24 de noviembre de 2014

El romántico gesto de un pintor agradecido y el descubrimiento de otro.



¿Qué peor pesadilla puede sufrir un pintor que llegar a no ver más? ¿Hay algo peor en el mundo para un creador de imágenes artísticas? Esto fue lo que le sucedió al pintor romántico sevillano Antonio María Esquivel (1806-1857). A los treinta y tres años sufrió una enfermedad cuya consecuencia fue que sus ojos no pudieran ver. Tiempo antes se había marchado muy joven a Madrid, donde ingresaría en la Academia de Arte de San Fernando. Fue uno de los promotores además del efímero Liceo Artístico y Literario de Madrid (1831-1851), una sociedad intelectual que solo duraría veinte años y donde poetas y pintores soñaban con compartir una visión romántica del mundo. Así que, al sentir el pintor que su único sentido de vivir -mirar y ver- podía ir desapareciendo, decidió regresar a su ciudad natal durante el año 1839. Sin embargo, deprimido luego por completo, hasta intentaría suicidarse arrojándose -románticamente- al poético río Guadalquivir. Fue cuando sus colegas, poetas, literatos y pintores, comprendieron que el pintor no podría vivir sin sus ojos. Juntos acordaron colaborar para contribuir al tratamiento que un médico francés ofrecía para su enfermedad ocular. Tiempo después, en el año 1846, decide pintar, una vez curado, una obra con todos los amigos poetas y pintores que habían participado en sanar sus ojos. Eran tantos que mejor los imagina el pintor reunidos y juntos en su estudio de Madrid. Los compone demostrando su gratitud además con el noble gesto de auto-retratarse en la obra: aparece el pintor deteniendo su creación para poder escuchar atento los románticos versos del poeta Zorrilla...

La gran obra, única en el género de un grupo de artistas -en este caso poetas y pintores-, recuperaba la costumbre del barroco holandés donde algunos gremios profesionales se hacían retratar con sus elementos de trabajo. Aquí el pintor lograría crear una atmósfera romántica, donde el poeta Zorrilla lee a los demás. Las palabras no se ven, las presentimos: son las mismas que quisiéramos escuchar de conocidas estrofas o de algún estribillo de nuestra memoria. El pintor debía homenajear a la Pintura también, y lo hizo con el gesto heroico reconociendo a sus amigos con un silencio artístico. Vemos algunos lienzos ubicados en paredes o en caballetes y muestra así algunas obras maestras de la historia. Un estudio imaginado pero donde los cuadros representados son obras de Arte reales, tanto suyas como de otros pintores.

El cuadro de la derecha se titula  El Martirio de San Andrés, una obra manierista realizada por el pintor Luis Tristán (1585-1624). Esta pintura fue una obra de Arte que quedaría olvidada en el silencio resguardado de un museo antillano. Existió la duda sobre su autoría, en algún momento del siglo XX se catalogaría la obra como del pintor Ribera. Sin embargo a mediados de ese siglo se afirmó que era de Luis Tristán, un pintor manierista toledano alumno de El Greco, el único seguidor que tuvo -además de su hijo- el insigne creador cretense. Este lienzo que aparece en la obra de Esquivel tiene las dimensiones que en el cuadro romántico se vislumbra: 279 cm x 173 cm, un inmenso lienzo. ¿Por qué el cuadro dejó de ser conocido de los trabajos de Tristán? La historia cuenta que la obra manierista pertenecía a uno de los amigos del pintor romántico, uno de los poetas que le ayudan en su enfermedad y que el pintor retrata agradecido en su obra -a la derecha de Zorrilla-, don José Güell y Renté. Este poeta, periodista y político español había nacido en La Habana (Cuba) en el año 1818 de padres catalanes. Fue Güell muy activo en política gracias además a su matrimonio -morganático- con la hermana del rey consorte de España, Francisco de Asís de Borbón. 

En el año 1852 dona don José Güell y su esposa Luisa Carlota el cuadro al Colegio de Belén de La Habana, una escuela que pertenecía a la Compañía de Jesús y donde la obra permaneció ajena al mundo. Con la revolución cubana del año 1959 el cuadro de Tristán fue enviado al Museo de Bellas Artes de La Habana, donde se encuentra en la actualidad. Pero nunca una obra de Arte había contribuido tanto a dar a conocer un lienzo, como lo hiciera este romántico cuadro de Esquivel del desconocido cuadro de Tristán. Tampoco nunca un agradecimiento personal había tenido tanta razón de elogiar algo, no solo la de homenajear el maridaje de la poesía y la pintura, sino el de eternizar una obra dentro de otra para reivindicarla. Luis Tristán aprendió de El Greco la forma tan peculiar de componer figuras humanas. Luego derivaría el pintor hacia el Barroco, un estilo diferente al Manierismo de su maestro. En su obra La última cena del año 1620 se observan, sin embargo, los dos estilos juntos. Por un lado el gesto manierista en los personajes, algo propio de El Greco, por otro el acabado naturalista del Barroco en algunos elementos de la escena, como la mesa, el perro, las vituallas o el blanco mantel desplegado mostrando además sus perfectas arrugas.

(Óleo romántico del pintor Antonio María Esquivel, Los poetas contemporáneos, una lectura de Zorrilla, 1846, Museo del Prado; Autorretrato, Antonio María Esquivel, 1856, Museo del Prado; Óleo Nacimiento de Venus -Venus anadiómena-, 1842, Antonio María Esquivel, Museo del Prado; Fragmento de la misma obra Nacimiento de Venus, Antonio María Esquivel, Museo del Prado; Detalle de la obra Los poetas contemporáneos, imagen representando la obra El Martirio de San Andrés de Tristán, 1846; Imagen del lienzo original El Martirio de San Andrés, ca.1624, del pintor manierista español Luis Tristán, Museo de Bellas Artes de la Habana; Cuadro La última cena, 1620, Luis Tristán, Museo del Prado; Obra María Magdalena, 1616, del pintor Luis Tristán, Museo del Prado; Retrato de anciano, 1624, de Luis Tristán, Museo del Prado, Madrid.)

18 de noviembre de 2014

El clasicismo francés transformó una tragedia clásica en una inspiración muy romántica.



Los griegos habían definido ya claramente cómo debía ser entendida la tragedia. El desenlace de esta representación dramática debía ser siempre, necesariamente, fatal. No podría ser de otro modo. ¿Cómo si no tendría sentido su significado catártico o su enseñanza moral? El héroe, el héroe que fuese, debía perecer siempre bajo la pesada carga que las cosas o los dioses habrían conspirado contra él. Así se desarrollaron las tragedias clásicas, donde se mostraban las aspiraciones que los personajes épicos atrevidos se permitían tener frente al destino. Como consecuencia, el fatídico final se producía siempre para demostrar que las decisiones de los héroes trágicos nunca se debían llevar tan lejos. Sobre todo, el retar a los dioses. Pero también para que la vida supusiera lo mismo para todos, héroes o no, postrados todos bajo la inevitable losa ciega del poderoso piélago universo. Sin embargo, el clasicismo trágico de Grecia terminaría con Eurípides, el último gran poeta trágico griego del siglo IV a.C. Esto sucedió justo antes de la muerte de Alejandro Magno (acaecida en el año 323 a.C.). Tras su muerte se pudieron representar historias y leyendas, pero nunca con el sesgo trágico tan dramático de antes. Además, el helenismo, periodo grecorromano que empieza a la muerte de Alejandro y termina con el nacimiento de Jesús, glosaría más la escultura, la poesía lírica o la pintura que cualquier otra actividad o representación artística.

Así que la tragedia reposaría el sueño más injusto hasta que Shakespeare la retomase, mucho tiempo después, con el brío moderno y más humano de la senda renacentista. Pronto llegaría el Barroco y el teatro se hizo más cómico que dramático. Tuvo que renacer el clasicismo a mediados del siglo XVIII para recuperar el drama trágico de nuevo con una Francia clasicista que había impulsado desde el siglo XVII las formas clásicas heredadas de las antiguas griegas, esas que determinaban cómo debían ser comunicadas las cosas representadas en el mundo. Pero hubo una leyenda del helenismo basada en la historia real de uno de los generales que sucedieron a Alejandro Magno en su imperio. Una leyenda que contaba la vida de uno de los más importantes sucesores de Alejandro, el general Seleuco (ca. 358 a.C.- 281 a.C.), un militar macedonio que lucharía siempre en todas las batallas que librase el gran conquistador griego. A la muerte de Alejandro sus generales se repartieron el extenso imperio conquistado, y Seleuco obtuvo entonces Babilonia como reino. Aun así, lucharon todos contra todos y Seleuco conseguiría más reinos hacia Persia y la India. Fue Seleuco, sin embargo, un gobernante moderado y prudente. En el año 300 a.C. se vuelve a casar con una joven y bella princesa macedonia, Estratónice, cuyos cuarenta años de diferencia no fueron ningún obstáculo por entonces. De su anterior esposa, Apame, una princesa sogdiana del Asia central, tuvo Seleuco a su único hijo Antíoco. En aquellos años los reinos se perdían o ganaban en batallas o en intrigas palaciegas, así que Seleuco, ocho años después de su boda con Estratónice, designaría a su hijo Antíoco corregente ya de su poderoso reino.

Pero le ofrecería en el año 292 a.C. algo más a su hijo Antíoco: su esposa Estratónice y la gobernación de uno de sus reinos. Las razones fueron estratégicas; al parecer necesitaba Seleuco la ayuda leal de su hijo para poder gobernar con tranquilidad todo su extenso reino. Sin embargo, historiadores posteriores, como Plutarco (50-120), difundieron otra historia diferente, un relato de separación provocada por una pasión sentimental más que por la guerra, un relato que tendría una causa de amor más que otra cosa. En las antiguas tragedias griegas el amor, los celos, las traiciones o los engaños eran elementos recurrentes que asolaban de sangre, dolor y muerte las leyendas clásicas. Así que esta historia helenística tendría mucho tiempo después, en pleno momento Neoclásico del siglo XVIII, un motivo justificado para componer una tradicional tragedia clásica. Y, como una representación a lo Tristán e Isolda anticipada, llevaría ahora al teatro más moderno y clásico de Francia una ópera con sus alardes musicales tan melodramáticos. Compositores franceses del momento como Etienne Méhul (1763-1817) asumieron el reto de crear un drama musical basado en la historia de Estratónice. El compositor Méhul lo llevaría a cabo en el año 1792, el momento más cumbre del Neoclasicismo francés. En un manuscrito basado en el relato de Plutarco, recrearía la leyenda de Antíoco y Estratónice con las trazas de una historia de amor imaginada y no con los históricos hechos de una excusa política. El relato contaba entonces cómo Antíoco se había enamorado secretamente de su madrastra, pero, como no podía defraudar a su padre, enfermaría tanto que Seleuco buscaría la ayuda de uno de sus mejores médicos para curarle. Erasístrato, un famoso médico griego, descubriría el sentimiento que se ocultaba detrás de los síntomas de Antíoco. Lo descubre gracias a las observaciones que hace a Estratónice cada vez que entra en la alcoba donde Antíoco reposa. Entonces observa el médico como Antíoco empeora en presencia de ella, se le altera el pulso y palpitaría excitado su pecho. Así que, decidido, delante ahora de todos, el médico griego señalaría a Estratónice como la causa de la terrible enfermedad de Antíoco.

Los pintores habían creado desde el barroco de Antonio Bellucci obras de Arte con el instante del descubrimiento de la enfermedad de Antíoco. Pero fue el Neoclasicismo el estilo que mejor llevaría la leyenda trágica a su representación más elogiosa. Dos pintores neoclásicos, David y su discípulo Ingres, compusieron sus obras Antíoco y Estratónice en los años 1774 y 1840 con la magistral forma de hacer que llevaría de relatar una historia clásica a ser representada como la más romántica de todas. Porque ahora no fue realmente una tragedia, para nada era ahora la traición, ni la ofensa, ni el engaño, ni la muerte. Al conocer por su médico la causa pasional de la enfermedad de su hijo, Seleuco le entregaría resignado su esposa para poder salvarle la vida. Pero, sin embargo, todo eso sería inventado entonces en la tragedia clasicista. Porque ni su hijo enfermaría en el palacio de su padre, ni enfermaría de amor, ni Erasístrato lo pudo atender entonces (año 292 a.C.) porque éste tendría sólo trece años (había nacido el médico en el año 305 a.C.) en ese momento. Así que, más de veinte siglos después, el fatal final de una tragedia griega se había convertido en un feliz final muy diferente, aunque del todo ficticio gracias al neoclasicismo francés y a su forma para entonces tan romántica de hacerlo.

(Óleo Antíoco y Estratónice, 1774, de Jacques Louis David, Museo de Bellas Artes de París, Francia; Cuadro barroco Antíoco y Estratónice, 1700, Antonio Bellucci, Kassel, Alemania; Lienzo Antíoco y Estratónice, 1840, Jean-Auguste Dominique Ingres,  Museo Condé, Francia.)

14 de noviembre de 2014

Un siglo después la imagen sigue vigente y sin reparos: el Arte emociona menos tiempo que la vida.



La Pintura fue la forma que el hombre tuvo de mostrar la vida, el mundo y sus crudas realidades. A veces con metáforas o mitos y otras con el reflejo de la realidad más descarnada. Pero todas con una belleza sugestiva que nos llega aunque lo que muestre no agrade tanto a nuestra conciencia. ¿Qué cosa hemos creado en la historia para tratar de calmar la indignación? No hay nada más frágil que la indignación, ya que, ¿cuánto durará?, ¿cuánto tiempo mantendremos la indignación que, se supone, debe enfrentarse a las cosas crueles o insensibles de la vida? Tan poco tiempo como la sensación que ocupa el momento de mirar a dejar de hacerlo. En el origen del hombre el mito comenzaría tratando de explicar el mundo y sus miserias. La persistencia de la maldad, la ferocidad de la maldad, la ingratitud de la maldad, la desfachatez de la maldad, empezaron cuando dejase de asombrarse alguien ante la desgracia ajena o cuando el sufrimiento humano se añadiera pronto a las cosas normales de la vida. La conciencia, eso que nos distingue de los animales, es lo único que poseemos para ser humanos. Nada más. Tanto para sentir como para comprender, tanto para permanecer como para abandonar, tanto para omitir como para determinar una acción decidida.

Y es justo ahora, en este momento en que vivimos, cuando debemos tener conciencia, ni antes ni después de la vida... La conciencia no nos sobrevivirá, puede sobrevivir, si acaso, alguna sustancia ignota y liviana, algo sin recuerdo ni memoria, o sin sentido temporal ni identitario, pero no lo vivido ni lo sufrido ni lo alcanzado a sentir cuando lo sentíamos. Porque es ahora, cuando la conciencia nos late y la notamos palpitar, cuando comprenderemos mejor que la mirada de los otros no es más que un reflejo de la nuestra. Es ahora cuando las cosas hay que girarlas de alguna forma para poder verlas mejor... Después de que los mitos calmaran la conciencia de los primeros hombres maldecidos, el ser humano se volcaría en buscar fuera del mundo un Ser imponente que justificara las cosas más terribles y sus descalabros azarosos. Así nacería la religión y la cultura que luego la sostuviera. Pero el tiempo evolucionaría como para entender que los designios trascendentes no son tales o no son infalibles. Que no son nada inevitable como para que las cosas más duras o desoladas no tengan una respuesta en la vida. Es por lo que la ciencia terminaría por calmar otra conciencia diferente.

Los creadores de Arte son testigos tangibles de esos procesos culturales. Por eso se pintaría el mito, la religión y la naturaleza. Porque eran tres cosas que los seres más comprenderían para poder entender la vida y sus miserias. Porque eran los detalles de esas cosas los que todos habrían mejor oído que visto. Pero nada de lo que se percibe cotidianamente se mantiene unido a la belleza. Sin embargo, la belleza  es siempre una garantía de permanencia, de sublime permanencia, de grandeza o analgésico espiritual que llega a todos para entender mejor el mundo y sus desdichas. Luego llegaron otros creadores y mostraron la realidad sórdida de la vida, una para la que no habría que alejarse mucho para verla, que no solo era ya oída sino vista. Pero sucedía que era ahora una realidad muy diferente a la de antes. Porque los seres habrían nacido, sufrido y desaparecido siempre por algo concreto, algo tajante, ineludible, inevitable. Las guerras siempre habían existido y, con ellas, las enfermedades, la desolación y la muerte. Pero pronto llegaría al mundo con su evolución social y tecnológica un tiempo diferente. Ahora las cosas comenzaron a cambiar como cambian los colores de una tierra lastimosa: lenta e inapreciablemente. Ya no es solo que la gente perezca como siempre, no, ahora es que el tiempo se había aliado en parte con la muerte.

No es una muerte definitiva o definida, es otra cosa, es una forma de percibir de la vida cada día algo menos algunos seres. Es ver amanecer como siempre, pero ahora sin poder mirar el sol y deslumbrarse, sin poder volver a mirarlo luego satisfecho, aunque el tiempo no dure ya para ello más que un solo instante. Porque ahora, sin embargo, todo duraba más. Ahora las cosas lacerantes de la vida no mataban, seguian como si lo hicieran pero sin hacerlo. Y, además, estaban los seres en el mismo lugar de antes, con el mismo mito, la misma religión y la misma lógica aplastante. Y, así, un nuevo modo de ver las cosas surgió ya hace más de cien años. Los pintores tuvieron entonces que esforzarse por seguir emocionando como antes. Inútilmente. Por esto no se pudo ya sino inventar ahora otra forma de expresión para el Arte. Hasta hubo que  trastocar el concepto realista de la imagen para hacer con ella otra cosa, justo lo contrario: una forma de surrealismo...  Porque las imágenes más realistas dejaron de estar solo fijadas en un lienzo para repetirse ahora, una tras de otra, aunque con sutilezas, en la nueva dinámica visual  más asombrosa del cinematógrafo. El cine llegaría para suplantar y expresar aquella misma emoción desolada de antes. Esa misma emoción sublimada ya por el mito, la religión o la ciencia desbordante. Las nuevas imágenes dinámicas eran ahora la vida misma, la emoción descubierta de la vida, en un trozo de tiempo mayor que el de antes. Así empezaron a sentirse y a crearse. Pero, nada más. Las cosas importantes de la vida no cambiaron, ni han cambiado mucho, desde entonces. Cien años después la emoción -la más desgarrada, la más indignante-, esa que subyacía elogiosa antes en el Arte, seguirá durando el mismo tiempo, muy poco, para el que la mira que para el que la siga sufriendo como antes.

(Óleo realista del pintor británico Thomas Benjamin Kennington, Sin hogar, 1890, Museo Art Gallery de Bendigo, Australia; Vídeo de la película muda Ménilmontant, 1926, Francia; Óleo de Thomas B. Kennington, Pandora, 1908, Colección Privada; Cuadro del mismo pintor Kennington, Pan diario, 1883, Walker Art Gallery, Liverpool, Inglaterra.)

12 de noviembre de 2014

Con Turner la Naturaleza no murió, con Turner la veremos de otra forma, la más creativa del mundo.



En Roma existe un antiguo edificio de la época imperial, el Panteón, cuyas piedras fueron levantadas en el año 128 d. C., justo en el mismo lugar donde antes existieron (desde el año 25 a.C.) otras parecidas, hasta que un incendio en el año 80 d. C. destruyese el originario edificio. El Panteón fue un lugar dedicado a todos los dioses de la antigua Roma. Así se mantuvo por siglos, como un recuerdo de aquella grandeza imperial. Hasta que en el siglo XVI fuese enterrado ahí un genio del Arte renacentista, el cual ya había alcanzado la gloria antes de morir. En su lápida fue grabado un epitafio laudatorio que decía: Aquí yace Rafael, por quien la naturaleza, madre de todas las cosas, temió ser vencida y morir con su muerte. El pintor Rafael Sanzio (1483-1520) fue el clásico más excelso de todos los grandes pintores de la historia. El más perfecto, el mejor, el más detallista y virtuoso. Efectivamente, la naturaleza, con él, fue absolutamente retratada y dominada, exquisita y fielmente retratada, en todas sus formas. No sólo compuso el equilibrio más conseguido, también lo más bello que de una naturaleza pudiese ser extraído para fijarlo en un lienzo. Así, el clasicismo nacería con Rafael. De hecho, los pintores que en el siglo XIX quisieron volver al medievo espiritual -lejos del perfecto mundo clásico-, terminaron llamándose prerrafaelitas, es decir, anteriores a Rafael. Después de Rafael Sanzio, todos quisieron imitarle, porque todos, además, sabían por entonces que pintar bien era, se quisiera o no, hacerlo como él lo había hecho antes.

Los siglos pasaron y ni el Barroco ni el Rococó hicieron sombra al clasicismo de Rafael. Una cosa era utilizar el claroscuro en exceso o retratar cosas que no fuesen bellas de por sí -como el realista estilo Barroco había hecho-, pero, todas las creaciones pictóricas fueron hechas siguiendo las formas que la fidelidad a la naturaleza hubiese ya consagrado en la pintura de Rafael. Todos lo respetaron. Hasta que llegó el Romanticismo. Esta tendencia había sido la más revolucionaria de todas las de la historia, transformando el sentido del Arte a unos niveles no suficientemente valorados o considerados. Un estilo que no tendría nada que ver con volver atrás, como fue el prerrafaelismo; no, con el Romanticismo fue justo lo contrario, avanzar hacia adelante con pasos tan agigantados que la historia y el hombre no fueron capaces de absorber y digerir tanto. Pero, para ese momento romántico (1775-1840), aquel clasicismo había vuelto de nuevo, coincidiendo además con el momento más álgido del sentimiento romántico. Vino de nuevo con el nostálgico nombre de Neoclasicismo, amortiguando los efectos desmesurados del desgarrador Romanticismo y evitando que el Arte moderno se hubiese adelantado cincuenta años o más.

El creador más osado con los colores y la composición, el precursor -salvando a Goya- más extraordinario de la historia del Arte por sus formas modernas, lo fue el romántico Joseph William Turner (1775-1851). Y lo fue a pesar de dedicarse solo a fijar la naturaleza  -pocos retratos humanos hizo en su vida- en un lienzo. Una naturaleza que, a diferencia de Rafael, no imitaría sino que sublimaría de una manera no antes realizada por nadie. Admiraría Turner tanto a Rafael Sanzio que visitaría Roma para reencontrarse con su espíritu y su Arte. Viaja a Italia un año antes del trescientos aniversario de la muerte del pintor clásico. Lo homenajea pintando sus recuerdos de paisajes vaticanos, lugares donde la luz amarillenta bordea ahora el perfil con los semblantes renacentistas más clásicos de entonces. Pero Turner sentiría una pulsión artística para expresar su admiración: la que combina el sueño de la naturaleza con el prodigio de pintarla de otra forma. Cuando Turner visita la Galería Borghese, uno de los museos más antiguos del mundo, se encuentra con una escultura de Antonio Cánova (1757-1822). Con este escultor volvieron las formas grecorromanas a florecer en el mundo europeo. Volvía la perfección clásica, regresaba aquella imitación de la naturaleza, en este caso de la más bella cosa representada: la figura desnuda de una hermosa mujer. El escultor recibe el encargo de Paulina Bonaparte, hermana de Napoleón. En el año 1805 Paulina estaba casada con el príncipe Camilo Borghese y quiso que la esculpieran con unos de los motivos neoclásicos más divinizados, excelsos y sublimes que de las manos de un genio escultor pudieran arrebatarse a las volutas del mármol.

Cuando Turner vio la escultura Venus invicta -inspirada en Paulina Borghese- quiso componer una obra reflejo de esa inspiración tan clásica. Y empezaría a delinearla con los trazos propios de sus colores, amarillos, blancos, marrones, ocres. Pero, había que crear la figura esplendorosa de una Venus desnuda, con un perfil perfecto, un torso idealizado y unos senos clásicamente visibles. Turner era un innovador y un romántico incorregible, para él las figuras humanas no eran lo más importante. La naturaleza con él no murió, ni nació, tan solo la transformaría, arrebatadoramente. Si los pintores son creadores, Turner fue el pintor más creativo de todos. Los pintores más grandes, como lo fuera Rafael, eran perfectos creadores de la vida conocida, con sus sutilezas, sus sombras y sus luces maravillosas, por tanto magníficos copiadores o imitadores de la naturaleza. Turner no. El excéntrico pintor romántico supo que lo que hubo de ser creado una vez conforme a la naturaleza ya lo fue hecho, ¡y perfecto! Ahora, él debía hacer otra cosa, y por eso dejaría sin acabar su obra Venus invicta. No pudo más el pintor inglés que respetar el maravilloso genio clásico de Urbino. No pudo Turner hacer entonces lo que con su luz romántica y amarillenta otros, sin ella, hicieron antes.

(Óleo Paisaje del sur, con acueducto y cascada, 1828, del pintor romántico Joseph William Turner, Tate Gallery, Londres; Óleo -inacabado- Venus invicta, 1828, Turner, Tate Gallery; Fotografía de la escultura Venus invicta, Paulina Bonaparte, 1808, del artista neoclásico italiano Antonio Cánova, Galería Borghese, Roma.)

Tráiler de la Película sobre la vida del pintor Joseph William Turner, 2014, en inglés:

5 de noviembre de 2014

La manera en que los elementos forman un conjunto armonioso, o la composición artística.



¿Por qué surgió el Arte renacentista en Florencia? ¿Qué cantidad de cosas tuvieron que darse en esa ciudad para que naciera el Arte más brillante? Para todo fenómeno histórico y cultural existe una explicación, también para este. Coincidieron más de un elemento racional y espiritual para que una armonía de seres, riqueza, intereses, emociones, creatividades y algo impreciso hicieran que el Arte naciera ahí. Un lugar céntrico en Europa entonces porque el mundo medieval pasaría por Florencia de la mano de un fluido comercio entre Asia y Europa. Un lugar vibrante por la participación de una sociedad menos feudal, más burguesa o comerciante, hizo que las ideas que fluyeran fueran recogidas libremente por lo único que puede ser representado sin demasiadas explicaciones: el Arte. Cuando los ingleses ilustrados del siglo XVIII descubrieron el viaje cultural como medio para conocer la historia clásica, visitaron Italia y su núcleo artístico principal, Florencia. Allí, años después de esos viajes -llamados el Grand Tour-, un pintor prerrafaelita quiso retratar la maravillosa ciudad renacentista en un lienzo de tamaño descomunal.

La tendencia prerrafaelita no se caracterizaba por ser muy naturalista, es decir por reflejar la naturaleza tal como es, sino por utilizar la fantasía, la imagen sesgada y medieval o el efluvio de ensoñación de ideales decadentes frente a lo material o moderno de la civilización. Aun así uno de los pintores adscritos a esa tendencia, John Brett (1831-1902), compuso en el año 1863 su obra Vista de la ciudad de Florencia con los montes Apeninos al fondo. Es una enorme obra donde los detalles y la minuciosidad determinan más que la poética o alegórica forma de plasmar imágenes en un lienzo. La obra está dividida horizontalmente entre un nuboso cielo azul y una tierra llena de edificios. Nos presenta la visión objetiva y real de la villa toscana a mediados del siglo XIX, cuando por entonces la bóveda de su hermosa catedral, diseñada por Brunelleschi, destacase orgullosa del resto de los edificios. La obra fue, sobre todo, una muestra de la ciudad más artística de la historia. Por eso fue pintada. No hay otra razón. La belleza de la obra no está en sus colores o en sus formas, estos reflejan verosímilmente una naturaleza conocida, creada o dominada por el hombre. Tampoco por una composición brillante; si acaso demasiado simple al enfrentar un paisaje apenas confundido entre montañas y lo construido por el hombre. Todo compuesto de una manera distante y panorámica, con lo que no podemos más que leer ahora -para los desconocedores de la ciudad- la leyenda de su título para poder identificar la obra y lo que representa.

Pero otro pintor prerrafaelita, Edward Poynter (1836-1919), sí que fue especialmente original y creativo con su obra. Un lienzo con dos rasgos que diferencian al pintor del resto de sus correligionarios en tendencia: lo clásico y lo académico. En el año 1880 creó su obra Una visita a Esculapio. El tema versa sobre la mitología griega, pero el pintor diseña libremente la forma de cómo  pintar la escena mitológica y la escena misma. Porque la escena representada no es clásica en el sentido de que fuese fiel a una leyenda conocida o escrita por los griegos. No está basada en ninguna leyenda sino que fue recogida por el pintor de un verso renacentista del poeta Thomas Watson (1555-1592), el cual describe el momento que la diosa Venus, herida en un pie, visita al dios de la medicina, Esculapio, para que la cure. La obra está compuesta en una estancia clásica donde las grandiosas columnas lo dominan todo. Incluso tras las hojas de unos árboles vemos el talle grueso de fustes acanalados de las columnas de un templo.

El dios Esculapio observa pensativo el pie que Venus le enseña sin mostrar dolor. Porque ella es una diosa, aunque ahí no lo parezca. Las palomas blancas volando representan ahora su divinidad. Acompañan a Venus tres ninfas desnudas como ella. El Arte clásico justificaba el desnudo gracias a las leyendas mitológicas. Pero, ¿por qué son tres mujeres además de la diosa? Porque representan las tres gracias, tres clásicas mujeres desnudas que el Arte utilizaba de una forma determinada en su iconografía. Dos de ellas miran hacia un mismo lugar -con pureza virginal-, la tercera -con impureza-  mira hacia el contrario. Esta es una forma de composición que los romanos se permitieron cambiar de los griegos. Estos últimos no distinguían nada entre ellas, eran solo tres hermosas musas iguales -de puras o de impuras- para ellos. Pero los romanos, a cambio, hicieron que una de las tres no fuera virgen ni esposa, y no tuviese ningún tipo de pureza. Esta era la amante, es decir, la vil o depravada, no la pura. En toda la historia del Arte esto se respetaría siempre, es decir, que una se pintaba mirando hacia el lado contrario de donde miraban las otras. Tanto las obras de Rubens como las de Rafael y otros pintores habían sido compuestas así siempre.

Y aquí no podía dejar de serlo también. ¿Pero cómo componerlo ahora -con originalidad diferente- para no alterar el conjunto artístico? Es decir, ¿cómo hacerlo para que algo tan importante como esa forma clásica en que se disponían las figuras de las tres gracias pudiese hacerse ahora, sin embargo, ajustada a una escena muy diferente? El autor necesitaba acompañar a las tres gracias de la diosa Venus, pero una de ellas debía mirar hacia el lado opuesto, por tanto, expresar su cuerpo la parte anatómica distinta de las otras. Dos de ellas están de frente al observador, la tercera de espaldas. Pero, ¿cómo conseguir que el equilibrio de todo, no solo de ellas sino de todo el cuadro, consiguiera mantener la armonía clásica? Pues con el maravilloso alarde original que el creador ideó: hacer mirar y dirigir el brazo de la tercera figura hacia la derecha de la obra, hacia una figura ahora distante y situada en la fuente, una mujer vestida que también señala claramente. Con este pequeño detalle -grande iconográficamente- el pintor consiguió hacer de su obra un conjunto bellamente equilibrado. Con este curioso ardid artístico no hizo el pintor prerrafaelita más que obtener la sagrada composición artística requerida, esa que los rigores clásicos y académicos exigían siempre hacer. Algo tan sutil como importante, tan necesario como representativo, tan bello como inevitable.

(Óleo Una visita a Esculapio, 1880, del pintor británico Edward John Poynter, Museo Tate Gallery, Londres; Detalle de la misma obra Una visita a Esculapio; Pintura Vista de Florencia desde el Bellosguardo o con lo Apeninos al fondo, 1863, del pintor inglés John Brett, Tate Gallery, Londres.)

30 de octubre de 2014

La creación es azarosa y, sin embargo, representa el único sentido predeterminado por el Arte.



Cuando el pintor romántico Caspar David Friedrich (1774-1840) se sintiera inspirado en su estudio de la calle An der Elbe de Dresde, le pediría entonces a su esposa Christiane Caroline Bommer (1797-1847) que abriese la ventana del estudio y se asomase ahora al exterior. ¿Qué arrebatadora cosa le surgiría al pintor para pedirle eso a su mujer? ¿Qué cosa especial sintió el pintor alemán para que, de espaldas, la pintase a ella ahora mirando un limitado paisaje conocido? Dos años antes, en 1820, se habían mudado a esta casa, justo cinco meses después de haber sido asesinado camino a Dresde un amigo del pintor, el también pintor Franz Gerhard von Kügelgen (1772-1820). El río Elba a su paso por Dresde es muy caudaloso, y aún más lo debía ser a principios del siglo XIX, lo que permitiría la navegación de barcos y veleros por su cauce. La situación de la casa del pintor justo a la orilla del río hacía de su ventana un encuadre virtual de cambio, de movilidad, de viaje azaroso, de desplazamiento o de huida. La sensación visual de ese encuadre debía ser, por tanto, un motivo para la fugacidad de las cosas, para la simple y etérea sensación de fugacidad de la vida.

Pero entonces el creador romántico no quiso pintar claramente eso. Porque para haber hecho eso sólo tendría que haber salido él con su propia mirada -no la de su esposa- y componer el cuadro natural de un paisaje vibrante. Pero deseaba el pintor que fuese su mujer quien lo mirase, a riesgo de no pintarla bien -se pinta a alguien bien cuando es identificable-, sólo su espalda y el poco ángulo que de su visión -la de él, no la de ella- tuviese el limitado encuadre: los álamos del fondo, parte de la rivera del Elba y los extremos de los mástiles de unas embarcaciones. Pero, nada más. Esa parte del estudio del artista estaba tan vacía como el alma atormentada de un espíritu sin vida. La amplia ventana superior -compuesta por cuatro cristales entrecruzados- servía de entrada útil de luz para su estudio. Ahora un recurso místico aquí, para enlazar así un cielo trascendente con el foco delimitado de una pequeña ventana. Porque lo que ve el pintor -y nosotros- no es lo mismo que ella está viendo ahora. Nosotros solo vemos una mujer de espaldas asomada a una ventana. Si no existiera el ventanal superior aún sería más inquieta y confusa la visión de lo que vemos. Es con la ventana superior con lo que el pintor quiere ahora transmitirnos profundidad, grandeza, sentido y esperanza. Pero seguro que Friedrich no habría antes calculado todo eso. Tal vez, sólo quiso pintar a su esposa mirando así por la ventana.

Porque la visión de la escena representada es, al parecer, la conciencia del observador -la del pintor y la nuestra- y lo poco que vemos por la pequeña ventana es parte del mundo desolado, cambiante y virtual que nos ignora. La estancia es nuestro mundo interior -del pintor y nuestro-, del cual no vemos ahora más que unos pequeños frascos solitarios en un alfeizar. La esposa del pintor simboliza el deseo de querer sentir, de querer llegar a ser, de querer entender, de querer ver... La imagen del cielo límpido y celeste a través de la ventana alta de cristales -algo que ella no está mirando ahora porque no lo puede ver- nos ilumina el sentido inalcanzable -incognocible del mundo- de la visión universal de la misteriosa obra. Algo que solo desde lejos, distanciándonos, podemos apreciar siempre de las cosas. Como el encuadre limitado del paisaje que ella mira, como la pequeña estancia desolada del estudio del pintor, como los extremos limitados de los mástiles desnudos, o como la futilidad temporal de las cosas insensibles...

(Óleo Mujer asomada a la ventana, del pintor Caspar David Friedrich, 1822, Museos Estatales de Berlín, Berlín, Alemania.)

27 de octubre de 2014

Lo más fascinante del Arte será combinar originalidad, sencillez y misterio.



¿Qué hace interesante una obra de Arte? Es exactamente igual que en una persona. Primeramente su personalidad, es decir, su originalidad individual ante los modos, formas o costumbres establecidos. Luego la profundidad de pensamiento y un cierto misterio que no es posible desvelar del todo de las cosas que encierra su ser. Y finalmente la sencillez, entendido esto como la manera de no disponer de muchas cosas en su representación, de no incluir demasiados añadidos para llegar a manifestar toda su personalidad. En consecuencia, no bastará lo bien terminado o perfectamente elaborado que esté un ser o una obra de Arte, es preciso disponer de algo más. Hay creaciones pictóricas que están maravillosamente realizadas pero no consiguen llegar a provocar en el observador una emoción suficiente. Por eso la representación artística de una imagen debería, además de belleza, incluir las cuatro condiciones descritas antes: personalidad, profundidad de pensamiento, misterio y sencillez. La profundidad de pensamiento establecerá en el Arte el paradigma más perseguido por los creadores, ese modelo genuino con el que buscarán o encontrarán -porque hay pintores que el azar les ofrece ese modelo sin ellos buscarlo- la forma de plasmar artísticamente el misterio iconográfico más emotivo.

El paisajista español Martín Rico de Ortega (1833-1908) descubriría pronto que su vida era pintar. Tanto su familia de artistas como su formación con Jenaro Pérez de Villaamil habrían contribuido a hacer de él un perfecto pintor, extraordinario con los matices, con los colores, con la luz... Esta ahora tan resplandeciente y blanca en sus obras como lo es la luminosa geografía española. Pero, sin embargo, sólo sería eso, un retratista, un fotógrafo del Arte, un magnífico dibujante o un fiel detallista de un conjunto escénico. Pero, nada más... En su obra Un canal de Venecia del año 1879 se perciben en el canal los brillantes reflejos de los edificios aledaños. La luz es poderosa y consigue llevarla el pintor por donde debe ser destacada o sombreada desde los ángulos más agudos de sus reflejos en el agua. Es el maravilloso paisaje retratado de un canal veneciano, pero sin misterio y sin originalidad.   El pintor holandés Leonaert Bramer (1596-1674) compuso, sin embargo, otro paisaje muy distinto en su obra barroca El dolor de Hécuba. No era el retrato de un lugar conocido, ni su paisaje era perfectamente fiel a alguna realidad existente, como lo fuera el canal de Venecia del pintor Ortega. Cierto es que la época de Bramer, el Barroco, no se caracterizaba por un estilo paisajista muy fiel a la realidad, pero, a cambio, sí dispone el paisaje de otras cosas realistas... En este caso el autor consigue aquí misterio y originalidad.  Lo hace así porque el cuadro encierra además un misterio que el pintor supo mantener en el tiempo.

Durante años los inventarios de cuadros de la corona española, y luego los del Museo del Prado, habían relacionado el cuadro de Bramer con la leyenda mitológica de Hécuba. La obra fue adquirida por el príncipe de Asturias en la década del año 1770. Pasaría luego al Palacio del Escorial en el año 1779 para terminar, en el año 1834, en el Museo del Prado. Según la mitología, Hécuba fue la esposa del rey de Troya Príamo, con el que tuvo varios hijos, famosos unos -Paris, Héctor, Casandra- y otros menos conocidos -Polixena y Polidoro-. Poco antes de la invasión de los griegos a Troya, Hécuba mandaría a su hijo pequeño Polidoro a Tracia para que estuviese a salvo de la guerra. Cuando Troya terminó destruida a manos de los griegos, Hécuba sería tomada como esclava por los vencedores aqueos. Habían pasado algunos años y Hécuba pasaría, de vuelta con los vencedores a Grecia, antes por Tracia. Y allí tendría ocasión, pensaba ella, de ver a su hijo, sin embargo, fue tan solo el cadáver de Polidoro lo que aparecería una mañana a la orilla del mar. Hécuba había ido a la playa a lavar el cuerpo sin vida de su hija Polixena, sacrificada antes por su amor imposible a Aquiles. La leyenda explicaría cómo el rey de Tracia había acabado antes con la vida de Polidoro arrojándolo al mar de Tracia.

En el año 1923 un historiador de Arte -Siegfried Wichmann- empezaría a interpretar otra cosa diferente de lo que parecía representar la escena retratada por Bramer. Según el historiador, el momento plasmado en la playa no podía haber sido protagonizado por Hécuba ya que no era reina, como ella aparece vestida aquí, sino solo una esclava de los griegos vencedores. Por otro lado, su hija Polixena se había suicidado mucho antes -por su amor imposible al héroe Aquiles- en una playa de Troya, no en una de Tracia. ¿Qué hacía entonces su cadáver aquí, tan lejos de su lugar de fallecimiento? Por tanto tendría sentido lo que argumentaba el historiador. La razón obligaba a pensar que no eran Polidoro y Polixena los cuerpos yacentes representados en el cuadro barroco. ¿Quiénes, entonces, eran esos dos personajes retratados? Existía otra leyenda griega que contaba cómo los cuerpos de dos amantes habían aparecido en una playa del Helesponto. Se trataban de los cuerpos ahogados de dos amantes legendarios, Hero y Leandro.

El famoso escritor latino de mitos y leyendas Ovidio lo describía en sus poemas elegíacos Cartas de las heroínas. La hermosa Hero fue una sacerdotisa de Afrodita que vivía en la orilla opuesta del estrecho del Helesponto -estrecho de los Dardanelos-. Leandro era un joven de la ciudad de Abido, población justo situada al otro lado del estrecho, viviendo así uno enfrente del otro. Leandro se enamoraría de Hero irresistiblemente. Fue un amor prohibido ya que ambos no podrían tener relaciones -ella era una sacerdotisa y no podía amar a ningún mortal-. Eso les llevaría a verse a escondidas. Así que una noche él cruzaría el estrecho para verla. Las difíciles aguas del Helesponto arrebataron entonces la vida de Leandro. Y ella al descubrirlo se arrojaría al mar sin miramientos. Así aparecieron sus cuerpos juntos y ahogados en una orilla de Tracia. Pero, sin embargo, un experto del Museo del Prado, Juan J. Luna Fernández, descubriría en el año 1984 una inscripción en el lienzo de Bramer: Hecuba, Ovidius, Libr. 13.  Es una pequeña estela mimetizada casi con el resto del cuadro, muy poco visible y situada en uno de los túneles pintados a la derecha del lienzo. Con esa inscripción se despejaba definitivamente por el autor de la obra el sentido auténtico de la imagen artística, aquel que representaba los verdaderos cuerpos tendidos en la orilla: los de Polidoro y su hermana Polixena.

Nada debería haber claramente representado en un lienzo, cosas explícitas que describan realmente la imagen de lo que vemos. Una imagen que no representaría nada misterioso. En el Arte se comprueba que la idea representada y lo plasmado finalmente no tienen por qué ser exactamente lo mismo. Que cuanto más confusa sea la imagen representada más se alcanzará ese alarde artístico de condición misteriosa de una obra de Arte. Será así original además. Porque debe mostrar la escena artística algo que nos haga pensar y nos lleve a confundirnos incluso. Así, con la confusión y su belleza se debería representar lo que sea que quiera contar el autor en su obra. También con la sencillez de no incluir mucho más de lo que se necesite. Sin demasiados alardes ni muchos gestos o cosas añadidas en el lienzo.

Como por ejemplo en dos retratos de mujer de dos creadores españoles separados casi cincuenta años y que nos ayudan a entender parte de lo mencionado antes. Cuando el pintor Federico de Madrazo (1815-1894) retratase a la condesa de Vilches en el año 1853, conseguiría uno de los retratos románticos de mujer más extraordinarios jamás hechos. El magnífico creador español, académico y director del Museo del Prado, llegaría a expresar la más natural y sofisticada belleza de una mujer retratada en un lienzo, reflejo de una época plenamente romántica. Está la modelo cercana al espectador y su amable nobleza trasciende ahora sin alardes excesivos. El color es vibrante, el gesto conmovido y su grandeza rutilante. Todo un espléndido homenaje a la modelo y al Arte clásico. Sin embargo, cincuenta años antes, en el año 1805, otra aristócrata española, la marquesa de Lazán, sería pintada en un retrato muy original realizado por el poco conocido pintor español José Alonso del Rivero (1781-1818).

Con esta obra compuesta en gouache -acuarela opaca o témpera- sobre un fondo de marfil llegaría a obtener Alonso del Rivero -pintor neoclásico- un sobrecogedor retrato de una singular mujer. Fue retratada además por Goya en un cuadro del año 1795 cuando ella era una adolescente -hoy desaparecido- así también como en un retrato que el pintor aragonés le hiciera en el año 1808. Pero Alonso del Rivero, además de utilizar el recurso del marfil como fondo blanco para el encarnamiento del personaje, reflejaría la extraordinaria personalidad de la marquesa de Lazán. María Gabriela de Palafox y Portocarrero (1779-1828) fue hija de una de las damas españolas más ilustradas y avanzadas del siglo XVIII español, la VI condesa de Montijo. Conocida por su rebeldía frente al poder religioso y civil, se enfrentaría sin complejos por tratar de mejorar la vida de las gentes de su tierra. Amiga del ilustrado Jovellanos, acabaría impulsando esa misma rebeldía en sus propios hijos, especialmente en María Gabriela de Palafox. 

Y así es como el pintor Alonso la refleja en su original retrato, una imagen tan interesante y seductora de la bella marquesa española. Una mujer perseguida por la Inquisición en una época en la que se condenaba de jansenista a cualquiera que criticase el orden injusto de las cosas. Su mirada profunda y su escéptica actitud la plasma el pintor de su modelo, todo un difícil recurso para una época en la que la belleza femenina se señalaba de otra forma. El creador español fue más fiel a lo que ella verdaderamente era que a lo que representaba socialmente. Aunque consiguió el pintor también expresar aquellas cosas que el Arte hiciera siglos antes: una imagen real y un misterioso semblante emocionado. Una visión expresada de la marquesa que tan sólo ella, o los que la conocieran muy bien, podrían descubrir oculto tras el aparente bello retrato: uno de los semblantes más personales, originales, singulares, enigmáticos y hermosos de una retratada.

(Óleo barroco El dolor de Hécuba, 1630, del pintor holandés Leonaert Bramer, Museo del Prado; Lienzo Un canal de Venecia, 1879, del pintor español Martín Rico y Ortega, Metropolitan, Nueva York; Magnífica obra en Gouache sobre marfil, Retrato de la marquesa de Lazán, 1805, del pintor español José Alonso del Rivero, Museo del Prado; Óleo del gran Federico de Madrazo, Retrato de la condesa de Vilches, 1853, Museo del Prado, Madrid.)

20 de octubre de 2014

Y, sin embargo, la Belleza es esquiva, ingrata, lujuriosa, inconsciente y diversa.



La Belleza no podemos aprehenderla nunca, incluso aunque creamos ser dueños del momento en que sus efectos satisfagan nuestro anhelo por tenerla. Porque ahí acabará. Luego, resignados, podremos acaso recordarla, imaginándola ahora con sutiles ensoñaciones fantásticas o con ciertas imágenes propiciatorias. Pero, no será ella misma entonces, tan solo su representación enigmática. Porque, además, no nos hará entonces la Belleza sentirnos como el único ser sobre la Tierra. Únicamente, recrearemos con ella así su efímera fragancia imaginada. Pero no nos bastará. Necesitamos más de ella, tenemos que llegar a poseer algo más para poder hacerla nuestra. Entonces idearemos eternizarla gracias a unos grandiosos alardes artificiales, cosas casi permanentes originadas de los obtusos materiales de la tierra, antes apenas nada entre nosotros y, ahora, una fascinante, brillante, armoniosa o elogiosa imagen reflejada: el Arte y su Belleza.  Un reflejo de luz entre las sombras, pero, por fin, ahora una Belleza del todo vislumbrada. Para ese momento creeremos haberla poseído para siempre. Vanamente. No es ahora nada más que una muestra de lo que nunca volveremos a sentir como entonces, como aquella ocasión tan inconsciente, lujuriosa o esquiva entre las sombras... 

Cuatro años después de haber realizado su obra de Arte Lydia el pintor inglés Matthew Williams Peters (1742-1814) sería ordenado pastor anglicano en el año 1781 y para ese momento se arrepentiría de haber realizado aquella creación tan sublime, tan absolutamente innovadora y sincera, tan inspirada, fascinante y arrebatadoramente lujuriosa. Pero ya la había hecho y su nuevo propietario la poseería con el júbilo que le produciría entonces -un momento histórico tan poco avanzado- disponer de una imagen tan atrevida y original. Se había formado el pintor en Italia absorbiendo la magia de pintores como Correggio, Rubens o Caravaggio. No se ha valorado suficientemente el mérito de los mecenas en el Arte, mucho más mérito que los propios creadores, ya que éstos han sido a veces solo pintores al dictado y no ejecutores libres propiamente. Estos promotores del Arte -los mecenas del Arte- consiguieron que otros seres -los pintores-, capaces de componer Belleza, creasen unas obras extraordinarias sin ellos idearlas. A su regreso de Italia el pintor terminaría residiendo en la mansión de Lord Grosvenor a orillas del Támesis. Este aristócrata aficionado al Arte le encargaría entonces al pintor que compusiese la imagen cortesana de una mujer desnuda y excitante...

Y el pintor se atrevería y dejaría batir las alas de la creación con la libertad artística que su mecenas le inspirase. El resultado fue una inédita obra de desnudo, el único desnudo realizado por el pintor en toda su vida. Nunca más volvería a crear nada parecido. Su representación está basada en un verso del poeta John Dryden: Y unos ojos amables vinieron a concederme... El pintor quiso componer la imagen de esos ojos tan amables que realzarían ahora lo más lujurioso o atrevido de la obra. Se observa lo forzado de una mirada exageradamente provocadora. Pero, aun así consiguió el pintor lo que Lord Grosvenor se propusiera con su mecenazgo. La extraordinaria obra de Peters combina su estilo clásico con una liviana coloración pastel -propia del momento- para compensar el alarde erótico de descubrir unos senos junto a unos ojos tan propicios, toda una insinuante forma artística de poder apelar aún más al que lo viera.

Poco menos de un siglo después el creador irlandés Daniel Maclise (1806-1870) se decide a pintar una escena acorde con la época romántica y liberal de comienzos del siglo XIX. Una obra de Arte como tantas, pero ahora sin demasiada semblanza atrevida de composición romántica, como sí otros pintores de esa tendencia llegaran a realizar entonces. Sin embargo el pintor consigue hacer algo más. Contrasta dos mundos -el noble y el campesino- que coinciden ahora en el inconsciente y superficial universo de la superstición popular. Y lo hace genialmente a pesar de no ser la obra más que una mera copia de lo que otros grandes pintores hicieran antes. Con la luz de la razón dejada fuera y las sombras intrigantes y misteriosas vibrando dentro, los personajes coinciden en la oscura cueva de un bosque romántico. Sólo la luz del vestido lujoso brilla con la dama entre las sombras. La gitana arrodillada lee su mano blanca y desdeñosa. Pero, nada más, no hay aquí, artísticamente, nada más. Entonces, ¿qué tiene esta obra de especial? Pues que la dama no se acaba de creer nada de lo que está ahora oyendo y el pintor lo demuestra con el gesto descortés de un personaje orgulloso y desatento. ¿Así que una Belleza tan perfecta, tan romántica, tan extraordinaria y tan hermosa, puede llegar a ser también, sin embargo, tan esquiva, tan ingrata y desdeñosa?

(Óleo Lydia, del reverendo inglés Matthew Williams Peters, 1777, Tate Gallery, Londres; Obra del pintor e ilustrador irlandés Daniel Maclise, Gitana leyendo la fortuna, 1836.)

15 de octubre de 2014

El misterio femenino mejor representado nunca en toda la historia del Arte.



Entre los años renacentistas 1508 y 1553 pintaría el creador alemán Lucas Cranach (1472-1553) hasta dieciocho obras con la representación de la figura bíblica de Eva. Es probable que incluso más, e incluso antes, pero lo ignoro por completo. El desaforado alarde iconográfico de la tentación bíblica del Génesis fue muy frecuente entre los pintores alemanes del Renacimiento (1450-1550). Pero Cranach, en su obsesión con la figura de Eva, llegaría a componer a la primera mujer en distintos momentos de su tentación y con distintos comportamientos estéticos, reflejando así diferentes semblantes, ademanes, gestos o miradas. La leyenda sagrada siempre realizaría la misma triangulación mítica, es decir, esa intencionalidad dirigida desde la serpiente hasta el hombre -representado por Adán- pasando por la mujer representada por Eva. ¿Qué intencionalidad era esa? El relato del Génesis nos cuenta cómo el reptil es la voz del ángel caído que trataría de seducir verbalmente -en el idílico Jardín del Edén- a la confiada Eva. Había un motivo inicial en ese diálogo mujer-serpiente que es el que hábilmente fue utilizado como excusa por la sierpe. Y ese sentido fue el fruto de un determinado árbol que no podría comer jamás la pareja idílica. Y la voz maligna sabría dejar hábilmente en Eva la duda, esa sensación inquietante, pero firme, de pensar: ¿y por qué no?

Muchos pintores antes y después del creador alemán recrearon ese mismo momento edénico, ese instante seductor y legendario de los tres personajes míticos. Pero, a veces, solo con la imagen de ellos dos solos -Adán y Eva-, los primeros seres más desamparados del mundo, unos seres que se encontrarían por primera vez ante la propia desnudez de sus deseos y sus individualidades. Porque ese es el rasgo más humano -el menos divino o trascendental- que subyace en la mitología del relato edénico: la asunción de la individualidad autónoma del ser. La transformación entonces de una entidad sin pensamiento autónomo en entidades ahora libres, es decir, en personas auto-emancipadas para poder ejercer así su propia decisión personal. Aun siendo ésta -o no- una decisión equivocada...  La mitología, el relato sagrado o la leyenda escrita nos pueden orientar sobre cómo sucedió aquel hecho bíblico, qué palabras se dijeron o qué consecuencias produjo. Pero tan sólo el Arte es capaz de llegar más allá de todo eso. Y este pintor alemán del Renacimiento, un artista reconocido más a causa de sus no tan bellas o poco elaboradas imágenes clásicas, es el que ahora consigue aquí, en esta extraordinaria pintura -una de las muchas que hizo en su vida sobre este tema-, reflejar uno de los rostros femeninos más enigmáticos de toda la historia del Arte.

Porque aquí tiene ahora la manzana Adán en su mano -el fruto mencionado por la serpiente como una cosa poderosa, algo muy diferente a lo indicado antes por la Conciencia Divina-, la ha tomado ya en su mano y la posee ahora él decidido. También tomará así él su propia decisión... Pero luego se la presenta a Eva, quiere hacerla a ella partícipe claramente de esa misma decisión que él ya habría tomado antes, o aún no... Pero ella no dice aún nada ni hará nada aún. El creador renacentista alemán obtiene así en su obra un gesto de Eva muy extraordinario: sin inmutarse ella para nada, absolutamente inmóvil en su semblante, sin ninguna emoción en su rostro ni nada que la delate ni la defina sobre alguna posible decisión, ella ahora solo medita... Sin embargo, al final, tomará una decisión que, probablemente, ella deseaba ya en su interior desde mucho antes de haberla tomado, pero que, ahora, sin inmutarse, no diría ni haría nada aún. Así conseguiría Eva -sin proponérselo, o, tal vez, sí, no se sabe- llevar a Adán a que fuese él mismo, y no ella, quien tomase la determinación final y definitiva. Porque, además, aquí, ¿hacia dónde -hacia qué lugar- está mirando ahora Eva? El pintor alcanza a componer en su obra una de las miradas más interesantes de toda la historia del Arte. ¿Qué está pensando ella en este preciso momento? Imposible saberlo. Esta maravillosa forma que tiene el Arte -el pictórico fundamentalmente- de expresar varias cosas en una sola, o miles de cosas diferentes en una única expresión, ha sido utilizada por muchos artistas pero sólo Lucas Cranach el viejo lo llevaría a plasmar tan sutilmente en esta genial creación -sólo en ésta, en ninguna de las otras diecisiete Evas que pintase- para conseguir la mejor forma de expresar un sentimiento íntimo tan indefinido. Uno de los sentimientos humanos más enigmáticos que, sin emoción exterior alguna, pudiera llegar a ser representado así en un rostro femenino. En este caso el recreado por el paradigma femenino bíblico más universal que representa al personaje más legendario, más primigenio y más confuso de Eva.  

(Detalle de la La caída del Hombre, ca. 1537, Lucas Cranach el viejo; Óleo La caída del Hombre (Adán y Eva), ca. 1537, del pintor renacentista alemán Lucas Cranach el viejo, Museo de Bellas Artes de Viena, Austria; Detalle del cuadro La caída del Hombre, de Lucas Cranach el viejo)

12 de octubre de 2014

Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte.



En la Italia del Renacimiento brillaría un nuevo feudo en los dominios vaticanos, Urbino. Fue el papa Eugenio IV quien nombraría a Oddantonio de Montefeltro señor de Urbino en el año 1443. Esta pequeña ciudad estado alcanzaría una gran relevancia cultural durante el Renacimiento pues un hermanastro de Oddantonio, Federico III de Montefeltro (1422-1482), llegaría a gobernar el señorío con gran esplendor artístico y cultural -tuvo la más grande biblioteca después del Vaticano y fue un gran mecenas en el Arte- hasta que le sucedió su hijo Guidobaldo. Pero en el año 1474 una hermana de Guidobaldo, Giovanna, se casó con un sobrino del papa Sixto IV -Giovanni de la Rovere- y acabaría siendo elevado el señorío de Urbino a ducado. Al fallecer Guidobaldo sin descendencia el ducado de Urbino pasaría entonces a Francesco Maria de la Rovere. Así hasta llegar a Francesco Maria II de la Rovere (1549-1631), el último duque de Urbino de la historia. A finales del siglo XVI colaboró el ducado de Urbino con los intereses españoles en Italia y en las luchas del imperio español contra el sultán otomano. A cambio, Felipe II protegería el frágil ducado frente a las ambiciones expansionistas del Vaticano. Cuando el rey Felipe II muere en el año 1598 su hijo, Felipe III, el nuevo monarca del inmenso imperio hispano, se casaba ese mismo año con la archiduquesa de Austria Margarita de Estiria (1584-1611), una gran aficionada al Arte.

La reina Margarita había oído hablar de un pintor de Urbino que usaba los colores de forma especial en unas composiciones muy novedosas y atrevidas.  En el año 1604 le insinúa la reina al embajador de Urbino, Bernardo Maschi, su deseo de poseer una obra de ese pintor tan extraordinario. El embajador se lo comunicaría al duque, y éste trataría de satisfacer el deseo de la reina como fuese. El maravilloso pintor era Federico Barocci (1535-1612), que se había formado con el artista veneciano Battista Franco. Este pintor veneciano le aportaría dos cosas a Barocci: el dominio del color -Venecia descubrió el poder de los colores- y el estilo manierista tan atrevido de Miguel Ángel. Pero, luego marcharía el pintor de Urbino a Roma en el año 1548, donde terminaría por adquirir dos cosas más que determinaron su Arte y su vida.

Una de ellas fue descubrir las obras de Correggio, un creador renacentista que utilizaba la técnica al pastel, técnica con la que Barocci conseguiría crear atmósferas tan bellas como etéreas en sus lienzos. Sin embargo, acabaría adquiriendo otra cosa en Roma que le condicionó por completo. En Roma vino a sospechar que otros artistas querían matarle por la envidia que despertaba su novedosa técnica artística. No se sabe cuál fue la causa real, si un veneno o una enfermedad intestinal, lo cierto es que su salud se agravaba y no conseguiría Barocci pintar más de dos horas diarias en su estudio. Se marcharía de Roma y pintaría desde entonces sólo en Urbino, aunque sin fijar el tiempo para la finalización de sus especiales obras tardo manieristas.

El duque de la Rovere no podía arriesgar perder las simpatías de la corte española esperando que el pintor terminara una obra. ¿Cómo resolverlo? El duque tenía una pintura del artista, que guardaba desde hacía tiempo como una joya inapreciable. La obra se titulaba El Nacimiento y era un lienzo de innovación compositiva, lleno de emoción, color, luces, sombras, ternura, devoción, inspiración y perfección manieristas. Llegó la obra a la ciudad de Valladolid en el año 1605 y hicieron lo posible para impresionar a la reina con el lienzo. Sabía el embajador que la corte española era muy crítica con obras de Arte extranjeras, así que al presentarla ante la reina desenrollaría él mismo el lienzo y mostraría la obra ante un foco de luz precisa para poder admirarla bien. Fue todo un éxito y la reina Margarita quedaría fascinada con la obra.

El Nacimiento tenía una composición muy novedosa y una audaz forma de representar una escena conocida. La Virgen, por ejemplo, aparece semi-erguida, en una inclinación sesgada desde un ángulo ligeramente alto. Los otros personajes conocidos no están en el plano principal. Los pastores detrás de una puerta y San José muy retirado. La estancia está iluminada por una fuente de luz que parece provenir de la cuna. El pintor consigue mezclar un sentido sagrado con otro profano en su obra, es decir, una devoción espiritual con rasgos muy humanos. Todas estas formas eran unas muestras incipientes de lo que sería pronto el estilo Barroco posterior. Utilizaría además los mismos colores sensuales que eran precisos para componer escenas profanas o mitológicas. Pero, también los gestos de los personajes son diferentes, y lo son por la manera como las figuras se comportan o sitúan de un modo ahora menos sagrado, tan humano o natural que no parecen seres divinos sino apenas simples humanos personajes, lo que la Contrarreforma prodigaría con eficacia...

(Óleos todos del genial y desconocido pintor manierista Federico Barocci, excepto el retrato de la reina de España, Margarita de Austria, realizado por el pintor español -aún más desconocido- Bartolomé González y Serrano, 1609, Museo del Prado, : Detalle de la cabeza de San Juan de la obra Entierro de Cristo, 1582; Pintura El Nacimiento, 1595, Museo del Prado; Obra Descanso de la huida a Egipto, 1570, Pinacoteca Vaticana; Lienzo La Madonna del gatto, 1575, National Gallery de Londres; Extraordinario lienzo de Barocci, Eneas huyendo de Troya con Anquises, su mujer y su hijo, 1598, donde aquí el pintor nos muestra el bagaje que el héroe latino, el que fundaría Roma, se llevaría ya de aquella Troya ahora destruida, su decisión, su herencia, con su padre Anquises en brazos, la sabiduría y los dioses -los que transporta ahora Anquises aquí dificilmente-, su mujer y su hijo Ascanio, su descendencia, Galería Borghese, Roma; Retablo Entierro de Cristo, 1582, iglesia de Senigallia, Italia; Detalle del mismo cuadro, donde se aprecia la figura tan humana de San Juan ayudando a portar el cuerpo de Cristo, Senigallia, Italia; Retrato de Francesco Maria II de la Rovere, 1573, Galería de los Uffizi, Florencia; Retrato barroco de Margarita de Austria, reina de España de 1599 a 1611, del pintor Bartolomé González y Serrano, 1609, Prado; Detalle de Eneas transportando a su padre Anquises huyendo de una Troya destruida, 1598, Roma; Autorretrato con rasgos barrocos del pintor manierista, ca. 1600, Salzburgo, Austria.)

7 de octubre de 2014

Los trabajos hercúleos más extraordinarios y originales realizados en el Arte.



Como una metáfora de la historia cultural de España, la estatua radicada en Sevilla -ciudad que le acogiera y formara en sus comienzos- del gran pintor extremeño Francisco de Zurbarán (1598-1664) se sitúa en una pequeña plaza, tangencial a una calle transitada, que no es necesario cruzarla ni para ir ni para venir por la ciudad, sino tan solo vislumbrarla... Y este curioso hecho hace del lugar un muy poco apropiado espacio para el adecuado visionado pausado del monumento escultórico. Pocos nacidos en la ciudad andaluza, tal vez, hayan tenido ocasión de verlo claramente o de admirar la extraordinaria figura artística que supuso, y supone, su representado en la historia del Arte. Porque no se ha reconocido ni valorado lo bastante a ese creador español que supo ser fiel a sí mismo y a su Arte. Claro, que vivir cuando los más grandes pintores de entonces -Velázquez, Murillo, El Greco- hace difícil destacar cuando no tienes intención de hacer lo que ellos ni de ceñirte a normas o reglas establecidas. Es decir, de realizar creaciones artísticas con la libertad e independencia que, por entonces, no se lograra tanto ni se permitiera con tanta comodidad artística, sea entendido esto como elogios, aplausos, encargos o reseñas.

Pero, ¿es que Zurbarán no fue reconocido por entonces? Hoy sí lo es, aunque el público seguirá asignándole un excesivo gusto religioso, un claroscuro demasiado tétrico, o un ferviente entusiasmo por una temática excesivamente santoral. Pero, es que era esto lo que más se requería a los artistas en la levítica ciudad de Sevilla. Pero no fue sólo eso. El naturalismo del gran pintor Velázquez, por ejemplo, impregnaría mucho más el gusto general de aquella época barroca. Desde luego, este pintor español -Velázquez- supo combinar su especial realismo, su originalidad y su misterio con su genialidad y su cosmopolitismo artísticos. Pero siempre pintaría Velázquez -a diferencia de Zurbarán- de un modo excepcionalmente realista todo, tanto los detalles como el resto de las cosas. Velázquez consiguió genialidad y cosmopolitismo gracias, entre otras cosas, a ser nombrado pintor de la Corte española en Madrid. De haberse quedado en Sevilla, ¿hubiese él llegado a tanto? Velázquez obtuvo todo aquello que anhelase en la vida, hasta llegar a ser caballero de la orden prestigiosa de Santiago. Para pertenecer a esta orden de caballería española le ayudaría, sin embargo, Zurbarán, su amigo de juventud, gracias al apoyo que le ofrece como testigo ante la real orden, uno más de los que se requerirían para consolidar la candidatura a tan importante orden de caballería.

El caso fue que se acordaría Velázquez de él cuando el Conde-Duque de Olivares -otro sevillano-, entonces primer ministro del rey Felipe IV, emprende la construcción del primer museo de España: el Palacio del Buen Retiro en Madrid. No era un museo para todos, claro está, en aquellos años era tan sólo para el decorado y la visión palaciega de la Corte, pero, sin embargo, con todas las características de un completo y magistral museo. Era un lugar de recreo para la Corte del rey Felipe IV en Madrid, un sitio alejado del Alcázar o Palacio Real de entonces -destruido por el fuego a principios del siglo XVIII-, lugar que servía de descanso al monarca y de esparcimiento a la Corte. Debía disponer el Palacio de obras maestras del Arte en todas sus paredes, cerca de ochocientas obras por entonces. Y en uno de sus salones, El Salón de los Reinos, sus paredes incorporarían obras de Arte representando las conquistas heroicas de los ejércitos españoles habidas en todos los lugares del imperio hispano. Pero las prisas condicionaban la construcción del Palacio del Buen Retiro. Fue construido en menos de cuatro años, y, en el último año -1634- se debían tener todos los cuadros del Salón terminados, fuesen los grandiosos lienzos del imperio o los decorativos de Hércules. Era este un museo muy curioso, ya que se completaban las obras desde la misma fábrica de cuadros... Otras obras expuestas llevaban realizadas pocos años, como algunos grandes lienzos de Velázquez.

Velázquez pensó entonces en su amigo Zurbarán para decorar el Salón de Reinos. Zurbarán era un pintor reconocido en Sevilla, donde había realizado obras para iglesias con una técnica grandiosa. Pero realizar doce cuadros y alguno más como La Defensa de Cádiz -también expuesto en el Salón real- en solo un año era un regalo un poco envenenado. ¿Por qué doce cuadros? Había que enaltecer a la Monarquía española con mitología, ya que la religiosidad estaba bien para monasterios pero no para un salón real majestuoso. Es seguro que Velázquez como pintor oficial de corte tuvo que ver en la decisión de elogiar la monarquía acudiendo a Hércules. La mitología contaba cómo el semidiós griego había realizado doce trabajos durísimos, casi imposibles, tanto como lo fuera construir ese Palacio, la grandeza del reino y todas sus heroicas gestas imperiales. Ese debía ser el motivo, lo demás era problema del artista. Y el más grande de todos fue tener finalizados los doce cuadros antes de finalizar el año 1634. El mérito de Zurbarán fue aceptarlo. Es cierto que acudir a la corte era un motivo de promoción artística, pero, ¿merecía la pena? El pintor Murillo nunca acudió, fue un gran artista y vivió feliz toda su vida en Sevilla. Pero Zurbarán marcha en el año 1634 a Madrid y realiza once cuadros en ese tiempo requerido.

¿Por qué no los doce? Porque el lugar no permitía incluir más que diez obras de las decorativas mitológicas. Los cuadros de los trabajos de Hércules debían situarse entre los grandes lienzos del reino -representaciones de grandes gestas como la Rendición de Breda de Velázquez-, situados encima de las puertas, que separaban cada obra grandiosa, y de un tamaño más reducido que los grandes óleos heroicos. Zurbarán tuvo que documentarse y adaptar diez de los trabajos mitológicos de Hércules a la majestuosidad e idiosincrasia hispánicas. Es por ello que no todos coinciden exactamente con los legendarios trabajos realizados por Hércules en su mitología. La leyenda mitológica cuenta que todo comenzaría cuando Hércules fuese envenenado, no mortalmente, por la celosa diosa Hera. Esta diosa era la esposa de Zeus, mujer que no olvidaría nunca la afrenta de su esposo al tener un hijo ilegítimo -Hércules- con la hermosa mortal Alcmena. Tanto odiaría Hera al semidiós, nacido de ese adulterio, que le daría a beber una pócima trastornadora. Hércules entonces se vuelve tan loco que mata a toda su familia, hijos incluidos. Para tratar de redimirse Hercules acude a Euristeo, tío suyo y rey de la Argólida griega, que lo quería tener muy lejos y ocupado y lo envía a realizar doce trabajos de los más arriesgados, extraños, difíciles e imposibles del mundo.

Todo ese relato mitológico vino muy bien, iconográficamente, para elogiar a una Monarquía que decía proceder del héroe -por los Habsburgo, por los reyes godos o por los romanos en Hispania-, así como representar además la figura luchadora de un reino que había hecho lo mismo que el héroe, luchando ahora contra sus enemigos europeos o contra los pueblos conquistados tal como hiciera Hércules. El héroe mítico viaja incluso por el occidente europeo, donde sus columnas hercúleas separan el mundo conocido del océano tenebroso. Muchos de sus trabajos se identificaban con España. Así que el sentido heroico, noble, virtuoso, sacrificado y victorioso del personaje hacían de su figura un referente apropiado para decorar -con los lienzos de Zurbarán- las grandiosas obras de Arte del Salón: las obras maestras de Velázquez y otros pintores que se exponían en el nuevo Palacio. Zurbarán no saldría bien parado artísticamente por haber realizado ese trabajo. Tan solo algún reconocimiento en la corte -se volvió a Sevilla pronto- y los 1.200 ducados que recibió por ese ingente trabajo. Pero, ¿cómo se pueden pintar tantas obras, en poco menos de doce meses, y esperar que sean todas ellas obras maestras del Arte? Zurbarán es criticado por no ser como Velázquez, es decir, por ser Zurbarán. No dedicaba -decían los críticos- detalles al paisaje o al decorado que rodeaba las figuras de sus obras. No pintaba bien las proporciones ni algunos elementos anatómicos, algo que debía ser realizado correctamente según la figura real que de las representaciones por entonces, pleno Barroco, la escuela española debía perseguir en sus obras. Esto es lo que decían y dicen aún algunos críticos.

Ignoran esos eruditos que el Arte se hace más de ingenio innovador o de mensaje que de perfección plástica, de composición que de perspectiva, o de detalles significativos que de elementos complementarios. Y todo eso lo realizó Zurbarán en el tiempo requerido, a pesar de los supuestos errores pictóricos y de obtener una de las series iconográficas más representativas de un momento artístico concreto. También de describir un determinado escenario histórico, como fue la grandiosidad -finalizada pronto- del inmenso imperio que entonces -juntamente con Portugal- disponía la Monarquía hispánica del rey Felipe IV. Y representaría Zurbarán en su serie de Hércules a un héroe mitológico más hispanizado, es decir, una figura más robusta, morena, un personaje más sencillo, representando un hidalgo más que un caballero (lo que Cervantes haría con el Quijote). Forzando en la lucha más que abatiendo sangrienta o cruelmente; enfrentándose al mal y nunca a favor de ningún interés particular. Y todo eso fue lo que consiguió el pintor extremeño con esas diez obras para decorar un Salón de Reinos que albergara lienzos grandiosos de las gestas heroicas españolas.

En una reseña crítica de uno de sus cuadros de la serie Los Trabajos de Hércules, he encontrado un comentario sobre la imperfección de Zurbarán en una de las figuras dibujadas. En su obra Hércules luchando con Anteo, creación que no corresponde a ninguno de los doce trabajos que realizó el héroe mitológico -sino añadido por el pintor de otra leyenda del personaje-, se observa en el brazo izquierdo de Anteo -personaje que eleva Hércules- cómo parece no estar bien dibujado, casi su mano no se ve apenas, como si no estuviese bien terminada de pintar. Pero es que, pienso, no es así; pienso que está bien hecha, que el pintor dibujó el brazo y la mano de Anteo en escorzo o perspectiva asimétrica, algo totalmente extraordinario en el Arte. Se puede comprender el esfuerzo que está haciendo ahora Anteo para zafarse de las manos hercúleas, y que en uno de esos esfuerzos gira su mano así, de ese modo extraño, como haciendo presión en el aire, como un gesto de apoyo involuntario llevado a cabo por Anteo para coger impulso, para abatirse en un movimiento poco embellecido, pero poderoso, aunque totalmente inútil frente a la fuerza del héroe mitológico. Toda una metáfora del inútil -por entonces, que no ahora- esfuerzo que tuvo que realizar Zurbarán para finalizar sus obras y asumir inevitablemente las críticas que, probablemente, sabría él que iría a sufrir por ello. Pero no le importó eso nada. Lo hizo Zurbarán así, como los pies engrandecidos y separados del héroe, algo que dibujaba del mismo modo en los Cristos crucificados de sus obras. Todo lo hizo así porque así lo quiso él hacer. Con la genialidad que sólo reconocen los años o los observadores que saben mirar más con una visión global del Arte que con otra cosa. Esa visión global que no trata tanto de hacer una cirugía anatómica sino de apreciar la construcción completa del extraordinario organismo que es el Arte:  algo complejo, diverso, original, brillante y misterioso. Ese mismo Arte que a veces nos expone la historia con estos grandiosos personajes artísticos, unos seres que alguna vez llegaron, con sus cualidades tan humanas, a rozar el universo más trascendental y emotivo del hombre.

(Óleos de Francisco de Zurbarán, de su serie Los Trabajos de Hércules: Hércules lucha contra el león de Nemea; Hércules lucha contra la Hidra de Lerna; Hércules lucha contra el jabalí de Erimanto; Hércules desvía el curso del río Alfeo; Hércules y el toro de Creta; Hércules vence al rey Gerión; Hércules y Can Cerbero; Hércules separa los montes Calpe y Abyla -estrecho de Gibraltar, no incluido en la serie mitológica de los doce trabajos-; Muerte de Hércules abrazado por la túnica del centauro Neso -no incluido en la serie mitológica de los doce trabajos-; Hércules luchando contra Anteo; Fragmento de Hércules y Anteo, donde se aprecia el brazo y mano izquierdos de Anteo en escorzo; todas obras realizadas en el año 1634, Museo del Prado, Madrid; Faltaban de la serie mitológica de los doce trabajos de Hércules: Captura de la cierva de Cerinea, Matar a los pájaros del Estínfalo, Robar las yegüas de Diomedes, Robar el cinturón de Hipólita, cuatro trabajos considerados poco nobles, o con animales nada fieros, o trabajos poco serios, o esfuerzos nada heroicos; Fotografía de la plaza sevillana de Pilatos, donde se sitúa la estatua del pintor Zurbarán.)