26 de junio de 2012

El hilemorfismo en la creación artística, o una misma emoción -forma- en diferentes maneras de Arte.



Desde la antigüedad los filósofos habían discutido la naturaleza completa de la diversidad de las cosas existentes en el mundo. Para ello analizaron todo lo visible material, vivo o no, que apareciera ante los ojos de aquel que lo observara. ¿Qué elementos o substancias componían todo aquello?, ¿qué cosas determinarían lo que algo era, lo que verdaderamente era? Dos grandes pensadores griegos se enfrentaron, antes que nadie, para aclarar eso. Uno de ellos decía que todas las cosas mantendrían una unidad substancial, que no habría mutabilidad alguna de esa substancia, que cada cosa permanecería en su propia esencia para siempre. Otro que la variedad y el cambio eran todo lo que existiría. El primero fue Parménides, el segundo Heráclito. ¿Cómo, entonces, habría que entender la realidad del mundo, como una unidad permanente o como una diversidad cambiable? Y, luego, llegaría Aristóteles..., y comprendería que existiría tanto la mutabilidad en las cosas a la vez que su esencia permanente. Y para esto idearía su teoría de que las cosas, todas las cosas, estarían compuestas de materia y de forma, el llamado por él hilemorfismo.

Simplificadamente, esto quiere decir que la materia sería la diversidad, las diferentes substancias con lo que la totalidad de las cosas existentes estarían hechas. Esto puede cambiar. La forma, sin embargo, sería lo que algo es en sí, su estructura básica, lo que se mantiene a pesar de los cambios que lo que sea pudiera sufrir. Y aquí se puede utilizar ahora esta filosofía para comprender algo más la creatividad artística de la imagen. Los pintores desde siempre habrían utilizado su materia, es decir, sus óleos, sus pigmentos, sus lienzos, sus pinceles, su técnica, para crear. Mostraban el mundo cambiando siempre su apariencia cuando representaban con su Arte lo que éste era. Y lo hicieron creando algo material y formal -sus obras- desde la más absoluta inexistencia física anterior. De ese modo compusieron lo que veían y lo que sintieron además, y todo eso con su genial acción artística. Pero luego, cuando la evolución -o la mutabilidad de las cosas del universo del hombre- fuera transformando sus instrumentos creativos -progreso técnico-, aquella esencia formal -la forma- se mantendría constante.

Se podría continuar manejando aquella materia artística..., aunque ahora ésta sería otra materia, también susceptible de criterios creativos (la fotografía, el diseño gráfico, la composición digital, etc...). Porque, sin embargo, la forma, esa plasticidad cerebral e intuitiva del ser humano, seguiría manteniendo la misma idea, la misma conciencia de la majestad de lo creado, de lo que resultará, finalmente, una sensación emocional provocadora, lo que es el Arte. Con ello se sigue y se seguirá componiendo Arte. Pero, posiblemente ahora la exigencia a la emotividad, a la sorpresa, a la fascinación y a la belleza, sean mayores cada vez ya que la simplicidad creativa de los sofisticados medios técnicos debe ser compensada, aún más, con una mejor originalidad y sutileza en la creación artística. Con una, ahora, mayor aún especial capacidad de los creadores para continuar haciéndonos emocionar con sus composiciones artísticas e ideográficas de lo visible.

(Fotografía Retrato, de la fotógrafa holandesa Desiree Dolron; Óleo del pintor norteamericano Robert Henri Cozad, 1865-1929, Retrato; Fotomontaje del creador norteamericano Josh Sommers, 2009; Pintura del genial Dalí, La tentación de San Antonio, 1946, Museo de Bellas Artes de Bélgica, Bruselas.)

22 de junio de 2012

Lo que centrará nuestra atención de una imagen o lo que el Arte determinará nuestra mirada.



¿Por qué miramos algo más o antes que otra cosa? Los creadores diseñarán su pequeño universo creativo determinando qué cosa debe ser objeto de nuestra atención más ineludible. ¿Cuál debe ser  el motivo  central de una obra o hacia dónde debe dirigir antes el observador su mirada? ¿Dónde centrará la atención el creador entonces para expresar mejor eso?, ¿qué cosa hará primar antes en su creación?, ¿qué sentido principal gobernará la mirada con la que miremos ahora el cuadro? Todas estas cosas nacen de la inicial inspiración artística del creador. El motivo principal es la mágica y artificial manera de seducir ante lo desconocido que el Arte y sus creadores aprovechen. Unas veces los creadores representarán el motivo principal albergando la mayor parte del escenario creativo con algo exótico. En estos casos el pintor alcanzará -o no- una sutil genialidad al compartir esa parte atrayente o exótica con el sentido fundamental de la obra. Eugene Delacroix consigue en Jaguar atacando un caballo hacer fijar nuestra mirada en el felino amenazador y sorprendente de su obra. Junto al jinete forman en la romántica obra un solo cuerpo iconográfico destacable. Proyectan así, sin distracción alguna, la figura emblemática estética principal del lienzo romántico que completará y justificará la obra. 

En otras ocasiones el pintor no deja otra opción que mirar lo único que hay en su obra, aunque ello no atraiga inicialmente ahora la mirada especialmente. Porque todo lo demás es ahora aquí la nada. Como en esta creación modernista de Dalí, una obra de Arte impropia de él por su aparente clasicismo y claroscuro propios de otras tendencias anteriores. Pero aquí el pintor surrealista nos fuerza a no distraernos con ninguna otra cosa que no sea el único objeto representado. Sin embargo Dalí no decepciona. El original pintor español siempre trataría de sorprender con sus creaciones originales. En su desconocida obra Mejor la muerte que la deshonra determinaría el pintor que los ojos del espectador conecten pronto con su mente cognitiva. Hacerlo es fácil ya que al no distraer con otra cosa alcanzaremos a desvelar el misterio surrealista de ese hallazgo. Luego Goya nos representa una majestuosa escena -de una época donde la enseñanza se lastraba con el castigo- compuesta con partes diferentes de un mismo concepto iconográfico: el aula dieciochesca de una escuela infantil. Aquí una multitud de niños representan parte del universo de la obra, porque es el maestro ahora, descentrado, hierático y distante, el que justificará la sentencia tan grotesca del mensaje artístico. Pero no es éste ni los niños ni el aula oscurecida lo que nos atraiga ahora la mirada; no, es el trasero descubierto del alumno castigado. Aquí Goya nos desnudará, sin embargo, a todos nosotros, a los que estamos viendo sorprendidos su misteriosa obra.

Más adelante vemos una obra del pintor Thomas Cole, un pintor que usaba el paisaje para destacar otras cosas diferentes al mismo. En su lienzo El buen pastor dibuja las figuras bíblicas de unos personajes sagrados, pero ahora empequeñecidos frente a la grandiosidad, sin embargo, del maravilloso paisaje. A pesar de la espectacularidad del entorno natural, sólo son ahora aquellos personajes quienes absorban aquí la mirada del espectador. Después observaremos los lienzos postimpresionistas e impresionistas de Seurat y Renoir. En el caso de Seurat vemos una obra que distingue claramente unas figuras atrayentes. Estas son las que aparecen en primer plano, algo lógico. Pero, sin embargo, las figuras secundarias están ahora  aquí más iluminadas, proyectadas por la luz del sol mucho más que las otras figuras, las aparentemente principales -estas más sombreadas-, en un efecto magistral que las representará majestuosas y justificadoras ante todo lo demás. Pero es Renoir, el gran maestro impresionista, quien consigue la genialidad más asombrosa con nuestra mirada en su obra El molino de la Galette. Con este grandioso lienzo obtuvo el creador francés algo muy difícil de conseguir en una pintura multitudinaria llena de personajes diferentes y situados en distintos planos. Todos ellos se ven ahora aquí iguales frente a todos, todos son importantes en la obra, ninguno destacará así por encima de nadie. Nuestra mirada está ahora absorbida en cada rostro y silueta, en cada forma, gesto o sensación humana retratada. Es la inspiración creativa más elaborada y genial que consigue aquí el creador impresionista: no centrar ahora nuestra mirada sino en el conjunto de la obra, en la multitud completa, en todos y en cada uno de ellos, seres que, anónimamente, serán ahora lo único y lo más importante.

(Óleo del pintor romántico francés Eugene Delacroix, Jaguar atacando un caballo, de 1855: Cuadro Mejor la muerte que la deshonra, 1945, del pintor surrealista Dalí, Fundación Gala-Dalí, Figueras, España; Lienzo de Goya, La letra con sangre entra, 1777, Museo de Zaragoza, España; Óleo El buen pastor, 1848, de Thomas Cole; Cuadro puntillista de Seurat, Tarde de domingo en la isla de la grande Jatte, 1884, Museo de Chicago, EEUU; Óleo de Renoir, El molino de la Galette, 1876, Museo de Orsay, París.)

12 de junio de 2012

El Arte como recreación de una vida reivindicada, su belleza y su simbolismo.



Esta curiosa obra renacentista del pintor Lorenzo Lotto (1480-1556) es ahora la extraña imagen de un bello paisaje metafórico. Un paisaje dividido en varios planos diferentes, iconográficamente diferentes y enfrentados e indefinidos todos ellos entre sí. Uno de esos planos, el más cercano al espectador, está a su vez acusadamente dividido... El plano más lejano lo estará también, entre un mar siniestro y un cielo bellamente nebuloso. Esos dos ámbitos geográficos se verán ahora vertebrados mucho más por los trazos de una parte -con sus colores grises o negros- que por los de la otra, ésta diferenciada más con colores azules o  blancos. En el centro del lienzo se sitúa un pequeño tronco raído en el que florece, aún, una rama poderosa. Una rama florecida dirigida hacia la izquierda como recuerdo de lo que, una vez, llegara a ser antes un árbol. El tronco separa aquí verticalmente el plano principal de la representación de la obra. Algunos símbolos materiales fabricados por el hombre acompañan de forma alegórica el tronco mortecino. Pero, ¿qué son?, ¿qué se quiere expresar con ellos? Porque la obra se titula Alegoría del Vicio y la Virtud, es decir, desea el autor transmitirnos, subliminalmente, esas dos opuestas semblanzas tan humanas: la grandeza o bondad de los hombres y la bajeza o sinrazón de sus comportamientos.

Pero esta sorprendente y sugestiva pintura renacentista sería una obra artística realizada por encargo. Su mentor, Bernardino d'Rossi, fue obispo de Treviso (Italia) en los años iniciales del atribulado siglo XVI y quiso que el pintor Lotto le retratase y, además, acompañara a su retrato este cuadro tan curioso. El pintor podía plasmar lo que en el lienzo él quisiera, pero debía dejar claro quién era el mentor de la obra y en qué lugar su propia alegoría -el mensaje personal y profético que acompaña a los retratos encargados- debía situarse su representación en el cuadro. El autor de la obra lo hizo dibujando claramente -a la izquierda del tronco, hacia el lado de la virtud- el escudo heráldico del obispo d'Rossi. La imagen de la obra sorprenderá porque, ¿qué es todo eso que aparece ahora representado tan desmadejadamente en el lienzo artístico? La virtud, representada en el lado izquierdo de la obra, sitúa ahora a un niño -la inocente virtud- sobre un suelo árido, infértil y desolador...  Pero en el otro lado vemos un sátiro disfrutando alegre y satisfecho en su verde y hermoso páramo. Un personaje mitológico este, el sátiro, que simbolizaría aquí iconográficamente al vicio. Pero, sin embargo, el sátiro se encuentra ahora situado justo dentro de un maravilloso y bello paisaje verde, fértil y acogedor... Entonces, ¿cómo entender ahora toda esa contradicción?

El obispo Bernardino d'Rossi se enfrentaría a los poderes fácticos de la ciudad de Treviso, por entonces muy corrompidos en asuntos muy oscuros, deshonestos y criminales. En el año 1503 una de las más poderosas familias de Treviso, los Onigo, conspirarían contra el obispo hasta mandar asesinarle. Éste, providencialmente, pudo salvarse entonces evitando el crimen. Dos años después el pintor terminaría el retrato y la alegoría del atribulado obispo. El curioso artista italiano quiso simbolizar -en homenaje a Bernardino- la fuerza poderosa de la virtud humana en su curiosa pintura. Quiso reflejar así la actitud tan extraordinaria del propio ser humano, una actitud que, crecida desde la más polvorienta e infértil soledad, puede a cambio sembrar los elementos elogiosos que, tiempo después, la llevarán a lo más alto... Se observa aquí, simbólicamente, al pequeño niño alzado ahora hacia los cielos por la ladera amarillenta del fondo del cuadro. En la otra parte del plano principal -la reverdecida y alegre- está situado el autocomplaciente sátiro, la figura grotesca y libidinosa que toca ahora su lira y disfrutará además de bebidas y manjares placenteros. Pero, sin embargo, nada bueno acabará por obtener finalmente el sátiro. Hacia el fondo de su lado se nos representa incluso un barco malogrado que naufraga ahora en la bahía gris y desolada de la obra.

De ese modo se expresará en el cuadro que nada permanecerá con vida finalmente en el lado maldecido, porque todo ahí sucumbirá después a la mortífera plasmación de su simbólico vicio. En el tronco hueco del árbol florece ahora, sin embargo, una rama verdecida que se dirige hacia el lado opuesto del vicio, hacia aquel lugar donde no hay ahora otra cosa ya sino esperanza... Sujeto al tronco raído veremos un escudo transparente que representa aquí un antiguo instrumento especular muy mortífero: la coraza mítica del espejo mágico del gran héroe Perseo. En él se refleja siempre la imagen de horror de la Medusa mitológica, todo un símbolo heroico de la lucha virtuosa o del enfrentamiento generoso, altruista y benefactor. Con el mensaje simbólico de esta obra se describía y elogiaba la opción más dificultosa de la vida, la más desgarradora o la más solitaria, pero, también, la más heroica o la más noble de las acciones humanas. Esta -la virtud- se enfrenta aquí -como en la vida- a la otra opción poderosa -la del sátiro vicioso-, la que representará en la obra lo más gratificante y terrenal, lo más pasajero, demoledor, engañoso, fútil, maléfico o detestable de la vida, lo que aquí demuestra ya la falta así de toda virtud elogiosa y eterna. De este modo tan sutil los creadores del renacentista momento afanoso supieron resaltar dos caras de una misma realidad vital. Algunas veces sin la huella tangible de ningún personaje reconocido o relevante, y otras, como en este caso sublime, a pesar de recordar la tan comprada y reivindicada -por un clérigo perseguido- representación elogiosa de una deseada y decidida virtud.

(Óleo Alegoría del Vicio y la Virtud, 1505, del pintor veneciano Lorenzo Lotto, Galería Nacional de Arte de Washington D.C., EE.UU.)

6 de junio de 2012

El Arte permanecerá, acogedor y eterno, el resto nos sobrepasará, hiriente y desprovisto de gloria.



Todo lo que ama es capaz de torcer su agrado con el tiempo; todo lo que es amado es capaz de desaparecer, ignominioso, bajo los latidos limitados de su ajena adoración...  Así es como, por ejemplo, un paisaje idílico, bello y majestuoso sobreviene luego en un inhospitalario lugar, incluso bajo la efímera vaga belleza que un entorno natural le haya podido ofrecer antes. Sólo el Arte nos ayudará, indiferente a todo, permaneciendo eterno para siempre. Sólo él permanecerá fiel a su legado prometedor de belleza sin condiciones. Así es como podremos apreciar de nuevo, cada vez que las necesitemos requeridas por nuestro anhelo insaciable de belleza, las diferentes muestras expresivas de su infinita, piadosa y pródiga creatividad. Vagabundearán éstas por los diversos rincones artísticos tan generosos de sus emotivas ofrendas estéticas. Escondidas estarán siempre ahí para nosotros, para comprender con ellas todo lo que necesitemos siempre de sus formas, de sus colores, de sus delineaciones, de sus arcos o de sus bóvedas primorosas. También entre sonidos o vibraciones, entre ágiles danzas y canciones, entre marcadas aristas sigilosas de piedras multiformes o entre los versos emocionales de sus odas tan grandiosas.

Porque todo lo demás, las cosas prosaicas de este mundo que nos acompañan distantes, arrogantes, displicentes o tan enloquecedoramente con los diferentes infortunios de la vida, no conseguirán siquiera emular la más mínima escena acogedora, bondadosa y permanente que, sin embargo, nos ofrecerá el Arte. ¿Qué más que haber admirado o creado Arte, algo propio de seres anhelosos y sensibles, para recordarnos la intención de una belleza con la que poder llegar a sublimar ahora la gloria de ese momento desesperado o fugaz que, alguna vez, vivimos sin saberlo? Cuando el escritor británico Edward Morgan Forster (1879-1970) quiso destacar la enorme contradicción de los humanos y de su mundo atrabiliario, compuso su obra literaria Pasaje a la India (1924). En esa novela -como en las obras pictóricas de Van Gogh- supo el autor victoriano expresar parte de la cosmogonía más asombrosa, sorprendente y demoledora de muchas de las contradicciones  de este mundo. Esta literatura, como todo Arte, viene a recomponernos, sin ataduras exigentes, de las rémoras más espantosas de lo agotador, de lo incomprensible, de lo fatídico o de lo más dramático de la vida. Y con esta literatura sabia y sentida aprender también que a veces debemos, para intentar sobrevivir sin sobresaltos, saber leerlo con palabras emotivas como saber verlo con imágenes sensibles... Es decir, llegar a entender el sentido emocional de utilizar ciertas palabras o imágenes para poder así llegar, finalmente, a poder amar el propio sentido azaroso de la vida, de sus contradicciones, de sus  sinsentidos o de sus efímeras fragancias...

En toda la ciudad y gran parte de la India se estaba iniciando, por parte de los demás seres humanos, la misma retirada hacia los sótanos, hacia lo alto de las colinas, hacia la sombra que proporcionaban los árboles. Abril, heraldo de horrores, estaba ya a la vuelta de la esquina. El sol regresaba a su reino con poder pero sin belleza: ésa era su característica más siniestra. ¡Si hubiese existido belleza! Su crueldad habría sido tolerable en ese caso. Por su mismo exceso de luz, también él fracasaba; bajo su marea blanco-amarillenta no sólo desaparecían las cosas materiales: también se ahogaba la misma luminosidad. El astro rey no era el amigo inalcanzable -de los hombres o de los pájaros o de otros soles-, no era la eterna promesa, ni la sugerencia nunca desechada que obsesiona nuestra conciencia; era, simplemente, una criatura como las demás y, por lo tanto, desprovista de gloria.

(Extracto de la novela, del escritor británico E.M.Forster, Pasaje a la India, capítulo 10.)

(Obra del pintor Nicolas de Staël, El Sol, 1953; Óleo de Vincent Van Gogh, Trigal con segador a la salida del sol, 1889, Museo Van Gogh, Amsterdam; Cuadro El Sol, 1904, de Giuseppe Pelizza da Volpedo, Roma; Óleo Sol de sequía en julio, 1960, del pintor americano Charles Burchfield, Museo Thyssen.)

24 de mayo de 2012

El sentido de la vida es no tenerlo, las acciones, incluso las más nobles, derivan siempre luego en otra cosa.



Todos los raptos de la mitología trajeron consecuencias funestas, unas más graves que otras. Sin embargo, inspiraron a muchos pintores que crearon imágenes grandiosas para acabar ilustrando las paredes de algunos grandes museos del mundo. Según la mitología griega existió al principio de los tiempos una joven y hermosa princesa oriental llamada Europa, hija del rey Agénor de Fenicia.  Una bella mujer que fuera por entonces objeto de la lujuria insaciable del dios más poderoso del Olimpo. Un día, estando en la serena playa de su reino, se le apareció un atrayente toro blanco con unas astas muy brillantes, casi doradas, y una seductora y maravillosa forma de media luna creciente en su cabeza. Pero este hermoso toro blanco se le mostraba ahora a ella manso, afable y confiado. Así fue como, transformado en un toro, se acercaría el dios Zeus a la joven Europa. Ella sintió ahora que no podía más sino admirarlo, así que, enamorada y paralizada, sin razón para poder evitarlo, quedaría atrapada por su atractiva y salvaje belleza para siempre. Se subió Europa a lomos de la bestia, se sujetó a su cornamenta y avanzaría así hacia lo lejos, hacia algún lugar más allá de aquel reino de Fenicia. El dios Zeus la llevaría entonces a Creta, la isla avanzada de un continente por formarse -de ahí el nombre que se le diese al continente, Europa, en homenaje a esta mujer y a su linaje-. Pero entonces el rey Agénor, alzando su indignación y su venganza, llamaría a su hijo Cadmo y le conminaría a que fuese en busca de Europa allá donde estuviese. Le juró que, de no conseguirlo, mejor que no regresase jamás sin ella al reino. Ante esta tajante admonición Cadmo se armaría de valor, de empuje, guerreros y osadía.

Marchó hacia el lugar adonde le dijeron que el toro habría huido: hacia el este. Recorrieron todo el Asia menor y nada, no la encontraron; fueron después hacia el norte y tampoco; luego hacia el oeste y no hallaron rastro alguno del raro astado blanco ni de Europa. Cadmo había fracasado, no logró encontrar a Europa en ninguno de los lugares en los que había estado buscándola. Nadie la había visto ni habían oído hablar de un toro tan extraño. Ante esa realidad no pudo Cadmo regresar a Fenicia sin Europa, su padre lo había amenazado claramente si no volvía con ella. No supo entonces Cadmo qué hacer ni dónde ir, después de haber recorrido casi medio mundo sin hallarla. Se encontraba ahora en un nuevo continente situado hacia el oeste, justo al lado de la costa plácida de una península mediterránea, muy cercana a la región griega de la Fócida. Así que, ahora, desesperado, vagabundo, confundido y perdido, sin ninguna inspiración ni conocimiento, decidió Cadmo consultar al oráculo de Delfos. Lo hizo para saber qué podía hacer entonces consigo y con su vida ante esta difícil situación tan desesperada. Pero el oráculo le contestó aún más confusamente, los oráculos transforman una duda en otra y revuelven así, como el destino insolente, los iniciales deseos de los hombres para convertirlos luego en otra cosa. El oráculo de Delfos le contestó: ¡cierra tus ojos y elige la puerta que al azar abras!; toma esa dirección, camina y sólo detente cuando veas un buey con una media luna en su cara. Donde lo veas funda tu propio reino y tu casa, labra la tierra que pises y establécete allí...  Cadmo no entendió nada, él sólo quería encontrar a su hermana, era, pensaba, la única forma de poder resolver toda aquella confusión en la que vivía. Pero, sin embargo, como en la vida misteriosa, las cosas imposibles sólo llevarán a otras cosas diferentes, sin nada que ver con lo de antes.

A los oráculos no hay que tratar de entenderlos, sólo dejarse llevar, desdeñosos, por su azar caprichoso e insensible. Cadmo eligió su puerta y encontraría tras de ella a una vaca, no a un buey, con una mancha en forma de media luna en su cara, y a la que siguió decidido junto a sus hombres. Cuando el animal se detuvo comprendió Cadmo que ahí debía aposentarse, no se preguntó entonces otra cosa. No había encontrado a Europa ni podía regresar sin ella. Decidió entonces crear ahí su propio pueblo, su lugar ahora para vivir de nuevo, lo único que podía hacer y que el oráculo además le había predicho. Decidieron hallar antes agua y enviaría Cadmo algunos de sus hombres a buscarla. De ese modo encontraron la providencial fuente de Ares, o Aretíade, que les permitiría poder sobrevivir tranquilos durante un tiempo. Pero entonces, cuando los hombres llenaban sus odres de agua, una terrorífica criatura, el terrible dragón Aonio, les asaltaría feroz, violenta y sanguinariamente.  Cadmo ahora debía matar al dragón necesariamente, no podía evitarlo si deseaba vivir ahí. Había sobrevenido este maldito monstruo en este bendito lugar, había matado a sus hombres y tenía que acabar con él si debía cumplir con el propósito del oráculo. Lucharía entonces con todo su poder, con toda su fuerza y con todo su deseo fatigoso. Decidido, dirigió entonces su lanza hacia la boca flamígera del dragón para matarlo.

El mito continuaba describiendo a un Cadmo solitario junto al dragón abatido, sin nadie más que él en ese lugar sobrevenido. Es entonces cuando la diosa Minerva acude en su auxilio, le aconseja que siembre en esta nueva tierra los dientes del dragón muerto. Surgirán hombres, le dice la diosa, ¡y aún lucharán entre sí!, por tanto, protégete de ellos también. Al final sólo quedarán los mejores, pero con ellos crearás una nación fructífera y poderosa...  Hasta aquí la leyenda enrevesada y sin sentido, pero que acude sabia a reconfortarnos de las cosas incomprensibles del mundo. Porque, ¿cuál es el sentido de la búsqueda de una persona, de Europa en este caso, cuando luego todo fluirá de un modo del todo diferente, para nada relacionado con su búsqueda? ¿Por qué matar a un dragón y narrarlo además como si fuera lo más importante, cuando no era la causa de aquel rapto ni la finalidad ahora de una existencia? ¿Qué cosas tan prolijas, confusas, desligadas y caprichosas decidirán un final que, para nada, tiene ya que ver con el principio? Pero, así es la vida, así también el mito y el Arte. Esta es otra lección que el Arte nos facilitará. Todo es un fluir existencial incomprensible, donde los eslabones fragmentarios solo serán una mera excusa material y sin sentido.

El pintor flamenco Jacob Jordaens (1593-1678) no es tan conocido como otros paisanos suyos más famosos, Rubens o Brueghel. Sin embargo, fue un extraordinario pintor del Barroco holandés, una tendencia artística donde crearía obras con gran maestría y equilibrio estético. Como en su extraordinaria pintura Cadmo y Minerva creada en el año 1637. Aquí vemos derrotado por Cadmo al dragón Aonio, justo ahora detrás del héroe mitológico, cuando todavía mantiene aquél sus ojos abiertos pero inertes. Cadmo está escuchando ahora a la diosa Minerva lo que ésta le dice. Le está convenciendo ella de que le ayuda, de que le está ayudando al valiente buscador en su destino.  Le indica lo que ha pasado, lo que pasa y lo que le obliga luego su decidida elección de continuar así con su destino. Antes que Jordaens, había pintado otro lienzo del mismo mito su compatriota Hendrick Goltzius (1558-1617). En esta otra obra Cadmo está matando al dragón con su lanza, vemos aquí al héroe padecer con su esfuerzo ante la terrible fiera monstruosa. Algo tan horrible, tan imposible de afrontar, de superar o vencer sin esfuerzo, sin decisión, sin ardor o sin coraje, ¿cómo es posible que, después de haber hecho todo por vencerlo, luego de hacerlo, y victorioso incluso, aún haya que comenzar de nuevo así con otro esfuerzo...? Pero, sobre todo, ¿cómo es posible que un mero rapto haya provocado unas consecuencias absolutamente diferentes a lo que propiciara la búsqueda de Europa? Porque esperamos que, ante una épica huida de secuestro, algo tan radical y definitivo, la historia continuase así hasta encontrar lo buscado o morir en el intento. Porque cuando la monstruosidad de lo imprevisto nos sobreviene como un reto poderoso, y lo enfrentamos y abordamos con la fuerza de todo nuestro aliento, pensaremos que sólo con eso todo ya termine para siempre. Pues, bien, ¡nada de eso!, todo en la vida es un confuso azar entrelazado, para nada nunca terminado. Volveremos a empezar de nuevo, sin entenderlo, escuchando ahora los sonidos de los dioses diciéndonos de nuevo, como entonces: ¡continúa creyendo en lo que haces..!, confiando así otra vez en esas palabras misteriosas, unas que, sin embargo, nunca oyes...

(Óleo Cadmo y Minerva, 1637, del pintor Jacob Jordaens, Museo del Prado, Madrid; Obra del pintor holandés, del barroco aunque también de un manierismo tardío, Hendrick Goltzius, Cadmo matando al Dragón, aproximadamente 1600, Museo de Kunst, Alemania; Óleo El Rapto de Europa, 1590, del pintor manierista, también flamenco, Marten de Vos, Museo de Bellas Artes de Bilbao, País Vasco, España.)

21 de mayo de 2012

Lo que esconde el sortilegio maravilloso de una obra romántica: su color, su sensación y su belleza.



Siempre hay mucho más que ver que lo que vemos al pronto en una obra romántica. La sutileza de su autor junto a la sensibilidad subjetiva del que la mira producirá luego el milagro indescriptible de lo bello. Porque entonces lo bello no sólo es una evidencia somera de rasgos equilibrados, definidos o ajustados a la proporción de una hermosa decoración pictórica, lo bello se expresa ahora huérfano, solitario, sin sentido y oculto desde las cuatro esquinas del cuadro. A veces se ve y otras no tanto. ¿Qué cosa hace que se perciba o no se perciba esa belleza? Solo se percibirá con los ojos más emocionales de lo estético, solo es ocasionado por la singular sensibilidad del que lo mire ávido de belleza. Cuando el famoso héroe mitológico Ulises alcanzara las islas traicioneras de las Cíclopes deseoso de conseguir víveres para sus hombres, descubriría cerca de una cueva de la isla el ganado que necesitaban para sobrevivir. Allí mismo asarían la carne y disfrutarían luego relajados dentro de la cueva. Pero ignoran que el dueño de ese ganado fuese el gigante Polifemo, éste llegará a su cueva al atardecer y entonces verán los griegos la envergadura monstruosa y el rostro aterrador de Polifemo. Con su poderoso, céntrico y único ojo verá Polifemo a Ulises y a sus hombres descansando dentro de su cueva. Entonces el gigante, irritado, taponará con grandes piedras la entrada de la cueva quedando los griegos atrapados dentro.

A principios del siglo XIX el pintor del Romanticismo Joseph Mallord William Turner compuso su óleo Ulises burlando a Polifemo. La obra se fecharía en 1829, año en el que se presentaría al público en la National Gallery de Londres. La fuerza de los colores románticos, la genialidad de la composición, la originalidad con la que es plasmada la narración mitológica bajo un grandioso paisaje crepuscular, fueron muy impresionantes para ese momento histórico en el Arte, de un alarde artístico e innovador inigualable para entonces. Es mucha la belleza estética que existe desperdigada entre unas formas y unos colores desubicados, sin orden y confundidos así entre una mezcolanza de tonalidades expresivas apenas sin contornos definidos o traducibles a lo real. Porque la belleza romántica no se percibirá ahora en ninguna cosa determinada que pueda reflejarse en la obra. Sólo se manifiesta en lo que desde el conjunto de todos esos matices deslavazados se presiente ahora como una constelación artística brillante llena de luz y de sombras.

Lo que el pintor romántico decide contarnos es la huida de Ulises y sus hombres de la isla del gigante Polifemo en el barco de su Odisea. Pero sin dejar claro quién es quién y dónde están realmente ubicados los protagonistas de la leyenda. ¿Se necesita saber todo eso en verdad para apreciar la belleza de la obra romántica?, ¿es preciso conocer ahora cómo son y quiénes son los personajes antagonistas de esta mitología para ver esa belleza? Uno de ellos es Ulises, el taimado, inteligente y osado héroe que imagina una estrategia para sobrevivir. El otro es el malvado gigante Polifemo, hijo del dios Poseidón que gobierna las Cíclopes a su antojo. Pero ninguno de estos dos relevantes personajes de la leyenda aparecen claramente representados en el lienzo titulado con sus nombres. Ulises decide una hábil y engañosa estratagema para salir de la cueva y huir de la isla en su barco. No es fácil conseguirlo, pues a la fuerza y ferocidad de Polifemo y sus hermanos se unen las piedras que taponan la entrada de la cueva. Ulises, primero, engañará al gigante no diciéndole su verdadero nombre: le dice ahora que él se llama Nadie. Segundo lo emborracha para hundirle luego una rama de olivo en su único ojo. Tercero se atan todos -él y sus hombres- a los vientres del ganado que está dentro de la cueva. Como el gigante no ve nada, pero no ha perdido su fuerza ni poder, grita a sus hermanos que: ¡Nadie le ha herido en su ojo! Luego tantea con sus manos el lomo -no el vientre- del ganado y los sacará uno a uno de la cueva aunque, sin quererlo, también sacará a los griegos que, aferrados a los vientres, huyen también junto al ganado.

El pintor Turner refleja en su obra el momento en que los griegos en su barco se burlan de Polifemo. Miran todos hacia el lado izquierdo del cuadro y es por eso que suponemos que ahí está el gigante. Pero éste no se ve. Podemos intuir que está ahí aunque no lo veamos, lo podemos imaginar -y así se ve apenas- intercalado entre las siluetas montañosas de la isla. A Ulises sí podemos ubicarlo si nos fijamos detenidamente. Está en su barco desde donde llama retador a su ofendido gigante terrorífico. Según la leyenda, le está diciendo a Polifemo por fin quién es él.  Pero la belleza romántica del magnífico encuadre no nos exige a nosotros saber nada de eso para poder apreciarla. Tan sólo admiraremos la maestría tempestuosa de unos colores estrellados con el fondo espectacular de un atardecer extraordinario. Pero, ¿es un atardecer, realmente, lo que estamos viendo?, ¿por qué no es un amanecer?, ¿cómo lo distinguiremos, sin embargo?

Pero es que no importa nada de eso ahora aquí. Lo esencial es solo la impresión emocional de la belleza de ese momento estético. La narración mitológica, si acaso, la sabremos: o la conocemos de antes o la leeremos después. Ésta no hace más que conferir, ubicar o definir los contornos traducibles del magnífico encuadre. Una leyenda que luego justificará lo que vemos ahora, pero que, sin embargo, ya nos habría estremecido antes otra cosa... ¿El qué?: ¡la magnífica belleza del encuadre romántico! Aunque esté plasmada con retazos de colores o líneas desgarbadas, aunque solo sean espacios inconexos, formas misteriosas, desconocidas y mezcladas de elementos siderales y terrenales transformados ahora en una amalgama refulgente de colores imprecisos, casi una fantasía iconográfica inenarrable. Pero que comprende así el sentido más expresivo de una imagen romántica, algo que nos seduce y atrae ahora tan solo por el poder maravilloso de verlo. Una belleza que nos evitará elucubrar qué es, exactamente, eso que ahora tenemos delante. Porque lo importante en una representación romántica como esta es sólo lo que aparece ahora sorprendente a nuestros ojos, lo que subyace oculto y misterioso, lo que nos sobrecoge, ¡su belleza romántica!, sólo eso, lo que ahora miramos.

(Óleo Ulises burlando a Polifemo, 1829, del pintor romántico británico Turner, National Gallery, Londres.)

17 de mayo de 2012

Y así, luego, después o ahora, nunca ya nada volverá a ser como antes.



Nos acostumbramos a nuestra existencia sosegada, complaciente y satisfecha. Pensaremos sin pensar, es decir, inconscientes de pensarlo, que todo fluirá como siempre, tan templado o mesurado, en su inercia vital tan maravillosa. Sin zozobrar nunca nada, sin descubrir para nada el asombroso, veleidoso o ineludible estiaje tan cambiante de la vida. Pero es justo lo contrario. Es más propio de la vida el intercambio de las cosas, sus derroteras formas transformadoras de conducirnos hacia el abismo de lo desconocido o de lo desolado, que la aparente o perenne sonrisa de un destino edulcorado... Un sino personal encubierto en el autoengaño o en la farsa,  o en la conquista inexistente de un acomodo imposible, o en el arriesgado faro aleatorio de una frágil luz que no siempre alumbrará en las oscuras y tempestuosas aguas de nuestra existencia. Así que cuando el averno monstruoso nos acoja en su seno, sin avisar ni preparados, no pensaremos más que en adorar, como a un dios enriquecido y desdeñoso, las doradas esencias maravillosas de lo de antes... Lo de antes, ese paraíso engañoso al que nos aferramos nostálgicos creyendo que es lo único que existe, lo único mejor que pueda llegar a existir nunca. Debemos desterrar ese sentido equivocado, debemos comprender que, incluso, existió ya otro antes de ese antes y que, por tanto, nada quedará después de nada, porque, tampoco, nada existiría ya antes del todo para nadie. Tan solo vivimos en nuestro ánimo lo que nos parece creer vivir, lo que inventamos o recreamos en nuestro interior como un drama teatral sobrevenido.

¡Ah, ruinas del pensamiento!, que poco queréis recomponer, con los pedazos derramados de lo roto, un nuevo acontecer... Ese acontecer que, aun sin deslumbrar, reluce ya para siempre ante nosotros aunque aparezca como un camino imprevisible. Un nuevo acontecer que sobrevivirá incluso a nuestro deseo insatisfecho, a nuestro parecer inquieto o a nuestra vida tan desconsiderada. Porque siempre hay un antes y un después... Siempre una acción producirá un efecto, el que sea. Tanto lo hará a veces como para que aquellas causas ignominiosas,  tan enredadas en lo misterioso de un azar tan despiadado, lleven siempre luego, después, queramos o no entenderlo así, una despejada y esperanzada nueva meta en nuestra existencia vital tan desgarradora. Una tan esperanzadora como para poder ahora, de nuevo, volver a intentar recuperar lo que perdimos... Para recibirlas ahora con las guirnaldas inteligentes de lo que pueda transformarse para volver a cambiar las cosas para siempre. Esas cosas que nos servirán para comprender mejor el desciframiento misterioso de lo humano, de lo que somos o de lo que viviremos realmente sin nosotros...

La historia nos lo confiesa solemne, y el Arte, además, lo aprovechará para recrear escenas inspiradoras. Lo que fue antes tuvo su momento, su anhelo, su pasión, su fervor, su color o su tendencia; lo que vendrá después también tendrá su instante, su morada, su romántico escenario incluso -o no- y su sentido. Porque todo valdrá de nuevo para volver a sentir la emoción, aunque ésta no acabe aún así por comprenderlo. Porque para entenderlo se necesita aceptar que aquel después se convierta luego en otra cosa..., no mantenerse inamovible en lo que parecía la pérdida infame de aquel antes... Sentida además esa pérdida del antes como la única ruina inevitable o desastrosa que pueda acontecernos nunca, como ese fatal destino eterno y poderoso, en exclusiva así para nosotros, que acabará por consumirnos ajenos y para siempre. Sin embargo no es esto así nunca, no debe serlo jamás, no debemos pensar para nada que ese deba ser el único sentido que exista así para nosotros. Aunque esto nos pareciera por entonces el más injusto, infalible, desconfiado o inevitable de todos los posibles destinos de nuestra existencia.

(Obras del pintor español del modernismo Santiago Rusiñol, La Morfina, Antes y Después, 1894; Óleo El Coliseo, 1896, del pintor británico Lawrence Alma-Tadema; Lienzo Capricho con el Coliseo, 1746, del pintor Bernardo Belloto; Óleo Una audiencia de Agrippa, 1875, del pintor Alma-Tadema; Óleo Los baños de Caracalla, 1899, de Alma-Tadema; Cuadro Arco de Constantino, 1742, Antonio de Canaletto; Óleo El amor entre las ruinas, 1899, del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones.)

15 de mayo de 2012

Las obras de Arte inacabadas, el final real de las cosas, o su auténtico sentido.



¿Por qué el pintor Manet dejaría sin terminar el retrato de la joven actriz Ellen Andrée? Esta hermosa mujer francesa sería pintada, antes y después de Manet, también por otros famosos pintores impresionistas. Pero fue Manet quien no llegaría a finalizar su retrato. Tanto Degas antes, como Renoir después, la pintan dentro de un contexto distinto al retrato individual. En su extraordinario cuadro El almuerzo de los remeros, el pintor francés Renoir pinta un grupo de amigos entre los que se encuentra su colega Gustave Caillebotte -sentado en el ángulo inferior derecho-, que es mirado, a su derecha, por la joven Ellen Andrée. Degas la utiliza también como modelo para su enérgica, dura y desolada imagen Absenta, donde compone una pareja sentada en un bar parisino tomando la, por entonces, alucinógena bebida inspiradora. Pero en ambos cuadros no pudieron, o no quisieron, sus autores reflejar la belleza de Ellen Andrée. ¿O sí...? El gran creador del movimiento impresionista -su más importante precursor aunque no miembro reconocido- Edouard Manet quiso retratarla una vez con su espléndida belleza parisina. Entonces pinta una mujer rubia, con enormes ojos azules y una moldeada y bella tez blanca delimitada. Pero no la termina, dejaría inacabada la obra para siempre. Luego pasaría a ser un simple bosquejo en pastel, algo impropio del gran creador francés. Y así la dejaría. Así quedaría para la historia.

Cuando el pintor aficionado -y actor de teatro austríaco- Joseph Lange (1751-1831) se decidiera a pintar un cuadro de su admirado cuñado Mozart (la esposa de Mozart y la de Lange eran hermanas), llegaría a componer un fiel y excelente retrato del gran músico clásico. Pero este pintor tampoco terminaría su obra, dejaría también sin finalizar el retrato de Mozart en aquel año de 1783. Y aún le quedarían a ambos, al pintor y a su modelo, muchos años de vida. Sin embargo, o no quiso o no pudo o lo olvidó, o lo dejó así, quizá pensando ahora que nada podría, verdaderamente, plasmar la grandiosidad del músico, su verdadero perfil más allá de lo humano que este genio inmortal pudiera reflejar en un cuadro. El extraordinario pintor Velázquez, el magnífico creador español del Barroco, compuso entre los años 1643 y 1649 una obra a la que titularía La Costurera. Posteriormente se identificaría la mujer retratada con la esposa o la hija del gran pintor. Este no fallece hasta el año 1660, así que, ¿por qué no finalizó Velázquez esa excelente obra? O es que la dejó así queriendo. No se sabe. La realidad es que, para ser una obra del pleno momento barroco, era inconcebible entonces dejar un cuadro sin terminar. Pero él, todo un renombrado artista, pintaría, al parecer, esa obra para sí mismo. ¿La acabó, entonces? ¿Qué se entiende por acabar una obra de Arte?

Porque no se puede definir bien el fin de algo tan absolutamente azaroso, indefinible y creativo como es el Arte. Hoy no tiene ningún sentido la definición de terminar un cuadro. Pero entonces sí lo tenía. ¿Demostró así, tan precozmente en la historia del Arte, el insigne pintor español que las creaciones no pueden medirse en la completa terminación de éstas? Porque las creaciones de Arte deambulan por el misterio de lo indefinible y de lo que únicamente puede entenderse desde lo más emocional o desde lo más abstracto, y ésto no admite fórmulas matemáticas de principio o de fin. Pero es que las cosas artísticas, de por sí mismas, son ya inacabadas siempre, y lo son porque, casi siempre, se podrá añadir a ellas algo más, alguna que otra cosa más que continúe, por pequeña que sea, perfilando la belleza del conjunto artístico. ¿Cómo sabremos entonces si las cosas, no solo las artísticas sino todas, en una única y sola existencia pueden crearse -o vivirse- de una forma completamente terminada?

(Obra del pintor español actual Cristóbal Toral, La Gran Avenida, obra inacabada, 1994; Retrato de Mozart, obra inacabada, 1783, de Joseph Lange, Museo de Salzburgo; Óleo La Costurera, 1649, de Velázquez, National Gallery de Art, EEUU; Bosquejo al pastel titulado Mujer rubia con ojos azules, 1878, del pintor Edouard Manet, Museo del Louvre; Óleo de Degas, La Absenta, 1876, Museo de Orsay, París; Detalle del cuadro El almuerzo de los remeros, 1881, del pintor Renoir, EEUU.)

11 de mayo de 2012

La inutilidad de los presagios o la fuerza salvadora de una decisión necesaria.



Desde antiguo los presentimientos fueron invocados para sortear los posibles efectos adversos de la vida. La irracionalidad de esas sensaciones es pareja a veces a una cierta capacidad intuitiva ante la incertidumbre. El gran pintor español Francisco de Zurbarán crearía en el año 1630 su lienzo La casa de Nazareth, una obra barroca que representa una escena donde ahora -asomados en una refulgente aparición desentonada- solo unos querubines señalan el velado carácter sagrado de la obra. En una habitación penumbrosa dos figuras sin comunicación enmarcan el plano principal del cuadro. Una de ellas es mujer y madre; el otro un adolescente e hijo. Pero nada hace reflejar divinidad alguna en la imagen sorprendente: ni exaltación trascendente, ni milagro, ni pasión, ni ninguna sensación resultado de algún extraño convencimiento místico. Pero el creador plasmaría, sin embargo, una sencilla, doméstica y tranquila pesadumbre. Una producida a causa de una inapreciable herida de espina que, en uno de sus dedos, presenta ahora el joven sin inquietud. Un hecho que viene a producir en su madre, sin embargo, un raro presentimiento misterioso, lacónico, profundo y desconsolador.

Todo está perfectamente pintado en la escena artística: los colores, los pliegues barrocos de las túnicas, las señales simbólicas de algunos objetos metafóricos. ¿Por qué ahora una pesadumbre?, ¿qué cosa puede ser expresada además ahora sin saber antes que vaya a suceder? Porque el mensaje trascendente contrasta ahora con los gestos confusos recreados por el pintor barroco, éstos demasiado naturales o terrenales para algo así. ¿No hay nada más que entender que el fin prometedor de una pasión vaticinada? Antes de llegar a saber el mensaje trascendente, ¿podríamos comprender, al ver la escena lastimosa, que la emoción del augurio sería un vaticinio providencial? Porque lo que representa el pintor es que algo está determinado y el designio debe cumplirse. Y el autor barroco español lo indica simbólicamente en muchas figuras expresadas en el cuadro: en el cajón semiabierto, analogía de lo que habrá de suceder, es algo que está abierto al futuro; en los libros sobre la mesa, porque está escrito..., es el conocimiento y la palabra revelada; en la esperanza futura de las palomas blancas, que aparecen ahora posadas en el suelo; en la salvación final de los hombres, representada en las frutas reconfortantes de la mesa.

Ese es el mensaje trascendente. Pero, entonces, nosotros, en casos no sagrados, ¿qué podemos hacer ahora cuando sintamos cosas que aún no sabemos si serán o no un hecho inevitable? Y, desde la más objetiva racionalidad, ¿cómo abordar ahora, sin nada escrito antes ya para saberlo, unas sensaciones parecidas a las representadas aquí, unos presentimientos así de semejantes? Pues tan solo con la firme decisión personal insobornable o con la fiel, erudita y poderosa determinación personal de que nada está escrito. Esa es la única actitud que puede absolvernos de las rémoras traicioneras de lo contingente. Pero también habrá que entender otros posibles mensajes diferentes, trascendentes o no. ¿Son incompatibles? No porque el espíritu de los seres humanos se adapta siempre a su propia decisión íntima o querencia personal, a su propia voluntad elegida, o a su propia fe. Ese espíritu humano -de los que  vivimos, de nosotros mismos- se adaptará así a su propia condición y a su propia vida contingente, aunque ésta sea desconsiderada, sorpresiva, impetuosa, agreste o imposible. Entonces es cuando más necesitaremos comprender -con la ayuda, por ejemplo, de presenciar un lienzo como este- que siempre podremos elegir, que siempre podremos decidir qué hacer con nuestra vida azarosa y deslizante. Porque es, en un caso, elegir sacrificarse por una idea -consagrada a lo que sea, trascendente o no- o vivir tan sólo la vida que tendremos, la real, la finita, la que se nos va cada día a cada paso. Ambas serán decisiones válidas y respetables, ambas serán en cada caso también inevitables, porque ambas serán la propia y contingente vida necesaria.

(Óleo La casa de Nazareth, 1630, del pintor español del Barroco Francisco de Zurbarán, Museo de Cleveland, EEUU.)

7 de mayo de 2012

Un infausto instante eternizado en el Arte o el Romanticismo más fugaz y atormentado.



El escritor francés Alfred de Musset (1810-1857) nació en pleno momento romántico del siglo diecinueve. Y aunque abundó en casi todos los géneros literarios, brilló en muy pocos, tal vez por una desubicada sensación suya alarmantemente romántica para el público de entonces. Porque el mundo estaba más inclinado en el año 1834 hacia creaciones románticas suaves o poéticamente glamurosas que en exceso desgarradoras. Y en el género literario más narrativo -la novela- tuvo Musset una competencia feroz con los más populares escritores Víctor Hugo y Alejandro Dumas. Su vida privada fue más conocida, sin embargo, por haber mantenido una relación atormentada y folletinesca con la famosa escritora George Sand. Así que Musset, con su poesía desatada y atrabiliaria, elaboraría una escabrosa lírica romántica desbordada de pasión excesiva -escandalosa a veces- para un gusto más realista, refinado o más clásico, algo que, a partir de aquellos años, comenzaría a buscarse con más interés por los lectores burgueses de Francia. No así lo vieron sus colegas románticos, que lo alabaron, respetaron y celebraron con gusto.

En el año 1834 Musset escribe su gran poema Rolla, un drama romántico muy extenso (784 versos) con el que relata la historia de Jacques Rolla, un joven libertino de París, el más grande libertino de todos. Heredero además de una fortuna que despilfarra en una vida disipada, desenfrenada y fatalmente atormentada. Pudo hacerlo así -despilfarrar de ese modo su vida- porque la propia sociedad de entonces se lo brindaría sin inconvenientes, sin reparos y sin ninguna dificultad. Se lo ofreció todo con sumo gusto hasta la última gota de su inasequible deseo más querido. El autor romántico buscó demostrar lo que la sociedad de finales del siglo XVIII habría conseguido causar en los jóvenes franceses con el excesivo, acelerado  y fatuo resurgir racionalista. Es decir, que con la desaparición de la fe y virtud de antes, también con el advenimiento de un placer sin sentimiento, habrían llevado a la desesperación -sin fondo que los salvara- a muchas generaciones de jóvenes europeos durante el siglo siguiente. Y todo ello por los efectos -según Musset- de aquel inmisericorde mal materialista e impío de aquella sociedad pagana de entonces, de toda aquella infamia tan racionalista, despiadada y sin espíritu.

El poema comenzaba diciendo: Te arrepientes de la época en que el cielo sobre la tierra caminaba y respiraba en el pueblo de los dioses... Indicaba así, desde el principio de la obra, una referencia a la mitología como metáfora útil para señalar lo virtuoso o grandioso de la vida, también lo perdido para siempre.  El protagonista, en su agotado desenfreno, terminaría buscando el amor prohibido más desesperado o más deseoso en los servicios de una joven prostituta, un ser tan ingenuo y desesperado como él. En su despiadado y desolado poema Musset trató de destacar la confrontación continua, trágica y ambigua, entre corrupción y pureza. Porque tanto la joven e inocente cortesana como el joven y desesperado burgués representaban a esos niños que entonces, abandonados por los dioses -por los valores espirituales, sociales y éticos-, se habrían deslizado por la senda peligrosa de la búsqueda de una belleza ilusoria.

En el año 1878 la Academia de Bellas Artes de París, en su famoso Salón de París, rechazó la obra de Arte que el joven pintor Henri Gervex (1852-1929) se atrevió a presentar a concurso. La escena elegida para el lienzo -titulado Rolla- situaba una joven adolescente desnuda tumbada en la habitación de un hotel parisino. Hasta aquí no había nada malo realmente, pero, sin embargo, había otra cosa mucho más peligrosa en el cuadro: mostraba a la joven en una actitud clara de comercio sexual con un cliente. Porque el simple desnudo femenino, tan artístico, clásico y academicista en la época, no podía ser entonces ningún motivo para aquel rechazo. Debía ser otra cosa. El motivo era el instante tan erótico reflejado en el lienzo. Era un momento eternizado donde se mostraba -para una época tan puritana- una escena moralmente cruda por ser muy real, muy sensual y estar totalmente desvelada. Porque ella no representaba ahora -como en los cuadros clásicos de antes- a ninguna diosa mitológica o a ninguna Venus hermosa, ni él tampoco era ningún héroe mitológico consagrado a salvarla o sujetado a adorarla. No, ahora los dos jovenes eran dos seres reales desamparados en un mundo desenfrenadamente perdido. Dos seres vulnerables, dos almas perdidas que, en ese instante maldito, buscan y representan otra cosa distinta: lo que el poeta más crudamente romántico quiso criticar entonces pero la sociedad no admitió a mostrarlo así, de ese modo tan evidente.

La romántica escena fijada en el lienzo mostraba el momento en el que Jacques Rolla, después de haber dilapidado sus últimas monedas para satisfacer su deseo, se levanta de la cama, se viste, se acerca a la ventana de la habitación y, mirando hacia afuera, a la ciudad degradada, decepcionante e insatisfactoria, espera resignado ahora el final de toda esperanza y de toda belleza. Luego -en ese mismo instante fijado en la obra- la mira a ella, a esa pasión efímera que sabe no podrá seguir amando más. Hasta aquí mantiene el pintor eternizada la escena romántica en su obra academicista. Más tarde, según el poema, termina el joven quitándose la vida, luego de haber besado el cuello dormido y delicado de ella. El poeta describe en un solo y maravilloso verso el momento eternizado que plasmó el pintor en su obra: Rolla se volvió entonces a mirarla. Ella, cansada, se había dormido de nuevo; huyeron ambos del mundo, de las crueldades del mundo. La niña en el sueño y el hombre en la muerte.

Hoy en día, ante las profundas convulsiones de esta sociedad tan llena de incertidumbres, no deberían sernos ajenas las sensibilidades de aquellos creadores de siglos anteriores que, autores lúcidos y expresivos, expresaron la terrible responsabilidad de los que dirigen la sociedad. ¿Cuándo se castigará la negligencia de hacer creer a todos que lo único viable y salvador es lo que, únicamente, salvará y dará a los que deciden esas oportunidades que nunca, sin embargo, verán los otros? Porque los otros, los que sufren, anónimos, inocentes, desolados o desesperados, sus decisiones malditas, sólo podrán recordar, si acaso, aquellos momentos en los que su inocente o errónea confianza les abrazaba cándidamente, a veces también mortalmente, en un alarde prometedor, absolutamente seductor, infame, o falsamente suficiente.

(Óleo del pintor francés academicista Henri Gervex, Rolla, 1878, Museo de Bellas Artes de Burdeos; Retrato del escritor Alfred de Musset, 1854, del pintor Charles Landelle, Castillo de Versalles, Francia; Cuadro Ophelia, 1908, del pintor Henri Gervex.)

5 de mayo de 2012

El baile de la vida, una gran pintura expresionista o la apariencia de lo que no es.



Como una metáfora genial de la vida humana, Edvard Munch (1863-1944), el gran pintor expresionista noruego, crearía su lienzo La Danza de la Vida. El tema de la obra lo insinúa el título de la pintura: el fluir de la vida en los seres que la viven y la aman. Cuando el pintor comenzara su andadura artística en los años de su juventud, dejaría escrito el sentido de lo que querría hacer con su Arte: Pintaré seres vivos que respiran, sufren y aman. La gente comprenderá el carácter sagrado de mi pintura y se quitarán ante ella el sombrero como si estuvieran en una iglesia.  Pero, en esta obra expresionista, ¿qué es lo que había deseado expresar verdaderamente su autor? En una playa noruega, al anochecer, un grupo de personas adultas bailan emparejadas, excepto dos, que ahora bailan solas. En las figuras del fondo no se ven los rostros del todo, apenas se perciben en el cuadro, un rasgo pictórico propio del Expresionismo. Sus movimientos parecen más rítmicos, se mueven aparentemente más alegres ahí, acompasados por una música que les debe llegar de no se sabe dónde. Están más cerca de la orilla, porque es una orilla del mar lo que parece verse ahí.  Éste -el mar- refleja ahora la luz macilenta y poderosa de lo que parece una luna estival sobre el cielo nocturno. En primer plano de la obra se muestran dos parejas y dos mujeres solas, éstas opuestas  ahora en ambos extremos del lienzo. Entre las dos mujeres solitarias se encuentran esas dos parejas que ahora bailan diferentes a las otras. Son sus gestos diferentes porque están más juntas y menos briosas, es decir, que casi no se mueven apenas esas dos parejas solitarias.

A la izquierda se sitúa una de las mujeres solitarias vestida con un alegre y floreado tisú blanco. A la derecha está la otra mujer solitaria, también detenida pero expresando ahora todo eso mucho más que la anterior. Es una mujer menos joven, vestida de negro y con el rostro entristecido. Pero, parece la misma mujer, aunque, ahora, en otro momento temporal simbolizado en el cuadro. Eso es lo que parece ella, sólo que ahora más envejecida que la otra. La pareja central, la principal que vemos en primer plano, parece estar unida por otra cosa más que por la sola danza. Se miran ambos detenidos, enfrentados de deseo. Él parece mirarla fijamente, ella, sin embargo, parece no mirar. Viste un traje rojo ella, el color más apasionado de la vida, una pasión que, curiosamente, no parece demostrar tener la única pareja que, sin embargo, sí parece sentirla... Porque la otra pareja, la de más atrás y a la derecha, describe una escena totalmente diferente: él está menos alegre y manifiesto, ella, aunque rehúsa, sostiene, con su blanco tono de pareja, el conspicuo gesto de querer seguir con él la danza. Pero, en verdad, ¿qué es lo que pasa ahora en este lienzo expresionista? Parece que nos indica el transcurrir del tiempo, tanto de la vida como del amor, en una danza... Pero, sin embargo, hay dos mujeres que no bailan. Una, más joven, más blanca; otra, parece marchita, negra, más opaca. La vida que pasa y pasa también, al parecer, por edades centrales no tan solitarias. ¿Todo lo que vemos es, realmente, todo lo que pasa, todo lo que parece que pasa? ¿Podremos describir de un modo claro el drama vital que ahora lo acompaña?

Porque el mar ahí no es el mar, es realmente un gran lago del norte noruego borealPorque la luna no es la luna, es el sol mortecino y permanente de una noche veraniega boreal...  Lo que fundamentará la obra, al parecer, son las dos figuras femeninas solitarias de una misma persona en dos momentos de su vida. Una más joven y más solícita con los demás y su vida, quiere ella abrazarlo todo, confiada. La otra, más ajada, la que los años han cambiado su sentido de ella misma y no espera ya nada de la vida, manteniendo así sus manos juntas como lo único que pueda mantener unido en una vida. De un lugar a otro y de un extremo a otro, entre esas dos parejas juntas, se sitúan ahora la pasión y el amor en la vida. Pero la pasión está expresada aquí de una forma más significativa. Y lo está porque la pasión es  más principal o más destacable que el amor en la obra. La pasión está expresada de un modo más terminal, menos duradera, más confusa y veleidosa, todo más propio de las personas enamoradas y ofuscadas por lo efusivo de lo fugaz.  Es todo eso lo que parece ser aquí que es.  Pero, ¿lo es en verdad? ¿Fue eso lo que quiso expresar el pintor? No lo sé. Lo que creo que trató de expresar fue lo inexpresable de la vida...  Lo que parece que es pero no lo es, lo que parece que será pero no terminará nunca de serlo.  Así mismo, como la vida, todo eso o nada de eso. Al final, después de toda esta profusa confusión apasionada, tan solo podremos llegar a pensar, si acaso, que esta será la grandeza del cuadro y aquella la del pintor...

(Óleo La Danza de la Vida, del pintor expresionista Edvard Munch, 1900, Museo Nacional de Arte de Oslo, Noruega.)

30 de abril de 2012

Y con Goya la humana inocencia vagará afligida entre las atroces garras de lo humano.




Goya cambiaría su estilo y las temáticas de sus creaciones a partir de un profundo sufrimiento físico, su grave enfermedad del año 1793. Esta dolorosa emoción le llevaría a descubrir, sin complejos, las oscuras y estremecedoras fuerzas que se ocultan tras la vida. Pero, sin embargo, casi todos sus dardos artísticos no fueron dirigidos entonces hacia una Naturaleza incontrolable o hacia un Universo cruel, desalmado o inhospitalario. Para nada; fueron dirigidas sus creaciones críticas a resaltar, claramente y sin tapujos, los perfiles más escabrosos y primitivos de lo humano. Por aquellos años finales del siglo XVIII el racionalismo trataría de encontrar resortes morales para apaciguar y controlar los desmanes o las pasiones más despiadadas e incontroladas de los hombres. Se empezaría a escandalizar entonces la sociedad europea frente a historias macabras de criminales asaltos o de inclinaciones inhumanas, cosas que algunos ilustrados habían empezado a denunciar en sus escritos de una forma a como nunca antes se había hecho en la historia.

Pocos años antes de su cruel enfermedad Goya compuso su lienzo El sueño. Aquí nos muestra el pintor español a una bella joven durmiendo plácidamente. Ella aparece confiada y segura, descansando tranquila y solitaria en el lecho que la acoge satisfecha. Transmite una sensualidad natural la obra, aunque ahora con una cierta apariencia expectante indefinida, esa sensación que una amante tuviera a la espera, por ejemplo, de un encuentro erótico retrasado. El autor español sólo dibujaría aquí el perfil ladeado del rostro de la joven durmiente, como para no desvelar así el misterio de su identidad desconocida... Porque es así como debe ser descrito ese momento plásticamente, y como el incógnito momento plácido, a su vez, tratará de descubrir ahora algo veladamente... Lo titularía el autor, sin embargo, El sueño. Es decir, aquello que nos aleja de la realidad y nos lleva lejos de nuestro consciente. Porque aquí ahora deseo y lejanía son los rasgos expresivos que más se vislumbran en esta imagen durmiente. En ambos conceptos -deseo y lejanía- se materializará la realidad complementaria de los mismos: deseamos lo que no tenemos aún, lo lejano que no podemos siquiera tomar con nuestra voluntad limitada; pero, por otro lado, nos entregamos a la lejana huida del sueño... para poder alcanzar también nuestros deseos.

Pero aún mucho más poderoso sueño artístico fue el que el gran pintor dejara expresar en una inspiración posterior que tuviera. Ahora, esta otra inspiración artística era mucho más macabra y menos soñolienta..., por lo espantosa e inhumana que ella suponía. ¿Inhumana, en verdad? Es decir, es algo no humano hacerlo cuando, sin embargo, los que lo hacen lo son? Con su obra Caníbales preparando a sus víctimas el gran genio Goya nos sorprende e impresiona, nos aterra y paraliza. Unos hombres devoran, desgarran, descarnan y desmiembran a otros hombres. En esta atrevida obra, basada en un caso real de atropello bestial a unos jesuitas en la América canadiense del siglo XVII, el gran creador español nos abruma bellamente. El lienzo divide aquí, sutilmente, en dos áreas estéticas el cuadro que vemos. Toda la escena de horror se halla en un extremo de la obra; en el otro o la nada o algunas de las inocentes vestiduras de las víctimas, ahora revueltas y sin orden por el suelo. La metáfora de la estructura de la obra es sutil: la vida, la dulce e inocente vida, encierra atroz el despiadado exceso de un extremo...

Y para destacar aún más lo contradictorio del género humano Goya nos ofrece una creación diferente: El albañil herido, una obra del año 1787. En esta temprana fecha se comenzarían a establecer por el reino español ciertos auxilios o controles a algunos trabajos muy arriesgados en la sociedad. El propio rey Carlos III lo regularía antes de fallecer en el año 1788. Es la contradicción que subyacerá en el ser humano, y que Goya comprendió, quizás, como ningún otro autor lo hiciera antes. Se anticipó también a los pensadores naturalistas de años después, a los pintores impresionistas o postimpresionistas de décadas después. Todo un genial personaje que, próximo a fallecer, pintaría el lienzo más enigmático del mundo: Perro semihundido. Una obra incomprensible, una imagen que, de tan simple, sin embargo, no dejará de alentar conspiraciones elucubradoras... ¿Un escenario aquí vacío en gran parte? Tan sólo la pequeña cabeza de un perro se asomará ahora hacia la nada; pero, ¿qué mirará?, ¿qué habrá ahí? Goya tan solo debía saberlo, pero no lo desveló jamás, lo dejaría para que aquel sueño de antes lo despejara, si acaso, después de entregarnos a su impúdica, deseosa y esclarecedora suerte.

(Óleo El sueño, Francisco de Goya, 1790, Museo de Dublín, Irlanda; Caníbales preparando a sus víctimas, 1800, Goya, Francia; Lienzo El albañil herido, 1787, Goya, Museo del Prado; Lienzo El conjuro de las brujas, 1798, Goya, Fundación Lázaro Galdiano, Madrid; Cuadro Perro semihundido, 1823, Goya, Museo del Prado.)

27 de abril de 2012

La bondadosa libertad artística de Rubens crearía una gran obra de Arte y una lección.



Rubens fue probablemente uno de los pintores más atrevidos de su época. Pudo permitírselo, además de ser uno de los mejores creadores del barroco. No sólo decoró grandes salones y palacios con la sensualidad del cuerpo femenino, en exceso maravilloso y elegante, sino que además transformaría a su gusto las historias y leyendas míticas de sus escenas retratadas. Según la mitología romana Diana era la poderosa diosa de la luz además de la divina cazadora de los bosques, Artemisa en su versión helénica. Como diosa disponía de una pléyade de hermosas ninfas de los bosques que dedicaban su virginidad a cortejarla, reservando su castidad a mantenerse célibes para ella. Sin embargo, la ninfa Calisto, una de esas hermosas vírgenes de su corte, sería seducida por el dios Júpiter -Zeus en Grecia- con un ardid que el gran dios urgiría a veces: transformándose en un amable personaje. En este caso en la misma Diana o en su hermano gemelo Apolo. Es decir, convertirse ahora en un ser confiable, cercano y del todo inofensivo para su víctima. 

De ese modo Júpiter conseguiría la unión lujuriosa. Calisto quedaría encinta del dios y, sin haberlo ella querido, ultrajando el voto de castidad a su diosa y defraudando a sus compañeras. No podría ella descubrir su nuevo estado, lo ocultaría tras sus vestiduras mientras pudiera. Pero, cuando deciden todas las ninfas darse un baño cerca del monte Ménalo, la joven Calisto no pudo ya más evitarlo. Su involuntaria traición fue desvelada. Los autores mitológicos, escritores griegos y latinos, describieron ese momento con la pulsión inevitable de una diosa que, ofendida, decide expulsar a Calisto de su corte. Las versiones de los poetas grecolatinos divergen en la forma en que la diosa lo hizo, pero todos ellos coinciden en que la ninfa deshonrada o desaparecería asaeteada por las flechas de Diana o transformada por Zeus en una estrella para siempre.

Sólo Rubens en esta grandiosa imagen del año 1635 consigue -además de crear un perfecto, equilibrado, bello y grandioso cuadro- cambiar ahora el destino de los personajes. Porque en su obra no se describen los gestos adustos de la venganza ni los justicieros momentos trágicos de una sentencia divina. No, ahora el pintor flamenco nos muestra a una compungida Calisto acompañada, sincera y tiernamente, por algunas de sus iguales cortesanas. Mirada y sentida además ella con cariño, comprensión, dulzura, admiración y respeto por las otras ninfas. Pero, sobre todo, es ahora aquí Diana, la diosa inflexible, retadora, impulsiva, vengadora y más certera de la mitología, la que el pintor Rubens nos presentará del todo distinta. Aparece la diosa Diana representada ahora con los brazos abiertos, con la expresión de su rostro muy diferente a su fama desmedida o despiadada, con los gestos nada acordes a la historia vengativa transmitida tradicionalmente por la mitología. Recibe la diosa ahora a Calisto, a cambio de la leyenda fatídica conocida, con una decidida clemencia, armonía, absoluta afinidad, empatía y un sorprendente sosiego. Toda una sagrada lección, sin embargo, que el gran maestro flamenco supo transformar, con su Arte barroco clásico, ante la inflexibilidad o el desconsuelo típico más inhumano de la mitología.

(Óleo barroco Diana y Calisto, 1635, del pintor flamenco Pedro Pablo Rubens, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

23 de abril de 2012

Lo bello como objeto de un placer desinteresado, del todo inútil, afectado y sin finalidad.



Fue el filósofo Kant quien comenzara a sostener que la belleza era producto de la imaginación del ser humano. Decía también que no se encontraba una explicación racional de nada de lo existente fuera del ser humano. Es el hombre el que recrea la interpretación racional de una naturaleza oscura y desconocida. No hay una realidad más allá de la que el propio ser humano pueda componer desde sus limitaciones racionales e intelectivas. En ese encorsetamiento de la realidad es donde la receptividad de lo que pueda percibirse, o la sensibilidad con la que podamos atravesar la frontera de lo desconocido, viene a dejarnos claro que es el ojo -por tanto la mente- del ser humano lo único que puede conseguir sublimar lo desperdigado, profundo o más caótico del mundo. Pero, sin embargo, todos esos elementos percibidos estaban ya antes en el universo -no fueron creados por el hombre-, fueron esos elementos extasiados o perdidos en el universo desde mucho antes de que el hombre se planteara percibirlos o existiese. En la historia del pensamiento fue surgiendo la estética como una disciplina de la percepción en general, algo fundamentalmente sensorial. Solo más tarde se dedicaría la estética especialmente a la percepción de la belleza y el Arte. Fue el motivo del porqué de esa percepción lo que vino a explicar el camino que el filósofo alemán tomaría para definirla. Para Kant la percepción de lo bello no tiene ninguna finalidad en su propia acción estética. Lo bello es el objeto de un placer desinteresado nos dice el pensador alemán. Es, por tanto, diferente a cualquier otra cosa o necesidad en este mundo. En la recepción de lo bello, de lo equilibrado o de lo artístico no hay un interés especial, ni no especial, no existe nada en ello propiamente que nos lleve a querer desearlo o justificarlo.

El elemento estético no tiene una explicación en sí, ni es consecuencia de un concepto razonado, tampoco posee una finalidad, ni inmanente ni trascendente. Para que exista lo bello sólo se precisa al sujeto que lo percibe, éste es el único sentido y su única finalidad.   Cuando Jacob, el patriarca judío bíblico del Génesis, tuvo a su undécimo hijo José de su segunda esposa Raquel, acabaría valorándolo mucho más que al resto de sus hijos. Era José su hijo favorito, el descendiente que Jacob pensara para sucederle en su patriarcado mesiánico. Tanto lo apreciaba que, una vez, le ofreció una túnica diferente a ninguna otra tejida antes, más colorida y bella que las de sus otros hijos. Sus hermanastros acabarían por odiarlo. Así que cuando todos pastaban el ganado de su padre decidieron atacar a José y hacerlo desaparecer para siempre. Entonces le quitaron su túnica, ahora rasgada, y lo vendieron como esclavo a unos nómadas del desierto. Al regresar a la casa de su padre le muestran a Jacob sólo la túnica de José, ensangrentada falsamente, expresando así el triste final trágico del mismo. El pintor Velázquez compuso esa misma escena en su obra Jacob y sus hijos: todos ante la túnica de José, lo único de él que le enseñan a su padre. Jacob no ve otra cosa, sólo percibe ahora -y los que admiramos el cuadro- la pequeña, arrugada, colorida y bella túnica falsamente ensangrentada. No ve  -ni nosotros- a José muerto ni parte alguna de su cuerpo, tan sólo la rasgada tela colorida mostrando los rasgos propios de la túnica que Jacob le obsequió tiempo antes. La emoción causada ante la visión sensitiva de lo que percibe Jacob es suficiente para convencerse de que su hijo ha muerto. Cada uno de sus hermanos interpretó la mejor impostura ante la presencia cómplice de la túnica rasgada, incuestionable ahora por completo para su padre, el sujeto perceptor de la misma.

A la falacia de los hermanos ayudaría el propio tejido ensangrentado, que representaba, sin confusión, la personalidad implícita de su hermano ausente. Toda historia contada por los hermanos fue inventada pero, sin embargo, muy convincente. Y todo gracias a la sola imagen de la túnica creativamente ensangrentada y vinculante. La percepción emocional de Jacob fue real aunque el hecho en sí no lo fuese, y no lo fue porque no fue más que la representación ficticia de una mentira. ¿Cómo representar una emoción vinculante ante la simple visión material de un objeto sin vida? ¿Dónde radica el sentido de la capacidad emotiva de un sentimiento representado, sea éste de tristeza, alegría o belleza?:  sólo en el sujeto perceptor de lo sensible. Aquí, en el sujeto que percibe, es donde se encuentra únicamente la expresión de lo estético y su sentido virtual. Es por eso que el Arte no es nunca objetivo ni real, no es útil tampoco ni tiene ningún sentido ni ninguna finalidad. El Arte se entiende desde la interpretación de lo que el propio ser receptor concibe en un momento de percepción como sublime. Y se requiere además de toda la libertad creativa con la que componer cualquier ficción que pueda existir de un hecho para conmover, convencer o emocionar a un sujeto predispuesto. La simple visión de una naturaleza o de un paisaje real bellos no basta por sí solo para alcanzar una especial emoción sublime en la percepción estética subjetiva. Para ello ésta debería ser subjetivada artísticamente en la mente sensible de un perceptor. Esta emoción sublime surge del propio ser que percibe la representación estética, no de un hecho real efectivo de la naturaleza sino del individuo que compone en su mente una imagen abstracta de una visión real o imaginada de un mundo ahora traducido. Una visión estética de la que es capaz el ser perceptor de comprender y sentir sin necesidad de acudir incluso a lejanas, utópicas o sutiles tareas filosóficas racionales o trascendentes.

(Óleo de Velázquez, La Túnica de José, 1630, Monasterio de El Escorial, Madrid; Fotografía de un hermoso paisaje de la naturaleza en Aspen, Colorado, EEUU; Lienzo de Vincent van Gogh, El Sembrador, 1888, Holanda; Óleo Lluvia, vapor y velocidad, 1844, del pintor romántico inglés William Turner.)