30 de marzo de 2016

Las contradicciones del amor expresadas por un veneciano genial.



Paolo Veronese (1528-1588) consiguió ser un representante destacado de la gran Pintura veneciana. Fueron tres los pintores que mejor la representaron: Tiziano, Tintoretto y Veronese. Tiziano fue el maestro más consagrado y el más insigne creador de todos; Tintoretto fue su alumno más evolucionado y ferviente; Veronese fue, sin embargo, una fusión sombreada de los dos. Sombreada porque es difícil iluminar cuando la luz de dos grandes pasa al mismo tiempo por encima de uno. Tiziano fallece en el año 1576 y Tintoretto en 1594, ambos tendrían al nacer Veronese uno cuarenta y ocho años (Tiziano) y el otro solo diez. Veronese consigue llegar a lo más alto a pesar de que nunca quiso enfrentarse a nada, ni apasionarse en exceso, ni codiciar fama, ni gloria, ni la alternancia magistral. Hizo lo que quiso con su pintura: en tamaño, en decoración, en significados, en alegorías. 

La corte imperial de Viena -el Sacro Imperio Romano Germánico- contrata a Veronese el año 1575 para llevar a cabo unas obras diferentes, mundanas, mitológicas, atrevidas, alegóricas y sensuales. Pero, sin embargo, no menos moralizantes. No se sabe bien qué monarca solicitaría las obras,  si Maximiliano II o el hijo de éste, el esotérico y peculiar Rodolfo II. También es posible que fuera un cortesano del imperio, pero no se sabe con seguridad quién. El caso es que  son instaladas cuatro obras de Veronese en el Castillo de Praga sobre el año 1575, una gran fortaleza en poder entonces del imperio germánico. Era un lugar inexpugnable, la mayor fortaleza medieval -existía desde el siglo IX- de toda Europa. Allí sí pudo decorar, sin miradas inadecuadas, el pintor los techos del castillo checo con unas obras atrevidas. Los grandes y poderosos podían permitirse alegorías impactantes muy atrevidas, obras que representaban cosas que parecían otras y que además podían expresar hechos inconfesables de vida pecaminosa.

Fueron las obras tituladas años después Alegorías del Amor cuando son adquiridas por la casa real francesa de Orleans. Cómo no ser ellos los que las quisieran, la patria y rama francesa más propensa al Arte más amoroso. Luego fueron vendidas a terceros que, finalmente, las entregaron a otros hasta acabar en la National Gallery de Londres. Son una serie de cuatro obras que deben ir juntas para poder comprender el sentido de lo que expresan. Los títulos de cada una de ellas clarifican algo la muestra. Son, en un orden requerido, llamadas La infidelidad, El desdén, El respeto y, por último, La unión feliz. Las dos primeras son negativas, las otras dos positivas. Compositivamente son magníficas, los colores espléndidos y venecianos, con escorzos y perspectivas geniales, atrevidas y muy originales. Cuatro obras maestras con una única creatividad. 

El desdén es la más compleja de entender en su iconografía. Hay que decir que las obras de Veronese están algo recortadas -así están en la web del museo londinense realmente-, es decir, que su área artística pudo ser más amplia que la que vemos ahora, por tanto más información debía haber en ellas, aunque tampoco mucha más relevante o aclaratoria. En un decorado clásico, de una arquitectura clásica, ruinosa y anticuada, vemos a un hombre frente a los restos de unas figuras esculpidas de personajes míticos: un sátiro y el dios Pan. A su izquierda aparecen dos mujeres cogidas de la mano. Sobre el hombre tendido está Cupido preparado para atizarle con su arco. De las dos mujeres, una está con los pechos desnudos y la otra vestida con un armiño que la cubre, símbolo de la castidad amorosa. ¿Qué podemos interpretar? Según su título el amor es despreciado, pero, ¿por quién?: ¿por el hombre?, ¿por las dos mujeres? ¿Por qué el dios del Amor -de la unión pasional- está ahora luchando y no uniendo, como se supone debe hacer? Y, si pega el pequeño dios con violencia al hombre, ¿quién desprecia ahora, verdaderamente, al amor...?

Es complicada de entender la obra porque no sabemos qué ha pasado antes. Pudo ser la infidelidad de él -que no vemos insinuada- y la desilusión de ella, por tanto, el desdén de ella hacia el deseo apasionado de él. Es una posible interpretación, pero hay más. Porque no es seguro una infidelidad lo que llevaría a ese desprecio, sino el desprecio mismo por no ser más que deseo y no amor. Esto encaja mejor, tal vez, con el sentido de ese desprecio o desilusión. Sin embargo, ¿por qué aparecen dos personajes femeninos, una casta y otra no? ¿Qué quiere eso significar? El deseo es denostado en esta obra, al parecer. Hay un gesto en el hombre deseoso: está adorando ahora -reverenciando- a dos personajes mitológicos que representan más el deseo que el amor. Ahora veamos la otra obra, La infidelidad. La iconografía es más precisa o menos confusa. Es ella la que representa claramente la infidelidad. El triángulo es evidente, dos hombres a cada lado de ella: a su izquierda el amante y a su derecha el marido. Un papel escrito delata la relación oculta. También los ojos de los hombres expresan cosas: por un lado la mirada disimulada del amante, por otro la mirada directa y enamorada del marido.

 Cupido mira incrédulo a la mujer, aturdido por la confusión que al pequeño dios todo esto le produce, ya que ella seguirá conectada, sin embargo, mediante sus dos manos, a los dos hombres. La siguiente obra se titula El respeto o la contención. También es misteriosa esta obra de Veronese. Aquí el hombre se detiene y frena su deseo, por tanto, frena su pasión o su amor. Hasta Cupido le sujeta su espada como una señal de no desenvainarla. La mujer está dormida, debe estarlo para significar el gesto virtuoso de su voluntad: ahora no es libre de elegir. Porque ella, Venus representada, está completamente desnuda y deseosa. Finalmente la serie de Veronese nos conduce al último mensaje que el tortuoso camino del amor deberá llevar: La unión feliz. En esta representación el creador veneciano ilumina la obra: la diosa Venus está ahí para condecorar con el Amor a la mujer virtuosa y al hombre agradecido. La pintura ofrece otros símbolos: la virtud con la corona de laurel, la paz con la rama de olivo, las cadenas doradas de la unión segura, que toma aquí la inocencia de un niño. Pero también la fidelidad con la representación de un perro fiel y dócil. La Alegoría del Amor son una serie de obras que solo las primeras de ellas, las más complejas, alcanzan a lograr mayor virtuosidad. Las otras son obras menores, no tienen la misma maestría ni genialidad. Solo el valor del Arte, que el creador quiso, pudo o consiguió tener por entonces. Como sucede a veces también con el amor...

(Obras de Paolo Veronese, cuatro lienzos de la serie Alegorías del Amor, 1575, National Gallery de Londres.)

18 de marzo de 2016

La pintura romántica: una descripción gráfica de un instante que observa un sujeto imposible.



Eso es lo que la Pintura más intimista o  más personal es a veces, esa que nadie puede llegar a ver, realmente, desde ningún lugar físico creíble mientras se esté llevando a cabo su creación. Salvo su propio autor... Porque es imposible, por ejemplo, componer esta obra de Turner desde donde se ve ahora la escena retratada -¿quién puede mirar con detalle y sosiego desde el lugar donde debía estar su autor situado ahora con esa fuerte tormenta?-, o, también, el personaje ensimismado de la obra de Friedrich, que no se dejaría ver por nadie así de absorto y melancólico mientras camina solitario. Ambas obras pertenecen a la tendencia romántica, un estilo y momento pictórico y emocional que se vivió en la primera mitad del siglo XIX. El Romanticismo es visto en estas dos obras con toda su fuerza, tanto interior como exteriormente. El ser humano más íntimo y personal es ahora aquí el verdadero y único protagonista del acontecimiento artístico, o como autor o como protagonista. Pero, sin embargo, cómo es posible eso mismo, intimidad existencial, si es precisamente ahora la Naturaleza, y no el ser humano, quien más se prodiga o se representa en estas obras de Arte.

En el caso de Turner la Naturaleza es desasosegante, alarmante y vigorosa. Puede ser dominada con alguna acción física decidida, con alguna técnica náutica -el viraje o maniobra del piloto naval- que permita controlarla. Pero también con la audacia, el coraje y la satisfacción personal que el propio acto suponga. En el caso de Friedrich la Naturaleza no es vencida ni dominada ni satisfecha porque apenas es alarmante o poderosa en esa escena tan íntima. Aquí es otra naturaleza la que prima en la obra, es la esencia interior del ser la que es controlada -autodirigida- por el propio personaje representado. El Romanticismo en el Arte son también colores sorprendentes, que no se ven así en la vida real, que sorprenden ahora y no son percibidos con los ojos sino con la emoción más intuitiva. Una emoción que en ese preciso momento -no en otro- llegaremos a sentir brevemente. Los pintores románticos se esforzaban en hacer notar especialmente esa emoción como nunca antes se hubiese representado en un lienzo. Turner en su obra transformará todo proceso natural de cualquier reflejo luminoso. El agua no es de ese color dorado que vemos en su obra, ni el cielo tampoco tiene ese color amarillo. En su obra el pintor británico relatará la leyenda de un personaje holandés famoso por ser un gran almirante de los mares -Cornelis van Tromp-, pero que aquí ahora no nos cuenta un hecho histórico importante ni una gesta que merezca ser recordada en los anales heroicos de la historia; sólo nos muestra una recreación cotidiana de una admirable habilidad marinera muy emotiva. El resto en su lienzo romántico no importará para nada.

Caspar David Friedrich es el pintor alemán romántico por antonomasia. El Romanticismo alemán es intimismo, sobrecogimiento, decepción, pero, también esperanza. En su obra Un paseo al atardecer el pintor David Friedrich vaga a través de su propio personaje rodeado ahora de un paisaje que no atormenta ni alarma para nada. En su lienzo representa la finitud de la vida -la muerte- por un lado, y, por otro, la infinitud más primorosa -la vida eterna- y desconocida.  Ambas cosas se enlazan ahora sin solución de continuidad, es decir, sin límites o sin contornos precisos porque todo es aquí lo mismo. La gran roca superpuesta en la superficie de la tierra -por los hombres no por la Naturaleza- es un túmulo prehistórico de finitud, que alude ahora a la fuerza humana que supuso colocarla ahí, una fuerza ya desaparecida pero ahora permanente en la piedra. Las ramas desnudas y sin vida de los grandes árboles cercanos al paseante desentonan con el esplendor de una luna poderosa, cuya penumbra ilumina tenuemente los alineados robles del fondo llenos ahora de hojas, vida y esperanza. Porque es ahora aquí otra la fuerza necesaria: la emocional,  la interior del ser humano, no la exterior de una Naturaleza vibrante, pero, sin embargo, más inanimada.

En ambos lienzos románticos intimistas el hipotético observador es ahora un sujeto imposible. No podría estar físicamente ahí viendo a la vez lo que se retrata. El pintor es ahora el único sujeto virtual que, con su interior capacidad emocional y sensible, verá la escena imposible... Sin testigos que puedan, desde ese lugar imaginario, vislumbrar así la escena del lienzo. El pintor lo hace aquí exclusivamente para el Arte y para nosotros, seres que ahora veremos todo eso con algo de asombro. Un asombro que sentiremos al percibir en esos lienzos la extrañeza de su realidad. En Turner con la poderosa transformación antinatural de sus colores diferentes. Es la sensación visceral de una escena natural tan feroz como esa, con su vibrante dinamismo desalmado -las ráfagas de agua chocando unas con otras violentamente- al ver ese color tan raro ahora para cualquier ser sorprendido al percibirlo. Ahora es aquí la emoción más fugaz de ese único momento dinámico lo que el pintor romántico fijaría para siempre en su obra.

No importan otras cosas en las obras románticas. Por eso los románticos no se preocupaban de ser comprendidos, o de ser confundidos, por nada que ellos expresaran con su propio Arte. Porque el sentimiento romántico es personal, nunca colectivo. El objetivo romántico de sus obras va dirigido hacia el interior más íntimo del ser.  Se siente o no se siente cuando se vean... No todos los que vean sus obras comprenderán -emocionalmente- el sentido que ellas poseen en sí mismas. Pero es que a los creadores románticos tampoco les importaba demasiado eso. Ellos sabían que el observador no tendría que existir ahí para que las imágenes emotivas románticas pudieran existir. Ellos entendían que solo la emoción o las sensaciones más viscerales podrían ayudar a asimilar su sentido en la mente observadora de aquellos que quisieran vislumbrarlas. Para eso fueron hechas sus obras de Arte. Para entenderlas como lo que son:  un instante eternizado de grandeza para la emoción más perceptiva de belleza íntima.

(Óleo del pintor romántico inglés Turner, Van Tromp vira para complacer a sus maestros, 1844; Óleo del pintor romántico alemán Friedrich, Un paseo al atardecer, 1835, ambas obras en el Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)

16 de marzo de 2016

El inicio de una época en el Arte, la audacia de Cézanne o el posibilismo de la inestabilidad.



En los grandes creadores hay una sutil combinación de identidad de momento histórico y audacia creativa. Para eso los autores deben ser sinceros con su Arte... y con su vida. La autenticidad de las emociones artísticas es reconocida en ellos de una forma clara: no vivirán otra cosa más que lo que creen con su Arte y no crearán otra cosa más que lo que vivan sin él. El Impresionismo trataría inútilmente de seducir al pintor Paul Cézanne (1839-1906). Tuvo grandes motivos para ser un pintor impresionista, uno de ellos lo fue su gran amigo Pissarro, el más esencial y primigenio impresionista de la historia. Sin embargo, aunque aceptaba Cézanne la autonomía e independencia que esa nueva tendencia suponía, no participaba de la superficialidad que -según Cézanne- el Impresionismo mostraba con respecto a dos cosas que para él eran fundamentales en el Arte: la emocionabilidad y la intelectualidad del Arte. Para Cézanne estas dos cuestiones eran necesarias para desarrollar una obra pictórica de relieve. Esa audacia crítica y el sentido tan personal que tuvo Cézanne, a pesar de las oposiciones a su deriva plástica, llevaron luego a justificar el Arte Moderno como ningún otro creador haya sido capaz de hacerlo. Es a él a quien todo eso que vino después -el Arte moderno- le debe el poder haber sido posible en la historia.

Pero entonces su deriva artística solo fue un gesto personal, un estilo peculiar e individual, no una idea compartida ni promovida, tan solo fue un estilo muy personal y sin trascendencia alguna. Albergar teorías iconológicas o socioculturales del Arte es una pretensión suicida a veces, pero, sin embargo, seguiremos haciéndolo con el ancho parecer que el Arte nos permita hacer gracias a su generosidad emotiva y expresiva... tan subjetiva. Generosidad emotiva provocada además en el alma humana ante las sombrías fluctuaciones de una sociedad vertiginosamente peligrosa, por entonces tan antipersonal o inhumana como fuera la sociedad finisecular del siglo XIX. La vida del pintor Cézanne fue la vida de un hombre insatisfecho. Él representaba el paradigma del ser perdido a causa de una sociedad vertiginosa. Un ser humano que, a pesar de la sociedad burguesa como refugio poderoso, no encontraría un atisbo de paz en nada que le llevase a conciliar vida, Arte y sociedad acosadora. Aquí veremos dos obras de Cézanne llevadas a cabo durante el período 1899-1905, obras que expresan el sentido visualmente salvador que el autor esgrimiría así como una capacidad de expresión tan revolucionaria y atrevida. Las compararemos con dos obras impresionistas de Renoir. Es la misma temática, pero en Cèzanne vemos un modo diferente de encarar el Arte con el entonces apasionante mundo simbólico del artista.

Porque en sus obras hay ruptura y hay geometría diferenciadora y aperturista -lo que llevaría al volumétrico cubismo-, también hay desgarro de colores y contornos que llevaría ineludiblemente al Arte Moderno. Todo esto y mucho más hay en las creaciones de Cèzanne, pero sobre todo cierta desazón existencial y una crítica profunda a la sociedad de entonces. En su naturaleza muerta, Cézanne modifica el Impresionismo con su sentido radical de expresión de las cosas: éstas son lo que son siempre, indiferentemente de la luz que reciban. Las formas no corresponden a una sola perspectiva, son ahora formas independientes incluso de su propia naturaleza física. Pero, no sólo hace esto el gran postimpresionista sino que lleva el Arte a un personal simbolismo emotivo para expresar la insensibilidad de una sociedad tan inhumana.  En su obra Manzanas y Naranjas del año 1899 Cézanne muestra una estabilidad imposible: ¿cómo se mantienen estables algunas -no todas, como sucede también con las personas- de esas frutas redondas sin perecer en el abismo, sin caer desde el lugar inestable en donde se encuentran? Hay formas como el plato de la izquierda que soportan varias frutas que, ahora, están en un equilibrio claramente inestable. ¿Qué rara superficie es esa que sostiene todo ese conglomerado de formas que parecen flotar más que sustentarse?

En su obra postimpresionista Las grandes bañistas producida en el año 1905 -un año antes de morir- Paul Cézanne lleva ese mismo mensaje de esperanza. Ahora su posibilismo inestable -es posible sobrevivir a pesar de la inconsciencia- lo transforma con el mayor efecto de grandiosidad artística moderna. La obra es definitoria en el mensaje salvador, ya que, ¿cómo pueden sostenerse algunas figuras humanas ahora sin caerse...?  ¿Cómo se mantienen así ellas, tan inclinadas, sin derrumbarse ahora en el abismo existencial de su propia inestabilidad? Pues, por lo mismo que el creador francés nos transmite en su obra modernista: inestabilidad y posibilidad. ¿Es una contradicción? ¿Cómo aunar ambas cosas, cómo es posible algo inestable?, ¿cómo conseguir transmitir que es posible seguir creyendo en la vida y en sus tendencias, a pesar de las sensaciones tan demoledoras o inestables que la propia sociedad provoque en los seres? Eso fue lo que -además de una nueva expresión de formas, geometrías, colores y perfiles- consiguió hacernos percibir Cézanne con su nueva generación artística moderna.

(Obras de Paul Cézanne: Manzanas y Naranjas, 1899, Museo de Orsay, París; y óleo Las grandes bañistas, 1905, National Gallery, Londres; Obras de Renoir: Vida con frutas tropicales, 1881, Instituto de Arte, Chicago; y su obra maravillosa del mejor impresionismo, Almuerzo de Remeros, 1881, National Gallery de Washington.)
  

10 de marzo de 2016

El lenguaje amable del Arte o el academicismo contradictorio de una sociedad satisfecha.



¿Fue el mejor de los tiempos o fue el más engañoso, o fue una suerte de adormidera sensación para huir de la atmósfera ruin, vertiginosa y violenta de aquel siglo? Cuando el joven artista francés Jean-Léon Gérôme (1824-1904) quiso presentar una obra suya al Salón de París del año 1847, eligió su obra neoclásica Jóvenes griegos haciendo pelear dos gallos. Con diecisiete años había llegado el pintor a París para estudiar en la Academia Julian. Ahí conocería al maestro Paul Delaroche, al que acompañaría luego a un viaje a Italia durante los años 1844 y 1845. Fue Gérôme un extraordinario artista clásico, muy correcto en el dibujo siguiendo a sus maestros en la forma, en el fondo y en los colores. Pero había algo más en este joven creador de entonces. El caso es que la sociedad de aquellos años -Segundo Imperio francés- le fue propicia para componer escenas exóticas, clásicas y excitantes. Gérôme comprendería que la forma no podía variar mucho del  fondo, lo que es el Academicismo. Y este Arte le eligió a él tanto como él eligiría ese Arte. Y así ganaría hasta una medalla en el Salón parisino de aquel año con esa obra. Y entendió que aquello que hacía gustaba al público y que él sabía hacerlo muy bien. Luego, cuando el Impresionismo triunfara claramente, hasta él -que lo había criticado como algo decadente- admiraría la nueva tendencia que llevaría ahora a romper la forma en bien del fondo a transmitir.

No, no era eso para lo que él había sido llevado a ser pintor. Y siguió componiendo obras exóticas, lujuriosas, bellas, equilibradas y distantes a pesar del cambio de gusto estético en el mundo del Arte. Adormecedoras obras clásicas donde el relajo de la vista no impedía, sin embargo, que ésta llegara a encandilarse con una suerte de algo especial que no alcanzara uno a comprender. ¿Cómo era posible que una escena tan clásica y manida, pasada de moda, pudiera hacernos sentir aún un hálito de satisfacción novedosa a pesar de sus formas decadentes? El Arte es el que consigue todo eso, pero solo el gran Arte. Jean-Lèon Gèrôme eliminaba de sus lienzos todo cuanto pudiera parecer grosero, feo o vulgar para ser representado. Producía así amables desnudos, generalmente clásicos o griegos, que hacían vibrar el fervor de un público ávido entonces aún de belleza, erotismo y equilibrio sosegado. Y la época tan lúdica condicionaba además como condiciona siempre a los artistas el gusto de las obras que hacen. Gèrôme quiso componer una pintura amable de unos bellos jóvenes griegos jugando en un entorno clásico y sugerente. Y lo hizo sin otro contraste destacado que la belleza de los cuerpos desnudos frente a la deteriorada escultura clásica  o su pedestal deslucido del fondo. Más allá se vislumbra la bahía de Nápoles con el azul oscuro de un cielo sosegado cuyo paisaje favorecía la excelencia de unos jóvenes satisfechos con su vida.

Pero por entonces eso era todo lo que querían ver los satisfechos franceses en el año 1847. Sin embargo, ¿dónde está hoy, más allá de lo estético de una clásica pintura, lo que ahora más nos pueda asombrar de una obra como esta? Aprovecharé para seguir manejando una teoría que cada vez creo más al ver Arte: que las obras son propias de una suerte de Arte universal y no de autor o estilo alguno concreto. Es decir, que las mejores obras de Arte son intemporales y universales, no creadas tanto por un autor que supiera exactamente qué hacer como por una especie de intuición universal altamente inspiradora. Las obras de Arte son hechas a pesar de su autor y sus limitaciones, son realizadas por una especie de intuición creativa universal en manos de un artista hábil determinado, eternas creaciones además que ocultan siempre algo que las llevan a tener una vigencia permanente. Cuando el pintor Gèrôme realizó esta obra clásica la sociedad de entonces no había considerado aún la sordidez y repugnancia de una pelea de gallos. No rechazaría todavía la falta de belleza que ello tuviera, la grosería que el vulgar gesto violento pudiera tener a pesar de un escenario tan bello y radiante. Sin embargo la obra contiene, en su aura de Arte universal, la visión evolucionada de otra cosa distinta. Sigue en la obra vigente la escena de belleza a pesar de ese detalle cultural violento porque mantiene un contraste estético universal y permanente en el tiempo. Uno que sobrepasa incluso al de las propias bellas figuras humanas desnudas de los dos jóvenes griegos. Porque ahora es aquí la belleza ingenua, natural, prodigiosa, tan llena de promesas, la que contrasta con la feroz, hiriente, desentonada o sangrienta pelea de dos animales.

(Óleo Jóvenes griegos haciendo pelear dos gallos, 1846, Jean-Léon Gèrôme, Museo de Orsay, París.)

3 de marzo de 2016

La extraordinaria plasticidad crítica del Arte, su libertad, su adaptación y su belleza.



Ante un universo tan extenso de creatividad hay a veces que restringir la mirada, ladearla incluso, sentir en algún lugar interior de nosotros alguna especial sensación que nos lleve a comprender que, lo que ahora estamos viendo, es algo más que un cuadro, mucho más que una imagen bella o abrumadoramente estética. Pero, no siempre todos los pintores lo conseguirán plasmar así en sus creaciones artísticas. Es como el amor, que no siempre sus alas llegarán a conseguir alcanzar parte de lo que sí puedan hacer vibrar en otras ocasiones extraordinarias. Cuando el aprendiz de pintor Alfred Stevens (1823-1906) comprendiera que París era el mejor lugar para consolidar su Arte, se marcharía de su natal Bruselas en el año 1843 para no volver jamás. Por aquel entonces el Romanticismo iría poco a poco orillándose, o marginándose, frente a su antecedente estético más encumbrado, el Clasicismo, esa tendencia sostenida ahora de nuevo -mediados del siglo XIX- entre un academicismo necesario y un realismo social agradecido. Y el joven Stevens pudo en París acercarse al Arte más realista, ese estilo que -después de aprenderlo en la Academia de Bellas Artes parisina, la mejor institución de Arte entonces conocida- se encontraba ahora abundante entre las calles solitarias, entre los bulevares deprimidos o entre los lugares más sórdidos de la vida real de aquel París tan convulso de comienzos del segundo imperio.

Para la Exposición de París del año 1855 presentaría el pintor belga una obra que había realizado un año antes, Lo que se llama vagancia. En ella Stevens consigue reflejar magistralmente una terrible injusticia social muy deplorable por entonces. En una calle de París varios soldados del ejército imperial llevan custodiada a una madre pobre y a sus dos hijos pequeños y desarrapados. Es invierno en París y la nieve cubre la acera fieramente con su blanca sombra indiferente. Frente a un desangelado muro de la calle se observan, irónicamente, carteles donde anuncian bailes y ofertas de casas lujosas. El pintor no solo describe ahora la escena triste, también la reivindica con el gesto humano de una dama que ahora se dirige a un soldado para que tenga caridad... Poco antes -el tiempo es un alarde sutil que el pintor utiliza hábilmente en su obra- un viejo inválido había hecho inútilmente la misma crítica. A pesar de esta denuncia social la obra de Alfred Stevens ganaría una medalla de segunda clase en la exigente Exposición parisina. Y, además, el propio emperador Napoleón III, abrumado por su negativo impacto, decretaría que a partir de entonces los vagabundos no fuesen llevados a pie a la cárcel... sino en un vehículo cubierto. No se sabe muy bien por qué, pero el caso fue que aquel estilo de pintura realista y crítica la cambiaría el pintor, para siempre, en el año 1860. A partir de entonces Stevens pintará mujeres elegantes, tan solo mujeres bellas en todas las posibles poses burguesas habidas y por haber. Geniales, sin duda, pero nada más que eso. Y su genialidad artística tendría ahora mucho de detallismo artístico, de exquisito modo de representar no solo lo que era la mujer sino también de todo lo que la rodeaba. 

Tanto y tan bien lo haría el pintor que fue comparado con el detallista barroco holandés Gerard Ter Borch. Y así es, ya que la pintura realista de Stevens es maravillosa por su cuidada manera de dibujar todo lo preciso, pero, también por hacer que el personaje retratado -siempre una bella mujer- tuviese una personalidad tan expresiva que llegase a trascender el mero lienzo dibujado. Una de sus más conocidas obras es la titulada El baño, compuesta en el año 1867, en ella se refleja todo lo dicho antes de él y de su Arte. ¿Qué está pensando ahora la mujer pintada en su baño? Ahí estará gran parte del genio del artista: hacernos elucubrar ahora tan solo para acercarnos a percibir un bello gesto, no para entenderlo. La mayor parte de las obras de Alfred Stevens gustaban a un público satisfecho con su vida y por eso las pintaba así: debía él sobrevivir... Obtuvo con sus obras un gran beneficio gracias a la gran aceptación de sus pinturas por entonces. Como, por ejemplo, sucedió con El ramo, una obra del año 1857 famosa por su etérea belleza. Y no pudo ya dejar de pintar así... Sin embargo, su vida personal no supo él dirigirla tan bien como su Arte: acabaría arruinado por malas inversiones y gastos excesivos. Una enfermedad le obligaría además a vivir muy cerca de la costa, algo que el pintor no podría satisfacer ya como antes. Pero un tratante de Arte le ayudaría entonces y le llegaría a ofrecer 50.000 francos por esas obras que él sabía pintar y tanto gustaban. Así continuaría el pintor hasta que, al pasar los años, acabase viviendo en habitaciones modestas en el París decadentista de finales del siglo XIX, ese mismo siglo que años antes, sin embargo, le viese triunfar. Pero antes de eso, antes de acabar así el pintor insatisfecho, sin más que aquellas cosas que pudo hacer de joven y ya no, antes de terminar incluso de volver a hacer aquello que más le demandaban, Stevens se atrevería a pintar, al menos, dos mujeres en unas poses muy transgresoras para aquella sociedad tan hipócrita.

Una de ellas sería un homenaje al Impresionismo, una tendencia que él nunca llegara, a pesar de algún intento, a componer con su Arte clásico y realista. Para ello acudiría el pintor a una de las modelos retratadas por la nueva tendencia impresionista -y pintora ella también-, Victorine Luise Meurent (1844-1927). En su obra Un estudio de Victorine Meurent, el pintor Alfred Stevens compuso la imagen de la bella y atrevida pintora francesa. Musa incluso que fuera del pintor Manet, ya que era la mujer desnuda de su impactante obra Desayuno en la Hierba. Pero, en su obra, Stevens logra ahora asombrarnos no tanto eróticamente como de otra forma. Una particular suya que tendría de representar personalidades femeninas en gestos sublimes por su misterio o por su grandeza. Aquí crea una belleza sosegada y sin rubor, sin pasión incluso, sin otra cosa más que su corrección estética y social. Pero no se conformaría el pintor solo con eso... Una vez, ignoro en qué fecha, pintaría Stevens una obra extraordinaria para ser un pintor tan socialmente correcto. Es la obra que encabeza la entrada y que tiene el enigmático título de Círculo. Nada más he podido descubrir de esta obra. Sólo la firma del autor -que sí es visible- acredita claramente que la obra es suya. Sin embargo, no se necesita saber más para admirarla. El pintor de las bellas damas parisinas con sus perfectas poses correctas, tan vestidas, tímidas, recatadas, arregladas o predispuestas, pintaría entonces una joven que ahora muestra incluso uno de sus pechos descubierto. Sólo eso y un vestido esplendoroso. Había ahora que criticar también, como lo hiciera el pintor al principio de su vida. Había que utilizar su maravilloso Arte de retratos para denunciar ahora, bellamente, un fracaso sentimental. Pero, no lo creo. Y si no es sentimental entonces, ¿qué fracaso es ahora ese que el pintor retrata? El de la misma sociedad desalmada de entonces. El de esa sociedad que, como la desolada joven del retrato, tuviese ahora que esconder, zaherido, su propio rostro avergonzado por el hecho bochornoso de haberse dejado vencer por unos deseos tan materialistas como ultrajantes.

(Óleo del pintor Alfred Stevens, siglo XIX, Círculo; Pintura El Baño, 1867, Alfred Stevens, Museo de Orsay, París; Lienzo Lo que se llama vagancia, 1854, Alfred Stevens, Museo de Orsay, París; Óleo El ramo, 1857, Alfred Stevens, Particular; Cuadro Estudio de Victorine Meurent, Alfred Stevens, siglo XIX, particular.)

25 de febrero de 2016

La muerte de Eurídice: una mirada diferente de las cosas que sólo el Arte es capaz de homenajear.



La muerte de Eurídice es el mito principal de Orfeo. La cultura y el Arte, los medios para divulgar los mitos de la Antigüedad, siempre glosaron la imagen, el relato, los cantos o la música que reflejaba la muerte de la mujer de Orfeo y su búsqueda en los infiernos. En el Arte los pintores Rubens, Corot, Tintoretto y otros plasmaron la figura de Orfeo y Eurídice o huyendo ambos, o sosteniendo él a ella, o muertos los dos. Esa era la leyenda, el mito transmitido y el sentido universal y más conocido de esos dos personajes mitológicos. Porque es el aspecto esencial de esta leyenda lo que más sabremos, y lo que las obras artísticas más se habrían encargado de representar. Pero, sin embargo, ¿qué más hay en el mito, qué otras cosas diferentes a las conocidas hubieron, o qué otros personajes existieron y padecieron además esa leyenda? Y, también, ¿dónde y por qué sucedió toda esa historia legendaria? Porque la leyenda conocida destacaba siempre la tragedia de los dos amantes, Orfeo y Eurídice, y llevaría siempre a Orfeo a tratar de recuperar de las garras de la muerte a su amada, algo muy vinculado con los grandes misterios de todas las mitologías antiguas, paganas o no. El orfismo, por ejemplo, fue en la antigua Grecia una secta dedicada a preparar las almas de los humanos para garantizarles una vida eterna y feliz. Luego, con el cristianismo triunfante, el mito alcanzaría a propagarse en los sagrados misterios de la nueva religión, incluso asociando la figura de Orfeo a Cristo. Y en todas las representaciones artísticas siempre destacando la fatídica muerte de Eurídice, su trágica bajada a los infiernos y su audaz y frustrada salvación por Orfeo.

Orfeo fue un personaje insólito en la mitología griega. Era, a diferencia de todos los demás, un ser bondadoso, encantador, músico, un ser casi perfecto. No era un dios, pero casi. Tan maravilloso era Orfeo que el dios Apolo le favoreció con sus dones. La lira era para Orfeo un instrumento eficaz con el que apaciguar las fieras, porque hasta los ríos, las rocas y los animales, todas las cosas salvajes del mundo, le escucharían extasiados a su paso por el monte. Su gran confianza en esta cualidad especial, dominar con su música las cosas feroces de la Naturaleza, tal vez fue lo que le llevaría a pensar que podría vencer de la muerte a su amada Eurídice. Y el Arte, la mitología, la religión y sus misterios llevaron a glosar su gesto heroico y su grandioso motivo -la muerte de Eurídice-, pero, sobre todo, su terrible final. Y en todas las obras artísticas -musicales, poéticas, literarias, teatrales, operísticas, pictóricas- se reflejaría siempre así el mito. Pero, sin embargo, solo el Arte pictórico es capaz de ir lateralmente y mirar las cosas de otro modo. Es el único, tal vez, que puede hacerlo sin desmerecer nada.  Algún pintor del Renacimiento, como lo fue Jacopo del Sellaio (1441-1493), realizaría una vez una representación de la muerte de Eurídice muy sorprendente e inédita: el momento mismo de su accidente mortal y el traslado posterior a la entrada del Hades. Se relata la leyenda en distintas escenas de distintos momentos temporales, algo habitual en el Renacimiento y el Manierismo temprano. Aquí aparece Orfeo muy alejado hacia la izquierda, comunicándole a otros personajes la terrible tragedia de su amada.  Pero justo al lado de ella está ahora, sin embargo, otro personaje: Aristeo. En la obra renacentista vemos el paisaje arcádico, ese lugar maravilloso que contrasta tanto con la terrible tragedia. Pero, veamos otra pintura también del mismo mito, el maravilloso lienzo manierista La muerte de Eurídice del pintor Niccolo del Abatte (1510-1571). ¡Qué paisaje más idílico es ese! ¡Qué extraordinario lugar el reflejado para ese escenario pictórico! ¿La muerte de Eurídice, de quien sea realmente, en ese plácido, tan bello y bendecido lugar? 

Fijémonos en el paisaje de la obra manierista, en las montañas, en el mar, en el cielo, en el bosque verdecido y tranquilizador. ¿Cómo es posible que algo malo, trágico, triste y desolador pueda suceder ahora en ese fantástico paraíso retratado? Hasta unos edificios elegantes y majestuosos, que simbolizan la civilización equilibrada y ordenada, aparecen orgullosos y benéficos al fondo de la escena manierista. Sólo en el primer plano de la obra vemos una persecución, pero esta podría tratarse de un juego amoroso o de un acceso de amor desaforado. A la izquierda del lienzo observamos a unas jóvenes retozando, alegres y confiadas. Incluso el cuadro nos confunde ahora con una bella Eurídice -sabemos que es ella por el título de la obra, que está ahí y que muere- desnuda y tumbada sugestivamente a la derecha de la confusa persecución narrada. Pero, nada que nos haga pensar, al pronto, que sea una muerte o una tragedia lo que es representado en la obra. En el mito, Eurídice vivía en Arcadia, un lugar griego idílico y majestuoso para sentir la paz, el amor, los cantos y la felicidad del mundo. Por eso el pintor nos muestra un paisaje maravilloso, con la representación de un escenario prodigioso, sosegado, atrayente, deseoso, natural y ajeno a todas las maldades o desastres del mundo. Ahora debemos conocer un poco la leyenda del mito para ubicarnos. Orfeo se uniría a la ninfa Eurídice y ambos vivirían felices en un mundo ajeno a toda maldad, la Arcadia. Allí cantaba y tocaba su lira él y paseaba y disfrutaba de su vida ella. A ese lugar idílico llegaría una vez Aristeo, un dios menor de la Naturaleza y de sus artes agrícolas, cultivador además de abejas y olivos. Un personaje llevado ahora por una pasión lujuriosa a enamorarse. Y se enamoró de Eurídice inevitablemente. La desearía tanto que la perseguía sin cesar por el bosque arcádico. Entonces un día Eurídice, huyendo de él, pisaría una pequeña serpiente venenosa y moriría fatídicamente.

Las hermanas de Eurídice, unas bellas dríades -ninfas de los árboles-, hicieron perecer en venganza todas las abejas cultivadas de Aristeo. Éste acudiría luego a su madre, Cirene -en la obra los dos caminan juntos a la derecha del cuadro-, una madura ninfa conocedora de la Naturaleza, que le aconseja a su hijo que visite al sabio adivinador Proteo, un viejo que aparece ahora sentado junto a un ánfora de agua -Proteo era hijo del dios del mar Poseidón-. Proteo le recomienda sacrificar unos animales para calmar el espíritu moribundo de Eurídice. Luego observaría Aristeo cómo de las vísceras descompuestas de los animales sacrificados saldrían abejas renacidas volando -el sentido renacedor de las cosas y de la vida en el mito-. El pintor manierista compuso esta escena trágica-bucólica con la belleza manifiesta que más podría crearse en un paisaje renacentista, con la delicadeza además que solo el Manierismo fuera capaz de ofrecer. No hay muerte ahí, verdaderamente, aunque veamos a Eurídice tendida y sin moverse en el suelo arcádico de la obra. No hay drama tampoco, no hay infierno incluso. No está Orfeo -ni nadie- ahí para poder tratar de auxiliarla o salvarla.  Sin embargo, el pintor sí incluye a Orfeo en el cuadro: está él más alejado, hacia la izquierda de la obra, solo y rodeado de animales que escuchan, serenos, sus bellas melodías musicales. Y de ese modo completaría el pintor su sentido metafísico en su bello cuadro manierista, un sentido que sólo este Arte pictórico podía llegar a crear sin algaradas: el de plasmar una serena mirada diferente de las cosas trágicas. Porque las cosas no son estereotipadas ni unidimensionales, no son unilaterales ni tienen una única mirada ni una única realidad. Todo es susceptible de verse siempre de otro modo distinto. Toda historia o leyenda o vida o hecho o visión, pueden ser expuestos siempre de otra forma diferente. Una forma que nos haga pensar de una manera distinta, una que nos haga sentir o ver las cosas de una forma distinta ahora a como nunca antes la hubiésemos visto o sentido.

(Óleo La muerte de Eurídice, entre 1552 y 1571, del pintor manierista Niccolo del Abatte, Museo National Gallery, Londres; Lienzo del pintor renacentista -quattrocentista- Jacopo del Sellaio, Orfeo y Eurídice, 1480, Roterdam, Holanda.)

15 de febrero de 2016

La visión del deseo en el Arte o un misterio tan mitológico como humano.



El retrato en el Arte es una forma de expresión muy personal. Definamos el término retrato: es copiar, dibujando o fotografiando, la imagen real de un ser real determinado. Es copiar una imagen real de algo concreto -un ser humano individual- que, mientras se está llevando a cabo, está dejándose ver...  Siendo consciente el objeto de esa imagen retratada del artífice que está en ese momento -un fotógrafo o un pintor avezado- llevando a cabo el proceso artístico de su retrato. Pero en el Arte a veces eso no sucederá... No sucederá, por ejemplo, cuando el objeto no existe, es decir, cuando solo es una recreación mental o imaginada del artífice, en este caso un pintor o creador artístico que imagina lo retratado. Pero, entonces, en ese caso, ¿qué lo procura? ¿Qué cosa llevará, verdaderamente, a motivar al artífice a realizar algo así?: el deseo.  Pero el deseo, a su vez, puede ser mental o físico. En la mitología antigua fue llevada la expresión del deseo físico a su más elaborado proceso creativo. Entonces el deseo se representaría en la figura más paradigmática de aquella mitología olímpica: el dios supremo griego Zeus. En él se reflejaba o representaba el deseo amoroso más desaforado, más inevitable, más trágico o más humano. Tanto desearía este dios mitológico satisfacer sus deseos eróticos que la literatura posterior grecorromana, la basada en su mitología clásica, llevaría a contar múltiples leyendas de sus fantásticas maquinaciones para acercarse -consumando ese deseo- a las más bellas ninfas o nereidas de los bosques.

Una de esas leyendas contaba la historia de la hermosa ninfa Calisto, que pertenecía al cortejo de la diosa Artemisa, la hermana gemela de Apolo. Para seducir a sus objetos de deseo el dios Zeus se transformaría en otros seres diferentes. La transformación, esa cosa prodigiosa que nos procura a veces alcanzar nuestros deseos. Zeus toma ahora la apariencia del hermano de la diosa, el bello Apolo, y es solo entonces cuando Calisto no rehusaría acompañarle. Apolo y Artemisa eran hermanos gemelos y no se distinguirían demasiado sus detalles físicos. Así consumaría Zeus su deseo y Calisto acabaría encinta del dios. Pero Artemisa no perdonaría traiciones, la expulsaría de su cortejo y la transformaría en un oso hembra para siempre. La historia del Arte se aprovecharía de esta leyenda para hacer distintas versiones de esa afrenta mitológica. A veces claramente representado -retratado- ese deseo y otras con el misterio iconográfico que el Arte sabe hacer de sus historias. El pintor del Renacimiento Giovanni de Niccoló Luteri, más conocido como Dosso Dossi (1490-1542), llevaría el misterio iconográfico de ese deseo a su Arte renacentista más inspirador. Una vez crearía ese misterio en su obra Escena Mitológica, compuesta en el año 1524. Así es como se denomina la obra en la galería donde se encuentra, el Museo Paul Getty de Los Ángeles (California). Esta obra de Arte renacentista es todo un misterio iconográfico porque representa más una alegoría que una escena determinada. Una alegoría: la representación de una cosa que es significada por otra diferente, una que no se ve en la obra claramente.

No hay cosas en la obra de Dosso Dossi para llegar a entender bien qué clase de alegoría podría ser. Por eso sigue siendo un misterio esta maravillosa representación pictórica renacentista. Primeramente, de hallar algún calificativo a esta alegoría, debería ser una alegoría renacentista, porque es el Renacimiento más espléndido, el más significativo, el más colorido o el mejor compuesto para una idea tan renacentista de la vida. Otro calificativo podría ser amor o deseo, es decir, podría ser denominada la obra como una alegoría del deseo o del amor.  Porque no es solo la Belleza lo que está reflejado en la obra. Pero, como en todas las bellezas renacentistas, sin ser ahora un objeto consciente de ser retratado.  Hay otros personajes en la obra que interactúan además con la belleza y esto hace a la belleza muy diferente ahora. Pero, ¿quiénes son esos personajes? ¿Qué hacen ahí? ¿La desean a ella, desean esa belleza? En otras escenas de parecido contraste los personajes que rodean la Belleza sí la desean claramente. Pero aquí no. Ni siquiera el dios Pan -ser mitad hombre y mitad bestia- está ahí para desearla. Este dios griego es asociado a la fertilidad más bestial, tal vez por eso está ahora ahí...  Están también otros personajes femeninos, uno es benefactor de la Belleza, protector de ella, que con sus manos muestra aquí un gesto reconocido de grandeza. El otro personaje femenino es un misterio indescifrable, aunque parezca ser la diosa Artemisa, gemela del dios Apolo intercambiable. Arriba a la izquierda los alados diosecillos del amor señalan ahora el sentido más erótico de la escena. 

Y, luego, está la Belleza... ¿Pero quién es ella, es Venus, es Calisto, o es alguna ninfa mitológica cualquiera? Ahora es aquí el objeto de deseo. El sentido de todo deseo retratado en la obra, sea mental o físico. Porque tanto el amor representado -Eros- como la divinidad más elogiosa -Artemisa-, tanto la virtud humana -la vieja protectora- como el anhelo más brutal -Pan-, están ahora todos ellos ahí para justificar esa Belleza. Todo está aquí representado por ella, por la Belleza más deseosa, la más perfecta, la más indefensa también... Cuatro años más tarde el mismo pintor compuso su otra obra Diana y Calisto. Diana es la diosa Artemisa romana. Aquí el título del cuadro despeja toda elucubración interpretativa: ahora es la ninfa Calisto la retratada. Ella es la hermosa joven despreciada por Artemisa y representada aquí desnuda y dormida. Diana señala hacia arriba, donde Zeus mora en sus dominios olímpicos, indicando así a este dios como el único responsable de esa fertilidad furtiva. Al fondo veremos la silueta de una ciudad en la ladera, la misma ciudadela que pinta el pintor en ambas obras de Arte. Rasgos similares que nos llevan a pensar en la misma leyenda mitológica, aunque la obra anterior no mencionase a Diana ni a Calisto. 

Es la imagen del deseo el sentido alegórico de este artículo. Es la idea del deseo más bien, algo que, como todos los deseos ocultos, no es nunca realmente retratado. Es decir, no es posible representar el deseo más desgarrador sin la anuencia del objeto retratado. Porque el deseo -el más inconfesable- es siempre recreado en la mente furtiva del autor de ese deseo. Y entonces éste puede pintar lo que quiera -lo que desea-, no lo que está ahí, sino lo que no está ahora ante él siendo... Sólo lo que imagina el autor, lo que solo puede él distorsionar con el misterio o con el deseo o con el gesto sublime de Belleza.

El Realismo en el Arte fue tiempo después un contrapunto del Renacimiento.  Un contrapunto que estaría casi siempre expresado por la sorpresa de lo representado, porque es expresado a veces como un hecho vergonzoso y, por tanto, como un acto cifrado o como un alarde estético cuyo realismo no estaría en qué hacen los personajes sino qué representan simbólicamente. El pintor francés Évariste Vital Luminais (1821-1896) llevaría su Academicismo estilístico perfecto a representar realidades de la vida o de la historia. En su obra El rapto vemos una escena de deseo también. Aquí se representa el gesto poderoso de un atropello violento por poseer el objeto de deseo. La obra es realista y confusa a la vez. ¿Cómo es posible atrapar a caballo un cuerpo desde el lado opuesto al brazo que el raptor utiliza ahora para llevarlo? Es imposible, o tuvo la ayuda de alguien o ella se dejaría montar... Es ahora la belleza de la escena -a diferencia de la obra renacentista- lo que primará en la obra. El Academicismo comprende equilibrio y proporción, por eso el cruce de dos figuras desnudas sobre la montura lleva ahora en la obra su mejor composición artística. Pocos años antes el pintor argentino Ernesto Sívori (1847-1918), otro pintor realista, plasmaría una impactante escena desnuda y solitaria. Ahora pasamos a un único personaje frente a varios en el Renacimiento o a dos en el Academicismo. En el realismo de Sívori vemos ahora a una mujer descuidada mirada desde la menor sensación clásica de un retrato de Belleza. Está ella levantándose desnuda al despertarse sola en su dormitorio. Una imagen desnuda pero muy diferente a la de aquella hermosa ninfa mitológica de antes. Porque ahora no es aquí la Belleza física sino solo el deseo mental. La vida, su estética y las ideaciones del deseo habían cambiado mucho desde el siglo XVI al XIX. Ahora, en pleno siglo XIX, no se necesitaría a nadie más para exacerbar el deseo, solo al propio y único objeto de deseo, aunque transformado por completo de toda aquella Belleza clásica. Porque no se necesita mostrar ahora una belleza ideal o perfecta, solo la realidad de una solitaria y sugerente escena sorprendente y erótica. Pero todo esto es así para nosotros, no para ella... Una modelo ajena a toda esa belleza que ahora pueda inspirar. Esta es la escena sugestiva y furtiva -no retratada- para representar ahora el deseo..., el mental, no el físico, aunque también ahora, al igual que en el Renacimiento, un deseo tan confuso como misterioso...

(Óleo Escena Mitológica, 1524, Dosso Dossi, Museo Paul Getty; Lienzo Diana y Calisto, 1528, del pintor renacentista Dosso Dossi, Galería Borghese, Roma; Cuadro del pintor Évariste Vital Luminais, 1890, El rapto, Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires; Lienzo del pintor argentino Ernesto Sívori, El despertar de la criada, 1887, Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires.)

5 de febrero de 2016

El Manierismo, la única tendencia que comprendió lo que, realmente, es el Arte.



Sólo con la perspectiva del tiempo se llegan a entender la historia, la vida, la sociedad y el Arte. Han tenido que relevarse tendencias, estilos, técnicas o modos de crear para que ahora, desde una sociedad totalmente conquistada y dominada por la imagen, podamos evaluar con sosiego, desapasionadamente, sin interés parcial de ningún tipo, el verdadero sentido artístico de lo que se entiende por Arte. Porque -entendido aquí solo el Arte Pictórico- ¿para qué y por qué comenzaría el Arte? Probablemente, no hayamos valorado lo bastante el hecho de que la Edad Media en Europa subestimó el Arte; es decir, no voy a decir que lo ignorara o rehuyera, pero sí que lo marginó como lo contrario a una manifestación iconográfica cultural extraordinaria. La religión cristiana en Europa, Roma concretamente, determinaría la cultura de la época y, por tanto, establecería sus medios para transmitirla. Sin embargo luego, cuando el Renacimiento revoluciona la cultura y toda manifestación artística, la Iglesia católica fomentaría, admiraría y transformaría el sentido iconológico de la imagen como un gran medio comunicador. Es a partir de entonces cuando se acelera el proceso, no es que naciera entonces el Arte sino que se aceleró y, en consecuencia, evolucionaría extraordinariamente. 

El Arte europeo occidental tuvo al principio una utilidad social y evangélica, aristocrática luego y, finalmente, burguesa. Al principio de su evolución estética más significativa, en el siglo XIII, los artistas se dejarían llevar por una iconografía bizantina adaptada a los gustos regionales o locales. Hasta ese momento la única cultura transfronteriza en Europa fue la arquitectura y las artes decorativas. Las grandes rutas europeas, como lo fuera el camino de Santiago, contribuyeron a prodigar ese tipo de arte medieval por toda Europa. Pero entonces toda esa decoración, maravillosa, románica, mudéjar y medieval de los siglos IX, X, XI, ¿qué pasó con ella, por qué no progresó? Porque entonces una tendencia artística religiosa y monacal, el Cister, acabaría radicalmente con cualquier evolución artística. El Arte cisterciense fomentaría la austeridad, el minimalismo decorativo, los muros vacíos de imágenes, los arcos desnudos, altos y bellos pero sin adorno alguno. Y esto contribuyó a que la sociedad y la Iglesia mantuviesen sin evolucionar ni desarrollar el Arte europeo. Porque el Arte existía por entonces, pero tímidamente, sin experimentar y sin encontrar un público que lo demandara especialmente. Cuando tiempo después, en el siglo XIV, empezara a evolucionar poco a poco, el Arte descubriría en lo piadoso el único sentido de ser y pintaría entonces solo seres sagrados, demasiados alejados de lo terrenal del mundo. Y se pintarían además las figuras planas, sin perspectiva, como se habían hecho siempre antes en las paredes medievales de los templos. También con las mismas formas tan poco naturales que acabarían justificándose en una obra artística. Pero el Renacimiento acabaría pronto con toda esa lentitud de siglos en el desarrollo de la evolución artística.

Los pintores en el siglo XV proliferaron tanto como el propio desarrollo que tuvo el Arte. Las demandas de obras se ampliaron a otros estamentos aparte de la Iglesia. Por entonces la aristocracia superó o igualó a la Iglesia en utilizar imágenes de Arte para satisfacer ahora otras cosas: el gusto, el placer, la vanidad o el prestigio social. Porque la Iglesia lo hacía para evangelizar, para comunicar la doctrina y lo sagrado a sus fieles. Pero los magnates italianos, los primeros aristócratas en hacerlo, lo hicieron para demostrar lo importante que ellos eran, decorando ahora sus palacios con la bella estética menos sagrada, o nada sagrada, que los pintores comenzaron a expresar en sus lienzos. Y, entonces, ¿qué pintar ahora exactamente? Pues retratos o grandes hazañas épicas, historias o leyendas atrevidas también, donde ahora pudieran divisarse, por ejemplo, los cuerpos desnudos de una dama o de una diosa.  Y entonces, cuando lo creado en un lienzo empezó a estar más cercano a lo terrenal, a personajes humanos, no tanto sagrados, a seres que, como nosotros, vivían, sentían y reflejaban lo que éramos, el Arte quiso representarlos de forma cada vez más natural, como la vida real les mostraba a sus ojos el mundo que veían.

El clasicismo grecorromano, descubierto en las ruinas romanas de aquellos años -siglos XV y XVI- conservado en esculturas de mármol -lo más duradero-, reflejaba ahora la belleza realista más maravillosa que se hubiera visto nunca. Se podía conquistar ya la belleza. Y amarla también, admirando esas obras inmortales tan perfectas. La escultura floreció en Italia entonces deseosa de recordar aquella belleza clásica. Pero la Pintura pronto comprendería que había venido también a hacer lo mismo: reflejar o reproducir la belleza tal como era en la naturaleza. Con sus dimensiones y su perspectiva natural, aun dentro de la bidimensionalidad limitada de un lienzo. Y los que mejores lo hicieran mejores pintores serían. Sin embargo, algo sucedió a partir de la tercera década del siglo XVI. ¿Fue la evolución del Arte? Pero, ¿cómo se podía evolucionar volviendo a lo de antes, al alejamiento del modelo real, del más natural o del reproducido fielmente en un lienzo? ¿Por qué sucedió eso? El Manierismo es de las pocas tendencias que más misterio, si lo pensamos bien, encierran en la historia del Arte europeo. Consiguió llevar a cabo la mayor evolución a la que el Arte podía llegar, al mayor límite. Pero, lo hizo antes de tiempo. Se anticipó. Y por eso murió, detestado, atropellado o incomprendido. Pero, sin embargo, el Arte útil, el icónico más funcional, o el ideológico, no habían acabado aún de cumplir sus necesidades sociales, políticas o religiosas.

El Barroco fue la más completa justificación del Arte para ello, cumplió su función de comunicación social como ninguna otra tendencia lo hubiese hecho. Porque duró además unos ciento cincuenta años. El Manierismo, a cambio, tan sólo duraría unos cincuenta. Luego, siglos después, el Arte sería utilizado como medio de comunicación por la sociedad burguesa o por la revolucionaria...  Y para comunicar bien hace falta que la imagen sea comprensible a todos. Así que, si lo pensamos bien, y salvo el Arte Moderno, la única tendencia artística de la historia que nunca sirvió para transmitir otra cosa que belleza fue el Manierismo. Sólo belleza, nada más que belleza. Es decir, en el Manierismo no hay otra cosa más que belleza artística: no hay mensaje verdaderamente, no hay salvación, no hay denuncia, no hay pasión, no hay leyenda, incluso, que se entienda bien, no hay ahí nada más que Arte y Belleza... Cuando el pintor Niccoló dell Abbate (1510-1571) se trasladó a Bolonia en el año 1547 desde su Módena natal, descubriría el gusto de esta ciudad italiana por la mitología, el amor cortés y los paisajes sosegados. Pero, luego se marcharía a Francia en el año 1552 para decorar grandes palacios en Fontainebleau. Más belleza todavía, aunque desconsagrada del todo y sin demasiados alardes intelectuales. Y pintaría el artista italiano entonces cómo el propio Arte habría ya evolucionado, en los años centrales del siglo XVI, cuando el Manierismo no era ni una tendencia siquiera, tan sólo la única forma renacentista de pintar con belleza.

En el año 1555, aproximadamente, Abbate crea su obra La Contención de Escipión. La historia latina había contado, en parte leyenda y en parte verdad, cómo el gran general romano Escipión el Africano, el mayor estratega de Roma, se contuvo una vez ante la belleza hispana de una hermosa cautiva enemiga de Roma. La grandeza y nobleza de Escipión fue cantada por los poetas antiguos y medievales, y llevada luego a una de las leyendas más heroicas, excelsas y ejemplares de la Antigüedad. En el Arte se había pintado esta leyenda romana con todas sus tendencias. Aquí incluyo, además de la obra manierista de Abbate, otra obra pintada cien años después,  la del barroco -muy clasicista- Nicolas Poussin. Esta última nos permite visionar mejor la historia -o la leyenda- y observar cómo Escipión es saludado por el futuro esposo de la cautiva, la bella joven hispana que él rehusó tomar como concubina. Sabremos distinguir en la obra barroca dónde están los personajes, quiénes pueden ser y, sobre todo, qué tipo de escena estamos viendo. Pero, ¿y en la obra de Niccolo dell Abbate? ¿Cómo podemos saber todo eso? ¿Pero, saber el qué? Porque en el Manierismo no hará falta saber nada. ¿Hay Belleza ahí? Sí. Pues ya está, eso es todo. Eso es todo lo que hay que saber para admirarlo.

(Lienzo Manierista del pintor italiano Niccolo dell Abbate, La Contención de Escipión, 1555, Museo del Louvre, París; Óleo clasicista del pintor barroco francés Nicolas Poussin, La Contención de Escipión, 1640, Museo Pushkin, Moscú.)

  

26 de enero de 2016

Dos visiones románticas o dos maneras diferentes de sentir emoción.



Cuando el Romanticismo estaba en su mayor apogeo, durante los años treinta y cuarenta del siglo XIX, los pintores vivieron una gloriosa etapa de fervor popular hacia su pintura. Las emociones románticas se habían desatado desde hacía años, y los pintores buscaban relatos inspirados y épicos para poder crearlos en sus obras. Todo paisaje era un posible escenario romántico, pero lo era más si el paisaje mantenía una imagen del pasado que produjese una emoción atávica al visionarlo. Dos pintores tuvieron la oportunidad de expresar eso con el paisaje andaluz de aquellos años románticos. Uno británico y otro español, pero ambos con una diferente forma de representarlo. El paisaje romántico debía inspirar sensaciones por revivir de nuevo toda esa lejana emoción atávica, una emoción que, a cada visionado exótico de sombras y luces, pudiera hacer vibrar el alma oculta de las cosas. Sombras cercanas al espectador ansioso de emociones tenebrosas, y luces lejanas para hacer sentir una resplandeciente forma estética poderosa. En el paisaje romántico no hay ideologías ni hay historias; no hay intereses particulares ni generales; no hay joyas ni miserias; no hay alegrías ni tristezas; no hay virtudes ni glorias ni durezas..., sólo emoción romántica. Pero la emoción romántica no es percibida siempre del modo como el creador decide o quiere expresar. Sentirla no exige necesariamente una pasión dirigida o condicionada o calculada por el pintor. La emoción romántica es una sensación producida en el que ve por la inspiración pasiva de lo que percibimos sensible. Cuando vemos una belleza que nos emociona no es más que un sentimiento atávico oculto en nuestra memoria. Nacemos con ello, y, tras vivir cosas hermosas que sentimos como propias, llevaremos nuestra emoción -al encontrarlas de nuevo en la belleza- al sentido que tuvieron ellas antes de admirarlas ahora. Eso podemos sentir, inconscientemente, al visionar un paisaje romántico, aunque lo pintado no lo reconozcamos incluso. Todo lo representado en un cuadro no es un recuerdo nuestro en sentido estricto, pero, sin embargo, sentiremos algo especial que nos llevará a recordarlo. En el paisaje romántico sentiremos que lo que vemos ahora es, sin embargo, en parte algo nuestro.

La visión del castillo de Alcalá de Guadaíra expresada en estas obras es la mejor forma de poder entender el sentido estético de la emoción romántica. David Roberts (1796-1864) fue de los primeros pintores en viajar a países exóticos para encontrar su visión romántica. ¿Por qué en los países exóticos? Porque esos lugares evocan ese atavismo nostálgico e inconsciente de lo romántico. Lo atávico tiene que ver con el pasado y con alguna emoción olvidada. Las imágenes románticas debían reflejar las huellas del pasado, daba igual cuales fuesen o si eran reconocidas o no en nuestra memoria. Viajaría Roberts por Andalucía buscando esos lugares inspirados y eternos. Otra cosa que define la emoción del paisaje romántico es la falta de contemporaneidad, es decir, que da igual que sea o no el tiempo real aquel que se retrate. En este sentido, Roberts es fiel a la estética de la emoción romántica: retrata el escenario romántico como lo ve en el momento que lo crea, no como fue antes. El escenario romántico no deja de ser atávico por ser actual. Otra cosa es el momento temporal del día retratado. Las luces o sombras no son las mismas al atardecer o amanecer que en el cénit del mediodía. Y Roberts compone su lienzo en la hora del día en que sus personajes están ahora haciendo sus tareas diurnas. Al fondo de la obra surge la montaña y el castillo con una luz apaciguada perfilando su silueta. Eso es todo. La emoción está en la percepción subjetiva de la visión romántica de quienes lo admiren. El paisaje sucumbe ante los ojos de un ser emocionado por el contraste de la luz como por la nostalgia de la memoria, por la grandeza del misterio como por la brumosa espectacularidad romántica.

Jenaro Pérez de Villaamil (1807-1854) es el otro creador romántico que pinta también el mismo castillo sevillano. Pero el pintor español lo hace de otra forma y con otra perspectiva romántica. El mejor representante del paisaje romántico español del siglo XIX lo fue Perez de Villaamil, un pintor que no necesitaría recorrer el mundo para crear lo que su genio le procurase inspirado. Su visión del escenario del castillo, a diferencia de Roberts, no es contemporánea sino histórica. Pinta la visión romántica del Castillo de Alcalá de Guadaíra en su momento real, cuando los árabes vivían y trabajaban en Al Ándalus. Como el castillo no estaba conservado ni completo en el año 1843, el pintor compone una visión fantástica de la poderosa silueta de la fortaleza árabe. Donde había ruinas alejadas -como en el caso de Roberts- ahora pinta brumas elevadas y un paisaje luminiscente. Donde antes había sosiego tranquilizador ahora crea muchedumbre agitadora. Donde antes había una suave luz acrisolada ahora compone un poderoso y brillante fulgor. Pero, sin embargo, en ambas obras todo supone un único motivo romántico. Aunque la visión romántica sea diferente en los lienzos, no lo es, sin embargo, aquella emoción atávica romántica. Ambos escenarios cumplen con el sentido estético romántico: recordar nuestro atávico instante inspirador de emociones románticas. También nuestro vínculo estético con la vida, con la tierra, con su misterio, algo que el tiempo o el espacio no pueden hacer olvidar en nuestra emotiva memoria romántica.

(Óleo de Jenaro Pérez de Villaamil, Castillo de Alcalá de Guadaíra, 1843, Museo Nacional de Buenos Aires; Lienzo del pintor David Roberts, El Castillo de Alcalá de Guadaíra, 1833, Museo del Prado, Madrid.)

21 de enero de 2016

¿Qué es una obra maestra?: lo que el Arte transformará en otra cosa, en una belleza independiente.



Annibale Carracci (1560-1609) fue un pintor italiano que no alcanzaría la gloria tan excelsa del olimpo de los grandes del Arte. Pero, sin embargo, acabaría glosando con el tiempo un justo reconocimiento artístico.  Fue uno de esos dioses que el Arte utiliza a veces para mostrarnos así la verdadera grandeza extraordinaria de la Pintura. Pero no nacería el pintor en el mejor momento ni elegiría el camino más triunfal. Sí eligió otra cosa: ser fiel a lo que consideraba como la mejor forma de representar la belleza del Arte... La belleza del Arte, solo la del Arte, porque la belleza de la vida solo alcanzaría a mejorarse -a cambio del sofisticado Manierismo- poco tiempo después con el Barroco naturalista y más humano de Caravaggio. Y el mundo entonces pasaría de puntillas por encima de la belleza tan artística de Carracci. El mundo dejaría de mirar las cosas como él las había mirado antes. Así que luego, cuando el Neoclasicismo del siglo XVIII admirase ya sus obras, fue entonces demasiado tarde o demasiado poco aceptable por haber creado el pintor tantas obras demasiado religiosas.  Su bello Arte conseguido acabaría así muy pronto. Porque el pintor boloñés había odiado el Manierismo como la forma más detestable de distorsionar el Arte clásico. Pero abominaría también del Barroco, un estilo que por entonces, cuando el pintor estaba en su madurez, comenzaría a exponer la vida y la Belleza de una forma como nunca antes se habría hecho en el Arte: mostrando la vulgaridad más sórdida con la sutileza menos bella para llegar a la creación menos originalmente hermosa.

Así que entonces, huérfano de escuelas excelsas de Belleza, crearía el pintor en su Bolonia natal la tendencia, sin embargo, más fugaz que haya existido nunca en el Arte: La Escuela de Bolonia. Fue una forma estética de poder salvar lo que el Arte había conseguido hacer antes, cuando Rafael o Miguel Ángel o Correggio lo crearan en el Renacimiento. Pero que ahora  Carracci lo crearía con cosas añadidas, como el color veneciano de Tiziano, o la originalidad de los florentinos, o la magnanimidad clásica de Roma. Fue muy valorada aquella belleza de Carracci por los amantes del Arte de finales del siglo XVI. Un final no solo de un siglo sino de una elogiosa, maravillosa y bella forma de pintar un cuadro. De todas las obras maestras que crease Annibale Carracci he elegido una compuesta en el año 1604. Es una Piedad, una obra religiosa. Pero, sin embargo, no es solo una obra religiosa... Es una escena conocida y muy retratada en la historia del Renacimiento, pero, sin embargo, consigue el pintor que una obra religiosa se transforme ahora en otra cosa distinta. Observemos bien la obra: es un Cristo yacente apoyado sobre las rodillas de su madre, sí, pero, además es el cuerpo de un hombre muerto que ahora, sin embargo, parece tan solo que duerme. María está también dormida. Es lo que parece su figura y su rostro mostrar en la escena artística boloñesa. Pocas Marías están así, dormidas plácidamente, ante el cadáver tendido de su hijo moribundo. El pintor aquí domina dos cosas, una teológica: no hay muerte ahí, no la habrá; otra emotiva: son ambos personajes seres expuestos aquí ante la gravedad de un sufrimiento muy humano, pero, también, ante la belleza de la vida...

El cuadro dispone de una composición muy sublime y metafórica. A parte de las pequeñas cabezas de los pequeños ángeles, no hay nada ni nadie más ahí. A la derecha del lienzo hay una oscuridad completada por el pequeño muro deslucido sobre el cual vemos las espinas y los clavos del terrible martirio sagrado. Pero a la izquierda de la obra se ve el paisaje maravilloso de un mundo por vivir. La vida y la muerte representadas juntas... Y, entre medias, dos seres dormidos que sueñan ahora con superar una cosa -la muerte- para conquistar otra -la vida-. Técnicamente la obra es perfecta: en sus colores, matices, detalles y sombras. Podría pasar por ser una obra del Neoclasicismo posterior incluso, un estilo que, casi dos siglos después, glosarán los mejores pintores franceses de esta tendencia. Es ahora el brazo de Cristo como el brazo de Marat en su muerte de Marat, una obra compuesta por el pintor neoclásico David. Los colores son los mejores colores que se puedan llegar a plasmar en un lienzo para representar y contrastar figuras humanas. El negro por ejemplo, y, sobre él, el dorado, el azul o el amarillo. La forma de los brazos de ambos personajes cuelgan ahora creando una imagen unitaria con una contraposición tan afortunada por la belleza original de su calculado encuadre. En esta obra barroca, clásica, boloñesa, el Arte consigue expresar una gran belleza transformando una iconografía concreta -religiosa, una Piedad sagrada- en otra cosa diferente: en una belleza artística del todo independiente. Nada más que Belleza, admirable, adorable, gratificante; sosegante, además, por la extraordinaria esperanza que retratará el pintor sin apenas parecerlo. Quiénes son los personajes que representa no es exactamente lo más importante para la Belleza de Carracci. Porque es belleza, pura belleza diseñada para elogiar la vista o el sentimiento más emotivo y estético. Independiente ahora de credos o mensajes, de doctrinas o historias. Eso fue lo que consiguió Carracci en la encrucijada artística más vertiginosa que viviera entonces. Eso fue lo que quiso hacer con su efímero Arte por entonces: transformar el sentido de belleza para poder definirlo sin dogmas ni gravedades. Y para eso lo hizo entonces buscando el sentido estético más universal que pudiera, destacando así la Belleza antes que cualquier otra cosa, aunque fuese ésta manifiesta ahora, sin embargo, de una manera formal, social o religiosa.

(Óleo Piedad con dos ángeles, 1604, Annibale Carracci, Museo Historia del Arte de Viena, Austria.)

6 de enero de 2016

La difícil composición de la Adoración de los Magos, una iconografía tan desequilibrada...



No se ha valorado lo suficiente la maestría de algunos pintores para encuadrar la Adoración de los Magos en un lienzo. Porque la iconografía de esa leyenda sagrada es inapelable: son tres los personajes que se presentan ante María y el niño. Y el tres es un número que no encaja muy bien con el Arte y sus medidas de belleza. ¿Por qué? En una imagen donde un grupo central -la madre y el hijo- debe ser adorado por tres iguales personajes -esto es importante, los tres son iguales figuras destacadas- que deben aparecer expresados claramente, ¿cómo hacerlo para que esa representación sea creíble y a la vez bella? Imposible. Pero, aun así, algunos pintores de la historia trataron de conseguirlo con originalidad, habilidad y belleza. Algunos lo consiguieron completamente pero otros sólo hicieron una obra sin preocuparse de la adecuada representación de la adoración de tres personajes a un cuarto.

Fijémonos bien en esta muestra de varias obras de Arte sobre la Epifanía. Sólo uno de los magos de oriente puede estar al lado del niño mostrando cerca de él sus manos en señal de respeto. Los otros dos no pueden hacerlo. Pero, no es eso solo. ¿Cómo situar a tres personajes frente a uno? ¿Cómo hacerlo para que el conjunto sea equilibrado? Imposible. Las leyes no escritas -o escritas también- de la belleza iconográfica no admitirán que ese número pueda ser utilizado para producir un instante de admiración visual. Dos personajes que adoran a un tercero es lo ideal; cuatro también. Pero tres, ¿cómo representarlo? No se puede, verdaderamente. Por eso uno de ellos deberá quedar atrás. O dos... Pero, si solo queda uno, este personaje sería marginado claramente. No, no puede ser tampoco. Uno solo debe estar arrodillado, o postrado o inclinado, ante el objeto de adoración; los otros dos alejados, da igual que uno lo esté más que el otro.

De una muestra aleatoria de obras de Arte de esa iconografía sagrada, podemos elegir la que queramos: siempre será así. Pero, sin embargo, aquí he querido destacar algunas obras que pueden mostrarnos la genialidad de los creadores para, salvando esa eventualidad del tres, conseguir una extraordinaria composición artística lo más original posible. Para mi gusto, el mejor encuadre lo realiza Alberto Durero, pintor alemán de los inicios del Renacimiento en su país, en su obra de Arte Adoración de los Magos del año 1504. La composición es la más original y bella de cuantas he podido ver. Es de las pocas obras que, en primer plano, sólo están ahora los magos, la madre y el hijo, nada más. Es de las pocas obras de Arte que ninguno de los tres magos de oriente está de espaldas ni de lado. Incluso el rey Melchor, el mago más anciano de los tres, está ahora aquí escorzado, girado así para adorar al niño pero sin dejar de mostrar su frente al espectador: el único ser que merece percibir siempre el sentido visual de una obra artística.

Todos los demás pintores incorporan a otros personajes además de los principales. Cuando no es san José son pajes o pastores. Algunos pintores hasta llevan su obra de Arte a un espectáculo multitudinario, lleno de figuras por todos lados, como el gran Rubens hiciera en el año 1629, una obra barroca que nos obliga a adivinar difícilmente las tres figuras principales de la Adoración. El pintor flamenco Hans Memling -en su Tríptico de la Adoración del año 1479- deja muy claro en su obra cuáles son los tres personajes. Es una obra renacentista, por tanto centrada, proporcionada, buscando el equilibrio más estético, algo, sin embargo, que no conseguirá...  Sólo hay sorpresa estética ahí. Sí hay belleza en el fondo de una perspectiva, que sí es simétrica, sí hay también belleza en los vestidos y en los detalles de una extraordinaria composición cromática y figurativa. Incluso, por primera vez se representan las tres etnias de los tres continentes conocidos; también, las diferencias temporales en las tres edades diferentes de los tres magos. Pero, solo la magnífica centralidad de María y del fondo de la escena tratarían de compensar aquel desequilibrio estético de la imagen artística. 

Hay otro Tríptico, este de Van der Weyden, que tampoco conseguirá ningún equilibrio en su composición, es decir, ninguna belleza en ese sentido. La buscaría no obstante el autor con la edificación del fondo de la obra, pero el pintor comprende pronto que no tiene mucho sentido y la adapta ahora al mismo desequilibrio de la sagrada escena: el muro de la derecha está ahí más inclinado o más abierto en ángulo que el de la izquierda. Consigue así mostrar el pintor menos contraste al ser todo ahora ya lo mismo: ya que hacia ese lado, desequilidradamente, están ahora los tres magos de oriente. Una extraordinaria obra maestra de la Pintura flamenca, con belleza de creación pictórica, de figuras, de colores, de detalles materiales, pero imposible de conseguir también el efecto aquel de tres más uno.  Las otras obras de Adoración de los magos que vemos aquí son todas maravillosas obras del Arte Universal. Desde un Velázquez de sus años jóvenes donde la originalidad la lleva el pintor español ahora a los rostros, tan humanos, de las barrocas figuras del lienzo, algo que supo identificar muy bien con el Arte barroco de su tendencia naturalista: son todas vulgares personas representando a grandes personajes. 

También, incluyo dos obras más de dos grandísimos pintores españoles: Murillo y Zurbarán. Ambos retratan a los magos, a María y al niño casi de la misma forma, con las mismas galas casi y en la misma posición compositiva. Sólo Murillo consigue acercarnos mucho más a la ternura y la candidez, a la belleza más genuina, a pesar del difícil empeño -imposible siempre- de tratar de encajar tres iguales personajes en una misma adoración divina. Por último, destacar una obra de un pintor español desconocidísimo: Baltasar de Echave Orio, un vasco que emigraría a la Nueva España -México- a finales del siglo XVI. Allí crearía una dinastía familiar de pintores novohispanos. En el año 1610 compuso su obra barroca Adoración de los Magos. Él conseguirá, sin embargo, que ninguno de los tres magos dé la espalda al espectador; él conseguirá también un paisaje tan renacentista como brillante; él dibujará ahí una bella estrella rutilante tan original como atractiva, con el añadido efecto de atraer ahora la mirada claramente. Es, para tratarse de un pintor muy poco conocido y valorado, una muy genial obra de Arte barroca. Porque además, en su obra maestra, una de las manos del primer mago de oriente -Melchor- se apoya ahora en el suelo necesariamente. Sitúa el pintor así la mano izquierda del rey en un gesto preciso con el que trataría de compensar su personaje el desequilibrio gravitacional de su difícil postura, esa que existe ahora en el Arte obligadamente para componer una figura tan inclinada como para que pueda besar al niño y, a la vez, no dar la espalda al espectador, en una composición estética ya de por sí tan difícil como complicada.

(Óleo Adoración de los Magos, 1504, Alberto Durero, Galería de los Uffizi, Florencia; Detalle del Tríptico de Santa Columba, Adoración de los Magos, 1455, Roger van der Weyden, Antigua Pinacoteca, Munich, Alemania; Lienzo del pintor Baltasar de Echave Orio, Adoración de los Magos, 1610, Museo Nacional de Arte, México; Óleo Adoración de los Magos, 1619, Velázquez, Museo del Prado; Lienzo La Adoración de los Magos, 1639, Zurbarán, Museo de Grenoble, Francia; Cuadro del pintor español Murillo, Adoración de los Magos, 1660, Museo de Toledo, Ohio, EEUU; Obra La Adoración de los Reyes Magos, 1629, Rubens, Museo del Prado; Tabla Tríptico de la Adoración de los Magos, detalle, Hans Memling, 1479, Museo del Prado.)