4 de septiembre de 2015

El anacrónico Romanticismo de la vida o la constatación palpable de una imposibilidad.



Cuando en la navidad del año 1913 desapareciera, de la iglesia de la Santa Cruz de  Nájera (La Rioja, España), el Tríptico de la Lamentación del pintor flamenco Ambrosius Benson (1490-1550), el mundo aún dispensaba un halo amable y sosegado de aquel romanticismo que el siglo XIX habría llevado a su esplendor... Los ladrones tenían muy claro entonces, como su conciencia les señalaría en su convencional avaricia, que el Arte seguía teniendo un valor incuestionable, muy avalado socialmente. Y ello a pesar de los avatares que el tiempo -podía tardarse en vender la obra- y unos compradores alejados pudieran ocasionar en tan arriesgada tarea delictiva. Ese Tríptico de Benson representaba a Cristo yacente ante su madre, a San Pedro y Santa Ana, y tendría unas dimensiones de casi dos metros de anchura por 1,4 metros de altura, así como un peso de 140 kilos aproximadamente. Es decir, que el botín artístico suponía un considerable esfuerzo romántico... teniendo en cuenta que los posibles compradores se encontrarían fuera de España y debían verlo en las mejores condiciones para adquirirlo. El Arte por entonces disponía todavía de esa clandestina forma de mercado en un mundo ávido por poseerlo (de admirarlo no de mercadearlo). Y el tesón por esperar a obtener su beneficio (en un caso económico y en otro espiritual) hacía de su arriesgado robo y tráfico una determinada forma de entender aún la vida y la Belleza, así como de los valores en los que ambos conceptos se sustentaban.

El treinta y uno de agosto del año 2015 se denunciaba a la policía española un robo en una iglesia de Sevilla. En la iglesia del Santo Ángel varias piezas de orfebrería y objetos de valor depositados y custodiados en ella habían desaparecido. En ese mes de agosto, mes que se encontraba cerrada la iglesia al público, se llevaron los ladrones varios elementos decorativos de metales nobles correspondientes al ajuar de la Virgen del Carmen, una imagen venerada en la iglesia sevillana desde el siglo XVII. Pero, así consta en la noticia publicada en la ciudad, no se habían llevado ninguna de las muchas obras de Arte que la iglesia del Santo Ángel dispone en cantidad, Pinturas y Esculturas artísticas, obras maestras del barroco y, por lo tanto, de una antigüedad y valor artístico considerables. Hace algunos meses conocimos la lamentable noticia de la destrucción de monumentos históricos en la antigua ciudad de Palmira en Siria. Y, hace solo dos días, la vergonzosa noticia de la terrible muerte de unos niños sirios en la costa turca cuando su familia trataba de embarcar, cruzando el Mediterráneo, con destino a un lugar mejor donde poder vivir en paz, lejos de la guerra, el horror y el fanatismo religioso. ¿Qué tienen que ver hoy en día el valor de las cosas ávidas, tanto de poseer como de admirar, con lo que tendrían que ver esas mismas cosas hace tan solo cien años? ¿Qué tiene que ver también ese fanatismo religioso islámico que sucede hoy en Siria, con la espiritualidad mahometana que un día brillase, por ejemplo, en la Córdoba medieval? Nada, absolutamente nada.

Cuando el mundo quiso constatar, a finales del siglo XVIII, un fenómeno humano que debería ser traducido en Belleza, surgió entonces el Romanticismo de los rincones más profundos del alma humana como un modo de sublimar la vida y sus miserias. Y ese Romanticismo -que hoy sigue traducido en muchas cosas mundanas y atávicas de la sociedad occidental- tuvo su manifestación cultural en la Literatura, en la Música, en la Pintura y, posteriormente, hasta en el Cine. Sirvió para sostener a una sociedad que luego se despeñaría, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, por la senda terrible de un fatalismo inevitable. Pero ese sentimiento romántico terminaría acabando a comienzos de los años treinta, definitivamente. Y nunca más volvería a resurgir ese sentimiento romántico..., sino apenas como un decorado nostálgico para embellecer, parcialmente, las confusas miradas de un existencialismo y de una posmodernidad hoy superadas. En la Literatura, por ejemplo, hubo dos autores norteamericanos que quisieron reivindicar aquel Romanticismo: el novelista Scott Fiztgerald (1896-1940) y el escritor Hemingway (1899-1961). Este último, certificaría además su defunción para siempre. En aquellos difíciles años veinte y treinta del siglo XX -pronto hará cien años de aquello- el mundo cambiaría del todo para siempre. El primero -Fiztgerald- quiso seguir comprendiendo la vida desde un sentido romántico por excelencia: todo podría justificarse por amor. "Cuando oscurece -escribiría Fiztgerald- siempre se necesita a alguien". El segundo -Hemingway- alcanzaría a buscar un sentido a la vida desde el incipiente compromiso social y, luego, desde un existencialismo apesadumbrado constatando así la más absoluta soledad humana. Ambos escritores, probablemente, buscaron lo mismo, pero la historia les subsumió a ambos en el más terrible de los abismos. Scott Fiztgerald terminaría falleciendo a los cuarenta y cuatro años, decepcionado y abatido por completo; Hemingway acabaría quitándose la vida, con algunos años más, del mismo modo desolado que su compatriota.

(Tríptico de La Lamentación, primera mitad del siglo XVI, del pintor renacentista flamenco Ambrosius Benson, colección particular desconocida, una obra de Arte robada de una iglesia española en La Rioja, Nájera, en la Navidad de 1913; Fotografía de la Iglesia del Santo Ángel, ciudad de Sevilla, 2015; Imagen fotográfica de una procesión de la Virgen del Carmen, imagen consagrada y venerada en la Iglesia del Santo Ángel, donde se aprecian los objetos de valor de orfebrería que han podido ser sustraídos en el robo de agosto de 2015, Sevilla; Fotografía de un agente de policía turco llevando en brazos el cadáver de un niño sirio ahogado en las costas turcas, cuando trataba de embarcar con destino a Grecia, Septiembre de 2015.)

31 de agosto de 2015

Un homenaje al Arte más sublime, la Pintura, y a la historia de una herencia malograda.



En la Pintura española del siglo XVII se representó mucho la historia de España porque fue la Corona la que auspiciaría, fomentaría y coleccionaría Arte. El gran creador Velázquez fue la piedra angular sobre la que la Monarquía hispánica pudo conseguir la mayor de sus glorias iconográficas. Pero esa publicidad histórica de entonces no fue suficiente. Poco después de realizar Velázquez (1599-1660) su obra Las Meninas en el año 1656, el imperio español sería humillado y derrotado por una Francia engrandecida en los campos europeos llenos de sangre. Habrían de pasar sesenta años o más para que un heredero de la monarquía -de origen francés curiosamente-, el rey Felipe V, pudiese conseguir situar de nuevo a España entre las más importantes naciones de Europa. Pero, ¿qué había sucedido para que el mayor imperio conocido desde la antigua Roma hubiese caído de esa forma? La monarquía como forma de gobierno tuvo sus ventajas en la historia. Desde que los reyes visigodos comprobasen que sus antecesores -monarcas electivos- habían sufrido demasiadas traiciones y crímenes para eliminar la dinastía -porque no se heredaba la corona en el primogénito sino que se designaba al heredero en otro noble a elección, cuando no se aclamaba al futuro rey en un personaje poderoso-, la monarquía visigoda comprendió que una forma de evitar el asesinato regio era hacer heredar la corona en el primogénito del rey, fuese éste hombre o mujer, aunque con prevalencia masculina, para mantener la dinastía y el reino. De ese modo se evitaban las traiciones, los asesinatos regios y la inestabilidad. Sin embargo, si el heredero no era un prodigio de sabiduría, bondad, equilibrio, inteligencia, fuerza o fertilidad la corona estaba, a cambio, en muy serio peligro de extinción o degradación dinástica.

Eso fue lo que sucedió en el reinado de Felipe IV entre los años 1621 y 1665. El rey contrajo matrimonio siendo niño -con solo diez años- con la francesa Isabel de Borbón, de doce años de edad. Nacieron de ese matrimonio seis hijas y un solo varón. Éste -Baltasar Carlos- falleció a los diecisiete años dejando desolado al rey y a su inmenso imperio. De las seis hijas, cinco fallecieron en la infancia y solo una sobrevivió. María Teresa de Austria fue entonces el futuro sostén del reino español durante los difíciles años de su decadencia. Ella fue designada desde niña para casarse con el poderoso, ambicioso, desalmado y traicionero Luis XIV de Francia. La reina Isabel de Borbón falleció a los cuarenta y un años en el Palacio Real de Madrid, cuando la pequeña María Teresa tenía solo seis años de edad. Si no hubiese fallecido la reina, el rey Felipe IV no se hubiese casado de nuevo y, por tanto, hubiese dejado la herencia de su Monarquía en las dulces pero decididas manos de María Teresa. Cinco años después de la muerte de la reina Isabel, el rey Felipe IV volvió a casarse con cuarenta y cuatro años con una sobrina suya de solo quince años, Mariana de Austria. El matrimonio tuvo tres hijas y tres hijos. La mayor de ellos lo fue la infanta Margarita (1651-1673), la única hija que sobrevivió de ese matrimonio. El príncipe Felipe, nacido seis años después que Margarita, moriría con cuatro años dejando de nuevo al rey español más desolado que antes. El otro hijo, Fernando, solo sobrevivió un año. Y el menor de todos ellos, Carlos, diez años menor que Margarita, sobreviviría difícilmente y acabaría, a pesar de sus deficiencias físicas y mentales, llevando por fin la corona de España entre los años 1666 y 1700.

Así que la mimada, elegante, aristocrática y decidida Margarita fue la esperanza durante muchos años de su fatalmente poderoso padre, un rey destinado a contemplar el peor de los destinos que un gran hombre pudiera: observar como todo su poder se deslizaba, inevitablemente, entre los frágiles dedos de su desgraciada historia. Cuando el pintor del reino Diego Velázquez decide componer su obra de Arte más extraordinaria -Las Meninas-, fijaría en su lienzo la imagen más bella de la infanta Margarita, una imagen confiada, aleccionadora, exultante y esplendorosa: la mejor que de una heredera regia de cinco años pudiese pintarse. El mismo año de esta creación artística, 1656, otro pintor español, Juan Bautista Martínez del Mazo (1611-1667), yerno de Velázquez, pintaría otro retrato de la infanta Margarita, pero este pintor no conseguiría la mirada confiada y bella que su suegro logró de ella en su genial obra Las Meninas. Ni la mirada ni la esperanza. Sin embargo, probablemente, sí consiguió el yerno otra cosa por entonces: anticipar con el gesto adusto la desgraciada vida de la pequeña heredera. Esto es algo prodigioso, ¿fue clarividencia artística, histórica o tan solo pura casualidad? No creo que fuera esto último ya que nada es porque sí en el Arte. No significa que Velázquez no se percatara también de la decadencia del reino, es posible que el insigne pintor quisiese ofrecer con su obra maestra una justificación poderosa para hacer coincidir en la historia futura su propio deseo con el de su regio mentor.

Seis años después, en el año 1662, el mismo pintor Martínez del Mazo -yerno de Velázquez y discípulo suyo- llevaría a cabo otro retrato de la infanta Margarita, cuando ahora ella es una pequeña adolescente que, solo un año después, sería comprometida con su tío Leopoldo I, emperador de Austria. Pero su padre Felipe IV se negaría aún a que ella dejara la corte madrileña. Sabía el rey que su pequeño hijo Carlos era un ser débil, que la herencia hispánica estaba frágilmente predestinada con él. No consintió el viejo rey español que su hija Margarita se fuese de su lado para unirse, definitivamente, a su imperial esposo austríaco. Pero la muerte del rey español en el año 1665 lo llevaría todo a un desastre inevitable solo un  año después. Fue entonces cuando el pintor Martínez del Mazo vuelve a retratar a la infanta en Madrid, pero ahora con quince años y totalmente enlutada por la muerte de su padre. Pocos días después viajaría a Austria para reinar como consorte en la corte vienesa del emperador Leopoldo. Velázquez la había retratado antes, cuando ella tenía ocho años y seguía siendo la ilusión de un imperio, la esperanza de un padre y la tranquilidad y seguridad de una nación poderosa. En este otro retrato Velázquez la vuelve a pintar aristocrática, segura, decidida y embellecida de nuevo con una mirada y un gesto tan maravilloso como el que insinuara en sus famosas meninas, algo que contrasta con el retrato que su yerno hará tres años después aun manteniendo la misma noble pose aristocrática. Un seguidor del pintor Rubens, el creador flamenco Jan Thomas (1617-1678), la pinta en el año 1667 en la corte de Viena, cuando Margarita sabía que solo sus herederos podrían reinar por su padre en España si su hermano Carlos -el futuro Carlos II- no pudiese hacerlo. Pero la historia es imprevisible -salvo para algunos sutiles pintores inspirados- y la herencia regia de Carlos II determinaría que fuese la rama francesa -Borbón- de la familia real la que reinase por no tener él herederos directos. Y en su obra barroca el pintor flamenco la retrata joven y lozana, aunque ataviada con los ornamentos y ropajes imperiales de la corte austríaca. ¿Parece ella misma?, ¿parece aquella misma niña confiada y elegante, tan poderosa, que Velázquez representara en su genial obra artística barroca?

Porque lo que Las Meninas fue sobre todo tuvo más que ver con un sutil homenaje a la Pintura que con otra cosa. Había que representar magníficamente el futuro de la Corona hispánica, había que glosar su flamante y única heredera posible entonces. Y el pintor Diego Velázquez lo consiguió a pesar de que sospechara las grandes dificultades que esta herencia real tuviese en la historia. Pero lo hizo así, era su trabajo en la corte, y realizó una obra extraordinaria, algo nunca visto antes ni después, en un lienzo en la historia del Arte. Sin embargo, debía Velázquez encuadrar toda esa representación en un entorno determinado. Tenía que ser en el Palacio Real de Madrid, pero, ¿cuál estancia de ese viejo y decadente Palacio elegir? El genio artístico decidió entonces que fuese el cuarto del Príncipe, un lugar lleno de cuadros en sus paredes, una estancia sin decoración, sin lujos, sin muebles, sin nada más que un espejo en la pared del fondo donde ahora se reflejan los monarcas (Felipe IV y Mariana de Austria) deslavazadamente -una señal premonitoria de la debilidad de la monarquía-, y donde Velázquez se retrata a sí mismo pintando la escena prodigiosa. Indicando así la gran importancia de su artístico oficio, dándole una relevancia mayor al Arte. Salvo, quizá, a su pequeña protagonista infantil, aquella heredera que entonces concentrara la mayor esperanza de un pueblo. Seis años después de retratarla el pintor flamenco Thomas, la hija del mayor monarca de todos los tiempos fallecería en Viena a los veintiún años de edad, víctima del difícil parto de uno de aquellos herederos de su padre que nunca, nunca, reinarían jamás en España.

(Óleo Las Meninas, Diego de Silva y Velázquez, 1656, Museo del Prado, Madrid; Retrato de Margarita de Austria, 1656, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo del Louvre, París; Detalle del lienzo Las Meninas, imagen de Margarita de Austria, Velázquez, 1656, Prado; Retrato de Margarita de Austria, 1662, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo Bellas Artes de Budapest; Lienzo de Velázquez, La infanta Margarita en azul, 1659, Museo de Bellas Artes de Viena; Óleo La emperatriz Margarita de Austria, 1666, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo del Prado; Cuadro del pintor flamenco Jan Thomas, Emperatriz Margarita Teresa de Austria, 1667, Museo de Bellas Artes de Viena.)

3 de junio de 2015

Lo Ideal no existe, es solo una emoción momentánea, un fugaz instante inacabado...



¿Qué hizo Leonardo da Vinci para componer una figura tan sublime y, a la vez, tan enigmáticamente incompleta? ¿Lo hizo queriendo o simplemente dejaría su obra inacabada? Es conocida la peculiar frecuencia con la que el genial pintor renacentista dejaría sus obras sin terminar. Es cierto que en el Arte terminar es una palabra que no conjuga muy bien con el sentido creativo.  En el caso de Leonardo se sabe -ahí están sus cuadros- que dejó muchas de sus obras sin acabar mínimamente. En La Gioconda (Museo del Louvre - 1519) nos dejaría, sin embargo, con la duda. La obra es perfecta de todas formas, la obra nos emociona así como está. El gran florentino no defrauda ante los gestos inacabados, ante los trazos novedosos de un Renacimiento ejemplar, ante una mirada o ante unos de los rasgos más indescifrables de la historia del Arte. Leonardo da Vinci consiguió con el esfumato (pintar finas capas creando unas veladuras magistrales) un realismo que no se había conocido hasta entonces. Esto y la enigmática renacentista hicieron de él un ejemplo de cómo representar cosas que, hasta entonces, nunca se habían representado en un lienzo: la sutileza, la ambigüedad, la inanidad, la fugacidad, la austeridad, la simplicidad, la indolencia, la impasibilidad...

¿Qué decir de La Gioconda? No es un cuadro muy grande. Recuerdo que, hace muchos años, cuando visité el museo parisino, me sorprendió el pequeño tamaño de la obra, protegidísima tras gruesos cristales antivandálicos. Tampoco existen reproducciones en internet de gran resolución. Sin observarla bien, es difícil apreciar los detalles importantes. Por tanto, sólo puede uno ahora distanciarse de la imagen y tratar de mirar lo que los pintores realmente persiguen que veamos: la esencia momentánea, el instante fugaz... Y Leonardo da Vinci fue el primero -de muchos que vinieron después- en obtener esto genialmente. Se habla de la perfección, de la idealidad de las obras renacentistas. Pero, no. Da Vinci es posiblemente el primero que -queriéndolo o sin querer, seguro lo primero- expresaría otras cosas no tan perfectas, dejando en la mente del observador más dudas o vacíos que las que refleja la mirada enigmática de la modelo. Con el Renacimiento, el período más clásico o la etapa artística más consagrada a la idealidad de lo perfecto, el genial creador italiano nos insistió bellamente: la vida no es un mundo donde lo Ideal alcance a vislumbrarse.

Sin embargo, el Renacimiento se basa en los principios neoplatónicos inspirados por el filosofo Platón y sus teorías de las Ideas. Pero esto no es ninguna contradicción. Las Ideas platónicas son la plasmación más elevada -por tanto fuera de este mundo- de todas las cosas que existen. El Arte, por el contrario, es propio de este mundo, algo que Leonardo da Vinci defendió siempre. El pintor renacentista Rafael Sanzio -contemporáneo y amigo de Leonardo- representaría, a cambio, la idealidad más consagrada, el fervor artístico más perfecto -imitador sublime del ideal de la Naturaleza-, pero esto lo hizo Rafael, sin embargo, con los rasgos icónicos representativos más alejados de la vida terrenal o natural... Esta misma vida que emociona, pero también maltrata, que estimula virtudes, pero también fracasa, que embellece las formas, pero también las destruye, que ennoblece la vida, pero también la envilece...  En Leonardo su visión terrenal llevaría una sutileza genial, porque supo plasmar en sus obras además un sentido realista y, a la vez, otro muy esperanzador.

El Clasicismo -la perfección, la idealidad, la belleza más consagrada en sus perfectas formas- se mantuvo después de Leonardo durante casi tres siglos. Luego comenzaría a debilitarse lentamente. Primero con el Romanticismo, una fuerza de la vida, de la Naturaleza y del hombre que se produjo a finales del siglo XVIII y que hizo saltar por los aires la historia, el Arte, al hombre y hasta la manera de entender el mundo. El Romanticismo no fue exactamente lo que Leonardo da Vinci intuyó cuando pintó La Gioconda sobre el año 1516. El Romanticismo no había tenido precedentes en la historia, esta tendencia artística rompió el Clasicismo para componer las cosas de otra forma, acentuando la emoción y la fugacidad... La fugacidad, pero también la idealidad. Para el Romanticismo lo ideal es un concepto reemplazable, por ejemplo, con el término psicológico denominado objeto a, es decir, es como un destino obsesivo a tratar de perseguir por el ser humano.  Leonardo da Vinci, a diferencia del Romanticismo, no nos expresaría nada que insinuase esa obsesión vitalista, todo lo contrario. Él demostraría que la belleza de la vida es representada, y vivida, tan solo en un momento, en un instante. Pero no porque -como en el Romanticismo- esa belleza fuera ideal, única, existente o terrenal; no, sino porque no lo es, porque no existe, porque solo es una representación (pictórica, mental, poética, impasible...) que los seres humanos llevan a cabo para justificar así sus propias emociones anheladas. Esas mismas emociones que los humanos no son capaces, sin embargo, de sostener entre los dedos de su vida por demasiado tiempo...

Fue a mediados del siglo XIX cuando el mundo volvió de nuevo, ahora con uno de los creadores más sutiles de un realismo-impresionismo emergente, a encontrar aquella sensación que Leonardo fijase siglos antes en un lienzo. Jean-Baptiste Camille Corot (1796-1875) fue el primer pintor que consiguió aunar emoción con realismo. Es decir, que alcanzaría a comprender artísticamente antes que nadie que la vida se compone de dualidades compartidas y complementarias: de felicidad y torpeza, de agonía y belleza, de sublimidad estética -y ética- y una cierta vaga sensación demoledora y decepcionante. Escribiría el pintor Corot: No hay que perder nunca la primera impresión que nos ha conmovido...   Esta, la primera impresión, es la única que existe, ya que todo lo demás es confusión, sorpresa, demolición, fenecimiento..., o una serena sensación de inanidad o de efímera materialización de lo inacabado. En sus obras Corot retrata siempre la emoción, pero no una emoción romántica; plasmará a cambio una  emoción que no dura, que no representa ninguna idealidad, ninguna exultante forma de virtud perenne, humana o sobrehumana. Corot, que siempre prefirió pintar paisajes a otra cosa, crearía una vez un retrato humano muy sobrecogedor.  En el año 1868 pinta su obra Mujer de la perla, una reminiscencia de aquella Mona-Lisa leonardiana. ¿Sospecharía el pintor francés cierta fragancia sutil de una enigmática vaga sensación que el genio florentino anticipó ya?

En este retrato de Corot qué vemos de pronto. ¿Hay realismo, romanticismo, clasicismo o impresionismo? Da igual. Todo eso junto, probablemente. Pero, sobre todo, inspiró el creador francés la experiencia de la vida humana, no la divina sino la terrenal, no la idealizada sino la emotiva en un instante, no la permanente en sus anhelos serviles a los dioses del deseo por querer atrapar cosas inasumibles... Nada durará. Nada se elevará por encima de nada. Nada será un objeto idealizado de otra cosa.  Nada conseguirá sublimar o superar la propia vida porque esta es pasajera, inconstante, sorpresiva, fugaz, incompleta, insatisfecha, demoledora y aniquiladora. En el retrato de Corot la mujer aparece sin un fondo incluso -a diferencia de La Gioconda-, sin otra luz que la que ella misma refleja, sin otra sensación que nos lleve a pensar, realmente, qué emoción está sintiendo ella o ha sentido antes o sentirá después. Nada, no hay nada ahí, solo su propia luz y su sosiego, solo su efímera mirada dirigida a nosotros. Una mirada que, sin gritar, parece decirnos, suavemente: nada se eleva nunca sobre nada, todo acabará igual finalmente. Porque la idealización de las cosas de la vida no es más que una huida para tratar de afrontar la propia incapacidad de comprenderla. Pero Corot, a cambio, sí la comprendería... Nos dejaría el pintor francés escrito esto: Mientras busco la imitación concienzuda no pierdo ni un instante la emoción. Lo real es una parte del Arte, pero el sentimiento lo completa. Si estamos verdaderamente conmovidos, la sinceridad de nuestra emoción se transmitirá a los demás.   Así, como él lo hiciera...

(Óleo de Leonardo da Vinci, La Gioconda, 1503-1519, Museo del Louvre, París; Lienzo del pintor francés Jean-Baptiste Camille Corot, Mujer de la perla, 1868, Museo de Orsay, París.)

20 de mayo de 2015

La piedad del Arte, u otra forma de creer o no en lo que vemos.



Creer en el Arte no es un acto de excesiva fe, ya que podemos verlo, sentirlo e incluso tocarlo en ocasiones.  Pero, sin embargo, el Arte, al igual que cualquier metafísica distante, no existirá sin nosotros. El Arte es algo espiritual y físico a la vez, etéreo y terrenal, delimitado e inaccesible. Su origen, sin embargo, fue material antes que espiritual. El filósofo alemán Heidegger hablaría una vez en la ciudad de Atenas con respecto al origen del Arte. Entonces miraría el filósofo una estatua de Atenea, la diosa fundadora de la ciudad helena, y se preguntaría, inspirado: ¿Hacia dónde se dirige la mirada meditabunda de la diosa? Y se contestaría, diciendo: Hacia el monolito fronterizo, hacia el límite.  El límite no es sólo contorno y marco, ni solamente aquello en lo que algo termina. Límite expresa aquello mediante lo cual algo se encuentra reunido en lo suyo propio para aparecer desde allí en su plenitud, para hacerse presente.  Al meditar el límite, Atenea ya tiene en su mirada aquello hacia donde tiene que mirar previamente el actuar humano, para hacer ahora aparecer lo divisado en la visibilidad de una obra.    Sin lo humano no hay Arte, pero, sin límite tampoco.   ¿Dónde, entonces, estará en el Arte lo metafísico, lo sublime, lo que lleve a una especie de piedad..., algo que, por ejemplo, provoque la devocionalidad en otras cosas...?

Cuando los antiguos mercaderes florentinos, un gremio poderoso de la Florencia medieval, hubieron alcanzado gran relevancia social, transformaron, a finales del siglo XIV, un antiguo almacén de granos en una renovada y moderna iglesia de la ciudad. Entonces utilizaron algunas de las capillas construidas para dedicarlas a los gremios de los comerciantes y de los artesanos. Fue una iglesia sorprendente e inédita, porque para entonces disponía de una estructura sin el diseño tradicional de un edificio sagrado conocido. Tenía tres plantas  y una curiosa fachada gótica, una pared exterior donde unas hornacinas embellecidas con arcos góticos albergaban las estatuas de unos santos florentinos. Tiempo después, en el año 1463, el tribunal jurídico de los gremios de Florencia, La Mercanzia, recibiría en donación una de las hornacinas exteriores que, además, había pertenecido antes al ahora declinante y opositor partido güelfo -un antiguo adversario de los mercaderes florentinos-. El pequeño altar exterior soportaba una estatua de bronce con la efigie de San Luis de Toulouse, realizada por el famoso escultor Donatello en el año 1423.  Pero, entonces los mercaderes florentinos decidieron cambiar esa escultura gótica de San Luis por un grupo escultórico nuevo totalmente revolucionario.  Decidieron componer entonces una escultura muy simbólica y atrevida con un mensaje especial: la unión de lo sagrado y divino con lo meramente terrenal.  Para ello eligieron un tema paradigmático en la metafísica de la fe evangélica: el momento en que el apóstol Tomás toca la herida de Jesús en su famosa actitud de duda. Para elaborar esa difícil composición -una hornacina de fachada no puede albergar en sus limitados contornos dos figuras tan grandes y robustas- llamaron al mejor escultor de Florencia en ese momento, Andrea Verrocchio (1435-1488).

Más de veinte años tardaría Verrocchio en componer el grupo escultórico. Para poder situarlo en la hornacina, tan limitada, debía necesariamente desplazar fuera, en el exterior de la hornacina, una parte de la pierna y del pie del santo escéptico, extrapolando así el Arte antiguo, el gótico, con un rasgo ahora muy moderno, renacentista, y que acabaría triunfando pronto en el Arte europeo occidental. El conjunto escultórico en bronce describía así la duda sagrada del apóstol Tomás. ¿Una duda sagrada? ¿Puede existir duda en lo sagrado...? Los artesanos y mercaderes florentinos eligieron ese tema de la duda porque ellos ofrecían así su diferencia metafísica con respecto a los partidarios del papado -los güelfos-, y simbolizaban con ese conjunto artístico la cualidad que ellos entendían más cercana a sus principios: que la divinidad sagrada y la terrenalidad humana podían convivir en este mundo sin contradecirse. Y el nuevo Arte renacentista vino a ayudarles maravillosamente.  Verrocchio -maestro además del gran Leonardo da Vinci- supo hacerlo aunando la mística más elevada con la sensación humana más material o escéptica.  Pero, también con la más ferviente y deseosa inspiración artística.

El malogrado filósofo austríaco Otto Weininger (1880-1903) escribiría una vez sobre la duda deseosa, sobre la piedad del Arte y sobre la fuerza humana para poder creer todo lo que se quisiera creer en este mundo:   La discriminación y la generalización, la fuerza y el amor, lo material y lo divino, todo sentimiento verdadero y leal del corazón humano, sea triste o alegre, se basa, en último término, en la piedad.  No es necesario, como para el genio, que es el hombre más piadoso, referir la fe a una entidad metafísica -la religión puede ser la afirmación de la propia personalidad y, con ella, la afirmación del mundo-, sino que puede extenderse también a un ser empírico -terrenal-, parecer que se consume en él y, sin embargo, sólo es una y la misma fe en un ser, en un valor, en una verdad, en un absoluto o en un dios.   La piedad no se halla únicamente en la posesión sino también en la lucha para alcanzarla. No sólo es piadoso el convencido proclamador de un Dios (como Handel o Fechner), también lo es aquel que, entre dudas y errores, va buscándolo sin desfallecer (como el poeta Lenau o como el pintor Durero). No es necesario que la piedad se detenga a considerar eternamente el universo (como Bach), puede también manifestarse como una religiosidad que acompaña a cada una de las cosas simples. No está ligada, tampoco, con la aparición de un fundador: los griegos han sido el pueblo más piadoso del mundo y sólo por eso su cultura ha sido la más elevada de todas las conocidas. Sin embargo, entre ellos no ha existido nunca ningún descollante fundador de religiones...


(Óleo El bautismo de Cristo, 1475, de Andrea Verrocchio y Leonardo Da Vinci, Galería de los Uffizi, Florencia; Hornacina con el grupo escultórico Cristo y santo Tomás, iglesia de San Miguel, Florencia, copia del original ubicado en la tercera planta de la iglesia de San Miguel, Florencia, 1488, Andrea Verrocchio; Fachada exterior de la iglesia de San Miguel, Florencia, donde se aprecia a la izquierda la hornacina con la copia de la escultura de Verrocchio, Florencia; Detalle del grupo escultórico de la hornacina, Florencia; Detalle de la escultura en bronce de Verrocchio, La duda de Santo Tomás -Cristo y Tomás-, 1488, Museo de la iglesia de San Miguel, Florencia.)

18 de mayo de 2015

La curva frente a la recta o el Barroco más renacentista de Velázquez.



La historia es algo vivo, no muerto, es algo que permanentemente se va actualizando hasta la completa certeza de sus datos. Algo, por lo tanto, que solo será una tendencia a la verdad, a veces nunca una realidad cierta y completada. Y en esto la virtualidad de internet es un arma, sin  embargo, poderosa y útil. Es muy cierto que internet no es la biblia, pero, ¿qué lo es en verdad? ¿La Enciclopedia británica, el Larousse? No. Lo que se acerca a la verdad no es una sola fuente sino la concordancia de diversas fuentes, y esto lo podemos hacer ahora en internet gracias a su virtualidad simultánea -podemos consultar varias fuentes en pocos minutos- para confrontar una misma información y salvar así la posible duda o el posible error. Tampoco es garantía de verosimilitud total, por supuesto. Esta solo se consigue con el desarrollo temporal de los acontecimientos y con las investigaciones históricas, cosas que se actualizan -ahora con muchísima más rapidez que nunca- de un modo directo en todas las fuentes virtuales de información didáctica. ¿Y esta reflexión por qué? Pues porque hace poco menos de cuatro años escribí una entrada sobre la incapacidad de comprender el pasado y en ella utilicé entonces la misma obra de Arte que ahora trato de describir aquí. Entonces no para analizarla crítica o históricamente, tan solo como ejemplo de referencia y modelo de belleza clásica. Al final de la entrada, como siempre, anotaba el título de la obra, su autor, fecha y lugar de ubicación. Pero, además incluí entonces una pequeña reseña anecdótica sobre su destino vital. Entonces escribí: entregada esta obra, junto con otras del arte español, al duque de Wellington en 1813 por el desastroso rey Fernando VII como agradecimiento por devolverle el trono.

Hoy debo reconocer que entonces me equivoqué. Me equivoqué porque la información que leí entonces era incorrecta. ¿La cotejé lo suficiente? Probablemente no, o probablemente entonces no se sabía lo que ahora se sabe. Por eso la historia -y los que buscamos en ella la verdad- se beneficia de los historiadores concienzudos y de los medios de información actuales que permiten divulgar rápidamente aquello que se ha descubierto, y que, pronto, permitirá así corregir el error. Hoy se sabe -a lo mejor ya se sabía, pero hoy es público y notorio o está más divulgado- que el cuadro La Venus del espejo del pintor Velázquez no fue entregado por el monarca español a general británico alguno. El lienzo barroco del genial español fue robado de los salones de algún palacio madrileño en los trágicos momentos finales del conflicto bélico de la Independencia, durante el año 1813. Fue robado por algún extranjero -inglés o escocés- y vendido luego en Londres al dueño del Rokeby Park en Yorkshire. Con esta aclaración nos introduciremos ahora en la extraordinaria obra que es La Venus del Espejo, y comprenderemos así mejor por qué fue tomada con la avidez que los mercaderes sin escrúpulos suelen tener con obras como ésta, pinturas de tan seguro atractivo para cualquier coleccionista o admirador del Arte.

En España nunca se había realizado un desnudo de mujer semejante a éste. Nunca. Jamás se hizo antes así y jamás se volvería a hacer luego, al menos hasta que Goya lo hiciera siglos después. Es muy probable que Velázquez tampoco lo pintase en España, es decir, que no es un cuadro español -hecho en España-, es solo de un español. Que no es poco para su nacionalidad artística. Fue pintado en Roma en el segundo viaje de Velázquez a Italia. Un cuadro así necesita de una modelo, es imposible para un pintor, aunque sea Velázquez, pintar algo así sin fijarse en la naturaleza real de lo que diseñará luego su mente creativa. En España estaba prohibido en el siglo XVII el posar mujeres desnudas. Velázquez pudo hacerlo por dos razones: primero porque era el pintor del Rey, al cual no le importaban -todo lo contrario- retratos de mujeres en ese trance, y segundo porque lo hizo en Italia. Su modelo fue una de sus propias amantes romanas. Una mujer muy latina, por eso es una Venus morena y no rubia, como otros pintores, antes y después de Velázquez, pintaran a la bella Venus desnuda. Pero, hay algo más. En esta obra barroca de Velázquez, como en otras muchas suyas, se ve la pasión que el pintor español tendría por el mundo clásico. Tuvo que disfrutar en Italia -paraíso tan clásico- mucho el pintor español. Pero, ¿una gran pasión por lo clásico ahora en un pintor barroco? Porque el Barroco es justo lo contrario a lo clásico, al Renacimiento.

Sin embargo, en esta Venus desnuda, ¿dónde está ahora el estilo barroco? Es una pintura que podría pasar perfectamente por ser de cualquier creador veneciano o napolitano del Renacimiento más clásico. No hay ironía en ella, no hay claroscuro naturalista, no hay moda barroca, ni adornos ni añadidos mitológicos en el cuadro que lo sitúen en un entorno claramente barroco. Hasta los colores son renacentistas. La misma pose, la situación de espaldas de la modelo, es helenística, es del más clásico gesto de una escultura clásica griega -Hermafrodita Borghese-, una que el pintor sevillano pudo ver por entonces en Roma. Es la diosa de la Belleza pintada muchas veces en el Renacimiento, como lo hicieran Giorgione o Tiziano, por ejemplo. Solo se distinguió de éstos en una cosa: pintándola ahora de espaldas. ¿Por qué de espaldas? Era más atrevido hacerlo de espaldas. En el imaginario erótico es algo más alarmante. De frente un retrato desnudo de mujer -como Tiziano o Giorgione lo hicieran- puede situar ahora una mano oportuna que oculte lo más delicado de enseñar. De espaldas es imposible. Por eso fue una obra que solo pudo estar en España, cuando el pintor la trajo de Italia, en los selectos y discretos salones aristocráticos madrileños. Y así hasta que fuera vista, siglos después, por unos ojos maliciosos y codiciosos.

Pero, entonces, ¿dónde está aquí ahora el Barroco? Porque debe estarlo en algún lado. Velázquez era un pintor barroco, aunque amase el clasicismo. Hay dos cosas fundamentales que traslucen aquí el sutil estilo barroco de esta obra. Por un lado la imagen reflejada en el espejo con el rostro de Venus ahora desdibujado. Por otro la curva perfecta, la curva barroca, la curva... La eclosión del Barroco en el mundo fue, básicamente, gracias al descubrimiento artístico de la curva. Los maravillosos arquitectos romanos -Bernini y Borromini- hicieron en el siglo XVII de la línea curva un arte nunca antes visto en la historia. El clasicismo griego y romano enaltecieron, a cambio, la línea recta, y el Renacimiento no hizo más que proseguir eso luego. Las obras de Venus de los pintores Tiziano o Giorgione, por ejemplo, son trazadas con la agudeza visual de la primacía de lo recto. Cuerpos estilizados y alargados, camas o soportes rectos donde el cuerpo seguirá su mismo sentido lineal. Sin embargo, en su Venus del espejo, Velázquez glosa la curva, y la glosa ahora por ejemplo en la curvatura que el colchón formará con sus sábanas en el propio cuerpo de la diosa. Y lo hace además destacando así las pronunciadas y bellas caderas de la joven modelo.

Pero el espejo es la otra clave aquí, y no la menor de ellas. Velázquez es un genio que iría siempre más allá de lo pictórico. El mundo suyo de mediados del siglo XVII era un mundo que había aprendido filosóficamente -con el neoplatonismo- todo lo asimilable en el pensamiento o en el ideal estético. Él lo sabría y lo compartiría con su Arte. La Belleza, la idea suprema de belleza, ganaría aquí de una forma asombrosa. Por eso, tal vez, fuese esta obra agredida por una sufragista en el Londres del año 1914. Porque representaba también la belleza perfecta, la más sugerente y física, la más terrenal posible -otro rasgo del barroco-, frente a la espiritual o menos terrenal belleza de los renacentistas o de los neoplatónicos. Cupido, el pequeño dios del Amor -el hijo de Venus-, sostiene aquí el espejo frente a Venus, convencido ahora de que su madre es la vencedora de la belleza para siempre, la que esclavizará así al amor inevitablemente para siempre. Y así es y será siempre, se quiera o no. Porque para que exista amor deberá haber antes alguna forma de belleza. Y el pintor la compuso entonces a Venus así, maravillosa, exultante y clásicamente voluptuosa. Pero, para ello, para poder hacerlo así de atrevido en aquellos años, no pintaría Velázquez el rostro de Venus visible de frente -está de espaldas-, ni siquiera lo haría de perfil. No, no se ve el rostro en la figura de la modelo. Salvaría el pintor con eso, tal vez, dos cosas. Una la identidad de la modelo, algo que para entonces podría ser delicado. Pero, lo más importante, ayudaría a justificar el espejo aquí, justificarlo ahora para poder reflejar el rostro de la Belleza de alguna forma. De ese modo subsanaría Velázquez la eventualidad de una espalda sin rostro. ¿Un retrato sin rostro visible en el Renacimiento o en el Barroco? Nunca. Si acaso, reflejado luego -desdibujadamente, representando así el aspecto espiritual más que físico- en un espejo para poder salvar ese pequeño pero gran detalle estético.

Pero, sin embargo, el rostro reflejado de la diosa Venus, el de la Belleza más maravillosa jamás representada, no se verá muy bien tampoco aquí ahora reflejado en el espejo, está apenas esbozado el rostro reflejado de ella, está desdibujado ahora ese rostro perfecto de Venus, imposible de reconocer ni de apreciar ni de valorar, ni de desear ni de amar ni de justificar físicamente nada con él. Vemos la subyugante belleza, pero no veremos su cara. Es fundamental ver la cara detallada de la belleza en lo estético. Sin ella, sin sus rasgos identificables, no existe verdaderamente. No es nada, en verdad. Esa fue la extraordinaria sutileza del genio español en esta obra maestra de Arte. Algo que acompañaría -frente al clasicismo elogioso- con su evolucionado Arte barroco, entonces más superficial, banal o frívolo que el anterior Arte renacentista. Es decir, que la Belleza que ahora vemos representada en la obra no es la belleza terrenal, física o voluptuosa sino la espiritual. Que no se reflejaría siquiera bien ella en el espejo, porque no es eso lo más importante ahora en la obra de Velázquez. Que lo importante era y es otra cosa, lo que la diosa debía representar entonces con su ideal de Belleza, no así con la más vulgar belleza material, física, terrenal o voluptuosa. Algo que la sufragista británica no supo entonces ver cuando acuchillara, siete veces, el lienzo en aquella mañana londinense del año 1914. Por eso este cuadro es una extraordinaria obra de Arte. Por eso se comprenderá además que fuera robado -no regalado- en el año 1813. Porque Velázquez consiguió -como siempre hiciera el gran creador español- hacernos pensar que lo que vemos y lo que no vemos en una obra de Arte, no dejarán de ser dos cosas muy importantes de una misma y única realidad.


(Óleo barroco del pintor español Diego Velázquez, La Venus del Espejo, 1650, National Gallery, Londres.)

12 de mayo de 2015

La intencionalidad del Arte o la belleza traducida como un sentido no voluptuoso sino etéreo.



En una visita que hice hace muchos años al Museo del Louvre adquirí una reproducción de la obra La bañista de Valpinçon, del extraordinario pintor francés Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867), una pintura neoclásica elaborada durante el año 1808. Pero por entonces me sucedió que al elegirla lo hice inconscientemente. Cuando elegí la reproducción de esta obra de Arte no lo hice por la idea de belleza que mi época y cultura me habría influenciado como de una obra clásica debiera ser. No, lo hice buscando de modo intuitivo -por tanto inconsciente- el sentido clásico tan personal y representativo de ese magistral pintor, medio neoclásico medio romántico. Pero entonces eso no lo sabría yo aún. Ahora, cuando conozco algo más los entresijos de lo que denominamos Arte, comprendo bien qué me hizo entonces, sin saber, elegir la obra más representativa o más paradigmática o más impactante de aquel curioso momento artístico que fuera la primera década del siglo XIX.

Siempre que la obra es visionada por alguien impacta, guste o no. Aunque, generalmente no suele gustar cuando la persona que la ve es sincera y espontánea. Porque la belleza de La bañista de Valpinçon no es la belleza entendida con criterios estéticos convencionales, materiales, formales o incluso clásicos -lo que más choca y sorprende por ser neoclásico el propio pintor-, que puedan tenerse para percibir el cuerpo desnudo de una mujer. Sin embargo, todo eso fue lo que el pintor francés quiso hacer cuando lo hizo: expresar así la perfección artística clásica de una figura en el escenario íntimo y exótico de un baño oriental. Por eso dibujó -correctamente- las imperfecciones anatómicas y corporales tan normales de una joven normal desnuda y de espaldas. ¡Qué fácil hubiese sido hacerlo entonces -pleno momento clasicista en el Arte- como la belleza tan formal y clásica que de un cuerpo voluptuoso y excesivo se llegara a representar tiempo antes! Pero, no, Ingres no quería distraer ahora tanto en ese sentido -algo que demostraría, sin embargo, saber hacer años más tarde con otros desnudos-, no; ahora lo que deseaba el pintor hacer era representar otra cosa muy distinta: el momento fugitivo, el instante sosegado; sólo el ruido relajante del agua en la bañera, todo eso que no veremos muy bien aquí.

Porque ni las caderas ni las piernas, ni los pies ni los hombros, ni la espalda siquiera de la mujer en el baño, establecen ahora las medidas o proporciones correctas y perfectas para hacer de ella una belleza sugerente, atractiva o deseante. Ingres era un extraordinario dibujante, el mejor de todos los discípulos que tuviera el famoso pintor neoclásico David. Pero, Ingres había nacido a finales del siglo neoclásico, cuando el Romanticismo empezaba a brillar poco a poco, luchando entonces por salir y enfrentarse al poderoso Clasicismo de siglos. Sin embargo, el pintor francés no supo por entonces, en esa difícil encrucijada artística, elegir un camino definitivo en su Arte. Quería él dibujar y respetar las reglas clásicas de sus maestros, pero, a la vez deseaba trasladar a sus lienzos una nueva sensación evanescente para entonces. Una sensación etérea y fugaz, una bella impresión que irradiara toda la obra en su conjunto, no solo en una parte. No en la parte más representativa por entonces en un lienzo clásico -la figura femenina desnuda y voluptuosa- sino en toda la escena estética completa misma. En todas las cosas representadas en la obra -las sábanas blancas, el turbante estampado, las cortinas caídas, el grifo de agua, o la inquietud tan sosegada de ella- que pudieran hacer impactar en el espectador asombrado una nueva forma -romántica- de ver un exotismo como ese. 

En la sociedad europea de entonces -comienzos del siglo XIX- la visión abierta y clara del desnudo de una mujer joven -no de una diosa o de una ninfa mitológica, sino el de una mujer cualquiera- era inexistente en la tradición occidental del Arte. Por eso se buscaban desde hacía años en el lejano mundo oriental las exóticas sensaciones que, en el imaginario de los europeos, se tendrían de los harenes libidinosos, eróticos o voluptuosos de Oriente. Por eso Ingres lo hizo así, por impactar ahora con el contraste de una figura que no encajaría muy bien con ese imaginario. Y el Romanticismo le vino entonces a ayudar de soslayo. Porque esta nueva tendencia romántica no resaltaba las formas con el idealismo de antes. No, ahora el Romanticismo vendría a deformar el clasicismo para resaltar lo etéreo, lo que pasaba pronto, lo que no quedaba -justo al contrario que el mármol de las esculturas clásicas que permanece hierático y perenne a pesar de las emociones que ocasione-, lo que se impregnaba de todo lo que rodeaba a la figura principal de cualquier obra. Sin embargo, Ingres no fue un pintor romántico tampoco.

Y en esa encrucijada -neoclásica y romántica- estuvo precisamente la grandeza de este pintor francés tan sugestivo. Y su obra La bañista de Valpinçon es la mejor muestra de ello. Impactante, objetable, chocante, pero, a la vez, impresionante, subjetiva, misteriosa, sedante, virtual. Nada es como parece. Nada se mantendrá en el tiempo como la figura perfecta de la escultura perfecta de la forma perfecta de la imagen perfecta... más clásica. Nada es para siempre. Nada es perfecto en sí mismo, en su permanente y único sentido insobornable... El pintor francés lo sabía y por esto, intencionadamente, pintaría así de poco perfilada o perfecta su extraña modelo oriental de espaldas. Una bañista exótica y desnuda, una mujer diferente que mira ahora además algo fuera del lienzo. Algo que no vemos..., como nos sucede aparentemente con otras cosas inspiradas en la obra: su efímera silueta, su fugaz momento relajado, su pasajera sensación de belleza. Una belleza aquí que no está ahora en lo que vemos sino en lo que representará cada instante en el lugar efímero que le corresponde sin quererlo. Sin alardes objetivos, sin alarmas materiales, sin deseos desenfocados. Sin renuncia a lo importante.

(Óleo del pintor francés Jean-Auguste-Dominique Ingres, La bañista de Valpinçon, 1808, Museo del Louvre; Lienzo del mismo pintor, La Fuente o el Manantial, 1856, Museo de Orsay, París; Cuadro del mismo creador francés, La gran odalisca, 1814, Museo del Louvre, París.)

5 de mayo de 2015

El más grande artista habido en todos los siglos del mundo: Miguel Ángel.



Cuando al atardecer del dieciocho de febrero del año 1564 falleciera en Roma el genial Miguel Ángel Buonarroti, el Renacimiento habría ya acabado para siempre. Ahí terminaría algo que jamás volvería a repetirse y que muy pocos pudieron entonces imaginar hasta dónde llegaría la influencia -gracias a Miguel Ángel- de ese movimiento cultural tan extraordinario. Para comprenderlo hay que admirar lo que él hizo. Ahí está todo. Pero, ¿se verá todo realmente? Esto, el que se vea o no claramente, fue la artificiosa grandeza para la cual se sirvió el creador italiano de su Arte. Si lo consiguió con la escultura, una actividad artística compleja para expresar sutilidades, ¿qué no llegaría a conseguir Miguel Ángel con su Arte pictórico tan versátil? Fue una oportunidad única la que el Papa Julio II le ofreciera a principios del siglo XVI al pintor. Este Papa decidió decorar con los frescos más armoniosos y bellos la bóveda de una capilla que sus antecesores le habían legado en el Vaticano. Sólo motivos bíblicos debían ser la temática que se utilizase en esa decoración. Pero Miguel Ángel no era solo un pintor, era un creador, un ser a los que no se les puede decir qué deben hacer o crear con sus alardes.

Además la capilla Sixtina era un edificio muy alto y alargado, ¡y había que decorar todo! Esa fue su salvación y su agonía. Su agonía porque casi pierde la vida, la salud y la fortuna. Su salvación porque llegaría a componer lo que quiso y de la manera que quiso obteniendo la mayor creación artística del Arte en un interior arquitectónico. La capilla Sixtina decorada por Miguel Ángel es, básicamente, una estructura artística dividida en dos áreas: la pared frontal y la bóveda del techo. En la pared frontal el genio florentino creó El Juicio Final; en la bóveda del techo temas del Génesis. La vida de los apóstoles y de Jesús, que Julio II quería ver representadas en el techo, nunca fueron compuestas en la capilla. Miguel Ángel decidió plasmar solo escenas del Antiguo Testamento, como la Creación o la Caída del hombre, y todas además con su estilo renacentista muy innovador. Con esa nueva forma de componer al ser humano grandiosamente, de plasmar al vencedor del mundo como centro del universo y protagonista indiscutible de la vida y de la historia. Casi como un dios humano, pero partícipe también, sin embargo, de las cosas que le habían maldecido con unas leyendas que lo marginaban a la innominiosa defenestración más vil de su especie.

Desde que los artistas prerrenacentistas -como Masaccio- habían dibujado la desnudez del hombre en sus obras quattrocentistas -del siglo XV-, los creadores renacentistas no entendieron la desnudez humana sino como una significativa y esencial forma natural de componerlo. De representar al ser humano como era, con su absoluta y meridiana realidad más auténtica, sin adornos, sin detalles estéticos que delimitasen al ser humano a una determinada época o a una concepción concreta, o a una idea o a un prejuicio determinado. Y Miguel Ángel no solo vio en el Génesis una excusa perfecta -los humanos por entonces eran así, desnudos, como sus almas y sus anhelos- sino que además le ayudaría a que la belleza representada tuviera rasgos neoplatónicos, como los principios que llevaron a hacer del Renacimiento una tendencia especial, libre, antropocéntrica, reivindicativa y esperanzadora.  Pocos años después de morir Miguel Ángel, cuando entonces los prelados vieran en sus frescos del Juicio Final los desnudos desinhibidos de sus cuerpos retratados, llamaron a un pintor -Daniel da Volterra- para que ahora los cubriese con velos artísticos y sosegadores. 

Sin embargo, los frescos de los altos techos, tan poco cercanos a la vista, de la Creación y la Caída del hombre fueron dejados como el artista los había compuesto. Así que la extraordinaria obra de La Caída del Hombre, el Pecado Original y la Expulsión del Paraíso es un ejemplo maravilloso para entender el título de la entrada. Porque esos frescos de la Capilla Sixtina son un todo grandioso, un universo estético que narra toda la imagen ideada por la intuición artística y filosófica del pintor florentino. Gracias a los detalles que las reproducciones actuales permiten ver, podemos comprobar mejor las magníficas sensaciones de algunas imágenes. Por ejemplo, el fresco la Caída del hombre, tema utilizado por otros pintores para plasmar la conocida escena de la tentación de Adán y Eva. Pero Miguel Ángel no se dejaría influir por nada, ni por maestros, ni por Papas, ni por el Génesis, ni por prejuicios culturales. Su privilegiada intuición nos sirve aquí para comprender hasta qué punto el Arte ayudaría al creador a poder realizarlo.

El relato sagrado lo contaba así: Y como viese la mujer que el árbol era bueno y una delicia para los ojos tomó de su fruto y comió. Y dió también al hombre que estaba a su lado, y él comió también. Curiosamente, el relato es fiel a lo que pintó Miguel Ángel, o al revés, mejor dicho. En ningún caso el Génesis describe ninguna intervención de ninguna serpiente metafórica, salvo para verbalizar en la mente de Eva unas palabras tranquilizadoras, pronunciadas por ella sobre el hecho de desmentir el consejo -que no prohibición- que Dios le había hecho antes: No comáis de él, ni lo toquéis, no sea que muráis. Y Miguel Ángel se permite una libertad iconográfica: transformar la torticera serpiente en parte de una réplica de Eva, en otra mujer, su propia conciencia.  Pero hay algo más. En el fresco de la bóveda sixtina compuso el pintor dos escenas: a la izquierda la caída, la tentación, a la derecha la expulsión del paraíso. Son los mismos seres pero no lo son del todo. En la expulsión están hundidos ambos personajes, avejentados, trastornados, destrozados, separados en su caminar desorientado. Sin embargo, a la izquierda de la imagen están los dos como nunca se habían representado en ninguna imagen artística ni antes ni después en la historia. Están ellos juntos y enfrentados sensualmente, satisfechos e inocentes los dos con una gratificante erótica actitud que, ahora que lo vemos -no antes en el Renacimiento cuando desde tan lejos fuese poco visible-, pensaremos: ¿qué necesidad tendrían ellos ya -ni siquiera de conocimiento- de comer ahora fruta especial alguna de ese maldito árbol si estaban ya eróticamente satisfechos?

El genio florentino lleva a Adán a tomar su iniciativa, no espera que ella le de nada, él alza ahora su brazo derecho para tomar la misma fruta que ella ya está tomando. Tampoco habla el Génesis de manzano ni manzana alguno, sino de una higuera y es por eso que Miguel Ángel pinta una higuera en su fresco de la bóveda sixtina. Miguel Ángel se basaría fielmente en el texto bíblico, una astuta forma de eludir posibles críticas y poder hacer lo que él quería hacer con su obra. ¿Pero, qué quiso hacer, realmente? No lo despeja el genial creador -como nunca en el Arte se hace-, por eso lo dejaría así, para que las intuiciones de los demás decidan lo que quieran al verlo. Una posible decisión es que los dos ya estaban satisfechos y que los dos decidieron, sin embargo, comer luego la fruta peligrosa. A ambos los retrata el pintor tranquilos y seguros llevados por una distracción erótica a causa de la cual estarían contentos y satisfechos. ¿Qué los llevará entonces a perderse luego? El pintor, como el relato bíblico, no lo explicaría nunca. No murieron, como se le advertiría a Eva desde su propia conciencia -la vil serpiente imaginaria-, no; solo fueron transformados, desterrados, abandonados y desconcertados para siempre. Así los representa el creador en su otra escena retratada a la derecha. Con la incomprensible manera de no poder llegar a entender ahora esta drástica transformación. ¿Por qué?, parece decirnos Miguel Ángel, ¿por qué toda esa defenestración para unos seres que nunca se habrían planteado -deseado- otra cosa mejor de lo que ellos ya estaban viviendo antes? Y con esa duda inexplicable acabaría el creador también su propia vida -como también el Renacimiento, como también todo aquel paraíso perdido- un dieciocho de febrero del año 1564 en su casa romana de la piazza Venezia, cuando a partir de entonces el mundo nunca más brillase tan genial como aquellas imágenes eróticas, grandiosas y sinceras nos hubiesen maravillado para siempre.

(Detalle del fresco La Caída del Hombre, Capilla Sixtina, 1509, Miguel Ángel; Retrato de Miguel Ángel Buonarroti, 1565, del pintor Daniel da Volterra, Museo Teylers, Haarlem, Holanda; Fresco de la bóveda de la Capilla Sixtina, La Caída del Hombre, el Pecado Original y la Expulsión del Paraíso, 1509, Miguel Ángel, Ciudad del Vaticano, Roma; Detalle del Juicio Final, pared frontal de la Capilla Sixtina, 1541, Miguel Ángel, Ciudad del Vaticano, Roma; Óleo del pintor británico William Strang, La Tentación, 1899, Tate Gallery, Londres.)

2 de mayo de 2015

El conocimiento puro, metafísico e inmortal frente al perentorio, inconsecuente, engañoso o fútil.



El pintor flamenco Joachim Patinir (1480-1524) fue uno de los que mejor utilizaría el Arte para comunicar metafóricamente el sentido del universo. Gracias a su modo sensible de pintar nos seducirá la mirada con su profusa forma de componer y colorear un lienzo. Y para eso el paisaje es el mejor escenario posible: ni un interior, ni un retrato, ni una ciudad ni una cosa. Solo un paisaje grandioso, con horizonte, un cielo, montañas, agua, animales, plantas, rocas, seres... Los colores dejan ahora claro las sensaciones que deberán experimentar los que observen cada parte del lienzo: el azul, en su escala más alta, será la bendición de lo soberbio; luego seguirá el blanco, después el verde esperanzador, para seguir con un verde más oscurecido; y aún más tarde llegará el marrón, para seguir después con el tétrico negro y, luego, finalmente, acabar con un mínimo ardiente tono enrojecido. En ese orden el creador desarrollará su universo cromático-dialéctico (el dualismo del bien y del mal en el universo). Pero, sin embargo, el creador en su obra renacentista, en su maravilloso Arte metafórico, no será radical ni maniqueo. Los colores además, como los seres, como toda cosa descubierta en el mundo, serán ahora circunstanciales, pasajeros, fenomenales; serán todos ellos aquí aparentes, temporales o efímeros.

Porque lo verdaderamente importante en ese universo pictórico de Patinir es otra cosa: lo que no se ve. El mejor cuadro es aquel que pintará mejor lo que no se vea. Como en el mundo. El filósofo alemán Schopenhauer (1788-1860) establecería su propia teoría filosófica del Arte. Viene bien ahora para comprender algo el Arte y su forma de interpretarlo. Escribía el pensador alemán en su obra El mundo como Voluntad y Representación: Cuando erguido por la fuerza del espíritu uno desiste de limitarse a la razón, cuyo último objetivo es la relación para con la propia voluntad, no considera ahora el dónde o el cuándo o el por qué o el para qué de las cosas, sino única y exclusivamente el qué. Tampoco se interesa por lo abstracto o por la conciencia de las cosas sino que, en lugar de eso, consagra todo el poder de su espíritu a la intuición, enfrascándose por entero en ella y dejando que quede colmado por la serena contemplación del objeto natural, se trate de un paisaje, un árbol, una roca, un edificio o cualquier cosa. Y entonces uno se pierde en esos objetos íntegramente, esto es, se olvida de su individuo concreto, de su voluntad personal y sólo sigue como puro sujeto, como nítido espejo del objeto. Es como si éste -el objeto- estuviese ahí solo, sin nadie que lo perciba y, por tanto, no se puede disociar del ser que lo intuye, sino que ambos devienen en uno. Así la conciencia se ve ocupada y colmada por una única imagen intuitiva y lo que se acaba conociendo no es ya una cosa singular (concreta, pasajera) sino la idea, la forma eterna (su esencia). Y justo por ello lo asombrado no es ya el individuo, pues se ha perdido en tal intuición, sino un puro sujeto de conocimiento, avolitivo, indolente y atemporal.

¿Cuántos pintores conseguirán hacer o expresar con su Arte lo que escribió el pensador alemán? Patinir es de los pocos creadores que lo logran. Y su obra maestra El paso de la laguna Estigia es un ejemplo maravilloso para verlo. Ahora es aquí la mitología cristiana y grecorromana la que viene a ayudar al pintor en su creación artística renacentista. Aunque más bien la romana que la griega. Porque los griegos antiguos no creían en el infierno como un lugar malvado para sufrir las almas eternamente. Ellos pensaban que habría un oscuro lugar de tránsito del que todo procedía y al que todo retornaba -el Érebo-. Para los héroes, sin embargo, sí que existirían lugares terrenales apartados o privilegiados donde poder vivir una felicidad eterna. Fueron los romanos quienes utilizaron luego el sentido del dios griego Hades -deidad de la Tierra interior, de lo que se oculta debajo- para idear un lugar tenebroso y penitenciario. Este cambio se produjo durante el Imperio romano de Augusto (en el siglo I) y fue su mejor poeta -Virgilio- quien glosaría ese hecho para llevar a cabo una transformación moralizante en la sociedad que el emperador Augusto deseara para su nuevo orden mundial. El Hades -el infierno- se dividía en tres zonas: los campos Elíseos, el Tártaro y los prados Asfódelos, según fueran héroes virtuosos -campos Elíseos- o malvados culpables -Tártaro- o un lugar intermedio (futuro purgatorio cristiano), los campos o prados Asfódelos, un sitio que permitiría al alma dirimir sus tribulaciones para encarar uno u otro camino final. 

El Hades se idearía como un lugar subterráneo lleno de ríos, lagunas, prados, orillas y rocas ígneas. El Éstige fue un río situado en el Tártaro adonde las almas eran transportadas por un barquero, Caronte, un anciano tenebroso que impediría que los vivos pudieran volver a embarcar. Luego dirigía las almas a la entrada de un submundo aún más oscuro, guardado además por un perro terrible de tres cabezas -Cancerbero-, un submundo que era el lugar donde las almas sufrirían los castigos causados por sus terribles faltas. Fue fácil desde el mundo romano elaborar luego -al advenimiento del Cristianismo- una teología cristiana adaptada a esa escatología. Y desde el mismo sentido pagano idear un cielo cristiano -lo que era el Elíseo-, un infierno -el Tártaro- y un purgatorio -los prados Asfódelos-. Y con el conglomerado renacentista de ambas mitologías el pintor Patinir elaboraría su obra de Arte. ¿Fue una obra moralizante? ¿Fue una obra tétrica? ¿Fue una obra de un concepto final definitivo? ¿Qué cosas hay en esta obra que disuadan a los seres que vean el cuadro de ser pecaminosos? Porque el lugar al que se dirige el barquero es un bosque verdecido de árboles frutales, pájaros hermosos y una maravillosa orilla con una ensenada apaciguada y tranquilizante. En su barca Caronte transporta  ahora el alma, representada como una figura humana muy pequeña, hacia donde ella misma mira sosegada y segura. ¿Es una elección propia del alma ir hacia allí? Si no es así, ¿tomada entonces por quién? Parece que, con su propio cuerpo, Caronte impide al alma mirar hacia el otro lado, hacia el opuesto lado del Paraíso sagrado. ¿Es una decisión tomada solo por el alma? ¿El alma decide entonces hacia dónde quiere ir?

Es fácil comprobar en el lienzo de Patinir cómo los ángeles de la izquierda, situados en la orilla del Paraíso verdadero, están ahora tratando de que el alma se dirija allí, hacia donde ellos están. Vemos a uno subido en un montículo que mueve ahora sus brazos para avisarle. ¿Bastará eso para avisar al alma? No, no tiene mucho sentido porque el alma parece estar ya decidida, mirando ahora curiosa y satisfecha la parte derecha del cuadro, la orilla sosegada del Hades donde se sitúa el purgatorio de los prados asfódelos. Un lugar encantador y seductor, un sitio confuso pero que prepararía, con temporalidad limitada, el paso luego hacia el lugar deseado finalmente. Pero eso es aquí lo descriptivo, lo fenomenológico, lo que se ve. Pero no es así la verdad real porque oculta la obra el paraje abrupto, oscuro, tenebroso, marrón, negro o rojo, que se verá al fondo de la derecha del cuadro. Un animal disforme (mitad perro, mitad cabeza de mono) que aparece en la parte inferior derecha del cuadro, debajo y oculto por árboles frutales, es un demonio infame que espera que el alma, como terminará haciendo, se confunda ahora con todo lo que vea. Pero no ve el alma lo que sí estamos viendo ahora nosotros, los seres que hemos alcanzado, con el visionado de la obra de Arte, un conocimiento puro, un saber nada aparente. Y el sintético sentido de todo esto es que cualquier elección no llevará más que a un mismo lugar, el origen y el final de todo, ese lugar que envuelve un mismo trayecto infinito...  Lo demás es experiencia, sufrimiento, engaño y olvido. La fuente que se ve al fondo, en el paraíso verde-azulado de la izquierda del lienzo, es ahora la fuente blanquecina del río Leteo, una prodigiosa fuente cuyas aguas míticas tienen el poder de hacer olvidar el pasado y, por lo tanto, de conceder a los seres la eterna juventud deseada.

El pintor renacentista debía transmitir el mensaje conocido, el mensaje racional, aquel que la moral del momento obligaba a disponer con su doctrina inflexible. Pero, sin embargo, Patinir va más allá de eso y consigue anticipadamente lo que el filósofo alemán insinuara siglos después: que el verdadero conocimiento no es el que vemos aparente y directo, no, es el que las cosas nos transmiten con sus preclaras y conocidas sensaciones (en el caso de la obra de Arte sensaciones iconográficas, con símbolos figurativos, colores metafóricos o mitologías descriptivas y tendenciosas). El conocimiento auténtico será el que nos llegue por la vía más introspectiva de una bella imagen grandiosa o de un paisaje sugestivo y misterioso. Con la decidida elección que es transmitida por la serena figura de un alma tranquila sin atisbo de ser un espíritu atormentado por la desgarradora vida que su pasado le hubiese condenado a tener. Por eso la fuente del Leteo mana sus aguas aquí solitaria, ajena y abstracta, justo en el límite más azulado del paraíso sagrado de la izquierda del lienzo. Nada ni nadie podrá dejar de ser -de tener memoria- ni de perder la única cosa que le conecte con su individualidad pasajera...  Porque nada importará nunca más que nada para alcanzar la auténtica conciencia, esa que llevará al sujeto a conseguir el conocimiento esencial, el más eterno, el más puro, el más difícil, o el menos asequible.

(Óleo El paso de la laguna Estigia, 1520, del pintor flamenco Joachim Patinir, Museo del Prado; Fragmento de la misma obra, Patinir, 1520, Museo del Prado, Madrid.)

27 de abril de 2015

El Arte en su sublimidad más oculta, en el único sentido que tiene, en lo que es.




¿Por qué se empezaría a pintar?, ¿qué se pretendía con ello, decorar, aliviar la vista, entretener, mejorar las paredes de sus desconchones...?  Sucede que la historia -en la Pintura sobre todo- presenta tres grandes momentos artísticos diferentes: el período clásico grecolatino, el período medieval y a partir del Renacimiento. El gran intervalo medieval dejaría a la Pintura sin sentido fuera del orbe religioso y sin evolucionar técnicamente tampoco. No es que la técnica no existiera antes del siglo XV para hacer lo que se hacía en el período clásico, es que la historia no dejaría que eso se hiciera con tanta libertad creativa hasta llegado el Renacimiento o poco antes. Entonces, cuando el mundo comenzara a dejar atrás las rígidas formas de expresar, el ser humano encontraría la excusa perfecta para representar con belleza cosas que no fuesen palabras -habladas o escritas- y transmitieran sensaciones que describieran sutilmente conocimiento, trascendencia o misterio. Cuando el joven pintor español Velázquez quiso componer una obra maestra habían pasado ya más de ciento cincuenta años desde que el Arte gótico evolucionara. Caravaggio, por ejemplo, hacía doce años que había fallecido, y el maestro español pensaría que esa forma de crear de Caravaggio era la misma que él presentía como la mejor forma de hacerlo. El naturalismo pictórico llevado al máximo y la luz llevada al mínimo. Esa era la manera más sencilla de representar la vida de los hombres, con sus costumbres más vulgares o sus aspectos más miserables.

Y todo eso fue lo que el pintor italiano del claroscuro más prodigioso -Caravaggio- había hecho antes que él. Y entonces piensa Velázquez en realizar una escena así, tan caravaggiesca, tan sorprendente y tan poco sofisticada para la sociedad de su época; sin otros alardes estéticos que el de la perfecta realización pictórica realista con sus perfectas formas clásicas. Con las auténticas texturas que de las cosas pintase Velázquez como para parecer estar ahí mismo el sujeto que las viese, justo al lado o dentro mismo de la escena retratada. Y pinta la figura de un vulgar aguador sevillano ofreciendo pulcramente, sin embargo, su líquido producto. Lo realiza Velázquez apenas con veintitrés años en su etapa sevillana, aunque la obra fuese elaborada para un funcionario sevillano de la corte del rey Felipe IV poco antes de marchar a Madrid. La pintura El aguador de Sevilla acabaría así en las paredes madrileñas de don Juan de Fonseca, sumiller de cortina del rey -cargo inferior al de capellán del monarca- para pasar, tiempo después, por varios aristócratas hasta llegar al Palacio Real del Buen Retiro, donde se inventarió en el año 1700 como El corzo de Sevilla. Años después, terminará en el nuevo Palacio Real de Madrid reconstruido por el rey Felipe V. Allí descansaría casi un siglo hasta que el rey napoleónico José I en su huida de Madrid, luego de ser derrotado -en la guerra de la Independencia- por el general Wellington, tratara sin éxito de llevarse el cuadro como botín a Francia. El rey español Fernando VII en agradecimiento por su victoria le regalaría la obra al ufano general británico. Para cuando el lienzo llega a Londres todo el mundo pensaría entonces que se trataba de una obra del genial Caravaggio.

Pero no era del genial italiano sino del genial español. ¿Por qué se llevaría José Bonaparte esa obra tan vulgar con ese viejo aguador tan feo y desarrapado, al que acompaña un jarrón de barro tan toscamente rural? ¿No tendría otras mejores obras de Arte que llevarse? Claro que las tuvo y también se las llevó. Pero de todos modos decidió llevarse El aguador. ¿Por qué? Las imágenes aquí reproducidas no hacen justicia a la extraordinaria obra barroca, pero son las únicas posibles. El lienzo original se encuentra en el Museo Wellington de Londres y, a menos que se pueda visitar, no existe una web que permita visionar sus obras de Arte expuestas en alta resolución. Hay que hacer un esfuerzo por imaginar las enormes posibilidades cromáticas que de la confección de una obra como esta puedan percibirse. ¿Qué decir de las virtudes pictóricas de la obra de Velázquez? ¿Se puede pintar mejor algo tan simple y vulgar como eso? Está claro que la magistral textura y original composición de la obra fue uno de los motivos por lo que el efímero monarca español de origen francés arrebatara el cuadro. Pero no fue el único. Velázquez fue mucho más que un pintor barroco correcto, persiguió crear buscando siempre un sentido metafísico al Arte.  El sentido que tiene realmente, o que él sabría debía tener. Fue alumno de un maestro erudito -Pacheco- y además leería las obras humanistas que se publicaban en esos años del siglo XVII. El hecho es que todas sus obras de Arte tienen una sublime lectura no muy transparente o definitiva. Pero es que eso debe ser así en una obra artística: nada importante de representar en un cuadro es celebrado por su limitado sentido. Los símbolos, mensajes o sensaciones intuitivas de las obras de Arte encierran las mismas contradicciones que pretenden dilucidar. Es así porque en el Arte se deviene hilvanando permanentemente el sentido de la obra. No puede éste desaparecer nunca. Mañana se debe ver otra cosa diferente de lo que hoy vemos, y luego, más adelante, otra más. Así todo se trastoca para llegar a comprender que aquel sentido oculto de antes que ya habíamos percibido se habría confundido vagamente. Sin embargo, quedará para siempre magnificado ese sentido indefinible de la obra, pervivirá latente para siempre el mensaje tan oculto de su sublimidad.

El artístico y fascinante número tres vuelve otra vez -como en otras ocasiones- como símbolo iconológico determinante. En la obra de Velázquez hay tres figuras humanas y tres figuras materiales. Tres recipientes artificiales que contienen ahora el mismo elemento que une, sin embargo, las seis figuraciones representadas: el agua. Porque es el agua ahora aquí una medida antropológica. Aparte de ser un elemento importante de la vida, el agua determina en la obra barroca otra cosa más que un mero poder vivificador. Las tres figuras humanas retratadas por Velázquez son un hombre maduro, un niño y un hombre joven. Los dos primeros están juntos y enfrentados, son los que se ven en primer plano claramente. El hombre más joven apenas se vislumbra ahora entre las sombras de un segundo plano casi inexistente. Representan las tres edades del hombre, algo por otro lado muy habitual en el Arte. Los pintores Tiziano y Giorgione lo habían pintado mucho antes, otros, menos conocidos, también. Siempre se trataba de representar tres seres humanos en tres edades distintas. Pero, aquí además el pintor español los relaciona ahora con otra cosa: con el agua. ¿Por qué? La humedad líquida del agua es evidente y visible en la obra. Debe serlo para los efectos artísticos realistas del naturalismo barroco. El pintor español compuso antes otra obra semejante -actualmente en la Galería florentina de los Uffizi-, pero en esa otra obra el agua no se reflejaba de forma tan evidente o no se percibía su sensación líquida tanto. Porque en su obra del año 1622  sí se transmite la brillantez del agua en sus tres recipientes pintados. Hasta tres gotas se ven con un realismo impactante en la gran vasija redondeada del cuadro, un efecto provocado por la sudoración en la propia atmósfera del lienzo. De los tres envases que contienen agua dos son de barro y uno de cristal. Pero del tercer envase utilizado por el hombre joven está compartiéndose ahora su contenido interior dentro del mismo hombre. No significa el envase nada en sí mismo en la obra, solo demuestra la decidida necesidad del ser adulto por beber agua imperiosamente. Cosa que el niño aún no hará con el suyo, ya que deja el pequeño pasar un tiempo antes de comenzar a desocupar el agua de su copa. 

Una copa de cristal que permite ver el agua misma, que la estamos viendo ahora incluso, sin color, sin rasgos diferentes, sin otra cosa más que el genio pictórico de Velázquez al expresarla. La fruta de un higo dentro de la copa servía entonces para endulzar el sabor inapreciable del agua. Pero esa copa de cristal es tomada a la vez por los dos personajes principales. ¿Por qué el pintor detuvo la imagen con la copa tomada por las manos de las dos figuras principales? Podría haber pintado al niño acercándose la copa a sus labios y la mano del aguador no aparecer ahora en ella. Pero lo pintaría así, de ese modo tan preciso, con el sentido que tiene ahora justo ese alarde estético. Según escritos de pensadores de entonces -entre ellos un médico español del siglo XVI llamado Juan Huarte-, los caracteres de los seres humanos son modificados en sus edades a causa de la cantidad de agua que necesiten. Ni los niños ni los ancianos necesitarán tanta agua como los adultos. Por entonces se creía que el agua determinaba el período de más desarrollo del hombre adulto, cuando su personalidad es más cálida y seca y, por tanto, necesitará más la humedad para calmarla. Los niños y la vejez tienen una personalidad más caliente y húmeda -en la infancia- o más fría y seca -en la vejez-.  La infancia y la vejez forma ahora una dialéctica de sabiduría existencial. Porque el período adulto humano no tiene remedio: bebe con fruición el hombre joven de todas formas. Pero la infancia, como no necesita tanta agua, puede admirar ahora su contenido o entender más su efímero sentido, puede aprender así con tiempo las cosas nuevas de la vida. El anciano es entonces el que se las transmite ahora como un filósofo desinteresado que, serenamente, le ofrece así todo su saber de años. Ambos están con la mirada perdida, sin mirarse incluso, sin más contacto que la copa transparente que ahora los une. Con el ingenioso alarde de saborear en ella el dulzor de una fruta -el higo- tan redondeada como lo es el propio cántaro de barro mismo, lugar donde ahora apoya el viejo su mano displicente. Es la transmisión de saber pero también es la transmisión de serenidad. El rostro del pequeño simboliza la esperanza, es ahora la metáfora decisiva para justificar el esfuerzo de una vejez ya entregada para siempre, la vida de sabiduría que le traspasa el anciano a través de la copa que le ofrece. Porque le ofrece con ella ahora toda su experiencia, lo mejor que tiene el viejo, su sabiduría de años reflejada además entre las arrugas de un rostro duro y paciente. Tan seguros ambos además como el momento que los dos celebran ahora ajenos al mundo o a su urgencia latente. Y todo eso eternizado en la memoria genial de un Arte barroco como este. Así, como el mismo instante que el pintor dejara sin descifrar en cada mente inquieta, fértil o subjetiva que percibiera luego, admirada así al verla, la belleza de un Arte tan sutil, tan genial y diferente.
  
(Detalle del óleo del pintor español Diego Velázquez, El aguador de Sevilla, 1622, Museo Wellington, Londres; Reproducción de la misma obra de Velázquez, El aguador de Sevilla, 1622, Museo Wellington, Londres; Obra El Aguador, una versión similar anterior de Velázquez, 1618-1620, Galería de los Uffizi, Florencia.)