22 de marzo de 2011

La antinomia de la belleza y la virtud en la creación artística y sus creadores.



Cuando muy joven marchara a Italia el pintor barroco español José de Ribera, acabaría desarrollando allí toda su excelente vida artística hasta el final de sus días. Viviría primeramente en Roma durante muchos años, hasta que, huyendo por sus desproporcionadas deudas, acabara refugiándose luego en el por entonces virreinato español de Nápoles, un lugar en donde pudo ahora recuperar su posición social y su dedicación artística gracias a su origen hispano. Pero en Nápoles demostraría el pintor barroco español su verdadera personalidad, tanto la creativa como la personal propia, esta última mucho más real y oscura que las de sus creaciones artísticas tan tenebrosas. Consiguió realizar en Italia las obras maestras más extraordinarias del Arte tenebrista barroco. Su realismo, su perfección, su tonalidad y sus ágiles recursos para la anatomía humana le consagrarían para siempre en la historia del Arte. Pero, sin embargo, así como tuvo Ribera una gran habilidad artística para el claroscuro tenebrista, también mantuvo una propia personalidad peculiar para otra muy oscura tendencia parecida... Porque entonces un egoísmo radical, un desalmado, cruel, despiadado y asesino egoísmo, le llevaría a Ribera a participar junto a otros dos pintores italianos en una organización mafiosa y artística inédita, una agrupación de pintores sindicados para apartar de Nápoles a todo aquel artista competidor que deseara consagrar allí su labor creativa. De esa manera fue como se formaría el Cabal de Nápoles, una asociación criminal y artística desarrollada entre los años 1620 y 1641 en la ciudad de Nápoles. Aunque luego acabaría incluso prolongando su influencia maléfica hasta casi mediados del siguiente siglo. Ese grupo violento llegaría a sabotear obras, coaccionar pintores y, en el peor de los casos, hasta llegar a mandar asesinar a algunos artistas, creadores o pintores que osaran practicar su Arte en la prolífica ciudad tan artística de Nápoles.

La afición de Adolf Hitler por el Arte pictórico en su Austria natal es conocida. Aunque sus creaciones pictóricas fueron precoces, inferiores y carentes de interés para la época. Sin embargo, sí hubo un apreciado y formado pintor alemán, Adolf Ziegler (1892-1959), que llegaría a pertenecer al nazismo y sería además encargado por Hitler para depurar las obras de Arte modernas en Alemania. También a los artistas indeseados por entonces -la época del poder nazi en Alemania-, unos pintores y unas creaciones a los que los nazis acabarían por denominar degenerados. Este pintor alemán comenzaría a componer en un estilo modernista acorde a la época de principios del siglo XX, estilo, sin embargo, impropio de la influencia artística nazi posterior. Porque luego acabaría Ziegler manifestando en los años treinta una tendencia mucho más realista, un estilo artístico muy del gusto de Hitler y su corte nazi. A pesar de haber expresado el pintor sus dudas por el éxito de las campañas bélicas finales del nazismo, pudo salvarse de un internamiento ordenado por la Gestapo gracias a la intervención del propio Führer. Pero al final de su vida, después de la guerra mundial, no pudo ya volver a dedicarse a su carrera artística, acabando sus días retirado del Arte en su Baden-Baden natal.

La sensibilidad artística no es, de por sí, más que eso: artística. Es decir, permitirá crear y elaborar elementos de belleza que nos inspiren y seduzcan, pero ahí, en ese hecho artístico, radicará exclusivamente ese tipo de sensibilidad. Sus autores no tienen por qué ser seres de una sublime, virtuosa y magnánima sensibilidad humana. De hecho, posiblemente los creadores artísticos sean los paradigmas más evidentes para entender la contradicción más humana en nuestra especie, para comprender ahora esa antinomia que nos demuestra cómo somos realmente los seres humanos: seres, además de brillantes, poliédricos, ambivalentes y oscuros... La acción de generar belleza, entenderla y plasmarla, hasta de desearla admirar incluso, no garantizará al sujeto actor de la misma de ninguna capacidad para expresarla también así hacia los demás... Quizá sea esta la diferencia: los demás. Es así probablemente como funcionará el mecanismo psíquico por el cual distinguiremos la belleza cuando es creada de cuando es dirigida hacia los otros. Es decir, que para ser totalmente sensibles deberemos entonces no solo distinguir el equilibrio espacial, proporcional o estético de una creación formal, sino también saber cuándo aquélla -la belleza- es emocionalmente dirigida ahora hacia el mundo de los seres humanos, de todos los seres humanos que lo habiten, admiren y compartan. Esos mismos seres humanos que merecen siempre toda aquella belleza del mundo para, ahora también, poder así además recibirla, admirarla, ofrecerla o crearla sin dolor.

(Cuadro del pintor alemán Adolf Ziegler, Desnudo, siglo XX; Óleo del pintor español barroco José de Ribera, El pie varo, 1642, Museo del Louvre; Fotografía de la inauguración del Museo de Munich en el año 1937, con Hitler y el pintor Adolf Ziegler segundo por la derecha; Cuadro del pintor José de Ribera, San Jerónimo, 1664.)

21 de marzo de 2011

Sólo para el primero la gloria engañosa del laurel, o cuando el premio necesitado nos acucia...



Según cuentan las historias el gran poeta latino Virgilio (70 a.C.-19 d.C.) en su lecho de muerte, justo antes de expirar, le rogaría al emperador romano Octavio Augusto que destruyese su gran obra épica La Eneida. En ella había relatado la gesta mitológica de la creación de Roma -basada en la tradición homérica de Troya- siguiendo incluso los propios deseos del emperador por entonces. El poema cuenta cómo el héroe troyano Eneas supera todas sus aventuras y viajes hasta llegar a Roma. Y terminará luego hasta por conquistar las tierras y pueblos que acabarían conformando inicialmente el posterior imperio romano. En uno de sus libros describe Virgilio el momento en el que el héroe, ya en tierras italianas, decide celebrar unas gestas donde compitan y luchen todos sus aventureros hombres. El poema virgiliano, resumido y adaptado, dice en una ocasión: Así que ánimo y celebremos todos alegre ceremonia: invoquemos a los vientos... Dispondré en primer lugar un combate de las naves más veloces, y además el que valga en la carrera a pie, o el que osado de fuerzas llegue más lejos con la jabalina o con las rápidas flechas, o el que se anime a presentar batalla en la dura lucha con los puños; acudan así todos y aguarden el premio de la merecida palma. En la ensenada litoral desde donde ahora Eneas los observa se disponen cuatro naves a partir para la épica competición gloriosa. Al final, cuando las naves van llegando después de una lucha enconada, el poeta continuaría escribiendo: Unos temen perder una gloria propia y un premio ya ganado, cambiarán su vida por la victoria; a otros el éxito les alentará: pueden porque creen que pueden. Cloanto, uno de ellos, es ahora el gran vencedor. Sigue el poema de Virgilio diciendo: Entonces Eneas a todos convoca y, con la gran voz del heraldo vencedor, proclama ganador a Cloanto, que con el verde laurel recubrirá sus sienes...

Todo va al ganador. Desde la más ancestral historia de los humanos la emoción de la victoria se habría asociado siempre a la supervivencia o la lucha. Pero es más que todo eso, es una sensación de plenitud y justificación que nos elevará, incluso, por encima de nuestras propias miserias. Se inicia en la infancia más precoz cuando lloramos con fuerza y resonancia para atraer así la vida que queremos. Luego continúa cuando deseamos ganar una pareja sexual, algo que, siguiendo nuestra llamada genética, necesitaremos entonces como lo único que -así pensamos- existe ahora en el mundo para nosotros. También, tiempo después, cuando arrebatamos a los demás lo que creemos que es nuestro, que es justo que es nuestro. Y, más adelante, cuando desesperados urgimos a la vida a que nos rodee de triunfos, de aclamaciones, de orlas, aplausos o guirnaldas. Y esto es así porque ya no podremos vivir sin dejar de sentir que, aún, no hemos dejado de ser aquel niño indefenso, desamparado, precario y expuesto a las fuerzas telúricas del mundo y de los otros. Sólo el estímulo del Arte y la recreación cultural que obliga nos salvará de esa obsesión...  A veces, sólo a veces, nos salvará de la urgencia de ser el primero, de la ineludible querencia de ser el primero, el único, el que solamente saboreará las mieles de los laureles colocados ahora, sin embargo, efímeros en nuestra cabeza. Unas veces en público pero, también, muchas otras tan sólo frente a nosotros mismos, ya que seremos al único que nunca podremos engañar con ninguna falsa victoria...  La burla o la impostura del premio mal ganado sólo servirá al que busca la efímera recompensa material. Porque habrá otra recompensa, otra clase de victoria que no requiera de orlas ni laureles, que no busque testigos, ni siquiera papeles, tan sólo la certeza propia nuestra de haberlo logrado... frente a nadie.  De, por fin, haber conseguido así llegar a lo que nos urge alcanzar a veces, irracionalmente casi, para poder demostrarnos a nosotros mismos que somos, que seguimos siendo, algo más que lo que somos...

(Óleo del pintor barroco holandés Ferdinand Bol, 1616-1680, Eneas en la corte de Latino, entrega a Cloanto la corona ganadora de la carrera de naves, 1661, Amsterdam; Cuadro del pintor británico Frank Bernard Dicksee, 1853-1928, Victoria, un caballero es coronado con una corona de laureles, siglo XIX; Grabado de un relieve griego de los antiguos corredores helenos; Óleo del pintor impresionista francés Claude Monet, Las Barcas, regatas en Argenteuil, 1874, Museo de Orsay, París.)

20 de marzo de 2011

La recompensa más brillante de los dioses a la más grandiosa generosidad.

 

Cuenta la mitología griega que Quirón fue un centauro -mitad hombre, mitad caballo- que, a diferencia de sus hermanos más salvajes, poseía una sabiduría que le permitía curar, aconsejar, enseñar y consolar a los demás. Para ser el monstruo que su madre rechazase había conseguido, sin embargo, una excelencia impropia de sus orígenes brutales e incultos. Quirón llegaría a ser médico, músico, filósofo y acabaría llegando a dominar el arte de la guerra y la caza. De ese modo crecería su fama y terminaría siendo maestro y preceptor de muchos héroes de la mitología. Aquiles fue uno de ellos, pero también Orfeo, Jasón, Ulises o Teseo disfrutaron de sus sabias enseñanzas. Pero el centauro Quirón, como hijo del todopoderoso dios primigenio Cronos, era un ser inmortal. Así que sus enseñanzas debían ser además una inevitable y bella forma de justificar toda esa sabiduría acumulada de siglos, todo un conocimiento que, sin parar, crecería y crecería con los años. Debía Quirón, por tanto, necesitar transmitir con toda esa sabiduría la insoportable conciencia de la vida permanente. Pero resultó que, una vez, cuando uno de sus famosos alumnos, el poderoso Heracles, sin querer -accidentalmente-, le hiriese con la punta de una flecha envenenada comprendió Quirón entonces el verdadero valor del sufrimiento. Ese veneno contenía la sangre emponzoñada de la Hidra y, por ello, sin antídoto y fatal. La Hidra era una terrible serpiente vil y asesina de muchas cabezas a la que Heracles mataría en uno de sus encomendados y difíciles trabajos para liberarse.

La herida de Quirón fue nefasta y letal, pero, como no podía morirse -era inmortal-, padecería así el más duro e infinito de los tormentos. Ni siquiera su sabiduría le pudo ayudar, ni pudo curarse ni pudo calmarse, ni pudo esperar nada de la vida ni del mundo. Su dolor era permanente, imposible de padecer a un mortal, ya que éste, al morir, habría sucumbido también a su propio dolor, habría acabado el sufrimiento al acabar su vida para siempre. No pudo más el centauro Quirón que tratar de sublimar su propia sabiduría para resolverlo. Comprendió que la única forma de superar ese sufrimiento era dejando de ser inmortal.   La poderosa venganza del dios Zeus cuando Prometeo robó y entregó el fuego a los hombres fue despiadada y brutal. A parte de castigar a la humanidad con los males de Pandora, ordenaría al dios Hefesto que encadenara a Prometeo en uno de los más altos riscos de la cordillera del Cáucaso. Allí enviaría Zeus todos los días un águila para que devorase, poco a poco, las entrañas del atrevido titán. El destino de Prometeo estaba designado y su muerte era cuestión de tiempo. Entonces Zeus echaría una maldición al titán amigo de los hombres: Su tortura duraría hasta que alguien consintiera sufrir en su lugar, padecer como él pero de una forma libre y voluntaria. Heracles avisaría a Quirón de esta decisión de Zeus. El sabio centauro lo vio claro entonces, se cambiaría decidido por Prometeo cediéndole su propia y sensible inmortalidad. De ese modo Quirón pudo escapar a su eterno sufrimiento. Dio un último suspiro y descansó. A cambio los dioses premiaron al centauro desdichado situándolo, luminoso, entre una de las constelaciones más brillantes del universo, la que lleva su nombre. También así, curiosamente, gracias a su decidida generosidad, conseguiría el centauro Quirón permanecer de nuevo, para siempre, del todo inmortal, brillante y poderoso.

(Óleo del pintor irlandés James Barry, 1741-1806, La educación de Aquiles por Quirón, 1772; Fotografía de las estrellas Omega Centauri, de la constelación Centauro, Observatorio Sur Europeo, 2008; Cuadro del pintor barroco holandés, Dirck van Baburen, 1595-1624, Vulcano encadenando a Prometeo, 1623; Óleo del pintor alemán Christian Griepenkerl, 1839-1912, Prometeo, siglo XIX.)

17 de marzo de 2011

La identidad transformada, su esencia permanente, las ruinas y el Arte.



En la tarde del 29 de julio del año 1773 se produjo un movimiento sísmico en la capital de la Capitanía General de Guatemala. La fuerza del terremoto fue tan grande que acabaría destruyendo muchos de los edificios de la ciudad, llamada desde su fundación siglos antes Santiago de los Caballeros de Guatemala. Según cuenta la historia, cuatro días después del terremoto el Capitán General, don Martín de Mayorga, presidió una Junta General para tomar las decisiones adecuadas sobre los daños ocasionados por el seísmo. Acudieron a ella las autoridades civiles y eclesiásticas, ésta última representada por el entonces arzobispo de Guatemala, don Pedro Cortés y Larraz, nacido en Belchite, Zaragoza, en el año 1712. Don Martín de Mayorga era partidario de desmantelar y abandonar la ciudad trasladándola a otro lugar lejos de allí, pero se encontró con la dura, tajante e inflexible oposición del arzobispo Cortés. Como resultado de esa reunión, se decidió comunicar al rey Carlos III y al Consejo de Indias de la situación tan peligrosa de las edificaciones y de la necesidad de levantar una ciudad en otro lugar, lejos de los volcanes que rodeaban la antigua capital dañada de Guatemala.

En diciembre de ese mismo año hubo una repetición sísmica, algo que reforzó la posición de los que apoyaban el traslado de la ciudad. En enero del año 1774 se acabaría aprobando por el Consejo de Indias un traslado interino, eventual, de toda la ciudad guatemalteca. Ahora no se trataba ya sólo de levantar una nueva ciudad a decenas de kilómetros de allí, lo que se cuestionaba era la supervivencia de la antigua población. El arzobispo lucharía durante años enviando misivas a Madrid, a la corte, al rey, a los obispos, al Consejo, a todos, para evitar el desmantelamiento de lo que quedaba de aquella hermosa y antigua ciudad guatemalteca, fundada además allá por el año 1543. En el año 1777 don Martín de Mayorga estaba tan presionado por el obispo Cortés, que llegaría a escribirle al mismísimo rey la siguiente apelación: Difícil es describirle a su Majestad los estragos que ocasiona la inflexibilidad de este caballero y el empeño que ha contraído para atraerse a los demás a su causa. Sin embargo, el arzobispo don Pedro Cortés y Larraz tuvo que acabar abandonando su ciudad con destino a España, ante la resolución firme y definitiva de la Corona. Acabaría sus días en la diócesis de Tortosa, falleciendo en el año 1787 en Zaragoza sin volver a ver su antigua ciudad desmantelada.

En el año 1779 el nuevo virrey de la Nueva España, Bernardo de Gálvez, ordenaría el desalojo y la total demolición de la ciudad antigua de Guatemala. Afortunadamente, años después, esas órdenes no acabaron por cumplirse del todo. Y, con el tiempo, la antigua ciudad se convirtió en un enclave mantenido y conservado por algunos criollos y otros colonos nacidos allí. Esto permitió que siguiera existiendo la antigua ciudad a unos cuarenta kilómetros de la Nueva Ciudad de Guatemala, la actual capital del país. En el año 1979, casi doscientos años después de aquellos hechos, la vieja ciudad, la llamada Antigua de Guatemala, fue declarada por la Unesco Patrimonio Cultural de la Humanidad. En filosofía se entiende por identidad la relación que mantiene cada cosa consigo misma. Sobre todo la identidad cualitativa, la esencial, la que tiene que ver con sus elementos más intrínsecos, con lo que es algo en sí, sin tener en cuenta la simple y superficial apariencia. Sin embargo, cuando se define una igualdad, cuando dos cosas son idénticas, en matemáticas por ejemplo, se acepta que los dos miembros deban ser iguales. Pero, también cuando en una misma organización sus miembros cambian, son ahora otros, aquella organización sigue siendo la misma de antes, sigue teniendo su propia identidad... A esta curiosa paradoja se le ha dado en llamar Paradoja de Teseo.

El famoso barco con el que el héroe mitológico Teseo regresó de Creta con los jóvenes rescatados del Minotauro, fue conservado durante muchos años por los atenienses en dique seco. Éstos mantenían el barco reponiendo las tablas estropeadas por otras nuevas. Entonces, algunos filósofos discutieron sobre la identidad de las cosas... Mientras unos argüían que el barco de Teseo seguía siendo el mismo, otros defendían que ya no lo era. La cuestión aparecía de este modo: si se hubiesen sustituido todas las tablas del barco, ¿estaríamos ante el mismo barco de Teseo? Y si las maderas antiguas, las sustituidas después de haberse almacenado, se hubieran utilizado para hacer otro barco, ¿cuál sería, de serlo alguno, el original, el auténtico barco de Teseo? El escritor británico Douglas Adams (1952-2001) escribiría en el año 1991 su obra Mañana no estarán: en busca de las más variopintas especies de animales al borde de la extinción. En su ensayo literario escribiría el autor británico: Una vez en Japón fui de visita a un templo en Kyoto, y me sorprendí al observar lo bien que el templo había resistido el paso del tiempo desde que fuera construido en el siglo XIV. Entonces me explicaron que en realidad el edificio no había resistido, ya que había sido quemado dos veces hasta los cimientos en este siglo. Entonces pregunté, ¿o sea, que no es el edificio original? Al contrario, por supuesto que es el original, contestó sorprendido. ¿Pero no se incendió?, insistí. Dos veces, respondió. Pero, entonces, ¿cómo es posible que sea el mismo edificio? Siempre es el mismo edificio, contestó. Y tuve que admitir que era el mismo edificio. La idea del mismo, su finalidad, su diseño, son conceptos inmutables, son la esencia del edificio.

Con los seres humanos sucederá algo parecido. Cuando nos reflejamos en un espejo, ¿qué veremos, realmente, nuestra identidad o lo que parece que es? Lo que somos, lo que verdaderamente somos, no tiene nada que ver con las apariencias. Por esto las rozaduras del tiempo no deberían ajar la esencia auténtica de cada ser humano. Lo que parece y vemos no tiene por qué ser ni la identidad, ni el valor, ni la justificación de una vida humana. En arquitectura, por ejemplo, se ha discutido mucho sobre la conveniencia o no de reformar las ruinas históricas y artísticas de la antigüedad. En algunos casos sí se ha hecho. Por ejemplo, con el histórico Puente Romano de Córdoba (España). En otros las ruinas, como en Antigua de Guatemala, San Juan del Duero en Soria, Itálica en Sevilla o Belchite en Zaragoza, se han mantenido tal y como el deterioro del desamparo de los años las han dejado. En Belchite, Zaragoza (España), nacería aquel arzobispo don Pedro Cortés, el mismo que luchara por no abandonar a su suerte su antigua ciudad centroamericana. Casi ciento sesenta años después, una guerra civil destruyó su pueblo natal. Y aún hoy así sigue... En Belchite se llevó a cabo en el año 1937 una de las batallas más sangrientas de la guerra civil española. El pueblo fue declarado entonces ruina nacional en conmemoración de aquella batalla. Hoy, como un monumental pueblo fantasmal, nos demuestran sus ruinas las contradicciones de las identidades, de las preservaciones o de las falsas maneras de consagrar un patrimonio cultural deteriorado. Un patrimonio que, sin embargo, siempre debería ser conservado, disfrutado... y habitado.

(Cuadro barroco de Rubens, El aseo de Venus, 1615; Cuadro del pintor ucraniano actual Michael Garmash, Belleza intemporal, figuración; Óleo de Paul Signac, Mujer peinándose, 1892, Puntillismo; Cuadro del impresionista Degas, Madame Jeantaud frente al espejo, 1875; Fotografía actual del Puente Romano de Córdoba (España), ya reformado; Fotografía del archivo municipal de Córdoba del Puente en los años cincuenta; Fotografía de una iglesia ruinosa de Belchite (Zaragoza); Fotografía de la ruina de la antigua iglesia de San Martín de Tous en Belchite, de estilo mudéjar; Fotografía actual de la ciudad Antigua de Guatemala; Fotografía actual del Arco de Santa Catalina y el volcán de Agua, en Antigua de Guatemala; Cuadro con el retrato del arzobispo don Pedro Cortés y Larraz, siglo XVIII.)

15 de marzo de 2011

La lírica como un manifiesto individual, subjetivo, poderoso y permanente.



El cambio social y económico producido en la Grecia antigua durante el siglo VII a.C., motivaría que una nueva clase comercial, artesanal, urbana y autocomplaciente ascendiera entonces socialmente, adquiriendo ahora cierto poder y prevalencia sobre los demás. Eso provocaría un individualismo en la sociedad griega que llevaría a que esos miembros socialmente favorecidos se plantearan un interés especial e íntimo por todo lo atractivo que les rodeara, por el conocimiento de la naturaleza y de la belleza. Ahora ellos, con sus vidas desahogadas, disfrutarían de una naturaleza más amable, mucho más que la que -injustamente- otros pudieran disfrutar, como los marginados, los campesinos, los esclavos o los parias. Así, curiosamente, llegaría a prosperar la filosofía y la lírica -incluso el Arte- en el mundo griego antiguo. En la antigua costa helena de Jonia, tanto en sus islas costeras -Lesbos- como en su litoral -en Teos por ejemplo-, surgieron por entonces unos poetas líricos que fueron famosos en la historia por sus cantos personales, unas composiciones líricas realizadas en honor a los dioses pero también a la vida placentera o al amor.

De ahí procedieron los poetas contemporáneos Safo y Alceo, y, algún tiempo después, el famoso Anacreonte. Pasaron, junto con otros, a ser llamados los poetas mélicos -de melos, canción-, aunque también al utilizar la lira para acompañar su música acabarían denominándose lyrikos -líricos-. Sus creaciones mélicas fueron denominadas monódicas ya que, a diferencia de las corales, se ejecutaban por una sola persona y glosaban ahora al amor, al placer o al vino. Estos tres poetas jonios, Safo, Alceo y Anacreonte, llegarían a ser sus más importantes y conocidos representantes líricos. Fue Anacreonte, nacido a la muerte de Safo, quien propagaría el rumor de que esta poetisa de Lesbos habría llegado a mantener relaciones amorosas con otras mujeres líricas de su escuela. Es por lo que, finalmente, los términos sáfico y lésbico se dieron a conocer con ese sentido homo-erótico femenino. Sin embargo, se relacionaría Safo también con Alceo, el otro poeta lírico de Lesbos, aunque nunca se supo realmente cuál tipo de relación mantuvieron. Alceo menciona a Safo en sus versos y llegaría a intercambiar algunas canciones y odas con ella. Una muestra de las creaciones de estos tres líricos griegos de entonces son estas pequeñas composiciones poéticas:

Ya se ocultó la Luna
y las Pléyades. Promedia
la noche. Pasa la hora.
Y aún yo duermo sola.
(Safo)

No acierto saber de dónde sopla el viento;
rueda la ola gigante unas veces de este lado
y otras de aquél; nosotros por el medio
somos llevados en la negra nave.
(Alceo)

De nuevo amo y no amo,
deliro y no deliro.
(Anacreonte)

En el año 1912 terminaría el pintor español Francisco Pradilla y Ortiz (1848-1921) su obra Mal de amores, encargada por un industrial vasco aficionado al Arte y gran coleccionista de pintura. En la obra modernista se describe una escena renacentista castellana de finales del siglo XV. La pintura muestra la imagen sosegada de una representación poética medieval llevada a cabo por un joven cancionero trashumante. El escenario pictórico está dividido en dos mitades distinguibles. Por un lado una parte material, la construida por el hombre, no por la naturaleza: una galería románica oscura, fría, pesimista y mayestática; por otro lado un paisaje natural, libre, feraz, colorido y venturoso. La narración pictórica nos cuenta la historia de una mujer herida de amor que es atendida ahora por su dueña -su servidora- en los jardines de su lujosa estancia familiar. También ella está ahora protegida por la figura tutelar, distante y adusta de un padre con aspecto vanidoso, aunque desconfiado y curioso ante la figura del ahora orgulloso poeta. Justo frente a la joven malograda por un amor desdichado, justo ahora frente a la dulce y desengañada joven maltratada por amor, se sitúa dispuesto el trovador, el poeta o el cancionero gótico. Ataviado con su laúd barroco -conocido como chitarrone romano o laúd de largo tamaño- se dispone el poeta medieval, ahora decidido, alejado y seguro entre sus versos, satisfecho también por su lírica sonora tan romántica, a calmar así la angustiosa, irreverente, desdeñosa, vaga, solitaria y lacerante, actitud tan desvanecida de la joven a causa de un terrible y desdichado desamor.

(Cuadro del pintor español Francisco Pradilla, Mal de amores, 1912, Particular, donde se aprecia en el lienzo además, al fondo, una ría de Galicia, España; Óleo de Francisco Pradilla, Lectura de Anacreonte, 1904, Museo de Buenos Aires; Cuadro del pintor británico Alma-Tadema, Safo y Alceo, 1881.)

13 de marzo de 2011

La decadencia del espíritu, de sus héroes y de su historia, o el paso romántico del auge a la caída.



En el año 1838 el velero británico Temeraire sería remolcado por una embarcación de vapor hacia su total y definitivo ocaso naútico: el dique seco donde se llevaría a cabo su definitivo desguace. Este velero británico fue un navío de guerra de tres palos que llegaría a intervenir en el año 1805 en la famosa batalla de Trafalgar. Por entonces, junto a su escuadra de navíos de guerra, fue la máquina perfecta y ágil para surcar los mares y conseguir la hegemonía y la victoria. Su arboladura de velas cuadras configuraba en su época toda una estética marinera de grandiosidad, éxito, gloria, triunfo y romanticismo. Pero, todo acabará sumido en su propia e inevitable decadencia histórica. Y de ese modo retrata al buque británico el pintor romántico William Turner en el año 1838. Él mismo lo presenciaría además en su último derrotero desde la desembocadura del Támesis hasta su definitivo lugar de finitud. Fue todo un símbolo que el creador romántico inglés supo representar genialmente en su obra. Fue el final de una época y de un momento histórico, pero, también el de una tecnología náutica superada por completo. Suponía todo un cambio técnico el mundo de la antigua propulsión por el viento y sus velas al nuevo invento del vapor y su aplicación en los barcos modernos. Naves que ayudarían a descubrir, dominar y conquistar aún más los mares y territorios del mundo.

El historiador británico Arnold Toynbee idearía a principios del siglo XX una teoría para explicar la inevitable caída de las civilizaciones y sus imperios. La Némesis de la Creatividad de Toynbee planteaba que cuando se alcanzan, en un momento determinado de su auge, los retos anhelados de civilización perseguidos por los hombres que la lideran, esos mismos retos conseguidos provocarán luego una negativa autosatisfacción en esa civilización o pueblo. Porque los siguientes retos que surjan más tarde no serán ya resueltos por los mismos hombres de antes, sino por los hombres que habrían de sucumbir ahora a su propia autosuficiencia e ineficacia. Y esto es así porque el movimiento de flujo y reflujo, propio de esas minorías de líderes virtuosos, crearía una fuerza espiritual que no estaría ya disponible luego para sus sucesores, careciendo ahora éstos de toda aquella ingente creatividad impulsadora de antes.

Cuando el rey español Fernando V necesitó ejercer su influencia en la Italia renacentista de principios del siglo XVI, enviaría a su célebre general Gonzalo Fernández de Córdoba a luchar contra una Francia que deseaba también imponerse en el suelo estratégico de Nápoles. En la decisiva Batalla de Cerignola de abril del año 1503 se enfrentarían los dos poderosos ejércitos europeos. El ejército español además bastante inferior en número de soldados, caballería y artillería. Pero, sin embargo, el genio militar de Gonzalo Fernández de Córdoba sería determinante para conseguir la victoria en esa batalla decisiva. Gracias a esa victoria el gran reino que pocos años antes se acababa de configurar en la península Ibérica, Castilla y Aragón -España-, pudo establecer las bases de un inmenso y poderoso imperio universal que llegaría a durar por más de trescientos años incluso.

Pero, no es más que el crepúsculo de las grandes cosas creadas por el hombre lo que la historia nos recuerda siempre, algo que en la historiografía ha sido motivo de teorías defensoras de ciclos determinantes o, simplemente -como el historiador Toynbee decía-, de elementos demasiado humanos... Los grandes imperios, como los grandes discursos, religiones, teorías o tendencias de la humanidad, han sido superados siempre por sus propias contradicciones. Es la curiosa tendencia humana a la evolución desintegradora de las cosas consecuencia de aquellos grandiosos motivos inspirados por sus creadores. Pero, sin embargo, esta es la única forma de desarrollo que la historia nos enseña que existe en el mundo de lo humano, la única que hace que las cosas parezcan luego que tienen algún sentido. Y del mismo modo explicar así que las vidas entregadas de esos seres sacrificados y destinados a sostenerla en su auge sólo fueron luego una mera excusa en la ingrata, desalentadora o fascinante historia que ellos crearon sin saberlo. Todo un necesario y sentido homenaje a sus decisivas, heroicas o entregadas vidas tan temerarias.

(Cuadro del pintor inglés Joseph William Turner, El Temeraire remolcado a dique seco, 1838, National Gallery de Londres; Óleo del pintor español Federico de Madrazo, El Gran Capitán en el campo de batalla de Ceriñola, 1835; Grabado de una ilustración del artista norteamericano Gilbert Gaul, 1855-1919, Batalla en Santiago de Cuba, 1898, donde el ya simbólico imperio español acabaría definitivamente para la historia; Cuadro de la pintora actual argentina Cyntiamilli Santillan, Crepuscular.)

11 de marzo de 2011

La decisión inconsciente, infantil y temeraria, o cuando los dioses solo hacen lo que deben.



El orgullo de vivir es algo que ignoramos tener pero que existe, que está latente en nosotros desde siempre, aunque sobre todo brille poderoso en nuestra inconsciente y lejana juventud. Es una sensación que resiste la prudencia y sostiene la osadía hasta no ver ya más que sus efectos seductores en una vida temeraria. Es el orgullo de ser hijos de los mismos dioses a los que deseamos imitar...  Así que entonces, como jóvenes autocomplacientes y vanidosos, creemos disponer de la misma fuerza, habilidad, reflejos, poder o capacidad que aquellos grandes seres poderosos. Pero, no es así. A veces unas circunstancias favorables, una influencia positiva o un consejo providencial en nuestra vida, nos salvarán. Pero otras, las más, nos enfrentaremos solos a las encrucijadas difíciles de nuestra existencia. Y es que las fuerzas que controlan el universo, en permanente compensación de equilibrios inestables, detienen de pronto, ciegas y desalmadas, las incorrectas, desproporcionadas, estúpidas o heroicas maneras cargadas de exagerada voluntad egoísta. De ese modo los dioses, ahora sin piedad ni miramientos, destruirán cualquier bienintencionada forma de querer ser los humanos algo más de lo que somos.

Cuenta una antigua leyenda griega que, en una fatídica ocasión, Faetón -el hijo del dios Helios, el Sol y de una mortal- sentiría la necesidad de ser él reconocido como quien era realmente -el hijo de todo un dios- frente a los que dudaban ahora -y le insultaban por ello- de su procedencia divina. Un día, acongojado, se dirigió Faetón a la casa de su padre y le pediría decidido que le ofreciese un signo demostrable de su origen divino. Para convencerlo de forma tajante, para afirmarle que sí era su hijo, Helios le prometió ofrecerle lo que más deseara entonces, jurándole además que así lo cumpliría fuese lo que fuese. En su arrogante sensación de querer demostrar quién era, Faetón le pediría a su padre viajar con el Carro Celestial del Sol y poder conducirlo durante todo el recorrido solar que durara su trayecto. Helios lo había jurado, no pudo desdecirse, aunque sabía que dominar su auriga era totalmente imposible para un mortal. Los caballos del Carro solar eran incapaces de ser dirigidos por nadie que no fuese el dios mismo. Quiso disuadirlo, pero fue en vano. La osadía crece a medida que se imagina poseer y persiste ofuscada en un lugar de nosotros donde nadie puede penetrar jamás. No tuvo más remedio el Sol que satisfacer el deseo de Faetón y someterse, por tanto, al designio inescrutable y azaroso de la fortuna.

Cuando Faetón, sintiéndose diferente -más engrandecido y soberbio-, decidiera ya desembridar a los poderosos caballos del Carro, éstos se lanzaron entonces raudos hacia el galope más desaforado y enérgico que pudieran realizar en un intento parecido. Poco después de verse Faetón encumbrado en su deseo, comprendería pronto que los corceles no respondían a sus riendas ni a gobierno. Éstos llevaban al Carro Solar por donde querían, fuera de la ruta cósmica comprendida en su lugar. A veces lo subían demasiado alto con el riesgo de golpear las constelaciones; pero otras lo bajaban muy cerca de la Tierra y las montañas se incendiaban o los seres que habitaban en ellas sufrían su poderoso ardor. Todo era un desastre. Todo además podría ser alterado gravemente, deteriorando y sufriendo todo el Universo. Porque algo estaba obrando diferente a como, en justicia universal, el cosmos mantenía su orden y equilibrio poderoso.

Pero, ya estaba hecho, no había margen ahora para el si acaso... El peligro universal y su zozobra terrible obligaban ya a corregir el error. Así que entonces el dios de los dioses, el árbitro celestial y terrenal más poderoso, Zeus, no tuvo más remedio, sin entender ahora otra cosa ni compensar con otra, que acabar decidido y para siempre con Faetón y su Carro. Cualquier otra decisión hubiera supuesto la destrucción del Universo. Por eso Zeus, con su rayo fulminante, acabaría precipitando al auriga solar de Helios y, con él, a un Faetón confiado, temerario y ya destruido para siempre. Faetón caería al río Eridano y allí las ninfas de sus aguas se compadecieron del frustrado héroe. Sus hermanas, las también ninfas del sol -las helíades-, llorarían tanto su maldita suerte que fueron transformadas luego en árboles, convertidas sus lágrimas en la ambarina resina de sus troncos. Luego las náyades, aquellas ninfas de las aguas que lo habían compadecido al caer, dejarían inscrito en una roca de la orilla del río un epitafio en recuerdo del malogrado héroe: Aquí yace Faetón, auriga del carro de su padre, que si no fue capaz de gobernarlo al menos cayó víctima de su grandiosa audacia.

(Cuadro del pintor flamenco Jan Carel van Eyck, 1610-1668, La Caída de Faetón, siglo XVII, Museo del Prado; Óleo del pintor barroco alemán Johann Liss, 1590-1631, La Caida de Faetón, 1610; Cuadro del pintor italiano Sebastiano Ricci, 1659-1734, La caída de Faetón, siglo XVII; Cuadro del pintor español Rafael Tejeo, 1798-1856, La caída de Faetón, siglo XIX; Óleo del gran pintor Rubens, La Caída de Faetón, 1605, Galería de Arte, Washington D.C.)

9 de marzo de 2011

Nada se sabe hasta el final del todo o las sorpresas de una existencia contingente.



La antigua Flandes fue una región excelsa en la proliferación de exquisitos creadores de Arte. Durante los siglos XVI y XVII desarrollaría una escuela que ha dado al Arte un especial y no superado estilo de componer figuras, formas, colores, gestos o miradas en sus obras flamencas de Arte. En donde la belleza de la obra, la personalidad de los retratados, los diferentes planos o su especial perspectiva, han sido un marco genial para la narración de lo que sus creadores nos deseaban contar. Pero, cuando los artistas flamencos llegaron a asimilar los influjos de los maestros italianos consiguieron, además, un efecto más atrayente y colorido con sus maravillosas obras de Arte barrocas. Así que ahora con un sutil contraste de blancos, ocres o negros resaltarían, genialmente, todas sus grandes creaciones artísticas barrocas. Las dotarían de un aura muy cercana al observador haciendo incluso que éste participase de la obra en un sugerente prodigio artístico. Fue el caso del pintor flamenco Gerard van Honthorst (1590-1656), un artista nacido y educado en Holanda que, con poco más de veinte años, viajaría a Italia donde terminaría admirando y utilizando las formas, los matices y los colores que, por ejemplo, usara antes el gran pintor naturalista Caravaggio.

En el año 1624 crearía su obra Solón y Creso. Un cuadro donde narraba la entrevista legendaria que mantuvieron esos dos personajes históricos de la antigüedad griega. Solón fue un sabio legislador heleno de gran fama, tanto dentro como fuera de Grecia. Para ampliar aún más su cultura y conocimiento del mundo, viajaría durante muchos años por algunos de los reinos más cercanos a Grecia. Cuenta una leyenda histórica que en el año 547 a.C., en una visita al reino de Lidia (actual Turquía occidental), tuvo Solón ocasión de ver y entrevistarse con el poderoso, rico y muy afortunado rey Creso, el último monarca que tuviera este antiguo reino de Asia menor. Este rey había sido muy hábil al conseguir dominar las prósperas y ricas ciudades griegas del litoral jonio, unas poblaciones situadas en la parte más occidental del reino de Lidia. También ampliaría sus fronteras hacia el este, hasta el río Halis, con lo que obtuvo así el control del paso entre el Oriente medio y el Occidente griego. De ese modo las mercancías que pasaban por su reino le ofrecían unos tributos muy considerables, algo que hizo a Creso muy rico por entonces. Fue, además, un devoto de las costumbres griegas; una de ellas era visitar el famoso oráculo del santuario de Apolo en Delfos, al cual consultaría el rey lidio a menudo sus decisiones. Le habían sido -según él- siempre muy favorables sus profecías. La realidad era que su satisfacción y felicidad fueron proverbiales por entonces, muy conocidas y envidiadas por todos.

Así que Creso se encontraba exultante y dichoso cuando Solón, el griego más sabio de entonces, le visitara en su palacio lidio. Creso entonces, en un momento de curiosidad vanagloriada, le preguntaría a Solón: ¿cuál era el hombre más feliz del mundo? Éste le contestó nombrándole algunos grandes hombres de la historia muertos ya que habían obtenido su dicha -según sabía Solón- por sus ejemplares y maravillosas vidas elogiables. El rey al no entender por qué no lo había mencionado a él, se lo inquirió deseoso y molesto. El sabio griego, en un gesto dudoso pero tranquilo, le respondió tajante: Nadie puede ser considerado feliz o desgraciado del todo antes de que finalice su vida por completo. Creso quedaría decepcionado con esa respuesta, comprendiendo así él, en su lógica peregrina, que si no podía sentirse feliz antes de su muerte difícilmente se podría sentir después. Dejó marchar a Solón indiferente a su sentencia y convencido por sí mismo de su gozosa, absoluta y definitiva felicidad. Poco tiempo después el gran emperador persa Ciro II (559-530 a.C.) amenazaría las fronteras de Lidia. Creso entonces consultó al oráculo de Delfos qué debía hacer ahora. Le contestó la profecía: Si cruzas el río Halis, destruirás un gran reino...  Así que el rey Creso decidió atacar Persia obteniendo con esa iniciativa una gran victoria en la batalla.

Al regresar a Lidia, pensó entonces Creso que bien había conseguido ya todo lo que quería en la vida, y ahora, tranquilo y sosegado, se dedicaría a sus tesoros y a recompensar a sus soldados dejándoles retirarse a sus hogares. Sin embargo, el emperador persa no se conformaría con el resultado de aquella batalla y se avalanzaría decidido, en invierno incluso -algo inesperado-, sobre el reino de Lidia con un gran y poderoso ejército expedicionario. Asediaría la capital de Lidia y su palacio, derrotando a Creso y haciéndolo prisionero. El rey lidio, fatídicamente, intuiría muy pronto que el monarca persa acabaría ajusticiándolo sin piedad. El día de su ejecución, Creso sólo pudo entonces recordar las palabras de aquel gran sabio griego que le visitara hace algunos años, aquellas palabras con las que Solón le decía que: sólo hasta el final de una vida no se puede saber, verdaderamente, si fue del todo feliz o desgraciada. Y entonces se dijo Creso, convencido, ¡Ay, Solón, Solón, qué ciertas fueron tus palabras...! En su cuadro barroco el pintor Honthorst compone la figura de Solón respondiendo a Creso con las palabras providenciales de su sabio aforismo. A la vez, le indica al rey lidio señalando con su dedo índice derecho al propio observador de la obra: que nadie -incluso nosotros mismos, los que ahora vemos el lienzo- puede considerarse nada hasta que, del todo, nuestra existencia haya concluido definitivamente. Todo un extraordinario alarde estético, además, de cercanía y conmiseración -artística y filosófica- hacia los espectadores de una obra de Arte.

(Cuadro del pintor flamenco Gerard van Honthorst, Solón y Creso, 1624, Hamburgo, Alemania.)

7 de marzo de 2011

El misterio permisivo, el antifaz del anonimato carnavalesco y el Arte.



Fue en el siglo XI -en plena edad media- cuando se comenzaría a celebrar una fiesta con claros orígenes paganos en la ciudad italiana de Venecia. No es de extrañar que, medio milenio después, aquellos descendientes del antiguo imperio romano volviesen a rememorar las fiestas saturnales... Estas eran las antiguas fiestas romanas que sobre finales de diciembre homenajeaban a Saturno, el dios de la agricultura. Diciembre era por entonces el mes en que finalizaban los trabajos del campo, después de la siembra invernal, cuando ahora todos los antiguos romanos descansaban más tiempo en sus hogares. Hasta a los esclavos se les ofrecían ventajas especiales en esas fechas relajadas. Más y mejor comida, tiempo libre de sus ocupaciones, y hasta recibirían o compartirían regalos con sus allegados. A veces en ese período, de alrededor de una semana, se intercambiaban los papeles: los dueños se hacían los esclavos y éstos pasaban a ser los dueños. Venecia tuvo, con su expansión marítima mediterránea, un motivo económico y social justificado para reiniciar esas antiguas celebraciones romanas cuando el resto de Europa se encontraba aún en la más oscura de las épocas. Pero, no sería hasta el siglo XIII cuando la ciudad-estado veneciana comenzaría a oficializar su fiesta carnavalesca. Con el asentimiento entonces de la Iglesia, que permitía hasta la cuaresma -cuarenta días antes del inicio de la Semana Santa- llevar a cabo unas celebraciones más propias del desenfreno y de la fiesta que de la piedad más religiosa.

Sin embargo, el carneavale o carnaval veneciano no alcanzaría su mayor expresión genuina sino hasta el siglo XVIII, cuando llegaría incluso a durar sus fiestas hasta seis meses, anticipándose así desde octubre hasta la cuaresma (mediados de marzo). En la sociedad veneciana de entonces, mercantil y liberal pero también oligárquica y clasista, el carnaval distendería las diferencias sociales al igual que sucediera en la antigua Roma. Este festejo era un claro reflejo de lo permisible y de lo anónimo. La realidad entonces era que todas las clases sociales se disfrazarían en él. El pueblo llano, por una vez al menos, podría ahora mezclarse sin problemas con la aristocracia. Estas fiestas se llevaban a cabo en las plazas, en las calles, en las casas o en los locales privados, lugares donde se empezarían a celebrar los denominados juegos de azar... El estado veneciano comprendió pronto los beneficios económicos de esos juegos y crearía una casa pública para celebrarlos. El Ridotto eran locales de juegos donde todos llevaban máscaras, salvo los funcionarios, personas que supervisaban y arbitraban el juego. Estos servidores eran nobles venecianos venidos a menos, seres que, con su peluca y toga oficiales, tratarían de infundir un poco de respeto a los díscolos jugadores. Tan importante llegarían a ser esos locales que cuando el gobierno de la ciudad prohibió en el año 1765 los juegos, tanto en las casas privadas como en los locales públicos, sólo dejaría abierto el Ridotto estatal.

Y así hasta que llegó Napoleón en el año 1797 y terminó con el carnaval veneciano, una celebración que no volvería a ser oficialmente -aunque sí tolerada particularmente- restituida por completo hasta el año 1979. El misterio y la ocultación serían por entonces impropios del nuevo orden napoleónico, y esa actitud oficial imperaría incluso hasta mucho después del propio emperador. Cuentan las leyendas que el famoso veneciano Giacomo Casanova (1725-1798) sufriría de pequeño unas continuas hemorragias nasales. Un día hasta lo llevarían en góndola a visitar una sanadora, una bruja curandera de Venecia. Esta misteriosa mujer tras encerrarlo en un cofre con aspecto de sarcófago, quemar algunas plantas alucinógenas, proclamar conjuros y untarle fragancias a su cuerpo, le ordenaría luego guardar silencio de todo lo que había hecho con él aquel día. Le anunciaría además la visita de una maravillosa y encantadora dama para la noche siguiente. De esta dama dependía, finalmente, tanto su curación completa como su felicidad futura. Pero, eso sí, con la condición de que nunca dijese a nadie nada sobre todo aquello. La noche llegó y el pequeño Casanova vio, o creyó ver, bajar por la chimenea a esa deslumbrante mujer aparecida. Se sentó ella entonces en su cama y le pronunció unas palabras que él no alcanzaría a entender. Al irse, le besó. Así, misteriosamente, el pequeño Casanova acabaría,  sin dudarlo, definitivamente curado para siempre.

(Cuadro Figura de perfil, del pintor estadounidense Ray Donley, Texas,1950; Óleo del pintor veneciano Pietro Falca Longhi, 1702-1785, En el Ridotto, 1740; Cuadro del pintor francés Guillaume Seignac, 1870-1924, El abrazo de Pierrot; Óleo del pintor español Raimundo de Madrazo, 1841-1920, Preparándose para el baile, siglo XIX; Cuadro del pintor Raimundo Madrazo, Enmascarados, 1900; Cuadro de la pintora española actual Paloma Barreiro, El antifaz; Cuadro de la pintora española actual Luisa Fuster, El antifaz.)

6 de marzo de 2011

Una lealtad dolorida y una conversión prometida, o una historia de ambición, santidad y muerte.



Cuando la esposa del rey Carlos I de España tuviera en el año 1535 a su cuarta hija Juana asentaría su corte en Toledo. Y ahí, en la capital del imperio hispano, la que fuese infanta de Portugal Isabel de Avis, con poco más de treinta años, se rodearía de su pequeña corte de poetas y pensadores mientras que el rey, su esposo, el también emperador Carlos V, recorría toda Europa viajando y guerreando por sus dominios imperiales. Uno de los personajes cortesanos de Isabel de Avis en Toledo lo sería un descendiente del perverso y taimado papa Alejandro VI, su bisnieto Francisco de Borja y Trastámara. Enviado desde muy niño a la corte de Carlos I, en el año 1528 contraería matrimonio con una dama portuguesa de la corte de Isabel de Avis, Eleanor de Castro. Había heredado Francisco de Borja de su familia el ducado de Gandía y, luego, de la corona española, heredaría el marquesado de Llombay. Su padre fue Juan de Borja y Enríquez de Luna (1494-1553), hijo de Juan de Borgia (1474-1497), asesinado en Roma por ser hijo del papa Rodrigo Borgia, y de María Enríquez de Luna, prima del rey Fernando el Católico, por lo que estaba emparentado con la dinastía real aragonesa. La madre de Francisco de Borja lo fue Juana de Aragón, hija natural del Arzobispo Alonso de Aragón, hijo ilegítimo a su vez del rey Fernando de Aragón.

Francisco de Borja sentía un profundo cariño por la emperatriz Isabel; estaba, se decía entonces, platónicamente enamorado de ella. Cuando en la primavera del año 1539 la emperatriz se encontraba de nuevo embarazada (no ostentaba ella el título real ya que la verdadera reina de España era Juana I, la madre de su esposo Carlos, y ésta seguía aún viva en Castilla) no pudo superar el difícil parto, falleciendo la emperatriz desangrada a los treinta y cinco años de edad en Toledo. Entonces el rey Carlos I, desolado por completo, se retiraría al cercano monasterio toledano de la Sisla y ordenaría a su hijo Felipe -después Felipe II- que presidiese el cortejo fúnebre, con el cadáver de su madre, desde Toledo hasta Granada, la ciudad en la que Isabel de Avis quiso ser enterrada para siempre. Como caballerizo mayor de la emperatriz, Francisco de Borja acompañaría la real comitiva  fúnebre hasta la catedral granadina. Allí, apenas depositaron el féretro de la emperatriz Isabel, el joven Borja debía dar ahora fe, abriendo el ataúd, de que esos restos eran en verdad los de la esposa del emperador y rey. Sólo después de hacerlo, al no poder reconocer entonces la ajada belleza de la que fuese hermosa dama, únicamente pudo decir, acongojado: No puedo jurar que ésta sea la Emperatriz, pero sí juro que fue su cadáver el que aquí se puso.

Años después, cuando Eleanor de Castro falleciera en el año 1546, Francisco de Borja renunciaría a todos sus honores, títulos y derechos aristocráticos para ingresar en la orden religiosa jesuita. Rechazaría incluso la púrpura cardenalicia que se le ofreciera en Roma y, así, como un simple jesuita, conseguiría años más tarde llegar a ser general de la orden en España. Luego, en el año 1565, obtuvo la más alta dignidad jesuita al ser nombrado Padre General de toda la orden en el mundo. Un siglo después el papa Clemente X le canonizaría en Roma, alcanzando así la mayor gloria de su fe. Cuentan las leyendas que estando Francisco de Borja frente al féretro de la emperatriz Isabel en Granada no pudo soportar entonces la desdicha, y los sentimientos, de súbito, le traicionaron claramente. Cuando vio por última vez el cuerpo sin vida de la emperatriz Isabel de Avis, abrazándose a un caballero del séquito que lo acompañaba, pronunció, sollozando casi: Nunca más serviré a un señor que se me pueda morir...  Cumpliendo así, literalmente, siete años después, definitivamente su promesa.

(Cuadro del pintor español José Moreno Carbonero, 1858-1942, Conversión del Duque de Gandía, 1884; Óleo de Tiziano, La emperatriz Isabel de Portugal, 1548, pintado por Tiziano de un retrato anterior de la reina, Museo del Prado; Cuadro del pintor Anton Van Dyck, Emperador Carlos V, 1620; Retrato del Papa Alejandro VI; Cartel de Gandía (España) con el grabado de San Francisco de Borja; Retrato del rey Fernando II de Aragón, rey Católico de España, 1490; Boceto de un cuadro del genial Goya, San Francisco de Borja y el moribundo, particular, 1788.)

3 de marzo de 2011

Diálogo entre dos formas de entender la vida, o dos formas de entender el Arte.



Desde siempre en la historia de la humanidad se han enfrentado dos formas o ideas de entender el mundo. La Filosofía ha sido el instrumento que los humanos han utilizado para tratar de exponer esas dos maneras de ver lo que somos y lo que nos rodea. Fueron ambas formas traducidas también como la dialéctica del conocimiento y sus consecuencias para entender el mundo. Lo fueron en el sentido de que una de las dos afirmaba que la vida es sólo materia sin más, o que, por el contrario, lo que existe no sea más que una interpretación del intelecto -del alma o mente- del hombre. El filósofo irlandés George Berkeley fue uno de los pensadores -tal vez el primero- que más originalmente creó una teoría sobre la percepción no material de la realidad, sobre el idealismo más subjetivo. Escribió en el año 1713 Los tres diálogos entre Hilas y Filonús, un relato donde enfrentaba esas dos formas de concebir la existencia. Una es Hilas, que representa la materia; otra Filonús -expresión de origen griego compuesta de Fileó, amar, y de Nous, alma-, que representa la mente.

Cuando se hizo al mar la nave legendaria Argo, donde el mítico Jasón emprendiera su aventura en busca del Vellocino de Oro, algunos héroes griegos quisieron acompañarlo. Uno de ellos lo fue Heracles -Hércules-, el cual quiso que le acompañase su amigo Hilas, un hermoso efebo hijo de Tiodamante, rey de los Dríopes. En uno de los arribos que hicieron los argonautas para proveerse de víveres en la costa de Misia, se envía a Hilas a buscar agua por los alrededores. Pero en un momento preciso, el  mismo momento en el que Hilas se postra ante las orillas de una fuente profunda para saborear su agua, unas hermosas ninfas acuáticas de pronto, impresionadas por su juvenil belleza, se avalanzan sobre él, hundiendo al efebo hasta el fondo de la laguna. Así desaparecería Hilas para siempre. Con motivo de esta leyenda mitológica dos pintores, alejados en la historia, trataron de fijar la imagen de esa seducción y rapto de Hilas. Lo hicieron con dos tendencias artísticas diferentes tanto en la forma de entender el color, el encuadre o el escenario, como en su propia representación estética, mensaje o simbolismo artísticos.

John William Waterhouse fue un pintor decimonónico que, aunque iniciado en la tendencia neoclásica de su época, su obra es básicamente prerrafaelita y mantuvo además interés por las formas impresionistas de su generación. En esta creación suya del año 1896, Hilas y las Ninfas, nos describe el pintor inglés, con especial maestría, las figuras ausentes y lánguidas de las hermosas y seductoras ninfas de Misia. Pero también los colores vivos o la ensoñación lírica dibujados en cada trazo perfecto y delimitado de su obra. Donde cada pincelada corresponde a la esencia de su propia naturaleza representada, es decir, a lo que cada cosa representa, es o pertenece en el mundo físico; a lo que es en su propia materialidad o realidad física. Pero, sin embargo, manteniendo la inocencia inspirada de unos gestos idealizados junto a su maravilloso e idílico entorno natural. Por otra parte, veremos también la misma escena mitológica representada, pero, a cambio, en una composición artística muy distinta a la anterior, realizada casi dos siglos antes por uno de los pintores barrocos más curiosos de su tendencia, el florentino Francesco Furini. Aunque perteneciente a la tendencia de su tiempo -el Barroco-, se sintió el pintor italiano, sin embargo, atraído por el Manierismo, una tendencia ya decadente, y su sutil técnica del esfumado, una técnica pictórica creada casi un siglo antes por el genial Leonardo da Vinci.

Esa forma de pintar leonardiana consistía en dotar al lienzo de varias capas superpuestas de suave y fina pintura. Así se conseguía un efecto de contornos imprecisos donde lo lejano y lo cercano fuesen, a la vez, un continuo sin fin iconográfico que expresaba un aura de realidad y misterio al mismo tiempo. Esa difuminación estética la obtiene Furini genialmente en su lienzo Hilas y las Ninfas del año 1635. La misma escena mítica de seducción y rapto de Hilas pero, sin embargo, ambos pintores obtienen dos resultados completamente distintos. La obra barroca de Furini no nos seduce de inmediato tanto como, seguramente, sí lo hace la obra prerrafaelita de Waterhouse. Porque la claridad de este último pintor, la belleza natural transferida a un perceptor que ahora, sin mucho imaginar, pueda percibir todo ese conjunto perfecto de bellas ninfas, de imagen definida y verosímil del protagonista -Hilas-, de atmósfera encantada o de unos colores de una naturaleza sugerente, hermosa y delicada, hacen de la creación de Waterhouse una opción artística más atractiva que la de Furini. Es decir, que representaría esta obra clásica del prerrafaelita Waterhouse una belleza más material...

Sin embargo, el pintor Furini obtiene en la suya, con la representación de la misma leyenda mitológica, una diferente, especial o genial obra maestra del Arte. Es decir, que obtuvo este pintor italiano con su obra una belleza más espiritual... En la obra de Furini no hay nada que, al pronto, nos haga comprender bien qué es lo que estamos ahora viendo. Qué es o representa esa escena barroca tan confusa, ¿una seducción, un rapto o una fiesta dionisíaca? Sobre un fondo oscurecido, ante un cielo tenebroso y unos perfiles imprecisos, aparece ahora un Hilas diferente, un ser como pensando, incluso, qué ha de hacer mejor ahora él ante el suceso que padece, si seguir o regresar... Algunas ninfas se muestran en la obra de Furini distraídas y otras, sin embargo, muy decididas, enfrentadas claramente así al protagonista. Sólo esta parte del cuadro -la mitad inferior- es la única parte que ocupan todos los personajes -a diferencia de la obra prerrafaelita- en el lienzo barroco: el resto es oscuridad, soledad o lejanía. Aun así, el pintor florentino alcanzó en su obra a incluir todo lo necesario, ni más, ni menos. Sólo después de comprender cuál es el tema que hay detrás de lo que representa un cuadro, aquello que verdaderamente encierra un lienzo artístico, es cuando la técnica elegida por el pintor -su propia tendencia también- alcanzará toda su perfección artística y estilística al ser percibida completa en nuestra mente estéticamente comprensiva... Esto fue lo que consiguió Francesco Furini con su obra mitológica; esto es lo que, además, es la genialidad del Arte. En su obra literaria el filósofo Berkeley, en el curioso diálogo que tienen sus dos personajes -Hilas y Filonús-, escribirá en una ocasión:

- Filonús:   Los hermosos colores rojos y purpúreos que vemos allá en las nubes, ¿están realmente en ellas?

- Hilas:  Tengo que admitir, querido Filonús, que esos colores que vemos no están realmente en las nubes, tal como parecen estar a esta distancia. Son colores aparentes.

- Filonús:  ¿Los llamas aparentes? ¿Cómo distinguiremos, entonces, esos colores aparentes de los reales?

(Óleo de Francesco Furini, Hilas y las Ninfas, 1635, Palazzo Pitti, Florencia; Cuadro del pintor John William Waterhouse, Hilas y las Ninfas, 1896, Galería de Arte, Manchester; Óleo del pintor Francesco Furini, La Fe, 1645, Palazzo Pitti, Florencia, lienzo donde Furini consigue una delicada representación de una virtud teologal, representada aquí con la sutileza exquisita de un extraordinario perfil desnudo, una mirada indolente y una copa como un símbolo, toda una escena iconográfica metafísica en donde no sobra ni falta nada.)