18 de mayo de 2011

La falta de contexto o la pérdida de significado: las circunstancias, el amor, la vida y el Arte.



A comienzos del siglo XX se descubrieron los restos de un naufragio griego en las orillas de la pequeña, idílica y mediterránea isla de Anticitera. Isla situada entre los límites de Creta y la península griega del Peloponeso. Fue en el año 1900 cuando unos pescadores de esponjas encontraron los despojos milenarios de lo que parecían ser fragmentos de una escultura metálica. El rescate fue muy trabajoso y minucioso, de lo salvado no pudo recomponerse todo el objeto descubierto aunque asombraría luego al verlo erigido. De ese modo surgió la representación escultórica griega en bronce más realista, antropométrica y hermosa de un ser humano jamás vista antes. No sería hasta los años cincuenta de ese siglo XX cuando, histórica y artísticamente, se conseguiría mejorar la composición escultórica definitiva. Pocos años más tarde fue rescatada de esas mismas aguas de Anticitera el conocido como Mecanismo de Anticitera. Este era un extraordinario y misterioso objeto antiguo de ingeniería astronómica demasiado increíble para existir en el siglo I a.C. -fecha en que se dataría la muestra encontrada-, y que maravillaría a los arqueólogos y científicos que lo vieron entonces. Calculaba con exactitud, según unos indicadores mecánicos sofisticados, la última luna llena más próxima al solsticio de verano de cada cuatro años, fecha en la que se celebraban los juegos griegos de la antigüedad en Olimpia.

Pero esa escultura hallada entonces y llamada el Efebo de Anticitera debía ser interpretada ahora, es decir, tenía que entenderse su significado histórico y conocer cuál fue el motivo de su representación. Saber quién fue ese efebo, qué personaje histórico estaría detrás de su composición. Pero, sin embargo, algo faltaría entonces para saberlo. Su mano derecha alejada del cuerpo, arqueada y tensionada como habiendo tenido sujeta alguna cosa, aparecía ahora vacía y como faltándole algo. Cosa que nunca apareció ni se pudo deducir por ningún resto de los encontrados en el naufragio. Si algún otro indicio se hubiese descubierto, si se hubiera dado alguna situación añadida o alguna otra circunstancia, tal vez se hubiese averiguado más sobre aquello que habría sostenido su mano. Era entonces el contexto lo que faltaba. Lo que hace que las cosas o las personas -sus vidas o sus historias- sean o no realmente una u otra cosa distinta.  La ausencia o pérdida del contexto de la escultura hallada fue lo que la despojaba ahora de su significación cultural original. De su sentido. Y es así mismo como seremos todos, además: algo que sin su contexto real no puede entenderse, ni comprenderse ni perdonarse. Por tanto, sólo podremos ahora imaginar, contextualizar artificialmente cuál pudo ser el personaje histórico o legendario que más se asemejara al Efebo de Anticitera. Tres posibles héroes mitológicos pudieron haberlo sido: Hércules, Paris o Perseo. El primero, Hércules, representado en uno de los trabajos -atrapar una manzana sagrada- que fuera obligado a hacer: El robo de la manzana de las Hespérides. El segundo, El juicio de Paris, cuando el héroe troyano ofrece su manzana a la diosa Afrodita. Y por último Perseo, el gran héroe griego, cuando utiliza su mano para tomar la maléfica cabeza de Medusa. Los tres utilizaron su brazo alejándolo de sus cuerpos o los tres utilizaron su mano derecha para motivar algo. Sin embargo, es imposible identificar sin conocer su contexto quién fue, realmente, aquel efebo griego naufragado.

En el siglo de las luces y de la razón -el siglo XVIII- los creadores del Arte se inclinaron por conciliar tres cosas muy humanas: arte, eros y raciocinio. Algunos obtuvieron con sus obras mejores resultados que otros. Fue el siglo de un cierto simbolismo representado desde los trazos de una realidad clasicista. De ese modo, el pintor francés Jean-Antoine Watteau (1684-1721) ejecutaría su obra de Arte Peregrinación a la Isla de Citera en el año 1717,  y, un año después, casi la misma representación en otra obra suya: Embarque a la Isla de Citera. Esta otra isla griega, Citera, se encuentra a unos treinta kilómetros al norte de la pequeña isla de Anticitera, de ahí el nombre de ella: antes de Citera. En esa otra hermosa isla griega de Citera situaban los poetas la leyenda de la aparición en sus aguas azules de la diosa griega de la Belleza y el Amor, la sensual Afrodita. Y el pintor Watteau dibujaría a la derecha del cuadro lo que parece ser un paraíso amoroso con parejas felices. Porque luego otras parejas -esos mismos amantes de antes- se ven ahora alejadas un poco más cada vez, separadas hacia la izquierda del lienzo cercanas a una orilla hacia el final de la isla, hacia el fin de ese paraíso amoroso. Este es ahora aquí el contexto de la obra. Su lectura visual -su contexto- es justo aquí ahora de derecha a izquierda. Las parejas emprenden en ese sentido un cambio de actitud a medida que se acercan a la orilla. Y el pintor representa así la escena: primero la atracción inicial más amorosa de las parejas a la derecha del todo; luego, más hacia la izquierda, deriva esa atracción enamorada en una pasión desaforada. Y ésta -la pasión desaforada- muere inevitablemente luego, cuando a esa misma orilla se acerque ahora un barco que los alejará para siempre de ese idílico, maravilloso pero efímero, paraíso conyugal.

(Imagen de la escultura Efebo de Anticitera, Museo de Atenas, Grecia, siglo IV a.C.; El Juicio de Paris, 1635, Rubens; Mosaico romano de Hércules en las Hespérides, Museo Arqueológico Nacional, Madrid; Óleo del pintor Luca Giordano, Perseo petrifica a Fieno y sus secuaces, 1670; Fotografía del Efebo de Anticitera, siglo IV a.C., escultura en bronce, Museo de Atenas, Grecia; Fotografía de la escultura de Perseo con la cabeza de la Medusa, de Benvenuto Cellini, siglo XVI, Florencia; Escultura de Bandinelli, Hércules y Caco, Florencia; Cuadro, Peregrinación a la Isla de Citera, 1717, Jean-Antoine Watteau, Louvre; Cuadro Venus Citerea, 1561, de Jan Massys, Estocolmo; Fotografía actual de la isla de Citera, Pireo, Grecia; Imagen del Mecanismo de Anticitera, siglo I a.C., Grecia.

13 de mayo de 2011

Dos mujeres cautivadoras e inspiradoras vibraron una vez bajo el mismo cielo de Segovia.



En Segovia, una de las ciudades más hermosas de España, existía una antigua iglesia románica del siglo XII, San Juan de los caballeros, templo que durante los años treinta del siglo XIX fue expropiado a la Iglesia Católica por la desamortización de los primeros gobiernos liberales. Desalojada y abandonada, se mantuvo así durante casi setenta años hasta que un gran artista de finales de ese siglo, don Daniel Zuloaga (1852-1921), la adquiriese como un magnífico lugar inspirado ahora para sus creaciones. Fue don Daniel además de pintor un extraordinario ceramista, el cual plasmaría con magníficos colores sus maravillosos y especiales diseños artesanos de la famosa loza arcillosa castellana. Admirado y apoyado por el rey Alfonso XII, consiguió crear muchas fábricas de cerámicas de donde salieron reconocidas obras artísticas esmaltadas en el barro. En el año 1893 el gobierno progresista del presidente Sagasta decidió respaldar la construcción en Madrid de la sede del nuevo ministerio de Fomento, un grandioso edificio neoclásico pero un tanto ecléctico que incorporaba elementos arquitectónicos añadidos. Se decidió entonces revestir algunas partes de su majestuosa fachada con aquellas famosas cerámicas castellanas. El Ministerio se lo encargaría entonces al mejor de los ceramistas conocidos, a don Daniel Zuloaga.

Para tan grandiosa obra marcharía el artista entonces a Segovia, para encontrar allí una fábrica de loza ya existente, una situada junto al río Eresma para que sus aguas contribuyesen a tan artística y hermosa industria. Se debía conseguir el brillo cobrizo de los famosos alfares moriscos..., con sus exquisitos esmaltes y su fascinante policromía. Con los años don Daniel se embrujaría de la belleza de Segovia y, en el año 1905, terminaría comprando la abandonada iglesia románica segoviana de San Juan, adaptándola luego para su estudio y también para vivir. Un sobrino suyo, el que fuera gran pintor Ignacio Zuloaga, le visitaría a menudo en su nueva fábrica de loza segoviana. Hasta que éste también quedara subyugado por el aire, los colores y la extraordinaria luz de aquel cielo de Segovia. Cuando en el año 1911 se anunció en Madrid que una nueva bailarina, de origen español, bella, exótica y exitosa, debutaría en el teatro Romea, Ignacio Zuloaga asistiría muy interesado para verla. Así fue como se dio a conocer en su país natal una mujer de veintinueve años, Carmen Tórtola Valencia. Aunque nacida en el sevillano barrio de Triana, la trasladarían a los tres años misteriosamente a Londres. Al parecer, sus padres la entregaron a una familia inglesa de la alta burguesía londinense, donde ahora la educarían y formarían de manera excepcional. Fue un misterio, como todo en ella, como su propia, apasionada y extravagante vida. Seguidora de la gran bailarina americana Isadora Duncan, se dedicaría a componer magistrales escenas de danza contemporánea, unos bailes que, junto a los atrayentes vestuarios y maneras orientales, conseguiría mezclar originalidad, sensualidad y belleza.

Poetas y escritores, pintores y reyes, todos quedaron impresionados por su belleza, personalidad y danza artística. Llegaron hasta escribirle algunos versos, como los que compusiese el poeta Rubén Darío en su obra lírica La bailarina de los pies desnudos: Su falda era la falda de las rosas; en sus pechos había dos escudos... Constelada de casos y de cosas...; la bailarina de los pies desnudos. Con el pintor Ignacio Zuloaga (1870-1945) mantuvo una estrecha y algo más que admirable relación. La llevaría una vez a Segovia y en San Juan de los caballeros pudo Carmen Tórtola inspirarse fácilmente para danzar sin sonidos, sin público, tan sólo ahora con la reverberación de las viejas piedras románicas medievales, esas joyas milenarias y lustrosas del inigualable entorno segoviano. Y allí, ahora, en la nave de crucería románica, entre sus arcos y ventanas, entre sus suelos y paredes, la bailarina española regalaría a sus anfitriones una maravillosa danza oriental. Después, cuando acabara su sensual baile, le enseñaron todo aquel arte románico del atrio, de sus paredes y de sus estancias milenarias... En uno de los ábsides del edificio, ahora en dos grandes laudas -leyendas grabadas- en pizarra, pudo ella leer la inscripción siguiente: Aquí yace la ilustre y noble señora doña Angelina de Grecia, hija del conde Juan y nieta del rey de Hungría; mujer de don Diego González de Contreras, regidor de esta ciudad; muerta en 1420.

Cuando, a principios del siglo XV, el rey de Castilla y León Enrique III (1379-1406) se propuso afianzar alianzas políticas donde fuese, ante el temor ahora de que hordas moriscas del norte de África apoyaran al débil -pero aún resistente- reino peninsular nazarí granadino, tomaría la decisión de enviar una embajada a la corte del gran imperio Otomano. Así fue como, en el año 1402, don Payo Gómez de Sotomayor y don Hernán Sánchez de Palazuelos partieron hacia el Asia Menor, para ver entonces al gran sultán Bayaceto I. Pero descubrirán entonces que el gran sultán está ahora luchando contra un invasor, un agresor que llega de las estepas del este, el mongol Tamerlán. Vencido el sultán, los embajadores castellanos, hábilmente, cambiarían rápidamente su misión. Ahora, deciden entregarle al nuevo señor de los turcos, el fiero Tamerlán, las ofrendas de Enrique III de Castilla. Impresionado por los regalos y la cortesía, el nuevo sultán nombraría entonces a un emisario, Mohamad al Qazl, para que acompañe de regreso a Castilla a los dos embajadores, llevando ahora con él, además de una carta a su rey, unos especiales presentes del nuevo sultán.

Esos especiales presentes para Enrique III eran dos cautivas blancas, rehenes que Bayaceto tenía retenidas como botín por la batalla que ganara en el año 1395 a Segismundo, el primer emperador de Austria y Hungría. Así fue como Angelina de Grecia y María Gómez, nombres que les pusieron luego en Castilla, consiguieron escapar de su espantoso cautiverio oriental. Al parecer, según cuentan los relatos, doña Angelina llegaría a ser en Castilla una de las más hermosas damas de aquel siglo. En aquel viaje de regreso a Europa, llegaron en barco primero a Sevilla, donde residía un trovador llamado Francisco Imperial, un castellano de origen genovés que quedaría asombrado por la extraordinaria belleza de Angelina. Entonces le compone un verso castellano en su homenaje: Fuese tártara o griega; en cuanto la pude ver; su disposición no se niega; grandioso nombre ha de ser; que debe sin duda ser, mujer de alta nación; puesta en gran tribulación y depuesta de gran poder. (Adaptación del cancionero recogido por Alonso Álvarez de Villasandino, siglo XV).

Los pintores del Romanticismo y luego del Academicismo decimonónico llegarían a retratar, seducidos, gran cantidad de harenes y gineceos orientales. En ellos aparecen a veces mujeres blancas, esclavas que, como tesoros inapreciables, guardarían celosos los eunucos musulmanes a su señor. De ese modo, como todo lo que provenía del Oriente misterioso, se fue creando así en el imaginario del Arte occidental una maravillosa e inspirada devoción por el exotismo y la sensualidad más explicitada del oriente. Esa misma sensualidad que la bailarina Tórtola Valencia mostrara también por toda Europa, América o Asia, con su excitante y subyugante danza. Recorrería Tórtola el mundo maravillando a todos y a todas... Desde el año 1911 no pudo dejar de pensar en regresar al país de sus padres. En 1915 se presenta en Barcelona -tierra de su padre- para actuar con otras grandes artistas, como lo fuera Raquel Meyer. Volvió a viajar de nuevo, con sus baúles y su arte, por toda Sudamérica, triunfando y seduciendo adonde iba. Finalmente, a principios de los años treinta, regresaría a España para siempre. Por aquel entonces, disfrutaba ella de una Barcelona modernista y unos años de gran libertad. Pero el gusto del público fue cambiando, como aquellos años sombríos, de una forma inapelable. Ahora ya no se admirarían tanto las curvas, ni los vestidos adornados ricamente, ni el brillo del oropel o la danza memorable. Acabaría ella sus días serenamente en Barcelona, acompañada ahora por otro tipo de arte, por el propio Arte... Se dedicaría a la pintura y a coleccionar obras de Arte, antigüedades y recuerdos. Unos recuerdos, sin embargo, que nunca compartiría con nadie, que nunca escribiría, y que murieron con ella para siempre.

(Cuadro del pintor español Hermenegildo Anglada Camarasa 1871-1959, Tórtola valenciana, 1912, homenaje a la bailarina española Carmen Tórtola; Fotografía de la bailarina Carmen Tórtola Valencia, 1911; Fotografías de Carmen Tórtola, años veinte; Composición fotográfica con gestos escénicos del baile de Carmen Tórtola, 1911; Fotografía de la bailarina Tórtola Valencia, 1915; Fotografía de la construcción del edificio del hoy Ministerio de Agricultura -entonces Fomento-, Madrid, 1895; Fotografía actual de la fachada del edificio ministerial, donde se observan las cerámicas de don Daniel Zuloaga; Imagen fotográfica actual del edificio ministerial, Madrid; Fotografía de la iglesia románica de San Juan de los caballeros, Segovia, actual museo Zuloaga; Óleo del pintor polaco Stanislaw Chlebowski, 1835-1884, Tamerlán dirigiéndose a Bayaceto I, 1878; Cuadro del pintor español Dionisio Fierros Álvarez, 1827-1924, Episodio del reinado de Enrique III de Castilla, siglo XIX; Óleos del pintor academicista francés Jean-Léon Gérôme, El encendedor de Cachimba, 1898 y Después del baño; Fotografía de los baúles de Carmen Tórtola Valencia; Cartel publicitario con su imagen.)

Vídeo homenaje a Carmen Tórtola Valencia:

10 de mayo de 2011

La contradicción del deseo, su inútil forma de embelesar o el precio irracional de lo eterno.



Al principio de los tiempos fueron los pueblos micénicos los que adoraron a la diosa madre representada por la Luna. Cuenta el mito griego el nacimiento de la Luna gracias a la unión de Gea (la Tierra) y de Urano (los Cielos). De estos dos primigenios dioses nacerían luego Hiperión y su hermana Tea. Ambos hermanos tuvieron a su vez tres hijos: Helios (el Sol), Selene (la Luna) y Eos (la Aurora). Cuando pueblos invasores indoeuropeos (los dorios) alcanzaron llegar a Grecia por el año 1200 a.C., encontraron unos pobladores autóctonos y matriarcales que concedían a la Luna un carácter endiosado y principal. Esos pueblos invasores dorios a diferencia de los micénicos eran patriarcales, así que idearon una eficaz táctica colonizadora. A partir de entonces se celebrarían unos esponsales rituales con la Luna. De ese modo, subliminalmente, surgiría luego la leyenda del rey de la arcaica Élide griega, Endimión, y de su amada lunar, la diosa Selene. Al parecer, Endimión fue destronado de su reino y se decidiría por marchar solo a la espesura salvaje de una naturaleza solitaria. Se aficionaría tanto a los astros en los cielos nocturnos que éstos acabaron por enamorarle. En el interior de su cueva dormía Endimión para protegerse del frío en las noches invernales. Pero, cuando el clima sofocaba con su calor, terminaría pronto recostándose a la entrada de su gruta.

Así que, desde ese lugar exterior, podría ahora él ver el infinito cielo estrellado de la noche. En una de esas noches estrelladas, Endimión miraría una vez la Luna. Luego, embelesado y absorto, cuando acabara rendido de tanto mirarla, se entregaría indefenso al profundo sueño de la noche. Pero, una noche, Selene, la diosa lunar, bajaría a la Tierra en un lugar cercano a la cueva. Sin saber ella la existencia del admirador de su belleza, lo verá a él ahora dormido en su gruta. Fascinada y sorprendida, entusiasmada y sentida, descendería ahora Selene casi todas las noches para verle. Sin embargo, ahora, siempre dormido él y siempre despierta ella. Así fue como ambos desconocidos se mantuvieron unidos por la noche: una enamorada el otro sin saberlo. Pero, otra noche Endimión se despierta de pronto, y, al verla con él ensimismada y absorta, comprenderá ahora el poderoso influjo amoroso que ella siente. Selene le acabaría confesando su amor, un amor que él, sin embargo, habría comenzado a sentir por ella mucho antes. Pasaría entonces el tiempo y Endimión comenzaría a ver los rastros marchitos que los años producirían en su belleza. Y se aterró. ¿Cómo, se decía él, podría seguir provocando ahora amor en su amada, ella siempre tan joven, sin embargo? Ruega entonces a su inmortal y amada diosa Selene que interceda ahora en Zeus -el dios de los dioses- para que le conceda la juventud eterna para siempre.

El señor de los dioses se lo permite, pero con una condición: que no sufriría el paso del tiempo solo mientras estuviese dormido. Es decir, que sólo pasaría el tiempo de día, al despertar y vivir despierto, pero nunca dormido envejecería... Poco después, comprendería Endimión el terrible tormento de esa forma de vivir y amar. Únicamente podría estar con ella cuando estuviese dormido, ya que, sólo así, no envejecería. Se despertaría feliz, es cierto, pero, para entonces, para ese único y feliz momento, ella ya no estaría con él para sentirlo. El selenio, nombre que proviene de la diosa griega lunar, es un elemento químico de color grisáceo, insoluble en agua y soluble en éter. Así, como la Luna. El selenio se utilizaba antiguamente en fotografía para intensificar los grados de las tonalidades del blanco y el negro. Por tanto, influía en la durabilidad (eternidad) de las imágenes. El selenio además es un elemento fundamental para todas las formas de vida. Posee un gran poder antioxidante y evitará la pérdida de los radicales libres de las células, por tanto, estimulará el sistema inmunológico. Sin embargo, se utiliza también para la industria fotovoltaica, electrónica y eléctrica. Está, del mismo modo, considerado un elemento muy perjudicial para el medio ambiente. Es curioso el paralelismo entre el mito y la realidad. Lo que nos ama, a veces, nos puede dañar. Lo que nos ayuda, casi siempre, nos puede traicionar. Así, como el relato de Endimión y Selene. Así, como la atrayente, necesaria, veleidosa, misteriosa y peligrosa Luna.

(Óleo del pintor inglés George Frederick Watts, 1817-1904, Endymión, 1872; Composición fotográfica de la Luna, Reflejo de Selene, Canonistas.com; Grabado antiguo griego, vaso de figuras rojas, diosa Selene; Cuadro del pintor Sebastiano Ricci, Endimión y Selene, 1713; Fotografía de la Luna, día 20 de marzo de 2011, a las 22 horas de España; Cuadro Endymión, 1871, del pintor prerrafaelita Arthur Hughes, 1832-1915; Fresco en la Galeria Farnese, Roma, Endimión y Selene, del pintor Carracci, 1600; Cuadro del pintor italiano del barroco Ubaldo Gandolfi, 1728-1781, Endymión y Selene, 1770; Óleo Endymión y Selene, 1630, Nicolás Poussín, en este cuadro se observa a Endimión, antes de dormirse, hablando con Selene mientras la diosa alada de la noche se prepara para cubrir con su telón la escena.)

4 de mayo de 2011

Lo que nos atrae y nos distancia, lo que miraremos a veces sin ser vistos: lo grotesco.



Fue el emperador romano Nerón quien mandaría construir, tras el gran incendio del año 64 en Roma, un impresionante y megalómano palacio, la Domus Aurea. De dimensiones exorbitadas -unas cincuenta hectáreas-, no pudo terminarse a su muerte, producida cuatro años después. Incendiado en el reinado de Trajano, luego este emperador decidiría ocultar lo que quedaba bajo tierra, en un gesto de borrar toda huella de su indeseable antecesor. Esta acción permitiría que, con el paso de los años, se pudiese mantener casi intacta la Domus Aurea, al verse ahora lejos del deterioro envilecido del pillaje. Así se mantuvo hasta que en el año 1480 se descubriese. Entonces aparecieron en el subsuelo unas habitaciones y pasillos decorados bellamente, con unas figuras muy ridículas pintadas en sus paredes, unas figuras grotescas, repugnantes o absurdas. Como eran unas grutas donde aparecieron esas imágenes, fueron entonces denominadas grotesco (grottesco, de gruta en italiano) lo que allí descubrieron.

La mitología griega habría sorprendido ya al glosar los dionisíacos y grotescos rasgos de Sileno, uno de los sátiros más famosos de la antigüedad mítica helena. Estos dioses menores eran unos viejos pero, a la vez, joviales borrachos encantadores; los describían feos, calvos, barrigudos, obscenos, lividinosos, pero simpáticos. Tenía Sileno el don de la profecía y la sabiduría cuando la embriaguez dominaba su carácter. De ese modo fue comparado, por su desafortunado aspecto, con el famoso filósofo griego Sócrates. El escritor francés Rabelais (1494-1553), en su grotesca y divertida obra Pantagruel del año 1532, fue el primer humanista que glosaría esa tendencia ambivalente que rechazaba pero atraía, que llevaba a la risa y a la reflexión. Con él, lo grotesco comenzaría a valorarse creativamente como algo que permitía a los creadores usarlo en un sentido que fuese más allá de lo morboso, de lo despectivo o de lo chabacano. El Barroco vino posteriormente a brindar la oportunidad que su atrevida tendencia dispensara a lo grotesco. Con lo grotesco expresaba el Barroco lo más sórdido como algo elevado, explicable, con sentido, con una profunda y especial forma de representar el lado oscuro, pero auténtico, del ser humano.

Los pintores crearían entonces grandes obras que no sólo conseguirían satisfacer el deseo de belleza que todo espectador requiere, sino que también venía a satisfacer otra necesidad más oculta: justificar y complacer las inevitables y vulgares desviaciones de la naturaleza, de la más normal y humana. Así, Caravaggio y Murillo, entre otros pintores, alcanzaron a crear grandes obras con este subgénero irreverente, aunque luego comenzado a ser aceptado gracias a la extraordinaria sublimación que consigue el Arte para con lo diferente. Algunos grandes fotógrafos del siglo XX han sido imitadores de aquellos creadores del Renacimiento o del Barroco. Uno de esos fotógrafos grotescos es el norteamericano David LaChapelle (1963). Su obra mezclará atrevimiento, provocación y grosería, pero, sin embargo, lo adornará ahora todo con un elegante y glamuroso entorno. Así impactará él con sus instantáneas de celebridades y de famosos donde, en un escenario desaseado y soez, conseguirá atraer y destacar belleza. Una belleza que desde luego sus modelos poseen..., produciendo de esta forma un destacado contraste. Pero no fue este el caso de la fotógrafa norteamericana Diane Arbus (1923-1971), la cual buscaría siempre la mayor sordidez, lo más depravado, marginal, diferente o rechazable socialmente, cosas además que, en aquellos años, aún mantendrían una despreciable forma de ser miradas.

Lo grotesco llevado en la creación artística a lo más frecuente y excelso ha tenido -y tiene- en sus autores a personajes igualmente ambivalentes, marginados, esquizofrénicos, diferentes o extravagantes. Desde Rabelais hasta LaChapelle, Arbus (que acabó suicidándose) o el pintor figurativo-expresionista Francis Bacon, han sido y son seres enfrentados a sus contradicciones, a su sociedad, a sus deseos, a sus demonios y a sus vidas. Utilizaron el Arte para exorcizarla, para tratar de buscar en ella el sentido que los demás, los convencionales, los otros, los normales, sólo admiraremos, quizás, de refilón, cuando ahora observemos, distantes, algunas de sus creativas y sorprendentes láminas, lienzos, objetos o instantáneas.

(Fotografía de la actriz Faye Dunaway, David LaChapelle, años ochenta; Fotografía de Uma Thurman, años noventa, David LaChapelle; Óleo de Caravaggio, Muchacho mordido por un lagarto, 1593; Cuadro del pintor español Bartolomé Esteban Murillo, Vieja despiojando a niño, 1675; Cuadro Retrato de enano, 1616, del pintor español de origen holandés Juan van der Hamen; Cuadro Los lisiados, 1568, Brueghel el viejo; Cuadro Mujer sentada, 1961, del pintor irlandés Francis Bacon; Óleo Autorretrato, 1971, Francis Bacon.)

1 de mayo de 2011

El encuadre diferente, la emoción frente al detalle o el manido pero genial paisaje.



Uno de los primeros creadores que pintaron paisajes como el motivo principal de la obra, no como un escenario secundario, lo fue el renacentista holandés Pieter Brueghel (1525-1569), conocido como el viejo por haber sido el padre de dos artistas flamencos, Pieter y Jan. Sería ya en tan temprana época el paisaje un genial ardid para mostrar, con sutilezas, otras cuestiones delicadas de enseñar en pleno siglo XVI. En su obra La urraca sobre la horca del año 1568, también conocida como Danza de campesinos junto a la horca, el creador flamenco pintaría un escenario grandioso, profundo, de lejanía inspiradora, casi sagrada, mostrando así con todo ello un cierto sosiego algo trascendente... Pero pintaría una horca ahora muy centrada y solitaria, con una pequeña urraca misteriosa además posada en su travesaño principal. En el cuadrante inferior izquierdo de la obra situaría algunos personajes que danzan, irreverentes, junto al atribulado patíbulo desolado. La triste urraca, indiferente ahora a lo que los hombres hacen, observará displicente a unos seres demasiado inconscientes que se alegrarán de no haber sido ellos los ajusticiados, de que, ahora, sean de otros los restos que ellos pisan contentos. Más alejado hacia la izquierda -justo en la esquina inferior izquierda- se ve a un hombre agachado haciendo sus necesidades en la tierra, un claro simbolismo obsceno que afrentaría aquí el suelo que acogerá las almas desconsoladas de los condenados.

Pero el paisaje de Brueghel, siendo tan hermoso en su profundidad, es ofuscado ahora aquí por el ofensivo alarde de una desagradable horca, por el símbolo mortífero de la urraca desatenta, y por los gestos desconsiderados de sus alegres personajes indecentes. Sin embargo, sería un artista nacido en pleno estilo barroco -tendencia poco paisajista- el que, realmente, iniciara el paisaje como un objeto creativo en sí mismo, no como escenario argumental. Claudio de Lorena (1600-1682) fue incluso muy clasicista para su época. Nacido en Francia, pronto marcharía a Italia para inspirarse en los antiguos pintores manieristas, unos pintores que aún harían obras con encuadres espectaculares o con entornos naturales por entonces demasiado tardíos. Morirá Claudio de Lorena en Roma, donde sus creaciones influyeron en los paisajistas ingleses de finales del siglo XVIII y principios del XIX, pintores que viajaron a Italia para ilustrarse en el mismo lugar donde surgiera el Arte. Llegaría a ser tan grande su fama, fue él tan original, sus obras eran tan impactantes y bellas, que sería muy copiado en su época. Así que, motivado por eso, el propio pintor Lorena crearía El Libro de la Verdad, un volumen donde recopilaría todas las obras compuestas por él. Aunque no se publicaría sino hasta casi un siglo después de su muerte, fue todo un gesto audaz contra los falsificadores muy moderno para entonces.

Pero luego, en el siglo de la Ilustración y el Rococó, hubo otro pintor francés, muy paisajista, que mostraría así la continuidad entre Lorena y los paisajistas posteriores, Joseph Vernet (1714-1789). Su luz, poderosa, concentrada y dispersa en el encuadre de un horizonte grandioso -tendencia iniciada por Lorena-, le llevaría a realizar impresionantes marinas, unos paisajes donde el atardecer, el prodigioso cielo y los barcos con su arboladura, formarían parte de su característica iconografía conocida. Tal habilidad adquirió el pintor en esos paisajes, que hasta el propio rey francés Luis XV le encargaría, en el año 1753, que pintase dieciséis puertos de Francia. Otro gran paisajista -además de otras maravillosas, románticas y precursoras tendencias- lo fue el gran pintor inglés Joseph Williams Turner (1775-1851). Pintaría en el año 1815 La construcción de Cartago por Dido, una obra genial donde las trazas de su Romanticismo se aprovecharían del gran paisajista que fuera Turner. En esta obra suya hay un cierto paralelismo con la de Claudio de Lorena: una exaltación de la Antigüedad, de sus ruinas, de la luz poderosa del atardecer, del encuadre diseñado siguiendo las medidas áureas, del color reflejado ahora en sus aguas, colores de olas que, tranquilas y lejanas, llegarán serenas y amarillentas hasta el propio espectador. Cuando Turner decidiera donar este cuadro al museo londinense de la National Gallery lo hizo con una condición: que su obra estuviese justo al lado de la de Claudio de Lorena, Embarque de la reina de Saba. No supo mejor modo que ese para homenajear así a su admirado colega barroco.

Pero el pintor más paisajista por excelencia lo sería el británico John Constable. Nacido en la granja de su padre junto al molino de Flatford, en Suffolk, Inglaterra, desde su infancia aprendería a amar su maravilloso entorno natural, los colores de su cielo, o las fuertes y sosegadas tardes de su coloreada campiña inglesa. Fue un creador -como sólo los grandes lo son- capaz de innovar, de obtener tanto las obras que el público apreciaba como las que él deseaba hacer. De ese modo, crearía extraordinarias imágenes con trazos ahora diferentes, con colores sorprendentes, representando lugares y cosas de una forma por entonces bastante adelantada. Señalando así ya una característica muy esencial para el Arte posterior: la emoción frente al detalle... Pero sería el pintor más conocido aún, sin embargo, por los paisajes naturales y comunes, donde combinaría la perfección del escenario natural con las tranquilas costumbres campesinas de sus habitantes. Aunque también consiguió Constable hacer otras cosas, igualmente geniales y perfectas. Ahora, por ejemplo, sería ya otro el punto de vista, otras las visiones que de las mismas cosas él tuviera... Como cuando pintase la Catedral de Salisbury. La pintaría varias veces, desde ligeros y diferentes puntos de vista, aunque muy poco perceptibles en sus obras.

Hay que fijarse bien para observar que las tres composiciones del mismo paisaje -tal vez hiciera más- que realizara para su amigo el obispo de Salisbury -que se sitúa en los lienzos señalando al campanario de la catedral-, son ahora diferentes todas y cada una de ellas. En la primera, que realiza en el año 1823, parece el pintor querer desear celebrar el estilo en que fuera construida la catedral -el gótico- pues encorva los árboles que enmarcan el campanario como si fuesen un grandioso arco ojival apuntado hacia el cielo. En las otras dos que pinta posteriormente no utilizará ya ese recurso. Ahora pretende dejar el campanario de la catedral despejado, apuntado hacia el infinito cielo. Quizá a su prelado amigo no acabara de gustarle aquel atrevido recurso subjetivo de antes. Debe ser otoño la estación retratada en la obra del año 1825 ya que ciertas ramas que antes -en el otro lienzo- aparecían florecidas se muestran ahora desnudas en uno de los pequeños e inclinados árboles. Por último, en el año 1826, realiza otra creación del mismo escenario pero, ahora, el punto de vista es aquí levemente otro. En este otro cuadro, no en el anterior, parece ahora -en su nueva perspectiva- que tocan aquí algunas de las ramas del árbol el perfil rectilíneo de la torre del campanario; una torre que, majestuosa, dominará orgullosa todo ese sugestivo, bucólico, grandioso y romántico paisaje.

(Cuadro del pintor John Constable, Barcazas en Flatford, 1810; Óleo La catedral de Salisbury, 1823, John Constable, Museo Victoria y Alberto, Londres; Cuadro Catedral de Salisbury, 1825, John Constable, Metropolitam de Nueva York; Cuadro Catedral de Salisbury, 1826, John Constable, Frick Collection, Nueva York; Óleo de John Constable, Tormenta en la costa de Brighton, 1827; Óleo de John Constable, Stonehenge, 1836; Cuadro El caballo blanco, de John Constable, 1819; Óleo La urraca sobre la horca, 1568, Pieter Brueghel el viejo, Museo Darmstadt, Frankfurt, Alemania; Cuadro Embarque de la reina de Saba, 1648, del pintor clasicista Claudio de Lorena, National Gallery, Londres; Óleo Puesta de Sol en el mar, 1760?, Joseph Vernet; Óleo La construcción de Cartago por Dido, 1815, Turner, National Gallery, Londres.)