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18 de marzo de 2020

Una forma de estar en el mundo..., ¿una inspiración estética?



Desde los albores de la humanidad los seres humanos vertieron en su destino vital una forma concreta de estar en el mundo. La mitología griega fue uno de los referentes más poderosos para crear esas maneras paradigmáticas tan personales de estar, algo que con su maraña profusa de personajes estereotipados consiguieron impregnar ya en el inconsciente colectivo europeo. ¿Qué es estar en el mundo? No es lo mismo que vivir, ya que para esto no es necesario estar de una forma determinada. Es decir, que para vivir solo es necesario alimentarse, abrigarse, cuidarse y proseguir... Estar en el mundo de una determinada forma fue algo que surgió cuando las sociedades evolucionadas consiguieron estructurarse en jerarquías o en estamentos sociales diferentes y compartimentados. Entonces hubo que introducir el sentido del cómo estar, olvidándose, o marginando en algo o en mucho, el sentido del porqué o del para qué estar. De hecho, la mitología griega, tan sustentadora de elementos espirituales a veces, es un ejemplo claro de la preponderancia del cómo frente al para qué. Cuando el héroe mitológico Jasón tuvo que llevar a cabo su aventura vital tan extraordinaria para conseguir el Vellocino de Oro, el motivo o la causa que lo propiciara fue, sin embargo, la banal distracción que su tío Pelias, el rey de la tesalia Yolco, deseaba para Jasón a fin de evitar ninguna rivalidad con él en la herencia del propio reino. Conseguir el Vellocino era una excusa, una trivialidad, aunque fuese también de oro. Pero Jasón debe posicionarse en el mundo, tiene que ubicarse, tiene que elegir una forma ahora de estar en él. Así que, cuando su tío le propone una hazaña tan elogiosa, no duda en absoluto de la veracidad de su decidida acción influenciada. Rubens atraería a muchos artistas a su peculiar forma de pintar, no sólo por su estilo apasionado e innovador sino por su éxito así como por las necesidades de disponer de ayudantes en las grandes composiciones que le demandasen. Uno de esos pintores discípulo de Rubens lo fue el flamenco Erasmus Quellinus (1607-1678). 

Cuando a Rubens le encargan desde España la decoración de un Pabellón real de caza para Felipe IV, el gran pintor flamenco tuvo que necesitar la ayuda de algunos de sus discípulos. Durante la segunda mitad de la década de los años treinta del siglo XVII se instalaron en el Pabellón real no menos de sesenta cuadros compuestos por Rubens o su taller. Todos ellos solicitados para la decoración de uno de los edificios reales, La Torre de la Parada. Quellinus realizaría la obra de Arte Jasón con el vellocino de oro. La composición y el sentido de la misma fue una ideación de Rubens, que en un boceto disponía a sus ayudantes de la forma y la manera de poder pintarlo, pero la ejecución artística fue una tarea solitaria de Erasmus Quellinus. Pero ahora, además de admirar la obra barroca, nos sirve para exponer la idea de qué es estar en el mundo. ¿Es una elección? ¿Es una proposición? ¿Es una obligación? Y, por otra parte, para ir más allá en la aventurada ideación de ese concepto (estar en el mundo), ¿qué tanto influiría al aceptar o al asignar o al definir esos papeles el planteamiento estético? Porque cuando vemos o percibimos o asimilamos algo estéticamente (leyenda, estatua, pintura, tragedia, comedia, narración, etc...) que nos gusta mucho o nos impacta interiormente, ¿no será ya eso una forma de identificación o de justificación de ese modelo vital representado para ser o estar en el mundo de una determinada manera un individuo? En el comienzo fue la palabra..., decía el evangelio de San Juan, y con ella la idea, la manera y la forma en que veremos o percibiremos las cosas de este mundo. Esta mediatización es a veces inconsciente, pero eficaz. Cuando el objetivo de las ideas producidas por una cultura es la ordenación de la vida según un criterio determinado estamos ante una religión (o ideología), una comunidad y una jerarquía cohesionadas. Así se desarrollaron las civilizaciones pero, también, el modelo, el sentido concreto de la definición de una realidad vital muy concreta: la de estar en el mundo de una determinada forma.

La libertad fue durante gran parte de la historia algo incompatible con esa realidad originaria de estar en el mundo. No se podría cuestionar esa realidad encorsetada. Se estaba de una forma pero no podía estarse de otra distinta. En el Romanticismo comenzaría a cuestionarse ese encorsetamiento formal. Pero, duró poco, no podía dejarse al albur de una barbaridad tan libertaria el hecho de no definir una posición o un estar en el mundo concretos. Por esto el Neoclasicismo o el Realismo regresaron pronto, útiles entonces, para no desordenar una manera de vivir que había funcionado relativamente bien desde siempre. Aunque pronto la evolución fue la alternativa al Romanticismo para poder proseguir en el mundo sin perder el sentido conquistado de libertad personal tan irrenunciable. La evolución inspirada por Darwin calmó la ciencia poderosa, calmó la industria irascible, calmó la sociedad inquieta, y hasta calmó la estética que la influyese... ¿Calmó al ser humano, finalmente? En absoluto. Hoy por hoy, la forma de estar en el mundo difiere bien poco en lo esencial de la originaria forma establecida de siempre. Sigue patrones estéticos, como entonces; aunque la evolución haya conseguido también matizarlos, seguirá los mismos básicos patrones de siempre. Porque estar en el mundo es más relevante que vivir...   Estar en el mundo es lo que se precisa para no caer en aquella barbarie que los primeros hombres imaginaron si no se ordenaban las cosas meramente. Para comprender aquel sentido primigenio sólo hay que ver cómo una sociedad se enfrentaría ahora a sí misma si no tuvieran sus miembros una forma de estar en el mundo. Y es ahora, en el confinamiento tan extraordinario de una cuarentena global como la que vivimos, como mejor se puede apreciar ese hecho vital histórico de estar en el mundo. En el confinamiento, los seres entonces sólo se limitarán a vivir, no a estar en el mundo... Este matiz, que en el caso de un confinamiento tan global se puede ver más claro, es el que hace que la diferencia entre el cómo y el para qué se vuelva ahora, en esa experiencia vital tan radical, una realidad tan persistente como esclarecedora.

Cuando Rubens ideara la vuelta del héroe con el motivo fundamental de aquella aventura mitológica, quiso componer en su boceto previo a Jasón saliendo del templo de Marte donde se guardaba el vellocino. Y así lo compuso Erasmus Quellinus en su impactante obra barroca. Jasón recorre el pavimento despejado del sagrado templo del dios Marte llevando consigo la piel dorada de su anhelado trofeo. Ya lo ha conseguido. Ahora sólo tiene que regresar para alcanzar a consumar, por fin, aquel reto aceptado ante su tío de obtener el Vellocino. Una banalidad absoluta, ya que éste no supondría ni valdría para ninguna cosa o sentido que para la placidez incierta de su conciencia de héroe o sobrino regio. Un engaño. Una fatalidad. Algo que llevaría al héroe griego a recorrer, maltratando sin querer a otros incluso, todo un escenario vital tan absurdo y malogrado como inútil era su trofeo inanimado e inconsistente. El pintor fijaría la imagen artística en un gesto extraordinario de dinamismo y, a la vez, de parálisis estética. Justo cuando le quedaban pocos pasos para salir del templo sagrado, Jasón volvería su cabeza, sin detenerse (señal inequívoca de una dinámica forma de estar en el mundo), para poder observar ahora, justificado y satisfecho, la imagen representativa y elogiosa de su modelo más paradigmático y querido: la estatua clásica del dios Marte. El mismo modelo vital y apasionado que, desde pequeño, el héroe malogrado habría tenido como ejemplo e inspiración de una forma o una manera de estar en el mundo.

(Óleo Jasón con el vellocino de oro, 1638, del pintor barroco flamenco Erasmus Quellinus, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

10 de enero de 2020

Cuando el estilo y el tiempo alcanzaron a mejorar al genio y al autor en un mito clásico.



El Barroco y el Romanticismo fueron dos tendencias artísticas con un cierto grado de semejanza estética. Utilizaban el clasicismo en lo formal pero con un cierto realismo mágico, irreverente o heterodoxo en su acabado estético. En este caso compararé a dos pintores incomparables. Incomparables porque uno es un genio y un maestro del Arte barroco, Rubens, y el otro tan solo un desconocido artista británico que no se acabaría de inscribir en ninguna tendencia propia de su tiempo, William Etty (1787-1849). Este pintor viviría en pleno fulgor del Romanticismo, cuando el sentimiento o la innovación determinarían gran parte de los comienzos estéticos del siglo XIX. Pero el pintor se decantaría más por el naturalismo realista sin ningún apego a la emoción, al sentimiento o al carisma romántico. Ambos pintores, con dos siglos de diferencia, compusieron, sin embargo, dos temáticas semejantes en dos respectivas obras: El mito de Hera y Leandro y el mito de Las tres Gracias. La biografía de Etty nos cuenta la curiosa circunstancia de un pintor que descubriría en época puritana las ventajas de incorporar el desnudo a sus obras. Se especializaría en representar siempre un desnudo en cualquier obra que crease. Fue criticado tanto por eso como alcanzaría el éxito por lo mismo. Sin embargo, al final de su vida dejaría de ser valorado por el público y sus obras estarían condenadas a la mediocridad. Aquí he elegido dos de sus obras que me parecen más elogiables. Al comprobar su temática no pude evitar la tentación de compararlas con obras de Rubens propias de lo mismo.

Para evaluar las obras de Etty y llegar a la temeridad de elogiarlas frente a Rubens hay que analizar las del pintor británico con franqueza estética. En el caso del mito de Hera y Leandro Etty consigue una composición extraordinariamente bella de la leyenda, cuando Rubens (su taller), a cambio, consigue espectacularidad compositiva y originalidad. En el caso de Las tres Gracias, Etty alcanzará originalidad, armonía, ritmo y soltura en su acabado, cuando Rubens, sin embargo, consigue obtener mayor genialidad compositiva y una belleza estética magistral. Hay ciertas obras de Rubens que fueron elaboradas por su taller, como sucede en esta obra Hera y Leandro, dónde observamos cómo las nereidas transportan el cadáver hundido y ahogado de Leandro. La obra muestra un remolino marítimo con la fortaleza de una composición exagerada de una mitología alejada ahora de cualquier atisbo emocional. En Etty es justo lo contrario, el cadáver de Leandro descansa en una playa del Helesponto adonde Hera ha llegado para poder abrazarlo. Los dos amantes forman una línea diagonal consiguiendo el pintor alcanzar un clímax emotivo extraordinario. En las tres Gracias, Etty, sin embargo, solo consigue apenas entusiasmarnos con la originalidad de una composición muy atractiva. No puede llegar a la genialidad de Rubens, pero sí nos emociona por la simpleza con la que lleva a obtener Etty una belleza natural muy elogiosa.

Rubens en su obra Las tres Gracias obtiene la mejor sinfonía artística en un cuadro de desnudo. Aquí es incomparable querer comparar algo. Es importante dejar claro esto, pero deseaba elogiar también la pintura de Etty frente a la de un maestro que había pintado lo mismo siglos antes. Sobre todo por el hecho curioso de haber elegido el pintor británico el que las tres ninfas miren ahora a un mismo lugar. No interactúan entre ellas, como la obra barroca, sino que independientemente son ellas las que, girando en un círculo imaginario, son la misma y a la vez  son diferentes. El mito romano de las tres Gracias definía el sentido metafórico de la esposa, la amante y la prometida. Dos se miran entre sí mientras la amante, menos virtuosa, mira sola o es marginada. Etty rompe con cualquier mito, prejuicio o leyenda y ofrece en su obra la libertad de elección o la dignidad de emoción en cada una de ellas. Del mismo modo, consigue un naturalismo estético que lleva a glosar una belleza muy atrayente a pesar de los atisbos puritanos en solo pintar medio cuerpo desnudo frente al desnudo integral de Rubens siglos antes.

La leyenda de Hera y Leandro contaba el amor imposible de una sacerdotisa de Tracia y un joven de Misia separados por el estrecho del Helesponto.  Este paso marítimo del mar Egeo hacia el Mar Negro hacía peligroso cruzar una costa a la otra. Una noche Leandro se atreve a cruzarlo a nado para ver a Hera, muriendo ahogado en sus aguas negras. En la obra de Rubens el dramatismo de la leyenda es compuesto con todo su detalle marítimo más macabro, incluso a la derecha vemos el cuerpo de Hera tirándose al mar para seguir a su amado bajo el agua. En el Barroco no hay salvación y la literalidad de la narración mítica es perseguida casi siempre en sus obras. En el caso de Etty, que no era romántico aunque vivió en ese periodo, conseguirá llevar su obra, sin embargo, al sentido más emotivo de un elogio romántico. No se expresa por ejemplo la fatalidad de acabar ella con su vida al descubrir el cadáver de Leandro, lo deja el pintor británico en suspenso, expresando mejor la emoción que el desencanto, o la propia gloria del amor que el cadalso irracional de un apego mortal ante lo inevitable. La realidad es que el creador flamenco buscaría atraer con espectacularidad la venta de su cuadro, y el británico llevar un motivo natural como el desnudo al mejor encuadre artístico en un cuadro. Porque ambos pintores fueron muy interesados económicamente en su trabajo. Etty encontraría en el desnudo el mejor sentido para alcanzar el éxito. Rubens no dejaría de componer con su taller todo tipo de obras que pudieran atraer a una clientela elitista. Pero ambos fueron honestos artísticamente al menos una vez en dos opuestas temáticas. Rubens alcanzaría la gloria más elaborada y magistral con su obra Las tres Gracias, y Etty llevaría a descubrir una genialidad en su alarde de componer una emoción romántica a pesar de no ser del todo fiel a la leyenda.

(Cuadro Hera y Leandro, 1828, William Etty, Tate Gallery, Londres; Óleo Hera y Leandro, 1610, Rubens (taller de), Museo de Arte de Dresde, Alemania; Obra Las tres Gracias, primer tercio siglo XIX, William Etty, Museo Metropolitan de Nueva York; Óleo Las tres Gracias, Rubens, 1635, Museo del Prado.)

28 de enero de 2018

La belleza desnuda solo pudo ser representada bajo la forma civilizada de una cultura.



La grandiosidad de Rubens fue muy destacable, ya que, además de haber sido un gran pintor, debió haber sido también una persona extraordinaria. Su talento no lo llevaría solo a buscar una vanidad de por sí no necesitada. ¿Qué gran pintor dejaría que una de sus obras fuera realizada en colaboración con otro genio del Arte? Obviando su interés comercial o económico -tal vez fue el primer empresario del Arte, no solo un gran creador- por componer pinturas para la realeza o la aristocracia, Rubens valoraría más el resultado artístico de una creación sublime que cualquier otra cosa. Al final de su vida buscaría la belleza más voluptuosa y más primaria. Estamos a comienzos del siglo XVII y solo la alta sociedad podría permitirse vislumbrar una belleza desnuda sin menoscabar virtud doctrinal alguna. Para la composición mitológica de Ceres -divinidad de la fecundidad, la agricultura y la vida-, Rubens solicitaría la colaboración de otro pintor flamenco, Frans Snyders (1579-1657). Este pintor se había formado en Amberes también y adquirió un talento extraordinario para pintar animales y bodegones. Así que cuando Rubens quiso crear una pintura sobre la abundancia de la vida y la belleza, entendió que la expresión estética de ese esplendor natural debía ser acompañada de animales y fértil cosecha. Pero, ¿fue realmente ese el motivo, el sentido final de ese alarde?

No se podía pintar la belleza desnuda en el siglo XVII sin algo que la justificase, distrajese o completase. Rubens sabía pintar la belleza más abrumadora de las formas humanas. Pero la belleza no podría ser pintada en ese momento histórico tan claramente desnuda.  Sin embargo, la belleza no necesitará de nada más que ella para serla. Observemos la obra y tratemos de eliminar todo lo que no sea belleza desnuda. Quitemos las frutas, el cuerno de la abundancia, los papagayos, el mono y la joven vestida del fondo. ¿Qué quedará? Solo la belleza, la belleza desnuda y descubierta, ingenua, sublime y eterna. La que Rubens compone con su Arte y su grandeza. La otra belleza, la accesoria, complementaria o  necesitada para justificar la obra, la realizaría Frans Snyders con su maestría y ternura. La obra Ceres y dos ninfas fue el resultado de crear Belleza voluptuosa para poder ser ésta expuesta a los ojos cultivados de una sociedad circunspecta. Aun así la obra no podría ser expuesta en cualquier lugar, solo donde la minoritaria observancia aristocrática garantizara una reserva estética.

Es por lo que Rubens idearía complementar su desnuda belleza con el paisaje sorprendente, exótico -los papagayos y el mono- y desequilibrado -la ninfa vestida del fondo- que pudiera sostener así la justificación de una evidente belleza. ¿Qué especial sensación debía haber sentido Rubens al plasmar toda esa belleza? Es de suponer que antes compuso su desnudo y luego Snyders el resto de la obra. Entonces solo Rubens vería la verdad tan desgarradora y desnuda de una sensación tan bella y efímera.  La Belleza sublime y desnuda, la más auténtica belleza, ¿precisará de algo más para expresar toda su grandiosidad artística? No, por supuesto. Pero entonces no podía existir en el mundo terrenal de los seres mortales esa única, evidente y eterna belleza desnuda. Es una contradicción que hace de esa Belleza una cosa difícilmente asequible o bendecida. Los creadores como Rubens lo sabrían y por eso solo pudo entonces ser representada la belleza desnuda en el Arte desde la civilización europea tan puritana. ¿Existirá una belleza representada con tal sublimidad erótica y natural en cualquier otra cultura del mundo? No. Solo pudo ser representada así en el ámbito de aquel refinamiento cultural de la edad Moderna. Y solo así, genialmente compuesta bajo los principios estrictos de aquella Europa compungida, pudo ser eternizada toda esa sagrada belleza desnuda.

(Óleo sobre lienzo Ceres y dos ninfas, 1617, Rubens y Frans Snyders, Museo Nacional del Prado, Madrid.)


1 de agosto de 2016

La comparativa más imposible: dos obras maestras de dos grandes artistas, Tiziano y Rubens.



Cuando en septiembre del año 1628 Rubens viajase a España por segunda vez desde 1603, para informar ahora al rey Felipe IV de un tratado de paz con Inglaterra -Rubens fue diplomático además de pintor-, se hospedaría en el antiguo Palacio Real madrileño, desaparecido por el fuego un siglo después. Allí conoce a Velázquez y contribuirá éste a orientarle artísticamente, pero, también compuso algunas obras de Arte en la corte española por entonces, retratos de algunos aristócratas hispanos como el marqués de Leganés y otros cortesanos personajes. Sin embargo, algo atraería extraordinariamente el deseo artístico del gran creador flamenco. En España se encontraba una de las mejores colecciones de pintura de Tiziano y todas esas obras estaban en el Alcázar real madrileño. La tentación fue irresistible, así que Rubens copiaría casi todas las obras que la corte española disponía del pintor veneciano. Pero no las copiaría todas con rigurosidad fidedigna. De una de ellas, Adán y Eva, pintada por el pintor veneciano en el año 1550, Rubens llegaría en el año 1629 -casi un siglo después de pintarla el maestro renacentista- a realizar una pintura que ahora nos suponen dos aspectos artísticos en una sola realización pictórica: componer una maravillosa versión de la caída del hombre pintada por Tiziano y otra cosa más: ofrecernos la posibilidad de comparar dos obras maestras de la historia. Poder distinguir así las vestiduras estilísticas, compositivas, emotivas, narrativas, estéticas o creativas de dos de los genios más importantes del Arte universal.

De otras obras de Tiziano tuvo el pintor flamenco mayor fidelidad al original, pero de la obra Adán y Eva del año 1629 Rubens hace una recreación muy personal. Es decir, compone lo mismo que el pintor veneciano, pero lo hace ahora de otra forma: añadiendo cosas y obteniendo algo diferente de lo mismo. Se atrevió Rubens a incorporar elementos distintos a los incluidos por Tiziano, lo que llevará a una genial y odiosa comparación artística. Es de pensar que la madurez del artista flamenco, su sabiduría de años, le llevaría a realizar su obra sin ningún pudor ni duda. Es decir, atreverse a hacer una copia de una obra maestra de Tiziano donde copiaría el mismo tema, la misma composición, gran parte de la posición, inclinación, paisaje, formas y gestos de los personajes, pero, a cambio, introduciría, variaría, incorporaría, añadiría y esbozaría Rubens algunas otras cosas relevantes estéticamente, como para determinar ahora los matices distintos de dos geniales formas de crear y entender el Arte. Abriría con ello Rubens la caja de pandora de la creación artística y, al mismo tiempo, a quien quiera y sepa verlo, desataría los truenos y rayos de la comparación artística más sublime.

¿A qué gran creador se le hubiese ocurrido hacer lo mismo que otro gran creador hiciera un siglo antes? Rubens lo hizo variando aspectos esenciales que evidenciaban un especial sentido artístico muy magistral. Ese sentido distinto de expresar ahora la más conseguida composición de una misma -una anterior y otra posterior copiada- obra maestra en el Arte. Hacer las cosas con posterioridad dará ventajas, porque sabemos lo que se hizo antes y cómo, y mejoraremos así -¿lo mejoramos realmente?- el sentido de lo que se pueda representar de algo que se representó antes. Porque la obsesión de Rubens con Tiziano debió haber sido casi patológica. Tuvo el pintor barroco que buscar su sentido y estilo propio en su obra para justificarla como la más conseguida obra de Arte. Y la verdad es que lo consiguió. La obra de Rubens es genial frente a la otra. Y aunque el manierismo renacentista de Tiziano nos subyugue siempre, nada puede igualar en su obra la grandeza de una realidad mucho más cercana a lo humano o emocional que alcanzará, sin embargo, la obra maestra de Rubens. Es decir, que nos sirve la comparación para comprender más el Arte y no tanto para valorar una u otra obra maestra. La obra de Tiziano es de una belleza sin igual, es una maravillosa composición renacentista llena de equilibrio, estilización y sutileza artísticas. Pero el lienzo barroco de Rubens nos llevará a un universo muchísimo más armonioso con lo emotivo. La credibilidad del personaje retratado de Adán, su conjunción con Eva desde un sentido ético y estético, en el caso de Rubens está mucho más alcanzada frente a la obra maestra de Tiziano.

Hasta el creador flamenco evita cubrir parte del cuerpo desnudo del primer hombre bíblico, cosa que el veneciano equilibraría -ocultaría- junto con Eva en un recurso habitual en el Renacimiento. El Barroco mantuvo ese recurso en menos casos, aunque aquí -que en otros casos Rubens no hace- sí cubre a Eva el lienzo barroco su anatomía erótica más delicada. Está claro que fue la posición de Adán la que obligaría a cubrir su sexo en Tiziano. Al inclinar o girar más con respecto al plano el perfil de Adán hacia Eva, permitió a Rubens ocultar con Arte lo tapado antes en Tiziano con hojas añadidas. ¿Fue ese realmente el motivo, ocultar el sexo? No lo creo. El pintarlo Rubens más sesgado hizo inútil ocultar nada. Porque la intención debía ser otra: componer una figura masculina enfrentada a Eva de un modo diferente a como lo hiciera Tiziano y su Renacimiento aséptico: en Rubens el gesto de Adán es más sentimental que temeroso. La sublimidad de Tiziano consiguió otra cosa: ser fiel al sentido críptico y aséptico del Génesis bíblico. Porque Adán en Tiziano está algo más alejado de Eva, no hay amor ahí, hay más bien coincidencia genética o coparticipación inevitable de dos seres contingentes en una crítica situación sobrevenida. En Rubens, sin embargo, Adán trata de avisar o evitar con ternura y compasión la decidida acción turbadora de Eva. Por eso está Adán más cercano a Eva en Rubens. En Tiziano Adán mira la manzana, en Rubens la mira a ella. Su gesto está en Rubens más identificado con Eva, es más conciliador o más contemporizador sentimentalmente con el deseo inequívoco de Eva, mucho más que el expresado en la obra de Tiziano.  

Porque la figura de Eva no varía formalmente en ninguna de las dos creaciones. Su posición, su gesto, su inclinación, su semblante y su acción es la misma en ambas obras. Sólo la textura y el color del barroco hace a Eva más propia del estilo de Rubens, pero nada más. El resto de Eva es igual en los dos lienzos. El paisaje dispone de una característica estilística que representa la tendencia de cada período artístico. Por ejemplo, el árbol donde Eva toma la manzana prohibida: en el caso de Tiziano su tronco es más vertical, más recto y propio de la tendencia artística renacentista; en el caso de Rubens hay una ligera inclinación, un sesgo más usual de la tendencia barroca curvilínea. La incorporación del papagayo encarnado determinará un cariz esperanzador -más desenfadado- del mensaje tenebroso y definitivo que supone la terrible caída del hombre. Rubens era un ser humano mucho más vitalista, optimista y dichoso que Tiziano, gracias entre otras cosas a su afortunada vida y a su temperamento. En fin, miremos bien las dos representaciones maestras, dediquemos el tiempo que sea preciso. Definitivamente, la obra de Rubens acabará conquistando el sentido más sublime del Arte con su emoción más humana. Lo que el Arte debe transmitirnos, además de belleza o equilibrio estilístico: que los elementos representados sean capaces de comunicarnos algo con emoción. Es de suponer que al pintar Rubens su obra no en su taller sino frente a la pintura expuesta en el Palacio Real, fue una obra realizada solo por Rubens, sin ayuda de ningún colaborador suyo. Es por eso que conseguiría exponer el pintor flamenco su pasión más subjetiva en cada trazo de su emotiva y genial obra barroca.

(Óleo del pintor del Renacimiento manierista Tiziano, Adán y Eva, 1550, Museo del Prado; Óleo del pintor barroco Rubens, Adán y Eva (copia de Tiziano), 1629, Museo del Prado, Madrid.)

5 de abril de 2013

El amor, como el Arte, es la más maravillosa subjetividad e irrealidad que existe.



Hasta el Renacimiento los pintores no se atrevieron a pintar el amor como un fenómeno humano personal o existencial, y no como algo social o religiosamente establecido. Pero, claro, la Mitología ayudó mucho a expresar el amor así por entonces, tan íntimo y personal, ya que de otro modo hubiese sido imposible hacerlo. Sin embargo, las escenas galantes de amor con su inocente exaltación de sentimientos, por muy elegantes que se pintasen antes, no serían representadas en un lienzo sino hasta el siglo XVIII. El Barroco continuaría pintando el amor sólo con los mitos -profanos o sagrados-, llevando su carnalidad más expresiva -divina en la mayoría de los casos- a niveles no alcanzados en el Renacimiento. Pero, al igual que en el Renacimiento, no se demostraría en el Barroco la terrenal y subyugante fuerza íntima del amor romántico entre los humanos. Salvo en un creador que se anticiparía más de cien años a ese sentimiento expresivo tan amoroso. Pedro Pablo Rubens plasmaría un gesto de amor en el año 1635 en su obra barroca El Jardín del Amor, un lienzo muy novedoso por entonces para una sociedad donde todavía el amor no era el ingrediente decisivo -ni exigido- en las formas de relaciones conyugales establecidas socialmente. 

Sin embargo, el pintor renacentista Tiziano se atrevería en el año 1516 a pintar un cuadro al que titularía El Amor Sacro y el Amor Profano. Es una creación significativa para entender lo que ese magnífico periodo pudo lograr expresar del amor en una obra de Arte: un total caos interpretativo. ¿Por qué un amor sacro frente a uno profano?, es decir, ¿es que había -hay- dos clases de amor? La representación de la escena -típicamente renacentista- sitúa dos grandes personajes mitológicos femeninos separados por el impenitente Cupido. La mujer vestida, doncella y pura es ahora, curiosamente, aquí el Amor Profano. La mujer desnuda, divina y promiscua -la diosa Venus- es, sin embargo, la que representa al Amor Sacro. ¿Hay mayor contradicción? Aunque todo esto es una alegoría, es decir, una interpretación diferente -renacentista pura- de lo que el cuadro representa a primera vista. Pero no una sino varias fueron las interpretaciones que a lo largo de la historia se hicieron de esta extraordinaria obra de Tiziano.

Para los renacentistas neoplatónicos, es decir, para aquellos filósofos del siglo XVI donde el mayor Bien proviene del Ideal más inalcanzable, la belleza terrenal es reflejo de la celestial. Por tanto, contemplar aquélla es una forma inicial de alcanzar ésta. Pero hay otra interpretación de la obra de Tiziano -surrealista aunque de interés al trasunto de la entrada-, es una reflexión literaria que el escritor argentino Julio Cortázar dejaría escrita para la literatura universal en su Manual de Instrucciones, incluida en su obra Historias de Cronopios y de Famas (1962). En ella desarrollaría una descripción crítica muy curiosa -totalmente surrealista- de una de las posibles interpretaciones que de esta obra renacentista se hicieran nunca:

Esta detestable pintura representa un velorio a orillas del Jordán. Pocas veces la torpeza de un pintor pudo aludir con más abyección a las esperanzas del mundo en un Mesías que brilla por su ausencia; ausente del cuadro que es el mundo, brilla horriblemente en el obsceno bostezo del sarcófago de mármol, mientras el ángel encargado de proclamar la resurrección de su carne patibularia espera, inobjetable, que se cumplan los signos. No será necesario explicar que el ángel es la figura desnuda, prostituyéndose en su gordura maravillosa, y que se ha disfrazado de Magdalena, irrisión de irrisiones a la hora en que la verdadera Magdalena avanza por el camino. El niño que mete la mano en el sarcófago es Lutero, o sea, el diablo. De la figura vestida se ha dicho que representa la Gloria en el momento de anunciar que todas las ambiciones humanas caben en una jofaina; pero está mal pintada y mueve a pensar en un artificio de jazmines o en un relámpago de sémola.

Como el amor...

(Obra Amor Sacro y Amor Profano, 1516, Tiziano, Galería Borghese, Roma; Lienzo de Rubens, El Jardín del Amor, 1635, en él se observan dos enamorados a la izquierda, se cree que el propio autor y su segunda esposa, Helena Fourment, mucho más joven que el pintor, y de la que estuvo arrebatadamente enamorado, Museo del Prado, Madrid; Obra romántica decimonónica, Adiós, 1892, del pintor francés Alfred Guillou, Museo de Bellas Artes de Quimper, Francia.)

26 de febrero de 2013

¿Amaremos verdaderamente la verdad, o la disfrazaremos bellamente con el Arte?



Un cantautor español lo dijo una vez hace ya tiempo: nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio... ¿Amaremos verdaderamente la verdad o la temeremos silenciosamente? El Arte es muy posible que haya sido desde siempre un instigador inconsciente para eludir la verdad que nos rodeaba. ¿Qué pasaría por la mente del primer ser humano primitivo para que pensara entonces en idealizar una triste verdad con una belleza útil? Porque luego los griegos inventaron la tragedia -una forma de arte- para purificarse de la vida y de sus terribles molestias. Según decían, la experiencia teatral de la compasión y los miedos de sus representaciones dramáticas provocaban en los espectadores la purificación emocional, física y espiritual que el alma humana necesita. Todas esas emociones representadas entonces así para contrarrestar las pasiones o las acciones que la propia vida les hiciera padecer. Aunque si comparamos las dos actividades culturales, el Arte como fenómeno plástico y el teatro como fenómeno dialéctico, el primero ha conseguido vencer al segundo a lo largo de la historia en valor, prestigio, reconocimiento y expresividad. 

Y eso, entre otras cosas, es probable que confirmase la idea de que el Arte -representación artística plástica de la belleza como medio de ensalzar lo inalcanzable- lo que persigue es hacer el mundo menos convencional o menos material, menos sórdido, más sofisticado o más sublime. Más elevado, admirado o excelso y, por tanto, absolutamente falso. ¿Nos recrearemos entonces en nuestra propia falsedad? En cuestiones sociales, morales o políticas, ¿querremos saber la verdad, la única y desnuda verdad siempre o más bien abogaremos por un tranquilo, sosegado, acomodaticio o versátil modo de que las cosas sean? Cuando vemos una obra barroca del naturalismo más feroz de creadores tan dramáticos como Rubens o Caravaggio, ¿pensaremos en verdad que la sordidez de su denuncia soterrada es más importante que la belleza que destilen sus colores, sus formas o la elegante y brillante manera de encuadrar una imagen en sus lienzos? Porque esos pintores extraordinarios trataron de reflejar una sociedad que para nada era ideal, ni maravillosa, ni bucólica ni cantarina... Pero, y ahora, sin embargo, cuando visionemos esas obras barrocas tan dramáticas, ¿qué sentiremos, verdaderamente, al verlas?

(Óleo La Masacre de los Inocentes, 1612, Pedro Pablo Rubens, Galería de Arte de Ontario, Toronto, Canadá; Óleo Judith y Holofernes, 1599, Caravaggio, Galería Nacional de Arte Antiguo, Roma, Italia.)

27 de abril de 2012

La bondadosa libertad artística de Rubens crearía una gran obra de Arte y una lección.



Rubens fue probablemente uno de los pintores más atrevidos de su época. Pudo permitírselo, además de ser uno de los mejores creadores del barroco. No sólo decoró grandes salones y palacios con la sensualidad del cuerpo femenino, en exceso maravilloso y elegante, sino que además transformaría a su gusto las historias y leyendas míticas de sus escenas retratadas. Según la mitología romana Diana era la poderosa diosa de la luz además de la divina cazadora de los bosques, Artemisa en su versión helénica. Como diosa disponía de una pléyade de hermosas ninfas de los bosques que dedicaban su virginidad a cortejarla, reservando su castidad a mantenerse célibes para ella. Sin embargo, la ninfa Calisto, una de esas hermosas vírgenes de su corte, sería seducida por el dios Júpiter -Zeus en Grecia- con un ardid que el gran dios urgiría a veces: transformándose en un amable personaje. En este caso en la misma Diana o en su hermano gemelo Apolo. Es decir, convertirse ahora en un ser confiable, cercano y del todo inofensivo para su víctima. 

De ese modo Júpiter conseguiría la unión lujuriosa. Calisto quedaría encinta del dios y, sin haberlo ella querido, ultrajando el voto de castidad a su diosa y defraudando a sus compañeras. No podría ella descubrir su nuevo estado, lo ocultaría tras sus vestiduras mientras pudiera. Pero, cuando deciden todas las ninfas darse un baño cerca del monte Ménalo, la joven Calisto no pudo ya más evitarlo. Su involuntaria traición fue desvelada. Los autores mitológicos, escritores griegos y latinos, describieron ese momento con la pulsión inevitable de una diosa que, ofendida, decide expulsar a Calisto de su corte. Las versiones de los poetas grecolatinos divergen en la forma en que la diosa lo hizo, pero todos ellos coinciden en que la ninfa deshonrada o desaparecería asaeteada por las flechas de Diana o transformada por Zeus en una estrella para siempre.

Sólo Rubens en esta grandiosa imagen del año 1635 consigue -además de crear un perfecto, equilibrado, bello y grandioso cuadro- cambiar ahora el destino de los personajes. Porque en su obra no se describen los gestos adustos de la venganza ni los justicieros momentos trágicos de una sentencia divina. No, ahora el pintor flamenco nos muestra a una compungida Calisto acompañada, sincera y tiernamente, por algunas de sus iguales cortesanas. Mirada y sentida además ella con cariño, comprensión, dulzura, admiración y respeto por las otras ninfas. Pero, sobre todo, es ahora aquí Diana, la diosa inflexible, retadora, impulsiva, vengadora y más certera de la mitología, la que el pintor Rubens nos presentará del todo distinta. Aparece la diosa Diana representada ahora con los brazos abiertos, con la expresión de su rostro muy diferente a su fama desmedida o despiadada, con los gestos nada acordes a la historia vengativa transmitida tradicionalmente por la mitología. Recibe la diosa ahora a Calisto, a cambio de la leyenda fatídica conocida, con una decidida clemencia, armonía, absoluta afinidad, empatía y un sorprendente sosiego. Toda una sagrada lección, sin embargo, que el gran maestro flamenco supo transformar, con su Arte barroco clásico, ante la inflexibilidad o el desconsuelo típico más inhumano de la mitología.

(Óleo barroco Diana y Calisto, 1635, del pintor flamenco Pedro Pablo Rubens, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

6 de diciembre de 2010

El escenario en acción, la obra de un gran creador o las escenas más dinámicas del Arte.



La representación de movimiento en las imágenes artísticas fue una fuente de inspiración para recrear escenas muy dramáticas en el Arte, algo que la literatura mitológica había sabido justificar con sus leyendas desgarradoras. Un extraordinario representante de esas creaciones artísticas dinámicas lo fue el gran pintor flamenco Pedro Pablo Rubens (1577-1640). En el año 2002 se llegaría a vender en la casa de subastas Sotheby's de Londres una de sus obras, La matanza de los inocentes, un óleo compuesto por el pintor barroco hacia el año 1610 y que representa la famosa leyenda bíblica. Se habría llevado el lienzo, sin embargo, casi tres siglos oculto en una colección austríaca. Atribuido desde el siglo XVIII a uno de los alumnos del pintor flamenco, fue donada en el año 1923 a un monasterio del norte de Austria sin saberse aún su verdadera autoría. Pero un año antes de la subasta un experto confirmaría ya su creador. La obra conseguiría subastarse por una de las cantidades más exorbitadas (cerca de 77 millones de euros) que un óleo del Barroco haya obtenido jamás. Se caracterizó Rubens por ser un maestro en escenas de alto contenido erótico y brutal. La mitología le ayudaría a plasmar esas historias llenas de fuerza, pasión y dominio. Así, los raptos de Rubens han pasado a la historia del Arte como los mejores representados por un pintor. Aquí he querido glosar un lienzo que por su energía sobrecogedora e impactante, muestra de rostros alarmados, sorprendidos, aterrados o sufridos, tiene un atrayente dinamismo -cinematográfico casi- y dispone así de una extraordinaria, bella y magnífica composición: El Rapto de Hipodamía.

Este cuadro creado en el año 1637 por Rubens representa la escena principal del rapto de la hermosa Hipodamía durante la celebración de su boda con Pirítoo, un rey mitológico de los lápitas. Los centauros, emparentados lejanamente con los lápitas, fueron invitados también a la boda. Estos seres híbridos, que representaban con su dualidad hombre-bestia las cualidades más brutales de los seres humanos, decidieron entonces raptar a la bella Hipodamía violentamente. Gracias a la rápida intervención inesperada del héroe Teseo -amigo de Pirítoo-, que como un afortunado resorte veloz se abalanza decidido hacia la raptada, se conseguiría evitar la tragedia sobrevenida. Simbolizaba la lucha o el antagonismo entre los instintos más bajos y bestiales de los hombres, por un lado, y su noble y virtuosa naturaleza, civilizada y racional, por otro. Pero, sobre todo, lo que el célebre pintor flamenco conseguiría reflejar en su obra barroca son los segundos dramáticos del conflicto espontáneo. Porque es sólo ahora ese momento, ese solo, el que hace que la decisión impulsiva del héroe nos impresione extraordinariamente. El autor debe elegir entonces cuál momento es el mejor de todos los momentos representables, es decir, cuál es el único momento válido estéticamente en toda la secuencia del rapto para poder fijarlo ahora eterno en el lienzo virtuoso. El antes o el después de ese momento no será capaz, siquiera, de llegar a alcanzar un mínimo de grandiosidad estética. Sólo ese momento. Y es entonces el creador el que, con su sutil y brillante genialidad artística, lo detiene ahora, así, inmortal, lúcido y bello, para siempre.

(Obra del pintor Pedro Pablo Rubens, El Rapto de Hipodamía, 1637, Museo del Prado, Madrid; Óleo de Rubens La matanza de los inocentes, particular; Cuadro de Rubens, El rapto de Proserpina, Prado, 1637; Obras de Rubens: La caza del tigre, Museo de Rennes, Francia, y La caza del León, 1621, Munich; El rapto de la Sabinas, de Nicolás Poussin, y El Rapto de las Sabinas, de David, ambos en el Museo del Louvre, París.)

1 de agosto de 2009

Un castillo, un funcionario y un conquistador español.




El castillo de la Mota fue una fortaleza española situada en la población vallisoletana de Medina del Campo. Su historia alcanza incluso a los primeros años del siglo XI, aunque el castillo se configuraría como tal fortaleza a comienzos del siglo XV, cuando los reyes Juan II y Enrique IV de Castilla impulsaran su áuge definitivamente. A mediados del siglo XVI el hermano del que fuera conquistador del Perú -Francisco Pizarro-, Hernando Pizarro (1478-1575), acabaría encarcelado en esa fortaleza del Castillo de la Mota ante las sospechas de su participación en las muertes de Alvarado y Almagro, dos conquistadores españoles asesinados por las intrigas e intereses intestinos -enfrentamientos entre almagristas y pizarristas- del virreinato del Perú.

También sería condenado a permanecer en ese castillo don Rodrigo Calderón (1577-1621), conde de la Oliva de Plasencia, secretario real que fuera del rey Felipe III, acusado por entonces de asesinato e intrigas palaciegas, por lo que fue finalmente ahorcado en Madrid en el año 1621. El cuadro donde aparece el conde de la Oliva de Plasencia a caballo, es una pintura del año 1612 del gran pintor barroco Pedro Pablo Rubens (1577-1640), pintor de la corte española en aquella época dorada del imperio hispano. La obra se encuentra actualmente en Londres, en la Royal Collection (Colección real británica).

(Imagen del Castillo de la Mota, Medina del Campo, Valladolid, España; Óleo de RubensDon Rodrigo Calderon, 1612, Royal Collection, Londres; Detalle del mismo óleo, Rubens.)