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7 de febrero de 2014

La imagen de seres que no existieron, que no vivieron y que nunca fueron.



La identidad en el ser humano es el germen y el sentido de su existencia. Podemos tener un rostro y unos ademanes, pero si no tenemos identidad no somos nadie. De nada nos servirán los rasgos físicos entonces sino sólo para representar con ellos una vaga imagen inconsistente. Una imago. La mayoría de las veces los pintores retratan a sus modelos más cercanos, es decir, a personajes conocidos -existentes- por ellos en un fiel reflejo de lo que es realmente su fisonomía particular. Pero, entonces, ¿y la creación artística?, es decir, ¿y la auténtica composición originada desde la idealización de los contornos artísticos existente tan sólo ahora en la mente del creador? Porque es así como la obra de Arte únicamente cumplirá dos requisitos: desarrollar una admirable textura, una combinación de colores y perfiles que dé verosimilitud y personalidad humana al retratado por un lado, y, por otro, llevar a cabo una composición obtenida, una creación real, desde la más absoluta creación anterior inexistente. Es decir, realizar algo desde la nada, desde la nula existencia anterior, algo esto que determinará totalmente la esencia propia de lo que significa ser un creador.

El singular creador que fuera El Greco compuso su obra El caballero de la mano en el pecho en el año 1580. Para ese momento histórico la corte española alcanzaba su máximo esplendor de la mano de un poder político y militar no conocido desde el imperio romano. Así que ese caballero español, que aparece retratado en ese cuadro por el más insigne pintor de esa corte, no debía ser cualquiera o no ser nadie, tendría que ser alguien y alguien además muy importante. Sin embargo, el creador no titularía su obra más que con el descriptivo gesto de un caballero con la mano en su pecho. No le dio carta de naturaleza ni le dio ningún nombre, por lo tanto, ¿quién podía ser entonces el personaje retratado? Nadie; porque no constaba -ni consta- su verdadera existencia real con ese semblante. Los retratos pictóricos con ese cariz tan realista, tan inconfundibles -el rostro aquí es perfecto y definible-, no podrían ser, sin embargo, tan arbitrarios como para no titular al retratado con un nombre, en este caso la descripción nominal de la insigne imagen de un caballero importante. ¿Se dejaría retratar así un personaje de tan alta alcurnia como para no ser su vanidad satisfecha?

Algunos críticos han imaginado, sin embargo, quién podría haber sido ese retratado por El Greco. Desde Juan de Silva y Ribera, marqués de Montemayor, hasta el gran escritor Miguel de Cervantes, pasando también por un autorretrato del propio pintor cretense. Pero no hay certeza alguna de que sean esos reales personajes los modelos efectivos de ese cuadro. Y pienso, para mayor gloria del autor, que fue una creación desde la nada, desde la magnífica y elogiosa composición originada por la única mente inspirada y auténtica del creador. Aunque la duda existirá sobre si fue o no tomada de un modelo improvisado -que no fuese un caballero el representado-, los grandes genios no necesitarán ser fieles al reflejo real de un emisor de datos existente. Otros casos en el Arte hubieron que suscitaron también dudas en los retratados. Cuando en el año 1883 el pintor Iván Kramskói (1837-1887) decidiera fijar en un cuadro el retrato de una mujer rusa, pintaría a una orgullosa dama subida ahora en su coche de caballos. Ella podría haber sido, por ejemplo, Tatiana Rostova, o también una tal Ana Odintsova, o una moscovita llamada Katerina Ivánovna... Algunos hasta pensarían que reflejaba el altivo, por desvergonzado y descarado, rostro de la famosa y novelística Ana Karenina. Pero no, no es ninguna de ellas, o tal vez fueran todas. Porque en este caso la mayor grandeza de un creador es sublimar un gesto anónimo con la certeza de su instinto creativo para culminar la representación idónea de lo que con ella quiso simbolizar.

Fue el caso también del excelso pintor manierista Tiziano. Una vez el artista veneciano quiso pintar la Belleza, así que entonces la idealizaría, no la realizaría (enfrentando aquí ahora los conceptos ideal y real). ¿Qué mayor maestría artística que componerla desde la sutil forma con la que el creador fijaría ahora su idealización de Belleza? Tal vez, por eso mismo otros creadores no quisieron hacerlo. Pintar la Belleza supone mirarla antes para saber ahora qué es ella exactamente. Cuando no se sabe muy bien qué es -o cuál belleza elegir- habrá que buscarla entonces dentro de uno mismo para plasmarla luego en un lienzo artístico. Bien está que elegirla es ya un alarde a valorar en un pintor, pero, sin embargo, ¿no es aún mayor alarde componerla sólo desde los sentidos íntimos de lo que, para el creador artístico, sea la auténtica Belleza? Esto último es mucho más arriesgado, más valorado y bastante más creativo, sin duda. Porque para un pintor supone desnudar así por completo su íntimo sentido de lo que, para él, es la auténtica Belleza. Aunque también es expresar, con el motivo iconográfico representado que sea -social, filosófico, histórico o humano-, lo que el pintor desee ahora componer con su genuina creación más imaginativa. Pero lo que desde luego no llegaremos a descubrir jamás es si existieron o no esos seres retratados, originales o modelados, anónimamente así. Pero, ahora, haciendo un mínimo ejercicio filosófico existencial, ¿no hay mayor sentido de existencia que existir creado para siempre, aunque sin vida, frente a la cantidad inmensurable de individuos que hayan tenido alguna vez un rostro vivo, pero desconocido, en la ingente y derramada senda de lo vivido anónimamente y ya desaparecido desde el más temprano inicio de los tiempos?

(Óleo de El Greco, El caballero de la mano en el pecho, 1580, Museo del Prado; Obra del pintor Rembrandt, El noble eslavo, 1632, Metropolitan Museo de Arte, Nueva York; Cuadro Mujer desconocida, 1883, del pintor ruso Iván Kramskói; Óleo del pintor italiano Salvator Rosa, Retrato de hombre, 1640, Museo Hermitage, San Petersburgo; Imagen de la obra famosa de la serie de los niños llorones, Niño llorón, del pintor italiano Bruno Amadio, siglo XX; Óleo La bella, 1536, del pintor Tiziano, Palacio Pitti, Florencia; Obra contemporánea del pintor turco Remzi Tazkiran, Joven belleza turca, actual.)

3 de enero de 2013

La verdadera naturaleza de lo que somos: la transformación o el cambio inevitable.



¿Cuánto valen nuestros principios? ¿Cuánto tiempo estaremos dispuestos a mantener lo que pensamos, lo que -supuestamente- creeremos de verdad? ¿Hasta cuándo seguiremos manteniendo el discurso y la actitud que un día nos iluminara como el ser entonces más íntegro, decidido, seguro y resistente ante los vaivenes de la vida o del mundo? Según un antiguo adagio de sabiduría la única forma de conocer verdaderamente a los demás -y de paso a uno mismo- es calzar los zapatos de otros y caminar por el mismo camino abrupto de ellos para, luego de recorrerlo, regresar solo y confundido como antes, pero ahora, sin embargo, absolutamente transformado por la lucidez.

Relato breve: La Transformación.

Existió una vez un hombre que se enorgullecía tanto de lo que era y pensaba, que defendía sus ideas frente a todos para acabar sintiéndose así el mejor y el más fuerte de los hombres. Y de ese modo acabaría actuando siempre, convencido de su alarde personal insobornable. Cuando niño saltaba el primero hacia el campo de los juegos, ideando entonces cualquier cosa convencido de que aquello que ideara acabaría siendo ya seguido por los otros. Defendía así su manera de entender la forma -la única forma- de querer empezarlo siempre todo. También de idear cómo debían ser las cosas para conseguir de la vida la única manera de plasmar, ante él y ante los otros, las reglas inmortales -las suyas- para hacer posible lo que fuese la vida de los otros. Porque así era como él pensaba, sentía y creía que debían ser las cosas de este mundo, cosas que además sólo iluminaban su figura, su mente, sus decisiones, sus ideas y su propia vida vanidosa.

Creció sumido en esa sensación y conseguiría que todo aquello que le rodeara fuese como quisiera él que fuese. De ese modo su medio ambiente influiría sin esfuerzos por cimentar las formas y maneras en que su personalidad terminara por ser encumbrada y considerada siempre. Tuvo, eso sí, la suerte de no poseer más que aquello que precisara para iniciar la vida sin demasiadas cosas; cosas que, de haberlas tenido, le hubiesen impedido ver la vida con su propia claridad ególatra. Desposeído de mucho, comprendería pronto que sólo -sin tener apenas nada- la probidad de una idea le bastaría para satisfacer sus deseos poderosos. Y de ese modo, acabaría por convertirse en un envidiable defensor de los derechos y de la justicia de los otros, de los desarrapados seres que, como él, deambulaban por el torticero mundo desastroso.

Acabaría liderando consignas y agrupamientos sociales, movimientos que pudieran terminar, de una vez y para siempre, las malditas injusticias de la sociedad y del mundo. Pronto su fama alcanzaría aquel prurito de su infancia, aquella singular tendencia a ser embargado por la sensación de representar él lo único representable en la vida de los otros. Le aclamaban, le envidiaban, le consideraban el ser más justo, el más honesto, el más capaz, el más inconmovible y decidido de todos. Sus miserias y sus escasas posesiones alimentaban las ideas -plausibles para todos- que acabaría utilizando además siempre ante los otros, ante él mismo y ante el mundo.

Y así satisfizo su anhelo, su frustración personal y su sentido de ser todo en el mundo. ¡Cómo disfrutaba al comprender que la verdad de su vida era pareja con la verdad que él creía y predicaba como la única verdad que pudiera existir en el mundo! Ya no dudaría más que su destino pudiera calmarse con otra cosa que no fuera su firme, inamovible y fanática manera de pensar. Y todo tendría sentido ya. Su filosofía utilitaria le llevaría así a pelear con fuerza para desposeer a unos -los poderosos según él- de aquello que -injustamente- los otros -los desposeídos- no tendrían. ¿Quién osaría entonces siquiera alzar la voz para argumentar lo contrario? Él sabría que esas ideas elevadas y sagradas compensarían, con fuerza, la desalmada circunstancia de su pobre destino.

Los años pasaron y la vida continuaría con sus azares inmaduros, sus motivos misteriosos y sus alardes sin sentido. Pero, un día, recibiría la noticia más inesperada de su vida. Acababa él de ser tocado por la diosa fortuna. Millones de euros, cientos de millones, osaron terminar en sus manos para siempre. Ahora podría disponer de todo lo que quisiera -sin justificarlo con palabras- para cambiar y mejorar la vida de los otros, porque la suya era inconmovible, definida, ajustada a sus deseos altruistas. Inicialmente, así pensó sobre lo que la vida le ofrecía ahora inesperadamente. Todo podía ahora además ser justificado por fin, llevar a la realidad -ayudar realmente a los demás- aquellos motivos sagrados que le hicieron pensar lo que era, un ser especial, elegido, para los otros.

Pero, todo había cambiado ya, todo era ya del todo ahora diferente. Porque no es lo mismo clamar en el desierto que sentir que éste, ahora, queda ya muy lejos de tu vida. Al principio quiso mantener sus compromisos, quiso diseñar el sentido de su vida y de los otros con los planteamientos que había defendido siempre. Pero pronto las contradicciones suplantaron a los principios. ¿Cómo argumentar con hechos las ideas altruistas cuando aquéllos -los hechos- son contrarios a los intereses mantenidos en un sentido por éstas -las ideas-, ahora ya de por sí totalmente diferentes?  

Cuando una mañana se dirigieron a él para que llevase a cabo con los otros lo que esperaban, sin dudar, que él haría sonriente y satisfecho, descubrieron, con sorpresa, que no estaba para nadie, que había desaparecido para siempre. Lo buscaron, lo llamaron. Esperaron anhelosos que su mesías sobrevenido acabara ya por cumplir, por fin, con sus principios permanentes. Pero, nada, nunca apareció. Se había desvanecido, como la esperanza de los otros, en aquella mañana gris y displicente. (Fin)


A finales del siglo XVI el emperador del Sacro imperio Romano Germánico, Rodolfo II, encargaría al pintor veneciano Veronese (1528-1588) un gran cuadro sobre el amor y sus desdichas. Se inspiraría entonces el pintor manierista en un relato del mítico Hércules, de aquel héroe griego -Heracles- siempre enfrentado por sus deseos opuestos y contradictorios. En una ocasión el personaje mitológico debía elegir entre el vicio y la virtud. Pero como el personaje era un gran héroe griego, el creador veneciano lo pinta entonces eligiendo, decidido, la virtud, no el vicio. Aunque en el cuadro renacentista el vicio -representado por la atractiva mujer de falda roja- acabaría rasgándole ahora una de las medias al céntrico personaje mitológico, obligándole así a volverse, inseguro, sin embargo, de todo aquello que debiera, obstinada y justamente, realizar ya muy convencido el virtuoso héroe.

(Óleo Alegoría de la Virtud y el Vicio, 1580, Paolo Veronese, Colección Frick, Nueva York, EEUU; Obra Transformación, 1981, del pintor Francisco Peinado; Cuadro Las tres edades de la mujer, 1908, del pintor Gustav Klimt, Roma, Italia; Óleo Las tres edades del hombre, la vejez, la adolescencia y la infancia, 1940, Salvador Dalí.)

16 de julio de 2012

Los contornos más reconocibles se darán a veces en la penumbra no en la claridad.



Diría una vez el filósofo alemán Hegel: La filosofía siempre llega tarde; es como pensar sobre el mundo, surge en el tiempo después de que la realidad haya cumplido su proceso de formación y se encuentre realizada. Cuando la filosofía pinta al claroscuro un aspecto de la vida, ya envejecido y en penumbra, éste no puede ser rejuvenecido, solo reconocido. ¿Qué es o significa ver algo bien, alcanzar a distinguirlo, comprenderlo, aprehenderlo o percibirlo plenamente? Porque en las representaciones artísticas había -y hay- que presentar a los ojos del espectador cosas que signifiquen algo, aunque, a la vez, también otras que nos inspiren o emocionen... bellamente. Fueron los pintores flamencos del siglo XVI los que comenzaron a utilizar el famoso claroscuro, ese recurso artístico con el que transmitirían algo más que con solo los trazos contrastados desde el negro en una obra. Pero, en el Arte pictórico, ¿cómo se puede comunicar tanto sin palabras? Es decir, cómo transmitir cosas sin utilizar el lenguaje que nos permite entendernos en un idioma y, además, hacerlo con la penumbra rebuscada de lo parcialmente informe. Pues, con las formas contrastadas que distinguen ahora unas cosas de otras, abandonando así normas y leyes para disponerse a ocultar, sin embargo, partes necesarias de un significado más completo. Porque los creadores del claroscuro supieron entender que el espíritu humano no requiere siempre de todos los datos para descubrir una verdad.

Luego, al pasar las tendencias artísticas y sus escuelas, los creadores modernistas fueron usando también esa misma técnica pictórica, aquel claroscuro de sus maestros renacentistas o barrocos. Porque no era por entonces -finales del siglo XIX- el claroscuro algo decadente ni retrógrado, ni dramático o pueril. Se representaba con ello lo que no se dice del todo en una obra artística, esos silencios estéticos que gritarán más de lo que parece sin tener ahora mucho contraste para hacerlo. Algo que los retóricos, incluso, supieron entender en el discurso hablado como un recurso muy valioso para poder transmitir cosas sin decir del todo alguna verdad. Así que en los últimos siglos habrían destacado creaciones pictóricas que, llevando el caravaggismo o el tenebrismo a un progreso técnico avanzado, habrían resultado ser geniales por su inspiración intemporal y sugestiva, mucho más cercana e intimista, pero, también, existencial, necesaria o bellamente preciosista. Cuando los impresionistas descubrieron en la luz y sus intensidades diurnas las mejores posibilidades para llegar a lo que deseaban impresionar en un cuadro: el momento pasajero y más efímero; otros creadores, los subsiguientes a su tendencia, descubrieron lo nocturno. Ahora los postimpresionistas, con sus diferentes resultados estéticos de la noche y sus efectos lumínicos diferentes, alcanzarían un mayor impacto emocional mucho más profundo y humano de lo que antes se habría hecho con una oscuridad tenebrosa, lo que acabaría conectando además así el espíritu del espectador con el sentido más íntimo de la obra.

Es por lo que Van Gogh atraparía la noche con las garras del deseo más espectacular en algunas de sus creaciones más hermosas. Y lo hizo con un escenario nocturno que, a diferencia del diurno impresionista, dos resplandores ahora necesariamente se solaparán aquí: el luminoso nocturno natural y el brillante artificial de lo humano. El genial pintor holandés se caracterizaría por esto en su rechazo al impresionismo. Él -como postimpresionista- deseaba resaltar siempre otras cosas además de las impresiones naturales o instantáneas del mundo. En sus obras quería añadir a lo sobrevenido del momento el sesgo humano que en una impresión pudiera acontecer de un modo más profundo, más emotivo o más sensible. Su obra Noche estrellada sobre el Ródano es, quizás, donde todo esto se observe más para poder entenderlo. Aquí está ahora el paisaje estrellado, natural, cósmico y resplandeciente: un cielo acogedor apenas oscurecido aquí por el clareado de sus brillantes estrellas tintineantes. Estas relucirán exageradas con el añadido sentimental de un misterioso cósmico sentido infinito. Pero, también hay ahora otras luces ahí diseminadas: las humanas, las de la población humana del fondo que, como una pantalla iconográfica reflectante además, parecerá ahora absorber parte del resplandor que un cielo estrellado antes emitiese.

Y también el río sosegado y oscuro que, junto al cielo estrellado de antes, ocupará ahora todo el universo artístico de la obra. Aquí aparecerá además el río deformado y tendido como un lienzo agradecido que a todos seduce. En él se reflejarán también las luces, pero, ¿qué luces, aquéllas -las cósmicas- o éstas -las humanas-? Porque nada nos impedirá sentir ahora que sus alargadas trazas luminosas nos confundan su verdadero origen. O, tal vez, se fundirán ambas -las naturales y las humanas- con las mecidas aguas medio ennegrecidas de la nocturna ribera sosegada del Ródano. Y para sentir aún más lo especial de su tendencia postimpresionista, Van Gogh nos sitúa cerca de nosotros -de los que vemos el cuadro- a unos personajes maravillados con esa misma escena que veremos absortos. Con este recurso el pintor dará la importancia al componente humano representado en su obra, un elemento estético oscurecido ahora entre sus sombras por una pareja caminante que, desoladamente, buscará el sentido más oculto de lo inevitable del mundo. Porque es este ahora aquí el sentido más radical de lo representable: los mismos seres humanos que perciben, comprenden y asumen todo ese misterioso y visual sentido esplendoroso. Es destacable en la obra modernista la razón oculta que, ahora, probablemente, deseará transmitir el pintor con ese oscurecido mensaje: que lo que no vemos ahora es precisamente lo que más estará ahí para nosotros. Y que todo esto se unirá, imperceptiblemente, con todos aquellos seres que sientan así esa misma presencia, esa misma necesidad, esa misma emoción, esa misma verdad o ese mismo desvelamiento.

(Óleo del pintor Jules Robert Auguste, Mujer Nubia, 1830; Cuadro En el espejo, 2007, del pintor venezolano Ángel Ramiro Sánchez, 1974; Lienzo de Edvard Munch, Hombre y Mujer, 1888; Óleo El monje junto al mar, 1809, del pintor romántico alemán, Caspar David Friedrich; Lienzo tenebrista del pintor barroco José de Ribera, Ticio, 1632, Museo del Prado; Óleo Muerte de César, 1867, del pintor neoclásico Jean-León Gérôme, en donde se observa que lo más iluminado no es lo más importante, que apenas se debe ver, ni distinguir, frente a lo oscurecido, el sentido -ahora solitario- más real del cuadro; Cuadro Noche estrellada sobre el Ródano, 1888, de Vincent Van Gogh, Museo de Orsay, París.)

6 de junio de 2012

El Arte permanecerá, acogedor y eterno, el resto nos sobrepasará, hiriente y desprovisto de gloria.



Todo lo que ama es capaz de torcer su agrado con el tiempo; todo lo que es amado es capaz de desaparecer, ignominioso, bajo los latidos limitados de su ajena adoración...  Así es como, por ejemplo, un paisaje idílico, bello y majestuoso sobreviene luego en un inhospitalario lugar, incluso bajo la efímera vaga belleza que un entorno natural le haya podido ofrecer antes. Sólo el Arte nos ayudará, indiferente a todo, permaneciendo eterno para siempre. Sólo él permanecerá fiel a su legado prometedor de belleza sin condiciones. Así es como podremos apreciar de nuevo, cada vez que las necesitemos requeridas por nuestro anhelo insaciable de belleza, las diferentes muestras expresivas de su infinita, piadosa y pródiga creatividad. Vagabundearán éstas por los diversos rincones artísticos tan generosos de sus emotivas ofrendas estéticas. Escondidas estarán siempre ahí para nosotros, para comprender con ellas todo lo que necesitemos siempre de sus formas, de sus colores, de sus delineaciones, de sus arcos o de sus bóvedas primorosas. También entre sonidos o vibraciones, entre ágiles danzas y canciones, entre marcadas aristas sigilosas de piedras multiformes o entre los versos emocionales de sus odas tan grandiosas.

Porque todo lo demás, las cosas prosaicas de este mundo que nos acompañan distantes, arrogantes, displicentes o tan enloquecedoramente con los diferentes infortunios de la vida, no conseguirán siquiera emular la más mínima escena acogedora, bondadosa y permanente que, sin embargo, nos ofrecerá el Arte. ¿Qué más que haber admirado o creado Arte, algo propio de seres anhelosos y sensibles, para recordarnos la intención de una belleza con la que poder llegar a sublimar ahora la gloria de ese momento desesperado o fugaz que, alguna vez, vivimos sin saberlo? Cuando el escritor británico Edward Morgan Forster (1879-1970) quiso destacar la enorme contradicción de los humanos y de su mundo atrabiliario, compuso su obra literaria Pasaje a la India (1924). En esa novela -como en las obras pictóricas de Van Gogh- supo el autor victoriano expresar parte de la cosmogonía más asombrosa, sorprendente y demoledora de muchas de las contradicciones  de este mundo. Esta literatura, como todo Arte, viene a recomponernos, sin ataduras exigentes, de las rémoras más espantosas de lo agotador, de lo incomprensible, de lo fatídico o de lo más dramático de la vida. Y con esta literatura sabia y sentida aprender también que a veces debemos, para intentar sobrevivir sin sobresaltos, saber leerlo con palabras emotivas como saber verlo con imágenes sensibles... Es decir, llegar a entender el sentido emocional de utilizar ciertas palabras o imágenes para poder así llegar, finalmente, a poder amar el propio sentido azaroso de la vida, de sus contradicciones, de sus  sinsentidos o de sus efímeras fragancias...

En toda la ciudad y gran parte de la India se estaba iniciando, por parte de los demás seres humanos, la misma retirada hacia los sótanos, hacia lo alto de las colinas, hacia la sombra que proporcionaban los árboles. Abril, heraldo de horrores, estaba ya a la vuelta de la esquina. El sol regresaba a su reino con poder pero sin belleza: ésa era su característica más siniestra. ¡Si hubiese existido belleza! Su crueldad habría sido tolerable en ese caso. Por su mismo exceso de luz, también él fracasaba; bajo su marea blanco-amarillenta no sólo desaparecían las cosas materiales: también se ahogaba la misma luminosidad. El astro rey no era el amigo inalcanzable -de los hombres o de los pájaros o de otros soles-, no era la eterna promesa, ni la sugerencia nunca desechada que obsesiona nuestra conciencia; era, simplemente, una criatura como las demás y, por lo tanto, desprovista de gloria.

(Extracto de la novela, del escritor británico E.M.Forster, Pasaje a la India, capítulo 10.)

(Obra del pintor Nicolas de Staël, El Sol, 1953; Óleo de Vincent Van Gogh, Trigal con segador a la salida del sol, 1889, Museo Van Gogh, Amsterdam; Cuadro El Sol, 1904, de Giuseppe Pelizza da Volpedo, Roma; Óleo Sol de sequía en julio, 1960, del pintor americano Charles Burchfield, Museo Thyssen.)

15 de abril de 2012

Los significados imprevistos de una perspectiva diferente: el escorzo como salvación y el Arte.



Cuando el mítico personaje efebo de Ganímedes fuese raptado por un águila poderosa -el mismo dios Zeus disfrazado-, éste lo agarraría fuertemente para que no cayese desde tan alto. En el maravilloso cuadro del pintor renacentista Correggio un perro mira ahora a Ganímedes dirigido, inclinado y sorprendido al verlo así elevarse. Sin embargo, el deseado príncipe Ganímedes no está mirando ahora a nadie sino a nosotros, a los que, desde fuera del cuadro, le veremos a él. Y en esa precisa mirada compungida el creador consigue expresar genialmente la resignada sensación de lo inevitable, de lo imposible ya de remediar.  De ese modo Ganímedes nos dirige sus ojos afligidos, transmitiéndonos así que nada puede hacer ahora: ni soltarse ni zafarse de las afiladas garras decididas de su raptor. Porque si lo hiciera -caer desde tan alto- terminaría mucho más malogrado de lo que ahora está, vencido por completo y acabado para siempre. El filósofo español José Antonio Marina nos advierte con una de las formas de salvarnos del caos contemporáneo que nos acucia: Nuestra inteligencia creadora es nuestra gran arma contra la pesadumbre de las cosas. Inteligencia resuelta que significa inventar soluciones y marchar con decisión. La inteligencia humana es una mezcla de conocimientos y valentía. El ingenio viene a decirnos que en la aparente monotonía pueden encontrase nuevas relaciones, significados imprevistos, escorzos divertidos o parecidos sugerentes.

El escorzo en el Arte es la representación de una figura u objeto que se encuentra ahora situado de un modo extraño al plano de la imagen, o perpendicular u oblicua a ésta. Es como cuando la mirada se posiciona con respecto a un objeto en un lugar desde donde no puede verse completamente, desde donde no se ve natural el objeto, es decir, como éste ha de verse para relacionarlo con lo que es, con lo que siempre ha parecido que es. Al principio de la historia moderna del Arte -en el medievo inicial del siglo XV- fue cuando los artistas comenzaron a utilizar este procedimiento de la perspectiva en sus figuras -el escorzo- para asombrar o llegar mejor al interés geométrico del espectador, dejándolo incluso más sorprendido. Para que éste admirase lo que de otro modo reconocería al pronto, sin forzar el intelecto al ser visto como siempre. Es una técnica difícil que requiere habilidad y un gran conocimiento de la perspectiva, de los matices de los ángulos o de las posiciones relativas de la geometría.

Fue en el Arte donde se realizaron grandes obras en escorzo, desde las del pintor Mantegna hasta las de los creadores más modernos. Pero en Filosofía también se ha tratado de relacionar y utilizar este término haciendo ahora referencia a la perspectiva con la que podamos analizar alguna cosa, concepto o hecho determinado. Porque para que aprehendamos bien una cosa, para que conozcamos mejor algo concreto de ella, verdaderamente necesitamos verla bien, pero, ¿desde dónde la veremos mejor? Y, sobre todo, verla completamente bien, en toda su naturalidad, ¿nos permitirá captar también su esencia realmente o necesitaremos, sin embargo, ver otras cosas diferentes de ella, partes ahora inopinadas o sorprendentes de la misma?

(Óleo del pintor Rosso Fiorentino, Moisés defendiendo a las hijas de Jetró, 1523, Galería de los Uffizi, Florencia; Cuadro del pintor actual mexicano Alberto Castro Leñero, Figura en escorzo, 2005, México; Detalle del gran cuadro de El rapto de Ganímedes, de Correggio; Óleo El Rapto de Ganímedes, 1531, Correggio, Museo de Viena; Óleo de Andrea Mantegna, Cristo muerto, 1480-90, Pinacoteca de Brera, Milán, Italia; Lienzo del pintor español del modernismo Ramón Casas, Desnudo, 1903, particular.)

3 de marzo de 2012

La mixtificación del destino y los caminos azarosos, algo voluntario, encontrado y decidido.



Elegir es, verdaderamente, el único destino real del ser humano. Lo hacemos siempre, aun cuando no creamos estar haciéndolo.  Es como cuando vamos por un camino elegido por conocido de antes, pero que éste ahora nos dirige, ajeno y caótico, hacia un lugar inesperado y distinto. Porque generalmente caminamos por senderos existentes, conocidos de antes, pero desconocidos ahora por ser nuevo para nosotros. Un sendero entonces aturdidor por momentos, ansioso en otros, pero ignorado ahora del todo por desconocer hacia dónde nos dirija su camino. Pero, sin embargo, es este ahora  el camino elegido, sólo éste el que, ahora, hemos elegido sin saberlo. Porque a veces no elegimos sino la dirección, es decir, la orientación hacia dónde la brújula indique su demora, pero nada más. Nunca sabremos el destino real y definitivo, ese concreto o ese querido -por elegido acaso de antes- pero que, luego, posiblemente será muy distinto al final. Otras veces sí sabemos adónde nos llevan las pisadas o huellas utilizadas de antes. Aunque éstas ahora no nos prometan nada, ni sirvan siquiera para regresar o para volver a retomarlas. Pero es que lo único importante es el camino en sí. Lo importante es andar, caminar e ir hacia adelante, hacia un final que aún no existe pero que es el que, definitivamente, acabará siendo luego.

En todos los senderos vitales elegidos hay siempre, existe de hecho, una justificación absoluta para admirar, para recordar, para desear, para enmendar, para..., ¿qué más da? Lo seguro es que todos los caminos nos dejarán surcar sus rémoras y disquisiciones: nos maltratarán a veces y otras hasta nos maravillarán. Cualquier elección será valiosa en sí misma porque cualquier elección elegida será la perfecta. Porque elegir es lo mismo que vivir, y, si vivir es algo perfecto, elegir también lo es. Elegir es lo que hacemos siempre, aunque a veces creamos no hacerlo al no elegir. Pero, ¡no nos engañemos!, nada de lo que elijamos finalmente será aquello que entonces, antes, queríamos ilusionados. Quizá porque nada de lo elegible fuese algo que nos mereciéramos. Recorrer el camino, llegar al cruce, mirar a ambos lados, ¡y elegir!, esto es todo lo que nos pide la encrucijada de la existencia. Porque luego, cuando hayamos elegido, sólo habrá que caminar y caminar. Es tan simple, bendecido, extraordinario, alentador o natural como eso. Porque cualquier sendero ocultará siempre sus singladuras y traviesas, sus curvas y sus afanes, tras la sombra de algún recodo incómodo, traicionero o deslumbrante. Todos los caminos ocultan sinrazones, todos también esperpénticas bajadas y sinuosas subidas. Todos nos cansarán o nos acomodarán, nos amarán o nos decepcionarán. ¡Qué más da! Lo único importante es que nos sirvan para vivir o que nos ayuden de algún modo -muchas veces oculto- a vivir lo inesperado. Porque todos ellos nos sirven para descubrir, para acudir o para sentir... Para sentir, finalmente, que hemos, alguna vez, elegido.

(Cuadro Camino y colinas con castaños, 1978, del pintor español Godofredo Ortega Muñoz; Óleo Orillas del Marne, 1864, del pintor impresionista Camille Pisarro, Escocia; Pintura de Paul Cezanne, Camino Forestal, 1906, USA; Óleo de Vincent Van Gogh, Camino de Montmartre, 1886, Amsterdam; Cuadro de Dalí, El camino a Port Lligat, 1923; Óleo Camino a Louveciennes, 1870, del pintor impresionista Monet, Particular; Pintura del pintor estadounidense Edward Hopper, Carretera en Maine, 1914; Cuadro del pintor español Godofredo Ortega Muñoz, 1905-1982, Cruce de Caminos, 1980)

29 de febrero de 2012

La expresión de lo absurdo puede ser una sutil forma de belleza artística.



Iván IV de Rusia (1530-1584), más conocido como Iván el Terrible, fue el primer gran zar de la Rusia moderna. Con él el estado ruso ampliaría sus fronteras medievales y organizaría una administración más centralizada. Aunque también tiranizaría al pueblo bajo su poder con la mayor crudeza entonces conocida. El pintor ruso Iliá Repin (1844-1930) consigue plasmar esa Rusia histórica en sus obras combinando un realismo académico, colorista y profuso con una excelente dramaturgia social y psicológica muy efectista. En su óleo Iván el Terrrible y su hijo, el pintor ruso fue capaz de componer una obra realista tanto en un sentido histórico como antropológico. Porque se observa ahora como un padre, el zar Iván, auxilia, con el rostro destrozado de dolor, al príncipe heredero -también llamado Iván- ante su cuerpo abatido, sangriento y moribundo. Lo abraza ahora contra su pecho tratando de detener la muerte inevitable y absurda de su hijo. La escena es tan realista que los gestos y heridas nos abruman ante el drama confuso de lo que acaba de suceder. Porque es su heredero, su favorito regio, lo mejor de sí mismo, lo que ahora sostiene entre sus brazos; lo que podría prevalecer luego de que él desaparezca. Pero, ahora, sin embargo, todo se ha acabado para siempre. Y sostiene Iván a su hijo malogrado de rodillas como pidiéndole a su Dios que no le deje morir, que le perdone, que no termine así con sus deseos. Pero el hijo está ya exánime, aturdido, incomprendiendo además por qué su padre le acoge así, tan compungido y amable, sin dejar que su vida ahora se le escape para siempre. ¿Cómo es posible?, debe preguntarse el hijo moribundo, ¿cómo es posible que no lo hubiese querido antes? Porque ha sido su propio padre el que, un momento antes, le había golpeado ciego de ira y rencor despiadado. No es esto lo que parece, sin embargo, expresar ahora el pintor en esta excelente representación realista. No obstante, esa fue la realidad -absurda- de lo que entonces sucediera.

Otro pintor realista, el estadounidense Winslow Homer (1836-1910), fue también de los que con sensibilidad y sutileza expresaría en sus obras el sentido de la contradicción o de lo absurdo de la vida. Con un fondo de naturaleza salvaje expone a los seres humanos cerca del abismo, a la vez que los muestra ahora lejos de las propias emociones que ese abismo suponga. En su pintura Al Rescate sitúa a dos mujeres y a un hombre en la escena confusa. Los tres se dirigen a un lugar que se ignora y no aparece claro en el cuadro. Parece una playa ese lugar, aunque las raras olas nebulosas de la orilla inhóspita no lo sugieren para nada. Pero además es que no se mueven ahora las mujeres..., o parece que se mueven lentamente. El hombre, sin embargo, sí avanza ahora más deprisa. ¿Qué significa todo eso?, ¿por qué ellas están casi detenidas, si incluso están más cerca del motivo acuciante, pero invisible, de la escena? No hay respuesta, el autor no lo despejará. Somos nosotros, los espectadores, los que ahora deberemos deducirlo. Y es que vamos a veces por la vida así, descompasados, desorientados, ciegos, ridículos casi, por el sendero de un destino inapreciable y misterioso. Por que o nos dirigimos por la vida con un impulso primitivo y solidario o, a cambio, con nuestra infinita y solitaria curiosidad más decidida.

Es como en su otra obra El Vendaval del año 1893, donde Homer representa a una madre con su pequeño hijo al lado ahora justo de un abismo. Una mujer camina ahora tranquila por la orilla peligrosa de un mar embravecido, sin embargo, no está ahora aturdida ni asombrada, sólo sostiene firme y segura a su pequeño en sus brazos. No abandona el lugar ni desea alejarse ahora de ese terrible peligro. Sólo la mirada de ella se fijará, detenida, ante el fenómeno natural como si de una belleza irresistible se tratara... La mirada del pequeño se dirige ahora hacia nosotros, hacia los que miramos, sorprendidos, el cuadro. Nos mira como queriéndonos advertir de algo que ni él mismo comprende, como deseando el pequeño, inconscientemente, tan solo querer alejarse lo más pronto de ahí. El gran creador prerrafaelita John Everett Millais (1829-1896) compuso en el año 1856 una impactante, asombrosa, bella y alentadora obra misteriosa, La muchacha ciega. Ante un paisaje grandioso, producido justo después de un fuerte aguacero, una joven de espaldas a ese paisaje parece presentir, sin verlo, un extraordinario arco iris en el cielo. Un fenómeno ahora que ella, sin embargo, no ve ni ha visto nunca. Pero hay cosas que sí le permitirán a ella ahora entrever lo sucedido. Sus manos, por ejemplo, palparán la húmeda hierba; su olfato percibirá la información que su cerebro necesite ahora para diseñar la imagen que compondrá su mente avivadora. Hasta el aleteo imperceptible de una mariposa -que se aprecia apenas en el cuadro- le indicará que ha escampado lo bastante y que no lloverá más. Su acompañante y lazarillo, la niña de espaldas a nosotros, necesitará, a cambio, girarse ahora para poder ver el maravilloso y bello fenómeno atmosférico. Porque para esta pequeña es justo ahora, a cambio de la joven ciega, la visión de ese arco iris lo único que en el mundo pueda disponer para percibir belleza...

(Óleo del pintor Winslow Homer, Al Rescate, 1886; Cuadro del pintor ruso Iliá Repin, Iván el Terrible y su hijo, 1885, Moscú; Obra del pintor español actual Dino Valls, Autorretrato, donde al parecer la propia modelo se autorretrata, ¿cómo lo hace, construyéndose o autodestruyéndose?; Óleo La muchacha ciega, 1856, del pintor John Everett Millais, Birmingham, Inglaterra; Cuadro de Winslow Homer, El Vendaval, 1893; Extraordinario óleo del pintor ruso Iliá Repin, ¡Qué Libertad?, de 1903, donde una pareja baila, ¿segura?, pensando que son ahora libres en medio de las traicioneras y tiránicas aguas del río Neva.)

17 de febrero de 2012

La interpretación de otra realidad y el eco de su reflejo más personal: la subjetividad y el Arte.



La parábola del Buen Samaritano se describe en el capítulo diez del libro de Lucas el evangelista. En ese versículo se dice que un hombre fue atacado y herido por unos ladrones camino a la ciudad de Jericó. Pero que por allí mismo pasarían luego un fariseo y un levita, ambos personajes muy relevantes social y religiosamente en el Israel de entonces. Sin embargo, ambos no hicieron nada por ayudar al herido dejándolo de lado y sin reparar en él. Poco más tarde un samaritano -un miembro de una secta herética hebrea de entonces, por lo tanto menos relevante y menos respetado socialmente- fue el que se detendría, le atendería, le tomaría entre sus brazos y le subiría a su propia cabalgadura para salvarle la vida. El mensaje aquí es profético: no hay mayor sorpresa (por tanto algo ajeno a la realidad cotidiana conocida o a lo más esperado) que aquella que se deriva de lo que se supone que algo va a responder según sus características o naturaleza pero que, sin embargo, no lo hace así. Porque aquellos hombres prominentes de Israel, aquellos seres que representaban el modelo social (el levita y fariseo) no fueron y no hicieron lo que se esperaba de ellos en un caso como ese. No reaccionaron como debían haberlo hecho. Esto sólo fue llevado a cabo por el que menos se esperaba que lo hiciera, el ser marginado social y religioso, el falsario, aquel que su realidad cotidiana no correspondía con lo que, finalmente, sí él hizo.

Cuando el pintor Vincent Van Gogh tuviera una de sus crisis psicóticas en el año 1890, que acabaría durándole algunos meses -pocos, pero que no le impedían seguir expresando su creatividad-, no pudo, sin embargo, recorrer por entonces los maravillosos campos luminosos y multicolores del mediodía francés para inspirarse. Fue así como tuvo entonces que elegir imágenes compuestas por otros creadores, unas láminas reproducidas de otros artistas para poder seguir plasmando así, en un lienzo colorista, toda esa necesidad interior que tanto sufriría el más famoso pintor malogrado. Eligió entonces una reproducción de un cuadro de Eugene Delacroix, El Buen Samaritano, un lienzo pintado por este pintor romántico francés en el año 1850. Van Gogh debía ahora crear lo mismo..., Pero, sin embargo, lo que hizo lo hizo ahora con toda su propia creatividad más genuina. Admiraba a Delacroix, quería homenajearlo, pero no podría pintar como él. Fue de ese modo como Van Gogh idearía confeccionar entonces una imagen reflejada -especular-, casi exacta, del colorista autor romántico francés. Fue, por tanto, un reflejo especular buscado de aquel otro cuadro de Delacroix lo que Van Gogh compuso con su El Buen Samaritano después de Delacroix, obra del año 1890.

El semiótico italiano Umberto Eco escribió una vez: El espejo es un instrumento fiable que no traduce la realidad sino que la duplica a través de la reflexión de la luz. Pero la luz puede a su vez también ser reflejada ahora con un ángulo más inclinado, con un ángulo que cambie así sus ondas perpendiculares y las distorsione de tal modo que transforme el brillo, la textura, el trasfondo, el perfil y hasta el sentido opuesto de una imagen cualquiera. También su color... Y es todo eso lo que consiguen los grandes creadores cuando intentan alcanzar duplicar con su Arte sus homenajes a otros artistas. Porque no se obtiene una realidad de la misma realidad, es decir, lo mismo que se espera de ésta en su reflejo fiel; no, lo que ahora se obtiene es otra realidad diferente de la misma realidad ahora transmutada. Lo que los artistas consiguen es otra cosa diferente de lo mismo. Por lo que, con ella, no nos explicarán ahora nada de la realidad de antes, ni nos harán sentir, exactamente, lo mismo de antes: ¡tan sólo nos sorprenderán!

De igual forma el pintor francés Paul Cézanne quiso, seis años después de haberlo realizado su autor original, sorprendernos con una representación de la obra Olimpia de Manet, una creación realizada en 1863. Este genial pintor preimpresionista consiguió por entonces escandalizar al público parisino con su obra Olimpia, un lienzo donde una prostituta sofisticada está recostada grandiosamente en su salón como si de una diosa griega se tratara. Sin embargo, Cézanne tiempo después, en un alarde muy revolucionario -como su Arte reflejaría más tarde en uno de los cambios más decisivos de la historia artística-, plasmaría su Olimpia Moderna también reflejada ahora especularmente. Pero no se conformaría el pintor tan sólo con eso. Cézanne lo revolvería aquí todo con su nuevo Arte, lo cambiaría todo y lo transformaría todo radicalmente. Incluso, para dar ahora un mayor motivo de sorpresa, aparece él mismo sentado frente a su Olimpia moderna mirando el propio espectáculo que recrea el pintor postimpresionista.

¿Qué hace que la realidad sea o no sea un reflejo veraz de lo que vemos? ¿Es una interpretación real de lo que vemos aunque sea a veces una duplicación deformada de lo existente? ¿Conseguiremos entonces traducirla verazmente? Porque los creadores nos demuestran que lo que vemos y lo que entendemos con ello luego son dos cosas diferentes. Algunas veces no percibimos realmente -no así exactamente- lo que ahora vemos. Nuestros prejuicios, como aquel juicio evangélico de lo que se espera de algo, nos altera ahora la realidad según nuestro particular sentido de lo que vemos. El lago franco-suizo Leman, famoso por ser el más grande lago de Europa Occidental, ha sido reflejado en lienzos artísticos a lo largo de la historia del Arte. Desde su lado suizo, desde la población de Chexbres, el pintor simbolista Ferdinand Hodler realizaría una vez su fijación artística en una obra expresionista, Lago Leman del año 1905. Con su propia interpretación plasmaría entonces el pintor simbolista la imagen del magnífico paisaje lacustre alpino. Pero, para ese momento el creador suizo hizo su propia imagen de aquello que él veía. ¿Qué pintó realmente? ¿Era el lago Leman en verdad lo que él pintara, o el lago, su reflejo en un lienzo, fue tan sólo entonces una mera excusa artística?

(Óleo del pintor Vincent Van Gogh, El Buen Samaritano, después de Delacroix, 1890, Holanda; Cuadro del pintor romántico francés Eugene Delacroix, El Buen Samaritano, 1850; Óleo de Manet, Olimpia, 1863, Museo de Orsay, París; Obra del pintor neoimpresionista Paul Cézanne, Olimpia moderna, 1869, Particular; Fotografía del Lago Leman desde Chexbres, Suiza; Óleo del pintor Oskar Kokoschka, Lago Leman con barco de vapor, 1957; Cuadro El lago Leman visto desde Chexbres, 1905, del pintor Ferdinand Hodler.)

9 de febrero de 2012

El anhelo, la curiosidad, la evasión, la excitación o el distanciamiento en la mirada.



De todas las acciones humanas imprecisas, involuntarias o impulsivas -siempre llevadas a cabo desde un lugar protegido, solitario, evasivo y solaz-, la más primitiva, infantil y devota al inconsciente será la de la mirada perdida.  Porque no es ahora ver algo en sí mismo; no, no es eso, ya que eso exigiría un objetivo previo definido, un motivo para hacerlo, una necesidad de asimilar, entender o aprehender lo que se desee mirar. Pero, cuando miramos no con los ojos sino con el vago pensamiento, con el deseo incierto más bien, o con lo más íntimo de nuestra desconocida razón, entonces llegaremos a despersonalizarnos del todo, y acabaremos siendo, incluso, algo diferente a lo que somos. Es parte de lo que nos sucede cuando, por ejemplo, vemos un cuadro o una obra teatral o una película: que no somos conscientes de nosotros mismos ni de que existimos para ver, sino que sólo, ahora, lo que vemos es lo único que existe.  Es nuestro inconsciente el que actúa así cuando esto nos sucede. Y entonces la cosa observada sustituye lo que somos, pero, también la lejanía, el fuego, la distancia, el horizonte o la fuga visual más misteriosa, acabarán por desterrarnos de nuestra propia realidad conocida.

Cuando el rey legendario Minos le prometiese al dios griego Poseidón que sacrificaría con gusto lo que éste le ofreciese, no imaginaría el perverso rey cretense que sería un extraordinario y bello toro blanco. Así que, deslumbrado por tan hermoso ejemplar, decidió Minos que se lo quedaría para él sin sacrificar. La cólera de Poseidón, ultrajado por la osadía del rey, tramaría su venganza mitológica más despiadada. Consiguió que la esposa de Minos, Pasífae, se enamorase apasionadamente del temible toro blanco. Con un artefacto de madera parecido a una vaca -construido por Dédalo- pudo Pasífae satisfacer su deseo más efusivo. Quedaría encinta de la bestia y así nacería, mitad toro, mitad hombre, el legendario Minotauro. Para que el monstruo pudiese vivir sin escapar ni dañar a nadie fue encerrado para siempre en un intrincado laberinto. Y es así como, asomado a un alto, lejano y solitario muro del laberinto, el pintor George Frederick Watts pintaría en el año 1885 al desolado Minotauro. ¿Qué mira ahora desde ahí la extraña criatura? Nada, no puede ver nada, porque no hay nada más allá del laberinto que mirar, nada que se pueda ver incluso desde ese lugar donde ahora el minotauro mira. Pero, sospechará el monstruo que algo deberá existir allá, además de él mismo. Se siente confuso porque no comprende que pueda existir algo distinto de sí mismo, ya que no hay nada más allá del muro. Al ser él mitad hombre, se infiere que es esta mitad humana la que le lleva a alzarse y mirar a lo lejos, dejando así, por una vez, la rutina alienante del laberinto. Algo le hace querer entender que más allá de él debe existir algo, alguna otra cosa distinta a sí mismo. Pero, tan sólo lo intuye. Porque la realidad es que nada ve él nunca allí hacia donde mira.

¿Qué es lo que se ve cuando nada concreto se mira? Las miradas perdidas encierran un misterio en sí mismo, y ese misterio está o en lo que miramos o en nosotros. Es como la imagen de la mujer que, absorta, mira las llamas de un fuego poderoso, ¿estará ella ahora poseída por ese fuego fatuo? Desde la distancia puede ella maravillarse, abstraída, viendo ahora las terribles -aunque no para ella- llamaradas del horror. Pero, hay otras miradas, las clandestinas, que encierran además un deseo o un anhelo diferente. En ese caso estará fuera de nosotros ese misterio... Pero, también hay otras cosas que se miran sin que sean ningún anhelo misterioso. Son las cosas que queremos ver otra vez, porque ya las conocíamos de antes. Entonces nos transformaremos por completo, nos entregaremos a la pasión de querer volverlo a ver de nuevo, de vivirlo otra vez con nuestro deseo, tan real como inusitado. Es como el caso del personaje de uno de los famosos Cuentos de Canterbury, pintado por Edward Burne-Jones en el año 1871, la desesperada Dorigen. Esta esposa desolada se encontraba afligida porque no veía nunca la llegada de su amado esposo. Así que observaría todos los días si aparecía alguna nave por el lejano horizonte desde su ventana cautiva. Ver alguna embarcación que trajese, por fin, a su esposo de la guerra. Pasan las semanas y el posible velero no aparece en el horizonte. Su desesperación la plasmaría el pintor desde la misma habitación donde, todos los días, abrirá Dorigen sus ventanas tristemente. El órgano de música reflejado a la derecha del cuadro es de los antiguos que, necesariamente, se precisa la ayuda de otra persona para que pueda sonar. Este es uno de los recursos estéticos que el autor prerrafaelita utiliza para acentuar la soledad personal de una mirada perdida... La verdad es que alguna vez todos miramos algo sin ver realmente nunca nada. Porque o eso que miramos no existe y terminaremos pensándolo, imaginándolo; o existe, y lo anhelaremos perdidos porque ya no está con nosotros. Aunque a veces también, sencillamente, acabaremos dejando a nuestros ojos que hagan lo único que saben hacer: mirar hacia lo lejos perdidos, exista o no lo que miremos.

(Cuadro del pintor George Frederick Watts, Minotauro, 1885, Tate Gallery; Óleo La criada cautelosa, 1834, del pintor Peter Fendi; Cuadro del pintor norteamericano Edward Hopper, Mujer mirando por la ventana; Imagen de la pintora actual americana de origen Chino, Jia Lu, Salida, 1997; Cuadro del pintor actual Scott Mattlin, Obra Figurativa; Lienzo del pintor Paul Delvaux, El Fuego, 1935; Óleo del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, Anhelo de Dorigen, 1871.)