26 de febrero de 2013

¿Amaremos verdaderamente la verdad, o la disfrazaremos bellamente con el Arte?



Un cantautor español lo dijo una vez hace ya tiempo: nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio... ¿Amaremos verdaderamente la verdad o la temeremos silenciosamente? El Arte es muy posible que haya sido desde siempre un instigador inconsciente para eludir la verdad que nos rodeaba. ¿Qué pasaría por la mente del primer ser humano primitivo para que pensara entonces en idealizar una triste verdad con una belleza útil? Porque luego los griegos inventaron la tragedia -una forma de arte- para purificarse de la vida y de sus terribles molestias. Según decían, la experiencia teatral de la compasión y los miedos de sus representaciones dramáticas provocaban en los espectadores la purificación emocional, física y espiritual que el alma humana necesita. Todas esas emociones representadas entonces así para contrarrestar las pasiones o las acciones que la propia vida les hiciera padecer. Aunque si comparamos las dos actividades culturales, el Arte como fenómeno plástico y el teatro como fenómeno dialéctico, el primero ha conseguido vencer al segundo a lo largo de la historia en valor, prestigio, reconocimiento y expresividad. 

Y eso, entre otras cosas, es probable que confirmase la idea de que el Arte -representación artística plástica de la belleza como medio de ensalzar lo inalcanzable- lo que persigue es hacer el mundo menos convencional o menos material, menos sórdido, más sofisticado o más sublime. Más elevado, admirado o excelso y, por tanto, absolutamente falso. ¿Nos recrearemos entonces en nuestra propia falsedad? En cuestiones sociales, morales o políticas, ¿querremos saber la verdad, la única y desnuda verdad siempre o más bien abogaremos por un tranquilo, sosegado, acomodaticio o versátil modo de que las cosas sean? Cuando vemos una obra barroca del naturalismo más feroz de creadores tan dramáticos como Rubens o Caravaggio, ¿pensaremos en verdad que la sordidez de su denuncia soterrada es más importante que la belleza que destilen sus colores, sus formas o la elegante y brillante manera de encuadrar una imagen en sus lienzos? Porque esos pintores extraordinarios trataron de reflejar una sociedad que para nada era ideal, ni maravillosa, ni bucólica ni cantarina... Pero, y ahora, sin embargo, cuando visionemos esas obras barrocas tan dramáticas, ¿qué sentiremos, verdaderamente, al verlas?

(Óleo La Masacre de los Inocentes, 1612, Pedro Pablo Rubens, Galería de Arte de Ontario, Toronto, Canadá; Óleo Judith y Holofernes, 1599, Caravaggio, Galería Nacional de Arte Antiguo, Roma, Italia.)

10 de febrero de 2013

La creación de Arte, dos cosas muy diferentes para hacerlo: la ideación y la ejecución.



¿Qué pasaría por la mente del hombre que por primera vez quisiera ver Arte sin saber hacerlo él mismo? ¿Qué emoción no dejaría de vibrar en su interior al comprender la extraordinaria habilidad de otros seres en realizar aquello que sólo él pudiera admirar desinteresado? ¿Cuándo comenzaría la idea obsesiva de procurar ver Arte? Desde que los primeros poetas griegos compusieran sus odas hasta que los romanos continuaran luego con ese aprendizaje lírico, todas las dedicaciones al Arte -promotoras o ejecutoras- fueron sólo ocasionadas por la clase social alta o acomodada. Sólo ellos podían entonces recrear las emociones que los otros -los desheredados- ni siquiera pudieran imaginar en su vida. El noble romano Cayo Mecenas (70 a.C.-8 a.C.), amigo de Octavio Augusto desde sus tiempos de aspirante a emperador, auparía al olimpo de los exclusivos del arte lírico a los excelsos poetas Virgilio y Horacio. Con Mecenas comenzaría aquella dedicación desinteresada de fomentar la creación artística de otros afortunados. Aunque éstos -como Horacio- podían no pertenecer a la clase alta, sí acabarían rodeándose de ese círculo elitista para poder medrar -justamente- entre las más altas cumbres de la recreación poética. 

Y así continuaría la historia hasta que el mundo clásico romano cayera para siempre. Aurelio Casiodoro (485-580) fue un romano que vivió en aquellos tiempos convulsos donde se produjo la primera revolución social de la historia. Fueron aquellos tiempos donde el mundo dejaría de ser pagano para convertirse oficialmente en cristiano. Pertenecía Casiodoro a la casta senatorial romana y su pasión por la cultura y las artes -las liberales que cultivaban el intelecto frente a tareas manuales o guerreras- le llevaría a ser admirador de la creación literaria y retórica más elaborada. Ambas artes (literaria y retórica) las utilizaría él mismo en su periodo político en la ciudad de Rávena, aquella otra Roma replicada entonces para huir la corte de los convulsos, difíciles y finales años del decaído imperio romano. Casi todos los aristócratas romanos de entonces -siglo VI- eran cristianos, aunque no sentirían todos ellos un especial interés por lo religioso. Pero pronto cambiaría algo en su interior desasosegado. Aquellos años fueron muy difíciles para Italia, se padecían duros enfrentamientos con los bárbaros o con los ejércitos bizantinos. Roma estaba permanentemente asediada y trastornada. La presión social era insoportable para unos espíritus elevados y sensibles. Fue entonces una salida más mental o psicológica que otra cosa a un desagradable problema social, el querer así acercarse ahora a una espiritualidad diferente. Porque sería imposible respirar a esos espíritus cultivados la atmósfera tan asfixiante de Roma por entonces.

Tanto llegaría la decidida conversión piadosa -y artística- del romano Casiodoro que acabaría creando un monasterio en Italia en el año 555. Allí se retiraría lejos de las convulsas luchas sociales para dedicarse a la promoción de las artes liberales. En ese monasterio se refugiarían otros seres desesperados, no tan elevados como él, seres entonces desheredados pero, sin embargo, todos seres decididos a conservar y potenciar la cultura más allá de ese terrible desorden social tan decadente. Un lugar donde no tendrían que preocuparse por su manutención o cuidado. De ese modo terminarían siendo todas las clases sociales las que acabarían transmitiendo el antiguo saber clásico. Esto es un hecho extraordinario: el cristianismo incorporaría a la sociedad de aquellos años a todos los seres, con independencia de su origen social, para así poder desarrollar sus propios talentos, algo que luego supuso en la historia el desarrollo paulatino de la oportunidad del mérito personal frente a los derechos de sangre.

El cristianismo, por tanto, transformaría el destino elitista exclusivo de la creación artística. Siglos después, cuando el Renacimiento terminara siendo la otra gran revolución habida en la historia, la Iglesia también fomentaría y apoyaría el Arte más maravilloso jamás creado. Cuando a finales del siglo XVI el cardenal italiano Odoardo Farnese -hijo del gran Alejandro Farnesio, nieto bastardo del emperador Carlos V- decidiera decorar su extraordinario palacio romano con la más maravillosa belleza pictórica del momento, buscaría un pintor desconocido entonces pero muy prometedor, Annibale Carracci. Este pintor del Barroco inicial italiano fue muy atrevido y sus alardes artísticos no ocultaban la mayor sensualidad representada y reconocida luego en el Arte. El curioso cardenal Farnese deseaba poder admirar aquellos voluptuosos y hermosos cuerpos desnudos -gracias a la mitología y al Arte- sólo para él, lejos entonces de las miradas reaccionarias y obtusas de las carcas mentes pecaminosas de finales de aquel siglo artísticamente primoroso.

¿Qué hizo que El Greco pudiera acometer su especial y manierista creación artística en sus inicios, a pesar de no haber sido del agrado del mayor de sus mecenas -el rey español Felipe II-? Su viaje a Italia durante el año 1570 fue providencial pues acabaría conociendo al miniaturista Giulio Clovio, un artista muy influyente que terminaría apoyando en Roma al gran pintor cretense. En esos círculos artísticos romanos, muy atrevidos para entonces, El Greco conseguiría destacar con una creatividad muy sublime y original, algo que culminaría tiempo después en España en la creativa ciudad de Toledo, durante los años de mayor alarde compositivo de este extraordinario pintor manierista. Los ambientes regios que el genial Goya frecuentara en la corte española de finales del siglo XVIII tuvieron con él una extraordinaria labor de mecenazgo. Uno de los personajes más curiosos de la familia real que más le apoyaría -uno de sus mejores amigos- lo fue el infante Luis Antonio de Borbón (1727-1785). Hijo menor del viejo y longevo rey Felipe V, este infante español se enfrentaría con el círculo más arcaico y reaccionario de la corte. Dejaría la vida religiosa -a la que le habían dirigido desde su niñez- para casarse con una mujer ilustrada y moderna treinta años menor que él. Una de sus hijas -retratada por Goya- acabaría siendo la esposa del fatídico político y gobernante español Godoy.

Pero muchos años después otros afortunados creadores, los que comenzaron a principios del siglo XX con el invento del cinematógrafo, acabaron siendo también como aquellos privilegiados artistas -Velázquez o Rubens- que pudieron componer sus obras sin necesidad de nadie. Así nacieron directores de cine que produjeron sus propias y geniales obras. Hasta que las productoras llegaron luego y lo cambiaron todo. Entonces, para ese momento, la creación cinematográfica se escindiría por completo. Ahora se idearían obras por unos productores que otros -los directores- realizarían con sus formales métodos técnicos. ¿De quién, entonces, era la autoría real de la creación terminada? El gran director Orson Welles lo fue de todo: crearía, idearía, realizaría, promovería y disfrutaría con toda su obra cinematográfica. Algunos otros directores sólo acabaron, a cambio, desarrollando lo que otros cineastas pensaron antes que ellos, o idearon de verdad. Muchas de las obras clásicas de cine que hoy vemos y admiramos en la pantalla no fueron creadas por la mente inicial de un director. Fueron otros, olvidados incluso, los que quisieron que aquello se hiciera de ese modo fuera como fuese. Que ese arte visual pudiera vivir, existir y verse y que acabara, al fin, resurgiendo más allá de las insinuadas maneras de poder llegar, técnicamente, a producir una creación artística determinada.

(Obra Mecenas presentando las Artes a Augusto, 1745, del pintor italiano del barroco final Tiépolo, Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Óleo Retrato de Giulio Clovio, 1572, del pintor El Greco, Italia; Fresco del techo del Palacio Farnese, Roma, 1595, Annibale Carracci; Cuadro Venus con Sátiro y Cupido, 1588, de Annibale Carracci, obra muy atrevida del pintor barroco italiano; Fotografía del genial cineasta Orson Welles; Cuadro Retrato del infante Luis Antonio de Borbón, 1783, Goya; Magnífico óleo de El Greco, de su época romana, La Piedad, 1576, Colección norteamericana, EEUU.)

5 de febrero de 2013

La imagen es capciosa, puede enmascarar la verdad tanto como potenciarla.



Uno de los lienzos más grandes -en dimensiones físicas- del mundo del Arte es probablemente Las bodas de Caná, del pintor veneciano Paolo Veronese. Se encuentra este enorme lienzo en el museo parisino del Louvre. Es impresionante presenciarlo en una sala no muy grande, además. Porque es imposible mirarlo apropiadamente en solo un momento de visualización -el que se utiliza más o menos en un museo-, pues sólo podrá presenciarse un poco y desde muy lejos. Hay que distanciarse mucho para apreciar así su majestuosidad y la gran obra maestra de Arte que es, son casi diez metros de anchura y siete de altura. Para esas dimensiones se precisaría todo un medio día quizá para disfrutar adecuadamente de toda su visión artística. Para aquel que desconozca las dimensiones reales del lienzo de Veronese la sorpresa al verlo por primera vez es también enorme. Se suelen conocer las obras de Arte por sus reproducciones iconográficas o sus imágenes en libros, en estampas o en grabados, pero la verdadera dimensión de algo, si se desconoce -y es lo más normal-, nunca se llegará a saber bien hasta que no se tope uno con la realidad de lo que eso es verdaderamente. Por tanto, la imagen desubicada, es decir, la representación trasladada de su soporte original, de su sentido original -objeto real traspasado a algún otro tipo de medio visual-, dejará por completo de ser fiel a lo que su esencia verdadera es, a lo que en verdad quiso el creador hacer y componer con ello. La falsedad o la torticera parcialidad de las cosas llegará a alcanzar entonces niveles de engaño sublime para quien quiera conocerlo. Porque puede confundir a cualquiera. Por esto la frase de una imagen vale más que mil palabras puede ser o no verdad en comparación con la descripción literal -también capciosa- de lo que representa, porque ésta -la descripción real- puede no ajustarse tampoco a la realidad de lo que su visión nos proporcione.

Cuando al pintor cretense Doménikos Theotokópoulos -El Greco- le pidieron que crease una obra sobre la flagelación de Cristo antes de su pasión, el gran autor manierista español llevaría a cabo una de las más maravillosas obras de Arte realizadas jamás sobre ese tema en la historia. Nada parece en el lienzo que tenga que ver con una flagelación. El mismo Jesucristo incluso se muestra aquí satisfecho ahora ante los seres que, aparentemente, van a maltratarle, a torturarle o a herirle dura, despiadada y brutalmente. Pero, claro, ¡esto es Arte!, lo único que puede permitirse la desvirtualización de la realidad desde supuestos o paradigmas que sólo obedecen al Arte. Es como la obra del año 1650 Retrato de madre del pintor Rembrandt. Al parecer es la madre del artista. Aunque su rostro no parece ni el de una madre ni el de una anciana ni el de una mujer siquiera. Aquí el gran pintor barroco holandés lleva a cabo su virtuosismo como dibujante a niveles extraordinarios. Para él eso es lo importante: el Arte. Lo demás, la verosimilitud idealizada de un personaje, no le interesa para nada. Aun a pesar de desfavorecer a la modelo, en este caso su propia madre. Pero, claro, el Arte puede utilizar como quiera sus recursos especiales para elaborar una creación. Los creadores no buscan significar la representación exacta de la cosa, sea ésta la que sea. No, los creadores crean simplemente Arte. Pero, sin embargo, éste, el Arte, se diferencia de la imagen torticera en que ésta tiene un objetivo evidente o disimulado: resaltar parte de la verdad de un modo interesado. Y parte de la verdad nunca será la verdad. No, no lo es nunca. Porque para comprenderla, para conocer completa, real, auténtica y absolutamente la verdad, es preciso presenciar o estar junto al objeto en cuestión, mirarlo ahora frente a frente o desde diferentes perspectivas o visiones laterales... Unas visiones que entonces nos harán comprender sin error la verdadera naturaleza de lo que estemos observando.

(Óleo Las Bodas de Caná, 1563, Paolo Veronese, Museo del Louvre, París; Cuadro El expolio, 1579, El Greco, Catedral de Toledo, España; Retrato de Madre, 1650, Rembrandt; Fotografía de la actriz y cantante norteamericana Jennifer López, ¿desarreglada?; Fotografía de la misma actriz en otra representación diferente; Fotografía de la Alameda de Hércules, Sevilla, Huelga de Basuras, Febrero 2013; Fotografía de la misma Alameda, Sevilla.)

26 de enero de 2013

La diversidad humana o las enormes diferencias de una misma naturaleza, igual y diferente.



Nada hay más diferente que un ser humano a otro, aun de la misma familia, del mismo cigoto biológico casi, de la misma naturaleza o de los mismos genes duplicados incluso. Las tendencias artísticas han mostrado esa peculiaridad -la individualidad retratada- mejor que ninguna otra cosa en el mundo. Como vemos aquí ahora, los rostros humanos son todos distintos en estas representaciones artísticas. Porque los ojos, las arrugas, las sienes, las cejas, la mirada, el semblante y hasta el mismo color que de la piel humedecida se refleje así lo son también. Sin embargo, el Arte -en su maravillosa forma de expresar lo inexpresable- añadirá ahora algo más a todo eso: el sesgo inmaterial del modo de ser de cada rostro. Es decir, la manera ahora tan particular de interpretar el carácter o la singularidad de la esencia interior que un semblante humano refleje en su imagen. Los seres humanos no nos parecemos en nada los unos a los otros. Un médico y un biólogo se alarmarían ante esa afirmación; un psicólogo menos, un creador nada. La individualidad peculiar -única- de los seres humanos es tal que asustaría pensar cómo es posible que podamos vivir todos juntos en sociedad.

Es como en el Arte, ¿podríamos en un museo visualizar sereno la obra de Velázquez -pintor clásico de maneras excelentes- al lado justo de la de Seurat -pintor neoimpresionista de rasgos peculiares-? Ambas obras son Arte, magnífico Arte, pero se catalogarán en áreas diferentes y nuestros ojos irán adaptándose cada vez, poco a poco, a sus claras diferencias o a sus sentidos estéticos particulares, es decir, a lo que cada tendencia artística o cada estilo personal el creador hubiese querido reflejar en su lienzo artístico. Así también sucederá con los seres humanos, particularmente con los tan sofisticados intelectual o interiormente... Y, entonces, ¿cómo podremos vivir juntos y, a la vez, parecernos aparentemente tanto? Por la imitación, algo heredado de la evolución de los antiguos primates. Es esta una característica evolutiva de nuestro género homo que nos ha permitido, y nos permite, sobrevivir aliados. Es decir, que acabaremos pareciéndonos un poco más, cada vez, al congénere que tenemos al lado.

Terminaremos imitándonos, aprendiendo -inconscientemente- de aquel otro individuo que, algo antes que nosotros, hubo comprendido o aprendido alguna cosa valiosa para sobrevivir. Esto es lo que -sin quererlo exactamente así- nos sucederá a los humanos para parecernos unos a otros. Pero, sin embargo, no somos nada iguales. Somos todos tan diferentes, con una magnitud tal de diversidad genuina, que asombraría la reacción si nos dejáramos -como en el Arte- representar con la libertad que los pintores crearon en sus obras. Y esta es una de las grandezas -entre otras muchas- que el Arte nos ofrecerá también con sus obras. Comprender que un rostro humano, por ejemplo, puede ser mucho más diferente -trascendente incluso- que los propios surcos físicos, las sinuosidades, los ángulos o las formas que de su perfil iconográfico se hubiese ofrecido con los siglos y su evolución. Mucho más. Tanto como la interpretación -manierista, barroca, realista, impresionista, simbolista, fauvista o surrealista- que de las cosas intangibles o misteriosas de la vida haya podido el Arte -y puede aún- del todo imaginar entre sus obras.

(Óleo renacentista El hombre de la rosa, 1495, del pintor Andrea Solari; Cuadro del pintor veneciano Giorgio Barbarelli -Giorgione-, Hombre joven, 1506; Óleo manierista Retrato de un anciano, 1570, del pintor Giovanni Battista Moroni; Obra barroca de Velázquez, Retrato de un hombre, 1628, Nueva Jersey, EEUU; Cuadro Retrato de joven, 1597, del gran Rubens, Nueva York, EEUU; Óleo del Romanticismo inicial español, Retrato de caballero, 1795, del pintor Vicente López, Pamplona, Navarra; Obra realista del pintor simbolista Arnold Böcklin, Retrato de un joven romano, 1863; Obra adolescente realista del genial Picasso, El viejo pescador, 1895, Museo de Monserrat, Barcelona; Cuadro impresionista de Vincent van Gogh, Retrato de Pére Tanguy, 1887; Óleo postimpresionista de Paul Cezanne, El fumador, 1895, San Petersburgo, Rusia; Cuadro simbolista del pintor Louis Welden Hawkins, Retrato de hombre joven, 1881, Museo de Orsay, París; Cuadro del neoimpresionista George Seurat, Pequeño pensador en azul, 1882, Museo de Orsay, París; Obra del Modernismo, del pintor francés Christian Bérard, Hombre en azul, 1927, Texas, EEUU; Cuadro fauvista del pintor Matisse, Retrato de Derain, 1905, Tate Gallery, Londres; Obra expresionista, Retrato de Ludwind Ritter von Janikowsky, 1909, del pintor Oskar Kokoschka, EEUU; Cuadro Naif, Retrato de Picasso, 1999, de pintor colombiano Botero; Obra surrealista del genial René Magritte, El hijo del hombre, 1964.)

20 de enero de 2013

El medio más indeleble, hermoso, contemporizador y genial del Arte: la Obsidiana.



Cuando en la antigua Nueva España -actual México- se descubriera el mineral de plata fue en el año 1552. Fueron andaluces los españoles que hicieron posible una de las mayores actividades económicas durante la edad moderna hispanoamericana. Con ella España conseguiría las fuentes de donde emanaría el más grande poder político que en el siglo XVI hubiese soñado reino alguno. Todo comenzaría con el onubense Alonso Rodríguez de Salgado, que llegaría en el año 1534 a la Nueva España. Dos años después alcanzaría las estribaciones de la Sierra de las Navajas en la extraordinaria cordillera de la Sierra Madre Oriental, la gran cadena montañosa que zanja casi todo el territorio mejicano de norte a sur por la parte más central del continente. Porque ahí fue donde años después -en 1552- Rodríguez de Salgado amanecería con su ganado en una mañana fría y desolada. Decidió entonces encender un fuego para calentarse. Al acabarse la fogata los restos calcinados habían despejado el suelo de maleza y descubierto unas curiosas piedras oscurecidas. La plata refulgía entonces brillante entre las costras minerales que la cubrían poderosa. El mineral argentífero fue a partir de entonces la única razón de ser de la pequeña población mejicana de Pachuca de Soto. La excelente prestancia de la plata estaba, sin embargo, rodeada de escoria, es decir, de restos petrificados que ningún valor poseía y la hacían de imposible uso.

Así que no fue hasta que el sevillano Bartolomé de Medina llegase a Méjico en el año 1554 y descubriese en las minas de Pachuca la forma de separar la plata de los restos ahora de mercurio, material que servía para limpiar de escoria el preciado y deseado mineral argentífero. La Sierra de las Navajas -situada en el estado de Hidalgo- las visitaría en el año 1803 el naturalista Alexander von Humboldt. El geógrafo alemán las empezaría llamando Sierra de los Cuchillos por sus abundantes yacimientos de obsidiana. La obsidiana era una curiosa roca vítrea que se había formado por la solidificación rápida del magma expulsado por los volcanes durante su erupción. Todas las culturas mesoamericanas utilizaron esta piedra negra para sus útiles domésticos y militares, resultando especialmente eficaz por los afilados bordes causados en sus fragmentaciones. Una antigua leyenda azteca contaba cómo la hermosa amante -llamada  Xochitzol, flor de sol-  enamorada de un guerrero azteca, ahora alejado de ella, subiría una vez a lo alto de una montaña y comenzaría entonces a llorar desconsolada. Uno de los dioses aztecas le preguntaría por qué ella lloraba así. Entonces le contesta la joven que trataba de esa forma que sus lágrimas fuesen un faro de luz que pudiese guiar a su amado hasta ella. Así fue cómo los dioses convirtieron sus lágrimas en la maravillosa piedra obsidiana.

La obsidiana se convertiría en un material imprescindible para los pueblos mexicas. Su utilización sangrienta -cuchillos afilados para sacrificios humanos- se complementaba con la elaboración de los magníficos objetos labrados de artesanía y ornamentación decorativa que permitían sus vetas maravillosas.  Cuenta otra leyenda prehispánica que la vida de los primeros hombres sería muy dura y difícil en la Tierra, que debían luchar contra las bestias o los animales más salvajes para poder alimentarse y sobrevivir. En cierta ocasión debieron salir todos los hombres a cazar, dejando a las mujeres y a los niños solos en la cueva protectora. Las mujeres y sus hijos estarían a cubierto en su refugio pero sin ningún tipo de armas. Sucedió entonces que un grupo de hienas feroces y hambrientas atacaron la cueva sin piedad. De pronto el pequeño hijo de uno de aquellos guerreros, llamado Obsid, tomaría del suelo una filosa negra piedra que acabaría atando a un palo a modo de lanza, enfrentándose decidido a los terribles depredadores. Acabaría recibiendo luego los honores de la tribu y en su memoria aquella útil piedra negra recibiría su nombre.

Los españoles comercializaron las riquezas de la Nueva España entre los siglos XVI y XVII. Los privilegiados canónigos de la metrópoli, como lo fuera el sevillano Justino de Neve, dispondían de intereses comerciales y rentas de aquellas minas mejicanas de Pachuca. Este sacerdote español iniciaría a mediados del siglo XVII una relación profesional y artística de lo más fructífera con el mejor maestro pintor barroco de la ciudad hispalense: Murillo. En una ocasión el pintor sevillano retrataría agradecido a Justino de Neve por contratar sus pinturas para la catedral y para otras iglesias. Hasta que un día le trajeron al canónigo de Neve de aquella Sierra Madre mejicana unos trozos de la piedra oscurecida de la obsidiana. Le pediría el canonigo entonces a Murillo que las utilizara para crear sobre ellas su prodigioso y maravilloso Arte barroco. El pintor español no lo dudaría y crearía así, de ese modo tan curioso, pintadas sobre ellas, las únicas obras maestras barrocas sobre obsidiana de toda la Historia del Arte.

(Fotografía del volcán Popocatepelt, Estado de México, México; Imagen del Parque Nacional de El Chico, Sierra Madre Oriental, Estado de Hidalgo, México; Obra Sacrificio en noche de Obsidiana, 2007, del pintor mexicano Joaquín Martín Rojas Hernández, México; Imagen de una Obsidiana verde; Óleo sobre obsidiana -el creador utilizaría las propias vetas naturales de la piedra para simbolizar así los rayos celestes y divinos- La oración en el huerto, 1685, Murillo, Museo del Louvre, París; Óleo sobre obsidiana Natividad, 1670, Murillo, Houston, EEUU; Óleo Retrato de Justino de Neve, 1665, del pintor barroco Murillo, National Gallery, Londres.)
 

13 de enero de 2013

El amor representado por un Arte interesado, aliado, expansivo y liberador...



Habría sido el Romanticismo decimonónico el que viniera a transformar la representación más desinhibida, reivindicada y elevada del sentimiento amoroso más inevitable... Aunque la literatura medieval tuvo su anticipación en las historias o leyendas del apasionamiento amoroso más desaforado, el mundo no se permitiría evidenciarlo claramente hasta llegado el siglo XIX. Porque sería Dante, el gran poeta italiano del siglo XIII, quien contase la historia adúltera de Francesca de Rimini y Paolo Malatesta de Verruchio. Y pudo hacerlo sin problemas porque por entonces muy pocos leían aún, y, además, lo contaría el poeta desde el propio infierno... Desde ese desconocido lugar del inframundo que le permitiera a Dante desnudar las estúpidas rigideces de una sociedad mezquina e intolerante. En Rimini, una pequeña población de la Emilia-Romaña italiana, vivieron los protagonistas de esta famosa y triste historia de amor medieval. Y allí, entre los enfrentamientos sociales de güelfos (partidarios del poder territorial del papado) y gibelinos (partidarios del poder imperial contrario), regiría como magistrado supremo de la ciudad el condottiero Malatesta. 

Su hijo mayor Giovanni, un hombre físicamente poco afortunado, le seguiría pronto en sus hazañas bélicas y poderosas. Así que sería Giovanni el designado para celebrar un matrimonio acordado y necesario entre aquellas dos facciones familiares. Francesca era la hija hermosa, joven y obediente de Guido de Polenta. Ambas familias establecieron una unión obligada e inevitable durante el año 1275. Sin embargo, cuando Francesca de Polenta conoce poco después al hermano menor de Giovanni, Paolo Malatesta, quedaría absolutamente imbuida del arrebato más desolador y poderoso que la especie humana pueda desarrollar entre sus miembros. Paolo era todo lo contrario a su hermano: un ser atractivo, cultivado y entregado a la literatura y sus narraciones poéticas. Unas narraciones que la clase adinerada se permitía orgullosa y satisfecha de poder promocionar. Y entonces fue Paolo el maestro elegido para atesorar, con su lírico saber, las necesitadas frustraciones o las fervientes pasiones tan desvaídas de su insatisfecha cuñada. En una famosa ópera de comienzos del siglo XX, su autor italiano, Gabriele d'Annunzio, describiría -en su segundo acto- la escena tan paradigmática que el Arte enmarcaría luego, de modo tan sublime, entre las eternas sensaciones de aquel sinsentido vital y poderoso. Cuando Paolo está leyéndole a Francesca un poema suyo, como en tantas otras ocasiones lo hiciera, sucedería entonces que toda aquella inhibición de antes se deformaría por completo convirtiéndose ahora, irremediablemente, en un deseo amoroso del todo irrefrenable.

A cambio de esas otras veces inocuas de antes, ahora el verso acabaría transformándose en un beso..., y la pasión desanudada desbocaría así en la mayor tragedia amorosa medieval conocida por entonces. En ese mismo momento, cuando ambos amantes se entregaban a su deseo pasional, Giovanni los sorprendería a los dos... sin quererlo. Y, sin quererlo, los asesinaría a los dos también. En aquellos años los amantes adúlteros eran condenados para siempre a la eternidad más pavorosa y desalmada. Tan sólo sería el gran poeta Dante quien los cubriría de gloria gracias a su divino canto poético. En su gran obra literaria La Divina Comedia Dante los retrata elogioso a ambos, compasivo e inspirado gracias a sus hermosos, indelebles e incisivos versos medievales. Algo que después, mucho más tarde, pasaría de la palabra a la imagen, de la rima a los óleos seductores de aquellos románticos pintores decimonónicos, unos creadores artísticos ahora cómplices, inspirados e inspiradores, de toda aquella inevitable, dulce, exultante y apasionada emoción romántica. Toda una emoción por entonces, sin embargo, del todo ya transformada por el crimen en una muy estéril e inútil pasión...

(Óleo Francesca de Rimini y Paolo de Verruchio observados por Dante y Virgilio, 1855, del pintor francés de origen holandés Ary Scheffer, 1795-1858; Cuadro Muerte de Francesca de Rimini y Paolo Malatesta, 1870, del pintor Alexandre Cabanel, Museo de Orsay, París; Obra prerrafaelita Paolo y Francesca, 1867, del pintor Dante Gabriel Rossetti; Obra del pintor austriaco Ernst Klimt -hermano menor de Gustav Klimt-, Paolo y Francesca, 1890, Museo Belvedere, Viena; Cuadro Francesca de Rimini y Paolo Malatesta, 1837, del pintor escocés William Dyce; Obra Francesca de Rimini y Paolo, 1870, del pintor italiano Amos Cassioli; Dos obras del pintor neoclásico Ingres, Giovanni descubre a Paolo y Francesca, 1819, y detalle de otra obra del mismo autor, Paolo y Francesca, 1819.)

9 de enero de 2013

Cuenten que viví en los tiempos de Héctor..., cuenten que viví... en los tiempos de Aquiles.



En una de sus películas el director de cine Woody Allen nos sorprende -como siempre- con uno de sus discursos ingeniosos en boca de uno de sus personajes, diciendo algo así: Posee complejo de nostalgia de otro tiempo, piensa que los años veinte en París fueron el mejor momento para haber vivido y para sentir la musa de la inspiración creativa. Cuando el protagonista logra -gracias al milagro del cine- regresar ahora a esa época parisina de entonces, consigue relacionarse con los seres más fascinantes de aquel momento culturalmente excelso. Sin embargo, una de las muchas amantes de Picasso con las que consigue hablar, de pronto le dirá:  Ah, que maravilla la Belle Epoque -años finiseculares del XIX-, esa sí que fue una época única. Aun así, cuando alcanza el protagonista -volvemos a la maravillosa magia cinematográfica- a ir a una época anterior a los años veinte, ahora los pintores Monet y Degas alabarán el Renacimiento como la más sublime, extraordinaria e inspiradora época del mundo para vivir y crear.

¿Cualquier tiempo pasado fue mejor...? Por ejemplo, cultural y artísticamente, ¿quién se atreve a afirmar lo contrario? Porque en este momento histórico que vivimos hoy se está desarrollando el mayor cambio cultural y social producido nunca, la mayor transformación vivida por el hombre como nunca antes. Ya comenzaría hace treinta años aproximadamente y su evolución es cada vez más rápida, progresiva, duradera y determinante. Tecnológicamente estamos aún en la infancia de nuestro acontecer. Y la tecnología ha transformado absolutamente los medios, las formas, las recreaciones, los estímulos, el ocio, el trabajo y las fantasías de los humanos como nunca antes se había producido en la historia. Seguiremos expresando nuestras contradicciones, nuestros miedos, nuestras aflicciones o nuestras emociones con cualquier tipo de arte..., pero, sin embargo, todo será muy diferente a como antes -desde las paredes pétreas de las cuevas primitivas hasta los lienzos sublimes de los artistas de principios del siglo XX- se hubiese llegado a expresar en un soporte visible a nuestros ojos ávidos.

Por eso el Arte será arqueología cultural dentro de poco. Nos seguirá fascinando ver las creaciones artísticas de antes como nos fascina ver ahora los esqueletos paleontológicos. No es esto desmerecedor de nada, todo lo contrario, el Arte conseguirá aumentar su valor y admiración con el paso del tiempo aún más todavía. Pero ya está, se acabó. Como se acabaron los dinosaurios, a pesar de que deseen reactivar el ADN imposible de sus restos petrificados en la tierra. Posiblemente, lo que sí se ha conseguido en estos últimos años sea un mayor conocimiento e interés por el Arte como nunca se había alcanzado antes. Y eso es sintomático de que su valor ha pasado, tal vez, de ser solamente algo estético a ser casi, casi, algo muy espiritual... Lo necesitamos más de lo que creemos, como los dioses fueron necesitados cuando el hombre comenzara a emanciparse de sus dominios olímpicos y tuvieron que aprender entonces a luchar, solos, en el campo despiadado de la evolución implacable.

Pero el ser humano no puede dejar de crear o de expresar de nuevo todas sus angustias y deseos con sus inspiradas y atrabiliarias nuevas formas de creatividad. Y es cuando ahora surgirán, de la mano de la última tecnología, las nuevas maneras de seguir fascinando a los demás -y el propio creador a sí mismo- para poder obtener así lo mismo que entonces, sólo que ahora de otra forma distinta. ¿Cuál será la mejor forma? ¿Cuál es la que auténticamente consiga emocionar aún más al hombre? No se sabe. El futuro es tan imprevisible que pocos autores se atreven a recrearlo con alguna forma desafortunada de ciencia-ficción. No quieren hacer el ridículo que otros hicieron antes. Estamos en el camino de un mundo diferente. Y esta es la angustia y, a la vez, la mayor y más fascinante de las tesituras que nunca humanidad alguna hubiese conseguido, siquiera vagamente, llegar a comprender con sus anhelos.

(Óleos del Renacimiento: La edad de oro, 1587, Jacopo Zucchi, Galería de los Uffizi, Florencia; La edad de plata, 1587, Jacopo Zucchi, Uffizi, Florencia; Óleos Impresionistas: Dos bailarinas en reposo, 1898, Degas, Museo de Orsay, París; Cuadro de Monet, Sauce llorón, 1919; Obra de Picasso, Los techos azules, 1901, Oxford, Inglaterra.)