8 de septiembre de 2012

Las nubes o la condensación más hermosa del firmamento: sus formas, apariencias, carisma y tonalidad.



Era el modelo más preciado y efímero que los creadores desearan impresionar con la imagen más grandiosa en un paisaje..., a veces colorido y a veces por colorear. ¿Qué mejor trasfondo para un paisaje impreciso que las nubes descoloridas de un cielo matizador? ¿Qué alarde mejor para un cielo donde contrastar así los objetos que el autor deseara eternizar en su obra? Contaría el director Martin Scorsese en su película El Aviador cómo su personaje protagonista, el inefable Howard Hughes, comprendiera entonces que, para filmar mejor aviones enfrentándose entre ellos, debía el cielo disponer de muchas nubes aterciopeladas para ser así un fondo idóneo y contrastable. Entonces contrataría Hughes a un meteorólogo para que las buscase allí donde estuviesen y conseguir un cielo cubierto por ellas. Un cielo así lleno ahora de capas nebulosas transformadoras de color,  de la forma y hasta del temblor condensable de una bella imagen eternizada. Pero hubo un creador artístico que, cien años antes, perseguiría esos mismos instantes de un cielo animado por las formas, de un cielo caprichoso, raro, violento en ocasiones, pero de un cielo maravilloso siempre. John Constable, el mejor paisajista inglés que se anticipara a los impresionistas franceses, trataría de comprender entonces los cúmulos, los nimbos y los cirros para hacer de ellos un reflejo muy especial en sus obras. Las nubes, algo que de por sí no es previsible ni condicionado ni muy conocido su fluir. Y escribiría el propio pintor inglés en su diario: Hoy, 5 de septiembre de 1822; hora: diez de la mañana; mirando hacia el sudeste, viento fuerte del oeste. Nubes muy luminosas y grises en rápida carrera sobre un estrato amarillo, aproximadamente a media altura del cielo. Y continuaría el pintor escribiendo: Busco en el mediodía. Viento muy veloz. Efecto brillante y fresco. Nubes que se mueven muy rápido. Apertura muy brillante al azul.

Cuenta una leyenda -que es posible que sea verdad- que a los antiguos vikingos del norte europeo ni siquiera sus cielos cubiertos de nubes les evitaban orientarse en su navegación. Para esto debían saber ellos antes dónde se hallaba el sol, algo imposible cuando las nubes impiden ver al ojo humano qué hay detrás de ellas, incapaz el ojo humano de poder filtrar la luz polarizada. Pero hubo un sabio maestro vikingo llamado Sigurd que disponía de una maravillosa piedra solar, de un talismán con el que obraría prodigios y con el que vería más allá de un cielo encapotado. La leyenda cuenta cómo el rey vikingo Olaf le pide a Sigurd su mediación para descubrir el sol oculto ahora entre las nubes. Entonces Sigurd toma su piedra, que no era más que un cristal polarizador -una forma transparente de calcita-, y, dirigiéndola hacia un cielo cubierto, la hace rotar hasta hallar con ella la dirección de la luz desconocida. El maestro vikingo terminaría localizando al sol y permitiendo a sus drakkars -poderosas naves vikingas- orientarse en los difíciles y duros mares septentrionales. Con la fotografía hemos llegado a fijar realmente la maravilla atmosférica que son las nubes, algo sin embargo siempre evanescente, sinuoso y etéreo entre los cielos. Con las imágenes fotográficas fijaremos el momento de ser ellas mismas -las nubes maravillosas-  lo que en ese momento son -y que luego no volverán a ser eso mismo-, y así podremos comprobar que aquellos pintores de entonces no se desviaron mucho de una realidad visual atmosférica tan fascinante. Los colores que las fotografías actuales llegan a reflejar pueden parecernos tan irreales ahora como existentes lo eran, sin embargo, en la paleta de aquellos pintores de entonces. Porque entonces esos colores ya existían -¡como existen hoy!-, y fueron así capaces aquellos pintores de verlos sin poder más que pintarlos. Porque las nubes, cosas inasibles y efímeras, nos descubrirán siempre la extraordinaria capacidad que tienen de ser, ahora como entonces, los mejores encuadres formales de una naturaleza inesperada, pródiga, reluciente y sublime.

El poeta español Manuel Altolaguirre (Málaga, 1905 - Burgos, 1959) nos dejaría escrita la impresión lírica que puedan inspirarnos también las nubes en la vida. Ahora con la tinta literaria y la semblanza poética que, sin embargo, plasmarían también en los bidimensionales efectos los propios pintores en su Arte:

Oh libertad errante, soñadora,
desnuda de verdor, libre de venas,
arboleda del mar, errante nube;
si en lluvia el desengaño te convierte,
la forma de mi copa podrá darte
una pequeña sensación de cielo.
Vuelve a la tierra, oh mar, vuelve a la vida,
a las cadenas de los largos ríos,
a las prisiones de los hondos lagos;
vuelve afilada a penetrar mil veces
angostos laberintos vegetales.
¡Oh libertad, tus puertas son heridas!
No las quieras abrir, sigue encerrada
en la sedienta piel no te sostenga
el inclinado cauce del torrente.
Todo sueño que es nube se deshace.
Vuelva a brillar el sol, pues la blancura
de esa ilusión de libertad celeste
es tan sólo una sombra hecha jirones.
No sueñe más el agua, y tenga vida
en la savia o la sangre, tenga sólo
en mí su libertad, libre en mis lágrimas.

Cuando el pintor John Constable siguiera obsesionado con entender lo que sus ojos no alcanzan a comprender con su Arte, continuaría persiguiendo él esas formas volátiles y caprichosas a través de los campos y campiñas inglesas. Entonces volvería a escribir el pintor en su diario itinerante: Sería difícil citar un paisaje del cual el cielo no fuera la clave, la escala y el órgano esencial del sentimiento. El cielo es fuente de luz en la Naturaleza y lo gobierna todo,  inspira incluso nuestras observaciones cotidianas más corrientes acerca del tiempo. La dificultad de los cielos es muy grande en la pintura, tanto en la composición como en la ejecución; porque si son brillantes, no han de acaparar la atención sino que ha de pensarse en ellos como último plano; no ocurre así con los fenómenos o efectos celestes accidentales, los cuales atraen siempre de modo muy particular la atención. Como las nubes...

También la poetisa polaca Wyslawa Szymborska (1923-2012) supo entender la dificultad de comprender todo aquello que uno no se detiene a mirar despacio en un mundo turbulento. Como las nubes...

Vamos tropezándonos con la realidad
de las ciudades,
sorteando las hendiduras del cielo,
sin mirar casi nunca las nubes,
sin mirar, casi nunca, los cielos.

(Óleo de John Constable, Estudio de Nubes, 1822; Fotografía de un cielo con nubes en la sabana africana; Cuadro Naufragio de Pablo, 1690, del pintor Ludolf Backhuysen, Alemania; Fotografía Mar de Nubes, del autor alejandrojdiaz.wordpress.com, 2011, Canarias, España; Óleo Holandeses embarcando en un Yate, 1670, Ludolf Backhuysen, Museo de Arte de Cincinnati, EEUU; Pintura Ballena en la playa de Schevenigen, 1663, del pintor Cornelis Beelt, Museo Schwerin, Alemania; Fotografía del cielo de Ille aux Cerfs, Isla Mauricio, 1996, foto de F. Ossing; Fotografia de cielo nocturno, Asturias, España; Óleo Cristo en una tormenta en el mar de Galilea, 1695, Ludolf Backhuysen; Cuadro de John Constable, Tormenta inminente en la bahía de Weymouth, 1820; Cuadro Buques en alta mar, 1684, Ludolf Backhuysen, Minnesota, EEUU.)

6 de septiembre de 2012

No se alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz, sino haciendo consciente la oscuridad.



En los dinteles del pronaos -vestíbulo- del antiguo templo griego de Apolo en Delfos construido en las laderas del monte Parnaso, habrían grabadas dos leyendas inscritas a modo de sabio precepto filosófico. La primera de ellas decía esto: Conócete a ti mismo; la segunda la completaba con: Nada en exceso. El famoso psiquiatra suizo Carl Gustav Jung elaboraría sus famosos arquetipos para explicar las imágenes simbólicas universales y primigenias representadas en el inconsciente colectivo de la humanidad, el inconsciente global de todo el género humano desde sus inicios primitivos. Uno de esos arquetipos que el psicoanalista suizo ideara fue el denominado como la sombra. Representaba este arquetipo lo más oculto del inconsciente de cada individuo, aquellas pulsiones -deseos inevitables- que no serían asumidas en ningún caso por el sujeto en cuestión. No desaparecían nunca y podrían enfrentarse incluso al yo de cada sujeto, llegando a dominar los esfuerzos de éste por tratar de bloquearlos. También este arquetipo podía representar aquellas virtudes que no sabríamos reconocer en nosotros mismos. El psicólogo Jung había dejado dicho: Uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz sino haciendo consciente la oscuridad; porque lo que no se hace consciente se manifiesta en nuestras vidas como destino.

Pero, como sabrían muy bien los antiguos griegos, conocerse a sí mismo conlleva conocer también el lado más oscuro del individuo. Los griegos habían comprendido que ambas caras, la luz y la oscuridad, forman parte del mismo discurso, de aquel phatos y ethos griegos -cualidades negativas y positivas de los seres humanos- que describen la conducta de todo individuo. Por eso mismo sus dioses respondían también a esas dos necesidades.  Apolo y Dioniso, por ejemplo, eran esas dos caras de todo ser humano: uno era la luz y el otro la sombra. Ambos dioses griegos eran igual de grandes, ambos eran igual de queridos y ambos, también, igual de comprendidos. Grecia entendía así con ambas divinidades el lado oscuro que todo ser humano dispone. Todos los años celebraban los griegos en la misma ladera fócida del monte Parnaso las bacanales de Dioniso, unas manifestaciones bulliciosas y alegres de esas pulsiones humanas tan creativas e íntegras. Actividades lúdicas llevadas a cabo sin represión alguna de la forma en que pudieran realizarse. Pero algo más tarde, cuando triunfó el socrático mensaje platónico de la única virtud idealizada, pero sobre todo luego de esto, cuando el cristianismo -y el judaísmo- separara tajantemente -reprimiese- las manifestaciones dionisíacas, estas expresiones vitales ocultas que permitían equilibrar el imperfecto mundo sublunar -nuestro mundo terrenal-, se prefirió entonces ignorar por completo la sombra a cambio de una única y prevaleciente luz...

De ese modo se acabaría personificando todo lo dionisíaco en la figura diabólica y satánica del mal más rechazable. Pero, entonces, si ambas cosas -la sombra y la luz- son tan necesarias, ¿cómo distinguir ahora, en verdad, lo que es saludable de lo que no lo es?  La segunda leyenda profética del templo de Delfos lo dejaba muy claro: nada en exceso. Lo que sucede es que esto, la medida correcta, exige una mayor lucidez de conciencia en el individuo, una personal clarividencia inteligente del ser humano nada sencilla de conseguir. Es decir, que habría que desarrollar inevitablemente una poderosa conciencia individual para poder llegar a comprender, verdaderamente, todo nuestro mundo. El famoso psiquiatra Jung lo dejaría muy claro una vez: El único peligro que existe reside en el propio ser humano. Nosotros somos el único peligro pero, lamentablemente, somos inconscientes de ello. En nosotros radica el origen de toda posible maldad. La sombra sólo resultará peligrosa cuando no le prestemos la debida atención. Por eso el conocimiento de la sombra, su desvelamiento, tiene por objeto fomentar nuestra relación con el inconsciente, es decir, completar nuestra individualidad compensando la unilateralidad de nuestra conducta consciente con las oscuras sombras de nuestro inconsciente. De este modo, cuando restablezcamos el equilibrio con nuestra sombra, también iluminaremos nuestras capacidades más ocultas llegando así a poder alcanzar los verdaderos y difíciles peldaños de nuestro autoconocimiento.

Finalmente, el gran psicoanalista suizo Carl Gustav Jung nos habría dejado también dicho esto: Cada uno de nosotros proyecta una sombra tanto más oscura y compacta cuanto menos encarnada se halle en nuestra vida consciente. Esta sombra constituirá, a todos los efectos, un impedimento inconsciente que malogrará todas nuestras mejores intenciones.

(Óleo renacentista Las Tentaciones de San Antonio Abad, 1510, El Bosco, Museo del Prado, Madrid; Cuadro surrealista-simbolista Fenómeno, 1962, de la pintora hispano-mexicana Remedios Varo, México, D.F.; Pintura surrealista de Salvador Dalí, Sombras en la noche que cae, 1931, Florida, EEUU; Fotografía del psiquiatra suizo Carl Gustav Jung.)

4 de septiembre de 2012

El tiempo indefinido y la atemporalidad del Arte, o la verdadera inspiración de la intemporalidad.



Podemos entender el Arte de formas diferentes, gustarnos más unas obras que otras, entender mejor unas creaciones artísticas y comprender menos otras. Pero lo que consigue el verdadero Arte es mantener siempre la soltura, la gracia, la belleza, la emoción o la sorpresa a pesar del momento temporal en el que fuese llevado a cabo. Porque, ¿qué es la antigüedad y qué la modernidad? ¿Dónde radica el elemento vanguardista de la creatividad humana? Es sabido que la evolución artística -como la científica- dispone de una lógica secuencia cronológica. Es decir, que antes se idea una cosa y luego ésta evoluciona poco a poco, avanzando siempre y consiguiendo escalar el tiempo con los elementos que antes habrían servido para sentar sus bases inspiradoras. Por lo tanto, esa evolución llevaría a alcanzar el mejor de los resultados cada vez, o, en cualquier caso, a mantener su armonía conseguida de antes. En la investigación científico-tecnológica es así, como la propia esencia que su naturaleza describe: mejorar lo anterior y perfeccionar su sentido. Pero, ¿y en el Arte, en la creación artística, sea la que sea, se sostendrá esa misma situación?

Desde siempre se ha debatido sobre lo antiguo y lo moderno. Generalmente con el sentido de que lo excelso, lo perfecto, lo mejor o lo más genial solo es posible llevarlo a cabo desde planteamientos exclusivamente clásicos. Frente a lo clásico se sitúa la modernidad, lo que, queriendo avanzar, alcanzaría una mejor, diferente y superada creatividad. Un crítico de Arte español, Eugenio Dors, dejaría escrito una vez que: Todo lo que no es tradición es plagio. Pero, entonces, ¿cómo se consigue avanzar en el Arte? Ese es el error. En el Arte, a diferencia de la tecnología o la ciencia, no es avanzar la cuestión, es otra cosa. Y es otra cosa porque los principios del Arte no son los mismos que los de la ciencia. Los principios del Arte son la emoción, el sentimiento, las formas, el equilibrio, el color, el trazado, la pasión... Valores diferentes, difíciles de utilizar innovando, pero con los que también, luego, se conseguirán inspirar nuevas emociones, sentimientos o belleza.

Y eso es lo que vemos aquí, en la obra pictórica creada en el año 1849 por el pintor austríaco Johann Baptist Reiter (1813-1890) y titulada Mujer dormida. Podría esta obra hasta datarse en la actualidad..., ¡y aún admiraríamos asombrados su pintura! Aquí el valor de la intemporalidad es uno de los valores que tiene esta creación pictórica. La tonalidad es magistral y conseguida en todos los elementos de la escena subyugante, tanto que parecen uno solo. El equilibrio de la composición es original: la gruesa sábana complementa sin solución de continuidad el maravilloso cuerpo tendido. Y aunque la naturalidad está forzada, consigue sorprendernos el somnoliento gesto de un rostro un poco deslucido. Porque lo más destacado de la obra es su indefinición temporal. Nada nos indica ahora el momento temporal o periodo estético en el cual fue realizada. Como contraste de esto vemos el detalle magnífico de un desnudo clásico del pintor Lucas Cranach del año 1518. Ahora es muy evidente su momento artístico: pleno Renacimiento. Con los detalles propios además de este estilo clásico de principios del siglo XVI: con sus consignas mitológicas, sus formas anatómicas y los detalles propios de su tendencia.

También veremos otros desnudos acostados de dos creadores europeos, ambos situados cronológicamente después del pintor Reiter y su obra intemporal. La del pintor francés Courbet y su lienzo Mujer dormida del año 1858, por tanto realizado diez años más tarde que la creación de Reiter. Para ese momento del impresionismo-realista vemos ahora una modelo totalmente adscrita a su estilo y época: mediados del siglo XIX. Todo en esta obra realista es equilibrado, todo es perfecto, excelente, sugestivo. Porque es una obra de su tiempo, del momento estético-temporal en el cual el artista la compuso. Casi cien años más tarde otro creador, el italiano Chirico, pintaría otra modelo recostada y dormida: Diana mitológica. El genio de este autor surrealista -metafísico más bien- lograría, sin embargo, conseguir ese propósito descrito antes: sorprendernos con una obra sin sentido temporal. ¿En qué momento parece estar compuesta la obra de Chirico, si no lo supiéramos? Nada hay icónicamente que nos ayude a deducirlo. ¿Dónde situar ahora esta intemporal creación surrealista?

Pero, lo que del todo nos sorprende por su atrevida forma de pintar, clásica, ferviente y exquisita, es la obra actual titulada Mañana del pintor norteamericano Jeremy Lipking. Aquí obtiene el pintor, desde planteamientos clásicos y eternos, una creación original muy actual y diferente. Pero, sin embargo, también nos engañará su momento temporal gracias a sus formas, consiguiendo aquella atemporalidad del Arte. En otras artes espaciales, como la Arquitectura, donde la construcción de las formas participa de la vida de los seres, es más difícil conseguir la intemporalidad, la indefinición temporal del sentido de sus formas. Pero, a veces es también posible. Como sucede en el extraordinario palacio italiano renacentista Palazzo del Te, ideado por el artista Giulio Romano en el año de 1525. Aquí podemos ver cómo una creación supera el momento en el que fue creada para ser considerada ahora eterna... ¿No podría pasar este Palazzo por ser una obra neoclásica actual a pesar de haber sido construido, sin embargo, a principios del siglo XVI?

(Óleo Mujer dormida, 1849, Johann Baptist Reiter, Museo galería Belvedere, Viena, Austria; Cuadro Ninfa de la fuente, 1518, Lucas Cranach el viejo, Leipzig, Alemania; Óleo Mujer dormida, 1858, Gustave Courbet, Tokio, Japón; Pintura Diana dormida en el bosque, 1933, Giorgio de Chirico, Roma; Obra Morning Light, -Mañana- 2011, del pintor Jeremy Lipking, EEUU; Fotografía de la fachada de la Casa Palacio de Colón, siglo XVI, Las Palmas de Gran Canaria, España; Fotografía de la iglesia de Ronchamp, 1955, Francia, del arquitecto Le Corbusier; Fotografía panorámica del complejo construido en Inglaterra en el siglo XVIII para la ciudad balneario de Bath, por John Wood, 1774, Royal Crescent, Bath, Inglaterra; Fotografía de parte de las fachadas de Royal Crescent, Bath, 1774, Inglaterra; Fotografía actual de viviendas adosadas, 2008, España; Fotografía del Palazzo del Te, Giulio Romano, 1525, Mantua, Italia; Fotografía del Palacio de Miramar, construido en 1893, San Sebastián, País Vasco; Fotografía del Palacio moderno Presidencial de Nicaragua, 2003.)

2 de septiembre de 2012

La inmortalidad desconocida y su contraria, o quizá has vivido una vez un instante infinito...



Para cuando la vida se impone, maravillosa, y nos seduce enamorarla, desearla, mantenerla y glorificarla, de pronto, desconsideradamente, algo contrario nos llevará a sentirnos aturdidos con una pasmosa y sobrecogedora intranquilidad. Para ese momento o tenemos algo que nos venga de fuera y nos ayude interesado -las creencias religiosas o el estado- o tenemos una seguridad material que nos resguarde convencidos. Pero existe también otra forma de protección inteligente: aprender a sublimar esa vaga sospecha con nosotros mismos, con algo que provenga de nuestro interior más profundo. ¿Qué pasaría si no continuaramos tan bien, tan eufóricos o tan vivos al amanecer de un nuevo día? ¿Qué hace entonces que esa sensación nos condicione ya -al sospecharla vagamente- a partir de ese momento? ¿Qué hacer para calmar esa ingrata sospecha lastimosa? Los creadores y artistas habían tratado siempre de sublimar con su Arte esa humana sospecha. Pero, ¿se consigue en verdad alguna salvación de no poder tratar de calmarla con otra cosa? Cuando el pintor Paul Gauguin se marchase a su paraíso tahitiano para encontrar aquel lugar idílico perdido por el hombre, descubriría la pasión más terrenal pero, a la vez, la más espiritual que existiera. Pintaría a su amante polinesia Tehura en una pose inspirada de un cuadro que Manet hiciera años antes de su Olympia recostada. Pero ahora lo hace el pintor modernista de una forma muy diferente a la de antes. La pinta de espaldas y desnuda por completo, muy voluptuosa a pesar de su figura impúber e inocente.

Pero la compone ahora abandonada a un temor irracional, no a ningún deseo erótico como en aquella Olympia deseosa. Es por esto que el lienzo fuera también -como la obra de Manet- desestimado por el público parisino de entonces. Nadie entendería el verdadero mensaje de esta obra polinesia. No tiene nada que ver con el sexo, ni con la pasión, ni con la efervescencia de la vida y sus efectos sensibles. El sentido de la creación de Gauguin es justo todo lo contrario. Es la muerte la que aparece ahora visible en la figura enhiesta, oscurecida y paralizada del fondo de la obra. Y es entonces cuando la joven modelo recostada -su joven amante polinesia- no sabría ya hacer otra cosa ahora que calmarse, que mantenerse inmóvil, sin deseos, sin mirar a otra cosa más que a su miedo incontrolable. El pintor postimpresionista la descubriría así una noche, quieta, asustada y pacientemente temerosa, entregada a sí misma y tan indolente que le sorprendiera al pintor aquel alarde frío y personal tan inocente. Desde entonces quiso Gauguin plasmar en un lienzo aquel terrible momento. Y lo pintaría en el año 1892 en su idílico paraíso. Tanto le agradaría su cuadro al pintor que, un año después, cuando quiso autorretratarse en otro lienzo, lo pintaría colgado en la pared del fondo de su retrato como recuerdo indeleble de aquel fugaz y misterioso gesto. Y en este cuadro dentro del cuadro aparece Tehura ahora invertida, como el mismo rostro del propio autor pintado en el espejo. El filósofo alemán Nietzsche se obsesionaría tanto con la muerte como con la vida. ¿Qué sentido tenía para el filósofo algo tan desesperante y desolador, tan eliminador y permanente como la muerte? En una ocasión quiso exorcizarla con una narración clarividente y misteriosa, tanto como él mismo lo fuera o tanto como su metafísica original, contradictoria y desasosegadora lo llegara a expresar. En su libro La gaya ciencia nos dejaría el filósofo alemán el siguiente texto escrito para siempre:

¿Qué ocurriría si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijese: "Esta vida, como tú la vives y la has vivido, deberás vivirla todavía otra vez e innumerables veces y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer y cada pensamiento y cada suspiro y cada cosa indeciblemente grande o pequeña de tu vida, deberá retornar siempre a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión. Así también esta araña y esta luz de luna entre las ramas, y así también este instante y hasta yo mismo. ¡La eterna clepsidra de la existencia se invierte siempre de nuevo, y tú con ella, granito de polvo!"? ¿No te arrojarías entonces al suelo, rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que te habría hablado de esta forma? ¿O quizás has vivido una vez un instante infinito, en que tu respuesta habría sido la siguiente: "Tú eres un dios, y jamás oí nada más divino"? Si este pensamiento se apoderase de ti te haría experimentar, tal como eres ahora, una gran transformación y tal vez te trituraría. ¡La pregunta sobre cualquier cosa: "¿Quieres esto otra vez e innumerables veces más?" pesaría sobre tu obrar como el peso más grande! O, también, ¿cuánto deberías amarte a ti mismo y a la vida para no desear ya otra cosa que esta última, eterna sanción, este sello?

(Óleo del pintor francés Henri Michel-Lévi, La niña y la muerte, siglo XIX, Museo de Bellas Artes de Nancy, Francia; Cuadro La muerte y la doncella, 1916, del pintor expresionista Egon Schiele; Óleo El espíritu de los muertos vela, 1892, Paul Gauguin, Nueva York, EEUU; Autorretrato de Paul Gauguin, 1893, Museo de Orsay, París; Pintura de la autora prerrafaelita Evelyng de Morgan, Ángel de la muerte, 1881; Detalle de la obra Triunfo de la Muerte, 1562, de Pieter Brueghel el viejo, Museo del Prado, Madrid; Fotografía de un antiguo cementerio celta en Irlanda.)

28 de agosto de 2012

El moliente efecto de lo real, del naturalismo más feroz, o la expresividad más humana y perviviente.



Cuando los creadores del realista estilo Barroco tuvieron que romper con el concepto tan clásico del Renacimiento, acudieron a veces a un socorrido Manierismo, a un personalísimo claroscuro y, casi siempre, al sentimiento virtuoso de la estética de los mártires sagrados, seres demasiado venerables para ser denostados por lo real. Pero debían ser ellos mismos ahora, dejar para siempre la estética hierática y falsa del clasicismo renacentista anterior. Se acabaría ya la dulzura eminente y gloriosa de la insigne -falsa para ellos- belleza tan satisfecha y alejada del mundo de antes. Pero el proceso evolutivo en el Arte es lento y mezclado, balbuceante, confuso y muy personal. Algunos pintores consiguieron hacer lo que la nueva tendencia barroca y su época pedían: la confección de obras correctas y clásicas pero ahora con un sesgo muy diferente... Por tanto elaboradas y conseguidas aún según la antigua manera de pintar la perspectiva, los colores o las formas. Pero, ahora, ¿cómo resolver esa diferencia barroca, esa pulsión más sublime y realista que la anterior tendencia renacentista? Lo tuvieron que hacer los creadores del Barroco con los rasgos más personales y destacados de los seres representados -sus humanos personajes-, unos seres desgarrados por el sentimiento y que sustentaban la emoción profunda que salpicaban sus retratos realistas. Debían estar compuestos los lienzos barrocos con la expresión más abierta que una emoción humana pudiera representar vívidamente. Pero, ¿con qué cosa o rasgo humano en particular?: con el rostro humano más expresivo, con la única cosa que, realmente, determinará la mayor expresividad estética de una persona. Así lo entendería el gran creador español del barroco napolitano de aquella época convulsa: José de Ribera (1591-1652). 

Sus contemporáneos alcanzaron también la cornisa más gloriosa de esta tendencia barroca tan vertiginosa y brillaron con algunas creaciones primorosas, pero no pudieron llegar a reflejar todo lo que el Españoleto obtuviera en sus rostros con el genial maquillaje de su obra. Esta es la posible diferencia o el matiz particular del porqué una cosa es más excelsa que otra. Porque cuando las cosas se consiguen hacer de una cierta forma, cuando se hacen ahora de una forma diferente, es cierto que pueden llegar a alcanzar el cielo con sus formas, pero sólo con una de ellas se podrá llegar a rozar la gloria de las estrellas. Y no es mucha la diferencia, no deviene ésta siquiera en algo especial ni en una cosa grandiosa o manifiesta, es solo un pequeño matiz, una pequeña consistencia física muy genial, atisbada apenas, de una cosa ahora frente a otra. Y en ese barroco tenebrista observamos cómo el pintor español radicado en Nápoles lo hizo genialmente: sabiendo expresar el gesto, la mirada o la forma en la que una emoción se transmita entre los rasgos, las arrugas, la tersura o la fuerza de un rostro desolado que se perfile entre las sombras. Pero de cualquier rostro humano, sea éste frágil, derrotado, sobresaliente o vanidoso. Cuando el poeta francés decadentista Arthur Rimbaub (1854-1891) pasara una temporada en el infierno..., quiso por entonces derrumbar, desde el alto pedestal en donde se encontraba, la solitaria belleza literaria, demasiado clásica, o demasiado desdeñosa, o demasiado alejada de los hombres. Esa belleza que se había encumbrado, sin embargo, poderosa y destacable antes en la historia. Para ello escribió en el año 1873 su obra Una temporada en el infierno, del cual estos versos son  una pequeña muestra:

Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos corrían.
Una noche, senté a la belleza en mis rodillas.
Y la encontré amarga.
Y la injurié.
Me armé contra la justicia.
Huí. ¡Oh hechiceras, oh miseria, oh cólera, a vosotras os he confiado mi tesoro!
Logré desvanecer de mi espíritu toda esperanza humana. Sobre toda alegría para estrangularla di el salto sordo de la bestia feroz.
Llamé a los verdugos para morder, mientras agonizaba, la culata de sus fusiles. Llamé a las plagas, para ahogarme con la arena, con la sangre. La desdicha fue mi dios. Me revolqué en el fango. Me sequé con el aire del crimen. Y le di buenos chascos a la locura.
Y la primavera me trajo la horrenda risa del idiota.

Aquí, como en muchos otros lugares parecidos, la imagen y la palabra se confunden ahora en una misma e intercambiable disposición emotiva. Porque son lo mismo, ¡porque dicen lo mismo! Unas veces usando los colores y otras los verbos. Pero ambas herramientas creativas sirven para lo mismo: emocionar sorprendiendo bellamente. Ambas son artes universales, ágiles, firmes, espontáneas y permanentes en la historia emotiva de lo humano. Sin embargo, no siempre todos los creadores del Arte habrían conseguido hacer con ellas algo parecido: obtener la mayor virtualidad sublime escondida tras un pequeño matiz estético. Eso fue lo que consiguieron hacer Ribera y Rimbaud, traspasar la frontera de lo expresivo con el sencillo -y tan complicado- discernimiento universal y milagroso de lo único: alcanzar el alma interior más emotiva de los otros.

(Obra barroca San Jerónimo Penitente, 1652, José de Ribera, Museo del Prado; Detalle del óleo de José de Ribera, San Jerónimo Penitente, 1652, Museo del Prado, Madrid; Cuadro Magdalena penitente, 1611, José de Ribera, Museo Capodimonte, Nápoles; Óleo Demócrito, 1630, José de Ribera, Prado, Madrid; Obra San Pedro, 1622, José de Ribera, San Petersburgo, Rusia; Óleo Judith y la cabeza de Holofernes, 1640, Massimo Stanzione; Obra La Sibila cumana, 1620, Domenico Zampiere, Galleria Borghese, Roma; Cuadro Santa Cecilia, primer tercio XVII, Cavalier Arpino; Óleo La Caridad, 1630, Guido Reni, Museo Metropolitan de Nueva York; Cuadro Salomé, 1620, Caracciolo, Galería de los Uffizi, Florencia.)

22 de agosto de 2012

Un prodigio, un delirio de Arte, un dios casi, aunque fuese solo un hombre.



Se dirá que una vez nació un ser que fuera capaz de tocar el cielo con su genio, de idear cosas nunca antes vistas aun por nadie, de componer, con lo mismo que los demás, obras únicas de Arte, de crear lo que ningún otro ser humano hubiese podido vislumbrar siquiera con su ingenio... Pero ese gran ser humano existió una vez, nacería en la Toscana florentina en el año 1452 y se llamaría Leonardo da Vinci. Pero, sin embargo, sólo sería un hombre. ¿Los hombres sólo son hombres porque no son como Leonardo, o los hombres pueden ser grandes porque son como Leonardo? Con él, el Arte conseguiría emanciparse de lo simplemente artístico para alcanzar una forma de pensamiento y creación universal. Leonardo da Vinci llegaría a ser el instrumento más perfecto del hombre para terminar expresando, más allá de trazos y colores, lo que lo humano fuese capaz de llegar a realizar en el mundo terrenal y banal de nuestra historia. Cuenta el historiador y pintor renacentista Giorgio Vasari -aunque puede ser una leyenda- que cuando al maestro de Leonardo, Andrea Verrocchio (1435-1488), le encargaron la obra Bautismo de Cristo (1478), éste dejaría que su discípulo pintase la cabeza de uno de los ángeles del cuadro. Al ver la magnífica elaboración del gesto angelical producido entonces por da Vinci, la extraordinaria textura sombreada de su rostro, la perfecta inclinación de la cabeza o su mirada misteriosa y sobrenatural, Verrocchio quedaría tan afectado por su incapacidad de imitarlo que abandonaría la pintura para siempre, dedicándose ya sólo a la escultura.

Conocido más por su famosa obra La Gioconda, creación excelsa que acabaría sobrepasando al propio autor, es artífice además de otras composiciones igual de interesantes y sublimes. Una de ellas es su composición La Virgen, Jesús y Santa Ana del año 1510. Aunque inacabada la obra -según algunos críticos-, su composición nos aparece, sin embargo, del todo completada y acabada. De hecho, fue utilizada por el psicoanalista Sigmund Freud para analizar los desvaríos psicológicos de su autor... Pero esta obra es mucho más que todo eso, es un maravilloso enigma descodificado solo por su belleza, por la armoniosa conjunción de sus ajustados elementos pictóricos, tanto los de un fondo enigmático como los de sus propios personajes retratados, tanto sus símbolos misteriosos como las mismas sensaciones reproducidas por su talento. Leonardo da Vinci marcharía a Milán en el año 1482 para servir como artista al duque Ludovico Sforza. Allí se llevaría veinte años y terminaría conociendo al matemático fray Luca Pacioli, con quien aprenderá la ciencia que tanto le fascinaría. En sus creaciones artísticas trataría da Vinci de aplicar aquellas proporciones que, matemáticamente, acabaría adaptando a las formas o figuras de sus equilibradas composiciones. En este cuadro de la familia de Jesús lo experimenta el creador florentino de forma sublime. Cuatro figuras -tres humanas y una animal- están ahora articuladas formando un entrelazado conjunto geométrico piramidal. Dos cabezas enfrentadas -dirigidas y opuestas- a las otras dos como los términos entrelazados de una ecuación matemática.

Se representa en la obra una jerarquía temporal en sus personajes: la abuela, la madre y el hijo. Una jerarquía sagrada que acabaría siendo transmutada luego justo al contrario: Jesús se entronizaría sobre su madre y ésta finalmente sobre la suya... Pero aquí la figura de santa Ana -la madre de María- es ahora la pieza fundamental del conjunto. Ella sostiene a su hija, que trataría a su vez de proteger -inútilmente a la postre- a su pequeño hijo condenado... Porque todo ese escenario figurativo está situado también justo al borde de un abismo o pared vertical profunda y peligrosa. Al fondo del lienzo se ven unas frías montañas nevadas con glaciares inhóspitos, formando ahora así un universo enigmático en la obra. ¿Por qué? Será tal vez porque, fuera de lo que representa la escena principal, ¿no hay salvación alguna? Ahora el joven Jesús trata de salvar incluso a su cordero de caer en el abismo y, a la vez, él mismo es protegido así por su madre. Pero, sin embargo, sólo el brazo invisible de santa Ana es ahora el que sostiene firme aquí el equilibrio inestable de toda la escena figurativa del conjunto. Leonardo da Vinci era el hijo ilegítimo de un notario florentino, así que su verdadera madre no le cuidaría en la niñez y sería adoptado por la joven esposa de su padre. Por esto aquí los rostros de ambas mujeres son tan jóvenes..., por el reflejo latente tanto de la mujer que le diese la vida como la de la que le ayudara a vivirla.

La interpretación analítica de Freud vendría deducida por la túnica -pictóricamente inacabada- de la Virgen María. Ese vestido monocolor parecía formar la silueta tendida y desplegada de un ave de presa. Basado en un sueño descrito por el propio Leonardo que tuvo de pequeño, donde vería la aleta de la cola de un milano que trataba de introducirse salvajemente en su boca... Freud pensaría entonces -antes de saberse la especie del ave soñada- en la imagen de un enorme y fiero buitre. Con ello el famoso psiquiatra austríaco compuso una inspirada semblanza analítica del genio florentino. Pero acabaría pronto abandonando su tesis, al comprobar el psiquiatra el error en la identificación de la especie de ave interpretada. De ese modo pretendía aclarar -a tono con sus famosas teorías- la supuesta homosexualidad latente del artista. Antes de su traslado a Milán en el año 1482, le fue encargado un cuadro a Leonardo da Vinci, La Adoración de los Magos. Pero como fuera llamado por el duque de Milán urgentemente, abandonaría la obra dejándola del todo inacabada. ¿Sería este un rasgo de su propia vida, abandonarlo todo antes de acabar? Parte sería causa de una inevitabilidad ajena y parte un carácter insatisfecho e inquieto intelectualmente. La realidad fue que lo que pudo ser un grandioso y bello cuadro quedaría en un mero boceto sin finalizar. Pero en él aún brilla, sin embargo, la genialidad de un creador especial, detallista, imaginativo, vital, sorprendente y curioso, donde el caos representado reflejará un cierto equilibrio bellamente esbozado luego en su conjunto. Pero no importa ese instante parcial fijado sin definición aparente porque ahora las cosas aparentemente inconexas, los trazos inapropiadamente resueltos o los fondos sin sentido ni relación, le llevarían luego, sin embargo, a celebrar la más completa, armoniosa o perfecta composición final en otros casos... Esa misma composición genial que da Vinci parecería haber soñado antes en aquella infantil noche atormentada. Tan desconsiderada con él como estimulante grandemente luego, tan creativa y genial como transformable o adaptable bellamente para el Arte.

(Óleo La Virgen, el niño Jesús y Santa Ana, 1510, Leonardo da Vinci, Museo del Louvre, París; Cuadro Bautismo de Cristo, 1478, Andrea Verrocchio, Galería de los Uffizi, Florencia; Detalle del mismo cuadro, donde se observa la cabeza del ángel dibujado más a la izquierda por el discípulo Leonardo da Vinci; Muestra gráfica de la interpretación de Sigmund Freud sobre el cuadro La Virgen, el niño Jesús y Santa Ana; Boceto de Leonardo da Vinci, Adoración de los Magos, 1482, Galería de los Uffizi, Florencia; Autorretrato, 1516, Leonardo da Vinci, Palazzo Reale, Milán.)