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5 de mayo de 2016

Las distancias y sus paradojas en el espíritu humano: a más de aquéllas menos distancia...



Para describir paisajes, el Arte fue un instrumento imprescindible antes de existir la fotografía. Países imperialistas como Gran Bretaña utilizaron pintores aventureros o exploradores para retratar las imágenes exóticas y grandiosas de su dilatado mundo colonial. Uno de ellos lo fue el pintor William Hodges (1744-1797). Embarcado en el segundo viaje del explorador James Cook, recorrería todo el océano Pacífico durante los años 1772 a 1775, navegando desde Ciudad del Cabo hasta la lejana Antártida. Los paisajes exóticos de Hodges consiguieron plasmar por entonces todo lo que se requería expresar para crear una ilustración de la vida, de las costumbres o de la etnografía de los distantes y distintos lugares visitados por él. Pero, también otra cosa muy diferente sorprendería a un público asombrado: su novedosa forma estética de pintarlos. Alcanzaban sus obras a describir escenas palpitantes, tan llenas de fuerza como de una extraordinaria luminosidad para el contraste, algo que los románticos posteriores, pero no sólo ellos, llevarían luego a su máximo esplendor artístico más emotivo. Sin embargo, Hodges, un pintor de género, de paisajes contratados o de descriptivos escenarios imperiales, llegaría a humanizar muy sensiblemente todo ese útil encargo ilustrativo. Consiguió que el posible observador, además de admirar el simple paisaje explorado, amara también el lugar y sintiera la fuerza de una atmósfera poderosa en cada claroscuro o color señalado de un paisaje grandioso, exótico, distante y puro.

Tres años después de regresar del Pacífico sur, Hodges sería contratado por el inventor y creador de la India británica, el oportunista gobernador Warren Hastings (1732-1818), para viajar al subcontinente asiático y recorrer sus paisajes y pueblos tan desconocidos. De aquella experiencia hindú, el pintor William Hodges llevaría a cabo muchas pinturas que embelesarían el imaginario británico y harían por conocer y descubrir aquel subcontinente. De uno de sus viajes al noreste de la India, donde el clima es más suave y menos duro, el pintor inglés acabaría inmortalizando, en un lienzo maravilloso, el paisaje sublime de las colinas de Rajmahal...    En el museo Tate Gallery de Londres se encuentra el subyugante cuadro. Una obra de Arte que, como su autor, pasaría sin llegar a ofrecer toda la especial grandeza espiritual de lo que el mundo se perdería sin ello.  Es de esa clase de obras que uno no puede pasar sin detenerse. Extraordinaria composición, que refleja emocionantes contornos abiertos y grandiosos. Una obra donde la simple visión de un paisaje rutilante es  ahora aquí, además, otra cosa diferente. Lo es gracias al encuadre tan mágico que el pintor desarrollaría en la composición tan grandiosa de su lienzo. Lo es también porque parece un espacio idealizado expresamente para advertir eso, es decir, un espacio recreado de la nada para poder componer una escena sugestiva, exótica y espiritualmente estimulante. Por que, para observar el horizonte poderoso del lejano relieve de las colinas de Rajmahal, no era necesario que elevara el pintor tanto el encuadre de su obra. Sin embargo, el perfil elegante, esbelto y majestuoso de la palmera india obligaría a elevar la distancia del suelo, haciendo así del bello cielo una justificación muy necesaria en su obra para el que lo vea. 

La obra se titula Tumba y vista distante de las colinas de Rajmahal.    Todo esto que dice el título de la obra reflejar -la tumba y las colinas- es lo que menos veremos ahora con claridad... Tal vez, porque seamos occidentales y no entendamos nada de la India, o, tal vez, porque el pintor también lo fuera. El caso es que en este bello paisaje hindú lo que percibiremos más serán las dimensiones espaciales, las distancias entre las cosas o el distanciamiento entre ellas, algo apenas establecido solo físicamente. Porque la figura del pastor solitario, sentado ahora  lejos de su ganado, está distante aquí de todo: de la tumba de la izquierda, de la palmera necesaria, de la construcción ruinosa a su espalda, o de la lejanía de un horizonte infinito.  De sí mismo, también, incluso. Nada ahí está cerca de nada. Pero, sin embargo, nada, de toda esa lejanía aparente, traspasará aquí la sensación interior más necesitada de una hipotética mirada.  Porque hasta la posición desde la que el pintor observa su escenario, es una posición que posibilitará el dimensionado lejano de las cosas... Desde ese hipotético lugar, que es el mismo lugar de los virtuales observadores de ese paisaje -de nosotros mismos-, se ven ahora así todas las cosas alejadas de este profundo paisaje silencioso. Porque todo estará ahí distante ahora de todo, todo se adimensionará en la obra, y lo hará de una manera lejana, misteriosa, inmensa, pacífica y sensible. 

Porque tan sólo el espíritu es aquí ahora el destinatario de esas formas o distancias de las cosas, esas que están y no están ahí representadas. El pintor fue un artista ilustrado de su época, un ser aséptico, explorador, que viajaría queriendo descubrir tan solo las cosas más exóticas del mundo, y, sin embargo, acabaría simulando en esta emotiva obra hindú ese espíritu sentimental que el Arte comenzara a latir, tiempo después, más claramente. Porque el pintor no fue un romántico, o no lo dejaron ser o él tampoco quiso. Describió solo las cosas que pasaban ante sus ojos de un modo racional, retratando el mundo que él viese en sus viajes, y mostrando  la vida y sus efectos naturales y terrenales. Nada más. Sin nada más. Y así lo hizo hasta que expusiese en Londres, a finales del año 1794, unas obras muy diferentes: Los efectos de la paz y Los efectos de la guerra. A comienzos del año siguiente, cuando Inglaterra declarase entonces la guerra a la Francia napoleónica, esas obras de Arte antibelicistas comprometieron al pintor y su carrera fatídicamente. Ordenaron que la exposición se cerrara para siempre, y la fama del pintor Hodges comenzaría a declinar lamentablemente.

Tiempo después, a principios del año 1797, retirado el artista en el suroeste de Inglaterra, una crisis bancaria ese mismo año arruinaría al pintor de los paisajes imperiales, exóticos y lejanos. Pocos meses después moriría de alguna terrible enfermedad desconocida. Aunque los rumores por entonces denunciaron que, tal vez, el láudano hubiese tenido algo que ver en ese distanciamiento voluntario de la vida. Como hiciera una vez con aquellos paisajes explorados... O como sus inmensos encuadres alejados insinuaran en su obra, unos horizontes alejados pero sin distancias interiores, o sin necesidad de ocultar, con ellos, nada bajo la profusa confusión aparente de las cosas; de esas cosas que se anteponen a otras, que se oposicionan a otras, que se trastocan por las aristas tangenciales de algo que no dejará de ser lo que son, lo que verdaderamente son, para nosotros. Lo que, únicamente, desde un espíritu sosegado y distante se pudiera participar de todo lo vivido y de todo lo representado en el mundo: de lo propio y de lo ajeno, de lo grande y lo pequeño, de lo acabado y lo eterno, para siempre...

(Óleo Tumba y vista distante de las colinas de Rajmahal, 1782, del pintor británico William Hodges, Tate Gallery, Londres.)

23 de julio de 2014

El Romanticismo desvirtuará la realidad para hacerla más acorde a la mirada.



El mejor pintor español de paisaje romántico lo fue el gallego Genaro Pérez de Villaamil (1807-1854). El Romanticismo paisajista había tenido grandes creadores en otros países europeos, como Turner o Roberts en Inglaterra, pero en España el más genuino de los románticos, el más romántico de los pintores españoles, el más inspirado y el menos conocido, lo fue Pérez de Villaamil. Pero es que además tuvo una vida romántica, se impregnaría personalmente de ese signo propio de su tiempo. Y qué mejor paisaje romántico que el más romántico de los paisajes europeos para nacer. El pintor escocés David Roberts (1797-1864) lo supo desde que hiciera sus viajes a África y Oriente medio, porque pasaría antes por España y comprendería el verdadero sentido del color en los momentos del día donde el sol está más alejado  de su cenit. Y entendería el verdadero sentido del paisaje más romántico, ese donde lo agreste y lo apacible, lo diferente, lo cercano, lo luminoso, lo misterioso, lo único y lo variado, se darán sólo en el sur de España.

En el año 1834 viajaría Roberts a Málaga camino de Gibraltar. Pero antes de llegar a su destino pasaría el pintor británico por la sierra de Ronda y los aledaños suroccidentales de su serranía. Y allí, en lo alto de un cerro elevado, se encontraría de pronto con la silueta romántica del antiguo castillo del Águila, una derruida fortaleza iniciada por los romanos y utilizada luego por los musulmanes. Pero entonces la idealizaría el pintor con sus recuerdos orientales vistos en Sevilla, en Córdoba o en otros lugares hispanos recorridos por él. El Castillo de Gaucín -el castillo del Águila- había sido en gran parte destruido durante la guerra de la independencia frente a los franceses en el año 1810. No tenía entonces ese aspecto tan soberbio que David Roberts creó en su lienzo del año 1834. Tampoco su peña era tan elevada ni tan majestuosamente romántica, ni tendría esos riscos puntiagudos que, como una bella catedral rocosa desmadejada, imprimiese un espíritu de superación entre los muros desolados de su antigua fortaleza.

Pero, como británico, querría pintar por entonces una vista del peñón de Gibraltar y de la bahía de Algeciras, dibujando además el perfil de la costa africana al fondo de la obra. Roberts, a diferencia de Villaamil, tendría influencias o intereses geopolíticos para hacer entonces de providencial guía de turismo para los viajeros de su país que visitaran España. Conocía muy bien el lugar que dibujaba ahora desde lejos, y así aparece éste límpido y despejado entre las señaladas brumas luminosas de la serranía rondeña. Pero, sin embargo, es imposible ver bien Gibraltar desde los alrededores del castillo de Gaucín con la claridad del paisaje que pintaría en su obra Vista de Gibraltar desde Gaucín. Así que, entonces, ¿cómo lo pudo hacer tan definido?, o, mejor dicho, ¿por qué lo hizo así, con esos rasgos tan claros en el paisaje? Porque no era realismo ni detalle fidedigno, ni sentido exacto de las cosas lo que primaba o importaba en el Romanticismo. Para los románticos bastaba que el paisaje mostrase atrevimiento, gallardía, belleza, pintoresquismo y misterio. Es por eso que cualquiera que vaya hoy a Gaucín y se sitúe cerca de las ruinas del castillo, comprobará que nada de lo que se ve en la obra de Roberts es acorde a las distancias reales de las imágenes que aparecen en el lienzo. Sencillamente, no existe un lugar allí desde donde se pueda ver la imagen que el pintor compuso entonces en su obra.

Genaro Pérez de Villaamil conocería a David Roberts en Sevilla durante el año 1833 y luego marcharía a Madrid para realizar su creación artística. Los pintores como Villaamil, a diferencia de Roberts, no tendrían que visitar necesariamente los lugares para imprimir el sentido romántico de lo que querían pintar. En el año 1847 el pintor español compuso su obra Vista del Castillo de Gaucín gracias a un grabado de la obra de Roberts. Tan sólo gracias a ese grabado no, el resto, la semblanza, el genio, la sutileza o la imaginación romántica lo puso el pintor de su propia inspiración. En su obra romántica Villaamil recrea desde la perspectiva de Roberts la vista de Gibraltar con el aparecido y fantasmagórico castillo en primer plano. Qué más daba entonces si era ajustado o no a la realidad de lo que representaba, nadie iría a comprobar la verosimilitud de ese paisaje en aquel mismo lugar. Y tampoco importaba, porque lo importante en el Romanticismo era la emoción que provocaba la visión subjetiva de algo objetivo, así como la semblanza del momento sugerido por una realidad ahora maleable, transformable, adaptable y sensible. 

Roberts y su colega Villaamil fijaban el paisaje con los rasgos geográficos parecidos a la realidad, aunque totalmente adimensionados en sus distancias geográficas. El peñón de Gibraltar no se aprecia así en la realidad desde la perspectiva o el lugar desde el que se ve en estas obras románticas. Y, sin embargo, todo fue pintado conforme a lo que era la imagen local real que vemos retratada. ¿Por qué fue pintado con tanto detalle ese paisaje?, ¿cómo fue posible conocer tanto los detalles geográficos que pintaban? Porque el pintor británico conocería muy bien la región y pintaría así el paisaje con sus detalles reconocidos. Pero no así el propio castillo, algo que idealizaron los pintores como en un maravilloso cuento hispano-árabe surgido de la pluma de algún escritor romántico. Una tendencia artística -el Romanticismo- inconsiderada o desdeñosa con la verdad. Inconsiderada solo con la realidad de la imagen no con el sentimiento que produce su visión emotiva. Ni los arcos de herradura, ni las puertas árabes, ni las murallas empinadas, ni la torre del almuecín existían en esos ruinosos despojos de la fortaleza árabe cuando fue visitado por el pintor Roberts. Todo fue recreado entonces, todo fue inventado y vestido de gloriosa gesta romántica. Incluso el pintor Villaamil llegaría a recrear un mundo onírico que no existiría en el Castillo de Gaucín ni siquiera en época musulmana. El resultado no obstante fue grandioso y extraordinario, del todo maravilloso y mágico gracias tanto al sueño exótico inspirado del artista como al genio creativo de su paleta romántica.

(Óleo Vista del Castillo de Gaucín, 1847, del pintor romántico español Genaro Pérez de Villaamil, Museo del Prado; Detalle del mismo cuadro, Vista del Castillo y del peñón de Gibraltar al fondo, Genaro Pérez de Villaamil, 1847, Museo del Prado; Grabado en plancha de acero de un dibujo del pintor David Roberts, Vista de Gibraltar desde Gaucín, 1834; Fotografía actual de las ruinas del Castillo del Águila, Gaucín, Málaga, España; Reproducción de la obra original de David Roberts, Vista de Gibraltar desde Gaucín, 1834, Museo de Edimburgo, Escocia.)

10 de noviembre de 2012

Una expedición española maldecida: la historia de la Comisión Científica del Pacífico.



Años después de la pérdida de las posesiones americanas de Ultramar, la corona española de la reina Isabel II apostaría por realizar una misión científico-cultural para estrechar las difíciles relaciones con las antiguas colonias emancipadas de América. Pero entonces, a pesar de lo que pudiera parecer, la reina española poco podía hacer frente a unos gobiernos veleidosos, cambiantes y demasiado seguros de sí mismos. Aunque el periodo liberal -el bienio progresista- de los años 1854 a 1856 había intentado provocar esos posibles encuentros culturales, el nuevo gobierno fuerte del presidente Leopoldo O'donell se aprovecharía de esos intentos para afianzar, años después, algo más que unas buenas relaciones culturales. Así que en junio del año 1862 se nombraría una Comisión de profesores de ciencias naturales para acompañar a una escuadra naval española que marcharía al océano Pacífico. La comisión científica estuvo compuesta por el marino gallego retirado y aficionado a los moluscos Patricio Paz Membiela, cuya sordera no le impediría dirigir la comisión; por el entomólogo y catedrático madrileño Fernando Amor; por el zoólogo y catedrático madrileño Francisco Martínez; por el zoólogo murciano del Museo Nacional de Ciencias Naturales Jiménez de la Espada; por el botánico del Museo de Ciencias, el catalán Juan Isern; por el antropólogo cubano Manuel Almagro; por el médico y disecador catalán Bartolomé Puig; y, finalmente, por el pintor, dibujante y fotógrafo madrileño Rafael Castro Ordóñez.

Todos salieron de la ciudad de Cádiz el 10 de agosto de 1862 a bordo de la fragata de la Armada Triunfo. Entonces, junto a la fragata capitana La Resolución, formaban parte de una escuadra naval militar que el gobierno español utilizaría para ejercer en la zona una influencia más político-económica que científico-cultural. Se dirigieron primero a las islas Canarias para pasar por las islas más al sur de Cabo Verde; más tarde llegarían a las islas de San Vicente hasta, por fin, alcanzar Bahía en la costa de Brasil. De aquí pasaron a Río de Janeiro el 6 de octubre de 1862. Desde Uruguay fue a recogerles la goleta de la Armada Covadonga, con lo que, al regresar con ella, pisaron por primera vez suelo hispano-americano el 6 de diciembre de 1862 en la bahía de Montevideo. Algunos expedicionarios se adentraron entonces en el interior del continente y otros continuarían en la goleta Covadonga hacia el estrecho de Magallanes. Ambos grupos se reunirían finalmente en Chile, donde estuvieron radicados hasta mediados del año 1863. Desde Chile recorrerían toda la costa suramericana del Pacífico hasta llegar a California incluso, para luego volver a las costas del Perú a mediados del año 1864. Cuando la escuadra naval, mandada por el almirante Pinzón -un descendiente de los hermanos Pinzón del descubrimiento-, se encontraba en las costas peruanas un incidente local alteraría gravemente el inestable equilibrio diplomático de la zona. Unos colonos vascos que trabajaban de operarios en la hacienda Talambo -propiedad de un rico peruano-, se enfrentaron entonces con otros peones del lugar resultando de la pelea muertas dos personas, un español y un peruano.

Los ánimos desde la independencia no se habían llegado a calmar y los diplomáticos españoles -y un gobierno peruano recién salido de un golpe- no ayudaron a resolver el pequeño incidente, un conflicto que acabaría ocasionando finalmente una de las guerras más absurdas en las que España hubiera participado nunca. Los científicos españoles tuvieron además sus diferencias con los militares de la escuadra naval de la Armada. El responsable de la Comisión científica Paz Membiela regresaría a España en diciembre del año 1863 por los duros encuentros con el mando naval. El entomólogo Amor enfermaría en mayo de 1863 en el desierto de Atacama en Chile y moriría en octubre de ese mismo año en San Francisco, EEUU. El botánico Isern contraería una enfermedad infecciosa en el río Marañón en 1865, falleciendo en España meses después. En marzo de 1864 el conflicto con Perú llevaría al Jefe de la escuadra naval a disolver la expedición científica. Debían regresar todos a España cuanto antes. Pero entonces cuatro de los científicos se negaron a marchar, Martínez, Jiménez de la Espada, Almagro e Isern decidieron seguir con la expedición. Entonces atravesaron, transversalmente, todo el continente sudamericano desde Guayaquil -Ecuador- en el oeste hasta llegar a la ciudad costera de Belén -Brasil- en el este. 

El pintor, grabador y fotógrafo madrileño Rafael Castro (1830-1865) se había formado en la prestigiosa Academia de Bellas Artes de San Fernando y viajaría luego a París para aprender de uno de los pintores que más influiría en los artistas de mediados del siglo XIX, Léon Cogniet -un maestro del Romanticismo y del Neoclasicismo-.  Rafael Castro buscaría antes de partir con la expedición el consejo de uno de los pioneros en fotografía de viajes, el inglés Charles Clifford, por entonces trabajando en España. Estos fotógrafos decimonónicos utilizaban el colodión húmedo, una técnica que permitía un menor tiempo de exposición, aunque, a cambio, sus destartalados equipos, de grandes placas de vidrio e instrumentos ópticos abigarrados, les obligaban a llevar pesadas cargas durante las difíciles tomas en el exterior. Finalmente la expedición científica española del Pacífico conseguiría una importante documentación sobre flora y fauna americanas, introduciría algunos animales autóctonos en España e incrementaría los fondos museísticos con cantidad de datos naturales y culturales. Pero la realidad fue que sólo pasaría a la historia marginalmente, sin ninguna gloria nacional ni científica. Jiménez de la Espada se empeñaría en continuar la expedición a partir de marzo de 1864 y esa iniciativa -llamada entonces El gran viaje- le llevaría a conseguir un cierto prestigio científico. La aventura fue considerable ya que atravesaron el río Amazonas y las selvas peruanas y brasileñas hasta llegar a la desembocadura del poderoso río en el Atlántico. Escribiría de aquel viaje Jiménez de la Espada su obra Mamíferos del alto amazonas y publicaría la monografía Especies desconocidas de la fauna neotropical.

El fotógrafo Castro Ordóñez regresó a España en el año 1864 trayendo consigo unas trescientas placas fotográficas y un gran número de bocetos e ilustraciones de Brasil, Chile, Bolivia, Perú y la costa pacífica hasta California. Mostraría, como buen creador y artista, sus discrepancias con la Comisión científica por utilizar ésta más esfuerzos a la inmensidad que a la intensidad de las cosas... No podría él dedicar así el tiempo que consideraría necesario para profundizar en las costumbres y en los lugares impresionados. Al llegar a España a principios de 1865 -los restantes expedicionarios lo hicieron a finales de ese año- las autoridades le dieron la espalda, negándole cualquier retribución económica por su trabajo en la Comisión del Pacífico. El día 2 de diciembre del año 1865 se dispararía Castro Ordóñez en su domicilio de Madrid un tiro de revólver en el corazón, falleciendo así uno de los pioneros españoles en fotografías documentales de grandes viajes. La guerra del Pacífico, aquel enfrentamiento tan absurdo entre España y dos países sudamericanos -Perú y Chile-, llegaría a acabar también con el suicidio del Comandante general de la escuadra española en el Pacífico, José Manuel Pareja. Este almirante se habría sentido deshonrado por las fatídicas decisiones que llegó a tomar en un enfrentamiento naval con Chile donde se perdió la goleta Covadonga, cuando además la flota chilena era bastante inferior a la española. Tan sólo la intervención del nuevo recién nombrado Comandante general, el contralmirante español Méndez Núñez, consiguió recomponer el maltratado orgullo nacional y dejar en tablas -salvado el honor de la Armada- aquel desesperado conflicto naval del Pacífico. Hasta sucedería que en pleno conflicto, en las islas Chincha del Perú, la fragata Triunfo, aquella fragata en la que los expedicionarios se embarcaron ilusionados en Cádiz dos años antes, sufriría un trágico accidente en noviembre de 1864, cuando un producto inflamable provocase un incendio terrible y la fragata española acabara perdida, como toda aquella expedición maldecida, en el lejano océano Pacífico para siempre. 

(Fotografía de algunos de los expedicionarios españoles de la Comisión científica del Pacífico, 1862; Imagen de la cubierta de la fragata Triunfo, 1862; Autorretrato fotográfico de Rafael Castro Ordóñez, pintor y fotógrafo de la Comisión, 1862; Óleo del pintor francés Léon Cogniet, Autorretrato en su habitación en Villa Médicis, 1817, Museo de Cleveland, EEUU; Fotografía de los expedicionarios, 1862; Fotografías de Rafael Castro Ordóñez: Vista del acueducto de Río de Janeiro, 1862, Fotografía de la Estación de Chañarcillo, Desierto de Atacama, Chile, 1862; Fotografía del Teatro Principal, Lima, Perú, 1862; Imagen fotográfica de los científicos de la Comisión, de izquierda a derecha: Juan Isern, Fernando Amor, Patricio Paz, Jiménez de la Espada, Francisco Martinez y Manuel Almagro; Imagen de la fragata de la Armada española Triunfo, 1862; Cuadro del pintor español Castellón, Batalla Naval de Abtao -1866, Chile-, pintura de principios del siglo XX, Museo Naval de Madrid.)
 

9 de enero de 2012

La conciencia de la Belleza salvará al mundo.



Cuando el día 12 de abril del año 1961 el cosmonauta ruso Yuri Gagarin se encontraba regresando a la Tierra, luego de ser el primer hombre que pilotaba una nave estratosférica alrededor del planeta, escribiría en su diario de a bordo: Al entrar de nuevo a la atmósfera me encontré en una bola de fuego. Luego, los rayos del sol atravesaban la capa terrestre y el horizonte se volvió color naranja intenso, que se iba cambiando paulatinamente a todos los colores del arco iris: al azul celeste, al azul oscuro, violeta, negro. ¡Una gama de colores indescriptible! Era como en los lienzos del pintor Nikolái RoerichNikolái Roerich había sentido en su vida una inmensa inquietud por la historia y la cultura universal. Esta ávida curiosidad le había llevado a sentir un interés por casi todo, desde la arqueología hasta la búsqueda de la espiritualidad. Luego de graduarse en la Escuela de Bellas Artes de San Petersburgo, compuso una de sus primeras creaciones pictóricas, El Mensajero, una pintura que le permitió darse a conocer en los ámbitos intelectuales y críticos de Rusia. Pero, pronto le recomendaron que fuese a ver a Tolstoi. Después de conocer su obra pictórica, Tolstoi le llegaría a decir a Roerich algo que le marcaría para el resto de su vida: ¿Ha podido alguna vez cruzar en barca un veloz y caudaloso río? Es menester guiar la embarcación a un lugar más alto que la meta o el río se la llevará. Lo mismo pasa en la esfera de las exigencias morales: hace falta guiar la barca hacia lo más alto posible ya que la vida se lo lleva todo. Si su mensajero maneja el timón muy alto, ¡entonces llegará!

Viajaría el pintor ruso luego a Norteamérica durante los años veinte. Más tarde fue comisionado a una expedición cultural en Asia y es entonces cuando descubrirá el Himalaya y los pueblos que circundan la inmensa cordillera. Para ese momento había el pintor comprendido que su Shambhala, es decir, su camino hacia la redención, pasaba inevitablemnete por el conocimiento de Oriente y de su divulgación al resto de la humanidad. Su popularidad en los los Estados Unidos le llevaría a mantener contactos con importantes personajes políticos. En los años de la Depresión norteamericana sería enviado por el govierno de Roosevelt a China para encontrar plantas que ayudaran a fomentar la agricultura y pudiesen además evitar la destrucción de sus capas fértiles. Roerich fue un filántropo universal que idearía un especial concepto ético-cultural para el mundo. La Cultura se apoya en la Belleza y en el Conocimiento, decía el artista, arqueólogo y filósofo ruso. De ese modo rememoraba la frase que su compatriota Dostoievski escribiera en una de sus novelas apasionantes: La conciencia de la Belleza salvará al mundo. En el año 1930 crearía un proyecto legal y cultural internacional al que se denominaría Pacto Roerich, y con el que pretendía vincular a los países de la Tierra para preservar y salvaguardar todas las creaciones culturales del mundo. Que fuesen independientes además de credos, políticas o intereses económicos. Fue apoyada por el presidente Roosevelt y en el año 1935 se firmaría el Pacto Roerich en Washington.

Cuando a finales de la Segunda Guerra Mundial Roerich quisiera regresar a Rusia desde la India -lugar donde acabaría teniendo su residencia-, solicitaría entonces el visado de entrada a su país, ya que había estado muchos años fuera de su patria. Pero no pudo llevar a cabo su deseo: fallecería en la India en el año 1947 sin saber que la entrada a su país le había sido denegada.  Pero ya daría igual, ahora había encontrado, por fin, su Shambhala... Eso que buscara tanto en sus viajes y lienzos inspirados. Los mismos lienzos que le obligaron a inspirarse también ante la gran cordillera enigmática del Himalaya, ante los grandes ríos majestuosos del mundo o ante las raíces culturales de toda  la humanidad. Y bajo ese gran techo geográfico del mundo, en el majestuoso valle de Kulu, se acabaría erigiendo un pequeño túmulo donde reposarían sus cenizas aventadas. Un túmulo donde una inscripción funeraria acompañaba unas letras inscritas diciendo para siempre: Que haya paz.

(Cuadro El camino a Shambhala, 1933, del pintor ruso Nikolái Roerich; Obra del pintor Nikolái Roerich, Brahmaputra, 1932, Museo en Riga; Óleo Huéspedes de ultramar, 1901, de Nikolái Roerich; Lienzo Mensajero, 1897, de Nikolái Roerich; Cuadro Zaratustra, 1933, de Nikolái Roerich; Obra de Nikolái Roerich, A la media noche, luz de Shambhala, 1940; Retrato de Nikolái Roerich, 1938, obra de su hijo Svetoslav Roerich; Fotografía Puesta de Sol desde la Estación Espacial internacional, 2010, de la web Abadiadigital.com.)

4 de enero de 2012

La duda, como la ocultación o el perdón, atraviesan las veleidosas elecciones de los humanos.



Después de que Napoleón fuese completamente derrotado y desterrado a la isla de Santa Elena en el Atlántico, los aliados vencedores de la batalla de Waterloo apoyaron la vuelta de la monarquía a Francia. Así que entonces Inglaterra y Francia comenzaron, inevitablemente, un idílico y necesario acercamiento. Es por lo que, con el tratado de París del año 1815, los ingleses devolvieron la antigua colonia francesa africana del Senegal a los vencidos. Para el año 1816 Francia decidió que una flota mercante marchase por fin a sus antiguos dominios africanos. Tres barcos salieron entonces del puerto francés de Rochefort rumbo hacia la costa occidental del Senegal. Uno de aquellos barcos, la Medusa, era una enorme fragata que llevaba más de cuatrocientas personas a bordo. El capitán del barco, Hugues Duroy de Chaumereys, era un inexperto navegante muy poco conocedor del traicionero litoral arenoso del océano por aquella costa. Queriendo avanzar más rápido, acabaría alejándose fatídicamente del resto de la flota. Sin poder evitarlo, la Medusa terminaría embarrancada frente, pero lejos, de las desoladas orillas de la costa mauritana. No hubo salida porque los predadores bancos de arena en el mar son una terrible trampa mortal. Y embarrancaron inevitablemente. Sólo podían utilizar las pocas barcas que, para salvar vidas, llevaba a bordo la fragata. Pero, no todos podían embarcar en ellas. Unos 150 hombres se tuvieron que quedar a bordo de la Medusa embarrancada.

Decidieron entonces construir una enorme balsa con los maderos de la fragata, una balsa tan grande que les cobijara a todos hasta la costa. Cuando fue depositada en el mar la frágil embarcación se desbordaría más de lo previsto. Sin embargo, pronto se llenaría de seres humanos anhelosos por sobrevivir. Fue el mayor desastre vivido por unos hombres y mujeres enfrentados a su debilidad, a sus demonios, a sus egoístas deseos o a sus desesperados impulsos por vivir. Fueron asesinando a los que no garantizaran la estabilidad, a los amotinados y a los débiles. Acabaron, en un alarde de cruel supervivencia, devorando los cadáveres depositados entre los travesaños roídos de la triste balsa. Quedaban sólo quince personas a bordo cuando, casualmente, fueron rescatados por el buque Argus veintisiete días después. Para entonces ya habrían dejado incluso hasta de buscarlos. Cuando aparecieron en Francia, cuando todo se supo ya por fin, cuando se descubrieron las extraordinarias bajezas que, desde el capitán -que los abandonaría- hasta el último de los inescrupulosos supervivientes, habían llevado a cabo, todo se silenciaría. Ahora fue la vergüenza y el oprobio, la deshonra y el temor, lo que hicieron que las autoridades francesas trataran de ocultar los terribles hechos para siempre.

El romántico pintor francés Théodore Géricault (1791-1824), que había tenido que huir de Francia por una inapropiada relación familiar -un amor prohibido con su tía-, siempre se mostraría muy rebelde y crítico frente a las rigideces de la injusta sociedad que le tocó vivir. Así que no dudaría un momento en pintar la dramática escena vivida por sus compatriotas en el Atlántico. El mismo año del suceso comenzaría a preparar el pintor la inmensa obra (cerca de 5 x 7 metros). Pero, para entonces, justo al tiempo de empezar a pintarla, le sobrevino al artista la duda... ¿Qué debería ahora destacar realmente en su lienzo? Pensó en tres posibles escenarios. Uno el rescate de los náufragos, algo grandioso, reconfortante, esperanzador. Después pensó en pintar la revuelta de algunos supervivientes, la lucha entre ellos. Por último se le ocurrió pintar mejor el canibalismo que se produjo y que hubiese mostrado la desesperación humana. También quiso otorgar a la escena un espíritu de salvación pintando el buque Argus a lo lejos, pero, ahora, muy visible en el horizonte de la obra. Sin embargo, nada de todo eso llevaría a cabo el artista en su obra.

En un alarde impactante, decidió componer el pintor una estructura nunca antes vista en el Arte. Ni siquiera el punto de fuga, algo que los pintores establecen como recurso necesario, utilizaría entonces el pintor para realizar su obra. Todo lo sitúa en un primer plano donde se ve claramente lo terrible de aquel espantoso horror. La perspectiva de la imagen de la embarcación está muy sesgada, no se puede ver sino tan sólo un extremo de la misma. Y en ese extremo concentra el pintor a los náufragos apretados, tanto los vivos como los muertos, en un desgarrador instante muy trágico. Los vivos queriendo no desfallecer en solitario, creando así la imagen de un único cuerpo compacto que lucha ahora por sobrevivir. Aparecen hundidos o aferrados a alguna esperanza. Agitan algunos sus brazos, o lo que sea, hacia un horizonte en el que apenas se vislumbra la silueta salvadora del Argus, un carguero que sí se observa en el primer boceto que realizaría el pintor dos años antes. ¿Por qué lo quitaría luego de su obra final? Porque quiso mostrar sin él mucho más la fuerza dramática del desolador instante. Un año después de la tragedia se llevaría a cabo un juicio en Rochefort, el puerto desde donde saliera la flota. Un tribunal militar enjuiciaría entonces al capitán de Chaumereys. Uno de los testigos que sufriera el suceso fue el tripulante de la fragata Phillip D´Anrevs, que declararía compungido, abnegado y sincero, estas duras palabras ante los jueces: Los últimos tres días son borrosos y monótonos. Transcurrieron entre nuestro canibalismo imperdonable y la lucha por encontrar una razón para seguir existiendo. Creo que fui el primero en ver algo diferente a la masa uniforme de mar y cielo. Me incorporé y agité mi camisa, desesperado. No me vieron, no giraron. Entonces, frenéticamente, Corréad me alzó sobre sus hombros con la ayuda de Sivigny. Estábamos todos muy débiles, pero logramos que mi camisa, hecha jirones, flameara ahora más alto todavía. Y entonces lo vimos... Unos pocos hombres se revolvían en la balsa luchando contra la muerte. Llorábamos. Gritábamos. Algunos estiraban el cuello para ver qué sucedía. Otros cerraron los ojos para no ver la incierta realidad. Pero, entonces fue, entonces, cuando todos me escucharon decir: ¡El carguero ha virado, viene, viene hacia nosotros...!

(Obra actual del pintor chileno Benito Ricardi, La duda; Óleo del pintor Théodore Géricault, La Balsa de la Medusa, 1818, Louvre; Cuadro-ilustración del artista Winston Chmielinski, Hombre-Mujer pájaro, actual; Cuadro El regreso moderno del hijo pródigo, 1882, del pintor francés James Tissot, Museo de Nantes, Francia; Óleo del pintor Horace Vernet, Retrato de Théodore Gericault, 1823; Boceto realizado por Théodore Géricault sobre La Balsa de la Medusa, 1816, donde el autor refleja un primer intento de su obra, y en el que ahora se aprecia la silueta del barco rescatador al fondo, barco que finalmente el pintor descartó en la obra definitiva, donde apenas lo situó como un punto en el horizonte, Museo del Louvre, París.)

12 de octubre de 2011

El recuerdo más épico recompone los pedazos perdidos u olvidados de nuestro atribulado espíritu.



Aquel reconocido periodista español decimonónico -Mariano de Cavia- llevaría a nominar luego un premio para los que consiguieran escribir artículos que llegaran ahora más allá de lo que, objetivamente, comunicaran con ellos entre sus páginas. El premio Mariano de Cavia se concede en España desde el año 1920 para aquellos periodistas o escritores que, con sus artículos publicados, hayan alcanzado parte de aquella excelencia literaria. En el año 1926 se concedió el premio a un artículo publicado el día 12 de octubre en el diario ABC de Madrid y titulado El triunfo de las Carabelas. Estaba firmado por Manuel Siurot Rodríguez, un pedagogo sevillano nacido en la pequeña localidad de la Palma del Condado, provincia de Huelva, y que habría dedicado toda su vida a la enseñanza y a la divulgación cultural.

Es de destacar aquel homenaje por la noble, desinteresada, loable y extraordinaria vida de esfuerzo y dedicación del tan eximio pedagogo andaluz. Del mismo modo, homenajear también ahora la ingente tarea que España desarrollaría en América para educar a los nativos y a sus hijos, y a los hijos de los de aquí que luego siguieron allí. Esta gran labor cultural fue realizada -a veces con una iglesia útil poco reconocida- por España en América durante casi cuatrocientos años seguidos. Actividad educativa nunca superada por ninguna otra nación que hubiese descubierto o conquistado o colonizado tierra alguna desde el alba de los tiempos históricos.

El Triunfo de las Carabelas

En el amanecer luminoso de aquel 12 de Octubre, la Santa María, de Colón; la Pinta, de Martín Alonso, y la Niña, de Vicente Yáñez, han tocado con sus proas la tierra del Nuevo Mundo. La mañana tropical del golfo sonríe en las aguas azules, en la limpieza del cielo y en la alegría de la selva virgen. España acaba de romper la barrera infranqueable que habían construido el miedo y la ignorancia, aprovechándose de la inmensidad del mar. Esa felicidad, que sonríe en el seno de la mañana augusta, es un obsequio de la Naturaleza a los tres barcos triunfadores, que son los tres maestros más grandes de la Geografía Universal.

El espíritu creador de la Patria española contrae en ese momento nupcias con América cobriza, la inocente, la bella. El sacerdote de ese matrimonio es Dios, y son testigos el cielo, el sol, el mar y aquellos marineros españoles que, desde la democracia de sus vidas, han escalado la cumbre más alta del honor. La Historia estaba celosa de la Poesía, y, con un puñado de hombres de carne y hueso, escribió un poema más grande y más luminoso que todas las invenciones de la leyenda.

Luego viene Cortés, y quema en la candela de sus naves una resina olorosa y nueva, que es el incienso de la Patria al inmolarse voluntariamente ante el altar de América. Viene Pizarro, que no sabe leer, y civiliza un mundo, crea un imperio más grande que Europa, y, en la noche ecuatorial, ha visto aquella Cruz del Sur, cielo novísimo, descubierto por él; cruz de brillantes, que relampaguean misteriosos como espléndida joya sideral, que era el regalo que Dios hacía en las bodas de España con América.

Y vienen Ponce de León, Balboa, Grijalba, Solís, Ocampo, Álvaro Núñez, y mil más legionarios del heroísmo y patriarcas de la civilización. Por todos la Patria del solar castellano, del poema del Cid y del Romancero, la que supo romper en la frente de almorávides, almohades y benimerinos de la soberbia de las dominaciones con el martillo de la austeridad; la España de los Fueros, de los Municipios y de las iluminaciones teológicas, trabaja en la alfarería creadora de los mundos, y al dilatar meridianos y paralelos surge el planeta definitivamente perfecto, según las leyes de la geografía de Dios.

Ahora, lo mismo que el 3 de Agosto, mis discípulos recogen esta emoción, que va llenando sus almas y perfumando sus ideas. Es el salmo de la Patria, que debe semitornarse con todos los calores y dulzuras del amor. Les digo: Para que el amor de la Patria sea perfecto ha de tener alas en su misticismo, y herramientas en su acción. Amor que no sabe volar no es amor, y, por otra parte, amor patrio que no tiene una palabra, un libro, un arado, un martillo y un cansancio de labores generosas, es un sustantivo sin substancia.

Aquellos españoles de la epopeya tenían alas y tenían instrumentos; eran místicos y trabajadores; estaban iluminados de ideales, y tenían los pies perfectamente puestos en la realidad de la vida. Este día es un grande orgullo de la Historia, y debe traer para la juventud de España y América el serio propósito de volar por el mundo de las ideas, llevando bajo las alas el instrumental práctico de la civilización.

Pero es preciso, para volar por fuera, volar primero sobre nosotros mismos en la meditación de nuestro propio destino; porque no hay ni uno solo de los jóvenes hispanoamericanos que no tenga un 12 de Octubre a que llegar en su vida; un posible 12 de Octubre, que es la revelación completa de la personalidad. A ese momento glorioso no puede llegarse si no copiamos de la Rábida, que es la cátedra más fuerte del genio español, la sencillez franciscana, la entereza maravillosa del carácter, y la generosidad, que sale limpia de todos los juicios históricos; si no nos embarcamos en las tres carabelas de nuestra memoria, entendimiento y voluntad; si no nos lanzamos al mar de la vida para vencer las tempestades atlánticas y la de los hombres, y si no estamos vigilantes para ver en la aurora del día milagroso la América que todos llevamos por descubrir en nuestra alma.

Manuel Siurot.

(Artículo publicado de nuevo en el periódico ABC de Madrid el día 12 de abril de 1927, como homenaje al premio Mariano de Cavia de 1926, concedido a Manuel Siurot Rodríguez en el año 1927.)

(Fotografía de estatua de Cristóbal Colón en el Monasterio de Santa María de las Cuevas, Sevilla, hoy convertido en Museo de Arte Contemporáneo; Fotografía de la misma estatua con el pedestal y su leyenda: A Cristóbal Colón, en memoria de haber estado depositadas sus cenizas desde el año 1513 a 1806 en la iglesia de esta Cartuja de Santa María de las Cuevas (Sevilla), erigido en 1887; Óleo del pintor francés Ferninand-Victor-Eugene Delacroix, 1798-1863, Colón y su hijo en La Rábida, 1838, USA; Cuadro Vista del monumento a Colón, del pintor andaluz Picasso, 1917, Museo Picasso, Barcelona; Cuadro El descubrimiento de América, 1959, del pintor catalán Dalí, USA.)

1 de septiembre de 2011

El conocimiento como salvación, como luz, como armonía o como destino.



En el año 1843 el arqueólogo alemán Karl Richard Lepsius (1810-1884) sería enviado a Egipto para llevar a cabo una expedición científica auspiciada por Prusia. Descubrió entonces no dos, ni cuatro, sino hasta 67 pirámides. Aprendería y estudiaría las lenguas nativas, excavaría varias tumbas en Karnak y publicaría su gran obra Monumentos de Egipto y Etiopía. Sin embargo, no hallaría nada de relevancia histórica sino hasta un viaje posterior a Egipto, donde ahora tuvo la fortuna de encontrar un documento excepcional para la historia: el papiro del Decreto de Canopus. En este papiro antiguo del siglo III a.C. los egipcios habían planteado ya la corrección de la duración del ciclo solar en su calendario. Estaba escrito además en caracteres jeroglíficos, griegos y demóticos, comparable por lo tanto a la famosa Piedra de Rosetta. Se confirmaría así la traducción de los jeroglíficos egipcios, algo que, casi cuarenta años antes, había iniciado el erudito francés Champolion. Pero, lo importante de ese descubrimiento fue demostrar que los egipcios eran conscientes ya de la necesidad de reformar el calendario solar para ajustarlo a la realidad del tiempo que dura un año. A pesar del Decreto de Canopus del siglo III antes de Cristo, no prosperaría la reforma del calendario en el mundo posterior a esa fecha por culpa de los prejuicios religiosos de los sacerdotes egipcios de entonces. Pasaron los años y un astrónomo alejandrino y sus cálculos rudimentarios descubrieron que algo fallaba, que realmente duraba más tiempo la traslación de la Tierra alrededor del Sol. Para establecer el ciclo solar correcto calcularía el astrónomo que faltaban añadir seis horas -un cuarto de día- para completar el ciclo anual. Por culpa de aquellos sacerdotes egipcios es por lo que la humanidad no certificaría la duración real del año hasta que Julio César lo ordenara doscientos años después, el año 45 a. C. Aceptaría entonces Julio César las conclusiones del astrónomo Sosígenes de Alejandría, por lo cual habría que añadir a los 365 días que duraba un año seis horas más, el tiempo que este astrónomo había calculado que faltaban.

Fueron los egipcios hace más de tres mil años los primeros que comprendieron la utilización del sol como medida del tiempo anual: 365 jornadas de sol en un año (organizados en 12 meses de 30 días más 5 días añadidos al final del último mes). Para poder cuantificar ese tiempo añadido de seis horas anuales, se decidió completarlos en un sólo día dedicando cuatro años seguidos para ello. Se incluiría un día más en ese cuarto año en el último mes del calendario de entonces, Febrero (Februa, mes de la purificación por lo lluvioso que era). Y en esto -hace más de dos mil años- sólo erró Sosígenes en un segundo al día. Es decir, once minutos y seis segundos en todo un año fue lo que calculó mal el sabio alejandrino. La Iglesia Católica en su concilio de Nicea del año 325 estableció oficialmente ese calendario -denominado juliano por Julio César- para poder señalar sus fiestas religiosas. La cuestión fue -para los cristianos de Constantino el Grande- cómo fijar entonces la fiesta de la Pascua -el día en que Jesucristo resucitó-, y, a partir de esta fecha, poder determinar las demás. Ese concilio de Nicea señalaba que la Pascua debía ser el domingo siguiente a la primera luna llena después del comienzo de la primavera. Lo que pasó entonces fue que aquel año 325 la Pascua coincidió con el día 21 de marzo, el propio comienzo primaveral. Pero con el paso de los años varió ese día. Cada vez se adelantaba un poco más hasta que, después de mil trescientos años, los días llegaron a ser un total de diez, adelantándose equivocadamente el equinoccio primaveral hasta el 11 de marzo real. Se habían vivido cerca de 11 días más sin haber sido así realmente. En el concilio de Trento del siglo XVI se decidió corregirlo. Muy bien asesorado por astrónomos como Cristóbal Clavio, el papa Gregorio XIII designó el cambio del antiguo calendario juliano al nuevo gregoriano. Así fue como del jueves 4 de octubre de 1582 se pasaría al viernes 15 de octubre de 1582. Nunca se nombraron -se vivieron- esos días en todo el orbe católico, entonces el más extendido y poderoso del mundo. Se resistieron otros países por motivos religiosos o políticos. Como Holanda, que no cambió su calendario juliano hasta principios del siglo XVIII; o como Inglaterra, hasta mediados de ese mismo siglo; o como Japón, a finales del siglo XIX; y, por fin, Rusia, que no lo cambiaría hasta el año 1918.

El arqueólogo alemán Lepsius publicaría en el año 1842 su traducción del Libro egipcio de los Muertos, unos escritos que había encontrado en sus hallazgos en Egipto. Relataba todo lo que había descubierto acerca de los textos funerarios egipcios y que configuraban la mitología espiritual de esa extraordinaria civilización. Sobre todo el conocido como Juicio de Osiris, un texto que indicaba el sentido de la vida y de la muerte y que llevaría a los egipcios a ser los primeros que se plantearon la recompensa o la condenación por lo vivido. Es decir, que dependiendo de cómo una persona se hubiera comportado en su vida, así su alma -su ser luchador- se enfrentaría luego en una decisiva e implacable prueba definitiva. También relataba cómo se ejecutaba el juicio de la balanza divina, el peso del alma que determinaba para el espíritu la vida eterna o el final sin remisión. Cuando un ser humano fallecía en el antiguo Egipto su espíritu era guiado por Anubis, señor de los Muertos, a través del inframundo egipcio -el Duat- hacia el tribunal de Osiris, dios de la Vida y la Resurrección. En un determinado momento de ese camino por el inframundo, Anubis tomaba el corazón del espíritu, lo extraía y lo depositaba en uno de los platillos de esa balanza decisiva. En el otro platillo colocaba a la diosa Maat, símbolo de la Verdad y la Armonía. Pero aún no pasaba nada. Luego una cantidad de dioses preguntaban al espíritu cosas de su vida. De cómo éste contestara así el corazón aumentaba o disminuía de peso. Osiris determinaría, según el fiel de la balanza, si el espíritu podía volver a su cuerpo y continuar hasta el Paraíso final -el Aaru- o, por el contrario, si sería arrojado al Infierno -con el Ammyt- definitivamente. Aquí, en el infierno egipcio, ya no habría nada que hacer -ni siquiera sufrir-, todo el ser sería devorado inevitable, total y permanentemente. Sin embargo, cuando el espíritu continuaba hacia el Aaru -el paraíso egipcio- no estaría a salvo aún. Todavía tendría que demostrar que lo que había aprendido fuese ahora capaz de salvarle. El camino hacia el Aaru no era más facil que el camino de la vida. Era un viaje difícil, se estaba expuesto a dificultades, peligros y luchas. Tendrían el espíritu y su cuerpo que enfrentarse a todas las pruebas con el conocimiento y la experiencia adquiridas. Podrían ayudarle sus deudos, familiares o amigos vivos, los cuales tenían en ese tratado escrito la forma en que ellos podían apoyar al individuo mortal en el camino de obstáculos hasta llegar al Paraíso final. Con este Libro de los Muertos se completaba el conocimiento necesario para la conservación del cuerpo físico durante el tiempo que durase el paso decisivo. Ambas cosas -el apoyo y la conservación- podían realizarla los vivos para con el espíritu del fallecido. Espíritu que necesitaría, caso de sobrevivir a esas terribles pruebas, de tal soporte corporal para cuando llegase, finalmente, al Aaru celestial.

(Ilustración egipcia representando al dios Osiris; Óleo del pintor italiano del cuatrocento Andrea Mantegna, Julio César en el carro triunfal, 1490, Londres; Imagen con el grabado de la Balanza de Anubis; Representación del Ammyt egipcio o el devorador de los muertos; Imagen de un cuadro con el retrato de Cristóbal Clavio y del papa Gregorio XIII dentro del mismo, siglo XVI; Retrato del arqueólogo alemán Karl Richard Lepsius, siglo XIX; Imagen representando al Libro de los Muertos en caracteres jeroglíficos, Antiguo Egipto.)

27 de agosto de 2011

Desde uno de los mejores lugares del mundo: elogio a un gran Hispanista.





Me despierta el sonido de los gorriones revoloteando en la enredadera de la casa donde me alojo. Este es un sonido que ya no se oye en Inglaterra, porque en los últimos veinte años los gorriones han desaparecido (se han marchado a un lugar más alegre, a Sevilla, supongo).

Me dispongo a salir hacia el Archivo de las Indias. Dejo mi habitación a las nueve en punto, a tiempo de aprovechar la frescura de la mañana que, en días de calor, siempre es un placer. Entro en la preciosa plaza de la calle Santa María la Blanca, con su iglesia blanca del siglo XV que solía ser una sinagoga y cuyos mejores cuadros creo que fueron robados por Napoleón. Queda una Última Cena atribuida con mucha oposición a Murillo. Ahora la plaza está llena de cafeterías que están siendo limpiadas en este momento y a duras penas consigue sobrevivir a las enormes multitudes de turistas que pasean por ella como en un sueño. Sobre la acera se amontonan grandes cajas de naranjas.

Giro a la derecha a poca distancia de lo que solía ser la Puerta de la Carne, el mercado de la carne, cuando las murallas de la ciudad discurrían por ahí. Esto también se encuentra nada más pasar la panadería llamada Doncellas, donde uno puede comprar pan con un sinfin de formas y también esa torta sevillana tan especial conocida como regañá. Una vez hice lo imposible para asegurarme de que mantenía una de ellas intacta pese a mi viaje a casa en avión. Acto seguido, tuerzo al pasar la popular cafetería Modesto, que ahora ocupa ambos lados de la pequeña calle que conduce a los Jardines de Murillo, y luego sigo andando a la derecha por la plaza de los Refinadores, que recibe su nombre del gremio de los refinadores de metales y en la que me alojé en una ocasión y vi la melancólica figura del ex presidente de México, López Portillo, que había comprado un edificio allí.

En el centro de la plaza se encuentra una estatua de Don Juan del siglo XIX. Entre las palmeras custodiadas por geranios y rosas, se ven colegiales que escuchan la pequeña charla de una monja. ¿Qué les puede estar diciendo sobre el más famoso de los réprobos? Sin molestarme en escuchar, avanzo por una calle llamada Mezquita, que debo suponer que una vez condujo a una mezquita, y a renglón seguido me encuentro en la bonita plaza de Santa Cruz, que fuera creada, como la mayor parte de este barrio de Santa Cruz, que es como se llama, con motivo de la gran exposición de 1929. En su centro se yergue orgullosamente una bellísima cruz de hierro forjado. Murillo fue enterrado aquí. En la esquina noroeste, encontramos un famoso restaurante al que he acudido en varias ocasiones con amigos ilustres, entre los que se incluyen el ahora legendario Isaiah Berlin. Me viene a la memoria un excelente libro de memorias de José María Pemán, autor español de la generación de la Guerra Civil, titulado Mis almuerzos con gente importante. Las palomas calman los nervios de los viajeros, pero enfurecen a los dueños de las casas.

Allí se encuentra una placita llamada Alfaro, que era el apellido de un capitán que luego fue mercader, a quién Cortés pagó 11 ducados por viajar al Nuevo Mundo por primera vez. Más adelante, Alfaro envió productos y armamento para ayudar a Cortés en su gran conquista. Estoy convencido de que en algún lugar del Archivo de Indias o del Archivo de los Protocolos de Sevilla existe un documento que proporcionará la clave sobre la razón por la cual Alfaro se mostró tan cordial con el conquistador de México. Creo realmente que lo descubriré algún día. Una calle cubierta de jazmín conduce al Hospital de los Venerables, que solía ser un sanatorio para frailes enfermos, pero que hoy en día es un centro de exposiciones de primera categoría. Otra calle llamada Pimienta debe recordar una época en la que los mercaderes de especias tenían su propio bazar y la pimienta valía más que su peso en oro. ¿Es cierto que Catalina de Braganza compró pimienta por valor de medio millón de libras como regalo para el rey inglés Carlos II?

Voy andando por una calle que ahora se llama Agua y que la primera vez que fui a Sevilla estaba cubierta de jazmín, pero lo han quitado para preservar la antigua muralla que por aquel entonces cubría. Llego al punto en el que la calle Agua dobla una esquina a la derecha para convertirse en la calle Vida y allí se encuentra la casa de uno de los hombres más destacados de la Maestranza de Sevilla, que nos recibió a Carlos Fuentes y a mí hace unos años cuando Carlos anunciaba la nueva temporada taurina y yo le presenté. Ambos hablábamos en el pequeño y exquisito teatro Lope de Vega. ¡Qué delicia! Dije... bueno, esa es otra historia.

Justo al lado hay una plaza llamada Doña Elvira, que una vez estuvo ocupada en su totalidad por la casa solariega o palacio de la familia Centurión, originaria de Génova y que dominaba el comercio en Sevilla en la década de 1520. Su palacio en Génova se conserva, pero recuerdo que se encuentra un tanto deteriorado. Elvira era la propietaria de un antiguo teatro en el emplazamiento de los Venerables. Allí se me acercó una chica y me dijo: ¿Es usted Hugh Thomas? Sí, dije no muy seguro. ¿Y quién eres tú? Soy Luisa Einaudi, creo que me dijo, antes de desaparecer.

A continuación llego al exquisito Patio de Banderas, en cuyo centro se realizan excavaciones, quizás en búsqueda de restos romanos, pero está junto al gran palacio del Alcázar que tiene una historia tan larga como la de la propia Sevilla por lo que se podría descubrir  cualquier cosa. Carlos V se casó allí. Desde ahí se divisa una magnífica vista, aunque lejana, de la Giralda, la torre desde la que se dice que el muecín, en la época de los árabes, solía llamar a los servicios a la oración.

Un día, hace 11 años, me encontraba en la plaza de Banderas concediendo una entrevista a una señora llamada, sorprendentemente, Alvarado, cuando recibí una llamada de móvil desde Londres en la que me dijeron que Noel Annan, uno de mis mejores amigos, había fallecido.

Deseoso de borrar ese triste recuerdo, llego a la plaza de la catedral. Habían vuelto a embaldosar primorosamente la plaza con pizarra. Me han dicho que los penitentes que están acostumbrados a realizar descalzos este último tramo de su largo camino desde la iglesia de su cofradía hasta la catedral, sienten bajo sus pies que la pizarra está más caliente que las antiguas piedras. Pero, a lo mejor, si sufren más, son más felices.

Me gustaría entrar en la catedral, pero eso me retrasaría demasiado. Evito a un monstruo alto vestido de plata y también pintado de plata con una lanza y un hacha. Hay un agresor más conocido con forma de vendedor de billetes de lotería. Pasan algunos carros de caballos, elegantes y bien alimentados por lo que parece, y es un placer verlos tan bien cuidados. Un guía turístico alemán se dirige a los que le siguen con un efusivo Lieber Kinder (queridos niños).

Ya he llegado al Archivo de Indias. En el pasado, me refiero a la década de los noventa del siglo pasado, solía tratar de ser el primero en alcanzar las gradas del magnífico edificio diseñado como lonja por Herrera. Pero siempre me ganaba el gran historiador peruano Lohmann, a quién también solía ver en la antigua sala de lectura redonda de la Biblioteca Británica en Londres. Siempre estaba en el Archivo en primavera porque combinaba su visita anual para que coincidiese con la Semana Santa, en la que participaba con su cofradía, el Buen Fin, y caminaba bajo una capucha a lo largo de los sagrados kilómetros del recorrido durante varias horas. Ahora, desgraciadamente, está muerto. Su espléndido trabajo sobre la familia Espinosa del siglo XVI es su monumento mas hermoso y no quiero llegar a ese lugar tan pronto.

Respiro una vez más el exquisito aire de la mañana de Sevilla y entro en esa gran catedral del saber, el Archivo, seguro de que las pequeñas frustraciones de trabajar en cualquier institución moderna desaparecerán pronto en la enorme jungla de documentos antiguos que me rodearán. Pienso pedir que me busquen un legajo inestimable en la sección conocida como Indiferente General legajo 432, donde seguramente encontraré el secreto largo tiempo oculto de López de Alfaro.


Lord Thomas de Swynnerton, Hugh Thomas, hispanista británico, historiador. Artículo El mejor viaje del mundo, publicado en el diario ABC de Sevilla,  julio del año 2011.


(Fotografías de Sevilla Emblema real, puerta principal de los Reales Alcázares, Sevilla;  Muralla del Real Alcázar sevillano; Imagen fotográfica de Sevilla, Giralda y pared catedralicia; Fotografía del río Guadalquivir y del barrio de Triana, desde el puente del mismo nombre, Sevilla; Imagen de fachada del Archivo General de Indias, Sevilla; Plaza del Triunfo, con el Real Alcázar al fondo, Sevilla; Óleo del pintor chileno Pedro Subercaseaux Errázuriz, 1880-1956, Expedición de Almagro a Chile, 1905; Imagen del Historiador Hugh Thomas; Panorámica de uno de los muelles del río Guadalquivir en Sevilla.)