15 de mayo de 2010

Los sueños alegóricos fueron glorificados en el Arte: la virtud eterna y su efímera gloria.



Los sueños alegóricos fueron glorificados antes en la literatura bíblica y en los escritos griegos y persas. En el relato bíblico de Jacob, por ejemplo, se nos cuenta la intervención afortunada de la divinidad en los sueños de los hombres. Entonces -según el Génesis- Dios se presenta a Jacob por medio de un sueño, y en el sueño Jacob ve una enorme escalera que va desde el cielo hasta la tierra... La conocida como escalera de Jacob. Los ángeles suben y bajan por ella y en lo alto de la misma Dios le hablará a Jacob. Simbolizaba este sueño, en la interpretación bíblica judía, el vínculo de Dios con los hombres. Pero los sueños serán analizados racionalmente por los griegos tiempo después. Éstos tuvieron a dos grandes pensadores que quisieron entenderlos y sistematizarlos. Hipócrates fue uno de ellos. Este médico griego -del siglo V a.C.- consideraba los sueños como un indicativo de la salud física de los seres humanos. Aristóteles, en cambio, mucho más crítico sólo admitiría que los sueños eran productos naturales de los sentidos, y cuya interpretación era, sin embargo, muy difícil de llevar a cabo con acierto.

Más tarde llegaría Macrobio, escritor romano del siglo IV d.C., un verdadero analizador y sistematizador de los sueños humanos, erudito que desarrollaría un exhaustivo estudio sobre los sueños en su clásica obra Comentario al sueño de Escipión.  Porque este imaginado y literario sueño de Escipión fue narrado mucho antes por el político y filósofo romano Cicerón (106 a.C- 43 a.C.) en su famosa obra Sobre la República. Cicerón recrea en su comentario el sueño que pudo haber tenido el general romano Publio Cornelio Escipión Emiliano (185 a.C- 129 a.C.) cuando, estando una vez en África, se enfrentaba a los cartagineses. Años después de ese sueño, este popular general romano arrasaría y aniquilaría definitivamente Cartago, la mayor enemiga entonces de Roma. Además de esa gesta bélica triunfadora en África, conseguiría también Escipión Emiliano vencer el sitio hispano de Numancia, famoso enclave resistente celtíbero en la Hispania anterior a Julio César -situado en la actual provincia española de Soria-. Fue este general nieto-adoptivo de otro más famoso general romano, Publio Cornelio Escipión Africano (236 a.C.- 183 a.C.), genial vencedor años antes en Cartago del insigne Aníbal (247 a.C- 183 a.C.), famoso estratega cartaginés que cruzara los Alpes con sus elefantes camino de Roma. Y, mucho más tarde todavía, llegaría Freud y su interpretación psicológica de los sueños. Pero esta es otra historia...

En el relato escrito por Cicerón de aquel famoso sueño estudiado por Macrobio se contaba, muy resumidamente, lo siguiente:

Cuando llegué a África nada deseaba tanto como encontrarme con Masinissa, monarca de Numidia. Cuando me presenté ante él, anciano ya, tras haberme abrazado lloró y dijo: «Gracias te sean dadas, oh Sol supremo, por haberme permitido antes de partir de esta vida contemplar a Escipión Emiliano, cuyo sólo nombre me reconforta». Tras regios entretenimientos volvimos a conversar hasta bien entrada la noche, en la que el anciano rey tan sólo habló del viejo general Escipión el Africano. Recordaba todo sobre él, no sólo sus hazañas sino también sus dichos. Luego, cuando nos separamos para descansar, me quedé profundamente dormido, tras lo cual el viejo Escipión el Africano se me apareció en el sueño. Cuando le vi me eché a temblar; él, sin embargo, me dijo: «Ten valor y rechaza el miedo, oh Escipión Emiliano, guarda en la memoria lo que voy a decirte. ¿Ves esa ciudad -Cartago- que, obligada por mí a someterse a Roma, renueva ahora, incapaz de permanecer en paz, sus antiguas guerras?  ¿Y el asalto al que tú irás siendo todavía un simple muchacho? En dos años, a partir de ahora, tú derribarás para siempre como cónsul romano esa ciudad. Y ese nombre hereditario -Escipión-, que hasta ahora tuviste de nosotros, te pertenecerá ya por tus propios esfuerzos. Además, cuando Cartago haya sido arrasada por ti, llevarás a cabo tu triunfo y serás nombrado censor; entonces, como legado, irás a Egipto, a Siria, a Asia y a Grecia, siendo hecho cónsul una segunda vez durante tu ausencia. Y, al final, llevando a cabo la mayor de las guerras, destruirás Numancia.»

«Pero, oh, Escipión, para que puedas ser el más entregado al bienestar de la República escucha bien esto: Para todos los que han guardado, animado y ayudado a su patria hay asignado un lugar en el cielo donde los bendecidos gozarán de vida permanente. Pues nada sobre la tierra es más aceptable a la deidad suprema, que reina sobre todo el universo, que las uniones y combinaciones de hombres unidos bajo la ley a los que llamamos Estados; por lo tanto, los gobernantes y los jurisprudentes proceden de ese lugar y a él retornarán después». Entonces dije yo:  «Oh, Africano, si es cierto que quienes han hecho merecimientos ante su país tienen, por así decirlo, un camino abierto al cielo, ahora, aunque he seguido los pasos tuyos y de mi padre y nunca empañé tu gran nombre, con esta gran perspectiva ante mí me esforzaré aún más y con mayor atención.»

«Afánate, dijo él, con la seguridad de que no eres tú quien está sometido a la muerte sino tu cuerpo. Pues tú no eres lo que esa forma parece ser, pues el hombre real es el principio pensante de cada uno no la forma corporal que se puede señalar con el dedo. Que sepas pues, entonces, que tú eres un dios en tanto en cuanto es deidad lo que tiene voluntad, sensación, memoria y previsión. Y quien así gobierne, regule y mueve el cuerpo entregado a su cargo, como la deidad suprema hace con el Universo, o como el dios eterno dirige este Universo, que en cierto grado están sometido a decadencia, así un alma sempiterna mueve ahora el frágil y caduco cuerpo.» Aquí dejó de hablar el Africano y yo me desperté del sueño.

Cuando los más grandes y victoriosos generales romanos regresaban a Roma después de haber ganado para el imperio o la república grandes y decisivas batallas frente a sus enemigos, desfilaban entonces por sus ornadas calles aclamados ante el pueblo, subidos ahora, vanidosamente, en su cuádriga magna y engalanada. Pero, detrás del héroe, justo subido también a la misma plataforma de su carro romano, se situaba adecuadamente, un poco más abajo y a su lado, un esclavo suyo para decirle ahora, en voz muy baja y al oído, pero repetidamente, que: recuerda que sólo eres un hombre, y que toda gloria es pasajera...

(Imagen del cuadro Triunfo de Escipión el Africano del pintor Gian Antonio Guardi (1699-1760); Cuadro La continencia de Escipión de Federico Madrazo (1815-1894), el cual representa la grandeza de Escipión el Africano cuando, al ganar Cartago Nova (actual Cartagena en España) a los cartagineses, se contuvo ante una bella doncella enemiga y, evitando su fogosidad sexual, se la entregó de nuevo a su padre; Cuadro Cicerón acusando a Catilina, de Cesare Maccari (1840-1919); Imagen grabado de Publio Cornelio Escipión Emiliano.)

12 de mayo de 2010

El Renacimiento, la belleza de la mujer, el mecenazgo italiano y el nuevo mundo.



El Renacimiento en la historia fue iniciado en el llamado quattrocento italiano (el siglo XV) y desarrollado luego durante gran parte del siglo XVI. Ha sido una de las mejores épocas para el Arte y sus creadores artísticos. La belleza de la mujer fue realzada a niveles no vistos nunca desde la antigüedad grecorromana. Para los ojos actuales estas pinturas clásicas son todo menos figuras anacrónicas, rubensianas o barrocas, propias del otro gran movimiento artístico siguiente, el Barroco, donde por entonces la belleza de la mujer se doblegaría a otros criterios estéticos, mucho menos clásicos, atractivos o excelentes. Es una maravilla poder hoy observar la imagen número 9 (de arriba a abajo y de izquierda a derecha), Retrato de mujer joven, pintado en el temprano año de 1485 por el pintor italiano Doménico Ghirlandiano (1449-1494), un artista precursor junto a Da Vinci y Botticelli de una revolución en el arte de pintar un lienzo. La joven del cuadro dispone de una mirada moderna, de un rostro perfecto, un collar intemporal y de un cabello equilibrado, bello y sofisticado pero, a la vez, muy sencillo y natural.

Los cuadros números 7 y 8 son del gran pintor renacentista Sandro Botticelli, ambos titulados Retrato de joven mujer. Esos perfiles femeninos destacan ahora el sesgo del semblante más arrebatador de una juventud exultante. La mirada está perdida y el peinado exquisito -de una moda floreciente-, pero el gesto ausente de las modelos no hacen más que justificar una época reverencial, única y modélica en el Arte. El lienzo número 6 es también de Botticelli y representa otra mujer joven cuya modelo ha sido identificada con la hermosa genovesa Simonetta Vespucci (1453-1476). Esta bella mujer fue la esposa del florentino Marco Vespucci, primo lejano del que fuera famoso explorador y comerciante italiano Américo Vespucci, cartógrafo, piloto y navegante del Nuevo Mundo y por lo que el continente descubierto por Colón no llevará, injustamente, este nombre sino el suyo: América. La belleza efímera de Simonetta (fallecería de tuberculosis a los 22 años) es maravillosa en esa obra de Arte... Tanta sería su belleza que llegaría a tener por amante al hermano del famoso Lorenzo de Médicis el Magnífico, un gran mecenas artístico florentino de aquel Renacimiento italiano, el más exquisito, imaginativo e influyente del Arte renacentista (imagen número 10).

Las pinturas 4 y 5 son del genial Leonardo da Vinci. Las miradas retratadas de esas modelos nos sobrecogen y estimulan por igual. Son, por un lado, La Bella Ferroniere, amante del rey francés Francisco I, y, por otro, La Dama y el Armiño, cuya modelo es otra amante, pero en este caso del duque de Milán, Ludovico Sforza. La imagen número 3 es la única obra de Arte donde la modelo mirará fíjamente al observador. Es una obra pictórica del desconocido injustamente Bartolomeo Veneto (1505-1555): Lucrecia Borgia, la infausta hija del taimado papa Alejandro VI, retratada por el Renacimiento más contradictorio y sorprendente. El lienzo número 2 es del mismo pintor Veneto. Representa, sorprendentemente, a una santa: Catalina de Alejandría (siglo III d.C.), una mujer al parecer extraordinaria por su sabiduría y entrega espiritual, dos cosas difícilmente solubles a veces, pero que el pintor supo reflejar hábilmente, y donde no eludiría la belleza atrayente y nada martirológica de la sagrada modelo. Por último -la primera imagen-, es otra obra renacentista del genial Sandro Botticelli: Retrato de mujer joven, donde la perfección y la belleza de la modelo (basada también en Simonetta Vespucci), el sugerente perfil retratado de ella, su especial tocado, colgante o gargantilla hacen de ese retrato una de las más valoradas creaciones de una imagen de mujer retratada del magnífico pintor florentino. Se ha mantenido por los historiadores que las modelos de sus obras más significativas -como la del Nacimiento de Venus, aquí la imagen número 11- pertenecen todas a un único y sugerente rostro femenino: el de la hermosa y bella Simonetta Vespucci.

Qué curiosa época renacentista aquella, un periodo de la historia donde la excelsa belleza clásica, tanto en el Arte como en la vida, se acompasaron además -simbólicamente gracias a los Vespucci- con el descubrimiento y exploración de un nuevo continente, de un Mundo Nuevo. Un mundo tan nuevo como lo fuera el descubrimiento de una nueva y revolucionaria forma de pintar. Porque este otro mundo artístico, el del Renacimiento -el de la belleza más insigne y efímera, pero eternizada, sin embargo, por el Arte-, tendería a desaparecer, poco a poco, frente a ese otro Nuevo Mundo descubierto, aquel que pujaría entonces por salir y transformar para siempre la vida y la sociedad de aquel siglo XVI. Un mundo mucho más materialista y terrenal que el de apenas unos años antes; mundo que, finalmente, acabaría triunfando sobre todo lo espiritual y sensual que aquellos personajes renacentistas -nacidos en la Italia del siglo XV- entendieran por entonces como la única, más completa o más maravillosa forma de vivir.

8 de mayo de 2010

El misterio de un cuadro, el sentido de la vida y el asedio más largo de la historia.



Cuando el papa Clemente IX (1600-1669) no había sido aún elegido pontífice, encargaría en el año 1636 al pintor francés Nicolás Poussin (1594-1665) un cuadro que exaltase el ciclo de la vida y sus fútiles miserias terrenales.  El cuadro barroco que acabaría pintando Poussin mostraba un conjunto de personajes que representaban ahora el círculo perpetuo de la condición humana, a la vez que su relación con el tiempo y con la música (representadas en el lienzo por la infancia y la vejez). La obra barroca, como casi todas las del gran pintor Poussin, encerraba además un misterioso simbolismo. Las figuras que bailan representan en el lienzo la pobreza, el trabajo y la riqueza (también entendida esta última como placer o lujuria). La riqueza en exceso conducirá inevitablemente a la pobreza (material o espiritual), algo que, a su vez, buscará en el trabajo la mejor forma de poder superarla, pero luego éste, satisfecho, asume ahora un deseo de riqueza que lo acabará perdiendo sin reparo,  y así el círculo se acabará cerrando para volver de nuevo a comenzarse... Estas figuras bailarán eternamente al son de una música tocada por un anciano alado (personaje sin género representado por un ángel) y un niño pequeño. Los personajes que danzan se dan la espalda mutuamente, formando un círculo que mantiene y no mantiene una completa continuidad: porque no todos acabarán dándose la mano sinceramente del todo. Es tan absurdo como la vida: nos damos la espalda pero a la vez tratamos de ofrecernos las manos vanamente... Formarán de ese modo un círculo cerrado pero que, en verdad, no acabará nunca de cerrarse. 

San Malaquías fue un santo cristiano irlandés (1094-1148) que escribiría en el siglo XII unas Profecías de los Papas. Había profetizado que un pontífice sería identificado con la isla de Creta. Esta isla mediterránea estaba relacionada mitológicamente con el cisne. La referencia histórica y curiosa es que el papa Clemente IX fue elegido casualmente en la Cámara de los Cisnes del Vaticano durante el año 1667, y no en la Capilla Sixtina como era lo habitual y reglamentario. Según la mitología helénica, en el antiguo reino griego continental de Etolia existió una bella princesa llamada Leda que, a su vez, estaba casada con un noble griego llamado Tíndaro. El dios Zeus y su incontenible deseo sexual se obsesionaron una vez con la belleza de Leda. Para seducirla, el dios se convierte en un hermoso cisne una de las noches en las que Leda yace con su esposo.  De ese modo el cisne-Zeus se acoplaría también con ella aquella noche. Y de la doble unión alumbra Leda dos huevos míticos: de uno nacieron Pólux y Helena, engendrados por Zeus; del otro Cástor y Clitemnestra, hijos de su esposo Tíndaro. 

Contaba otra leyenda griega que un gigante mitológico, Talos, impediría una vez que nadie pudiese desembarcar en la deseada isla mediterránea de Creta. Sólo Cástor y Pólux lucharían, denodadamente, contra ese gigante feroz para liberar la isla de su cruel tiranía. Fue en el siglo XVII cuando la católica isla de Creta sería asediada y tomada por los turcos otomanos. Este asedio, conocido en la historia como La caída de Candía, demostraba la vulnerabilidad del mundo cristiano occidental frente al gran poder turco renacido de entonces. Los venecianos -como aquellos hermanos mitológicos- custodiaban la isla estratégica para toda la Cristiandad desde hacía muchos siglos. Ninguna potencia de aquellos años barrocos (Francia, Inglaterra, etc...) acudieron en su ayuda, y los venecianos tuvieron que resistir solos el terrible asedio otomano. Finalmente, cuando se decidieron las potencias europeas a actuar, fue ya demasiado tarde para Creta. Más de veinte años se prolongaría el terrible asedio turco de Candía. Al final los venecianos no pudieron resistir, y entregaron la isla de Creta a los turcos-otomanos en septiembre del año 1669. Menos de tres meses después el papa Clemente IX fallecía, al parecer enfermo desde el mes de octubre siguiente al asedio, cuando conociera entonces la fatal noticia de la caída de la cristiana isla de Creta. El simbolismo del pintor Poussin -tan vigente como antes de la obra- se anticiparía también a la frustrada posesión de una isla, a la evanescencia del tiempo y de la vida, y a la impenitente vocación de los humanos por tratar de hacer y no hacer nada juntos.

(Imagen del cuadro Una danza para la música del tiempo, 1636, del pintor francés del Barroco Nicolás Poussin, Colección Wallace, Londres; El papa Clemente IX, del pintor barroco italiano Carlo Maratta (1625-1713), Museo Ermitage, San Petersburgo; Óleo Leda y el Cisne, 1510, Escuela de Leonardo da Vinci, Galería de los Uffizi, Florencia; Autorretrato, de Nicolás Poussin, 1650, Museo del Louvre, París.)

3 de mayo de 2010

La evolución del Arte en el desnudo recostado de la mujer.



Luego de que los romanos impregnaran sus frescos con imágenes eróticas, desde los primeros años de la época de Augusto (siglo I d.C.) hasta la caída de Roma, la historia del Arte occidental se mantuvo desierta en desnudos humanos hasta casi el siglo XV, es decir, durante toda la larga Edad Media. El pintor italiano Antonio Puccio Pisano (1395-1455) perteneció a una de las primeras escuelas pictóricas del Arte que tímidamente iniciaron desnudos en sus lienzos. Fue el período inmediatamente anterior al Renacimiento, llamado luego escuela Gótica italiana. Con el precursor pintor Pisano inicio este parcial y diacrónico paisaje artístico del desnudo tendido femenino a lo largo de la historia moderna y contemporánea. La primera imagen (de arriba abajo y de izquierda a derecha) es su peculiar obra La Lussuria, una creación del año 1420 grabado en pluma y tinta marrón sobre papel y expuesto actualmente en el museo Galería Albertina de Viena.

La escuela del Renacimiento, la siguiente tendencia artística en este escueto itinerario del Arte, es representada aquí con el pintor italiano Giorgione (1477-1510) y su óleo Venus dormida (1510) -Museo de Dresde, Alemania-. Continúa el gran pintor Tiziano (1477-1576) como ejemplo típico del Manierismo más purista del siglo XVI. Con él sigue este parcial recorrido exponiendo ahora su famoso óleo Dánae del año 1500, pintura basada en una leyenda mitológica griega de la que pintaría varios cuadros semejantes el pintor veneciano. La obra utilizada aquí es la que se encuentra expuesta en la Galería de Viena. Goya (1748-1828) es el siguiente autor con su famosa obra Maja desnuda (1800) -Museo del Prado-. Pintada esta magnífica obra dentro del indefinido período que fue el Neoclasicismo, aunque Goya también perteneció a la escuela Romántica.

El Neoclasicismo fue una  etapa artística que recorrería a saltos desde mediados el siglo XVIII hasta la mitad del siglo posterior. Por ello otra escuela artística que marcaría una tendencia más romántica en ese movimiento neoclasicista fue el Neoclasicismo/Romanticismo, y uno de sus representantes es el pintor Charles Emile Durand (1837-1917), creador francés que pintó el siguiente óleo desnudo tendido de la entrada en el tardío año 1900. Dánae es también el título de esta magnífica obra clásica-romántica. El personaje retratado ahora aquí tiene unos rasgos más melancólicos que idílicos, propio de la apasionada tendencia romántica, una tendencia muy dispersada durante el siglo XIX gracias, sobre todo, a su gusto por un público ávido de sentimientos excesivos -obra expuesta en el Museo de Bellas Artes de Burdeos-.

El Impresionismo no se prodigaría mucho en desnudos, más bien en paisajes y naturaleza sosegada. Sin embargo, el pintor francés Renoir (1841-1919) crearía en el año 1897 este recatado -como lo fue el propio Impresionismo- desnudo de mujer tendida: Bañista dormida, actualmente expuesto en una colección privada de Suiza. El Postimpresionismo, reacción artística al movimiento impresionista -un cajón de sastre de muchas tendencias modernistas-, también muestra ahora un desnudo tendido muy personal y avanzado con este óleo colorido sobre cartón del gran genio español Dalí: Desnudo en un paisaje, obra producida en el año 1922 y expuesta en la colección Gala-Dalí, España. El Simbolismo fue una escuela o tendencia artística situada a finales del siglo XIX y principios del XX, un movimiento que expresaría el símbolo exterior del concepto, esa metáfora pictórica que el autor desearía manifestar más que otra cosa en su obra, esa representación onírica que desearía plasmar esencialmente en su obra. En esta ocasión es el pintor austríaco Egon Shiele (1890-1918), un creador considerado expresionista -lo que fuera una forma de romanticismo modernista- pero que nos muestra en su obra Desnudo yacente con medias negras (1911), sin embargo, unos rasgos que se encuadrarían más en la tendencia Simbolista.

La Escuela de París estuvo situada a principios del siglo XX y fue un momento artístico que se influenciaría tanto del Postimpresionismo como del Expresionismo posterior. Mantuvo un representante fundamental, Modigliani (1884-1920), un creador que pinta este impactante y sugestivo Desnudo acostado del año 1900 y expuesto en la colección Mattioli de Milán. El Modernismo hispano tiene un representante genial en Julio Romero de Torres (1874-1930), un artista que dominaría casi todas las tendencias pictóricas de su época. En este caso con una obra de la Vanguardia Histórica-Realista, La nieta de Trini del año 1929, Museo Julio Romero de Torres, Córdoba. Por último un representante del Surrealismo más clásico, el pintor belga Paul Delvaux (1897-1994), que en el año 1934 pinta este óleo maravilloso de una mujer dormida, Desnudo en la playa, ubicado actualmente en la Galería Derom de Bruselas.

La Historia del Arte nos muestra cómo los creadores han reflejado la emoción de su expresión artística según su tendencia o estilo temporal, pero también plasmando algo que sobresale siempre en la propia obra y que depende tanto del momento en el que vivieron como de la pasión de comunicar lo que desearon. Y esto último la mayoría de las veces fue independiente de que sus coetáneos lo quisieran ver así o no. Sólo un dato por curiosidad: ¿por qué algunos pintores dibujaron sus modelos de derecha a izquierda o al revés?, es decir, o con la cabeza en la parte derecha del cuadro, según el espectador, o justo en la parte opuesta. Por ejemplo, en esta muestra los pintores Puccio, Goya, Renoir, Dalí y Delvaux pintaron sus modelos desnudas al contrario que los otros, de derecha a izquierda. Entonces, ¿es que eran zurdos o situaron ellos así el mejor perfil de ella, o...?

2 de mayo de 2010

El deseo, la curiosidad, los dioses y el destino.



En la actual Turquía, en la región de Anatolia central, se situaba el antiguo reino de Frigia, coetáneo de la Grecia homérica de los dioses y las ninfas. Fue Frigia cuna de dioses que luego Grecia y Roma asimilarían a su cosmogonía mítica para llegar a entender el mundo y sus misterios. Entre aquellos dioses antiguos dos fueron importados por Grecia desde Frigia: la diosa Cibeles y el dios Atis. Cibeles fue considerada como la Gran diosa madre de la Tierra. Era la diosa de la fertilidad, compartía con Júpiter (el Zeus romano) el poder sobre la reproducción de todos los seres. Atis, sin embargo, era un pequeño dios-pastor frigio muy bello y por el que Cibeles llegaría a concebir un gran amor platónico muy idealizado. La diosa le encargaría proteger su culto y para ello le ordenaría que debía mantenerse casto y célibe. El apasionado Atis no pudo evitar sentir, sin embargo, una atracción irresistible por la bella ninfa Sagaritis y acabaría uniéndose a ella, fatalmente. Afectada e indignada por tal afrenta, Cibeles terminaría matando decidida a su ahora rival amante humana. Provocaría luego en Atis una locura tal que acabaría éste en una crisis de terrible pasión desenfrenada, automutilándose incluso sus propios genitales.  Otra leyenda de la diosa Cibeles cuenta cómo ésta, arrepentida ahora de su crimen, resucita a Atis en forma de un pino, hecho que en la mitología grecorromana se relacionaría además con el origen de los misterios orgiásticos y órficos de la resurrección.

Atalanta era una muy bella doncella mitológica que se opondría celosamente al matrimonio. Cuenta la leyenda que su padre, Yaso, sólo desearía tener hijos varones, por lo que cuando ella nació decidió entonces abandonarla para siempre. Atalanta fue amamantada por una osa y recogida luego por unos cazadores que la educaron en el arte cinegético, consiguiendo así que llegara a ser una certera manejadora del arco y de las flechas. Su belleza y castidad llegaron a enloquecer a los hombres, que desde entonces la acosarían a ella sin cesar. Atalanta idearía entonces una estratagema para evitarlos: los que la pretendieran debían competir con ella en una carrera de velocidad. Si alguno de los competidores resultaba ganador obtendría su mano para siempre. Pero esto era una cosa muy improbable ya que Atalanta era la criatura más veloz de la Tierra. Si, por lo contrario, el audaz pretendiente fuera derrotado, moriría éste decapitado sin remisión. Hipómenes -nieto del dios Poseidón- deseaba tanto a Atalanta que acudiría a la diosa Afrodita para que ésta le ayudase a conseguirla. La diosa de la belleza estaba además muy celosa e irritada por la ahora belleza casta y pura de Atalanta. Entonces Afrodita le ofrecería a Hipómenes tres manzanas de oro para que las dispersara en la carrera, pero hacerlo sólo cuando él estuviese compitiendo junto a ella. Así que ahora en la carrera la veloz Atalanta, sorprendida e intrigada por esas manzanas extrañas, no tuvo más remedio que detenerse a contemplarlas, mirarlas con curiosidad y tomarlas con su mano, perdiendo así, definitivamente, la carrera más sencilla y decisiva de su vida. Con este hábil engaño pudo Hipómenes conseguir, por fin, su deseado amor escurridizo. Algún tiempo después ambos amantes llegaron a profanar un santuario de la diosa Cibeles, al dejarse llevar por sus pasionales y desinhibidos impulsos amorosos. El gran dios Zeus, enojado, los transformaría unidos al carro de Cibeles en dos hermosos leones para siempre. En la mitología griega se creía que los leones sólo se unían sexualmente a los leopardos, y es por eso que Atalanta y Hipómenes jamás volvieron a amarse como antes. Con todo esto y después de todo, sin embargo,  Atalanta terminaría ya así consiguiendo, por fin, todo aquel impertérrito y peregrino deseo inicial tan casto.

(Imagen del lienzo Hipómenes y Atalanta, 1612, del pintor Guido Reni (1575-1664), Museo del Prado, Madrid; fotografía de la fuente La Cibeles, plaza de la Cibeles, Madrid; imagen de un fresco procedente de Pompeya, Atis y las Ninfas, Museo Arqueológico Nacional, Nápoles, Italia.)

1 de mayo de 2010

Un castillo con Ángel, un emperador, una epidemia, un papa, su víctima y un pintor.



El emperador romano Adriano (Itálica, España, 76 - Campania, Italia, 138) gobernaría sobre el inmenso imperio que aglutinase todo el orbe clásico alrededor del mar Mediterráneo. Sobrino del gran emperador Trajano, heredaría el trono imperial sólo momentos antes de morir éste, cuando la emperatriz Pompeya Plocina le aconsejara a su moribundo esposo la idoneidad de nombrar a Adriano para el cargo. En el año 135, tres años antes de morir, ordenaría Adriano construir su propio mausoleo en Roma. Sin embargo, sería terminado cuatro años después por el emperador siguiente, Antonino Pío. La majestuosidad de la obra culminaba en lo alto del magno edificio con una gran cuádriga tallada en bronce, guiada ahora por el propio emperador. Aquí, en este impresionante edificio, sería enterrado, como fuera su deseo, el emperador romano Adriano. Pero, un siglo después, su uso fue cambiado por el césar Aureliano (214-275), que lo transformaría en un baluarte defensivo para proteger la ciudad eterna de posibles invasiones futuras, algo que, sin embargo, no se evitaría de padecer en la historia posterior.

Con los años llegaría el cristianismo, y, durante el siglo VI, hubo una fuerte epidemia de peste bubónica en la ciudad de Roma. En noviembre del año 589 el río Tíber se desbordaría además, provocando así el derrumbamiento de varios edificios, entre ellos los almacenes de cereales de la Iglesia, unos grandes silos que contenían las reservas para alimentar a Roma durante el siguiente invierno. La peste fue devastadora con la población ese fin de año 589. El propio Papa de entonces, Pelagio II (579-590), fallecería víctima de la cruel enfermedad. Coincidió entonces que la epidemia dejaría de ser mortífera al año siguiente, cuando el próximo Papa, Gregorio I, habría celebrado, casualmente, solemnes letanías para mitigarla. Aun así, el mal se extendería por todo el norte de Italia. Pero, sin embargo, Roma se salvó. Gregorio I (590-604) creería entonces ver en lo alto del antiguo mausoleo de Adriano -en aquellos años un castillo-fortaleza alto medieval- la imagen del arcángel San Miguel desenvainando su espada poderosa. Un signo providencial, para aquel pontífice, del fin de la agonía y de la salvación de Roma de la peste.

En conmemoración de ese hecho, un gran ángel coronaría desde entonces el grandioso castillo romano, pasándose a llamar ahora Castillo de San Ángelo. El edificio ha estado ligado a la Iglesia tanto por su ubicación, muy cercana al Vaticano, como por haber sido un eficaz refugio de los Papas. Así, por ejemplo, sucedería con el pontífice Clemente VII (1523-1534) que, durante el saqueo de Roma por las tropas del emperador Carlos V en el año 1527, tuvo que hacer uso de la protección de sus muros para resguardarse en él. Otro papa, Clemente VIII (1592-1605), lo haría tristemente famoso por mandar ajusticiar a toda la familia romana de los Censi en el puente del Castillo de San Ángelo un 11 de septiembre del año 1599. Beatrice Censi era la hermosa hija de un temperamental y violento aristócrata romano de finales del siglo XVI. Tan desalmado era que llegaría a tener relaciones incestuosas con su propia hija. Después de alertar a las autoridades del ofensivo comportamiento paterno, y viendo la familia Censi el inútil sentido de la denuncia, decidieron entonces asesinarle. Arrojaron luego el cuerpo herido mortalmente por un balcón de la casa, para que pareciese un accidente, pero entonces nadie les creyó, menos el Papa. Desestimando todos los argumentos de la familia, el propio Papa acabaría cumpliendo su justicia y mandaría decapitar a Beatrice Censi.

Las propiedades de la familia Censi fueron confiscadas por la Iglesia, y Beatrice Censi pasaría, sin haberlo querido el propio Papa así, a ser todo un símbolo de liberación para los ciudadanos de Roma, un ejemplo de resistencia y honestidad frente a la altiva y cínica aristocracia. Desde entonces, una leyenda romana se crearía en la ciudad Eterna: todos los años, la medianoche antes del día de su decapitación, se aparece en el puente del Castillo de San Ángelo la joven Beatrice Censi, pero, ahora sosteniendo ella entre sus manos su propia decapitada cabeza. El pintor italiano Guido Reni (Bolonia, 1575-1642) perteneció a la exitosa y efímera Escuela de pintura Boloñesa del famoso pintor Annibale Carracci. A él se le atribuye haber realizado el cuadro Retrato de Beatrice Censi, actualmente en la Gallería Nazionale d'Arte Antica de Roma. También se le atribuye el cuadro Arcángel San Miguel, aquel ángel del señor que viese Gregorio I enarbolando su espada contra la terrible peste, y que sustituiría al gran emperador Adriano en lo alto del Castillo romano. Fue pintado para una iglesia de Roma a principios del siglo XVII por el genial Guido Reni. El Arte, como la historia, la vida y sus milagros, son parte a veces de alguna trama personal que utilizarán, por un lado, los crédulos para defender ahora sus propias pasiones, y, por otro, los escépticos para argumentar sus peregrinas razones...  Pero las historias -legendarias o no- seguirán siendo una de las mejores y más fascinantes creaciones realizadas por ser humano alguno para ser oídas o leídas siempre. Sea éste un homenaje a las mismas y al Arte que, luego, las mantendrá eternas, bellas y poderosas.

(Imagen del Castillo de San Ángelo con su puente, y del Castillo de San Ángelo de frente, Roma, Italia; Imagen del emperador romano Adriano; Cuadro Arcángel San Miguel, de Guido Reni, iglesia de los Capuchinos, Roma; Magnífica obra de Goya, Retrato del papa Gregorio I el magno; Óleo de Beatrice Censi, y Autorretrato, ambas obras del pintor Guido Reni.)

17 de abril de 2010

El devenir de la vida, las vidas de una vida... y el paso del tiempo.



Al filósofo griego Heráclito (Éfeso, 535 a.C. - 484 a.C.) se le atribuye el sabio aforismo que dice: Sabemos que la misma agua no pasa dos veces por el mismo cauce. Sabemos que la misma piedra no es pulida dos veces por la misma agua. En otro aforismo, Heráclito expresaría también: En el mismo río entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos... Esta es la filosofía o doctrina heraclitiana del cambio o del devenir, y que está además motivada por la lucha, por el conflicto o por la supervivencia, es decir, por la superación de la vida. Muchas religiones, orientales en su mayor parte, han señalado así el propósito de la senda de la vida como un fluir cuasi interminable, donde una esencia fundamental -espíritu o alma- circula en una espiral de reencarnaciones o de vidas repetidas. Cierto es que, también (sin perjuicio de la veracidad de la metempsicosis), se pueda establecer ahora además una cierta analogía de lo anterior con el transcurso propio de la existencia temporal -real o terrestre- de una vida humana.

Es como la evolución de cada individuo a lo largo de su vida, como la transformación habida en el yo interior de los seres humanos durante el desarrollo de su existencia. A su vez, se puede corresponder también con las diferentes muertes que en las distintas etapas de una misma vida un mismo ser humano pueda sufrir. Por ejemplo: de la niñez a la adolescencia habrá una muerte; de la adolescencia a la madurez otra; de ésta a la vejez una más. Son esos los cambios de aspecto, de pensamiento, de personalidad, de carácter, de fines, o del sentido último que un mismo ser humano experimente a lo largo de su existencia. Es decir, que en el transcurso de una misma vida se pueda morir y renacer tantas veces como el propio ser lo necesite.

El gran poeta portugués Fernando Pessoa (Lisboa, 1888-1935) expresaría genialmente, aunque aquí con otro ligero sentido distinto, parte de ese transcurrir existencial en el siguiente verso:

Sí, soy yo, yo mismo, tal cual he resultado de todo (...).
Cuanto fui, cuanto no fui, todo eso soy.
Cuanto quise, cuanto no quise, todo eso me forma.
Cuanto amé o dejé de amar es en mí la misma saudade*.
Y al mismo tiempo la impresión un tanto lejana,
como de sueño que se quiere recordar,
en la penumbra a la que despertamos,
de que hay en mí algo mejor que yo.

(* Nostalgia, melancolía o añoranza en idioma portugués.)


En el Arte algunos autores han creado obras que han reflejado el paso del tiempo en las diferentes edades del hombre. Esta entrada desea expresar el sentido de esas diferentes personas o vidas que, a lo largo de toda su existencia, el ser humano pueda llevar a cabo. Aquél que fuimos, ya no somos; el que seremos, no tendrá mucho que ver con el que somos ahora. Hasta la propia esencia de lo que nos configura geneticamente variará a veces, porque ni las células, ni el ADN siquiera, serán exactamente los mismos en todo el devenir existencial... Todo cambia, todo puede cambiar y, sin embargo, mantener con ello así una misma -¿única?- individualidad. Entender que el proceso de cambio es necesario e inevitable quizás nos haga, por fin, reconciliarnos de una vez para siempre con nuestro apesadumbrado destino.

(Imagen de Joven peinándose, Giovanni Bellini (Venecia, 1429-1516), Museo de Viena; Lienzo Alegoría de las Tres Edades de la Vida (1512), del genial Tiziano, Galería Nacional de Escocia; Cuadro Vieja mesándose los cabellos, de Quentin Massys (Lovaina, 1466-1530), Prado; Las cuatro edades, de Eduard Munch (Loten, Noruega, 1863-1944); Mujer entre la juventud y la vejez, Escuela de Fontainebleau, siglo XVI; Las tres edades, del pintor italiano Giorgione (Venecia, 1477-1510); Heráclito, del pintor holandés Brugghen (1588-1629); Retrato de Fernando Pessoa, de Joao Luiz Roth.)

12 de abril de 2010

La imitación de la vida, el arte como modelo y dos creadores.



Cuando en el año 1891 el escritor británico Oscar Wilde (Irlanda, 1854 - París, 1900) publicase La decadencia de la mentira, dejaría claramente plasmado en su ensayo su lucha contra el movimiento Realista, una tendencia artística que desarrollaría una fuerte influencia en toda la segunda mitad del siglo XIX. En ese ensayo literario Wilde expuso sus principios artísticos, si esto es posible en Oscar Wilde, con una dialéctica maravillosamente escrita. De uno de aquellos principios, nos dijo el escritor británico: "El Arte no es imitación de la realidad sino una creación; el Arte no imita a la vida sino al revés, la vida imita al Arte. En el Arte no interesa la simple verdad, tan sólo la compleja belleza." Benvenuto Cellini (Florencia, 1500-1571) fue un escultor y orfebre del Renacimiento italiano. Fue discípulo incluso del gran Miguel Ángel, y, con los años, un artista muy contratado por los grandes personajes de la época. El rey Francisco I de Francia le invitaría una vez a su corte y crearía allí Cellini para él un maravilloso salero de oro y esmalte, el reconocido y valioso objeto artístico denominado como Saliero.

Era un extraordinario objeto de arte de gran maestría decorativa y escultórica, modelado y fundido en oro y que representaba al dios Neptuno y a la diosa Ceres (el Mar y la Tierra en el mito griego), toda una metáfora mitológica de la producción de la preciada especia alimenticia. La vida de Cellini fue además toda una gran aventura existencial, experiencias que él mismo redactaría en unas memorias célebres. Una autobiografía que el propio Oscar Wilde calificaría como de los pocos libros que merecían la pena leerse. En aquella obra de Wilde, uno de sus personajes expresaría lo siguiente: Dicen las gentes que el arte nos hace amar aún más la naturaleza... A mi juicio cuanto más estudiamos el arte menos nos preocupa la naturaleza. Realmente lo que el arte nos revela es la falta de plan de la naturaleza, su extraña tosquedad, su monotonía, su carácter inacabado. Cuando contemplo un paisaje natural me es imposible dejar de ver todos sus defectos. A pesar de lo cual, es una suerte para nosotros que la naturaleza sea tan imperfecta, ya que en otro caso no existiría el arte... El arte encuentra su perfección en sí mismo y no fuera de él. No hay que juzgarlo conforme a un modelo interior. Es velo más bien que espejo. Suyas son las formas más reales de un ser viviente, suyos son los grandes arquetipos de que son copias imperfectas las cosas existentes. La revelación final es que la mentira, es decir, relato de bellas cosas falsas, es el fin mismo del Arte.

En esta nueva y discontinua entrada en el tiempo he querido homenajear la creación artística como el único verdadero sentido de la vida... Lo único que la hace interesante propiamente, ya que el resto de cosas que pudieran también hacerla fenecerán muy pronto después de ejecutarlas, justo luego apenas de crearse, para algún deleite vano que en algo nos acucie en el mundo... El Arte, a cambio, es lo único que permanecerá, magnífico y eterno, siempre así para nosotros. Algo que uno puede siempre repetir en su ejecución personal, releer,  re-visualizar o revivir de nuevo, tantas veces como su ánimo ofuscado le permita valorarlo o admirarlo de nuevo y para siempre. Cualquier otra cosa de la vida se agotará rápidamente una vez que se haya descubierto o se haya elaborado o se haya consumido deseosa. Salvo que sea Arte, lo cual nos trasciende y eleva, verdaderamente, de nuestra propia e incomprensible futilidad.

(Imagen de la obra El Saliero, siglo XVI, del artista italiano Benvenuto Cellini, Museo de Arte de Viena, robada en el año 2003 de este museo por un ladrón amateur que lo organizó, sin embargo, para solicitar un rescate a la compañía de seguros; la policía vienesa logró detenerlo y recuperar la pieza de arte, valorada en 50 millones de euros, tres años después; Imagen de un salero real y convencional, con el mismo uso que aquella obra creada, pero sin su exquisita mentira...; Busto de Benvenuto Cellini en Florencia; Grabado con la imagen de Oscar Wilde).