11 de enero de 2012

La esperanza y la inspiración u otras formas de ver ahora otra vez todo de nuevo.



En pleno momento romántico del siglo XIX un escritor argentino de los primeros de su literatura, Esteban Echevarría (1805-1851), compuso en el año 1837 un largo, épico, emotivo y trágico poema novelesco, La Cautiva. Los autores de ese estilo desgarrador romántico buscaban elementos narrativos que llevaran a golpear la emoción o a enardecer una semblanza sufrida con los gestos heroicos ahora abocados, sin embargo, irremisiblemente, a la caída. La obra romántica de Echevarría relataba la sorpresiva y violenta irrupción de unos indios mapuches en una población fronteriza argentina de entonces. Luego de azorarla tomaron rápidamente a una de sus mujeres y, de vuelta a sus territorios, se la llevaron sin dejar ahora que nada ni nadie pudiera evitarlo. Su esposo y su pequeño hijo quedaban atrás. Ahora ya nada es posible hacer, salvo buscarla. El marido, un militar de campañas indias, decide por fin aventurarse en su búsqueda por la pampa. Terminará capturado también por los indios y llevado a la misma suerte fatídica que su esposa. Sin embargo, es ahora ella quien, ante un desastroso final, consigue que ambos se liberen huyendo decididos del cautiverio, incluso a pesar de la resignada y nada confiada sensación liberadora de él. ¡Han conseguido huir, han conseguido salvarse! Pero ahora es el desierto, el desolado y sombrío desierto, el que, acechante, los espere a los dos abatidos y sin fuerzas. Así que, de nuevo, a volver a empezar otra vez todo de nuevo como antes. Pero la fuerza determinante de su voluntad y esperanza no pudieron soslayar, sin embargo, el abatimiento mortal de su marido ni tampoco de su propio trágico final, el de ella, al saber ahora que su propio hijo, atrapado por los indígenas también, nunca volvería a verlo con vida.Terminará el relato épico-romántico por sacrificar así, víctima de la desesperanza más atroz, a la entonces decidida, abnegada y fuerte mujer. 

Perséfone, conocida como la diosa Proserpina en la mitología romana, fue aquella hermosa doncella y mítica diosa griega de las semillas, de las plantas y la resurrección. Entonces una vez ella, descuidada y confiada, sería raptada por el dios Hades -o Plutón- en una bella tarde tranquila y prometedora. ¿Qué había sucedido para que entonces todo cambiara tan brusca y repentinamente además? No podía ella entender ahora nada de nada, tan sólo se aferraría a su ingrata sorpresa de que todo aquello que ella tenía, que había tenido hasta ahora, se habría acabado del todo y para siempre. Fue llevada entonces al inframundo, al reino profundo y tenebroso de su raptor. Éste la colmaría, sin embargo, allí de todas las glorias de su nueva condición como esposa. Pero Hades no comprendió entonces, cuando se dejase llevar por su deseo, que la diosa que había tomado no podría ya cubrir la Tierra con sus fértiles promesas. Eso alteraría la vida y el equilibrio de toda la Naturaleza. Entonces el gran dios Zeus, empujado por Deméter, diosa madre de la Tierra y de la raptada, trataría de obligar a Hades a entregar a Perséfone. Pero no aceptaría Hades tan fácilmente ese trato. Así que Zeus sólo pudo conseguir del dios subterráneo un compromiso: que la mitad del año fuese Perséfone a la vida, regresando de nuevo al inframundo la otra mitad. De este modo, en la tradición mitológica, aparecía la explicación de la floración primaveral que se lleva a cabo durante seis meses al año, para que, en los otros otoñales e invernales seis, las semillas vuelvan de nuevo, ocultas, latentes y enterradas, a los reinos oscuros y siniestros del Hades.

Es la esperanza a veces como la inspiración. Esperamos que esta última nos sobrevenga de nuevo, que pueda darnos otra vez el genio de pensar que todo lo que necesitamos ahora para vivir -o para crear- acabe por ser comprendido o elaborado de nuevo en nuestra mente fructífera. Y todo eso para servir a un propósito casi siempre: crear o vivir. Los pintores han representado la esperanza de muchas formas, pero solo George Frederick Watts (1817-1904) la compuso en su obra del año 1886 con los ojos cubiertos por una venda. ¿Es que es ciega la esperanza? No siempre, otros creadores no lo habían entendido así. Pero este pintor sí, él sí lo creía. Y así es como entiendo que es, en verdad. Porque la esperanza realmente no sabe nada, ni nunca lo sabrá. Porque todo es sorpresivo e inesperado en la vida. También, porque no dejaremos además -inconscientemente- que un único destino se nos enfrente ahora, indómito, a nuestra desesperación. Porque es vago e indefinido lo que se asume en el momento de sentir esperanza, es incierto, es inconcreto. Como en la inspiración... En el paisaje arrebatador del cuadro de Andreas Achenbach (1815-1910) se nos ofrece una puesta de sol luminosísima, de resplandeciente que es en su final, casi molesta algo incluso su reducido fulgor... Pero ahora, sin embargo, el entorno de este paisaje es aquí descorazonador porque un naufragio sobrecoge a las minúsculas personas que, trabajosamente, tratan de vencer la dura y despiadada tormenta inevitable. La Naturaleza representada nos asombra de modo estrepitoso tanto por la difícil embestida de su perfil en una parte del lienzo, como por la brillante y preciosista escena de la otra. Pero ambos entornos superan ahora aquí la vida de los hombres, no quedará ya más que la aceptación del resultado de las cosas. El maravilloso decorado nos hace ahora recordar que todo es conforme a la vida, a su propio desarrollo y a su propia belleza.

El siguiente y último cuadro, del pintor norteamericano Edwin Church (1826-1900), nos representa una brumosa, oscura y firme salida de la luna en un paisaje desolado, distante y también descorazonador. Pero no hay nada en esta obra de Arte que represente ahora, a diferencia de la anterior obra, una fuerza atronadora que destruya, abomine o inquiete. Porque lo que pudo ser destruido una vez lo fue ya. Porque ahora, sin embargo, relucirá en ese paisaje desolado prometedoramente algo. Algo resplandecerá ante los menguantes rayos solares que acabarán desvaneciéndose por el oculto horizonte contrario, ese otro horizonte que aquí ahora no se verá. No parece haber nada que nos ofrezca ahora ninguna esperanza, todo son ruinas y tenebrosidad. Aunque, a diferencia de la obra de Achenbach, este lienzo de Edwin Church, que como decimos no tiene a simple vista nada que nos lo suponga, posee ahora, sin embargo, más esperanza que el otro. ¿Por qué? Pues porque aquí todo ha pasado ya y en el otro estaba aún pasando. Ahora nada malo puede esperarse: estamos viviendo ahora tan sólo lo pasado... Hasta la luna incipiente del fondo acabará por iluminar luego todo aún mucho más, por justificar así todo aún mucho más. Hasta comprender ahora, serena y claramente, esas viejas y bellas formas de lo pasado, esas nuevas formas de poder verlo ahora ya todo de nuevo...

(Óleo del pintor simbolista inglés George Frederick Watts, 1817-1904, La Esperanza, 1886, Tate Gallery, Londres; Lienzo del pintor polaco Jacek Malczewski, La inspiración del pintor, 1897, Museo Nacional de Cracovia; Óleo La vuelta del malón, 1892, del pintor argentino Ángel Della Valle, Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires; Cuadro del pintor italiano del barroco tardío Simone Pignoni, 1611-1698, El Rapto de Proserpina, 1650, Francia; Óleo Puesta de Sol después de la tormenta en la costa de Sicilia, 1853, del pintor Andreas Achenbach; Cuadro Salida de la Luna, 1880, del pintor paisajista americano Frederic Edwin Church.)

9 de enero de 2012

La conciencia de la Belleza salvará al mundo.



Cuando el día 12 de abril del año 1961 el cosmonauta ruso Yuri Gagarin se encontraba regresando a la Tierra, luego de ser el primer hombre que pilotaba una nave estratosférica alrededor del planeta, escribiría en su diario de a bordo: Al entrar de nuevo a la atmósfera me encontré en una bola de fuego. Luego, los rayos del sol atravesaban la capa terrestre y el horizonte se volvió color naranja intenso, que se iba cambiando paulatinamente a todos los colores del arco iris: al azul celeste, al azul oscuro, violeta, negro. ¡Una gama de colores indescriptible! Era como en los lienzos del pintor Nikolái RoerichNikolái Roerich había sentido en su vida una inmensa inquietud por la historia y la cultura universal. Esta ávida curiosidad le había llevado a sentir un interés por casi todo, desde la arqueología hasta la búsqueda de la espiritualidad. Luego de graduarse en la Escuela de Bellas Artes de San Petersburgo, compuso una de sus primeras creaciones pictóricas, El Mensajero, una pintura que le permitió darse a conocer en los ámbitos intelectuales y críticos de Rusia. Pero, pronto le recomendaron que fuese a ver a Tolstoi. Después de conocer su obra pictórica, Tolstoi le llegaría a decir a Roerich algo que le marcaría para el resto de su vida: ¿Ha podido alguna vez cruzar en barca un veloz y caudaloso río? Es menester guiar la embarcación a un lugar más alto que la meta o el río se la llevará. Lo mismo pasa en la esfera de las exigencias morales: hace falta guiar la barca hacia lo más alto posible ya que la vida se lo lleva todo. Si su mensajero maneja el timón muy alto, ¡entonces llegará!

Viajaría el pintor ruso luego a Norteamérica durante los años veinte. Más tarde fue comisionado a una expedición cultural en Asia y es entonces cuando descubrirá el Himalaya y los pueblos que circundan la inmensa cordillera. Para ese momento había el pintor comprendido que su Shambhala, es decir, su camino hacia la redención, pasaba inevitablemnete por el conocimiento de Oriente y de su divulgación al resto de la humanidad. Su popularidad en los los Estados Unidos le llevaría a mantener contactos con importantes personajes políticos. En los años de la Depresión norteamericana sería enviado por el govierno de Roosevelt a China para encontrar plantas que ayudaran a fomentar la agricultura y pudiesen además evitar la destrucción de sus capas fértiles. Roerich fue un filántropo universal que idearía un especial concepto ético-cultural para el mundo. La Cultura se apoya en la Belleza y en el Conocimiento, decía el artista, arqueólogo y filósofo ruso. De ese modo rememoraba la frase que su compatriota Dostoievski escribiera en una de sus novelas apasionantes: La conciencia de la Belleza salvará al mundo. En el año 1930 crearía un proyecto legal y cultural internacional al que se denominaría Pacto Roerich, y con el que pretendía vincular a los países de la Tierra para preservar y salvaguardar todas las creaciones culturales del mundo. Que fuesen independientes además de credos, políticas o intereses económicos. Fue apoyada por el presidente Roosevelt y en el año 1935 se firmaría el Pacto Roerich en Washington.

Cuando a finales de la Segunda Guerra Mundial Roerich quisiera regresar a Rusia desde la India -lugar donde acabaría teniendo su residencia-, solicitaría entonces el visado de entrada a su país, ya que había estado muchos años fuera de su patria. Pero no pudo llevar a cabo su deseo: fallecería en la India en el año 1947 sin saber que la entrada a su país le había sido denegada.  Pero ya daría igual, ahora había encontrado, por fin, su Shambhala... Eso que buscara tanto en sus viajes y lienzos inspirados. Los mismos lienzos que le obligaron a inspirarse también ante la gran cordillera enigmática del Himalaya, ante los grandes ríos majestuosos del mundo o ante las raíces culturales de toda  la humanidad. Y bajo ese gran techo geográfico del mundo, en el majestuoso valle de Kulu, se acabaría erigiendo un pequeño túmulo donde reposarían sus cenizas aventadas. Un túmulo donde una inscripción funeraria acompañaba unas letras inscritas diciendo para siempre: Que haya paz.

(Cuadro El camino a Shambhala, 1933, del pintor ruso Nikolái Roerich; Obra del pintor Nikolái Roerich, Brahmaputra, 1932, Museo en Riga; Óleo Huéspedes de ultramar, 1901, de Nikolái Roerich; Lienzo Mensajero, 1897, de Nikolái Roerich; Cuadro Zaratustra, 1933, de Nikolái Roerich; Obra de Nikolái Roerich, A la media noche, luz de Shambhala, 1940; Retrato de Nikolái Roerich, 1938, obra de su hijo Svetoslav Roerich; Fotografía Puesta de Sol desde la Estación Espacial internacional, 2010, de la web Abadiadigital.com.)

7 de enero de 2012

La argucia ante la probidad y el hallazgo ante la ofensa: el fauvismo de Matisse y el olvido de un creador.



Al ver por primera vez la Alhambra granadina, el pintor francés Henri Matisse (1869-1954) escribiría en el año 1910 a su mujer: Estoy contento de haber visto Granada. La Alhambra es una maravilla. Ahí he sentido mi más grande emoción. Un amigo español de Matisse, el también pintor Francisco Iturrino, le había recomendado hacer un viaje por España, particularmente a Andalucía, entre los años 1910 y 1911. Seis años antes, en 1904, Matisse había compuesto una obra influida ahora por el Puntillismo -una forma peculiar de postimpresionismo-, pero, sin embargo, desbordantemente colorista y muy diferente por la simplicidad y la sutileza de sus trazos. Matisse titularía la creación pictórica como Lujo, calma y Voluptuosidad, unas líricas palabras que fueron parte de un verso, compuesto cuarenta años antes, por el poeta decadentista Baudelaire: ¡Hija mía, mi hermana, piensa en la dulzura de ir a vivir juntos allí! ¡Amar sin cesar, amar y morir en ese país a ti parecido! Los soles mojados, los cielos nublados, para mi alma tienen los encantos tan misteriosos de tu traidora mirada, brillando a través de tus lágrimas. Allá todo es orden y belleza, lujo, calma y voluptuosidad.

Expuesta la obra en París en el año 1905, sus fuertes colores alarmaron los ojos de un público acostumbrado al suave fluir de las obras de antes. Así que los críticos que descubrieron el espectáculo de color abigarrado no supieron más que calificar la obra como una pintura llena de fiereza, de una fiereza febril, agresiva y ofensiva. De ahí el término que acabaría por denominar ese nuevo estilo artístico, fauve, fiereza en francés: Fauvismo. Pero nadie supo por entonces entender que todo eso acabaría por convertirse pronto en el estallido más revolucionario en la historia del Arte. Ese nuevo estilo generaría una belleza cromática que conseguiría atraer a muchos otros creadores en los siguientes años. Muchos acabarían por utilizar esta nueva tendencia para manejar los colores con la libertad que nunca ellos habrían imaginado antes. Algunos comprendieron que lo que habían querido hacer antes con los colores era lo mismo que ahora se estaba consiguiendo hacer con esta tendencia. Y hallaron que eso era el fauvismo, lo mismo que sus espíritus artísticos habrían deseado hacer antes, ignorantes entonces de que pudiera existir algo así en el Arte. Pero, finalmente acabarían por hallarlo en el Fauvismo.

El pintor Francisco Iturrino González (1864-1924) fue uno de ellos. Viajaría el pintor español hasta Bélgica sin saber muy bien qué encontrar ni dónde. Allí estudiaría pintura y se acercaría a la Flandes histórica y contemporánea del Arte. Luego llega a París, ¡y descubriría a Matisse!, y entonces su vida cambiaría para siempre... Siente el pintor que puede llegar a crear lo que nunca antes supuso saber cómo hacerlo. Sin embargo, su vida acabaría siendo un intento malogrado tanto en lo personal como en lo artístico. Varios de sus hijos y su esposa fallecieron antes que él. Más tarde, llegaría a padecer una enfermedad que acabaría con su vida sin llegar a ser reconocido como artista. Nunca fue reconocida su obra ni pudo vivir de ella, entusiasmado, sin embargo, al encontrar al fin toda aquella inspiración cromática que tanto le apasionara.

Cuando la diosa griega Hera descubriese que el dios Zeus -su esposo- sentía una ardiente pasión por la bella Ío, acabaría transformando a la ninfa en una indeseada y nada erótica ternera blanca. Para estar segura Hera de que el dios no la volvería a transformar en una bella amante lujuriosa, le encargaría al gigante Argos que la vigilase día y noche. El gigante poseía además de una fuerza extraordinaria una visión permanente y poderosa. Pero, sobre todo, disponía Argos de una personalidad fiel y confiada para con su diosa. Fue un eficaz servidor de Hera, ya que sus cien ojos le permitirían estar siempre atento a todo lo que pasara a su alrededor. Así que la diosa, segura de su elección, pensaría confiada en que Argos guardaría a la transformada y antes hermosa Ío. Pero el astuto Zeus no dejaría que nada se interpusiera en su deseo. Mandaría llamar al hábil y taimado dios Hermes para conseguir vencer al gigante Argos. ¿Pero, cómo podía vencer Hermes algo que no descansaba nunca, gracias a mantener la mitad de sus cien ojos despiertos mientras la otra mitad dormía? Sólo se le ocurrió una sencilla estratagema: se disfrazaría Hermes de pastor y engañaría al gigante con la serena intención de contarle mil historias aburridas. Acabaría así por conseguir que Argos cerrara, por fin, inofensivamente todos sus ojos permanentes.

La diosa Hera (Juno en la mitología romana) quiso recordar para siempre la memoria del abnegado gesto de su leal sirviente. Cuando le entregan la cabeza de Argos degollada por el decidido Hermes, dedicaría Hera todo el tiempo preciso en quitarle, uno por uno, los cien ojos mortecinos al gigante para colocarlos, vibrantes, en el plumaje desplegado y hermoso de un bello Pavo Real. Así homenajearía la diosa el recuerdo más vivo de aquel que muriera confiado en sus poderes. El pintor flamenco Rubens inmortalizaría en su cuadro Juno y Argos la tierna escena mitológica. Porque así aparece la diosa griega, ferviente y dulce tomando ahora entre sus manos los cien ojos de Argos. La magnífica obra ilustra una composición extraordinaria: aparece el cuerpo degollado del gigante a los pies de la diosa como el gesto fiel de un servidor leal. Exhibe Argos una pose confiada, recordándosele así en la obra que murió por hacer lo que debía. La diosa reconoce su leal entrega sacrificada porque Argos había conseguido hacer algo muy virtuoso: ser el más leal de los servidores. Decidida y orgullosa, no entiende la diosa mejor recuerdo para la memoria de Argos que mantener la visión de sus ojos entre las bellas alas de un Pavo Real. Aunque nadie supiese nunca de quiénes fueron esos ojos y por qué alguna vez fuesen entregados bellamente. Y  así esta leyenda es ahora también como una metáfora, como un augurio estético de lo que le sucediera al Arte clásico como consecuencia del advenimiento del Arte moderno...

(Obra fauvista de Henri Matisse, Odaliscas, 1928, Suecia; Óleo del pintor barroco Rubens, Juno y Argos, 1611; Cuadro El Paseo, del pintor simbolista -influido por fauvismo- Franz von Stuck; Autorretrato, del pintor español Francisco Iturrino, 1903; Lienzo de Henri Matisse, Lujo, calma y voluptuosidad, 1904, París; Óleo fauvista Concierto moruno, 1912, del pintor Francisco Iturrino; Cuadro del pintor Francisco Iturrino, Can-Can, 1898; Óleo fauvista La bailarina, 1906, del pintor André Derain.)

4 de enero de 2012

La duda, como la ocultación o el perdón, atraviesan las veleidosas elecciones de los humanos.



Después de que Napoleón fuese completamente derrotado y desterrado a la isla de Santa Elena en el Atlántico, los aliados vencedores de la batalla de Waterloo apoyaron la vuelta de la monarquía a Francia. Así que entonces Inglaterra y Francia comenzaron, inevitablemente, un idílico y necesario acercamiento. Es por lo que, con el tratado de París del año 1815, los ingleses devolvieron la antigua colonia francesa africana del Senegal a los vencidos. Para el año 1816 Francia decidió que una flota mercante marchase por fin a sus antiguos dominios africanos. Tres barcos salieron entonces del puerto francés de Rochefort rumbo hacia la costa occidental del Senegal. Uno de aquellos barcos, la Medusa, era una enorme fragata que llevaba más de cuatrocientas personas a bordo. El capitán del barco, Hugues Duroy de Chaumereys, era un inexperto navegante muy poco conocedor del traicionero litoral arenoso del océano por aquella costa. Queriendo avanzar más rápido, acabaría alejándose fatídicamente del resto de la flota. Sin poder evitarlo, la Medusa terminaría embarrancada frente, pero lejos, de las desoladas orillas de la costa mauritana. No hubo salida porque los predadores bancos de arena en el mar son una terrible trampa mortal. Y embarrancaron inevitablemente. Sólo podían utilizar las pocas barcas que, para salvar vidas, llevaba a bordo la fragata. Pero, no todos podían embarcar en ellas. Unos 150 hombres se tuvieron que quedar a bordo de la Medusa embarrancada.

Decidieron entonces construir una enorme balsa con los maderos de la fragata, una balsa tan grande que les cobijara a todos hasta la costa. Cuando fue depositada en el mar la frágil embarcación se desbordaría más de lo previsto. Sin embargo, pronto se llenaría de seres humanos anhelosos por sobrevivir. Fue el mayor desastre vivido por unos hombres y mujeres enfrentados a su debilidad, a sus demonios, a sus egoístas deseos o a sus desesperados impulsos por vivir. Fueron asesinando a los que no garantizaran la estabilidad, a los amotinados y a los débiles. Acabaron, en un alarde de cruel supervivencia, devorando los cadáveres depositados entre los travesaños roídos de la triste balsa. Quedaban sólo quince personas a bordo cuando, casualmente, fueron rescatados por el buque Argus veintisiete días después. Para entonces ya habrían dejado incluso hasta de buscarlos. Cuando aparecieron en Francia, cuando todo se supo ya por fin, cuando se descubrieron las extraordinarias bajezas que, desde el capitán -que los abandonaría- hasta el último de los inescrupulosos supervivientes, habían llevado a cabo, todo se silenciaría. Ahora fue la vergüenza y el oprobio, la deshonra y el temor, lo que hicieron que las autoridades francesas trataran de ocultar los terribles hechos para siempre.

El romántico pintor francés Théodore Géricault (1791-1824), que había tenido que huir de Francia por una inapropiada relación familiar -un amor prohibido con su tía-, siempre se mostraría muy rebelde y crítico frente a las rigideces de la injusta sociedad que le tocó vivir. Así que no dudaría un momento en pintar la dramática escena vivida por sus compatriotas en el Atlántico. El mismo año del suceso comenzaría a preparar el pintor la inmensa obra (cerca de 5 x 7 metros). Pero, para entonces, justo al tiempo de empezar a pintarla, le sobrevino al artista la duda... ¿Qué debería ahora destacar realmente en su lienzo? Pensó en tres posibles escenarios. Uno el rescate de los náufragos, algo grandioso, reconfortante, esperanzador. Después pensó en pintar la revuelta de algunos supervivientes, la lucha entre ellos. Por último se le ocurrió pintar mejor el canibalismo que se produjo y que hubiese mostrado la desesperación humana. También quiso otorgar a la escena un espíritu de salvación pintando el buque Argus a lo lejos, pero, ahora, muy visible en el horizonte de la obra. Sin embargo, nada de todo eso llevaría a cabo el artista en su obra.

En un alarde impactante, decidió componer el pintor una estructura nunca antes vista en el Arte. Ni siquiera el punto de fuga, algo que los pintores establecen como recurso necesario, utilizaría entonces el pintor para realizar su obra. Todo lo sitúa en un primer plano donde se ve claramente lo terrible de aquel espantoso horror. La perspectiva de la imagen de la embarcación está muy sesgada, no se puede ver sino tan sólo un extremo de la misma. Y en ese extremo concentra el pintor a los náufragos apretados, tanto los vivos como los muertos, en un desgarrador instante muy trágico. Los vivos queriendo no desfallecer en solitario, creando así la imagen de un único cuerpo compacto que lucha ahora por sobrevivir. Aparecen hundidos o aferrados a alguna esperanza. Agitan algunos sus brazos, o lo que sea, hacia un horizonte en el que apenas se vislumbra la silueta salvadora del Argus, un carguero que sí se observa en el primer boceto que realizaría el pintor dos años antes. ¿Por qué lo quitaría luego de su obra final? Porque quiso mostrar sin él mucho más la fuerza dramática del desolador instante. Un año después de la tragedia se llevaría a cabo un juicio en Rochefort, el puerto desde donde saliera la flota. Un tribunal militar enjuiciaría entonces al capitán de Chaumereys. Uno de los testigos que sufriera el suceso fue el tripulante de la fragata Phillip D´Anrevs, que declararía compungido, abnegado y sincero, estas duras palabras ante los jueces: Los últimos tres días son borrosos y monótonos. Transcurrieron entre nuestro canibalismo imperdonable y la lucha por encontrar una razón para seguir existiendo. Creo que fui el primero en ver algo diferente a la masa uniforme de mar y cielo. Me incorporé y agité mi camisa, desesperado. No me vieron, no giraron. Entonces, frenéticamente, Corréad me alzó sobre sus hombros con la ayuda de Sivigny. Estábamos todos muy débiles, pero logramos que mi camisa, hecha jirones, flameara ahora más alto todavía. Y entonces lo vimos... Unos pocos hombres se revolvían en la balsa luchando contra la muerte. Llorábamos. Gritábamos. Algunos estiraban el cuello para ver qué sucedía. Otros cerraron los ojos para no ver la incierta realidad. Pero, entonces fue, entonces, cuando todos me escucharon decir: ¡El carguero ha virado, viene, viene hacia nosotros...!

(Obra actual del pintor chileno Benito Ricardi, La duda; Óleo del pintor Théodore Géricault, La Balsa de la Medusa, 1818, Louvre; Cuadro-ilustración del artista Winston Chmielinski, Hombre-Mujer pájaro, actual; Cuadro El regreso moderno del hijo pródigo, 1882, del pintor francés James Tissot, Museo de Nantes, Francia; Óleo del pintor Horace Vernet, Retrato de Théodore Gericault, 1823; Boceto realizado por Théodore Géricault sobre La Balsa de la Medusa, 1816, donde el autor refleja un primer intento de su obra, y en el que ahora se aprecia la silueta del barco rescatador al fondo, barco que finalmente el pintor descartó en la obra definitiva, donde apenas lo situó como un punto en el horizonte, Museo del Louvre, París.)

2 de enero de 2012

La paciencia, el propósito y los deseos humanos ante el advenimiento de la incertidumbre.



Griselda fue el personaje literario de uno de los cuentos que Giovanni Boccaccio (1313-1375) incorporase dentro de su obra maestra El Decamerón. Narraba la leyenda del marqués de Gualtieri, un heredero indolente, desconfiado y sesudo que, obligado por su linaje, debía ahora elegir esposa a pesar de las pocas ganas que él tuviese para hacerlo. Así que, en su afán por no dejarse dirigir ni por razones sociales ni familiares, decidiría el marqués que la elegida fuese Griselda, la joven, hermosa, dulce y bella hija de un pastor de su comarca. Ella, asombrada antes y pronto enamorada después, aceptará entusiasmada la oferta matrimonial del marqués. Pero, motivado por sus antiguos temores y desconfianzas, Gualtieri desea poner, crudamente incluso, a prueba la paciencia de la confiada Griselda. Así que cuando tuvieron a su primera hija dejaría el marqués entender a Griselda que sus amigos y parientes no acabarían por aceptar tal descendencia plebeya. Debía deshacerse entonces de ella... Para esto le enviará un sirviente al que deberá entregar a la recién nacida. Ella, sin embargo, terminaría por comprenderlo. Entendería sus deseos y, serenamente, acabaría aceptando sus terribles designios. Luego incluso el marqués terminaría por pedirle hasta la dispensa matrimonial, argumentando que ella no podría continuar unido a él ya que, por su alto nombre y solar, sería una barbaridad compartir su noble vida con una vulgar campesina. Todo lo aceptaría pacientemente Griselda. Al final hasta le dice ella: Señor, yo siempre he sabido de mi baja condición y de que ésta de ningún modo era apropiada a vuestra nobleza. Lo que he tenido con vos, de Dios y de vos sabía que era y nunca mío lo hice y tuve, sino que siempre lo tuve por prestado; si os place que os lo devuelva a mí me debe placer devolvéroslo. Gualtieri, comprendiendo que la paciente virtud de su mujer le había convencido totalmente, no pudo mantener por más tiempo la maquinal estrategia dubitativa. Entonces le anunciará a ella, decidido: Griselda, tiempo es de que recojas el fruto de tu paciencia. Porque no quise errar en mis temores a prueba te puse; pero, ahora, recibe a tus hijos y a mi vida.

Cuando el semanario norteamericano The Saturday evening Post decidiera publicar su portada aquel desolado fin de año de 1932, pensaría entonces que sería muy apropiada la que el ilustrador, artista y pintor Joseph Christian Leyendecker (1874-1951) había compuesto para su diseño informativo. Ese año 1932 había sido el más terrorífico año a causa de la dura quiebra económica que el país padecía desde hacía tres años. El nuevo año 1933 se presentaba cargado de esperanzas y los deseos de todos se aunaban en el firme propósito de que todo acabaría pronto, de que el nuevo año vendría cargado de promesas, bendiciones y cambios. Sin embargo, tan sólo fue el comienzo de un vano deseo, ya que la profunda crisis económica de los años treinta no terminaría, en el mejor de los casos, ni siquiera en los cuatro años siguientes a ese final de año de 1932. Todo había empezado mucho antes, antes del famoso crac bursátil del año 1929, antes, incluso, de los despilfarradores y alegres años de la década de los veinte. Todo empezaría realmente en los confiados, solemnes, atildados, frágiles y acechantes años anteriores a la Primera Guerra Mundial. Aquellos años incrementaron peligrosamente la autoconfianza, el orgullo, la fuerza, la temeridad y la osadía.

Ese mismo artista Leyendecker ilustraría también aquellos engañosos, falsos y atrabiliarios años anteriores a la contienda mundial. Aquella Guerra mundial del año 1914 terminaría metabolizando lo que luego acabaría explosionando tiempo después y que generaría otro horror mucho peor -la Segunda Guerra mundial-, algo que solo unos locos años veinte habrían sosegado, anestesiados, antes de que todo volviera a cambiar, inevitablemente, apenas diez años después de aquel terrible crac económico. Es así como la incertidumbre sobreviene a veces, una emoción que subyacerá siempre debajo de toda incierta realidad, aunque ésta resulte ser luego algo que no acabe por ser ya del todo así, aun a pesar de parecerlo antes, pero que ahora, sin embargo, no lo acabará siendo finalmente... El gran creador holandés Rembrandt pintaría en el año 1655 una obra que no terminaría por titular. Por tanto, no hay certidumbre ahí, no sabemos ahora qué personaje realmente representaría la obra. Los historiadores acabaron titulándola Hombre con armadura. ¿Quién fue realmente el retratado? ¿Qué personaje histórico o legendario quiso retratar el genial artista barroco? Nadie lo sabe. Parece ser Alejandro Magno, pero sólo lo parece. Puede representar también cualquiera de los dioses griegos más guerreros, pero, ¿cuál de ellos? Un pendiente se observa incluso en la oreja de su perfil retratado. Un rostro, por otra parte, que no parece caracterizar la figura fuerte, decidida, adusta o fiera de un guerrero heroico; no, sino que ahora se vislumbra en su imagen la serena y pensativa mirada de un hombre que duda, de un ser humano ahora que reflexiona, vagamente, antes de tomar ya su última, ineludible o más difícil andadura...

El pintor francés Émile Friant (1863-1932) moriría justo antes de que aquel duro año de 1933 empezara a balbucear. Había sido educado en el estilo naturalista propio de su época realista, donde los lienzos entonces debían satisfacer a una clientela autocomplaciente y burguesa. Sus obras realistas retrataban la vida y las costumbres correctas de aquella sociedad de finales del siglo XIX, esa generación ocultamente espantosa que llevaría al abismo de la Primera Guerra Mundial. Pero en el finisecular año de 1899 el pintor naturalista decide componer una obra muy diferente, para nada realista sino del todo misteriosa y enigmática. La obra, titulada Viaje al infinito, conseguía aturdir al espectador que la observara -más todavía en aquellos años- ante la simple, pero compleja, imagen tan desconcertante que representaba la pintura. Un hombre solo se elevaba en el cielo, poco a poco, subido en un globo aerostático..., una tecnología que sería superada además muy pronto en aquellos años. Pero, no era este artefacto entonces, inventado ya por el hombre más de un siglo antes, lo verdaderamente importante aquí. El pintor recortaría en el encuadre de la obra enigmática parte de su amarillenta imagen excéntrica. Ante un cielo brillante, maravilloso, luminoso y prometedor, se contrastaba una tierra oscura, nebulosa, rocosa y compuesta incluso de formas abismales como terroríficas figuras simbólicas... Unas figuras como nubes ensombrecidas de súcubos -diablos femeninos infernales- que representaban lo más abismal, terrenal, destructor o fatalmente seductor del mundo despiadado. ¿Sería todo eso un simbólico presagio por entonces -año 1899-, un desesperado, triste y terrible presagio, de lo que acabaría sucediendo apenas quince años después? Algo que avisara a los seres humanos de lo que, verdaderamente, habría que tratar de hacer por entonces, sin embargo: ¡elevarse!, huir así -espiritualmente- de los engañosos y ofuscados alardes civilizados de un mundo equivocado y peligroso. Y hacerlo ya, rápidamente, mucho antes de lo que, quince años después, acabaría de un modo inapelable y terrorífico por llegar a suceder en el mundo.

(Ilustración de la portada del Saturday Evening Post del 31 de diciembre de 1932, pintada por el artista norteamericano Joseph Christian Leyendecker; Lienzo Griselda, 1910, del pintor norteamericano Maxfield Parrish, 1870-1966; Ilustración de los años de la Primera Guerra Mundial, 1914-1918, en donde se observan, lustrosos y confiados, tanto a oficiales como a una enfermera sobre la borda de un orgulloso crucero naval, del artista Leyendecker; Óleo del pintor holandés Rembrandt, Caballero con armadura, 1655, Museo de Glasgow, Inglaterra; Cuadro Viaje al infinito, 1899, del pintor francés Émile Friant.)

27 de diciembre de 2011

La más arraigada y detestable de nuestras emociones: el miedo.



Cuando en el año 1806 el filósofo Hegel (1770-1831), asomado a la ventana de su vivienda en Jena, observase pasar a un Napoleón victorioso comprendería entonces que no podía ser otro que aquel espíritu universal que ideara con su teoría dialéctica de la historia. Para ilustrar mejor esa teoría Hegel la narraba como si de una novela de formación se tratara. En ella el héroe es ese espíritu o individuo que, en sus descabelladas, sucesivas y erráticas experiencias, no consigue entender nada de lo que quiere y que, a cambio, al querer saber siempre más de lo que sabe, terminará confundiéndose a sí mismo. Entonces acabará padeciendo una contradicción, la misma que hay entre la capacidad de entendimiento limitada -la que tiene ahora- y lo que no llega a comprender del todo -lo que ahora se le escapa-, la pared contra la que constantemente se estrella. Pero los golpes le llevarán a comprender que se encuentra finalmente en el camino. Ahora alcanzará a percibir la diferencia entre lo que se dice a sí mismo -aquello de lo que se trata según él- y lo que no sabe aún -la pared contra la que se golpea insistente-. Esta concienciación alcanzará, finalmente, la síntesis, lo que llevará al espíritu a superar la diferencia entre sí mismo (tesis) y la pared lastimosa con la que se enfrenta (antítesis). Este espíritu universal (o este individuo) se elevará en más conocimiento a medida que más contradicciones esté dispuesto a asumir. Así que entonces, octubre del año 1806, el más invicto de los espíritus, el más experimentado ser, su héroe -Napoleón-, está ahora desfilando justo por delante mismo de los ojos del avezado filósofo. 

Y todo eso llevaría a Hegel a realizar una interpretación de la Historia Universal. Las enormes contradicciones ocasionadas por la fallida Revolución francesa, por ejemplo, habían llevado al héroe vencedor, a ese espíritu universal -Napoleón-, a querer sublimarlas con su imperio poderoso. Sin embargo, no sería ese ya el fin de la historia, de aquella historia que asombrara por entonces al idealista filósofo. En absoluto. Tiempo más tarde, cuarenta años después, otro filósofo alemán, el materialista Karl Marx (1818-1883), utilizaría esa misma dialéctica filosófica para adaptarla ahora a su nueva teoría materialista. Porque ahora no es el espíritu el que describe, según Marx, la realidad histórica; ahora lo que está en contradicción es la terrible maldición de los inhumanos y explotadores medios de producción, de la despiadada vida desolada y de los seres humanos que la sufren o viven por otros. El Realismo estético vino a mediados del siglo XIX a querer describir esta contradicción existencial, algo nunca visto antes en la historia. El miedo social acabaría depositándose en el inconsciente colectivo de los humanos. Porque era este un miedo nuevo, un miedo que se producía no solamente por el desgarramiento de la guerra, de la enfermedad o de la muerte, sino un miedo al que se añadiría ahora la sociedad coercitiva, industrial y despiadada, un entorno social que vendría a describir la realidad más pavorosa y terrible de los seres humanos. Y los autores, pintores y escritores que vivieron esos crueles años -el tercio central del siglo diecinueve- plasmaron en sus obras realistas con toda crudeza el fiel dramatismo de las vidas desamparadas que se azoraban por un mal que las perseguía sempiternas. Y el Arte emotivo e inspirador trataría, a cambio de la distante filosofía, de enternecer las conciencias de los seres humanos -las de nosotros- para hacernos ver la fragilidad de la sociedad y de los seres que la sufrían.

Existió un dios mitológico de la Antigüedad griega llamado Pan que era protector de los rebaños y de sus pastores. Pero este dios, por su aspecto deforme y salvaje, parte bestia y parte humana, acabaría por ser muy temido por los hombres. Así que el dios Pan se convertiría entonces en un símbolo de lo más terrible, tanto que originaría con el tiempo el conocido término pánico. El caso fue que, con sus estentóreos gritos aterradores, asustaría a todos los seres vivientes por entonces. Nadie sabía muy bien por qué, exactamente, el dios Pan comenzara a gritar de ese modo tan horrible. ¿Vería algo Pan que los demás seres no fuesen capaces de percibir? Él, realmente, no era un dios como los demás dioses: no era inmortal. Era el único de los dioses paganos griegos que no lo era. Esto acabaría por ser luego providencial en la historia. En principio el Cristianismo lo tomaría como un motivo extraordinariamente útil para terminar con el odiado Paganismo, haciendo creer a todos, y proclamando así, su afortunada y definitiva muerte para siempre. Pero también ahora, ¿por qué no?, podría ser una oportunidad providencial para elevar otra sensación necesitada por todos: que el temor que inspirase alguna vez algún pánico no permanecerá nunca, que siempre terminará, que todos podemos sentirlo pero que no es inmortal. Que no sobrepasará nunca la mera sensación de oír su grito terrible, tan soez, bestial y desolado, a la realidad de que no llegará a sobrevivir, siquiera, al mínimo gesto que nos llevará entonces de percibirlo a comprender, finalmente, que todo termina.

(Óleo del pintor francés realista Alexandre Antigna, El Rayo de luz, 1848, Museo de Orsay, París; Cuadro La larga sombra, 1805, del pintor alemán neoclasicista Johann Heinrich Wilhelm Tischbein, 1751-1829; Cuadro realista El fuego, 1851, del pintor Alexandre Antigna, Orleans, Francia; Óleo Pan conforta a Psique, 1874, del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones; Cuadro del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, Naufragio a la luz de Luna, 1830, Berlín.)

23 de diciembre de 2011

El necesario desafío de la cumbre mágica o el pulso artístico y obsesivo de perseguir algo.



Desde ese lugar en el cual se ve la silueta de la montaña fascinante sentiremos acercarnos al sentido de todo. Es como entendemos que, desde siempre, hemos esperado verla grandiosa y sentirnos parte de ella. También para justificarnos como seres capaces de pensar, de crear o hasta de hacer saltar por los aires todo lo que sea. Pero, sobre todo, para poder admirar su grandeza, su infinita, abrumadora, inspirada y serena grandeza. Cuando el pintor postimpresionista Paul Cézanne (1839-1906) necesitara alejarse de todo, incluso de los suyos, viajaría a la luminosa y mediterránea Provenza para encontrarse mejor a sí mismo. Y allí, desestabilizado por la enfermedad y sus problemas conyugales, alquila un pequeño estudio desde donde poder pintar. Fue entonces que, desde una de sus ventanas, aparecería, impresionante y majestuoso, el perfil inquietante y mágico de la anhelada montaña de Sainte-Victoire. Tanto le obsesionaría esa montaña a Cézanne que la tuvo que pintar, al menos, en doce ocasiones, desde distintos lugares, desde diferentes ángulos, desde separados momentos de luz, desde todos sus estados de ánimo, hasta el final de su vida. Cuando muchos años después, en 1936, el escritor norteamericano Ernest Hemingway publicara uno de sus famosos cuentos en Esquire, acabaría poniéndole el exótico título de Las nieves del Kilimanjaro. En este pequeño relato quiso el escritor americano expresar el contraste curioso que supone la vida atribulada de los hombres. Por un lado, la auténtica vida real, la que vivimos anodina y dejaremos pasar -y que no contaremos a nadie- sin asombrarnos; por otro lado, frente a aquella, la que imaginamos ávidos en los grandiosos y falsos escritos inventados de la ficción.

Es como si no quisiéramos entender que la única razón de vivir es sólo haberlo hecho, nada más. Es como si no comprendiéramos o aceptáramos que la única forma natural de completar la vida es sólo morir después, serenamente.  Hemingway describe al protagonista de su relato herido ahora muy grave por un accidente de caza en África. Observa él además cómo todo su mundo, toda su vida, se le acaba muy pronto, inevitablemente. A la espera de recibir un imposible socorro, tiene entonces un sueño, una fantasía providencial que le hace imaginar estar volando en una avioneta, desde donde conseguirá salir de todo ese destino fatídico y poder salvarse. De pronto, divisa por una ventanilla del avión la cumbre nevada del monte más alto de África, el Kilimanjaro, y comprende ahora, inconscientemente, que es ahí hacia donde se dirige... Por fin, cierra los ojos definitivamente. El autor prologa el relato con la descripción de la montaña africana y una pequeña fábula local que cuenta que una vez encontraron, seco y helado, el esqueleto perdido de un leopardo muy cerca de la cumbre. Desde entonces nadie se había podido explicar qué haría un animal como ese allí, tan lejos de su medio ambiente, qué estaría buscando ahí -inútilmente- un felino ahora tan desorientado y perdido. El escritor alemán Thomas Mann explicaría en su novela La montaña mágica lo siguiente: Lo que el personaje ha aprendido a entender es que toda salud superior (todo fin deseado y elevado) tiene que pasar por la profunda experiencia de la enfermedad y de la muerte (del dolor, del desafío). Hacia la vida -continúa otro personaje de la novela- hay dos caminos, uno es el habitual, el directo y formal, el otro es malo y nos llevará sobre el dolor, sin embargo este es el camino genial. Esta idea de la enfermedad y la muerte como un paso necesario hacia el saber, la salud y la vida, hace de La montaña mágica una novela de iniciación extraordinaria.

Cuando para su hija Alcestis -una de las más bellas doncellas mitológicas- decide su padre unirla al más grande de los hombres de Grecia, solicita a los candidatos que sólo aquel que pueda llegar montado en un carro, tirado de leones y jabalíes, sería quien consiguiese su mano. Admeto, rey de Feres, quiso obtener a la bella Alcestis como fuese. Para ello, sabía él, únicamente con la ayuda de Apolo podría conseguirlo. El dios acepta, a cambio, sin embargo, le pide su propia vida, o la de cualquier otra persona que por él se cambie. Tras intentar, sin éxito, encontrar alguien que lo hiciera, con audacia acepta su destino aceptando él mismo el reto. Sin embargo, tratará después de no pagar su deuda. Luego de haber obtenido -gracias a la ayuda divina- su objetivo, Apolo le pide su deuda. Cuando Alcestis sabe lo que él había hecho para obtenerla, decide entonces ser ella ahora la que salve a Admeto de su deuda -cambiarse por él entregándose a los dioses-. Así fue como Apolo acabaría enviando finalmente a ella al Hades, el infierno griego. Tiempo después, Admeto le cuenta a su amigo Hércules, el más poderoso semidiós, el trágico fin de su amada. Compasivo con su amigo, recorre decidido la distancia profunda que le llevaría hasta el oculto inframundo. Así salvaría Hércules, entre luchas, dificultades y soledades, a la bella, enamorada y generosa Alcestis.

(Fotografía de la montaña africana Kilimanjaro, de 5895 metros, Tanzania; Fotografía de la silueta de la pequeña cordillera de la Sierra Sur sevillana, no siempre vista a consecuencia de la bruma, 2011; Óleo del pintor Paul Cézanne, La Montagne Sainte-Victoire, 1895, EEUU; Cuadro La Montagne Sainte-Victoire, 1906, del pintor Paul Cézanne, Tokyo, Japón; Óleo Rapto de Alcestis, 1867, del pintor Paul Cézanne; Cuadro del pintor Matisse, La alegría de la vida, 1906, EEUU.)

19 de diciembre de 2011

Los arquetipos humanos: ¿modelos de lo que somos o de lo que queremos ser?



Navegando el héroe griego Ulises de regreso a su tierra luego de luchar en Troya, cuenta la leyenda que cerca de la isla de Eolia decidió arribar en ella para poder descansar y avituallarse. El rey de aquella isla era Eolo, dios de los vientos y las mareas, el cual los acogería hospitalariamente. Al final de su estancia, cuando preparaban su barco para volver a surcar las difíciles aguas, Ulises recibió de Eolo un curioso presente. Era un pequeño odre donde dentro se guardaban, encerrados, todos los vientos y tempestades del mundo. Pero como casi todos los regalos escondidos, o como casi todas las ofrendas gratuitas de los dioses, ocultará el verdadero precio o la condena de lo que, secretamente, esconden. Los hombres de Ulises, ahora curiosos y avezados, llevados así por una codicia imaginaria, terminarían mirando dentro del odre. De pronto, al abrirlo, se desatarían todos los vientos, tormentas y huracanes del mundo. Agotados, desorientados y heridos, con la nave totalmente deshecha, pudieron luego, sin embargo, avistar una tranquila tierra a lo lejos. Esa tierra era la isla de Eea. Ulises, prudente, decide que sólo un pequeño grupo de hombres explore la isla. Al regresar el grupo el héroe ve llegar solo a uno de sus hombres, uno que, asustado, le narra ahora lo que les había sucedido a todos. Porque llegaron a un maravilloso palacio, les dejaron pasar y les acogieron encantados y dispendiosos. Allí reinaba una bella, agradable y seductora mujer que les invitaría a beber a todos. Sin embargo, él se negaría desconfiado. Luego observa cómo sus compañeros se convierten en cerdos aunque manteniendo la razón y el entendimiento. Para ese momento huyó despavorido sin mirar atrás. 

Ulises debe recuperar ahora a sus hombres. No lo pensó mucho y acudiría a ese palacio misterioso. Pero por el camino algo le sucede. Los dioses que dirigen la vida de los hombres le habían enviado a Hermes para, protegiéndoles, darle así un providencial brebaje. Con esa bebida evitaría Ulises cualquier posible transformación o maldad que alguien le causara. Cuando Ulises llega al palacio descubre a Circe, la hermosa reina de aquella isla maldita. Ella le recibe agasajándolo con comidas y bebidas maravillosas. Pero a Ulises todo ese maleficio no le hizo ningún efecto. Circe entonces, asombrada, quedaría rendida y enamorada de Ulises, vencida ahora para siempre a los pies del héroe. Para el famoso psicoanalista Carl Jung el contenido del inconsciente colectivo, reflejo de un inconsciente global -que es el inconsciente realmente objetivo-, lo formarán todos y cada uno de los elementos inconscientes primordiales que él dio en llamar arquetipos. También los denominaría imago, imágenes primordiales. Los arquetipos son una forma innata consecuencia de la experiencia de siglos en la vida de los hombres. Jung afirmaba que en el mundo primitivo existía una especie de alma colectiva. Y a ésta con el paso de los años, las evoluciones, las luchas, los enfrentamientos, las oposiciones, los descubrimientos, las carencias, las inclinaciones o los deseos se incorporarían de cada persona aquel pensamiento o aquella conciencia individual. Esto configuraría el comportamiento y el destino que cada uno debía tomar en su vida. Nunca dejaba el arquetipo de condicionar la conducta final, que regía siempre cada particular tendencia personal que se tuviera. En general había tres grandes caminos o rasgos que condicionaban a los individuos: el camino del conocimiento, el del poder y el del amor. Por tanto, entonces, ¿qué somos nosotros realmente? ¿Qué destino, si es que existe, de un modo independiente podremos elegir o no nosotros? ¿Arrastraremos a nuestro arquetipo, o éste nos arrastra, inevitablemente, a nosotros?

(Imágenes de arquetipos culturales: Óleo del pintor prerrafaelita inglés John William Waterhouse, El círculo mágico, 1886, representación de una maga; Cuadro del pintor francés Henri Fantin-Latour, Charlotte Dubourg, 1882, hermana de la esposa del pintor, una mujer decidida, fría y calculadora, nunca se casaría; Cuadro El caballero andante, 1870, del pintor John Everett Millais, representación del héroe medieval, caballero que llevará la pesada carga de liberar a los demás sin liberarse a sí mismo, Tate Gallery, Londres; Óleo Circe, 1891, del pintor John William Waterhouse; Cuadro del pintor Max Slevogt, Don Juan, 1912, personaje condicionado por un estereotipo que supera la verdadera razón de sus deseos; Óleo del pintor Waterhouse, Santa Eulalia, 1885, maravilloso escorzo de la representación del cadáver matirizado de una santa, personaje entregado hasta la propia destrucción de su ser; Cuadro del pintor Max Slevogt, Danza de la muerte, 1896, donde se representa al personaje abandonado, frívolo y autodestructor; Extraordinario cuadro del pintor Johann Heinrich Wilhem Tischbein, Goethe en la campiña de Roma, 1787, Alemania, que representa al individuo creador, inspirado, poeta y lleno de mundos y de belleza.)