19 de agosto de 2011

La fuerza de la emoción de un pueblo, su personalidad, su compromiso, su historia y su Arte.



A mediados del siglo XVIII se llegaría a vivir en Rusia un importante momento histórico. Desde que el poderoso zar Pedro I el Grande (1672-1725) terminase de gobernar en el año 1725, habiendo transformado Rusia de un feudo medieval a un estado imperial europeo moderno, se llegaron a suceder en el trono imperial nada menos que cinco monarcas en treinta y siete años. Así que cuando los intereses de dos de sus vecinos, Austria y Prusia, compitieron por su influencia en la veleidosa corte rusa, las conspiraciones prusianas acabaron ganando la partida de la influencia política. El nieto del gran Pedro I, Pedro III, fue el elegido para suceder a su tía, la ajada y envejecida zarina Isabel I. Porque cuando Sofía von Anhalt-Zerbst (1729-1796), una inteligente y ambiciosa joven de la baja aristocracia alemana, fuera presentada a Isabel I de Rusia para ser la futura consorte imperial, quedaría ésta muy impresionada por su especial personalidad, atractivo y belleza. Sin embargo, la felicidad conyugal de ambos herederos fue del todo inexistente, a pesar del irresistible deseo... de gobernar de ambos. A la muerte de la zarina Isabel, Pedro III alcanzaría, por fin, el trono ruso. Seis meses después, el amante de su esposa Sofía, el apuesto y belicoso Grigori Orlov, aprovecharía una estancia del zar fuera de San Petersburgo para levantarse contra él. Proclamaría entonces a Sofía como la zarina Catalina II de Rusia. Al parecer, el débil Pedro III no pediría más que le dejasen tranquilo en su retirada finca rusa, donde fallecería meses después a manos del hermano de Grigori, Alexei Orlov.

Catalina II de Rusia quiso ampliar todavía más la europeización de la retrasada Rusia. Las ideas ilustradas de Europa fueron llevadas entonces a todos los ámbitos de gobierno, tratando de reformar leyes que mejoraran la vida y costumbres de sus gobernados. Durante el año 1772 llegaría a Rusia como ayudante de Alexei Orlov un joven militar español, José de Ribas y Boyons (1749-1800). Gracias a su ambición y arrojo, el joven oficial español conseguiría participar en algunas batallas, defendiendo la bandera rusa y asesorando al gobierno en construcciones civiles. Así hasta llegar también a obtener la mano de una de las hijas ilegítimas -habidas con Orlov- de Catalina II de Rusia. José de Ribas sería enviado al sur de Rusia, cerca del mar Negro, donde las conquistas eslavas a los otomanos hacían prosperar mucho a ávidos aventureros como él. Llegaría a fundar una ciudad rusa en plena Ucrania, Odesa, lo que lograría hacer además en un tiempo récord. A la muerte de Catalina II, su hijo Pablo I alcanzaría el título de zar. El aventurero español fallecería antes de la derrocación de este nuevo zar, en la que él habría intervenido como conspirador con la intención de facilitar el trono a un nuevo sucesor, el zarevich Alejandro.

En la primera mitad del siguiente siglo XIX Rusia se vería abocada a seguir reformándose poco a poco. Por entonces, los intelectuales y artistas rusos se unieron para expresar así la necesidad de cambiar el rígido orden social existente en el imperio. Pensaron que un nuevo Arte ruso podría iluminar al pueblo ruso y que lo mejoraría gracias a un nuevo gusto y sentido artísticos. Además de crear así una economía de obras artísticas que atrajese compradores interesados de fuera del país. Se llamaron Sociedad para exposiciones de Arte itinerante. Sus obras buscaban por entonces reflejar la realidad dura e inmisericorde del país, aunque siempre con la fuerza apasionada del sentimiento ruso, con su personal y propio estilo artístico eslavo. Fueron muchos los pintores rusos que, a lo largo del siglo XIX, dedicaron su vida, su emoción artística o su talento a tan grandiosa y elogiosa tarea artística y social. Esta es una pequeña muestra de las obras y de los artistas de ese extraordinario pueblo.

(Cuadro del pintor ruso neoprimitivista Kasimir Malévich, 1878-1935, La segadora, 1932; Óleo Anciano con muletas, 1872, del pintor ruso Iván Kranskoi, 1837-1887; Retrato de la zarina Catalina II la Grande de Rusia, 1760, de Iván Argunov, 1727-1802; Retrato de Grigori Orlov, 1763, del pintor ruso Fyodor Rokotov,  1736-1808; Retrato de José de Ribas, 1797, del pintor austriaco Johhan Baptist Lampi, 1751-1830; Retrato de la hermosa condesa Skavronskaia, 1796, cortesana de Catalina II, la más bella de Rusia y de Europa, pintada por la pintora francesa Marie Louise Vigee-Lebrun, 1755-1842; Autorretrato, 1878, del gran pintor ruso Iliá Repin, 1844-1930; Óleo Danza ucraniana, 1927, del pintor Iliá Repin; Cuadro Roble fracturado por un rayo, 1842, del pintor romántico ruso Maxim Vorobiev, 1787-1855; Óleo La Bella, 1915, del pintor ruso Boris Kustódiev, 1878-1927; Cuadro Arresto de un propagandista, 1890, de Iliá Repin; Óleo Campos de Centeno, 1878, de Ivan Shishkin, 1832-1898; Retrato de Maria Lopukhina, 1797, hermana de una amante del zar Pablo I, del pintor ruso Vladimir Borovikovsky, 1757-1825; Cuadro del pintor ruso Alekséi Savrásov, 1830-1897, Los grajos han vuelto, 1871.)

16 de agosto de 2011

La Belleza utilizada como influencia bienhechora y los expolios de algunas obras sevillanas.



Desde que Carlomagno llegara a coronarse emperador de Occidente en el año 800, Europa no volvería a estar unida bajo un mismo cetro imperial hasta que el hijo de Matilde de Ringelheim, Otón I, consiguiera proclamarse en el año 936 heredero de aquel imperio carolingio. Había nacido la hermosa Matilde en la villa de Engern, Westfalia (Alemania), y era hija del conde sajón Teodorico y de Rainilda de Frisia. Sus padres confiaron su educación a su abuela, la abadesa del monasterio de Herford, llamada también Matilde. Allí adquirió la joven heredera los conocimientos propios de una doncella aristocrática de su época, el temor de Dios y una amplia cultura. El duque de Sajonia de entonces, Enrique, futuro heredero al trono de la Francia Oriental (Alemania histórica) -una de las divisiones del gran imperio desmembrado de Carlomagno-, llegaría a establecer las bases para un sueño político de siglos: un gran imperio germano. Pero necesitaba para tan gran empresa una extraordinaria mujer. Así que fue informado de que esa especial mujer existía y se encontraba en un monasterio de Herford en Renania. Tantos maravillosos adjetivos le asignaron a Matilde que el duque no dudó en viajar al convento renano. Cuando la vio y la escuchó, Enrique de Sajonia quedaría asombrado por la belleza y personalidad de Matilde de Ringelheim. Consiguió ella con su matrimonio llegar a ser duquesa de Sajonia, reina de Alemania y, por fin, emperatriz de Germania. Los hombres por entonces podrían hacer un mal uso de la belleza, pero ahora ésta servía para un épico y grandioso designio...  Enrique I de Germania se sintió muy atraído por la belleza de Matilde de Ringelheim y así la virtuosa y hermosa mujer tuvo sobre Enrique una influencia bienhechora. Su virtuosa personalidad tuvo también en el pueblo alemán un sincero y querido reconocimiento. En el año 936 Enrique de Germania fallecería dejando todas las tribus germánicas unidas por fin bajo un mismo trono. Matilde llegó a tener con él tres hijos. Aunque el mayor -Otón- era el heredero, ella quiso apoyar mejor a su otro hijo Enrique. Sin embargo Oton fue finalmente coronado en Aquisgrán en el año 936 como rey de Germania y, luego, proclamado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico con veintiséis años, el primero en la historia.

Expulsada de palacio por el rey, Matilde de Ringelheim tuvo que regresar de nuevo al monasterio. Años después la perdonaría Otón y regresaría a palacio desde donde se dedicó a realizar obras de caridad y a fomentar la fundación de monasterios. Moriría en uno de ellos la noche del catorce de marzo del año 968. Cuando los jesuitas recibieron en el año 1600 unos terrenos en donación en la ciudad de Sevilla -por doña Lucía de Medina-, decidieron proyectar una nueva sede dedicada al santo rey Luis de Francia. Planearon construir un colegio, un noviciado y una iglesia. Esta última tardaría casi un siglo en realizarse, pero los otros edificios fueron acabados pronto. Para la capilla del noviciado de San Luis de los Franceses encargaron los jesuitas al taller de Zurbarán unas pinturas de santas que ofrecieran el ideal de belleza y virtud. El pintor barroco Francisco de Zurbarán (1598-1664) ingresaría con dieciséis años en el taller sevillano del maestro Díaz de Villanueva, desarrollando en Sevilla gran parte de su trabajo artístico. Cuando los franceses invadieron la ciudad andaluza en el año 1810 el mariscal napoleónico Soult decidió apropiarse -robar- de muchas obras de Arte desperdigadas en los conventos e iglesias de la ciudad. El motivo oficial fue exponerlas en un gran museo en Madrid o París. Las pinturas expropiadas se trasladaron todas al Alcázar sevillano. Unas mil pinturas fueron allí depositadas. Al acabar la guerra de la independencia en el año 1814 llegaron a salir de Sevilla cuatrocientas obras de Arte. Sabrían los franceses muy bien qué obras debían requisar en la ciudad. El pintor y crítico de Arte español Agustín Cea Bermúdez había publicado en el año 1808 un catálogo, Diccionario de Artistas españoles, donde se indicaban las mejores obras de Arte españolas y sus ubicaciones. Ha sido uno de los más grandes expolios artísticos del Barroco llevado a cabo en toda la historia de la humanidad, y, como consecuencia, terminaría por destinar a cientos de obras maestras sevillanas por todo el mundo.


(Cuadros del Taller sevillano de Arte de Zurbarán: Santa Marina, Santa Matilde de Ringelheim y Santa Catalina, siglo XVII, 1640-1650, Museo Bellas Artes de Sevilla; Cuadro Santa Margarita, 1631, del pintor español Francisco de Zurbarán, National Gallery de Londres; Detalle del óleo de Zurbarán, Santa Águeda, 1633, Museo Fabre, Montpellier, Francia; Óleo de Zurbarán, Santa Marina -otra misma obra de la misma santa-, 1631, Museo Thyssen, Madrid.)

10 de agosto de 2011

La separación, la diferencia y la cercanía; el contraste de una región, el de un pueblo y su historia. III



Relato de viaje. El País de Yebala, parte III y última:

Arcila es una muy pequeña población costera atlántica marroquí, con un gran y decadente Palacio jerifal de principios del siglo XX. Su zoco es un mercado muy animado y sugerente, más aseado y comercial que otros. Pero, son sus playas lo que admiran ahora más mis ojos: enormes, tranquilas, arenosas, azules y blancas. Cuando regresamos a Tánger, el Ramadán de ese día aún no ha terminado. Desde las 4:30 de la madrugada hasta las 19:30 de la tarde, estos enardecidos creyentes musulmanes no pueden comer, ni beber, ni fumar, ni amar. Nada. Sólo vivir como si su Dios no les obligara a cosa alguna. No pueden tomar, ni siquiera, lo que para los cristianos es a veces bendecido: el agua. Es admirable cómo pueden resistir con la temperatura tan elevada y desesperante de sus jornadas. Incluso, por la mañana temprano, se ven algunos hombres, y alguna mujer -pocas éstas-, durmiendo en los jardines, en las plazas y en las calles de la ciudad de Tánger. Al menos así, supongo, podrán sobrellevar mejor tan implacable ayuno.

Al llegar a Tánger el destartalado mercedes de Abdul se enfrenta ahora, a escasas dos horas del final de la jornada del Ramadán, a un tráfico exasperante y enloquecedor, como los ánimos y las ansias de sus habitantes por reencontrarse, pronto, con el desenfreno y el desayuno. El atardecer y la noche es una fiesta, una alegría, porque viven ahora todo de golpe, todo lo que antes no podían. El bullicio y la sonrisa deambulan por las terrazas de los bares y las cafeterías. Éstas se llenan para alimentar a tantos y tantos estómagos sacrificados, apenas minutos antes, por un Dios atormentador, inflexible, patriarcal, universal, entrometido, implacable, justificador, recurrente, permanente, temido e invisible.

Amanece demasiado pronto en Tánger. La madrugada nos sorprende, además, con el potente canto del muecín. Este es atronador, insensible, desconsiderado e insomne. Casi una hora dura para recordar a los suyos que deben orar y orar y orar a su único Dios, a su único sentido vital. Amanece demasiado pronto. Con sus dos horas de adelanto el sol, hiriente, elevado y majestuoso, iluminará ya toda la ciudad con una luminosidad demasiado cegadora y poderosa. Pero, para ellos, tan sólo habrán pasado si acaso pocos minutos desde las seis de su madrugada en parte iluminada. Una mañana que volverá a ser, en este mes sagrado del Ramadán, como ayer y como mañana: desesperante, impaciente y atormentadora, pero fiel, absolutamente fiel, sagrada y respetable.

FIN

(Imagen acrílico sobre tela, Artesanía marroquí, www.artquid.com; Fotografía de una calle tangerina vacía por la mañana temprano; Fotografía del Palacio jerifal, Arcila, costa atlántica marroquí; Imagen fotográfica del puerto de Tánger; Fotografía de la ciudad de Tánger al amanecer; Fotografía de un minarete musulmán en Tánger, desde donde sitúan altavoces para hacer la llamada del almuédano; Fotografías de calles de la medina de Tánger, mañana de Ramadán; Fotografía distanciada de la ciudad de Tánger; Imagen del gran catamarán, que realiza el trayecto Tarifa-Tánger, llegando al puerto tangerino; Fotografía del estrecho de Gibraltar, con la silueta de España al fondo, 2011)

9 de agosto de 2011

La separación, la diferencia y la cercanía; el contraste de una región, el de un pueblo y su historia. II



Relato de viaje. El País de Yebala, parte II:

Las dos horas de retraso de diferencia con respecto a nuestro horario europeo, ni siquiera lo percibimos más allá de una intensa sensación lumínica solar. Mucho más contrasta ahora percibir otra diferencia, la que nuestros ojos reciben al comprobar otra realidad muy clara: ¿cómo es posible que, tan sólo en catorce kilómetros de distancia casi, se note tanto traspasar de un mundo a otro? El enorme cambio, la gran transformación llevada a cabo en España en los últimos cincuenta años, se comprende aquí especialmente. El constante progreso habido en mi país contrasta con la parálisis reticente de este pueblo singular. Por ello, a pesar de la importancia de la hora como un referente necesario para vivir en un lugar concreto, decidimos seguir sin cambiarlas, sin adaptar ya nuestras dos horas añadidas europeas. 

Porque aquí sí, sin cambiar las manecillas del reloj, podemos incluso llevar a cabo nuestra vida. Tal es el inexistente motivo, innecesario ahora, para poder realizar ya todo lo preciso para recorrerlo. Es como viajar en el tiempo mucho atrás, ¿para qué se requiere, entonces, adaptar el tiempo en un mundo en el que el tiempo no se ha adaptado? Cincuenta años, tal vez, es la diferencia entre España y Marruecos. Pero, esto no es extraño. Este mismo tiempo de diferencia es el que existió, hace esos mismos años, entre por ejemplo España y Francia. Hoy, sin embargo, España ha conseguido igualarse a Francia después de ese tiempo. ¿Conseguirá Marruecos lo mismo con respecto a España dentro de cincuenta años? Lo dudo mucho.

A la mañana siguiente Abdul, el taxista pactado, nos esperaba ya con su destartalado mercedes para llevarnos a Xauen. Ciento treinta kilómetros, aproximadamente, de distancia desde Tánger. Soportamos casi tres horas llevaderas de viaje gracias a un paisaje fascinante. Éste cambia aquí sorprendentemente. Del árido y brillante -por el resplandor luminoso del sol- al verde, sosegado y hasta refrescante entorno transitamos ahora a lo largo de la estrecha carretera. A mitad casi del camino se encuentra la colonial y curiosa ciudad de Tetuán. Antigua capital del Protectorado español en Marruecos; esta histórica urbe norteafricana se situa a los pies de una ladera montañosa, lo que le ofrece un clima muy templado que, supongo, hizo decidir, además de su céntrica situación geográfica, a los españoles de entonces para que fuese la capital administrativa y militar de su colonia. Aún las decadentes leyendas en español se observan en los edificios construidos a principios del Protectorado, que duraría desde 1913 hasta 1956. Es una delicia detenerse en la plaza de España y sentir como se dirigen a nosotros los improvisados guías en casi un perfecto castellano.

Luego seguimos hasta Xauen. Ahora hay que subir y subir cuestas, con el destartalado mercedes, que se calienta como nosotros bajo el sol hiriente y desaprensivo del Marruecos septentrional. Xauen fue una ciudad santa musulmana durante 1250 años casi, hasta 1920. Ningún ser humano blanco, o infiel, pudo traspasar las murallas de su perímetro. Así que, hasta que los españoles no entraron en ella, un 14 de octubre de 1920, sus casas y sus colores azules y blancos no fueron admirados por ojos distintos a los rifeños nativos. Es Xauen un lugar único, pequeño pero grandioso, distante pero cercano con el extranjero. También aquí es fácil comunicarse en español, sobre todo con los comerciantes avispados, que no pierden la ocasión de invitar a un té moruno con la poco escondida estratagema de mostrar sus alfombras y sus productos al sorprendido y maravillado turista. Ahora mirábamos atentos las prodigiosas moquetas, hechas a mano y llenas de colores y tonalidades sólo concebidos por este pueblo, cohibido ya en otras manifestaciones de sus vidas, pero no en los cromáticos, desinhibidos y vibrantes reflejos artísticos de sus alfombras multicolor.

(Continuará...)

(Cuadro del pintor sevillano Ricardo López Cabrera, 1864-1950, Marruecos; Fotografía del puerto de Tánger al amanecer, 7 horas 11 minutos hora española, 5 horas 11 minutos hora marroquí, agosto 2011; Otra fotografía del puerto de Tánger al amanecer, 2011; Fotografía de una plaza de Tánger, algunos fieles tumbados en el cesped descansando muy temprano por la mañana, cuando el Ramadán les obliga a no tomar absolutamente nada, ¡ni agua!, 2011; Imagen fotográfica de parte de la ciudad de Tetuán al borde de la ladera montañosa, 2011; Fotografía de un antiguo colegio español en Tetuán, 2011; Fotografías de Xauen, calles pintadas de azul, ocre y blanco, 2011; Fotografía panorámica de la ciudad de Xauen, 2011; Imagen fotográfica de una mujer lavando con sus pies, a orillas casi de un manantial de agua muy fría, Xauen, 2011.)

8 de agosto de 2011

La separación, la diferencia y la cercanía; el contraste de una región, el de un pueblo y su historia. I



Los griegos y su mitología influyeron a muchos pueblos que convivieron o comerciaron con ellos. Uno de estos pueblos de la antiguedad fueron los fenicios. Ellos fueron los primeros y más ávidos viajeros de la historia buscando lejanos lugares donde comerciar. De ese modo, llegaron al final de la costa mediterránea suroccidental, casi al comienzo del gran mar tenebroso -el temible y desconocido Atlántico-. Y allí, en una enorme, tranquila y acogedora bahía norteafricana, fundaron una gran colonia y un muy protegido puerto. Más tarde, los cartagineses -los fenicios norteafricanos- la llamaron Tingis. Y todo eso sucedía sobre el año 1450 antes de Cristo, por tanto, una de las más antiguas ciudades del occidente mediterráneo. Los fenicios encontraron un pueblo, los amazigh -hombres libres-, que llevaban viviendo allí casi cinco mil años antes. Con esos hombres libres comerciaron aquellos cartagineses, y convivieron con ellos durante muchos años. Pronto llegaría Roma -año 45 a.C.-, y, con su implacable impulso civilizador, acabaría llamando bereberes -bárbaros- a esos nativos autóctonos del oeste norteafricano. Cuando Heracles -el Hércules romano- fuese enloquecido por la diosa Hera -lo odiaba por haber sido hijo ilegítimo de Zeus, su esposo- llegaría a matar, sin quererlo él, a sus propios hijos. Al comprenderlo luego, no pudo más que buscar consuelo en la corte de su amigo Tespio. Éste entonces le ayudaría a purificarse...

Pero, luego, una de las pitonisas del oráculo de Delfos le aconsejaría además que fuese al reino de Euristeo. Este otro rey le comunicaría a Heracles que la única forma de redimirse que él tendría sería realizar doce trabajos, las tareas más difíciles del mundo por entonces. Uno de ellos sería conseguir las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides... Hércules, sin embargo, no sabría nada de ese lugar, ni dónde estaba ese jardín, ni las manzanas, ni cómo obtenerlas, ni tampoco con quién -o con qué- se enfrentaría. Tan sólo que el maravilloso jardín se situaba ahora hacia donde el sol se ocultaba, en el lejano occidente, muy cerca de donde moraba el titán Atlas. Para llegar hasta allí, tuvo que pasar Heracles -Hércules- por el país del fiero gigante Anteo, guardián de aquellas tierras occidentales. Éste era hijo, nada menos, que del poderoso dios del mar, Poseidón, y de la gran diosa de la Tierra, Gea. Hércules decidió entonces luchar, y, cogiendo del cuello al gigante, le obligaría a caer al suelo. Sin embargo, la madre de Anteo -Gea- le volvía a levantar, dándole aún más fuerzas a su hijo. El hábil y poderoso héroe griego entendió entonces que debía ahora separarlo de la tierra, sólo así evitaría el influjo de su madre. De esa forma lo tomaría en vilo, lo golpearía y lo mataría. La esposa del gigante, Tingis, acabaría entonces enamorándose de Hércules. Ambos llegarían a tener un hijo, al que pusieron por nombre Sufax. Éste acabaría sustituyendo a aquel que no llegaría a ser su padre -Anteo-, para guardar ahora el país de los amazigh, de los bereberes. Con los años, ese pueblo norteafricano acabaría llevando a su propia mitología la leyenda de ese Hércules, de quien terminarían descendiendo todos sus habitantes.

Roma acabaría con los años conquistando toda la región a los cartagineses, y sojuzgando luego a todos sus pobladores autóctonos. El emperador romano Claudio rediseñaría el país con dos nuevas provincias en el año 42 d.C. Las denominó Mauretania a ambas; una, la más occidental, Mauretania Tingitana; otra, la más oriental, Mauretania Cesariense. Tánger entonces pasaría de ser un poblado portuario y comercial a convertirse en la gran capital de la provincia romana de la Mauretania Tingitana. Sus relaciones, por ejemplo, con la provincia senatorial (las provincias senatoriales pertenecían al Senado, eran más privilegiadas a diferencia de las otras, las provincias imperiales o militares) de la Bética hispana -actual Andalucía occidental- fueron muy estrechas, tanto que aquélla llegaría a depender política y económicamente de ésta. Los bereberes, los autóctonos de esas tierras norteafricanas, llegaron a ser muy solicitados por los generales romanos como fuerza de ataque eficaz para sus caballerías ligeras. Después pasarían los años, muchos años, hasta que Uqba ibn Nafi (622-683), un general árabe al servicio de los califas omeyas de Damasco, alcanzara con sus huestes musulmanas las costas mediterráneas del noroeste africano, arrasándolo todo y obligando a sus pobladores paganos a convertirse, inevitablemente, a su nueva religión islámica.

Relato de viaje. El país de Yebala, parte I:

El calor sofocante de esa tarde me hacía presagiar ya un clima muy parecido al otro lado del estrecho. El clima de Tarifa es pegajoso y poco acogedor a veces. Ahora, cuando apenas quedaban treinta minutos para embarcar, pienso en lo que ese pequeño paso del océano al mar ha supuesto para la historia. Por dos ocasiones, con un intervalo de trescientos años, fue un lugar que albergaría dos acontecimientos trascendentales. Primero en un sentido, desde Europa hasta África; luego, después, en el otro, desde la costa africana a la española. En el siglo V d.C. los vándalos, pueblos bárbaros del norte europeo, lo cruzaron hacia África para acabar con la joya alimenticia de Roma. El norte de Marruecos por entonces, la Mauretania Tingitana, era un granero que servía para dar de comer a casi toda la civilización romana. Los vándalos destruyeron eso y Roma comenzaría a declinar. Después, trescientos años más tarde, los árabes recién llegados de Oriente, conquistadores ávidos y atrevidos, pasaron esta vez desde las costas tangerinas -adonde ahora me dirigía- hacia las tarifeñas costas de España. Estas dos historias acabaron con dos mundos entonces. Ahora, sin embargo, los dos viajes -la ida y la vuelta- serán algo nuevo para mí. Pero, no acabará con ellos nada ahora, como entonces, todo será otra cosa ahora, todo ahora será muy diferente en esta ocasión.

El barco, un gran catamarán-jet que almacenará coches, autobuses y maletas, dispone de tantas butacas en su cubierta interior como un gran local cinematográfico donde, ahora, es otro aquí el espectáculo. El mar-océano, cuyas dos costas enfrentadas se verán claramente, refleja la cercanía y, a la vez, la lejanía que ambos mundos, el africano y el europeo, tienen entre sí. Luego de algo más de media hora de navegación, el puerto de Tánger nos recibe como los personajes nativos que se acercarán para conseguir unas monedas y llevar nuestro equipaje: descarado, incómodo y algo desolador. Después de traspasar los ineficaces sistemas de escaneo aduanero, llegaremos a la puerta de la terminal portuaria. Allí, de pie, un bereber sonriente nos indica ahora que es él el que nos espera para llevarnos al hotel. Éste, sin embargo, es un edificio demasiado cercano como para haber justificado así un pequeño viaje desde el puerto. Pero, pronto comprenderemos que las distancias aquí no son geográficas sino culturales, económicas, materiales... y temporales.

Al bajar de la pequeña furgoneta y caminar por un destartalado descampado urbano siento por primera vez que estoy en otro lugar, en otro mundo, muchos años más atrasado que del de donde vengo. Caminamos subiendo pequeñas calles que empiezan a delimitar un ecosistema nada turístico, muy poco acogedor. Pero, es el olor ahora sobre todo, un olor a estiércol, a penetrante aroma rural y campesino, lo que nos recibe impenitente. Sin embargo, estamos en una de las más importantes ciudades del norte de Marruecos, ciudad que fuera perla del occidente europeo durante años. Por fin, cruzamos la puerta exterior del hotel Continental. Es como la entrada a un paraíso, a un oasis requerido, luego algo decepcionante pero, ahora, nuestra casa. A medida que avanzamos hasta la recepción del añejo edificio el calor húmedo, penetrante e intranspirable que se adueña de nuestra piel, me hace necesitar despojarme, rápidamente, de todo lo que llevo encima. Al fin, la habitación se presenta como una solución imaginada por mí. Pero, es sólo eso, imaginación, nada más. Entonces mi cerebro comienza a sentir ya la realidad. Me desnudo buscando quitarme el calor pegajoso. No se va la sensación. La ducha fría me satisface, a pesar de comprobar que sólo esa temperatura es la que podremos usar en nuestro baño, por ahora. Baño que me permite ver, por su ventana de cristales diáfanos y sin cortinas, un paisaje desconcertante y arrasador, contradictorio y casi surrealista. Como el gran país que nos acoge tras el sonido tranquilizador o relajante, a esas horas, del llamado a la oración, un motivo que, ahora mismo -en Ramadán-, obligará a sus habitantes a ayunar desde la salida del sol hasta su ocaso.

(Continuará...)

(Cuadro del pintor americano Louis Comfort Tiffany, Día de mercado fuera de las murallas de Tánger, 1873;  Óleo del pintor francés Delacroix, Combate de Giaour y el Pachá, 1827; Imagen de las ruinas romanas en la Mauretania Tingitana, Arco de Triunfo de Caracalla, Volubilis, Marruecos; Estatua de la caudilla guerrera bereber Kahina, Argelia, que luchó contra los árabes aliada con los bizantinos romanos; Cuadro del pintor Henri Matisse, Ventana sobre Tánger, 1912; Fotografía de un campanario en una iglesia católica en Tánger, 2011; Fotografías actuales de la ciudad de Tánger, Marruecos, 2011.)