. Pero también con la audacia, el coraje y la satisfacción personal que el propio acto suponga. En el caso de Friedrich la Naturaleza no es vencida ni dominada ni satisfecha porque apenas es alarmante o poderosa en esa escena tan íntima. Aquí es otra naturaleza la que prima en la obra, es la esencia interior del ser la que es controlada -autodirigida- por el propio personaje representado. El Romanticismo en el Arte son también colores sorprendentes, que no se ven así en la vida real, que sorprenden ahora y no son percibidos con los ojos sino con la emoción más intuitiva. Una emoción que en ese preciso momento -no en otro- llegaremos a sentir brevemente. Los pintores románticos se esforzaban en hacer notar especialmente esa emoción como nunca antes se hubiese representado en un lienzo. Turner en su obra transformará todo proceso natural de cualquier reflejo luminoso. El agua no es de ese color dorado que vemos en su obra, ni el cielo tampoco tiene ese color amarillo. En su obra el pintor británico relatará la leyenda de un personaje holandés famoso por ser un gran almirante de los mares -Cornelis van Tromp-, pero que aquí ahora no nos cuenta un hecho histórico importante ni una gesta que merezca ser recordada en los anales heroicos de la historia; sólo nos muestra una recreación cotidiana de una admirable habilidad marinera muy emotiva. El resto en su lienzo romántico no importará para nada.

Caspar David Friedrich es el pintor alemán romántico por antonomasia. El Romanticismo alemán es intimismo, sobrecogimiento, decepción, pero, también esperanza. En su obra Un paseo al atardecer el pintor David Friedrich vaga a través de su propio personaje rodeado ahora de un paisaje que no atormenta ni alarma para nada. En su lienzo representa la finitud de la vida -la muerte- por un lado, y, por otro, la infinitud más primorosa -la vida eterna- y desconocida.  Ambas cosas se enlazan ahora sin solución de continuidad, es decir, sin límites o sin contornos precisos porque todo es aquí lo mismo. La gran roca superpuesta en la superficie de la tierra -por los hombres no por la Naturaleza- es un túmulo prehistórico de finitud, que alude ahora a la fuerza humana que supuso colocarla ahí, una fuerza ya desaparecida pero ahora permanente en la piedra. Las ramas desnudas y sin vida de los grandes árboles cercanos al paseante desentonan con el esplendor de una luna poderosa, cuya penumbra ilumina tenuemente los alineados robles del fondo llenos ahora de hojas, vida y esperanza. Porque es ahora aquí otra la fuerza necesaria: la emocional,  la interior del ser humano, no la exterior de una Naturaleza vibrante, pero, sin embargo, más inanimada.

En ambos lienzos románticos intimistas el hipotético observador es ahora un sujeto imposible. No podría estar físicamente ahí viendo a la vez lo que se retrata. El pintor es ahora el único sujeto virtual que, con su interior capacidad emocional y sensible, verá la escena imposible... Sin testigos que puedan, desde ese lugar imaginario, vislumbrar así la escena del lienzo. El pintor lo hace aquí exclusivamente para el Arte y para nosotros, seres que ahora veremos todo eso con algo de asombro. Un asombro que sentiremos al percibir en esos lienzos la extrañeza de su realidad. En Turner con la poderosa transformación antinatural de sus colores diferentes. Es la sensación visceral de una escena natural tan feroz como esa, con su vibrante dinamismo desalmado -las ráfagas de agua chocando unas con otras violentamente- al ver ese color tan raro ahora para cualquier ser sorprendido al percibirlo. Ahora es aquí la emoción más fugaz de ese único momento dinámico lo que el pintor romántico fijaría para siempre en su obra.

No importan otras cosas en las obras románticas. Por eso los románticos no se preocupaban de ser comprendidos, o de ser confundidos, por nada que ellos expresaran con su propio Arte. Porque el sentimiento romántico es personal, nunca colectivo. El objetivo romántico de sus obras va dirigido hacia el interior más íntimo del ser.  Se siente o no se siente cuando se vean... No todos los que vean sus obras comprenderán -emocionalmente- el sentido que ellas poseen en sí mismas. Pero es que a los creadores románticos tampoco les importaba demasiado eso. Ellos sabían que el observador no tendría que existir ahí para que las imágenes emotivas románticas pudieran existir. Ellos entendían que solo la emoción o las sensaciones más viscerales podrían ayudar a asimilar su sentido en la mente observadora de aquellos que quisieran vislumbrarlas. Para eso fueron hechas sus obras de Arte. Para entenderlas como lo que son:  un instante eternizado de grandeza para la emoción más perceptiva de belleza íntima.

(Óleo del pintor romántico inglés Turner, Van Tromp vira para complacer a sus maestros, 1844; Óleo del pintor romántico alemán Friedrich, Un paseo al atardecer, 1835, ambas obras en el Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)