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15 de enero de 2021

La serenidad, el erotismo y la historia, o cómo el surrealismo de Delvaux nos acerca, serenamente, a la verdad.


 Cuando en la novela rusa Los hermanos Karamazov el protagonista, Dimitri Karamazov, se encuentra de pronto, desolado ante su vida, con un sabio monje en los atribulados momentos de su mayor angustia, aprovechará la ocasión para preguntarle, desesperado: ¿Qué tengo que hacer para ser redimido? Entonces el monje ortodoxo le contestaría, serenamente: Antes de nada, no te engañes a ti mismo. Para la desesperación el engaño es, sin embargo, una forma de supervivencia. Esa manera de luchar donde todo vale, ha sido la estrategia poderosa de los vencedores ante la bisoñez de los incautos o de los confiados. ¿Entonces cómo no engañar puede ser una salvación determinante? Esas son las confusas realidades de la sabiduría... El engaño, en ningún caso, puede ser nunca contra uno mismo. Pero, ¿puede ser entonces contra los otros? Nunca, tampoco. Lo que sucede es que engaño es una palabra ambivalente. No hay un engaño activo, verdaderamente. Sólo se engaña el sujeto receptor. No engaña nadie, sólo uno mismo se engaña. Y esta sí es una forma legítima. Pero sólo una forma, no es falso testimonio, no es mentir, no es dejar de ser uno mismo. ¡Es sorprender! Sorprender al otro. Entonces, el otro acabará engañado, pero no por aquel sino por sí mismo, por el equivocado modo de prejuzgar al contrario que él tuvo. En una fábula japonesa se contaba la leyenda del viajero cansado que buscaba alojamiento para pasar una noche. Encontraría entonces una pequeña cabaña en la montaña, donde vivía un viejo guerrero samurái:  Con su amabilidad de sabio, me recibió y acogió en su cabaña el viejo guerrero, nos sentamos al fuego y empezamos a hablar de mi viaje y de su vida. Le pregunté cómo un guerrero había renunciado al mundo, y entonces me respondió que, antes de renunciar al mundo, había sido servidor de un príncipe al que enseñaba el arte de la guerra. Comprendí que sería una oportunidad esta para conocer un arte como ese, teniendo en cuenta las tribulaciones azarosas que el propio viaje me esperaba al día siguiente. Ante mi insistencia, el viejo guerrero me dijo que sólo me contaría una historia, que no me enseñaría nada más y que yo sacara mis propias conclusiones. Acepté encantado.

Y empezó contándome su historia: En una de las veces que, acampados antes de la batalla, nos solazábamos los compañeros en una taberna, apareció un fiero guerrero fanfarrón y descarado. Entonces uno de mis compañeros, el más fuerte, que se deleitaba con este tipo de enemigos, se enfrentaría a éste decidido. Sin embargo, saltó aquel de pronto a su cabeza, le abatió y cayó mi amigo sin remedio. Comprendí que debía yo ahora enfrentarme con mi sable. Cuando le quise asestar un golpe logró esquivarme. Entonces yo daba a diestra y siniestra cuchilladas en el aire, pero nada. De súbito saltó sobre mí y consiguió derribarme. Así que ya no quedaba más que uno de nuestros más viejos compañeros. Este viejo guerrero tenía un aspecto lamentable, apenas podía moverse con alguna muestra de firmeza. No, decididamente acabaría siendo abatido fácilmente. Entonces se dirigió al fiero pendenciero enfrentándose a él fija y tranquilamente. Éste se detuvo inseguro e inquieto, y el viejo guerrero terminó por herirle... Al final, todos quisimos preguntarle. Él sólo respondió que el secreto para vencer en toda circunstancia era hacer de la serenidad una forma de vivir. El que está tranquilo dejará fluir la realidad. Su misión como guerrero fue ir al enemigo y eso había hecho. El oponente no pudo reaccionar porque no comprendió su tranquilidad. Ante nuestra insistencia, él decía: sois jóvenes, vuestros movimientos son muy vivos, pero en realidad desconoceréis la forma de salir victoriosos. El poder enfurecido con el que os enfrentáis es una fuerza temporal y vana, no se puede contar con ella siempre. Si deseáis vencer al enemigo no olvidéis que él también lo desea. Se piensa ser el mejor, pero eso no basta. Hay que tener una amplia visión. Es como el que se pierde en el bosque y se muere de vergüenza... Eso fue lo que le sucedió al pendenciero fiero guerrero de la taberna: en ese momento único, indeciso y trágico, ya no contaba nada, ni su vida, ni su muerte, ni su victoria, ni su derrota. No intentó siquiera defender su cuerpo ante la figura desgarbada de un guerrero tan viejo. La obsesión por la victoria es un estado que favorecerá siempre al enemigo. El secreto de la victoria está en la habilidad y en la falta de resistencia, pero, sin embargo, no en la que pensáis que debiera ser. Cuando el egoísmo es el que nos anima y buscamos solo nuestro beneficio, la sabia intuición poderosa  no puede fluir. Vuestro ser, dominado por el egoísmo, no dejará surgir el brote divino de la inspiración natural. Es ésta, nacida del no-yo y del no-deseo, la única forma que tiene nuestro espíritu de poder vencer. La verdadera naturaleza del secreto de la vida no tiene ni tiempo ni olor, debe ser algo que se asemeje al vacío, incluso a la muerte, puesto que vive en todas partes... Es una esencia maravillosa que actúa en todas partes de forma muy curiosa. Sumergida en esa esencia, aunque pueda parecer extraño, los malos pensamientos, los deseos infatigables, todo lo acosador, desaparecerá como la niebla disuelta por el sol de la mañana. La sospecha, la ilusión, la angustia, se derretirán totalmente y el espíritu verdadero nos inundará por completo. Sentiremos entonces una satisfacción enorme y el mundo limitado se disolverá ante nosotros. El secreto de la vida no reside ni en la victoria, ni en la derrota, sino en asimilar la verdad. Parte del secreto de todo es olvidar el propio ser y a los obsesionantes deseos.

El Surrealismo como Arte pictórico se habría expresado, sin embargo, inspirado con los elementos de la propia realidad. El genial pintor belga Paul Delvaux (1897-1994) se obsesionaría tanto con la muerte como con la vida. Tanto con el amor como con la desolación. Para cuando el Arte empezara a descubrir que la verdad estética no tendría por qué enfrentarse con el contenido tan expresivo de lo moderno, el pintor surrealista belga compuso su obra surrealista Serenidad. En ella observaremos el contraste más bello y distendido entre la espiritualidad y el erotismo. ¿Se habría enfrentado alguna vez el erotismo a la espiritualidad sin descubrir satisfecha la Belleza? Con las rémoras de la composición gótica más elogiosa, el pintor surrealista descubriría la maravillosa exaltación de la vida ante un gesto primoroso de satisfacción. Pero, no es una satisfacción erótica, ni tampoco es una satisfacción histórica, ni artística, ni prodigiosa, ante los fenómenos displicentes de la mundanidad. No, es sólo serenidad... Ante la serenidad la vida se despliega entonces sin temores, sin alardes, sin rencores, sin voluptuosidad equívoca que confunda o exaspere. Ahora, con la serenidad de la auto-referencialidad de uno mismo, pero sin uno mismo, con la mera posibilidad de tan solo ser para solo ser, el Arte de Delvaux nos adentrará en la misteriosa senda de lo existente...  Pero lo existente ahora como un hecho inapelable, como un gesto corresponsable con la propia vida manifiesta. No hay enfrentamiento que no sea una falacia si no es vivido como una inercia propia de la vida satisfecha. No hay vida tampoco si no hay enfrentamiento ante la realidad como parte inevitable de la existencia. Pero la serenidad será una parte esencial de todo eso...  Como la perspectiva tan clásica del cuadro, la serenidad no dejará nunca de asemejarse a la vida, a expresarse como si vivir fuera la única función (de lucha, de resistencia, de persistencia) que no obligara a otra cosa que a la propia vida displicente.

(Óleo Serenidad, 1970, del pintor surrealista belga Paul Delvaux, Colección Privada, Brujas, Bélgica.)



7 de julio de 2014

Un momento de fijación distraída o la genialidad universal del mundo de Dalí.



Si de los grandes creadores de Arte hay uno que debiera calificarse de genio, en el sentido que le damos modernamente al término genial, es decir, algo extraordinario o fuera de lo común, un ser muy creativo por disponer de una imaginación desbordante, este es sin duda el gran pintor Salvador Dalí. Obsesionado con la dualidad, llevaría a plasmarla en casi todas sus obras surrealistas. En este caso selecciono dos obras suyas ubicadas ambas en la Tate Gallery londinense que representan muy bien ese universo doble o ese desdoblamiento inevitable, genético, psicótico, inconsciente, natural y surrealista. Pero en estas creaciones se ve también la sutil admiración del pintor por otros grandes creadores del Renacimiento como fueron Leonardo o El Bosco. Porque se ven en las dos obras el fondo montañoso propio de las creaciones de Leonardo da Vinci, donde ahora el misterio de lo abrupto, de lo poderoso o de lo grandioso perfilaría así el límite entre los dos ámbitos de su sentido surrealista: el ámbito irreal por un lado y el real o subyacente por otro. Además, se observan también en su obra surrealista la atmósfera onírica, con la composición, la tonalidad o algunos elementos como las sombras o luces que nos recordarán a otro anticipadísimo creador renacentista: El Bosco. 

Narciso es uno de los mitos más curiosos de los antiguos poetas griegos coetáneos de Homero. Ni hijo de dioses, ni un gran héroe, ni un guerrero, ni un músico, ni un poeta, ni otra cosa que le llevara a ser reconocido por los dioses o por los demás... Salvo una cosa ahora: su irresistible belleza. No tendría Narciso nada más que ofrecer ni ofrecerse, ninguna otra cosa que le llevara a ser algo más de lo que representaba. Y tampoco era él nada más. Había nacido con una extraordinaria belleza de la ninfa Liríope y de un pequeño dios de un simple río griego -Céfiso-, el cual llevaría tan poca agua al ser castigado una vez por el gran dios del mar Poseidón. Pero Narciso, consciente de la admiración que provocaba en los demás, alcanzaría a poseer un excesivo orgullo de sí mismo, algo detestable que los griegos denominaban hybris, imperdonable por los dioses. Su castigo divino estuvo causado entonces por su propia satisfacción cuando Narciso admira ahora su propia imagen reflejada en el agua. Entonces no pudo ya dejar de hacerlo extasiado ante ella para siempre. Se olvidaría incluso de vivir... Así acabaría Narciso de olvidarse hasta de vivir, deshecho por los deseos egoístas de su propio delirio. Agarrado a una raíz del borde de las aguas se transformaría Narciso en la flor que lleva su nombre para siempre.

Interpretaciones de algunos poetas y escritores llegaron a afirmar que la imagen reflejada en el espejo-agua no era ahora sino un yo idealizado, una imagen que no se correspondería a la verdadera realidad reflejada sino a la que el sujeto desea ser. Dalí, como siempre, irá más allá y descubre ahora una disociación manifiesta para él en el mito. Una duplicación figurativa que disloca la realidad volviendo o reflejando lo mismo en otra cosa diferente, con otro sentido duplicado de lo mismo. Pero, como El Bosco, nos muestra ahora aquí Dalí otros planos, otras escenas y otras representaciones. Al fondo vemos una escultura -¿renacentista?- del perfecto Narciso clásico; más a la izquierda, una manifestación de hombres y mujeres que danzan cerca de otras aguas tratando de emular así, inútilmente, la única cualidad que sólo la belleza más insigne pueda disponer -imposible en ellos, a diferencia de Narciso- para ser reconocida y elogiada eternamente. Las dos imágenes de Narciso en el plano principal están aquí mimetizadas parcialmente. Una, con su inclinación arrodillada, ante la inmortal sensación de no poder saciar el ansia de su desahogo. Es una imagen mortecina, propia de la narcosis, de la muerte o de la desaparición de la vida ante la osadía más siniestra -como la planta conocida por sus efectos en el sueño-. Otra con la creación de la vida como una cosa ahora totalmente diferente, con una parte bella -flor del Narciso- y con otra parte demolida, representada aquí como una mano con sus dedos enfrentados sujetando ahora el huevo frágil de la propagación de la vida -incluso el pulgar agrietado lo recorren ahí unas hormigas gigantescas-.

A finales del año 1936, luego de llevar comenzada medio año la guerra civil española, Dalí compone su obra surrealista Canibalismo otoñal. Aquí vemos una pareja muy unida, sin solución de continuidad, realizar ahora el banquete más misterioso de su vida... Ambos se alimentarán de ambos, a la vez que acabarán ambos aniquilándose uno al otro. Las obras surrealistas de Dalí, como la de cualquier otro pintor de su tendencia, son creaciones que obligan a fijarse claramente en los detalles representados, elementos ahora muy necesarios para complementar su comprensión o su cercanía a ella. Sin embargo, Dalí recomendaría en uno de sus escritos que se vieran sus obras en un momento de fijación distraída, sobre todo su obra Narciso. Y tal vez sea eso lo mejor porque una fijación distraída es ahora, curiosamente, lo único que pueda hacernos ver aquí el sentido de las hormigas o de la manzana agujereada y derretida, o el soporte de sujeción de las dos cabezas unidas o la desolación de la terrible sensación de querer herir, desde la pasión más incomprensible, la única forma de poder sentir así la vida... 

(Óleos de Salvador Dalí, La metamorfosis de Narciso, 1937; Canibalismo otoñal, 1936, ambas obras en el Tate Gallery de Londres.)

8 de abril de 2014

¿Por qué debemos mirar sin horror ni desconcierto esta imagen aparentemente pavorosa?



Porque no es exactamente eso -horror, pavor- lo que transmite esta imagen iconográfica, una obra de Arte surrealista creada en el año 1944, en plena Segunda Guerra Mundial. Representa una singularidad estética de un fuerte contraste -belleza frente a alarma o muerte frente a vida- que, en principio, desvela un cierto desasosiego. Esta es una obra, La Venus dormida, del poco conocido, más simbolista que surrealista, pintor Paul Delvaux (1897-1994). Más simbolista porque todo en su obra es real; es decir, es posible experimentar casi todo lo que representa el pintor, a cambio del surrealismo, que no lo es casi nunca. Aquí vemos un escenario clásico de la Antigüedad, una ciudad griega en una noche real ante una luna nueva real... Una hermosa Venus dormida se nos muestra además en todo su esplendor. Hay otras mujeres desnudas en la obra, vírgenes sagradas que se arrodillan, danzan o gesticulan en algún extraño éxtasis intimidatorio, divino o terrenal. Aun así, sólo dos de las figuras representadas en el lienzo nos asombran, poderosas. Una de ellas es un esqueleto perfecto, elegante, dócil, casi respetuoso por su figura enhiesta; otra es un hermoso maniquí vestido demasiado moderno para tanta antigüedad.

En conversaciones que el autor expresaría luego de su creación, transmitió el terrible momento personal en que la obra fue realizada: cuando Bruselas estaba siendo bombardeada sin piedad. Pero ante el espanto de la incertidumbre, de un final desesperado, no acabaría el autor -que lo vivió- más que inspirado de un modo tan extraño para poder plasmar una imagen, sin embargo, del todo llena de esperanza. Sí, una imagen llena de esperanza porque la obra encierra un invisible hilo de salvación, una leve y engañosa sensación -como la representación de la vida- de que tras el desasosiego más tenebroso se oculta, misteriosamente, la promesa de un amanecer muy distinto, donde los dioses cabalgarán al alba para descubrirnos la magnanimidad de su influyente, indulgente y sagrada providencia.

Pero todo eso por entonces nadie lo sabría. Todos estaban enloquecidos, aturdidos o entumecidos por el miedo pavoroso del desgarro infame. El bello maniquí, trasunto silencioso e inmóvil del duro momento bélico, no puede hacer nada por los seres desesperados que le acucian, sin éxito -no es más que un maniquí-, por esperar un destino diferente... Una de esas jóvenes angustiadas que vemos danzar trata incluso de llamarlo, apelarlo o comunicarse con él, inútilmente. Representa el maniquí -vestido y elegante- la humana sociedad burguesa bienintencionada; sofisticada y moralmente sublime pero, sin embargo, del todo marginada, ajena, inaudible, insensible e inerme. El esqueleto nos trae el sentido de la muerte, de la desaparición de los seres como de la civilización. Esto último, la civilización, maldecida y condenada ahora por la crueldad de una guerra y su terrible destrucción. La civilización está en peligro y las gruesas columnas, reflejo de su cultura ancestral, se encuentran ahora vulnerables.

Por eso mismo se agitan las jóvenes vírgenes dionisíacas, unas jóvenes desnudas que elevan sus plegarias, mortifican el gesto o se abrazan al fuste de alguna de las columnas griegas que sostienen aún, inconmovibles, las serenas delineaciones del maravilloso, pero vulnerable, entorno de aquella civilización grandiosa. Un lugar desde donde la diosa dormida descansa, sin embargo, ajena a todo grave desconcierto. Porque es ella, la Venus dormida, la imagen más hermosa representada, la única que no sufre ni siente aquí cosa alguna que oprima su belleza. Algo que también representa la figura del maniquí misterioso... Venus descansa en la noche macilenta sin un atisbo de desconsuelo. Su maravillosa y desnuda imagen tendida, voluptuosa y abandonada al sueño y la molicie, se muestra convencida de que el destino de su estirpe no sucumbirá jamás. Algo que nos hace ver con su bello reflejo erótico y sereno el sentido simbólico de la obra, una representación artística que, desde su eterna, prodigiosa y bella sensualidad, nos ofrecerá la más serena, segura y necesitada sensación de esperanza...

(Óleo La Venus Dormida -reproducción de muy baja calidad, la única que me ha permitido Google, al impedir la imagen más nítida del original del Tate Modern alegando razones éticas, ésta puede verse en el enlace que he redirigido a la web de la Galería londinense-, 1944, del pintor surrealista belga Paul Delvaux, Tate Gallery, Londres.)

10 de enero de 2014

La expresión más inútil, melancólica y frustrante por buscar y crear Belleza durante toda una vida.



Con la maravillosa forma de endulzar lo trágico que tiene el Arte, el manierista además, vemos en este lienzo del genial Tiziano (c.a.1485-1576), para ese momento histórico de exaltación de la Belleza, una de las creaciones más sórdidas, impactantes, duras y sanguinarias del pintor y del propio Manierismo. Fue al final de su larguísima vida cuando el pintor veneciano compuso esta escena tan trágica. Una imagen donde un amable sátiro -criatura mitológica alegre, pícara y atrevida- es colgado bocabajo de un árbol en un atropello violento para ser torturado con el desollamiento más despiadado de su cuerpo. Basado en una leyenda del escritor Ovidio -Las Metamorfosis-, donde nos cuenta el poeta romano el enfrentamiento entre el dios Apolo -conocido por su orgulloso alarde con la lira- y el indolente y bondadoso Marsias -un virtuoso de la más sencilla flauta-. Este agradable sátiro había adquirido con su flauta una extraordinaria confianza, llegando a realizar interpretaciones maravillosas. Fue entonces cuando el dios Apolo le retaría a una competición musical. Para ese momento decisivo, no dudaría Marsias en enfrentarse al poderoso dios Apolo. ¡Qué ingenuidad! Qué cruel destino más peligroso el de los dulces seres que, como Marsias, no verán el terrible y espantoso destino de atreverse a retar a los mismos dioses, a la cruel vida desatenta... Esa vida que a veces, ofuscada y vengativa, se ofenderá fatalmente con sus criaturas indolentes. No le bastaría al gran Apolo con ganar obligando a los jueces -en este caso Midas y unas Bacantes- a elegirle a él, decidió además atropellar con la violencia más descarada al atrevido, amable e ingenuo Marsias. En otra leyenda mítica se enfrentaría el rey Midas con la tesitura de juzgar una competencia entre dos dioses: Pan y Apolo. Algo peor aún, donde ahora solo el juzgador podría salir mal parado. Y así fue ya que el independiente y honesto Midas siempre ofrecería su opinión libremente, y en ningún caso era a favor del vanidoso Apolo. Así que ahora, frente al dios Pan, acabaría el dios Apolo ofendido para siempre y transformando luego las orejas del rey Midas en las de un pequeño burro maldiciente. Sin embargo, en el lienzo de Tiziano El castigo de Marsias Midas es ahora un juez más: ofrecerá su aplauso a Marsias mientras que las Bacantes, más simpatizantes de Apolo, se lo acabarán negando, trágicamente.

Es por lo que el dios de la razón, de la luz, de lo perfecto y lo correcto -Apolo- acabaría destruyendo a un representante de lo dionisíaco, de lo amable, de lo ingenuo o de lo confiado. Justo lo contrario de lo que simbolizaba el racional Apolo, es decir, la fuerza de la inspiración, de la emoción, de la oscuridad, de lo imperfecto o de lo desbordante, todo aquello que representaba el dionisíaco y bondadoso Marsias. El pintor Tiziano terminaría meses antes de morir este misterioso, melancólico, duro y esclarecedor lienzo manierista. Esclarecedor porque acabaría comprendiendo el propio pintor que, después de todos sus años de creación artística, nada terminaría siendo justificado en el mundo del Arte como un extraordinario alarde estético -ni siquiera uno como éste, tan artístico o tan ético- para descubrir y representar la Belleza deseada, algo tan querido, perdido y anhelado por los hombres. ¿Dónde estaría entonces esa Belleza deseada en un mundo tan carente de ella? En el cuadro manierista aparece autorretratado el propio pintor, ahora como el rey Midas sentado a la derecha. Refleja el semblante meditabundo y desolado de un ser que observa, al final de su larga vida, cómo la ilusión confiada e ingenua de algunos seres terminaría, irremediablemente, superada por los acontecimientos terribles de un mundo cruel y desatento. Y el pintor italiano utilizaría -anticipadamente, como los grandes genios- una fuerza estética poderosa con sus colores y sus trazos manieristas, ahora tornasolados, ahora abigarrados, casi expresionistas..., para poder con ellos plasmar así las terribles contradicciones o sinrazones tan absurdas de este mundo. Así es como serán fijados los rasgos estéticos en la obra manierista, con la sensación tan expresiva de querer narrar el dolor o el tormento más descorazonador de la vida.

Tan impactante fue la obra que creadores actuales se habrían inspirado en ella para componer, expresionistamente, sus homenajes al gran maestro veneciano. Porque en esta curiosa obra de Tiziano está todo lo que ofrece una alarmante anatomía de la crueldad o de lo más despiadadamente inhumano. Porque son ahora los mismos dioses, descaradamente, los que intervienen, sin embargo, en el terrible castigo infringido al bondadoso e inocente Marsias: el dios Apolo, el dios Pan y otro sagrado personaje. Luego además unos ajenos espectadores, pasivos y tranquilos, acuden a observarlo mientras sufre su terrible martirio. Por ejemplo, el rey Midas, representado en la obra como el propio pintor; también la diosa Atenea con su violín y unos diosecillos, así como algunos inocentes animales. Todos ellos miran ahora la escena aterradora sin inmutarse. Hasta el propio Marsias mirará, invertido ahora su cuerpo, hacia afuera del cuadro -hacia nosotros, hacia los que estamos ahora mirando la obra- con sus ojos inhibidos y una cierta mirada sin dolor, sin rencor incluso, sin ira, sin otra cosa más que una especial dulzura incomprensible. Esa misma sensible dulzura que, sin embargo, de las cosas inevitables y duras de la vida, se acabarán engarzando, sosegadamente, entre una inútil emoción y su evadido ánimo.

(Óleo Desollamiento de Marsias, 1576, Tiziano, Palacio Arzobispal de Kromeriz, República Checa; Cuadro del artista actual Daniel Goodman, Desollamiento de Marsias después de Tiziano; Obra Estudio sobre el desollamiento de Marsias, Tom Phillips, 1986, National Portrait Gallery, Londres; Obra Marsias desollado por Apolo, 1964, André Masson.)
 

10 de diciembre de 2013

La más inteligente alternativa a la autodestrucción: la purificación representada o la catarsis.



La desconocida pintora francesa Constance Mayer (1775-1821) aprendería Arte en pleno momento post-revolucionario francés, cuando Napoleón calmara por entonces las emanaciones ideológicas más radicales de Francia pero mantuviera, sin embargo, el mismo espíritu de avance. Se convertiría Constance Mayer en el año 1802 en una de las mejores alumnas de Pierre Paul Prud'hon, uno de los pintores más admirados de aquella nueva corte imperial napoleónica. Porque entonces las originales obras de Prud'hon, con un menor rígido acabado y un mayor alarde sensual que las anteriores neoclásicas, serían muy admiradas por la emperatriz Josefina como por toda su corte imperial. Pero aquella relación profesional con su alumna terminaría convirtiéndose en algo más que amistad. Acabarían enamorados a pesar del matrimonio -desafortunado- del pintor. La esposa de Pierre Paul, mentalmente enferma, sería internada en un sanatorio mental. En el año 1821 fallece la esposa de Prud'hon pero le hace prometer antes a su esposo no volver a casarse jamás. Por compasión, fidelidad incomprensible o piedad excesiva, el caso es que el pintor Prud'hon cumpliría su promesa escrupulosamente. Constance Mayer no lo entendería y terminaría por autodestruirse acabando con su vida pocos días después.

Cuando no comprendemos qué nos pasa realmente para sentirnos mal con nuestra vida, cuando la desesperación nos invade ante un momento de angustia vital exasperante, entonces los seres humanos necesitarán algo...  Alguna cosa que les haga de nuevo volver a sentirse fuertes, volver a sentirse grandes, o poder volver a amarse. Y entonces buscaremos ese algo sin saber, exactamente, qué cosa es o cómo conseguirlo. Los antiguos griegos inventaron una cosa inespecífica para concretar ese algo abstracto -muy genérico- que les sirviera ahora para toda posible causa desastrosa. Y le pusieron un nombre: catarsis. Pero, ¿qué llevará a un ser humano a necesitar un remedio tan genérico? ¿Será que nuestro ser, en su origen primitivo, aglutinaría así todos los posibles efectos en una causa? Lo cierto es que los antiguos griegos -Aristóteles- idearon que la representación caótica de una vida podía ser un posible remedio calmante. Es decir, que mirar desde afuera de uno mismo lo que uno mismo podría llegar a convertirse era una forma de calma sosegadora. Pero pasándole ahora a otra persona diferente, no a él, la desgracia. La visión de todo eso -la desgracia y el sacrificio- acabaría transformando al ser al verse reflejado pero sin recibir las trágicas consecuencias de lo que, de haberlo vivido, hubiese él mismo podido padecer.

Percibir eso claramente el sujeto -con imágenes, palabras, sangre o emociones trágicas- le llevará a conseguir una purificación extraordinaria. Los sacrificios en la Antigüedad tendrían mucho que ver con eso mismo. Las víctimas en los sacrificios eran los personajes de la tragedia catártica, sólo que entonces ellos perecían verdaderamente. A partir de la época en que los sacrificios en Grecia fueron abolidos, el arte de la tragedia y de la representación escénica vinieron a sustituirlos útilmente. La víctima siempre era necesaria. En ella cargaremos la culpa que nos amarga. Pero, claro, para que tenga efecto debe parecer la víctima y su circunstancia representada ser muy creíble, aunque no sea realmente cierto que haya sucedido. La víctima además debe ser muy valiosa. No se pueden descargar culpas eficaces si no la reciben víctimas grandiosas. Pero también deben ser representaciones armoniosas con elementos de belleza, conceptos elogiosos que sufran o acaben mereciendo, a pesar de su belleza, aquellos espíritus ansiosos tan necesitados de vivir esa catarsis. Y así la tragedia griega acabaría convirtiéndose en una de las formas más bellas de arte catártico. Pero, al mismo tiempo, otras formas de Arte también servirán... Otras representaciones bellas que, como aquellas trágicas catárticas clásicas, pudieran también así expresarlo.

Pero el Arte pictórico es tan complejo y tan expresivo, tan poco dado a la conmiseración a veces, que las formas de manifestar sus mensajes de catarsis han variado lo mismo que sus tendencias. Cuando el artista expresionista mexicano José Clemente Orozco (1883-1949) se plantease crear en el año 1935 un gran mural para reflejar las maldades que la humanidad sufriera y necesitara sublimar, pensaría que la víctima elegida debía ser el mundo entero además. Todas las cosas mundanas que agreden, desgarran, traspasan o envilecen la vida del ser humano y representarán así sus propias miserias cotidianas. De la misma vida turbadora de aquellos duros años treinta del cruel siglo XX. Una vida maquinalmente destructora, prostituída por fuerzas desmembradoras de lo humano, o atacadas por el puñal asesino de lo bárbaro, o demolidas por las armas atronadoras de lo más criminal. Y ¿qué mejor cadalso victimario que la imagen de un fuego aniquilador que acabase -para renacer de nuevo liberado- con todo lo creado por el hombre y su mundo?

En la mitología griega Psyque -el alma vagabunda- debe luchar con las amenazas que le impiden alcanzar las cosas que le fueron exigidas por los dioses. Cosas necesarias para poder ella luego existir glorificada. Pero, ¿qué cosas le fueron exigidas?, ¿pudo ella evitarlas, de no haberlas querido hacer? Porque, sin embargo, habría algo que ella necesitara especialmente, algo que deseaba de un modo ineludible, pero que no eran ninguna de aquellas peregrinas cosas que le habían pedido hacer los dioses. Sólo que, sin esas cosas exigidas por los dioses, lo que ella más quisiera no lo podría obtener. Y eso era la búsqueda de la purificación, de la verdad luminosa, de la sensación lívida, pero potente, de algo que, sin embargo, no podría obtener sino en un momento de gloria. Cuando Psyque -el alma errante y vagabunda- iluminara por fin con su efímera vela desatenta el rostro de lo que ella más anhelara ver -Cupido-, solo pudo por entonces iluminarlo durante un pequeño instante de belleza. Porque Cupido -su deseo materializado de belleza- pronto la habría de abandonar, ofuscado por iluminarlo a él así, y huyendo de ella luego para siempre. Por eso la catarsis sólo será un instante prodigioso de grandeza, un único momento de luz, de placer y de belleza. Un único momento de gloria en la vida de los seres que, alguna vez, tuvieran ellos anhelosos y expectantes. Un único momento inalcanzable de belleza que sólo el Arte, y su designio desinteresado, pudieran, si acaso, alguna vez reconocer con su grandeza.

(Óleo de la pintora francesa Constance Mayer, El sueño de la felicidad, 1819, Museo del Louvre; Óleo Cupido y Psyque, 1789, del pintor inglés Joshua Reynolds, Londres; Obra surrealista, De ninguna manera, del pintor actual Gyuri Lohmuller, Rumanía;  Mural del mexicano José Clemente Orozco, Katharsis, 1935, Museo de Bellas Artes, México D.F.)

10 de octubre de 2013

Cuando lo importante no se ve, no está, no aparece, cuando sólo apenas se vislumbra...



Qué mayor cualidad artística que representar, sin trazos ni colores, lo que el creador manifiesta de un modo subliminal pero que es ahora, sin embargo, el sentido principal de la obra.  Por que, ¿cómo componer en un lienzo lo que existe apenas en la mente curiosa del que observa, ahora desbordada...?, o, mejor aún, ¿lo que sólo existe en la mente aislada de algunos de los personajes representados? Sin embargo, esto es para el Arte una de las más grandes cualidades, tan misteriosa, que sus creadores puedan llegar a disponer. Porque siempre podremos relacionar o imaginar, paradigmáticamente, ese esbozo sutil con alguna que otra cosa relevante. Es decir, elegir ahora las posibles variables emocionales que, de existir visibles, pudieran ser deducidas de una representación así, creando nuestra propia imagen de lo que, sin embargo, no se vea realmente en el lienzo. Un lienzo ahora sublimado por ser aquello no representado una ideación mental imaginada, no expresada gráficamente en ninguno de los personajes o elementos retratados.   Cuando la dulce y bella Psique -según cuenta la mitología griega- quiso encontrar el deseo perdido de su amante -Eros-, no dudaría en recorrer todo el duro camino necesario y preciso hasta llegar incluso a los infiernos, decidida a recuperar aquel maravilloso anhelo emocional fuese como fuese.

Porque en el Hades, el infierno griego, existía un cofre donde la bella diosa Afrodita había guardado un poco de su Belleza inigualable, algo que Psique anhelaba como un poderoso talismán para poder llegar a recuperar a su amante perdido. A pesar de que Perséfone -la diosa consorte del dios Hades- le había prevenido de que no mirase nunca en su interior, Psique acabaría abriendo el cofre de Afrodita y mirando dentro sin dudar. Como consecuencia, Psique terminaría dormida para siempre, un poderoso sueño del que sólo su amante Eros la podría despertar...   ¿Qué nos espera entonces a nosotros, afanados observadores de la esencia oculta en el Arte, de aquello especial que solo pueda apenas vislumbrarse en una obra?: ¿el delirio, la frustración, la decepción, el rechazo, la conmiseración o el sueño eterno? Porque cada una de esas cosas puede resultar de nuestro ánimo por conocer eso que veíamos antes... sin llegar a saberlo exactamente.  Pero, conocer luego ¿el qué?  Mejor será ignorarlo. Mejor es no llegar a saberlo nunca. Mejor dejarlo así, sin desvelar, como cosa imaginada -por tanto oculta- por cada ser que mire anhelante sin realmente percibirlo.  El Arte nos regalará entonces ese bello instante de sumisión a lo no visto, sin embargo. Pero, al mismo tiempo, nos ofrecerá también la estética certeza de que aquello que elijamos creer que sea, aquello que solo nosotros veamos, sin verlo, ¡eso será!

(Óleo de John William Waterhouse, Psyque abriendo la caja dorada, 1903, colección privada; Cuadro La Muerte, 1904, del pintor polaco Jacek Malczewski, Polonia; Obra Mar en calma, 1748, del pintor Claude Joseph Vernet, donde el Sol no se ve, pero, sin embargo, el pintor muestra, magistralmente, sus efectos y su posición... ahora fuera del lienzo, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid; Óleo de Dalí, Afgano invisible con aparición sobre la playa del rostro de García Lorca en forma de frutero con tres higos, 1938, Colección Particular; Cuadro Amanecer con monstruos marinos, 1845, del pintor Turner, Tate Gallery, Londres; Óleo Almiar en un día de lluvia, 1890, donde el genial Van Gogh nos muestra cómo la lluvia sólo se puede vislumbrar ahora imaginando apenas sus efectos, Vincent Van Gogh, Holanda; Óleo de Waterhouse, Desaparecido no olvidado, 1873, donde nunca sabremos qué es exactamente lo pensado ahora por el personaje femenino ante una tumba..., tan solo imaginarlo.)

3 de septiembre de 2013

El Surrealismo como una forma más de comprendernos a nosotros y al mundo.



A principios de los años veinte del siglo pasado unos creadores artísticos comenzaron a idear una expresión distorsionada  de las cosas del mundo. Y ese matiz -distorsión no irrealidad- es muy importante para comprender el Surrealismo como tendencia artística. Porque lo que empezaron a desarrollar con sus creaciones surrealistas esos pintores modernistas no eran manifestaciones de irrealidad sino una proyección alterada del mundo, del hombre y de sus invenciones. Por eso el término surrealista (sub-realismo, debajo de, en otro nivel del mismo centro) se ajustaría más a lo que aquellos preconizaran con su Arte tan moderno. Cuando queremos exponer manifiestamente la sensación de una experiencia diferente, no asimilada a lo que frecuentan nuestros ojos o nuestro consciente, lo llamaremos, convencidos, surrealista: ¡qué cosa más surrealista!, ¡esto es surrealista! Y cuando lo decimos estaremos haciendo dos cosas, básicamente: comunicar lo incomprensible pero vivido o existente de algo y, por otro lado, alcanzar a tranquilizar así nuestra conciencia confusa, a calmarla ahora con la expresión, casi catártica, que supondrá el pronunciarlo.

¿Cuántas cosas son realmente surrealistas? Hasta tal punto llegaron esos creadores a comprender que todo el mundo era un universo surrealista, que compusieron tantas obras alteradas -distorsionadas de la realidad- que reflejaron con ellas todas las cosas que, se suponen, son realistas... Cuando René Magritte, el gran pintor surrealista belga, compuso su obra Recuerdo de viaje en el año 1955, nos ofreció un paisaje aséptico, limpio, existente en el mundo -la costa sugestiva de una playa y su cielo azul-, con unas piedras desperdigadas que mimetizan ahora, con su substancia surrealista, una vela comprensiva y su soporte real tan manifiesto. ¡Qué tremendo choque de cosas ahí! Pero, sin embargo, así representaría el pintor lo que es el mundo que vivimos; no el mundo real en sí, no, sino el que vivimos ahora nosotros... Y esto es lo que el surrealismo conseguirá expresar en sus obras: desnudar el mundo que nos acoge entre sus límites de la visión interior que tendremos de ello. Por eso el psicoanálisis, propulsor además de esta tendencia artística, fue la textura sólida que utilizaron los surrealistas para sostener o justificar -aunque ellos poco lo necesitaban- frente a los demás sus distorsionadas manifestaciones tan demoledoras.

¿Cómo podemos sobrellevar la vida tan alienante que hemos llegado a construir los seres humanos? Por eso el surrealismo fue una forma de exaltación de lo incomprensible, como lo es el humor, por ejemplo, como lo es también la capacidad para relativizar y sosegar las emociones. Queremos entender las cosas -el mundo científico o realista de lo físico- que nos rodean, y lo estamos consiguiendo cada vez un poco más. Pero, sin embargo, ¿podremos avanzar en comprendernos a nosotros mismos también, a nuestras propias emociones tan profundas y ocultas? Por eso el mejor modo de encontrar una forma de poder soslayar lo incomprensible fue el Surrealismo. Algo que, a veces -las más de las veces-, nos dejará, sin embargo, abatidos e insatisfechos. Y esto es así porque no podemos alcanzar a ubicarlo, a ubicar el surrealismo de la vida en nosotros mismos. Porque lo incomprensible, lo distorsionado o lo que no es real de ningún modo -también lo fracasado, , lo fracasado, lo que no alcanzó a ser real o posible alguna vez-, no podremos, ni tampoco querremos posiblemente, llegar a entenderlo mucho... Sin embargo, es el hecho de aceptar lo que nos pueda suceder -queramos o no- en nuestra vida contingente, fútil y caprichosa lo único que conseguirá reconciliarnos, finalmente, con el mundo distorsionado, incomprensible y misterioso en el que vivimos. Y del  mismo modo con el artífice o cómplice de todo ese entramado vitalista: nosotros mismos.

(Obra de Paul Delvaux, El diálogo, 1974, Bélgica; Óleo El escritorio antropomórfico, 1936, Dalí; Cuadro La tentativa de lo imposible, 1928, René Magritte; Lienzo La vestimenta de la novia, 1939, Max Ernst; Cuadro Armonía, 1956, Remedios Varo; Obra de René Magritte, Recuerdo de viaje, 1955.)

19 de mayo de 2013

La inexpresión más expresiva que existe, la que nos sorprende ahora porque no nos ve.



De todas las causas para sorprendernos ante un rostro que miramos, la más de todas ellas es comprobar cómo nada nos hace más efecto que una extraña manera de mirar.  Porque entonces lo único que se enfrenta a nosotros -ya que miramos también- es lo mismo que ahora nos mira, lo mismo que estamos usando nosotros también ahora para hacerlo, los ojos. Y, aunque nos resistamos, volveremos siempre a ellos igual que una luz vuelve, impenitente, sobre lo que carece de luz. ¿Por qué lo hacemos? Tal vez porque carecemos de eso que pensamos necesitar entender con urgencia: ¡que existe lo que vemos! Que tiene vida, que nos ve y que nos corresponde con lo mismo que nos planteamos también de nosotros: ¡que existimos! Los autores y creadores de Arte trataron de fijarlos con su propio estilo en las diferentes obras que nos dejaron para verlos. Para esto crearon reflejos, contrastes, puntos encerrados, agotados o descentrados, elementos que buscarían expresar lo que solo con esos recursos estéticos, solo con ellos, serán capaces de expresarlos sin nada más. Y así lo hicieron desde el Renacimiento... Desde cualquier otro sentido también. Con la promesa de hacernos creer que lo que ahora vemos es, en verdad, lo que nos mira. Pero, no, nada de eso. Nadie nos está mirando ahora aunque lo parezca. Son ciegos los reflejos de lo que, a nuestro cerebro, parece que nos llega de una obra de Arte, porque tan sólo lo parece...

¿Cuánto de esa misma verdad encierra en la vida real eso mismo, algo que sólo lo parece en el Arte?  Porque, aunque sea obvio que una imagen inerte y sin sentido real produzca esa apariencia, no es menos cierto que en la vida real que vivimos a veces también lo sea. ¿En cuántas ocasiones, mirándonos, no nos miran?, ¿en cuántas en otras, ni mirando a veces? Entonces, ¿dónde se encuentra verdaderamente la realidad de lo expresado?, ¿dónde, entonces, estará la verdad de lo expresivo? Porque, al parecer, no se equivocaron los autores ni siquiera entonces creando lo imposible: hacer como que miran sus personajes retratados. Ellos descubrieron ya que nada de lo que tenga vida en verdad supone que mire realmente; es decir, que tal vez todo sea como en su propio reflejo artístico...  Porque aun así, con vida, sólo será eso mismo, una forma inexpresiva de definir un gesto incomprensible, un gesto ahora sin sentido, sin recuerdo, sin efecto, sin pasión o sin mirada...

El escritor Paul Bowles, en su maravillosa obra El cielo protector, nos dejaría una reseña literaria muy apropiada para sentir o entender algo mejor todo eso:  Frente a los músicos sentados en mitad de una tarima bailaba una muchacha, si es que sus movimientos podían calificarse de danza. Sostenía con las manos, detrás de la cabeza, una caña y se limitaba a mover el grácil cuello y los hombros. Los movimientos, graciosos y de una impudicia rayana en la comicidad, eran una traducción perfecta en términos visuales de la estridencia y el salvajismo de la música. Pero lo que conmovía no era tanto la danza misma como la expresión extrañamente desapegada, sonámbula, de la muchacha. Su sonrisa era fija, y se podía añadir que su mente también, como atenta a algún objeto remoto que sólo ella conocía su existencia. Había un desdén supremamente impersonal en los ojos que no miraban y en la curva plácida de los labios. Cuanto más la miraba, más fascinante le resultaba la cara; era una máscara de proporciones perfectas cuya belleza provenía no tanto de la configuración de los rasgos como del significado implícito en su expresión, un significado o la ausencia de significado. Porque era imposible decir qué emoción había detrás de la cara. Era como si estuviese diciendo: "Se está ejecutando una danza. Yo no danzo porque no estoy aquí. Pero es mi danza." Cuando concluyó y la música se detuvo, la muchacha permaneció inmóvil un momento, después bajó lentamente la caña que sostenía detrás de la cabeza y, dando unos vagos golpes en el suelo, se volvió para hablar con uno de los músicos. Su notable expresión no había cambiado en ningún sentido. El músico se puso de pie y le hizo un lugar a su lado en la tarima. A Port le pareció curiosa la forma en que la ayudó a sentarse y, de pronto, comprendió que la muchacha era ciega. La idea lo sacudió como una descarga eléctrica; el corazón le dio un salto y, de pronto, sintió que le ardia la cara.

(Lienzo del pintor del Renacimiento Palma Vecchio, La Bella, 1525, Museo Thyssen, Madrid; Óleo Impresionista de Renoir, Gabrielle, 1913, Francia; Cuadro Postimpresionista  Ancestros de Tehmana, 1893, Paul Gauguin; Óleo Fauvista Retrato de la mujer del artista, 1913, Matisse, San Petersburgo, Rusia;  Lienzo Expresionista de Picasso, Muchacha con sombrero, 1901, San Antonio, Texas; Obra Surrealista, Galarina, 1945, Dalí, Figueras, Cataluña.)

26 de enero de 2013

La diversidad humana o las enormes diferencias de una misma naturaleza, igual y diferente.



Nada hay más diferente que un ser humano a otro, aun de la misma familia, del mismo cigoto biológico casi, de la misma naturaleza o de los mismos genes duplicados incluso. Las tendencias artísticas han mostrado esa peculiaridad -la individualidad retratada- mejor que ninguna otra cosa en el mundo. Como vemos aquí ahora, los rostros humanos son todos distintos en estas representaciones artísticas. Porque los ojos, las arrugas, las sienes, las cejas, la mirada, el semblante y hasta el mismo color que de la piel humedecida se refleje así lo son también. Sin embargo, el Arte -en su maravillosa forma de expresar lo inexpresable- añadirá ahora algo más a todo eso: el sesgo inmaterial del modo de ser de cada rostro. Es decir, la manera ahora tan particular de interpretar el carácter o la singularidad de la esencia interior que un semblante humano refleje en su imagen. Los seres humanos no nos parecemos en nada los unos a los otros. Un médico y un biólogo se alarmarían ante esa afirmación; un psicólogo menos, un creador nada. La individualidad peculiar -única- de los seres humanos es tal que asustaría pensar cómo es posible que podamos vivir todos juntos en sociedad.

Es como en el Arte, ¿podríamos en un museo visualizar sereno la obra de Velázquez -pintor clásico de maneras excelentes- al lado justo de la de Seurat -pintor neoimpresionista de rasgos peculiares-? Ambas obras son Arte, magnífico Arte, pero se catalogarán en áreas diferentes y nuestros ojos irán adaptándose cada vez, poco a poco, a sus claras diferencias o a sus sentidos estéticos particulares, es decir, a lo que cada tendencia artística o cada estilo personal el creador hubiese querido reflejar en su lienzo artístico. Así también sucederá con los seres humanos, particularmente con los tan sofisticados intelectual o interiormente... Y, entonces, ¿cómo podremos vivir juntos y, a la vez, parecernos aparentemente tanto? Por la imitación, algo heredado de la evolución de los antiguos primates. Es esta una característica evolutiva de nuestro género homo que nos ha permitido, y nos permite, sobrevivir aliados. Es decir, que acabaremos pareciéndonos un poco más, cada vez, al congénere que tenemos al lado.

Terminaremos imitándonos, aprendiendo -inconscientemente- de aquel otro individuo que, algo antes que nosotros, hubo comprendido o aprendido alguna cosa valiosa para sobrevivir. Esto es lo que -sin quererlo exactamente así- nos sucederá a los humanos para parecernos unos a otros. Pero, sin embargo, no somos nada iguales. Somos todos tan diferentes, con una magnitud tal de diversidad genuina, que asombraría la reacción si nos dejáramos -como en el Arte- representar con la libertad que los pintores crearon en sus obras. Y esta es una de las grandezas -entre otras muchas- que el Arte nos ofrecerá también con sus obras. Comprender que un rostro humano, por ejemplo, puede ser mucho más diferente -trascendente incluso- que los propios surcos físicos, las sinuosidades, los ángulos o las formas que de su perfil iconográfico se hubiese ofrecido con los siglos y su evolución. Mucho más. Tanto como la interpretación -manierista, barroca, realista, impresionista, simbolista, fauvista o surrealista- que de las cosas intangibles o misteriosas de la vida haya podido el Arte -y puede aún- del todo imaginar entre sus obras.

(Óleo renacentista El hombre de la rosa, 1495, del pintor Andrea Solari; Cuadro del pintor veneciano Giorgio Barbarelli -Giorgione-, Hombre joven, 1506; Óleo manierista Retrato de un anciano, 1570, del pintor Giovanni Battista Moroni; Obra barroca de Velázquez, Retrato de un hombre, 1628, Nueva Jersey, EEUU; Cuadro Retrato de joven, 1597, del gran Rubens, Nueva York, EEUU; Óleo del Romanticismo inicial español, Retrato de caballero, 1795, del pintor Vicente López, Pamplona, Navarra; Obra realista del pintor simbolista Arnold Böcklin, Retrato de un joven romano, 1863; Obra adolescente realista del genial Picasso, El viejo pescador, 1895, Museo de Monserrat, Barcelona; Cuadro impresionista de Vincent van Gogh, Retrato de Pére Tanguy, 1887; Óleo postimpresionista de Paul Cezanne, El fumador, 1895, San Petersburgo, Rusia; Cuadro simbolista del pintor Louis Welden Hawkins, Retrato de hombre joven, 1881, Museo de Orsay, París; Cuadro del neoimpresionista George Seurat, Pequeño pensador en azul, 1882, Museo de Orsay, París; Obra del Modernismo, del pintor francés Christian Bérard, Hombre en azul, 1927, Texas, EEUU; Cuadro fauvista del pintor Matisse, Retrato de Derain, 1905, Tate Gallery, Londres; Obra expresionista, Retrato de Ludwind Ritter von Janikowsky, 1909, del pintor Oskar Kokoschka, EEUU; Cuadro Naif, Retrato de Picasso, 1999, de pintor colombiano Botero; Obra surrealista del genial René Magritte, El hijo del hombre, 1964.)

3 de enero de 2013

La verdadera naturaleza de lo que somos: la transformación o el cambio inevitable.



¿Cuánto valen nuestros principios? ¿Cuánto tiempo estaremos dispuestos a mantener lo que pensamos, lo que -supuestamente- creeremos de verdad? ¿Hasta cuándo seguiremos manteniendo el discurso y la actitud que un día nos iluminara como el ser entonces más íntegro, decidido, seguro y resistente ante los vaivenes de la vida o del mundo? Según un antiguo adagio de sabiduría la única forma de conocer verdaderamente a los demás -y de paso a uno mismo- es calzar los zapatos de otros y caminar por el mismo camino abrupto de ellos para, luego de recorrerlo, regresar solo y confundido como antes, pero ahora, sin embargo, absolutamente transformado por la lucidez.

Relato breve: La Transformación.

Existió una vez un hombre que se enorgullecía tanto de lo que era y pensaba, que defendía sus ideas frente a todos para acabar sintiéndose así el mejor y el más fuerte de los hombres. Y de ese modo acabaría actuando siempre, convencido de su alarde personal insobornable. Cuando niño saltaba el primero hacia el campo de los juegos, ideando entonces cualquier cosa convencido de que aquello que ideara acabaría siendo ya seguido por los otros. Defendía así su manera de entender la forma -la única forma- de querer empezarlo siempre todo. También de idear cómo debían ser las cosas para conseguir de la vida la única manera de plasmar, ante él y ante los otros, las reglas inmortales -las suyas- para hacer posible lo que fuese la vida de los otros. Porque así era como él pensaba, sentía y creía que debían ser las cosas de este mundo, cosas que además sólo iluminaban su figura, su mente, sus decisiones, sus ideas y su propia vida vanidosa.

Creció sumido en esa sensación y conseguiría que todo aquello que le rodeara fuese como quisiera él que fuese. De ese modo su medio ambiente influiría sin esfuerzos por cimentar las formas y maneras en que su personalidad terminara por ser encumbrada y considerada siempre. Tuvo, eso sí, la suerte de no poseer más que aquello que precisara para iniciar la vida sin demasiadas cosas; cosas que, de haberlas tenido, le hubiesen impedido ver la vida con su propia claridad ególatra. Desposeído de mucho, comprendería pronto que sólo -sin tener apenas nada- la probidad de una idea le bastaría para satisfacer sus deseos poderosos. Y de ese modo, acabaría por convertirse en un envidiable defensor de los derechos y de la justicia de los otros, de los desarrapados seres que, como él, deambulaban por el torticero mundo desastroso.

Acabaría liderando consignas y agrupamientos sociales, movimientos que pudieran terminar, de una vez y para siempre, las malditas injusticias de la sociedad y del mundo. Pronto su fama alcanzaría aquel prurito de su infancia, aquella singular tendencia a ser embargado por la sensación de representar él lo único representable en la vida de los otros. Le aclamaban, le envidiaban, le consideraban el ser más justo, el más honesto, el más capaz, el más inconmovible y decidido de todos. Sus miserias y sus escasas posesiones alimentaban las ideas -plausibles para todos- que acabaría utilizando además siempre ante los otros, ante él mismo y ante el mundo.

Y así satisfizo su anhelo, su frustración personal y su sentido de ser todo en el mundo. ¡Cómo disfrutaba al comprender que la verdad de su vida era pareja con la verdad que él creía y predicaba como la única verdad que pudiera existir en el mundo! Ya no dudaría más que su destino pudiera calmarse con otra cosa que no fuera su firme, inamovible y fanática manera de pensar. Y todo tendría sentido ya. Su filosofía utilitaria le llevaría así a pelear con fuerza para desposeer a unos -los poderosos según él- de aquello que -injustamente- los otros -los desposeídos- no tendrían. ¿Quién osaría entonces siquiera alzar la voz para argumentar lo contrario? Él sabría que esas ideas elevadas y sagradas compensarían, con fuerza, la desalmada circunstancia de su pobre destino.

Los años pasaron y la vida continuaría con sus azares inmaduros, sus motivos misteriosos y sus alardes sin sentido. Pero, un día, recibiría la noticia más inesperada de su vida. Acababa él de ser tocado por la diosa fortuna. Millones de euros, cientos de millones, osaron terminar en sus manos para siempre. Ahora podría disponer de todo lo que quisiera -sin justificarlo con palabras- para cambiar y mejorar la vida de los otros, porque la suya era inconmovible, definida, ajustada a sus deseos altruistas. Inicialmente, así pensó sobre lo que la vida le ofrecía ahora inesperadamente. Todo podía ahora además ser justificado por fin, llevar a la realidad -ayudar realmente a los demás- aquellos motivos sagrados que le hicieron pensar lo que era, un ser especial, elegido, para los otros.

Pero, todo había cambiado ya, todo era ya del todo ahora diferente. Porque no es lo mismo clamar en el desierto que sentir que éste, ahora, queda ya muy lejos de tu vida. Al principio quiso mantener sus compromisos, quiso diseñar el sentido de su vida y de los otros con los planteamientos que había defendido siempre. Pero pronto las contradicciones suplantaron a los principios. ¿Cómo argumentar con hechos las ideas altruistas cuando aquéllos -los hechos- son contrarios a los intereses mantenidos en un sentido por éstas -las ideas-, ahora ya de por sí totalmente diferentes?  

Cuando una mañana se dirigieron a él para que llevase a cabo con los otros lo que esperaban, sin dudar, que él haría sonriente y satisfecho, descubrieron, con sorpresa, que no estaba para nadie, que había desaparecido para siempre. Lo buscaron, lo llamaron. Esperaron anhelosos que su mesías sobrevenido acabara ya por cumplir, por fin, con sus principios permanentes. Pero, nada, nunca apareció. Se había desvanecido, como la esperanza de los otros, en aquella mañana gris y displicente. (Fin)


A finales del siglo XVI el emperador del Sacro imperio Romano Germánico, Rodolfo II, encargaría al pintor veneciano Veronese (1528-1588) un gran cuadro sobre el amor y sus desdichas. Se inspiraría entonces el pintor manierista en un relato del mítico Hércules, de aquel héroe griego -Heracles- siempre enfrentado por sus deseos opuestos y contradictorios. En una ocasión el personaje mitológico debía elegir entre el vicio y la virtud. Pero como el personaje era un gran héroe griego, el creador veneciano lo pinta entonces eligiendo, decidido, la virtud, no el vicio. Aunque en el cuadro renacentista el vicio -representado por la atractiva mujer de falda roja- acabaría rasgándole ahora una de las medias al céntrico personaje mitológico, obligándole así a volverse, inseguro, sin embargo, de todo aquello que debiera, obstinada y justamente, realizar ya muy convencido el virtuoso héroe.

(Óleo Alegoría de la Virtud y el Vicio, 1580, Paolo Veronese, Colección Frick, Nueva York, EEUU; Obra Transformación, 1981, del pintor Francisco Peinado; Cuadro Las tres edades de la mujer, 1908, del pintor Gustav Klimt, Roma, Italia; Óleo Las tres edades del hombre, la vejez, la adolescencia y la infancia, 1940, Salvador Dalí.)