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16 de diciembre de 2023

Lo real se transformará en un vacío al no poder sustituir lo vivido por lo representado, lo sentido por lo expresado, la vida por el Arte...

 



Era el comienzo de un siglo esperado y temible, entusiasmado y desalentador, era la consecución de un descubrimiento de siglos anteriores que no habían sido sino la antesala, la búsqueda, la ilusión, o la realidad, de una sentida sensación demoledora... Cuando el poeta austríaco Hugo von Hofmannsthal sintió, en el año 1902, que el mundo que hasta entonces había amado se iba desmoronando poco a poco en su frágil memoria fértil, comprendió aquellas palabras finiseculares o milenaristas, pronunciadas siglos ha por otros espíritus semejantes, que habrían enfrentado la realidad del mundo a la idea más brillante, la ilusión justificadora a la memoria trastornada o desvanecida, la belleza demudada por la representación infinita. Y entonces el poeta publicaría su novela Carta de Lord Chandos. Era una triste epifanía de la verdad desconocida, de la separación brusca, disruptiva, de la sensación y de la palabra. Hofmannsthal expresaba por entonces una angustia vital que todos los siglos de cultura, belleza, representación o entusiasmo diligente, no habrían podido sanar en un espíritu humano tan necesitado de sentido y de belleza. El personaje de su novela, Lord Chandos, decide no volver a escribir más palabras aparentemente bellas que ahora, para él, son ya incapaces de poder alcanzar, mínimamente, a reflejar la sensación inspiradora por la que fueron buscadas desde siempre. Fue una crisis, además, que el poeta austríaco no habría solo descubierto él. A finales del siglo XIX el mundo representado saltó por los aires... Fue una admonición un tanto abstracta de algo que, apenas quince años después, se convertiría en toda una realidad explosiva -saltar por los aires- con el terrible acontecimiento de la Primera Guerra Mundial. Historia y vida, pensamiento, literatura y Arte. 

¿Con la palabra escrita o pronunciada sucede también lo mismo que con el Arte visual? ¿Qué hay de verdad en que la sensación de la búsqueda del sentido, del significado, ha de ser también distinta o no de la del referente, del significante? Si hay un hastío por no conseguir vivir lo representado verdaderamente, qué sentido tiene la belleza descrita como manifestación abstracta y resumida de la propia vida o del mundo. ¿Fue la belleza culpable por no haberla entendido bien lo que ella significaba? ¿O es la insatisfacción, es decir, es la incapacidad de poder alcanzar esa sagrada belleza que llevaría a algunos afortunados a poder componer, de algo abstruso y desordenado, toda una extraordinaria creación brillante, bella y sublime? Platón fue el primero en describirla, el primer hombre en pensar y definir la belleza y la satisfacción además de la belleza. Identificaba el bien con la simetría, con la proporción y con el equilibrio. Los griegos, los artistas griegos, no hicieron más que representarla, satisfechos, siguiendo a su maestro pensador más extraordinario. Pero, el mundo cambió. La historia lo señalará además no añadiendo ningún efecto demoledor, incluso, al paso de los siglos hasta la llegada del año 1000 después de Cristo. Sí había sido demoledora la terrible transformación de una sociedad europea romana y civilizada en una sociedad europea cristiana desmembrada o fragmentada de civilización heredada. El Arte entonces se hizo cada vez más abstracto, menos representado de belleza humana porque ésta no era más que la causa de una desilusión estética... Las palabras y los signos definieron entonces una armonía celestial, universal, global, donde lo representado no era el ser humano ni sus deseos, sino la grandeza de lo sublime más abstracto. Así, el Arte islámico, desde el siglo VIII, desarrollaría geometrías infinitas llenas de esplendor simétrico universal. Así, el Arte bizantino imitaría lo abstracto representado en iconos sagrados, o denostaría la representación de esos iconos. Así, el Arte medieval cristiano buscaría primero la desnudez de las paredes clásicas o, tiempo después, la luz matizada a través de las ojivas luminosas de un brillante esplendor catedralicio. 

No, no había en el pensamiento europeo artístico satisfacción a nada de eso. Cuando las edificaciones del gótico alcanzaron a celebrar aquella belleza de proporciones extraordinarias, el anhelo de belleza seguiría igual de vacío que antes.  El Renacimiento no surgió sino que se desarrolló, paulatinamente, como un feto artístico que duraría no menos de cuatrocientos años en crecer, entre los años 1200 al 1580. Cuando verdaderamente dejó de crecer fue a finales del siglo XVI. Entonces sucedió una cosa que no ha vuelto a suceder jamás en el Arte. Se enfrentó el ser humano al Arte como nunca antes lo había hecho. Casi alcanzó a satisfacerle... El pintor Louis de Caullery nació en uno de los lugares europeos más desarrollados artísticamente. Amberes fue parte de la monarquía española, un lugar que recogía el impulso norteño con el color italiano y la sublimidad española. Pero es que, además, el Arte europeo se encontraba por entonces buscando la belleza entre la metáfora sofisticada manierista y el sentido narrador más realista del barroco. Entre ambas fuerzas el pintor flamenco Caullery trataría de conseguir representar lo que tantos siglos se había perseguido. ¿Lo consiguió? En absoluto. La belleza es inasible, el Arte es momentáneo, como lo son los versos y sus palabras escogidas que emigran ya, inevitablemente, por los reveses de una fantasía temporal adolecida de unos sentimientos insostenibles. Aun así, en el museo del Prado existe una genial obra suya, La Crucifixión. Tal vez nos sirva, o me sirva, mejor dicho, para poder describir una realidad expresiva muy peculiar, tanto abstracta como figurativa. Si nos fijamos bien en la obra, no hay belleza en los rostros de Caullery, tampoco en sus figuras, en sus movimientos ni en su aglomeración excesiva. ¿Qué hay, entonces, para representar, sin embargo, una extraordinaria semblanza de lo que el Arte consiguió una vez? ¿Es, tal vez, aquella definición de Platón: proporción, simetría, equilibrio? Sí. Lo consiguió, posiblemente, con los matices oscuros de unos colores fuertes y lo consiguió, también, con la fuerza expresiva de la globalidad frente a la representación de la unidad... Una abstracción figurativa. 

Pocos años antes de que el poeta austríaco publicase su desesperada novela desalentadora, otro creador austríaco, Maximilian Lenz, compuso su obra pictórica Un Mundo. La ideación de esta pintura habría deambulado antes ya por siglos para poder llegar desde la proporción sublime de Caullery a la simbología intimista de Lenz. ¿Seguiría persiguiéndose aquella belleza? La belleza sufrió por entonces un homicidio inevitable. Ya que no había podido conseguirse apoderar de ella desde la representación, ésta trataría de buscarse dentro del sujeto y no tanto fuera de él. Pero, sin embargo, esto era regresar a la belleza platónica... No fue el ser humano capaz de resolver este dilema, ya que esa interiorización requeriría una espiritualidad desarrollada, algo que se iba además diluyendo por las grietas demoledoras de un advenimiento científico, técnico y social nunca vistos antes. Y, de ese modo, el pintor Lenz crearía un lienzo que mostraba ahora la desunión del mundo con el sentido más interior de la vida del ser humano. No había forma ya, estaba la representación de la belleza perdida entre la sensación infinita por poseerla y el sueño eterno por evolucionar. El pintor no consiguió triunfar en el Arte, más allá que como una mera instrumentalización industrial de su genio artístico. Marcharía antes de pintar el cuadro a Buenos Aires para poder trabajar dibujando sellos de correos. Años después volvería a su país para trabajar como diseñador del Banco de Austria y componer así los billetes que llevaron al auge y la caída de aquella misma sociedad perdida. ¿Sería todo eso una cruel metáfora existencial y artística que llevaría al mundo a renegar para siempre de conseguir alcanzar la belleza? 

(Obra simbolista Un Mundo, 1899, del pintor Maximilian Lenz, Museo de Bellas Artes de Budapest; Lienzo manierista-barroco La Crucifixión, 1603 (?), del pintor Louis de Caullery, Museo del Prado.)


5 de marzo de 2023

El Arte o como Belleza o como dolor, como recuerdo estético maravilloso o como alarde plástico-crítico-terapéutico.







 


El morboso atractivo de lo paranoico en el Arte es una forma de vanguardia estética que puede suscitar la perenne dialéctica peregrina entre la modernidad y el clasicismo. El pintor sueco Carl Fredrik Hill (1849-1911) tuvo el profundo infortunio de padecer una esquizofrenia paranoica a finales del siglo XIX. Cuando su espíritu creativo le llevase antes a París en el año 1873 recibiría la influencia estética del romántico y realista Corot, también la del paisaje verdecido de la escuela de Barbizon, así hasta derivar pronto en la maravillosa pintura impresionista de su admirado Daubigny. Paisajes que compuso Hill con la fuerza extraordinaria del contraste lumínico de un color ahora, sin embargo, un tanto sombrío. Pero, pronto el Impresionismo y su exultante fuerza maravillosa, con sus colores vibrantes, optimistas y vivificadores, llenarían las composiciones artísticas de un joven Hill enamorado fervientemente de la luz y de los cielos infinitos... Recorrería las riberas del Sena escudriñando el contraste entre un cielo sin límites y un río delimitado; caminaría sosegado entre los bosques misteriosos que albergaban la sabiduría, el sentimiento y la placidez de un mundo encantado y deseoso. Así crearía obras sugerentes y sorprendentes, creaciones impresionistas que, sin embargo, acabarían iluminando más el interior que el exterior de lo que su espíritu albergaba. Cinco años después de llegar a Francia, el pintor sueco empezaría a padecer unos ataques psicológicos que le llevarían a ser diagnosticado de una esquizofrenia paranoide. Desde 1878 a 1883 estuvo internado en un hospital de Dinamarca y luego en otro de Suecia. Tiempo después, desahuciado, se mudaría a casa de sus hermanas y su madre en Lund, en donde viviría hasta su muerte en el año 1911. Es en ese período, desde 1878 hasta su muerte, cuando su obra artística cambiaría radicalmente.

 Cuando un pintor compone desde su interior más reptiliano, inconsciente o enfermizo expresará casi siempre antes que nada la vaguedad y la profundidad de su espíritu simbólico, abstracto o menos definido y dirigido ahora hacia su interior, que frente a la majestuosidad estética más bella, emotiva o sugerente y dirigida ahora, sin embargo, hacia el exterior, hacia los demás, hacia todos nosotros... El Arte o se comunica hacia los demás o se comunica sólo hacia uno mismo. Cuando lo hace hacia uno mismo las interpretaciones, críticas o enseñanzas estéticas serán tan subjetivas como inconsistentes; sin embargo, cuando lo hace hacia los demás el brillo de la eterna luminosidad de una belleza extraordinaria mostrará la maravillosa estela de un Arte sublime y poderoso. Bien sea como una muestra del inconsciente humano, de su fuerza interior o de una interpretación útil terapéutica, el Arte producido en circunstancias demoledoras para un ser humano que sufre y siente es la muestra temática de un dolor, de una maldición o de una oportunidad plástica para interpretar, con ella, una cierta pulsión estética interesada. ¿Con qué deseamos convivir estéticamente, con la oscuridad demoledora de un infortunio lastimoso o con la brillantez enamorada de un colorido atardecer? El pintor sueco Hill mostró en su juventud impresionista un alarde estético magistral con sus geniales desequilibrios sombríos de un color natural muy diferente. Esa belleza, esa sugerente y enriquecedora belleza estética, es la que debemos recordar de un creador que no pudo vencer, con su Arte, el terrible estigma de un dolor.

Carl Fredrik Hill nació en Lund, Suecia, en una familia de cinco hermanos donde él fue el único varón. Dos de sus hermanas murieron a una temprana edad, pero especialmente le fue muy sentida la pérdida de su hermana Anna. Tanto fue ese dolor maldito que se ha creído que contribuiría a la psicosis paranoica que el pintor alumbrase a finales del año 1877. ¿Qué dolor es preciso sentir para poder crear una obra que muestre el profundo e inquietante malestar de un espíritu terriblemente destruido? El Arte tiene ejemplos en la historia de grandes, o no tan grandes, creadores que plasmaron sus agonías interiores en un lienzo artístico. La agonía interior demoledora es una enfermedad, no una inspiración estética... No es necesario beber alcohol en cantidades exorbitadas para que un poeta pueda llegar a componer, inspirado poderosamente, la belleza lírica más estimulante. No es necesario que un pintor deba tener esquizofrenia paranoide para que pueda llegar a expresarse con una exclusiva genialidad sublime. Es la mente del observador, la del crítico y la del oportunista la que utilizará luego esas creaciones especiales para, ahora con ellas, elaborar un alarde crítico estético dirigido hacia la nada o hacia la admiración más inútil de una expresión ahora muy novedosa. Algo que, sin embargo, debería disponer mucho más de respeto íntimo artístico que de una expresión estética universal y recordada. Porque recordar a Carl Fredrik Hill por sus maravillosos paisajes especiales tan luminosos, emotivos e  íntimos es un reconocimiento sincero al Arte y al propio artista, alguien que, una vez, se inspiraría sensible ante los colores vespertinos de un cielo por entonces mucho más esperanzado, infinito o poderoso. 


(Obras de Arte todas del pintor Carl Fredrik Hill: Óleo El árbol y un recodo del río, 1877; Pintura Otoño, 1877; Óleo El Sena con álamos en su orilla, 1877, todas en el Museo Nacional de Estocolmo; Cuadro Ruta de París II, 1877, Gallery Thiel, Estocolmo; Óleo Hermana Anna, 1877, Museo Nacional de Estocolmo; Obra Variaciones familiares, 1888, c.a., Colección particular; Obra Paisaje con león, 1889, c.a., Museo de Arte de Malmö, Suecia; Óleo Los últimos seres humanos, 1890, c.a., Museo Nacional de Estocolmo.)


27 de abril de 2022

El espejo de Venus o la búsqueda inconsciente de un paraíso perdido.




El Arte compuso siempre a la diosa Venus frente a un espejo, que no sostiene ella, para mirarse en él satisfecha. Y debe ser así, sin que ella lo sostenga, para simbolizar aún más la imposibilidad de mantener consigo el reflejo poderoso de un sentimiento tan perturbador. Porque la huella de esa imagen no es más que la historia imposible del género humano por querer reencontrar el sentido trascendente de un paraíso perdido. Es un reflejo engañoso, es la imagen reflejada de algo que no es, pero tampoco dejará de serlo. Como el concepto del Paraíso, algo que es y no es. Porque el sentido paradisíaco del mundo es falaz, es una mentira útil que requiere ser utilizada para persistir entre las asoladas incertidumbres del mundo. Cuando algo existe y persiste lo bastante como para sostenerse por sí mismo, el sentido de su utilidad no es más que una mentira útil porque es algo del todo imposible. Nada de lo que existe persistirá y nada se sostiene por sí mismo, porque todo necesitará de cosas que le ayuden a ser y prosperar. Una de ellas es la identidad, algo que se obtiene de la propia vida y del azar. Cuando el ser se auto-identifica realza su existencia y consigue el sentido propio de su Paraíso, una conformidad maravillosa de satisfacción, personalidad y realización creativa. Este concepto de Paraíso tuvo su mitología grandiosa y su realidad estética en la historia. Sin embargo, la expulsión del paraíso es la razón de ser histórica más consistente con la vida, porque no hay vida ni identidad sin expulsión del paraíso. Su sentido es este, ya que la identidad es posible solo cuando la vida se estimula o por la desesperación, o por la confusión, o por la ilusión o por el deseo. La fuerte necesidad de encontrarse consigo mismo, con la identidad, hace al ser humano creer posesionarse del mundo y de sí mismo. Esta es la búsqueda inconsciente del paraíso perdido. En el alarde artístico que los seres humanos han llevado a cabo en la historia, la diosa Venus simbolizaba ese reflejo inconsciente perdido. Porque la Belleza no es más que aquel sentido más identitario de la vida y el mundo. Perderla es perder el sentido de ser y estar. Por otro lado, la única manera de confirmar la identidad es alcanzar a verla a través del reflejo fiel de lo no poseído.

Como el propio concepto de Paraíso, algo que no se posee y, sin embargo, se vive, se puede vivir. Esta particularidad hace al Paraíso una excepción maravillosa. No lo poseemos pero pertenecemos a él. En el concepto paradisíaco este es su sentido, podemos vivirlo pero no podemos poseerlo. El concepto de Belleza es igual, algo que se refleja pero que no se posee. Por esto el sentido del espejo, necesario para poder confirmar la propia existencia. En la metáfora estética, la diosa Venus se observa como una mujer que confirma su identidad. Esta identidad además reflejará la Belleza, algo que no es suyo tampoco. Como el paraíso, como un lugar encerrado entre límites, al igual que el espejo, y que determina la realidad existencial que refleja. Pero nada de eso existe verdaderamente, como el sentido del espejo, que no es más que una reflexión opuesta de otra cosa distinta... La expulsión del Paraíso es la reafirmación de este mismo sentido poderoso. No hay expulsión porque no hay paraíso, como no hay identidad aunque sea reflejada en un espejo. El sentido de identidad y de paraíso van unidos, pero ninguno de los dos está fuera sino dentro de cada ser humano; individuos que, perdidos, creerán inconscientemente que ambas cosas son lo mismo. De ahí la búsqueda permanente de identidad semejante a un paraíso. Cuando Rubens compuso su Venus y Cupido hizo figurar la mitad del reflejo del rostro de Venus en el espejo que sostiene Cupido. De este modo el genial pintor flamenco simbolizó la imposibilidad de identidad real, aquí representada por el mero reflejo parcial de un espejo. Venus, sin embargo, pulsa su emoción, su identidad, una y otra vez ante la fuente privilegiada ahora del reflejo de su belleza. Cupido no se cansa de sostener ésta tampoco. ¿Qué sostiene Cupido realmente, el espejo, la identidad, la belleza o el paraíso? Para el dios de la unión poderosa el sentido del engaño es fundamental. Hay que forzar la ilusión hacia lo que parece que es aunque no lo sea. Como el Paraíso...

Trescientos años después de la obra de Rubens, el pintor alemán Franz Von Stuck creó su obra La expulsión del Paraíso. Con su modernismo simbolista Von Stuck nos expone una magnífica interpretación del mito bíblico. Ahora los seres humanos son alejados de sí mismos, sin belleza, sin identidad, sin paraíso. El dios Cupido es sustituido aquí por el arcángel cumplidor del designio divino. El espejo es cambiado por la lanza flamígera que, sostenida también, rechaza, a diferencia del espejo, el opuesto reflejo maldito. Sin reflejo poderoso no hay más remedio que dirigir la visión hacia otro destino distinto. En el Arte la metáfora del reflejo poderoso es parte de lo que le da su sentido estético y virtuoso. Por esto no es más el Arte que una frágil reminiscencia del paraíso perdido, y los pintores buscarán, al igual que los seres perdidos, la razón poderosa de reflejar la identidad, la esperanza y el sentido infinito. Sin embargo, el reflejo estético no siempre conlleva una estremecedora fuerza que pueda sostener, indemne, la salvación o la gloria. Por esto la obra simbolista es manifiestamente más real que la barroca. En aquella no hay espejo ni reflejo engañoso sino oposición, confusión, discordia y lamento. El sentido ahora se transforma por completo. El paraíso, el concepto metafórico del Paraíso, ha sido desvelado y romperemos así, con su visión estética de la expulsión, el sentido mendaz y falso de un paraíso. La identidad ahora es suficiente por sí misma, sin necesidad de soporte ajeno ni de gracia irredenta. Venus ha sido sustituida por Eva y el espejo maldito por la resistencia personal. Con la ventaja que el Arte nos ofrece para comprender sus símbolos, llegaremos, por fin, a ver el espejo fiel en la obra simbolista y el espejo falaz en la barroca. 

(Óleo Venus y Cupido, 1611, Rubens, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid; Cuadro La expulsión del Paraíso, 1890, del pintor simbolista Franz Von Stuck, Museo de Orsay, París.)


24 de febrero de 2022

El auto engaño más fascinante perseguido por una fértil imaginación desbordante.


 

El concepto de Quimera tal como lo conocemos fue una invención del Romanticismo del siglo XIX. Había sido en la mitología griega un ser monstruoso compuesto de diferentes formas de fieros animales salvajes. Pero su función mítica, curiosamente, no era maligna sino benigna. Hasta se colocaba su efigie en las entradas de los cementerios con la intención de proteger el lugar ante los malos espíritus. El Romanticismo contribuyó a crear gran parte de una mitología moderna occidental basada en otra mitología más antigua. Y así surgiría la idea simbólica de la Quimera como un nuevo concepto utilitario. Representa lo que parece y no es. Especialmente representa lo que parece mucho y obligaría, sin embargo, a realizar un esfuerzo de reflexión profunda para no equivocarse. Pero, ¿lo que parece mucho a qué? A todo lo deseable que la mente humana pueda componer auto-satisfecha y decidida. En el Arte se podría entender como un reflejo de lo que es aparente, como la fidelidad más asombrosa a la realidad oculta de lo que parece que vemos en una obra. Porque de lo que se trata ahora es de una imaginación estética absolutamente desbordante. El pintor francés Gustave Moreau (1826-1898) fue un curioso creador: simbolista, decadentista, romántico y medievalista. Pintaría la Quimera en muchas ocasiones, tantas como su espíritu artístico anhelase poseer o ser aquello que componía ávidamente. Porque creería absolutamente en que lo que vemos reflejado no es sino la representación mental de una quimera. Pero, sin embargo, como toda audacia mental equivocada, nos puede comprometer peligrosamente en la adecuación de la realidad con lo simplemente imaginado. En su obra La Quimera del año 1867 Moreau nos fascinará con su elaborada composición tan detallista. No es una pintura es una exquisita creación iluminada de orfebrería artística muy colorida además. Porque utilizaría todos los recursos cromáticos posibles de su paleta inspirada para poder dotar de belleza extrema a la muestra grandiosa de una sutil composición genial.

Gustará o no gustará, sin embargo Moreau y su simbolismo romántico no dará tregua en agradar más que en expresar. Como es una quimera finalmente. Porque la quimera es un efecto psicológico muy personal que buscará satisfacer, no es algo objetivo sino completamente subjetivo. Los que son seducidos por ella no pueden evitarlo sino con las consecuencias imprevisibles de su total fascinación. En esta pintura simbolista la representación expresará la combinación de dos figuras relacionadas. Observemos bien. Siempre existe una atracción y un desdén en cada una de ellas hacia nosotros. Una quimera no es más que un autoengaño, uno tan real que es imposible no quedar atrapado, a veces, entre sus atractivas garras. Vemos en esta obra cómo el pintor simboliza de un modo genial la atracción y el desvarío. Justo en el momento de mayor expresión de un gesto amoroso, la Quimera se lanza segura hacia el abismo sin importarle la participación a su lado de otro ser desvalido... Porque la Quimera, realmente, no tiene sentimientos, ignora lo que eso significa incluso. Su sentido en el universo es fascinar, es aletargar los sentidos y la voluntad de unos seres que, deslumbrados, son muy capaces ahora de imaginar lo más fascinante. Pero lo fascinante no tiene porqué serlo completamente. Es solo una parte, a veces mínima, la que ejercerá su sentido más embriagador y fascinante. El resto lo elaborará el sujeto fascinado. Por esto la propia pintura, el Arte, es un ejemplo sutil de la Quimera. En un cuadro el pintor sólo realiza parte de la visión completada que, finalmente, nos llegará a nosotros. La maravillosa realidad de algo seductor no es más que la imaginación fértil de aquel que es seducido por ello. Lo fascinante es tanto más fascinante cuanto más desaparece su propia imagen sustituida ahora por la imagen recreada por el observador. La Quimera llevará siempre al abismo, no hay otra salida, porque la persecución de algo que alucina no es más que la destrucción final del que lo ha alimentado.

El sentido iconográfico de la pintura simbolista de Moreau tiene, además, una complejidad añadida. ¿Es una satisfacción abandonarse al sueño encantador de una emoción tan grande? ¿Podemos salvarnos a pesar de entregarnos desarmados e indolentes? En esta composición la Quimera es representada como un centauro con grandes alas desplegadas. ¿Quiere decir eso que, a pesar del abismo insondable, puede elevarse la Quimera evitando la destrucción o la barbarie y, con ello, también la anulación del ser que lo sujeta decidido? El misterio desconocido de lo perseguido con amor nunca es revelado. Así es la verdad oculta que subyace siempre tras la fragilidad de un mundo sin sentido... Pero el amor es auténtico, a pesar de no serlo aquello perseguido. Tiene que existir una necesidad y una imaginación... Porque la Quimera no es nada, no existe. Se padece o se experimenta en cada emoción que no halle el revés de lo fascinante para poder ver la verdad de lo impedido. No somos más que seres abandonados entre la vil realidad y lo sutilmente imaginado. La realidad llenará lagunas imperfectas en la trama ideal de lo imaginado. Se necesitarán mutuamente, una para ser y otra para fascinar. El Arte tan fascinador de Gustave Moreau nunca fue comprendido en su tiempo de tan desubicado, de tan imbricado de metáforas irreales tan simbolistas... Cuentan que en cierta ocasión el pintor impresionista Degas le preguntaría al simbolista Moreau: ¿piensa renovar el Arte con la joyería? Y así fue casi, porque, como una joya deslumbradora, la pintura de Moreau encantaría sin llegar a comprender que lo que vemos en ella, asombrados, es una recreación elaborada de una fascinación muy sobrevalorada y muy distante.

(Óleo La Quimera, 1867, del pintor simbolista y decadentista Gustave Moreau, Museo de Arte de Harvard, EEUU.)

4 de enero de 2022

El desconcierto representativo de un mundo indefinido tanto por las formas como por lo meramente trascendente.


La representación estética de una obra de Arte, a diferencia de otras, dispone solo de imágenes individuales que, armonizadas, descubren un mundo acotado por el espacio definido de un marco físico. El Barroco fue el primer estilo artístico que utilizó el sentido iconográfico del paisaje para hacer, con él, una representación subjetiva y alegórica más mundana que trascendente. Para ello el sentido teórico que supuso la nueva dimensión estética de la Academia francesa, fue la excusa primorosa que permitió conciliar alegoría mundana intrascendente con una representación estética universal. Las formas heterodoxas del Barroco inicial, con sus alardes naturalistas, con sus despropósitos formales, con sus curvas aleatorias, con su irrealidad trascendente, fueron transformadas al amparo de la influencia académica de París en una reverente estética clásica donde, eso sí, las alegorías y las efusiones imaginarias podían, sin embargo, manifestarse sin restricciones representativas de ninguna clase. Fue un advenimiento casi de revolución cultural, política incluso, en los años mediados del siglo XVII. Sutil y artística, pero revolución al fin y al cabo. Esta obra del pintor francés Henri Mauperché (1602-1686) expresa muy bien el sentido transformador que el Arte tuvo en aquellos años del Barroco. Pero, para poder transformar una estética representativa sin menoscabar aún (esto llegaría un siglo después con la Ilustración) el sentido teológico del mundo, los pintores de entonces idearon componer sus obras con el fantasioso alarde de lo que acabaron llamando caprichos. En estas representaciones podían combinar espacios diferentes o escenarios distintos, como edificaciones clásicas, anacrónicas o fantasiosas, con personajes históricos o no, intrascendentes o no, versificados o no, realistas o no. Estas particularidades estéticas permitían representar un paisaje como el sentido aglutinador, es decir, no fragmentario, de aquello que el artista deseara expresar sin errar en ninguna interpretación maliciosa. 

En la obra de Mauperché el paisaje, el alarde natural del mundo, que es aparentemente el sentido principal estético representado, está aquí ahora en un segundo plano visual, frente al plano inmediato al espectador, que es aquí el humanista sentido estético representado por los seres vivos y pétreos, que la civilización clásica viene a exponer con sus muestras definidas de orden, equilibrio, belleza y placidez. Hay que situarse históricamente para comprender el extraordinario alarde estético de esta obra barroca. Porque el mensaje, camuflado en el impresionante paisaje luminoso e intrascendente de un atardecer natural prodigioso, es ahora sublimado por la lubricidad de unas figuras representadas con distanciamiento, marginalidad e indiferencia. La cultural a una parte, la mundana a otra, y al fondo el resplandor iridiscente de un sol que, ahora, no veremos más que brillar poderoso sobre el mundo misterioso, contradictorio, enfrentado y disperso del hombre. ¿Dónde está el sentido trascendente, universal, que cohesiona todo dándole finalidad o consistencia? El pintor no sabe dónde representarlo, solo parece que expone cosas aparentemente inconexas que describen un mundo fragmentado. Hasta las columnas del edificio clásico muestran las grietas de su padecer pétreo. Por un lado la vida, la fuerza de la vida de los seres vivos, representada por las parejas amorosas de los humanos y los animales. Por otro lado la historia, la cultura latente y mortecina, representada por las esculturas afines a la vida y por las formas ajenas a toda fragmentación o desmembramiento ilusorio de la nada. La consistencia inmanente frente a la inconsistencia trascendente. Sólo la luz intensa de un atardecer poderoso expone aquí la necesaria representación más trascendente. El pintor intuye esta necesidad para compensar, serenamente, la fragilidad de la vida humana y mundana de lo presente y de lo pasado. Porque lo pasado reflejará en la obra lo único que ofrece orden, sin embargo, lo único que se mantiene, aun deteriorado, para representar la escasa definición de un mundo fragmentado. 

En la metáfora representativa que la obra expone sin pudor, el pintor reflejará la transformación histórica que la sociedad europea iba desarrollando, poco a poco, en la mitad del siglo barroco por excelencia. Son los artistas, creadores y pintores, los que se anticiparán siempre, con sus metáforas estéticas, al desarrollo itinerante de la evolución social del mundo. ¿Puede esconder esta obra alguna alegoría que nos permita comprender el sentido del mundo? Puede. Como toda interpretación estética, la diversidad de expresión y sentido que una representación pictórica posee es aquí especialmente interesante. El mundo no tiene sentido en sí mismo, éste fue creado artificialmente por la filosofía teológica que triunfó en los inicios de la civilización occidental. Del mismo modo, el Arte no tiene un sentido en sí mismo, es creado artificialmente según los criterios estéticos de cada momento. En el momento histórico en el que el pintor francés compone su obra, pleno siglo XVII, el clasicismo francés del barroco impone su criterio estético. Y este es el observado desde planteamientos de orden, simetría, armonía y valores clásicos representativos. Con ellos el pintor propone un paisaje, un mundo, un universo, donde expresar una contradicción indefinida. Una donde la realidad de aquella filosofía teológica no se desmienta pero tampoco se exprese con claridad. Otra donde la civilización clásica, el orden, el equilibrio, la esencia del pasado, sea expuesta con todo detalle, con toda perfección, con toda grandeza, pero, ahora, sin embargo, enfrentada aquí, de un extremo al otro de la obra, con la algarabía vital de la vida de los seres que habitan el mundo. ¿Hay contradicción ahí, realmente? Porque en los  relieves clásicos de los frisos de la edificación clásica observaremos también la efusión sensual de los fragores dionisíacos de un mundo pasado... La vida que se repite, insustancialmente, frente a los alardes naturales de un paisaje trascendente. Para ese momento histórico, el pintor no supo mejor que representar así la estética más primorosa de un mundo desconcertado por entonces tanto por sus descubrimientos como por sus misterios más desconocidos.

(Óleo barroco Paisaje clásico con figuras, mediados del siglo XVII, del pintor francés Henri Mauperché, Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.)

6 de noviembre de 2021

El lenguaje del color, como el verso y las palabras, buscarán la armonía precisa para no llegar a exceder la emoción.



Hay dos épocas históricas muy parecidas en la efusión de rasgos artísticos transgresores, pero que éstos no alcanzarán a traspasar todavía el sentido universal de la comunicación artística más emotiva. La poesía generará esa sintaxis propiciatoria para que los materiales de la que están hecha no dejen a la emoción huérfana de razones para sentir cosas. Una fue la modernista finisecular de comienzos del siglo XX y finales del XIX; otra se desarrollaría en pleno siglo de oro español, mediados del siglo XVII. Ambas épocas fueron herederas de la culminación artística clásica más elogiosa o desarrollada. Sin embargo, esa culminación clásica no satisfizo a los nuevos creadores que, perdidos entre tanta maravillosa forma y composición plástica, dejaron que la emoción volara sobre las musas para alcanzar una síntesis armoniosa entre la gravedad de las cosas y la sublimidad de lo sentido. Así se consiguió crear, en esas dos extraordinarias épocas, combinaciones de elementos artísticos que, apenas antes, no habían sido utilizados ni contrastados de manera tal que fueran ubicados con la genialidad atrevida de la sencillez y de la emotividad, de la introspección y la memoria. El espacio y el tiempo, por tanto, fueron sublimados. Siempre habían sido glosados en la poesía, por supuesto, pero entonces, primera mitad del siglo XVII y finales del XIX, llegaron a ser elevados en un simbolismo casi místico de la emoción y el intimismo. Con la pintura sucedió algo parecido. Había sido elaborada con los rasgos efectistas de las tonalidades más artificiosas para obtener una inspiración magistral. Así los pintores renacentistas consiguieron excelsas obras maestras. Pero en el Barroco la emotividad y la introspección hicieron alcanzar a nivelar el sentido heroico de los colores con el menos distinguido de los personajes, obteniendo un equilibrio. Los colores se esforzaron por servir a la emoción, no al revés. Fue la época de la invención del subjetivismo, cuando el filósofo Descartes señalaría el yo de cada cual como el motivo principal del sentido del mundo. 

La extraordinaria nómina de pintores que prosperaron artísticamente, no tanto personalmente, en España durante el siglo XVII no ha sido suficientemente valorada. A la sombra de grandes genios maestros del Arte, estos creadores barrocos desconocidos compusieron obras de una maravillosa factura artística que llevaron a combinar emotividad con simbolismo. Para ellos el color fue un lenguaje poético donde la armonía estaba al servicio de la pasión emotiva, y no tanto un alarde plástico de grandes artificios volumétricos. El humanismo, que nació en el Renacimiento, fue llevado en el Barroco a su sentido más personal, más íntimo, más emocional. Pero la emotividad no podía erigirse entonces desde presupuestos heroicos reconocidos, aún no había llegado Rousseau ni el Romanticismo posterior. Por eso cuando el pintor español Francisco Rizi compuso sobre 1660 su óleo Un general de Artillería, no dejaría referenciado claramente de qué personaje concreto se trataba tal retrato. La emotividad artística, como el verso vinculante de un sentido íntimo, no es particular aquí, no se individualiza sino que se universaliza con la fragante sensación de un lenguaje más compresivo, más amable, más amplio, más acorde con la ruptura de lo convencional que un ser personal pueda llegar a concebir desde su más profundo arraigo interior para poder llegar a sentir, sin embargo, algo más intemporal e indefinido. En su original obra barroca, Rizi no pintaría el "color" sino la armonía de los colores; no pintaría las "formas" sino la vaguedad de éstas; de ese modo el retratado formará parte del paisaje tanto como el color formará parte de los sentimientos. Es la sintaxis del color; es el lenguaje que los versos universales buscarán para tratar de llegar a la emoción más universal de los humanos. Cuando el poeta irlandés William Butler Yeats (1865-1939) quiso encontrar su sentido expresivo emocional más íntimo, lo buscaría en el lenguaje novedoso de un cierto desapego heroico clásico para poder acercarse, así, a una comunicación íntima a la vez que universal. En su poema Sueños rotos Yeats meditaría por entonces con belleza sobre el desengaño del tiempo y la decadencia de los propios sentimientos. 

Tu belleza no puede sino dejar entre nosotros
vagos recuerdos, nada sino recuerdos.
Así dirá un muchacho a un viejo cuando los viejos callen:
«Hábleme de esa dama que el poeta
de obstinada pasión cantó para nosotros
cuando la edad más bien debía helar su sangre».

En el año 1904 el padre del poeta irlandés, el pintor John Butler Yeats (1839-1922), crearía el retrato de Maire Nic Shiubhlaigh. En su obra modernista el pintor irlandés manejaría genialmente el lenguaje del color, aquel lenguaje que los pintores barrocos vislumbraron meramente, un lenguaje ahora lleno de matices con los rasgos emotivos claramente desaforados en su expresión artística más subjetiva. Porque ahora las emociones se personalizarían sin ningún pudor, se mostrarían sin ocultar nada esencial, solo apenas aún los valores estéticos plásticos más clásicos, esos que denotarían la naturaleza objetiva de lo retratado y no fragmentado todavía, como lo es el rostro o las facetas más características de una figura humana. "Tu belleza no puede sino dejar entre nosotros vagos recuerdos...". Ahora, en los inicios del siglo XX, el color y su lenguaje comenzaban a transformarse para poder llegar así a alcanzar una armonía muy diferente. No bastaba la sabiduría de las combinaciones hermosas, no importaba su mensaje trascendente, como aquel que el pintor barroco consiguiera expresar en el equilibrio universal del gesto meditabundo de un personaje anónimo y de las ajenas tonalidades de un paisaje emotivo...  Ahora, en el Modernismo finisecular, el paisaje no tendría que ser emotivo y el personaje, sin embargo, dejaría de ser confuso en su determinación expresiva para ser definido como sensible, como plenamente emotivo en todos sus rasgos estéticos. El sentido emotivo se manifestaría, sin embargo, en ambos casos, sólo que en uno, en el barroco, el lenguaje artístico completaría totalmente la sintaxis emotiva más universal. Aunque hubo un caso en el que la emoción subjetiva barroca alcanzaría tonos semejantes a los que hacen que éstas sean tan universales como íntimas. El poeta español barroco Andrés Fernández de Andrada (1575-1648) consiguió emular una vez la belleza artística de una emoción universal como símbolo muy particular de una especialmente más íntima:

Ya, dulce amigo, huyo y me retiro
de cuanto simple amé; rompí los lazos.
Ven y sabrás al alto fin que aspiro,
antes que el tiempo muera en nuestros brazos.

(Obra modernista Retrato de Maire Nic Shiubhlaigh, 1904, del pintor irlandés John Butler Yeats, Galería Nacional de Irlanda; Óleo barroco del pintor español Francisco Rizi, Un general de artillería, 1660, Museo Nacional del Prado.)

2 de septiembre de 2021

El Arte es la percepción de la naturaleza y de las propias impresiones.

Lo más cierto, lo que produce más certidumbre a un espíritu desolado, es lo que no existe. Lo que menos existencia tiene. La mayor certidumbre, por tanto, proviene de lo que no tiene vida. Como el Arte. Como todo aquello ideado o creado por una mente inteligente, sensible o temerosa que, sin embargo, no alcanzará a comprender cómo desde la vida vigorosa, desde lo más poderoso y perceptivo de la existencia, no se consigue más que decepción, insatisfacción o desesperanza. Y entonces ideará el ser un subterfugio para superar todo eso; para no tener que preguntarse nada de lo que su razón sea incapaz de entender por sí sola. Algo que nunca le cuestione ni le delimite, ni le violente ni le destruya, ni le ignore. Un artificio que represente parte de lo que la vida disponga a trozos fragmentados y efímeros: la belleza más fugaz de un universo incognoscible

¿Por qué la belleza? Inicialmente la belleza fue una abstracción cuando no una utilidad material para adornar la conciencia maldita. En la cultura egipcia, la más antigua de Occidente, descubrieron pronto la utilidad de la belleza. Cuando los faraones quisieron descansar en su eterna morada transitoria, sus arquitectos idearon una estructura colosal tan equilibrada como fascinante. Todo, desde su propia escritura hasta las representaciones pictográficas, tendría un cariz sostenedor de una idea mucho más grandiosa, pero que no alcanzaría a generar ni una moral filosófica ni una religión estructurada (salvo el pequeño periodo de Amarna con el faraón heterodoxo y su único dios monoteísta). Por eso la cultura occidental (llamada mejor así que como cultura europea, ya que aquella fue consecuencia histórica tanto de una semilla griega, europea, como de un bagaje semita originado en la zona más occidental del continente asiático) comenzaría realmente con la abstracción de la belleza. Una belleza por un lado trascendente, espiritual, configurada con la revolucionaria conjetura de lo único, de lo Uno, de lo singular, del monoteísmo de Moisés; y, por otro lado, del pensamiento sofisticado ante las eternas preguntas de los hombres, la filosofía griega tan materialista como idealista. De la fusión de las dos culturas nació Europa. De la obstinación por vislumbrar una belleza abstracta nacería el Arte. De la máxima evangélica de el camino, la verdad y la vida, se pasaría a la máxima griega de la verdad, el bien y la belleza. En ambas se compartiría la verdad como piedra angular de cualquier teoría sagrada o profana. Pero sólo la belleza se asociaría a la verdad a partir de la senda estética que el mundo griego iniciara en el siglo V antes de Cristo. 

Cuando en el siglo XVI el manierista Giorgio Vasari se inspirase ante un lienzo crearía una representación de la caída de Cristo en su camino hacia el calvario. En 1565 el Manierismo triunfaba exultante. ¿Era eso la belleza? ¿Era esa la misma belleza que Leonardo o Rafael habían pintado años antes? No tenía nada que ver. La perspectiva cambió, las proporciones se alteraron, los colores se pronunciaron frente a un escenario aglutinado de formas humanas superpuestas. No era la belleza renacentista, ahora era otra. Pero era también belleza. Sin embargo, había algo más en esta tendencia estética tan revolucionaria: se había vuelto a representar la abstracción, ahora de una forma sutil y encubierta. En la obra de Vasari Cristo mira a una mujer que sujeta un lienzo blanco donde pretende enjugar el rostro ensangrentado de Jesús. Consecuencia de ello, la figura del semblante de Cristo quedaría impresa en ese paño para siempre. El hecho no se relata en los evangelios, sin embargo. Al parecer, en el siglo VIII los primeros cristianos idearon una leyenda propicia para elaborar una reliquia poderosa: la imagen real de Jesús. Así que la mujer del mito sagrado se acabaría denominando Verónica, del latín vera icon, imagen verdadera. Otra interpretación llevaría a denominar a esa mujer Berenice, del griego Ferenice, portadora de victoria. Uno latino, de expresión naturalista: verdadera imagen; otro griego, de nombre judío, una expresión abstracta, un símbolo de poder, de éxito o de victoria. 

En la historia han habido dos pueblos que han contribuido al Arte de un modo muy característico. Uno fue el italiano, con movimientos más elaborados de expresión más verosímil, menos abstracta, más terrenal, aunque también trascendentes o espirituales. Pero otro pueblo, que ha participado de dos influencias continentales, la europea y la asiática, desarrolló una espiritualidad muy acusada, una abstracción especial en su representación estética: el pueblo ruso. Cuando los italianos se cansaron de la estética manierista volcaron sus anhelos en un alarde de perfección sincrética: la Escuela boloñesa. Entonces descubrieron la belleza claramente. El pintor boloñés Guido Reni la representaría en sus rostros femeninos más elaborados, y lo haría además como consecuencia de aquella influencia estética que fue el roce entre el manierismo del siglo XVI y el barroco del siglo posterior. La belleza dejaría de ser entonces una abstracción para convertirse en una realidad plástica definida. En su óleo Retrato de dama como una sibila del año 1640 observamos la muestra de una belleza que no representa otra cosa: ni es una heroína, ni es una santa, ni es una mujer reconocida, tan sólo es belleza. Doscientos años después de elaborar este lienzo Reni, nació en Rusia el pintor Henryk Siemiradzki. El alma rusa es fundamentalmente romántica. Por eso solo a partir de comienzos del periodo romántico el Arte ruso alcanzaría todo su sentido. En su obra clásica del año 1887 ¿La joven o el jarrón?, el pintor ruso consigue expresarnos una dicotomía que el Arte lleva desde siempre en sus entrañas más profundas. 

La obra es extraordinaria por su composición tan clásica como romántica. En un escenario de la Roma antigua un aristócrata se plantea el dilema de qué elegir: o una joven esclava muy hermosa o un elaborado jarrón representando alardes sofisticados en su diseño abstracto. En la obra observamos el decorado de una estancia rodeada de belleza material y artística: esculturas, tapices, objetos, muebles, etc. Es una metáfora para expresar la descripción del concepto de belleza en nuestro mundo. Había que elegir... Años antes el también ruso Karl Briulov (1799-1852) alcanzó a mostrar la belleza de una forma tan clásica como original. En su óleo Amazona presentado en el año 1832 en la Academia de Brera de Milán, el pintor ruso obtuvo la representación de la belleza humana más pagana, terrenal y poderosa de cuantas se hayan compuesto. Subida en un caballo, la modelo se muestra ahora segura, hierática, firme, poderosa y hermosa. La composición es semejante a las grandes composiciones barrocas más geniales del Arte europeo. La admiración de la niña hacia la belleza que mira es aquí una visión trascendental,  esa misma que lleva desde los albores primitivos hasta el desarrollo más abstracto de un romanticismo revolucionario. Catorce años después de que el pintor ruso Siemiradzki pintase su cuadro romántico, casi decadentista, el pintor Kandinsky compuso su obra Otoño. Ahora el mundo retornaba a aquella prolífica exaltación de colores manieristas frente a formas más clásicas. El sentido material de belleza comenzó a definirse de otro modo a como antes. La belleza empezaba a difuminarse ante la celebración abstracta de comienzos del siglo XX. Ya no era necesario ver la belleza para  definirla. Veintidós años después de su obra Otoño, Kandinsky crea su obra abstracta más significativa, En blanco II. Una obra abstracta que ya no representaría ninguna definida forma de belleza, sino sólo un sentido elaborado de las formas y su sentido trascendente, casi espiritual. Ese mismo sentido que los egipcios descubrieron unos cuarenta y cuatro siglos antes cuando pensaran que lo importante no formaba parte de este mundo, sino de otro; un mundo que acercaría mucho más que nunca la idea imperiosa de belleza... 

(Óleo Amazona, 1832, del pintor romántico ruso Karl Bruilov, Galería Tretiakov, Moscú; Pintura manierista Cristo cargando la cruz, 1565, del pintor italiano Giorgio Vasari, Spencer Museum of Art, Kansas; Óleo barroco Retrato de dama como una sibila, 1640, del pintor italiano Guido Reni, Spencer Museum of Art, Kansas; Cuadro ¿La joven o el jarrón?, 1887, del pintor ruso Henryk Siemiradzki, Colección Privada; Óleo Otoño, 1901, del pintor ruso Kandinsky, Museo de Arte de Munich; Pintura abstracta En blanco II, 1923, del pintor ruso Vasili Kandinsky, Museo de Arte moderno de París.)

10 de agosto de 2021

Ver el fondo y el trasfondo de las cosas, algo necesario para conocer la verdad del mundo... o la visión del Arte.

Uno de los filósofos más importantes y, a la vez, más desconocidos del siglo XX lo fue el francés Henri Bergson (1859-1941). Concibió una teoría filosófica que no iniciaría él, propiamente, sino que habría sido intuída, vislumbrada o sospechada por más de un pensador a lo largo de toda la historia. En síntesis, su teoría trataba de la separación, del contraste o de la diferencia entre la razón con la que intentaremos observar y/o comprender el mundo, por un lado, y lo que el propio mundo, verdaderamente, nos revelará... La utilización de la razón es esquemática, analítica, y tomará la realidad en pequeños trozos asequibles, en pedazos autónomos que, separadamente del mundo, tratará entonces de aprehender el ser con su única inteligencia. Pero el mundo no está fragmentado, es un universo global y un continuo todo completo, algo que rechazará, para ser entendido verazmente, toda escisión o parcialidad utilitaria. Esa filosofía le llevaría al pensador francés a entender que la inteligencia racional se comportaría como una foto fija, como una parte inmóvil y seccionada de la realidad dinámica total. Entonces se podría pensar tal vez que, sumando todos esos pequeños trozos analizados de la realidad observada, podríamos comprender, racionalmente, toda la realidad. Pero, sin embargo, esa realidad artificiosa es ficticia, no existe nada así en el universo. La realidad no es un collage de momentos separados e inspirados por una razón analítica. La verdad del mundo es una dinámica continua imposible de ser escindida para su comprensión real y completa. De ese modo, la razón puede ser útil en la teoría de las cosas imprecisas..., pero absolutamente ineficaz en el conocimiento práctico y real del mundo. Bergson sugería que la visión real y auténtica del mundo debía ser un continuo vital no una parcialidad teórica, y que, por lo tanto, la intuición debería ser más acertada que la razón para ponernos en  contacto con la fluidez verdadera de la realidad del mundo. Y esto mismo es lo que pienso sobre la forma en la que habría que mirar una obra de Arte, por ejemplo; algo que nos debería llevar a la verdad más profunda y completa de un cuadro.

Uno de los elementos que el Arte, el Arte auténtico, nos regalará a veces es la capacidad trascendente que el ser humano posee cuando transforma la realidad según alguna inspiración artística. Tanto se entienda además el mundo, incluso, o con planteamientos materialistas o idealistas en su modo de concebirlo. Es decir, que dará lo mismo que creamos, o no, en algo distinto a la Naturaleza como origen de la vida y del mundo. Es imposible que una ideación intelectual, lo que es una representación creada por el hombre, pueda dejar de existir tan sólo por el hecho de que el mundo desaparezca entre tinieblas... Y eso dará trascendencia al Arte de un modo extraordinario, ya que, aparte de cualquier otro artificio creado por el ser humano, el Arte no tiene ninguna utilidad ni ninguna pretensión física o material para ser aprovechado, por ejemplo, en un entorno azaroso donde la entropía campe, indecente, por caprichos estocásticos. Fueron los románticos los primeros creadores que de un modo claro, muy claro, buscaron en sus representaciones esa trascendencia sin pretensiones. Porque, como en el Arte, las ideas más honestas que impulsarán mejor los movimientos estéticos, en este caso el Romanticismo, serán aquellas que sólo determinen un rasgo artístico exclusivamente, sin ninguna otra consideración, ni social, ni política ni religiosa o filosófica incluso. Caspar David Friedrich fue un prototípico romántico en su capacidad artística pictórica más extraordinaria. Nacido justo cuando el Romanticismo iniciaba la senda transformadora más exitosa del mundo, habría tenido una infancia burguesa muy relajada en la germánica costa báltica de la Pomerania Occidental (actualmente entre Polonia y Alemania). Por entonces, el año 1774, pertenecía esa zona báltica a la corona sueca desde la guerra de los Treinta años. Sin embargo, pronto la tragedia familiar alcanzaría la vida del pintor con el fallecimiento, cuando él tenía solo siete años, de su madre, al año siguiente de una hermana, cinco años después de otro hermano y, cuatro años más tarde, de otra hermana víctima del tifus. Esa eventualidad vital tan terrible en su infancia le acercaría al tema de la muerte (un paradigma muy romántico), de una forma que el pintor supo sublimar representando el profundo drama interior que todo ser experimenta ante la visión trascendente del mundo. 

El mismo año que David Friedrich se casaba con su joven esposa Caroline Bommer, 1818, pintaría su obra Viajero sobre un mar de nieblas. En esta representación pictórica romántica se ofrecería, por primera vez casi, la perspectiva de un hombre mirando, desde arriba, el mundo poderoso a sus pies. Ahora, la neblina que impide desplazarse con orientación eficaz es dominada por la misma altura desde la que el individuo observante se sitúa. También los picos aterradores, esos que, al fondo de la obra, le observan, presuntuosos, ahora a él en su poderosa representación telúrica más definitiva. Pero no, ahora no, ahora no hay aquí temor, ni limitación, para poder manifestar la sensación más poderosa, sin embargo, que un ser humano pueda disponer, decidido, al enfrentarse así, desde su privilegiada posición, mística y real, a un mundo desolado. Hay que elevarse, por tanto. Hay que elegir la posición que permita visionar ahora completamente el mundo gracias a dos elementos necesarios. Primero, aquel que no nos fraccionará la visión, que, a cambio, la permita afrontar desde la más absoluta globalidad; y, segundo, aquel que nos lleve ahora más allá de nosotros mismos, o de la realidad limitada que nos abrume, esa misma que una perspectiva acotada o sesgada del mundo nos impida aprehender el sentido trascendente y completo de una visión. Para cuando el pintor Vincent van Gogh llegara a la conclusión de que su vida amorosa habría sido un completo fracaso, pintaría su óleo postimpresionista Noche estrellada sobre el Ródano. ¿Qué había pasado en Arlés aquel final del verano del año 1888 para que el genio pictórico más romántico de los impresionistas se inspirase una noche? La ciudad francesa de Arlés se sitúa a pocos kilómetros de la desembocadura del río Ródano en el Mediterráneo. A su paso por la ciudad provenzal el río gira casi noventa grados, de ese modo parecería un gran lago en aquella noche iluminada, tan brillante entonces por uno de los cielos más estrellados que de un oscurecer tan romántico y mediterráneo pudiese pintarse alguna vez.

A diferencia del pintor romántico Caspar David, el pintor postimpresionista holandés nunca se casaría ni alcanzaría, como el artista romántico alemán, una felicidad conyugal ni tan siquiera al final de su madura vida y, se supone, tan sabia y edulcorada por el amor sublime e inspirador que de una esposa cariñosa pudiese vivirse. En la obra romántica de Caspar David vemos a un hombre solo frente al mundo; a un ser humano que, ahora, contempla poderoso y satisfecho desde su altura privilegiada la vida y sus representaciones, tan misteriosas o no, que puedan conferirle, sin embargo, tranquilidad y belleza... o inquietud y desasosiego. En su pintura intimista el ser humano individual, una actitud romántica destacada, no es acompañado ahora en la pintura por ningún otro ser vivo, humano o no, que pudiera alterar o confundir, o mediatizar o sostener, alguna otra cosa que no sea su única y exclusiva perspectiva vital. Pero, sin embargo, Vincent van Gogh, que buscaría la misma sensación de trascendencia, tranquilidad, belleza, inquietud o desasosiego que el pintor romántico, pintaría una obra radicalmente distinta. Aunque de estilos artísticos diferentes, no obstante, no hay tanta diferencia entre un pintor y otro. El Postimpresionismo, se ha dicho a veces, es una forma de Romanticismo desubicado... En su lienzo impresionista tan particular, van Gogh buscaría lo mismo que Caspar David: una perspectiva desde donde poder vislumbrar el mundo con la inspiración sublime de una sensación íntima poderosa. Ahora, con la noche estrellada como excusa, veremos aquella realidad que necesitaba ser completada para poder ser entendida. La orilla no es en la obra de van Gogh una línea diferenciadora para admirar un mundo sobrecogedor... Éste, el mundo representado, no se distingue demasiado bien entre un cielo poderosamente iluminado de estrellas y la superficie, igual de poderosa e iluminada, de una tierra indistinta entre los reflejos proyectados sobre el brillante Ródano como sobre el pálido y confuso relieve de la ciudad dormida. 

Pero, también, a diferencia del pintor alemán, el trágico, desolado, meditabundo, confuso y pasional pintor holandés añadirá una cosa distinta en su definitivo óleo misterioso. En la visión que los personajes retratados en ambas obras tienen del mundo, van Gogh no compuso a un ser humano solitario frente al poderoso universo fascinante. No, ahora el pintor postimpresionista pintaría dos seres unidos, abrazados, a diferencia que Caspar David Friedrich, que pintó a un hombre solitario. Pintaría mejor una pareja caminando solitaria por la orilla en aquella noche estrellada sobre el Ródano. Toda una mejor inspiración intuitiva, tal vez, la del pintor holandés; mucho mejor ahora que la que tuviera el afortunado pintor alemán, que pintaría a un hombre solo frente al mundo en su misteriosa obra romántica. Contemporáneo del pintor desolado holandés lo sería el filósofo alemán Nietzsche. En una de las obras más misteriosas y profundas que escribiese para, como en los dos pintores ofuscados, tratar de alcanzar a dominar la verdad que encierra el mundo, nos diría una vez el vitalista filósofo alemán: Soy un viajero, un escalador de montañas. No me gustan los llanos y no puedo quedarme quieto mucho tiempo. Sean cuales sean mi destino y los acontecimientos que me esperen, siempre habrá en ellos que viajar y que escalar montañas; pues, a fin de cuentas, no se tienen vivencias más que de uno mismo. Ya ha pasado el tiempo en que me podían sobrevenir hechos casuales; ¿qué podría sucederme ya que no fuera algo mío? Mi sí mismo y todo cuanto de él estuvo durante mucho tiempo en tierra extraña y disperso entre las cosas y acontecimientos casuales, ya no hace sino retornar, volver por fin a casa. Y sé otra cosa más: que ahora me hallo ante mi última cima y ante todo lo que se me había estado evitando durante largo tiempo. Tengo que emprender, ¡ay!, mi ascenso más difícil. Ahora empieza mi viaje más solitario. Pero los que son de mi estirpe no pueden escapar a semejante hora, a la hora que nos dice: "¡En este momento es cuando sigues el camino de tu grandeza!". Las cimas y los abismos constituyen ahora una misma cosa. Sigues el camino de tu grandeza: lo que antes constituía tu último peligro es ahora tu refugio postrero. Sigues el camino de tu grandeza: reconfórtate el ánimo pensando que detrás de ti ya no queda ningún camino. Sigues el camino de tu grandeza: en este camino nadie ha de seguirte a escondidas. Tus propios pies van borrando el camino que dejas tras de ti y sobre él queda escrita la palabra "imposibilidad". Si en adelante encuentras escaleras, aprende a trepar por encima de tu propia cabeza. De no ser así, ¿cómo ibas a poder seguir subiendo? ¡Por encima de tu propia cabeza y más allá de tu propio corazón!  Lo que haya más blando en ti se ha de convertir ahora en lo más duro... ¡Bendito sea lo que nos endurece! Nunca alabaré el país en el que corre leche y miel. Para ver mucho hay que empezar por apartar la vista de uno mismo: todo el que haya de escalar una montaña precisa de ese endurecimiento. Pero quien tiene unos ojos inadecuados para ser un hombre de conocimiento no captará más que los aspectos superficiales de las cosas. Tú, en cambio, Zaratustra, has querido ver el fondo y el trasfondo de las cosas, y por ello has de subir más allá de ti mismo, cada vez más arriba, hasta que puedas ver las estrellas a tus pies. Sí, tener que bajar los ojos para verme a mí mismo e incluso para ver las estrellas: esta sería mi cima definitiva, la cima que aún me queda por escalar.

(Óleo Noche estrellada sobre el Ródano, 1888, del pintor holandés Vincent van Gogh, Museo de Orsay, París;  Cuadro romántico Viajero sobre un mar de nieblas, 1818, del pintor alemán Caspar David Friedrich, Museo Sala de Arte de Hamburgo, Alemania.)

4 de abril de 2021

El Arte, la historia y el amor acabarán relacionados en este mundo.


Fue el romano Plinio el viejo quien escribió sobre el unicornio por primera vez en el año 79 d.C., el mismo año que acabaría falleciendo como consecuencia de la erupción del volcán Vesubio. Plinio no se caracterizaba por su rigurosidad científica, dejándonos por ejemplo escrito esto: El unicornio es el animal feroz que más se resiste a su captura. Tiene el cuerpo de un caballo, la cabeza de un ciervo, las patas de un elefante, la cola de un jabalí y un solo cuerno negro de un metro de largo en medio de la frente. Su grito es un bramido demasiado profundo. Isidoro de Sevilla también  escribiría sobre el unicornio: Griego es el nombre de rinoceronte, que en latín viene a significar "un cuerno en la nariz". Se le conoce también como monóceros, es decir, unicornio, precisamente porque está dotado en medio de la frente de un solo cuerno de unos cuatro pies de longitud y tan afilado y fuerte que lanza por alto o perfora cualquier cosa que acometa. Es frecuente que trabe combate con los elefantes, a quienes derriba causándole una herida en el vientre. Es tan enorme la fuerza que tiene que no se deja capturar por cazador alguno; peroen cambio, según aseguran quienes han descrito la naturaleza de estos animales, se le coloca delante una joven doncella que se descubre su seno cuando lo ve aproximarse y el rinoceronte, perdiendo toda su ferocidad, reposa en él su cabeza y, de esta forma, adormecido, como un animal indefenso, es apresado por los cazadores. Es esta descripción, sin embargo, una metáfora extraordinaria sobre el amor. Se le relaciona, incluso, con Jesucristo, muerto también por una virgen... Así fue como el unicornio entraría en la leyenda cristiana occidental para describir la virginidad, la sumisión, el amor y la muerte. El Arte no podría dejar de lado esta fascinante metáfora del animal más extraño y fantástico que hubiera existido.

El Renacimiento resucitó la leyenda con las fragancias manieristas de los grandes pintores de finales del siglo XVI. Annibale Carracci, creador de la Escuela de Bolonia, sería contratado en el año 1595 por el cardenal Eduardo Farnesio para decorar el techo de su Camerino, una sala especial de su Palacio Farnesio en Roma. Este extraordinario palacio fue mandado construir en el año 1512 por su bisabuelo, el papa Paulo III, por entonces llamado cardenal Alejandro Farnesio. Cuando Eduardo encargó a Carracci el fresco de su palacio, el pintor boloñés llevaría consigo a su aprendiz Domenico Zampieri, conocido también como Domenichino (1581-1641). Carracci encargó entonces a Domenichino el fresco del gabinete del cardenal Eduardo Farnesio conocido como Camerino. En ese fresco Domenichino compuso su obra La virgen y el unicornio, una composición manierista de la leyenda de ese fabuloso animal fantástico, un ser mitológico que, tiernamente seducido, era acogido entre las faldas de una joven virgen. La belleza de la joven del fresco fue pronto asociada con la mujer más hermosa de Roma en tiempos del bisabuelo del cardenal. Giulia Farnesio fue la hermana de Alejandro Farnesio, que acabaría siendo luego el papa Paulo III. Esta mujer se casó muy joven con el conde Bassanello, señor de Bassanello. Este noble italiano no era físicamente muy agraciado, era estrábico y poco seguro de sí mismo. La belleza de Giulia fascinó, sin embargo, a otro poderoso de entonces, alguien que se acabaría fijando en ella inevitablemente, el papa Alejandro VI, el español Rodrigo Borgia. La hizo su amante hasta el año 1500, cuando Giulia tuviera ya para entonces demasiados años como para solazar el rubor amoroso de Rodrigo Borgia. Acabó falleciendo en Roma en la residencia de su hermano el cardenal en el año 1524, a los 50 años de edad. Diez años después Alejandro Farnesio se convertía en el papa Paulo III.

Este papa también tuvo su amante cuando fue cardenal en Roma. La identidad de la madre de su hija Constanza y sus hijos Pedro, Ranuccio y Pablo, fue desconocida durante mucho tiempo. Tiempo después, en una carta del escritor francés Rabelais a un obispo se mencionaba la identidad de la amante: una dama romana de la familia Ruffini.  Silvia Ruffini fue la amante del cardenal Alejandro Farnesio en los primeros años del siglo XVI. Un descendiente de su hijo Pedro, Octavio Farnesio, acabaría siendo duque de Parma y Piacenza. Este nieto de Paulo III se acabaría casando con Margarita de Austria y Parma, hija reconocida del emperador Carlos V de Alemania y su amante Johanna van der Gheynst. Fueron Octavio y Margarita comprometidos muy jóvenes, Margarita con dieciséis años y Octavio con quince. Ella no vería muy de su gusto al joven Farnesio, pero, cuando Octavio regresó herido de su participación en la española toma de Argel del año 1541, su desprecio de mujer se fue tornando poco a poco en un amor incondicional. Al fallecimiento de Octavio Farnesio en el año 1586 le sucedió su hijo Alejandro Farnesio, un general español que luchó en la famosa batalla de Lepanto, en Flandes y contra el poder francés en Europa. Se casó con la infanta María de Portugal y tuvieron en el año 1573 a ese cardenal que amaría tanto la belleza. Esto sucedió en aquellos años finales del manierismo romano y al advenimiento del Barroco, un estilo que apenas él llegaría a comprender, absolutamente seducido por los rasgos excelsos de una de las bellezas estéticas más extraordinarias que nunca jamás, ni antes ni después, se llegase a alumbrar en toda la historia del Arte occidental.

(Fresco La virgen y el unicornio, 1602, del pintor Domenichino, Palacio Farnesio, Roma; Detalle de un fresco del Palacio Farnesio, Historia de Ulises, Ulises y las sirenas, 1597, del pintor boloñés Annibale Carracci, Palacio Farnesio, Roma.)

6 de diciembre de 2020

Paralelismos sugerentes entre una belleza barroca y otra simbolista.


 



Las vidas retratadas en el Arte tienen a veces semejanzas indirectas. Decía y dice uno de los axiomas geométricos más conocidos de Euclides que: dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí...  Todo empieza cuando el pintor simbolista austríaco Gustav Klimt (1862-1918) visita el Museo de Historia del Arte de Viena y admira el retrato que Velázquez hace en el año 1653 a la infanta española María Teresa de Austria (1638-1683).  Porque Friederika Langer, más conocida como Fritza Riedler, le había encargado un retrato al pintor simbolista en el año 1904. Klimt se detuvo entonces ante el cuadro de Velázquez y, en su delirio artístico mimético, acabaría inspirándose en el retrato de la infanta para componer el retrato modernista de Fritza Riedler. La genialidad de Gustav Klimt le llevaría a componer un retrato moderno con las características estéticas y compositivas de uno antiguo. El pintor simbolista había hecho del erotismo un rasgo estético de su Arte. A comienzos del siglo XX compuso obras donde la desnudez y la osadía las llevaron a ser criticadas y rechazadas por un público excesivamente puritano. Aun así, Fritza lo contrata y el pintor realizaría una combinación modernista extraordinaria entre la composición inspirada de Velázquez y un simbolismo modernista de ojos y bocas abiertas. Y todo eso para completar una inspiración modernista con el erotismo implícito en una representación estética. La semejanza con la obra de Velázquez tuvo tal vez que ver con el semblante melancólico de la adolescente infanta: esa lejanía de todo, esa extrañeza de todo, ese temor o ese sentimiento de malgastar la vida que el maestro español supo reflejar en su obra. 

La vida de Fritza Riedler empieza en Berlín en el año 1860 en una destacada familia. Se casa con el famoso ingeniero de diseño Alois Riedler, un austríaco diez años mayor que ella.  Vivieron en la imperial Viena donde representaban la alta sociedad austríaca de principios del siglo XX. En su obra Gustav Klimt la representa con el anhelo matizado de los años vividos, cuando Fritza tenía entonces cuarenta y cinco años y se encontraba amparada entre su desdén social y su ingenuidad perdida. La obra barroca la había pintado Diego Velázquez en Madrid en el año 1653, cuando la infanta María Teresa, hija del rey Felipe IV, tenía entonces catorce años y todavía ignoraba lo que el azar de la vida le trajese. Siete años después se casaría con el rey de Francia, el poderoso Luis XIV. Para entonces, pleno siglo XVII, la moda femenina utilizaba una falda muy amplia llamada guardainfantes. Esta moda tuvo adeptos y críticos por igual. Don Alonso de Carranza,  caballero de la orden de Santiago, escribió en el año 1636 su Discurso contra los malos trajes y adornos lascivos. En este discurso decía: No hay cosa más ajena del cuerpo grácil y delicado de las mujeres que el grueso y aparente bulto que ahora acompaña a sus caderas. El demonio no ha podido inventar traje más atado y penoso. Es costoso y superfluo, feo y desproporcionado, lascivo, deshonesto y ocasionado a pecar. Impeditivo en gran parte a las acciones domésticas, así como para entrar por puertas y postigos y solo poder entrar en palacios y aposentos principales. Con esas pompas en forma de campana andan las mujeres con nueva y nunca usada libertad, en tan olvido recato, engreídas y alentadas. Porque lo ancho del traje les presta comodidad para andar embarazadas sin ser notadas, hecho que preñadas fuera del matrimonio una doncella dio principio a este traje para encubrir su miseria, y por eso se le dio así el nombre de guarda-infantes.

Como consecuencia, el rey Felipe IV publicaría un pregón prohibiendo el uso de esa prenda en el año 1639: Ninguna mujer pueda traer ni traiga guardainfante o traje semejante, excepto las mujeres que, con licencias de la justicia, públicamente son malas de sus personas (las prostitutas). Esta crítica a la moral del traje abultado radicaba en que una mujer podía ocultar su embarazo o incluso su amante bajo sus faldas, si pensara que podía ser descubierta. La prohibición real sobre el guardainfantes no prosperaría ya que la moda nunca pudo ser abatida por las leyes, ni siquiera entonces. Ese estilo de vestidura se seguiría llevando por las mujeres durante los siguientes siglos, siendo de las modas femeninas que más prosperaron. La propia hija del rey Felipe IV lo llevaba cuando Velázquez la pintó en el año 1653. La pintura y el estilo del pintor español influenciaron en la manera en que los retratos femeninos fueron compuestos después. Tanto lo sería que cuando la VII condesa de Monterrey quiso ser retratada en el año 1660 con esa falda, entonces tan de moda, no fue difícil borrar el nombre del autor del retrato y decir que el pintor había sido Velázquez. Parecía tanto una obra de Velázquez que alguien quiso que así fuese. Sin embargo, la había pintado un seguidor suyo, Juan Carreño de Miranda, nombre que algún desaprensivo borraría del lienzo para confundir, o no admitir, que alguien pudiera llegar a pintar algo tan bello o tan bien como el maestro sevillano. Inés Francisca de Zúñiga había nacido en el año 1635 en una de las familias más nobles de España. Una tía suya, Inés de Zúñiga, había sido de joven tan hermosa como ella y acabaría casándose con el primer ministro más famoso de Felipe IV, el conde-duque de Olivares. Era tan hermosa que  hasta el propio rey se fascinó de su belleza. Sin embargo, el único retrato de una belleza barroca tan fascinante lo fue el de su sobrina, Inés Francisca de Zúñiga, compuesto en el año 1660 por el pintor Juan Carreño de Miranda. 

Esta joven de belleza tan excelente habría de casarse en el año 1657 con el sobrino-nieto del conde-duque de Olivares, Juan Domingo Méndez de Haro (1640-1717). Este noble español sería gobernador de los Países Bajos y defensor de Cataluña cuando los franceses, junto a algunos catalanes oportunistas, quisieron apoderarse de una parte de España. Cuando Juan Carreño de Miranda pinta a Inés Francisca de Zúñiga cuando ella tenía veinticinco años y llevaba tres años de matrimonio. El pintor la compone esplendorosa con su guardainfante decorado y grandioso. Tiene el rostro totalmente opuesto a sus paralelos estéticos aquí comparados. No hay más que belleza, exultante, desinhibida, brillante, pícara, expectante en la obra de Carreño. La flor más hermosa del barroco español. ¿Dónde está el paralelismo estético? Sólo en la moda, esa misma que el pintor Klimt compuso, siglos después, con su modernista figura intrigante. Porque el retrato de Velázquez, a diferencia del de Carreño, no descubría ninguna belleza sugerente, sino la más intrigante, oculta y melancólica de todo aquel Arte clásico barroco. Esta semblanza de Velázquez fue la que el pintor austríaco entendió que debía transmitir de su modelo berlinesa tan intrigante, y no otra. Pero sí hubo un paralelismo existencial entre las retratadas de Klimt y de Carreño, algo que el Arte no descubre claramente sino que oculta, sin pintarlo, bajo los trazos decididos de otros alardes distintos. La VII condesa de Monterrey fallecería, como la influyente Fritza, siete años antes que su esposo sin dejar tampoco descendencia. Por eso su retrato es de una belleza tan fascinante, porque fue realizado cuando la modelo aún brillaba exultante entre las inciertas moradas de su confiada, excelsa y maravillosa juventud.

(Óleo Inés Francisca de Zúñiga, VII condesa de Monterrey, 1660, del pintor barroco español Juan Carreño de Miranda, Museo Lázaro Galdiano, Madrid; Óleo sobre lienzo Fritza Riedler, 1906, del pintor simbolista austríaco Gustav Klimt, Museo Alto Belvedere, Viena, Austria; Lienzo del pintor español Velázquez, La infanta María Teresa de España, 1653, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria.)