29 de enero de 2015

Sobrevolando el espíritu por encima de todos, de los grandes, de los ángeles, de sus colores...



Aquí podemos comprobar la resolución extraordinaria de estas imágenes del Museo del Prado. Debían verse bien ahora los colores de El Greco. Es algo necesario para entender la entrada anterior del mismo pintor, donde no se alcanzaba del todo a ver la maravillosa tonalidad de este gran creador manierista. Porque es en esta obra maestra donde más se puedan descubrir no ya los colores sino la utilización de ellos para crear cosas diferentes: sutiles tonalidades como propias formas reflejadas en volúmenes perfilados de belleza. Otros reflejos, otras gamas, otras gradaciones, hacia los azules, los malvas, los bermejos, los amarillos, los grises, los verdes... Y, sin embargo, no son sólo los colores, o sus formas, los que hagan de esta obra una obra maestra del Arte. La historia de este lienzo es la historia del comienzo de El Greco en España. Durante su estancia anterior en Italia conocería en Roma al español Luis de Castilla, hijo natural del deán de la Catedral de Toledo, don Diego de Castilla. Entonces Luis le habla a su padre de las maravillas artísticas del pintor cretense. Y es cuando don Diego le solicita su labor creativa para el retablo de una iglesia en la ciudad de Toledo: la iglesia de Santo Domingo el antiguo. Estamos en el año 1576 y España brillaba en el orbe mundial como nunca nación europea lo hubiera hecho antes. Y este retablo de Toledo fue un maravilloso escenario donde plasmaría el pintor todo su misterioso, bello y sutil Arte manierista.

Compuso varios lienzos para ese retablo toledano. Imaginemos el hecho artístico: una pared, no muy grande, soportando cinco obras maestras del Arte. Pasarían ahí, en la iglesia de Santo Domingo el antiguo, estas obras los siglos en silencio, resguardadas del paso del tiempo sobre gruesas paredes y sus anchos marcos toledanos. Se mantuvieron estas obras de El Greco esos años con todo su vigor estético, con toda su fuerza y con todo su fulgor artístico, eternizados así por unos elegidos y fijados pigmentos cromáticos, tan emocionantes como duraderos. Y así hasta que llegaron los franceses de Napoleón en el año 1808 y lo cambiaron todo. Ellos descubrieron entonces la España tan artística, un país tan cercano y tan lejano a Francia. Descubrieron que la nación europea que invadían tenía, calladamente -a diferencia de Italia-, una de las colecciones de Arte más fascinantes del mundo. No pudieron evitarlo y se enamoraron artísticamente del país al verlo. Comenzaron expoliándolo, pero, luego, al marcharse, continuaron buscando y comprando aquel maravilloso Arte. Fueron los franceses los que crearon a principios del siglo XIX un mercado en España que no existía por entonces: la compraventa de obras de Arte. Hasta la aristocracia y el propio rey se contagiaron de ese fervor comercial y artístico en España. ¿Quiénes fueron los proveedores de ese Arte?: la Iglesia, una institución siempre necesitada de fondos y sensible a los galanteos monetarios de los oportunistas.

De ese modo, dos de los cinco lienzos del retablo manierista de Toledo, los dos más grandiosos, La Trinidad y La Asunción, fueron enajenados o vendidos durante la primera mitad del siglo XIX. Los que hoy se ven en Toledo son copias de los mismos. ¿Dónde están, entonces, los originales? En Chicago y en el Museo del Prado. Pero lo importante es que hoy los podemos ver fascinados, y, desde aquí, desde esta entrada, al menos este lienzo que vemos ahora, denominado La Trinidad. Y, ¿qué veremos? La representación de un dogma católico, de una verdad de fe reconocida por la Iglesia Católica desde sus inicios en el siglo IV. El dios único cristiano poseerá tres formas de expresión, pero una sola realidad. Nunca pudo ser representado muy bien eso en el Arte de un modo claro, solo a través de símbolos, o triángulos decorados, con mensajes o grabados referentes a ese dogma. Comenzaron a expresarlo los pintores del siglo XV.  Verdaderamente, fueron ellos los que crearon las primeras composiciones figurativas de este curioso dogma católico. Aunque ya los bizantinos y su peculiar Arte lo iniciaron tímidamente. Pero, luego, los italianos siguieron avanzando en esa representación trinitaria tan compleja. ¿Cómo hacer una representación de tres personas sagradas y, a la vez, de una solo? ¿De qué forma hacerlo estéticamente?

La mayoría de las veces, con las figuras antropomorfas de Dios y Jesús, y, después, el Espíritu Santo representado como una paloma sobrevolando ambos personajes. Pero separados entonces los dos -Padre e hijo- con sus figuras definidas, uno siempre algo más alejado del otro. Fue el renacentista alemán Alberto Durero el primero que uniría los dos en el año 1511: abrazados tras la sufrida pasión de Cristo. En esa obra de Durero se inspiraría El Greco para hacer, en el año 1579, lo mismo. ¿Lo mismo? No, exactamente lo mismo no. Porque el pintor cretense iría mucho más allá...  El creador alemán había representado centrados a los dos personajes fundamentales de la Trinidad, y, sobrevolando a ambos, al Espíritu Santo en forma de paloma. Alrededor de aquellos están los ángeles, separadas un poco sus figuras, formando un coro que rodea ahora respetuoso el sagrado sentido de los dos personajes principales de la Trinidad. En El Greco, a cambio, su Trinidad es absolutamente diferente: todos los personajes están juntos, formando ahora un único grupo cerrado. Hasta un ángel se permitirá tocar con su mano el hombro sagrado de Dios...  Es una composición compacta, donde aquel dramatismo de la escena de Durero no se percibe ahora en El Greco. Porque en la obra manierista de El Greco los gestos son más comprensivos, más compasivos, más justificados o amables, sentidos todos, además, como los de unos seres más humanos que divinos.

Y el Espíritu Santo representado sobrevuela aquí por encima de todos...  Se eleva ahora en forma de una blanca paloma perfecta, la más perfecta paloma sagrada quizá nunca representada así en toda la historia del Arte. Tan perfecta está pintada la paloma de El Greco, como aquellos detractores críticos suyos desearan que fuese, sin embargo, pintada toda la obra del creador cretense. Es tan perfecta, tan armoniosa, tan natural, tan majestuosa, tan brillante esa paloma que, con todo ese maravilloso alarde artístico clásico, el creador más original del Manierismo magnificaría el sentido iconográfico sagrado del propio Espíritu Santo. Un sentido aquí más prevalente, incluso, que el de las otras dos sagradas -más grandes doctrinalmente- representaciones de la Trinidad. Pero, también, más prevalente que todas las representaciones sagradas de siempre, o que todas aquellas que configurasen, antes o después, aquel mismo sentido místico de siempre. Un atrevimiento estético y místico que el pintor más original de la historia se permitiese, con su Arte innovador, poder crear sin prejuicios...

(Fragmentos del lienzo de El Greco, La Trinidad, 1579; Óleo La Trinidad, del pintor manierista El Greco, 1579, Museo del Prado, Madrid.)

27 de enero de 2015

La quintaesencia del Arte la descubrió un creador incomprendido, un ser anticipado y diferente.




Es una barbaridad que los museos no faciliten imágenes en alta resolución de sus obras catalogadas. Uno de los pocos museos de todo el mundo que lo hace es el madrileño Museo del Prado. En la era de la comunicación y la imagen global ésta es una asignatura que los años culminarán alguna vez. Para entonces,  para los afortunados que lo puedan ver, será una maravillosa epifanía del Arte, algo que acercará aún más a las grandes obras maestras de la historia. Así que, hoy, sólo puedo ofrecer estas pobres imágenes de una de las composiciones más extraordinarias producida por el más extraordinario de los creadores del Arte manierista. Sí, extraordinario. Porque lo fue, porque El Greco tuvo la genialidad de diferenciarse del resto con algo más que con sutilezas o con técnicas. Se dijo de él que no quiso pintar como el gran Tiziano, que ya existió uno así, tan grandioso con su Arte clásico, y que El Greco debía ahora imaginar cómo hacerlo de otra forma... Es una crítica que por entonces algunos le hicieron argumentando que el pintor cretense dejaría de hacer composiciones equilibradas, comprensibles, naturales o clásicas para hacer así, de esa forma tan particular de pintar, una confusa, desordenada, chirriante y poco brillante obra.

Pero como él sabía pintar, como era algo que dominaba, El Greco pudo luego hacer con sus obras lo que quiso -como lo hiciera Picasso-, es decir: diferenciarse con algo más que con su moderna técnica, distinguirse además con la mayor originalidad que un creador hubiese nunca tenido entonces. Hay dos obras suyas fuera de España, bueno, hay muchas, pero me refiero aquí a dos que son concretamente muy parecidas, casi idénticas, y tituladas ambas obras igual: La Oración en el huerto de Getsemaní. ¿A quién se le hubiese ocurrido pintar a los apóstoles empequeñecidos dentro de una nube redondeada sobre la tierra? ¿Quién hubiese pintado entonces una roca que no parece una roca?, ¿a quién se le hubiese ocurrido pintar una obra que lo único que tuviese de naturalidad fuesen unas ramas o las hojas en un monte un poco ensombrecido? Porque la luz es otra cosa utilizada por el creador toledano de un modo muy personal y anticipado. Pero, no solo eso. Uno de los detractores que tuviese El Greco en España lo fue el humanista, escritor, poeta, políglota, matemático, músico, teólogo y clérigo José de Sigüenza (1544-1606), todo un gran intelectual entonces. El rey Felipe II lo nombra bibliotecario del  Monasterio del Escorial, un lugar por entonces, pleno siglo XVI, que fuese el más privilegiado centro de cultura archivada del mundo. Pero no fue Sigüenza un reaccionario cultural, llegaría incluso a ser encausado por la Inquisición por haber utilizado evangelios apócrifos para sus sermones..., o por usar también un lenguaje evangélico -a pesar de ser poeta- mucho más claro, directo y sin añadidos que suavizaran o hicieran más comprensible el contenido sagrado. Esto y la cercanía e influencia cultural al rey de España hizo que muchos sintieran envidia de él. Y todo eso le malograría. Sin embargo, no pudo evitar que una simple opinión de gusto personal sobre la estética de El Greco hiciera de José de Sigüenza un muy injusto crítico del pintor. Influyó en las decisiones artísticas que Felipe II tuviese sobre el Arte de El Greco. Como lo hizo cuando denostase la obra de este pintor El martirio de san Mauricio y su legión tebana, aludiendo entonces a cuestiones teológicas su crítica artística. No podía ser que un santo, decía Sigüenza, pareciese en el lienzo manierista tan humano o tan poco sagrado: todo eso contribuiría a que los que viesen la obra no les apeteciese ahora rezar, sino verla...

Todas esas cosas y su técnica, su novedosa y sorprendente técnica para entonces, así como una personalidad muy peculiar, hicieron que El Greco no fuese reconocido hasta muchos siglos después, cuando los románticos del XIX comenzaran a ver en él otras cosas y esa genialidad tan desconocida. Y estas dos obras tan parecidas nos ayudan aquí, como todas las suyas, para percibir ahora algo más de ese rechazo y de esa genialidad. Una de las cosas que el padre Sigüenza afirmara entonces es muy posible que no se alejara mucho de la verdad. A la vista de sus obras, los lienzos de El Greco no servirían tanto para recoger el ánimo cristiano y rezar a la santidad representada. Y esto es así porque este pintor expresaba la personalidad de los santos y de todos sus personajes como la de cualquiera de nosotros. No distinguía absolutamente nada, iconográficamente, en la representación de un ser humano o divino de la de otro cualquiera, aunque fuese incluso un dios. Sin embargo, el misticismo y la espiritualidad de El Greco fueron uno de sus mayores alardes creativos. ¿Entonces, por qué ese contraste? Pues porque este pintor misterioso reflejaba la divinidad en toda su obra pictórica, en todos sus elementos y no en ninguno solo.

En La Oración en el huerto, en ambas obras semejantes, se ve sutilmente como está en todo el lienzo la santidad universal que él representaba siempre. Jesús está en primer plano, es la figura principal, pero la magnificencia de lo que supone el sentido espiritual de la creación está aquí, sin embargo, en toda la obra artística, desde un cielo sobrecogedor y su luna poderosa hasta la composición tan excitante y sorprendente de la misma obra. ¿Cómo no dirigir la vista ahora hacia esa nube redondeada y acogedora donde los apóstoles, protegidos, forman el contrapunto a unos soldados que, ahora, reunidos, se acercarán indecisos a lo lejos? Hasta los pliegues de la roca oscurecida se confunden con los de los vestidos, y los de éstos con los pliegues de las volutas de unas nubes ahora diferentes. Y la luz, y los colores... (esos mismos colores que ahora nos dejen algo vislumbrar estas reproducciones imprecisas). Porque ambas cosas estéticas determinan aquí la anticipación y el genio extraordinarios de El Greco. En una escena nocturna bajo la tenue luminosidad de una luna cegada por nubes macilentas se representa en la obra la centrada figura de Jesús, oculta aquí de la luz astral tras una roca pero que su figura aparece, sin embargo, toda ella iluminada ahora sin sentido... Pero es que un rayo de luz le llegará a Jesús desde el ángulo donde ahora un ángel se sitúa poderoso. Y es entonces cuando se reflejará ese mismo rayo en sus colores: ¡y entonces es cuando esos colores cambiarán...! Pero, no son solo los colores de la divinidad los que vibran ante los ojos del observador. La sugestiva túnica amarillenta del ángel compite aquí con los otros divinos colores encarnados o azules reflejados de antes. Y por todo eso El Greco fue un anticipador y un artista místico extraordinario. Acercaría la creación estética a lo que, mucho tiempo después, llegaría a sublimarse luego en la modernidad artística. Pero también fue un muy decidido y sutil filósofo de todas aquellas verdades trascendentes o espirituales. Esas mismas verdades que están ahora ocultas -o manifiestas- entre todas las cosas representadas y tan bellamente visibles de la obra.

(Óleo La Oración en el huerto, 1595, El Greco, Museo de Arte de Toledo, Ohio, EE.UU; Lienzo La Oración en el huerto de Getsemaní, 1590, El Greco, National Gallery, Londres.)

19 de enero de 2015

Los diferentes semblantes de una vida o las distintas vidas de una misma individualidad.



¿Cuántos somos realmente? ¿Cuántas identidades diferentes pueden asumir los seres en una única entidad a lo largo de su existencia? No es una cuestión esquizofrénica, ni patológica, ni desbordante, es tan solo la multiplicidad de facetas que los seres humanos puedan llegar a tener en una única existencia. No son tampoco las diferentes expresiones que el paso del tiempo transformará en las distintas imágenes de un mismo individuo con los años. No, es algo más etéreo, es aquello que pueda darse en el mismo momento en que seamos susceptibles de percibir las posibles facetas que podamos disponer. Algunos artistas de la historia crearon sus edades del hombre, distintas imágenes para expresar el paso del tiempo. Pero en esta obra de Arte lo que consigue el creador es  original: representar en diversas imágenes al mismo ser, en el mismo momento espacio-temporal, como si fueran entidades diferentes. ¿Cómo hacer algo tan imposible? Con la genialidad que solo el Arte permite. Con el matiz que las diversas composiciones figurativas expresen de un mismo ser en un lienzo. El creador impresionista norteamericano John Singer Sargent (1856-1925) lo consigue en su obra Cachemira de un modo original.

Idea el creador pintar a su sobrina Reine Violeta Ormond (1897-1971) vestida con un mismo chal de Cachemira, pero su figura aparece en diferentes plegamientos, ademanes, cubrimientos, gestos, posiciones y miradas distintas. Parece un grupo homogéneo que avanza en procesión de figuras clásicas, misteriosas o ensimismadas. Siete seres diferentes que representan siete sensaciones distintas aunque la modelo sea la misma persona. El pintor John Singer había nacido en Florencia de padres norteamericanos. Tuvo una hermana menor, Violeta (1870-1955), que acabaría teniendo seis hijos con el británico Francis Ormond. A casi todos los pintaría el creador impresionista. Pero a Reine la transformaría una vez en virgen vestal en esta obra sorprendente del año 1908. La creación tiene sus mentiras -como todo Arte- porque Reine tendría solo once años cuando sirve de modelo en la obra. El pintor consigue confundirnos al crear un plano sin fondo de contraste y sin otra figura que la misma joven repetida. 

Siete posiciones, siete gestos y siete dinámicas distintas donde, gracias al motivo representado -titulado como la obra-, el maravilloso chal de Cachemira, se puede mostrar la sutileza más genial y estética del sentido oculto de la obra. Es la misma personalidad retratada, sin embargo ésta sólo se ve bien, para identificarla claramente, en dos figuraciones posibles, y aun así parece distinta. El resto podrían ser otras de las restantes cinco vírgenes vestales que caminan perdidas. Es una senda imposible, porque son y no son la misma identidad. La modelo es posible que lo sea, pero lo representado son cosas diferentes. No puede ser la misma senda, en tan corto espacio, como para ser ella la misma persona. No es real el sentido de ese momento plasmado en el lienzo. El pintor consigue hacer una metáfora del sentido del Arte con el sentido de una obra. Es decir, llega a rozar el pintor impresionista el Simbolismo sin ser simbolista y sin proponérselo incluso. Es así como dejamos y no dejamos de ser el mismo individuo. Porque la variedad de seres que somos no es real, ni irreal, ni demostrable en sí mismo. Es solo un rasgo estético más de nuestra misteriosa vida contingente. Es solo una forma más de lo que somos, tan cambiante como el color del sol un mismo día. Sigue siendo el mismo sol, sigue siendo la misma luz, pero, a veces, con su reflejo poderoso de los distintos momentos del día, también su luz la veremos, en ocasiones, algo distinta...

(Todas obras del pintor John Singer Sargent: Cachemira, 1908, Los sobrinos del artista, Conrad y Reine Ormond, 1906; Calle de Venecia, 1882; La Carmencita, 1890.)

12 de enero de 2015

Verosimilitud y misterio frente a majestuosidad y belleza, o la leyenda ahora expresada de otra forma.



El Barroco, siempre el Barroco... ¿Hay una tendencia mejor para expresar emociones humanas, aunque no exactamente sentimientos? ¿Hubo un periodo artístico mejor en la historia que transmitiese las cosas de un modo tan diferente y, a la vez, tan genial de hacerlo? Los pintores italianos supieron utilizar el Barroco para eso especialmente, es decir, para hacerlo todo de otra forma a como podía entenderse antes. Porque fue una tendencia naturalista, pero no todos los pintores barrocos los fueron. Fue además una tendencia menos clásica o nada clásica, pero tampoco todos excluyeron el clasicismo en sus obras. Fue una tendencia menos estilizada en las formas de belleza pero Francesco Furini (1602-1646) se retrasaría a su tiempo casi en un siglo.  Porque este pintor florentino había conseguido trasladar al Barroco todo el estilo más clásico de su tendencia: el sfumato renacentista de Leonardo, el manierismo de Miguel Ángel, el clasicismo renacentista de Rafael o la belleza de los desnudos de Tiziano. Y en esto último, en los desnudos, asombraría este pintor en pleno siglo XVII, cuando demostrase Furini que belleza y sensualidad eran la misma y dos cosas diferentes... Porque el Barroco debía expresar las cosas lo más parecido a la realidad que pudiese. Porque el siglo del matiz y la sutilidad o de la perfección de una belleza inexistente, era lo que el Renacimiento había conseguido llegar a ser antes. Ahora, en el Barroco, las cosas se mostraban como verdaderamente eran. Los gestos más humanizados, las formas más verosímiles y los detalles absolutamente conformes a la realidad.

Por eso los desnudos del Barroco fueron más comprometidos para sus autores: porque eran más reales que nunca, se parecían a nosotros claramente. Esa realidad era más natural ya que era la existente en la vida real de los seres humanos, y consiguió el Barroco que los detalles de belleza idealizada no fueran por entonces tan señalados por algunos de sus pintores. Es decir, que en el Barroco la belleza idealizada de antes  en el Renacimiento fue sustituida ahora por una realidad mucho más propia de las cosas bellas en este mundo. De ahí las formas de los desnudos de Rubens o de Rembrandt, por ejemplo, unos desnudos que describen, con su naturalismo barroco, más lo que es la vida real que lo idealizado o legendario de ésta. ¿Y cuando los detalles de belleza deben ser necesariamente expresados en un desnudo artístico? Pocos autores consiguieron esos detalles de belleza como lo hiciera Furini y su Barroco tan emocional.  Un pintor que a los cuarenta años se ordenaría incluso sacerdote, y, a pesar de este compromiso sagrado y clerical, continuaría él creando esos detalles sutiles y tan sensuales de belleza. El relato bíblico de la ciudad de Sodoma en el Génesis nos cuenta cómo un ángel avisaría a Lot de que abandonase la ciudad antes de que fuese arrasada por las llamas. Entonces, el único hombre honesto tomará a su familia y abandonaría su ciudad para siempre. Poco después, su familia terminaría siendo él y sus dos hijas. Ellos tres ahora solos y lejos de su ciudad arrasada pasarían a ser los únicos seres humanos en el mundo. Por tanto, se dirigieron a buscar juntos algún lugar  ahora adonde poder vivir y prosperar.

Para ese momento, las hijas de Lot comprendieron ya entonces que no habría hombres con los que poder ellas tener descendencia. Así que la llamada de la vida les acució a las dos y no supieron ellas hacer otra cosa más que seducir a su padre. Un hombre ahora que, ebrio y entregado a su delirio, acabaría siendo ya seducido por sus hijas. Esta leyenda de incesto, sensualidad y misterio atraería a muchos pintores de la historia. La moral de sus ideas o la de los lugares de donde procedían, llevarían a los pintores a tratar de mostrar el comprometido relato con los diferentes recursos artísticos que cada cual tuviera. Es evidente que el recurso erótico podría estar justificado ahora, la leyenda lo relataba claramente: las hijas dieron de beber a su padre y lo sedujeron... Así que los pintores sólo hicieron su trabajo con su Arte. Hay obras del Renacimiento que muestran sutilmente los alardes manieristas más desnudos de belleza; y otras que no se recatarían con su provocado gesto erótico de seducción y belleza. Pero también el Barroco lo haría. Aquí he preferido elegir tres obras de tres pintores barrocos italianos de Florencia. Tres obras donde el color ahora es uno de los recursos más elogiosos, pero no el único. En la creación de Lorenzo Lippi (1606-1664), la más sobria de las tres, el pintor es descriptivo con las circunstancias de la leyenda. Observamos la silueta alejada de Sodoma enardecida por el fuego y cómo las hijas ofrecen el vino embriagador a su padre, un ser ahora confiado y aún no seducido del todo.

La obra encuadra los valores artísticos y expresivos de su paleta, aunque la pésima calidad de la imagen no ayuda a apreciarlos bien: como los vestidos, sus pliegues y sus tonalidades. Pero también los detalles sutiles del engaño sensual: unas viandas que no hacen sospechar todavía a Lot de lo que pasa. Sin embargo, el primero de los cuadros, la imagen extraordinaria del pintor Orazio Gentileschi (1563-1639), compendia aquí todo lo que el Barroco, su belleza, insinuación, erotismo o misterio, fuese capaz de transmitir en una auténtica obra barroca de Arte naturalista. Porque aquí el pintor debe mostrar ahora la leyenda engorrosa: el incesto llevado a cabo por dos hijas a un padre. Sin embargo, el pintor solo debe insinuar algo de erotismo con alguna forma ahora de belleza. Pero, además la obra debe escenografiar un momento temporal, uno de todos los posibles momentos artísticos a representar: antes, durante o el después de haberse llevado a cabo la decisión de ellas. Si fuera antes es el caso de Lippi; si fuera durante es el caso de Furini. Pero, ahora, en Orazio Gentileschi, sin embargo, debe ser después... Pero, ¿cómo representar el momento después...? Es decir, ¿cómo hacerlo para que además encierre ahora un sentido de justificación o de esperanza? Porque es ahora justificar la acción erótica con un atisbo de esperanza. Y este es el misterio que esta obra nos muestra aquí con su genial composición barroca. Porque el pintor idearía una forma de justificación, filosófica casi, ya que una de las hijas señala a su hermana, cuando el padre está dormido, el lugar ahora de provisión, de esperanza, aquel horizonte maravilloso hacia donde ellas pronto se dirigirán. Una metáfora... Porque ese paraje que no aparece en el cuadro está ahora aquí lleno de esperanza tan solo para ellas y su futuro. No lo veremos ahí, no veremos nada de eso que ellas ahora están mirando. Como tampoco vimos el incesto... Sólo vemos ahora el insinuante vestido caído de una de ellas que nos hace pensar así en lo sucedido. El resto quedará en el misterio. Como ese extraordinario gesto de querer dirigir ellas aquí sus miradas hacia un lugar ajeno e invisible. Un gesto que ahora contagia incluso al espectador para querer mirar, con ellas, también a ese paraíso... A querer saber qué lugar es ese, que es lo que significa eso que ahora ellas señalan inquietas. Y con este sutil recurso misterioso supo el pintor distraer la atención al espectador de la verdadera motivación o intención sensual tan rechazable que promoviera eso...

(Óleo de Orazio Gentileschi, Lot y sus hijas, 1623, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro Lot y sus hijas, 1655, del pintor Lorenzo Lippi, Galería de los Uffizi, Florencia; Óleo de Francesco Furini, Lot y sus hijas, 1634, Museo del Prado, Madrid.)

8 de enero de 2015

La nueva mitología del siglo XXI, donde los nuevos héroes caídos ahora deben ser modelos de virtud.



Los héroes de la antigüedad griega siempre fueron grandes héroes. Todos ellos. La fuerza de su coraje, su insobornable talante ante la adversidad o su furia ante la muerte; pero, también su agnegación, su valentía, su firme decisión ante las cosas veleidosas dirigidas por los dioses. Unos héroes eran elegidos por los dioses y su divina descendencia y otros mostraron ser solo hombres, seres humanos que lucharon virtuosos por defender aquello en lo que creían. Y así los grandes poemas homéricos glosaron la vida de casi todos ellos, tanto la de los míticos héroes como la de los menos míticos hombres. En uno de esos famosos poemas legendarios, en la Ilíada, se cuenta la gesta enfrentada a muerte de dos de aquellos héroes. La historia legendaria y su eterna fama vanagloriada dejarían, sin embargo, solo a uno de ellos como al héroe más excelso, valeroso o mejor modelo guerrero de la historia. Así pasaría a la historia Aquiles, el más querido por los dioses, el más adorado por la leyenda o el más recordado y renombrado de los grandes personajes heroicos y míticos de Grecia.

Y entonces Héctor, el otro héroe, el más humano, el que se enfrenta con Aquiles en Troya, pasaría a la leyenda y a la historia sólo como un valeroso troyano más, solo como un hombre que defendería con honor a su patria y su familia, pero sin gloria alguna de leyenda. Y, ¿por qué fue así? Porque moriría ante Aquiles y soportaría el agravio desolado de lo vencido, resistiría sin brillo el oprobio histórico más insulso ante el glorioso y gran vencedor mítico griego. Es decir, por estar ahora Héctor un peldaño inferior ante el alarde famoso de su invicto adversario mitológico. En el Arte se han representado gloriosamente aquella gesta mítica y a sus héroes. Aquiles fue esculpido siempre por los griegos helenísticos, fue pintado luego por los creadores renacentistas o el barroco Rubens, y, algo más tarde, retratado orgulloso por los artistas románticos decimonónicos. En todas las obras rememorando al gran héroe mítico que fuera Aquiles: o en su formación adolescente ante el centauro Quirón, o ante el cadáver de Patroclo en Troya, o disfrazado de mujer cuando su madre, la diosa Tetis, tramara ese ardid para evitarle ir a la guerra -esta es una versión muy posterior a Homero- troyana. A Héctor tan sólo el Romanticismo francés se decidiría a homenajearlo con el Arte.

De todas las posibles obras maestras de la historia solo una dedica a Héctor la mejor de sus obras sobre Troya. Cuando el extraordinario pintor francés Jacques-Louis David quiso glosar una escena legendaria de Troya, compuso en el año 1783 su lienzo Lamento de Andrómaca ante el cuerpo de Héctor. El genial pintor francés, aunque neoclásico de formación, no pudo evitar elogiarlo con el sesgo romántico que pronto abrazaría el orbe del Arte. Así que el creador francés muestra el cadáver de Héctor postrado heroicamente ante su esposa Andrómaca y su hijo Escamandro. Es decir, glosaría David la figura de Héctor como mejor creía  el pintor que podría y debía hacerlo con un gran héroe mitológico. Como se glosan a los mejores seres caídos ante el valor de su más virtuosa elección. Porque esto es lo que diferencia a Héctor de Aquiles. Los motivos. Es decir, en el caso de Héctor fue la elección honesta de un ser libre ante la cruel fatalidad del destino. Porque hay que pensar que Aquiles fue el ser más invencible entonces: a diferencia de Héctor era un semidiós. Su madre, la divina Tetis, era una pequeña deidad del mar con algunos poderes añadidos. Ella cubriría el cuerpo del pequeño Aquiles bajo las aguas mágicas de su potestad divina. Menos el talón...  De ese modo nunca fue vencido en las luchas que librara en Grecia, siempre arrojado, siempre belicoso, siempre valeroso ante el enemigo. Por eso fue buscado cuando los griegos se empeñaron en ir a Troya. Sin él, no hubieran conseguido vencer. La historia legendaria encierra misterios curiosos, ¿por qué hubo de caer Troya?, ¿por qué se glosaría tanto su caída?, y ¿por qué algunos héroes fueron llevados a la gloria más insigne, especialmente Aquiles, frente al más humano y menos recordado Héctor? Sin embargo, la grandeza del troyano, la mayor virtud de Héctor fue su decisión de morir antes que perder su libertad.

Porque Héctor pudo huir al comprender que debía enfrentarse solo ante el más invicto y temible Aquiles. O pudo abandonar con su familia Troya; o pudo aconsejar a los troyanos que no se enfrentaran a los griegos. Negociar incluso, tratar de conseguir al menos la vida, aunque perdiera con ello su propia libertad o su honra. O también perderla al no elegir ser libre ante la amenaza cruel, fulminante y despiadada de Aquiles. Héctor fue el verdadero héroe de la Iliada. Sin embargo, la historia lo relegaría a una figura muy secundaria. Porque entonces, en los años siguientes a aquella mitología utilitaria, lo más importante o relevante de la vida no era elegir los valores ante una muerte inevitable; no, lo más importante entonces era vencer, despiadada o temerariamente, incluso con las mayores crueldades inhumanas ante al adversario. Aunque estas crueldades fueran tan viles, pero con ellas se pudiera ahora obtener el triunfo ante la guerra, la osadía ante los otros o ante una contienda personal. Eso era todo lo que representaba Aquiles, y así se glosaría en las formas estéticas en que su memoria fuera recordada. Pero, a cambio, Héctor solo pasaría a ser un defensor valiente, un personaje honesto y resignado ante la supremacía del invicto héroe más elogiado. Luego el Romanticismo recuperaría la figura del héroe troyano Héctor, y, últimamente, es quizá más elogiado por sus valores más éticos ante la vida real, no tanto ante la legendaria... Pasaría a ser un gran héroe, un gran defensor de los ideales o de las libertades humanas. Porque él luchó y murió por esos valores y esa libertad en las que creía. Aquiles luchó tan sólo por su gloria.

Ayer cayeron en Francia unos hombres por lo mismo... Uno de ellos, Stéphane Charbonnier, defendió siempre morir antes que no poder vivir en libertad. Lo mismo que aquel héroe legendario troyano hiciera siglos antes. Representan lo mismo. Hoy, en este nuevo siglo lleno de promesas, la vida ha trastocado totalmente la leyenda. La mitología en este siglo debería estar glosada por los nombres de los hombres que han caído por lo mismo. Ellos son ahora los nuevos héroes. Ellos deberían ser reconocidos como héroes del nuevo siglo... Porque recuperan con su gesto entregado un principio por el que ya moriría mucho antes un hombre legendario. Por la libertad. Con ello elogiaremos la figura inequívoca de los héroes de ahora, los que se enfrentarán siempre a lo despiadado, a lo sangriento, a lo fanático, aun a pesar de sacrificar con ello lo más valioso que tengan: su propia vida humana. Según contaba el antiguo escritor griego Pausanias (siglo II d.C.), la ciudad griega de Tebas mandaría una vez una delegación a Troya para recuperar los restos de Héctor y depositarlos luego en una tumba erigida cerca a la fuente Edipodia -donde Edipo se purificó de sus erráticos crímenes-. Al parecer los tebanos habían recibido una profecía de un oráculo que les decía algo así: Tebanos que vivís en la ciudad de Cadmo, si queréis vivir en vuestra patria con gran felicidad traed a ella los restos de Héctor priámida desde Asia, y honrad así al mayor de los héroes que haya posado nunca sus pies sobre la tierra.

(Óleo del pintor neoclásico francés Jacques-Louis David, Lamento de Andrómaca ante el cuerpo de Héctor, 1783, Museo del Louvre, París; Obra barroca de Rubens, siglo XVII, Aquiles derribando a Héctor; Cuadro del pintor norteamericano Benjamin West, Tetis consuela a Aquiles llevándole su armadura, 1806, New Britain Museum of American Art, Connecticut, EE.UU.)

5 de enero de 2015

Todas eran ella o cuando la impresión nos hace rememorar la ausencia del cuadro.



Un veinticinco de febrero del año 1872 nacía en Portsmouth, Inglaterra, la joven modelo de arte Rose Amy Pettigrew. Sus padres eran unos humildes trabajadores de esa época difícil de finales del siglo XIX tan industrializado. Habían tenido trece hijos, pero Rose y sus hermanas Hetty y Lily destacarían por su belleza y dedicarían su juventud a ser modelos de pintores, algo muy bien pagado en el Londres finisecular. Muy pronto se marcharían Rose Amy y sus hermanas a Londres para trabajar modelando. En el año 1884, con solo doce años de edad, comienza Rose a posar para destacados artistas como el pintor prerrafaelita John Everett Millais. Pero en el año 1891 acabaría siendo la modelo artística más famosa de un impresionista británico muy peculiar. Un pintor que, a pesar de haber sido educado en el París más impresionista, terminaría creando su propio estilo pictórico particular. Conseguiría demostrar el pintor Philip Wilson Steer que el Arte es algo más que una tendencia conocida o estereotipada, es, sobre todo, una emoción particular llena de inspiraciones sorprendentes para todo aquel que alcance a descubrirlas.

Pero lo que consiguió este pintor una vez sería llevar su Arte a la más completa y universal sensación de impresión eternizada más anónima del personaje. Para nada necesitaría entonces de la extraordinaria belleza de la joven Pettigrew, para nada de sus facciones hermosas que habían llevado a ella y sus hermanas a modelar en el Londres más despiadado de aquel tiempo. En la obra Joven con vestido azul apreciamos a una mujer sentada ahora con una pose permanente... Una pose que reflejaba así todas las posibles poses de todas las posibles modelos imaginadas por un observador inspirado. Porque no es ahora ella nadie en concreto y serán así todas las posibles... En este sublime cuadro impresionista el creador buscaría entonces el momento artístico más permanente que su tendencia le propiciara componer. Porque es ese preciso instante ahora donde estamos percibiendo todos los rostros, todos los momentos o todas las posibles facciones de todas las posibles historias sentimentales habidas o por haber en el mundo...

Por eso mismo buscaría el pintor entonces crear una escena desnuda de identidad, sin los rasgos personales que delimitan la vida, la identidad o la persona concreta. El Impresionismo vino extraordinariamente bien para ayudar al pintor en eso. Es uno de los sentidos estéticos ahora, el paradigma emotivo más general representable, el que el pintor mejor conseguiría entender de su indefinida tendencia impresionista. Como en la poesía, asociaremos las emociones inspiradas de un verso a los rostros particulares recordados por nosotros. ¿Quién fue realmente aquella joven de azul? Sabemos que fue Rose Pettigrew, una modelo inglesa de Portsmouth nacida en el año 1872, pero, ¿es ella en verdad la que estamos viendo nosotros ahora? No. Son todas y ninguna. Todas las que alguna vez inclinaron así su rostro o lo fuera cubierto por un cabello poderoso o por un sombrero rutilante o por una perspectiva diferente. En otra creación suya del año 1888, El puente, el pintor Wilson Steer iría mucho más lejos. Aquí no necesitaría, posiblemente, de modelo alguna para hacerlo. Porque no es posible aquí ya más que imaginar las inmensas mujeres que puedan ser ella ahora, esa misma que está ahora aquí mirando el fondo descubierto y profundo del cuadro.

Y es que el Impresionismo fue una oportunidad maravillosa para glosar lo imaginado existente, es decir, no ya solo lo imaginado, como harían luego el simbolismo o el surrealismo, no, sino una imaginación de algo que sí existe, que ha existido o que puede existir en la memoria de todos y cada uno de nosotros. Que tiene una vida tan real como parece tener ahora detrás de esos colores o trazos -artificios pictóricos que lo ocultan- la figura ideada por nosotros, esos que ahora miramos, nostálgicos, el cuadro. Este es el regalo que nos hizo el Impresionismo y que creadores como Philip Wilson Steer (1860-1942) supieron llevar al lienzo en algunas de sus obras. Las miramos ahora y la personalidad que reflejan sin verse son para nosotros la única posible... Nosotros, los verdaderos creadores de la identidad de ese invisible rostro. No nos son ajenas y no tenemos siquiera que saber la historia detrás del cuadro. Nada de eso es necesario en el Impresionismo, cosas que sí pueden serlo en otras tendencias para llevar alguna Belleza realmente a la imagen representada en el cuadro. Pero, aquí no. Aquí no es preciso ni deseado eso para llegar a apreciar la belleza rememorada en el cuadro. Ésta sólo la veremos nosotros, sólo nosotros, ni el autor, ni la modelo, ni siquiera la propia obra satisfecha. Porque la vemos ahora con nuestra nostalgia fingida o con nuestro recuerdo ideado o con nuestra vívida imagen más deseada y sentida. Todas ellas atrapadas entonces entre la impresión rememorada de antes y la ausencia buscada en el cuadro.

(Óleo del pintor impresionista Philip Wilson Steer, Joven con vestido azul, 1891, Tate Gallery, Londres; Autorretrato de Philip Wilson Steer; Lienzo de Wilson Steer, La playa de Walberswick, 1889, Tate Gallery; Óleo de Wilson Steer, El puente, 1888, Tate Gallery; Retrato de Rose Pettigrew, 1892, Philip Wilson Steer; Retrato de Philip Wilson Steer, 1890, del pintor impresionista británico de origen alemán Walter Richard Sickert, National Gallery, Londres, el cual retratará a su colega pintor delante de un cuadro donde se vislumbrará difícilmente el retrato y la identidad de una mujer pintada.)

1 de enero de 2015

El desgarrado expresionismo frente al sosegado clamor de lo sublime.



Todos habían nacido en el siglo anterior, pero todos vivieron y crearon en los inicios del siglo XX. Establecieron todo lo que el despiadado, esquizofrénico y maravilloso siglo XX supuso en el Arte. Tanto con sus vidas como con sus artes. Fueron herederos de aquel Romanticismo que había surgido un siglo antes de que nacieran, pero que, a principios del siglo XX, no podía llamarse así ya lo que ellos hacían ahora. Fue entonces llamado Modernismo. Era lo más moderno que se hiciera y ellos querían ser los más modernos. Pero lo que hacían no era otra cosa que aquello que habían hecho antes Turner, Delacroix, Byron o Chopin. Algunos nacieron en uno de los lugares más complejos socialmente para nacer en aquella Europa. El continente europeo había vivido la revolución francesa y el liberalismo post-napoleónico, dos cosas que habían cambiado por completo el occidente de Europa. Pero la parte más oriental del continente -el este de Europa- no se dejaría influir aún mucho por esos cambios radicales. Todavía quedarían vestigios del antiguo régimen en esa parte de Europa, ideologías que sobrevivieron a las revoluciones burguesas del siglo XIX. Y el Imperio Austro-Húngaro fue uno de ellos, el más importante vestigio de eso por entonces. Políticamente fue muy rígido, socialmente fue medio abierto y culturalmente fue muy innovador. Una mezcla imposible de prosperar sin desestabilizar a mente alguna. Y en este caldero tan propicio y contradictorio nacieron algunas de las figuras que más cambiaron el siglo XX en Europa.

Una de ellas nació en el difícil entorno de la Viena suburbial de entonces con grandes diferencias sociales y económicas. Emil Schindler (1842-1892) debía haber tomado la carrera militar, una salida económica para familias pequeño burguesas que deseaban prosperar en un mundo jerarquizado y elitista. Sin embargo, él quiso pintar. Debía hacerlo bien. En aquellos años pintar bien era motivo para triunfar en sociedad; otra cosa era triunfar en el Arte, algo que precisaba más que sólo pintar bien. Sólo a partir de los cuarenta años pudo Emil Schindler vivir gracias al Arte. Su correcto impresionismo gustaba a las clases adineradas de Viena, y la monarquía austrohúngara le contrataría en el año 1887 para retratar parte de su vasto, diverso y complejo imperio. Pero, antes de eso nacería su hija Alma, una de las mujeres que más influirían en la vida y la cultura de comienzos del siglo XX. Su padre, curiosamente, no la motivaría hacia la pintura. Emil Schindler trató de que su hija Alma se aficionase a la literatura o a la música. Tal vez vio que la pintura no era, exactamente, lo mejor que a ella se le diese. O, tal vez, comprendió que la pintura por entonces, finales del siglo XIX, dejaría de ser aquel Arte extraordinario para sufrir ahora, como lo hizo, uno de los cambios más radicales que pudiera padecer. Pero, sin embargo, no fue así con la música o con la literatura, artes con los que no se percibían tanto o tan pronto los cambios de la vida, de los gustos o de las tendencias de la sociedad. Y es así porque la pintura es el medio más expresivo y evidente de los cambios sociales y culturales de una civilización, algo que no siempre será condicionado tanto o tan pronto por los gustos o deseos más tradicionales. Y tanto atendería Alma a su padre que se convirtió en compositora y acabaría casándose con uno de los mayores genios musicales de entonces, el gran compositor Gustav Mahler (1860-1911), alguien que revolucionaría por completo la música clásica y los gustos musicales del siglo XX.

Pero, es difícil que personalidades grandes oculten a otras que quieran serlo también. Para Alma Mahler (1879-1964) la música había sido su pasión frustrada. Alguien le dijo una vez: o se dedicaba a la composición de modo decidido o se dedicaba a la vida social. En todo caso, que mejor hiciera esto último para triunfar... Gustav Mahler no pudo seguir seduciendo a Alma tanto como lo había hecho con su sublime y maravillosa música. Apasionada y frustrada a la vez, Alma se envolvería en una adúltera pasajera relación en el año 1910 con el arquitecto alemán Gropius -creador de la escuela Bauhaus años después en Alemania-. Gustav Mahler fallece muy pronto en el año 1911 y ella entonces trata de terminar las sinfonías inacabadas de su esposo. En aquella Viena grandiosa, Alma se convertiría en una deseada viuda, hermosa, joven y de talento, alguien que ambicionaba conciliar dos cosas muy difíciles de conciliar en este mundo: la pasión y el éxito. Un año después de la muerte de Mahler, Alma contrataría para un retrato suyo a uno de los nuevos pintores de aquel Modernismo vienés de principios del siglo XX, Oskar Kokoschka (1886-1980). Ella entonces le tocaría al piano alguna balada romántica de Wagner..., y comenzaron así una atormentada relación. Años después, Alma escribiría: Un día Oskar se levantó contrariado, tomó las fotografías de Mahler y las besaría una por una, fue como una magia blanca para tratar de sosegar los oscuros impulsos celosos de su interior.

Estaba claro que el pintor no pudo soportar la feroz rivalidad -no sólo artística sino emocional- del genio muerto años antes. Kokoschka entraría entonces en una pasión enfermiza por el desdén insoportable de su esposa. Este desprecio amoroso se enfrentaba al absorbente y opresivo, casi expresionista, fuerte deseo de él. Oskar Kokoschka solo pudo calmarse con su obra tan expresiva, emotiva y apasionadamente obsesiva. Como ejemplo de aquella inútil pasión crea su obra de Arte La novia del viento en el año 1913, donde representa, de modo muy expresionista, a ellos dos simbólicamente unidos como unos amantes contradictorios, ella dormida y él despierto. Alma Mahler volvería a dejar de lado la pintura, asustada ahora por la enfermiza forma expresiva de representar su amante sus vidas y su pasión. No pudo dominar aquella pasión tan fuerte, acostumbrada como estaba a tratar con hombres más débiles, sensibles o necesitados. Alma volvería de nuevo con Walter Gropius (1883-1969), con quien se casaría, desesperada, en el año 1915. Pero nunca funcionaría la relación, divorciándose del arquitecto alemán en 1920. Antes de esto, sin embargo, había llegado a sucumbir en los brazos de otra tendencia cultural que su padre también le aleccionara de niña: la literatura. Con el poeta y novelista austríaco Franz Werfel (1890-1945) comenzaría Alma un flirteo cultural que acabaría en matrimonio en el año 1929. Werfel, a diferencia de Gropius, disponía de una convencida pasión por la música, a pesar de ser judío y menos atractivo. Acabaría así Werfel por convencer a Alma, sobre todo a causa del desesperado temor de ella por el paso del tiempo y de la belleza. Sin embargo, a Franz Werfel no le importaba nada todo eso, para él ella seguía siendo todavía aquella extraordinaria mujer, tan esplendorosa y fascinante.

Muy pronto llegaría con los años el gran exorcismo sociológico del siglo XX: la cruel Segunda guerra mundial y sus desastres sociales y humanitarios. Pocos años antes de eso, la Viena liberal y democrática caería bajo la influencia del nazismo. Tuvieron entonces Alma y Franz que marcharse a Francia en el año 1938. Pero, en el año 1940, el país galo también acabaría ocupado por tropas alemanas. Así que decidieron refugiarse en el sur de Francia, lejos del fragor belicista y opresivo del norte. En una pequeña población de los Pirineos franceses fueron acogidos, muy amablemente, por las monjas católicas de un santuario milagroso, Lourdes. Entonces la curiosidad y el agradecimiento del poeta llegaron a provocar en su mente judía una promesa melancólica: si saliesen vivos de Francia llevaría a cabo una gran obra literaria para dar a conocer a todo el mundo la historia de aquel desconocido santuario. Así concebiría Franz Werfel su famosa novela La canción de Bernadette, publicada en el año 1941, cuando llegasen a Nueva York, después de pasar por España y Portugal, camino ahora de su propia salvación y la de Alma.

(Óleo expresionista de Oskar Kokoschka, La novia del viento, 1913, Basilea, Suiza; Óleo impresionista del padre de Alma, Emil Schindler, La canción de la Tierra, 1890; Retrato fotográfico del compositor Gustav Mahler, 1900; Retrato fotográfico de Alma Mahler, 1902; Fotografía del arquitecto alemán Walter Gropius, 1922; Autorretrato, del pintor Oskar Kokoschka, 1919, Leopold Museum, Viena, Austria; Obra expresionista de Oskar Kokoschka, Amantes con un gato, 1917, donde el pintor compuso a Alma y a él como una alegoría de lo imposible; Imagen fotográfica del pintor Kokoschka ante su obra, 1943; Fotografía del pintor Oskar Kokoschka con su esposa Olda Palkovská en Londres en 1939; Cuadro expresionista de Oskar Kokoschka, Londres y el Támesis, 1959, Tate Gallery, Fundación Oskar Kokoschka; Imagen fotográfica de Alma Mahler y Franz Werfel, 1941, Nueva York; Imágenes fotográficas de Alma Mahler Werfel en Nueva York, 1960.)

27 de diciembre de 2014

El Barroco, una pasión brusca y realista entre dos maneras sofisticadas y sutiles de hacer Arte.



¿Cómo se pudo en tan poco tiempo cambiar tanto la forma de representar las cosas en un lienzo? Es el tiempo que media, por ejemplo, entre dos obras de dos pintores italianos: uno manierista, Giovanni Battista Crespi (1573-1632), y otro barroco Orazio Gentileschi (1563-1639). Los dos pintores además de la misma generación y del mismo lugar incluso de Europa. ¿Fue solo el devenir artístico? Desde luego que no. La Reforma protestante había hecho mucho daño al Catolicismo en Europa durante la primera mitad del siglo XVI. Roma entonces tuvo que reaccionar. Y tras el concilio de Trento (1545-1563) idearon algo muy inteligente y poderoso. Algo que llegaría a ser el germen de lo que mucho tiempo después, en el siglo XX, viniera a ser utilizado por los que quisieran influir en la opinión de los demás: la publicidad más eficaz, la iconográfica. La Contrarreforma católica establecería entonces que toda Pintura debía acercarse más a los creyentes, especialmente al pueblo llano, y del modo ahora más claro y hermoso que éstos pudieran entender: con mensajes comprensibles y personajes creíbles, con historias donde las escenas bellas formaran parte de la vida más normal. 

El Barroco tardaría en llegar un tiempo -al final del Manierismo-, pero pudo hacerlo luego libre y rápido porque fue recibido con los brazos abiertos. Nunca pudieron imaginar entonces los poderosos -cardenales, obispos o el papa- que pudiera llegar a ser tan bello algo que, poco tiempo antes, parecía imposible de pensar siquiera que pudiera serlo tanto. Y este es el caso de dos creaciones artísticas sobre la misma temática narrativa: la huida a Egipto de la sagrada familia. La leyenda evangélica nos cuenta cómo María y José viajan con el pequeño Jesús a Egipto para evitar las matanzas indiscriminadas de las hordas de Herodes. En la pintura de Crespi (realizada en el año 1600) podemos admirar ahora una obra maestra del Arte de finales del Manierismo. Hay que fijarse bien en la composición tan sutil de la escena de los tres personajes: ellos están entrelazados formando además una espiral con el grueso tronco inclinado del árbol. Todo encaja en el lienzo estrechamente: los ángeles traviesos, la mula despistada y hasta el pie derecho de la Virgen situado ahora entre dos rocas del agua. Los colores encendidos de la obra son, tal vez, lo único que acerca más, de tan bellos, a aquel mensaje conciliar de la Contrarreforma. Fue la obra de Crespi un homenaje a ese gran Renacimiento languideciente por entonces, con un estilo tan semejante al de Leonardo da Vinci y sus parecidos lienzos sagrados.

Veintiseis años después, el toscano pintor Orazio Gentileschi crearía su obra El descanso de la huida a Egipto, pero, ahora, sin embargo, ¡con una escena diametralmente distinta! Porque en esta obra barroca no hay ninguna exquisita sofisticación manierista en la forma de componer una representación alegórica: ni en las figuras ni en los gestos ni en las actitudes. En nada. ¿Son los mismos personajes sagrados de antes los que están representados aquí? No, ¡no puede ser! ¿Cómo va a ser ese el entregado y correcto san José de antes? ¿Cómo puede ser ahora ese pequeño bebé el sagrado y altivo niño de Crespi? ¿Cómo puede ser la mujer en Gentileschi de vestimenta tan tosca aquella otra fragante, sutil y elegante María del lienzo manierista? Imposible. Pero, sí, así es. Representarán lo mismo: la Sagrada Familia en un descanso de su huida a Egipto. Pero, claro, esto de ahora es el Barroco. Aquí ya no hay sofisticación estética alguna que valga, aquí aquel mensaje contrarreformista está muy claro. Son personajes como nosotros, personas normales que se han parado a descansar y ella hasta amamanta a su hijo burdamente. Y él descansará incluso tan vulgarmente. Es este el sentido extraordinario del motivo artístico de la escuela naturalista del Barroco, la caravaggista. Y la Iglesia de entonces lo vio magnífico además. Hay que reconocer en esto a la Iglesia Católica una de las más atrevidas y avispadas formas de teología de toda la historia. Ninguna otra religión del mundo retrataría a su dios ni a su familia así de natural, banal o vulgarmente.

En el año 1610 el pintor Bartolomeo Manfredi, otro caravaggista (seguidor del importante creador naturalista italiano Caravaggio), compuso su lienzo Alegoría de las cuatro estaciones. Qué alarde más grandioso para describir no el paso de las estaciones, que es la excusa aquí, sino el paso de las edades existenciales del ser humano. El Barroco además era una tendencia muy atrevida sutilmente. Sutilmente, pero muy atrevida. Aquí se pintaría por primera vez un beso erótico, claramente expresado, entre dos amantes retratados. Y no hay una razón sentimental, ni sensual, ni sexual siquiera para ello, tan sólo una metafórica. Pero era una razón y entonces nadie pudo discutirla. Ellos -los seres masculinos- son ahora la estación otoñal e invernal; y ellas -los seres femeninos- la primaveral y estival. El otoño es una estación equinoccial, es decir, está el Sol lo más cerca posible en su trayectoria a la Tierra, al igual que sucede en la primavera, y por eso se besan ambos aquí. El verano está representado por una mujer joven y adulta, la primavera por una joven adolescente, el otoño por un adulto y el invierno por un hombre anciano. Es la mujer joven y adulta el único personaje que mira al espectador, es ella la única persona que se identifica ahora con el observador -con nosotros mismos-: quizá porque todavía ella puede aún vivir un poco más de lo vivido... El invierno está arropado con su capa abrigadora y cálida, tal vez porque el frío es lo único que ahora le importa atender en su vida.

Pero después del Barroco llegaría una tendencia artística que nunca pudo ensombrecerlo. Nunca. En la historia del Arte pictórico es un periodo artístico banal casi. Nada destacaría especialmente en esa otra tendencia. Los pintores o se repetían o modificaban cosas con lo único que, creían ellos, se podría progresar en el Arte: con los colores y las fantasías galantes, ahora éstos desperdigados por igual entre sus lienzos desenfadados o frívolos. Pocos artistas de esa tendencia -el Rococó- brillaron en el orbe artístico del siglo XVIII. Pero alguno hubo, como el gran pintor francés Watteau (1684-1721), el pintor de las bellas escenas galantes y desenfadadas. La sociedad había cambiado mucho a principios del siglo XVIII. Ya no era tan brutal como lo era antes, ya no era tampoco claramente sensual. Francia y su corte establecieron los principios -hipócritas, por supuesto- de lo que debía ser la moral de las costumbres. Se acabaron los alardes sensuales, se acabaron los deseos atormentados, se acabaron todos los deseos. Ahora se disfrutaba de la escena natural solo por el hecho de estar representada en la Naturaleza, no porque lo fuera especialmente. Además aquélla, la escena natural representada, se modificaba y se recreaba artificialmente con cosas añadidas por los hombres (obras escultóricas, decoraciones, etc...) Es entonces cuando los genios, que a pesar de las tendencias y sus limitaciones seguirán existiendo, harán otras cosas para seguir sorprendiendo a los espectadores con otro Arte. En su obra rococó Fiesta veneciana el pintor Antoine Watteau crearía una escena galante, natural y sofisticada, todo en ella fue maravillosamente elegido en el lienzo: el traje de tafetán, las flores embellecidas, los músicos elegantes... Todo con los elementos artísticos propios del Rococó inicial. Pero, sin embargo, el hábil pintor dieciochesco incluiría además otra cosa para hacer de su obra una ferviente y sensual escena veneciana. ¿Cómo podía crear él una escena así, tan veneciana, sin añadir el alarde sensual de una figura tan voluptuosa? Imposible para un veneciano. Y un Arte vino a salvar a otro... El pintor veneciano compuso en su lienzo rococó entonces la figura más sensual que de una mujer pudiera, pero, eso sí, ahora ella solo como una piedra más esculpida de una fuente, dibujada lo más lejos de la escena.

(Óleo del pintor Giovanni Battista Crespi, Descanso de la huida a Egipto, 1600, Museo del Prado; Cuadro barroco del pintor Bartolomeo Manfredi, Alegoría de las cuatro estaciones, 1610, Instituto de Arte de Dayton, EEUU; Lienzo Descanso de la huida a Egipto, 1626, Orazio Gentileschi, Museo de Bellas Artes de Viena, Austria; Óleo del pintor Antoine Watteau, Fiesta Veneciana, 1717, Galería Nacional de Escocia, Reino Unido; Detalle del lienzo de Watteau, Fiesta Veneciana, 1717, Galería Nacional de Escocia.)

22 de diciembre de 2014

Los destinos en la vida y el Arte o cómo el mundo dividirá el sentido de la vida.



Cuando le fuese en el año 1550 solicitada una obra a Tiziano por el Príncipe de Asturias -el joven heredero Felipe de Habsburgo, luego rey Felipe II-, resultaría que la habría comenzado el pintor veneciano, sin embargo, casi treinta años antes. Es uno de los casos más curiosos de motivación para una creación artística. ¿Quién la mandaría a hacer realmente? ¿Fue una idea solo del pintor? ¿Influyó alguién más? Es un misterio. Porque la obra existía ya cuando Felipe II de España -entonces príncipe- la solicitara en el año 1550. Tanto misterio encierra la obra que la reseña que la describe en la web del Museo del Louvre, donde está el lienzo, indica que fue realizada para Felipe de España en el año 1551. Es posible que el pintor la terminara entonces, pero, según algunos historiadores -Panofsky por ejemplo-, la comenzaría en el año 1515 dedicando más de treinta años a terminarla, borrando cosas o añadiendo otras en su pintura. Toda una curiosidad creativa que se agrega a las peculiaridades geniales de este pintor veneciano. Pero es que la obra de Tiziano es una representación artística del misterio más iconográfico. Se titula en el Museo del Louvre Júpiter y Antíope..., pero también es conocida como la Venus del Pardo. Una sutil confusión más.

Primero porque existe el error desde el siglo XVIII de llamar Antíope a Venus y viceversa. Son personajes mitológicos distintos aunque fuesen dos mujeres bellísimas y muy desnudas casi siempre las dos. Pero empecemos por el principio, cuando el lienzo llega a Madrid en el año 1552 la obra se titulaba Venus, pero luego fue llamada La Venus del Pardo porque fue a este Real Palacio madrileño -El Pardo era una residencia palaciega y cinegética del reino español desde el año 1400- donde se llevaría para depositarla. En el año 1552 se cuelga en las paredes de El Pardo junto a muchas otras obras de Arte que se guardaban allí. La mitología distingue a Venus de Antíope claramente. Esta última fue una princesa mitológica de Tebas que Zeus -el dios enamorado- quiso poseer una vez como fuese. Para ello se transformaría el dios en un sátiro según la leyenda. Y ahí radica el error ya que los sátiros también persiguen la visión esplendorosa de Venus, la diosa mitológica de la Belleza. Y los pintores crearían lienzos de ambas bellas mujeres míticas confundiendo, a veces, las dos. Esta obra de Tiziano cuando fue archivada en las Colecciones reales españolas se terminaría llamando La Venus del Pardo.

Sin embargo, el pintor no quiso pintar solo la figura de Venus. Hay otros personajes representados que no tienen nada que ver con ella y su belleza. Otro misterio. La diosa está ahora dormida, como Venus fuese siempre representada. ¿Por qué dormida? Pues porque la Belleza es así siempre: distante, displicente, ajena, imparcial... Está también representado Eros -su hijo-, el pequeño dios alado del Amor con sus flechas determinantes a la pasión. Símbolo de que la Belleza -Venus- animará al Amor -Eros- a perseguir raudo el sentido de la vida. Está también el Sátiro, único personaje mítico que se atreve a mirar directamente a la diosa de ese descarado modo. El único que, gracias a su fuerte deseo, obviará aquí el desdén mitológico de ella. Pero el creador pinta una escena más grandiosa y complicada ahora con cazadores, pastores y otros personajes mitológicos. ¿Por qué? Tiziano fue de los primeros creadores del Renacimiento junto a Giorgione que iniciaron la representación de símbolos o mensajes misteriosos para expresar algún sentido oculto de la vida. No se limitaban a describir una leyenda mitológica conocida, irían mucho más allá. Y en esta obra Tiziano describe el mundo misterioso del hombre, de su vida en el mundo y, finalmente, para qué vivimos en él. Es decir, ¿por qué los diferentes seres humanos tienen intereses tan distintos o dispares unos de otros? 

Y entonces surge la interpretación de un historiador que nos dice que el mundo se divide en tres actitudes vitales: la vida activa, la vida sensitiva y la vida contemplativa. Es decir, en un caso, seres que dedican su existencia a la actividad dinámica, a realizar cosas o a producirlas. En otro caso seres que dedican su vida a los sentidos: a la satisfacción, lo voluptuoso o la búsqueda del placer físico. Por último, seres que primarán la contemplación sobre cualquier otra cosa. Es evidente que la vida es una unión no equilibrada de las tres actitudes humanas. Pero en cada ser humano siempre primará una de ellas sobre las otras dos. El pintor Tiziano describe todo eso con la representación de las diferentes figuras que plasma en su lienzo. Por un lado la vida sensitiva que vemos en la Venus dormida y el Sátiro que la descubre y la mira. ¿Sólo para verla? No, y por eso Eros aparece ahora decidido a lanzar su flecha. Debe enamorarse el Sátiro además. Por otro lado las figuras de unos cazadores, activos personajes con sus perros a la caza. Y luego la pareja sentada, seres ahora que observan las cosas que suceden y contemplan la vida con paciencia. Él -de espaldas- como un Dionisos griego, el dios de lo inefable, de lo misterioso y de lo oculto. Ella ahora frente a él como una meditabunda diosa de la floración o de la vida interior o metafísica.

El cuadro padecería una de las existencias más agitadas que un lienzo pudiera tener en la historia. Sufriría un dramático incendio cuando el Palacio del Pardo ardiese en marzo del año 1604. Entonces se perdieron todas las obras que allí estaban, excepto ésta. El rey español de entonces, Felipe III, asombrado, pronunciaría al saberlo: Si se salvó este cuadro lo demás no importaba... El lienzo de Tiziano se mantuvo en la Colección real de la corona española hasta que el rey Felipe IV se lo regala al rey inglés Carlos I en el año 1623. Luego, cuando este rey fue ahorcado por Cromwell en el año 1649, el cuadro lo compra el cardenal francés Mazarino y se lo lleva a su palacio en París. A su muerte, sus herederos lo obsequiarían al rey francés Luis XIV para terminar después, por fin, en el Museo del Louvre. Ha sufrido restauraciones poco apropiadas a lo largo de los siglos, algo que no ha hecho sino deteriorarlo más. Actualmente está en proceso de preparación para ser expuesto con su original esplendor en las salas del Louvre. Una maravilla del Arte renacentista donde podrá admirarse el largo deseo en el tiempo por representar parte del misterioso y diverso sentido de la vida.

Algunos pintores duplicaban en sus obras las inspiraciones que grandes creadores tuvieron antes. El pintor Manet (1832-1883) había nacido en una familia acomodada de funcionarios estatales de Francia. Como jefe de un departamento del ministerio de Justicia, el padre de Manet podía ofrecer a su familia una vida relajada. La experiencia inicial en el Arte del joven Manet fue tangencial, solo recibiría algunas lecciones de dibujo como tantos jóvenes franceses en su educación normal. Pero, a cambio, sí visitaría el Museo del Louvre junto a su amigo artista el pintor Antonin Proust. Sin embargo, para nada su destino estaría entonces dirigido al Arte. Debía dedicarse como toda su familia al Estado francés. Y el joven Manet aceptaría resignado dedicarse mejor al trabajo más aventurero de un funcionario, el de oficial naval. Para ello debía realizar el duro examen de ingreso en la Escuela Naval. En el año 1848 se presentaría sin éxito alguno. Las exigencias militares eran tales que de suspender solo podía volver a presentarse después de estar seis meses embarcado. A finales de ese año embarca como cadete en el Havre et Guadeloupe. Al regresar a París se presenta de nuevo y vuelve a fracasar. Ante ese fatídico destino el padre consiente que estudie Pintura, pero ahora bajo rígidas y estrictas condiciones académicas.

En sus años de estudio, Manet pasaba muchas horas en el Museo del Louvre copiando obras de grandes pintores venecianos, como Tintoretto o Tiziano. Así fue como crearía en el año 1857 su obra -mal titulada- Júpiter y Antíope, una versión modernizada de aquella creación manierista que realizase Tiziano siglos antes. La figura de Venus está dormida, como la retrataban todos los pintores que conocían la versión mitológica. Años antes que Tiziano el gran pintor Giorgione crea su obra Venus dormida, una Venus sin nada más que su figura ante un lejano paisaje crepuscular. En el año 1510 fallece Giorgione sin terminarla y la historia cuenta que Tiziano la finalizaría. Es una de las primeras Venus extraordinarias de toda la historia. La contemplamos en su plena y magnífica belleza, ¿puede pintarse una Venus clásica mejor? Es el Renacimiento más bello de un desnudo femenino, el más definitivo y el que más influyó en la representación de una Venus tendida.

Siglos después un pintor desconocido -tan misterioso como Tiziano- pintaría con sólo veinte años su propia Venus desnuda. Pero, en este caso, el joven pintor francés la pintaría despierta. Sin embargo, no la titularía Venus, la denomina entonces Joven desnuda sobre una piel de leopardo. El malogrado creador francés Félix Trutat (1824-1848) fallecería en un accidente de equitación solo cuatro años después de realizarla. Como Manet, también se influenciaría de los pintores venecianos y copiaría obras maestras del Louvre. Es uno de los casos en la historia del Arte de una promesa malograda antes de que su genio llegara a culminar. Pero al menos nos dejaría algunas obras, muy pocas, entre ellas este maravilloso desnudo clásico tan sugerente. Aquí vemos ahora la grandeza artística del joven creador francés. Pasaría su obra desnuda la censura de la Academia francesa gracias a su excelente calidad artística. Si no hubiese sido por su calidad estética no la hubiesen dejado exponer. El Arte salvaría por entonces la vergüenza... El autor trataría de hacer mover los ojos del espectador del arrebatador desnudo a la hermosa piel de leopardo que lo cubre. Pero, además el pintor francés quiso situar en el cuadro una cabeza de hombre entre las sombras. La efigie de un hombre mirando tal maravillosa Belleza desnuda. Es una cabeza solitaria y fantasmal de un hombre que se vislumbra, difícilmente, hacia la derecha del lienzo. Es esta creación académica el mejor sutil homenaje que pudiera hacerse -con una cabeza mirando asombrada la belleza- a aquella actitud tan humana y estética de la contemplación en el mundo.

(Obra de Edouard Manet, Júpiter y Antíope, 1857, Colección Particular, Francia; Óleo Júpiter y Antíope-La Venus del Pardo, 1551, Tiziano, Museo del Louvre; Lienzo del pintor veneciano Giorgione, Venus dormida, 1510, Galería de maestros antiguos, Dresde, Alemania; Óleo Joven desnuda sobre una piel de leopardo, 1844, del pintor francés Félix Trutat, París, Francia.)