Mostrando entradas con la etiqueta Postimpresionismo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Postimpresionismo. Mostrar todas las entradas

5 de marzo de 2023

El Arte o como Belleza o como dolor, como recuerdo estético maravilloso o como alarde plástico-crítico-terapéutico.







 


El morboso atractivo de lo paranoico en el Arte es una forma de vanguardia estética que puede suscitar la perenne dialéctica peregrina entre la modernidad y el clasicismo. El pintor sueco Carl Fredrik Hill (1849-1911) tuvo el profundo infortunio de padecer una esquizofrenia paranoica a finales del siglo XIX. Cuando su espíritu creativo le llevase antes a París en el año 1873 recibiría la influencia estética del romántico y realista Corot, también la del paisaje verdecido de la escuela de Barbizon, así hasta derivar pronto en la maravillosa pintura impresionista de su admirado Daubigny. Paisajes que compuso Hill con la fuerza extraordinaria del contraste lumínico de un color ahora, sin embargo, un tanto sombrío. Pero, pronto el Impresionismo y su exultante fuerza maravillosa, con sus colores vibrantes, optimistas y vivificadores, llenarían las composiciones artísticas de un joven Hill enamorado fervientemente de la luz y de los cielos infinitos... Recorrería las riberas del Sena escudriñando el contraste entre un cielo sin límites y un río delimitado; caminaría sosegado entre los bosques misteriosos que albergaban la sabiduría, el sentimiento y la placidez de un mundo encantado y deseoso. Así crearía obras sugerentes y sorprendentes, creaciones impresionistas que, sin embargo, acabarían iluminando más el interior que el exterior de lo que su espíritu albergaba. Cinco años después de llegar a Francia, el pintor sueco empezaría a padecer unos ataques psicológicos que le llevarían a ser diagnosticado de una esquizofrenia paranoide. Desde 1878 a 1883 estuvo internado en un hospital de Dinamarca y luego en otro de Suecia. Tiempo después, desahuciado, se mudaría a casa de sus hermanas y su madre en Lund, en donde viviría hasta su muerte en el año 1911. Es en ese período, desde 1878 hasta su muerte, cuando su obra artística cambiaría radicalmente.

 Cuando un pintor compone desde su interior más reptiliano, inconsciente o enfermizo expresará casi siempre antes que nada la vaguedad y la profundidad de su espíritu simbólico, abstracto o menos definido y dirigido ahora hacia su interior, que frente a la majestuosidad estética más bella, emotiva o sugerente y dirigida ahora, sin embargo, hacia el exterior, hacia los demás, hacia todos nosotros... El Arte o se comunica hacia los demás o se comunica sólo hacia uno mismo. Cuando lo hace hacia uno mismo las interpretaciones, críticas o enseñanzas estéticas serán tan subjetivas como inconsistentes; sin embargo, cuando lo hace hacia los demás el brillo de la eterna luminosidad de una belleza extraordinaria mostrará la maravillosa estela de un Arte sublime y poderoso. Bien sea como una muestra del inconsciente humano, de su fuerza interior o de una interpretación útil terapéutica, el Arte producido en circunstancias demoledoras para un ser humano que sufre y siente es la muestra temática de un dolor, de una maldición o de una oportunidad plástica para interpretar, con ella, una cierta pulsión estética interesada. ¿Con qué deseamos convivir estéticamente, con la oscuridad demoledora de un infortunio lastimoso o con la brillantez enamorada de un colorido atardecer? El pintor sueco Hill mostró en su juventud impresionista un alarde estético magistral con sus geniales desequilibrios sombríos de un color natural muy diferente. Esa belleza, esa sugerente y enriquecedora belleza estética, es la que debemos recordar de un creador que no pudo vencer, con su Arte, el terrible estigma de un dolor.

Carl Fredrik Hill nació en Lund, Suecia, en una familia de cinco hermanos donde él fue el único varón. Dos de sus hermanas murieron a una temprana edad, pero especialmente le fue muy sentida la pérdida de su hermana Anna. Tanto fue ese dolor maldito que se ha creído que contribuiría a la psicosis paranoica que el pintor alumbrase a finales del año 1877. ¿Qué dolor es preciso sentir para poder crear una obra que muestre el profundo e inquietante malestar de un espíritu terriblemente destruido? El Arte tiene ejemplos en la historia de grandes, o no tan grandes, creadores que plasmaron sus agonías interiores en un lienzo artístico. La agonía interior demoledora es una enfermedad, no una inspiración estética... No es necesario beber alcohol en cantidades exorbitadas para que un poeta pueda llegar a componer, inspirado poderosamente, la belleza lírica más estimulante. No es necesario que un pintor deba tener esquizofrenia paranoide para que pueda llegar a expresarse con una exclusiva genialidad sublime. Es la mente del observador, la del crítico y la del oportunista la que utilizará luego esas creaciones especiales para, ahora con ellas, elaborar un alarde crítico estético dirigido hacia la nada o hacia la admiración más inútil de una expresión ahora muy novedosa. Algo que, sin embargo, debería disponer mucho más de respeto íntimo artístico que de una expresión estética universal y recordada. Porque recordar a Carl Fredrik Hill por sus maravillosos paisajes especiales tan luminosos, emotivos e  íntimos es un reconocimiento sincero al Arte y al propio artista, alguien que, una vez, se inspiraría sensible ante los colores vespertinos de un cielo por entonces mucho más esperanzado, infinito o poderoso. 


(Obras de Arte todas del pintor Carl Fredrik Hill: Óleo El árbol y un recodo del río, 1877; Pintura Otoño, 1877; Óleo El Sena con álamos en su orilla, 1877, todas en el Museo Nacional de Estocolmo; Cuadro Ruta de París II, 1877, Gallery Thiel, Estocolmo; Óleo Hermana Anna, 1877, Museo Nacional de Estocolmo; Obra Variaciones familiares, 1888, c.a., Colección particular; Obra Paisaje con león, 1889, c.a., Museo de Arte de Malmö, Suecia; Óleo Los últimos seres humanos, 1890, c.a., Museo Nacional de Estocolmo.)


8 de septiembre de 2022

Una metáfora expresionista de la vida entre la maraña existencial de una patria perdida.


 Hace un siglo creadores chilenos crearon en París un grupo artístico para tratar de responder a la maraña creativa que a comienzos de los años veinte latía poderosa en Europa. El Grupo de Montparnasse lo componían pintores que habían sido alumnos del Postimpresionismo pero querían ir más allá. El fuerte color y la transgresión compositiva les llevaron a destacar el Fauvismo, el Expresionismo y el Cubismo. Algunos consiguieron satisfacer su creatividad y otros, simplemente, pasaron a engrosar la marginal historia de aquellos que, sabiendo lo que quieren, no siempre logran expresarlo. Pero hubo un pintor chileno nacido en Valparaíso que, al menos, consiguió la difícil tarea creativa de compaginar innovación con la universal sensibilidad de lo que el Arte persigue con sus alardes. Camilo Mori (1896-1973) llevaría a cabo una pintura en París en 1926 a la que titularía El carrusel de los niños. Tiempo antes un poeta checo, Rainer María Rilke, había escrito: La verdadera patria del hombre es la infancia. ¿Cómo se puede coincidir tanto en dos creaciones artísticas? Porque lo que compuso el pintor chileno fue precisamente eso que escribió el poeta checo, y lo hizo desde la natural y expresiva sutileza que el Arte permite a sus creadores. En su obra hay Impresionismo, Fauvismo, Cubismo y una maravillosa interpretación estética de la naturaleza sagrada de la infancia. Para impresionar el Arte había obtenido de los pintores del siglo XIX la suerte de exponer formas y figuras sin la perfilación clásica de sus maestros. Pero esa eventualidad produjo la más extraordinaria forma de expresar una sombra sin dejar de ser parte esencial de su figura. Ambas se fusionaron, la figura y la sombra, en la poderosa expresión plástica de un reflejo diferente donde la luz nacía de las cosas y no éstas de aquélla. Pero antes de eso el pintor Manet experimentó con el tiempo, con el instante, con la sombra... Revolucionaría la impresión y la expresión clásica pero, también, el sentido comunicativo de lo que una imagen artística podía representar con un mensaje alusivo. Camilo Mori no transgrediría tanto como Manet, pero, sin embargo, conseguiría una vez aludir, serenamente, la mejor impresión expresiva que una simple imagen estética pudiera plasmar en un lienzo modernista. 

Ante la frondosidad de un bosque otoñal oscuro y desolado, la figura colorida de un carrusel infantil destacará recóndita sobre las verticales y solitarias figuras vegetales. Pero no solo los árboles adultos mostrarán su alejado espacio temporal, sino que también los perfiles humanos adultos se oscurecen ahora frente a los coloreados trazos infantiles. Qué maravillosa decantación por aquella patria verdadera que el poeta glosara de la infancia. La obra de Mori es como un canto desesperado por la pérdida o por la lejanía o por la diferencia de una etapa humana y otra. Por eso el pintor titularía bien la obra no sólo como el carrusel sino como el carrusel de los niños, una reiteración necesaria para alinear una cosa enteramente con la otra. Por eso además pintará una figura adulta a la izquierda del cuadro totalmente alejada y solitaria, dirigiéndose ahora hacia ese lugar donde se resguarda la memoria y la holganza. ¿Cuánta metáfora existencial rezume el cuadro modernista? La vida es un desarrollo inútil desde la única forma existencial que tiene sentido padecerla. Porque el pintor elaboraría una aparición maravillosa entre los desolados huecos separados de los troncos oscurecidos que representan ahora ese desarrollo tan inútil y dramático. La vida coloreada destacará por sí sola sin otra artimaña que su propia esencia poderosa. Una esencia radicada en la infancia como momento y como espacio ante la espantosa culminación existencial de una vida desarrollada. ¿Es el desarrollo lo importante? ¿Dónde se empezará a partir esa esencia destacable que no alcanzará a recuperar la fuerza colorida de un instante? El carrusel ahora es la metáfora ante las asoladas figuras desarrolladas. El color es lo fundamental aquí para expresar lo que la vida no puede expresar sin esperar otra cosa que el opaco momento de una tarde... De una tarde oscurecida o de una tarde postergada de las etapas posteriores de la vida. 

El carrusel de los niños está ahora justo ahí dentro de la maraña inevitable de los barrotes temporales que le impiden no moverse y, por tanto, quedarse ahí para siempre. El desarrollo de la vida es inexorable, es imposible eludirlo con nada, ni siquiera con los colores o con la fragancia inspiradora de un escenario diferente. Está atrapado el carrusel como lo están la propia vida, el tiempo o la historia. Como lo están las figuras humanas adultas que ya no son más que una rémora de lo que fueron en tiempos anteriores, cuando su color era tan destacable como lo es ahora en esta esencia expresiva. La infancia es la verdadera patria del hombre, la única, la grandiosa, la que no se desarrolla, la que se mantiene distante y diferente, la que no puede volverse ni progresar sin perder lo único que la hace especial: su color y su fuerza existencial tan poderosa. Con esas sutiles intenciones el pintor chileno modernista compuso una extraordinaria obra de Arte. No pasaría a la gran historia del Arte, aunque mantenga, sin embargo, gran parte de la misma. Su inspiración expresiva nos permite recordar los versos de Rilke con la sutil metáfora de los colores y de las formas. Estas tienen en la obra de Mori una grandiosidad estética sublime porque hacen de un simple paisaje parisino una maravillosa reflexión estética sobre la vida. Lo verdadero, lo esencial, lo definitivo no está desarrollado sino que permanece, eterno, entre los destacables tonos coloreados de un mundo, sin embargo, tan monocolor y oscurecido como el desarrollo o lo imparable que una vida adulta consigan recrear, sin quererlo, con sus inútiles estrofas de lo vivido.

(Óleo El carrusel de los niños, 1926, del pintor chileno Camilo Mori, Museo Nacional de Bellas Artes, Chile.)


6 de mayo de 2022

La diferencia entre el realismo y el impresionismo fue la esperanza, la sutil, luminosa e increíble esperanza.



Van Gogh siempre habría admirado en Millet su manera de componer, precisa, natural, humana, sencilla, destacando la fragilidad, pero también la fortaleza de la vida humana. Millet había sido un pintor realista. A partir de 1840, Millet abandona la pintura clásica y tradicional para acercarse, estéticamente, a la desgarradora muestra de la verdad más cruda de la vida humana. Esta había sido iniciada en el Arte más por una crítica social que por una estética detallista vibrante. Honoré Daumier, pintor satírico y decidido, iniciaría la senda de la expresión realista, en donde lo que se transmite socialmente es más relevante que lo que se expresaría con color. El realismo artístico no tiene nada que ver con el Realismo como movimiento pictórico, promovido éste en Francia a mediados del siglo XIX. Una cosa es pintar la Naturaleza como es y otra cosa es pintar un cuadro como la sociedad humana es. Lo primero siempre había tratado de alcanzarse en la pintura a lo largo de la historia, lo segundo fue un prurito social muy humano que buscaría sorprender y criticar al mundo. Era una visión de la vida y del mundo que nunca antes se había plasmado en un lienzo artístico.  Con su pintura, Millet no buscaba pintar con realismo detallista, buscaba mejor el sentido real del mundo, algo que no se veía tanto sino que, a cambio, se sentía ante la crudeza de una vida tan ingrata. Cuando en el año 1850 crease su obra El sembrador no retrataría la Naturaleza como ésta es, no definiría así un paisaje con las luces y las sombras de una perspectiva natural tan comprensible. No hay en su obra un cielo que contraste ahora con la exposición natural de un ser humano desarrollando una tarea agrícola. No veremos tampoco el retrato perfilado de la silueta rotunda de un ser humano trabajando su tierra. Sin embargo, todo eso está ahí representado..., pero no por la norma estética clásica sino por la realidad profusa y abstracta de un sentimiento desgarrador. Vemos ahora así el esfuerzo, la soledad, la dureza y el dolor, todo transmitido apenas por el rostro de un ser, sin embargo, tan decidido y fortalecido ante su propia desalentada vida.

El mínimo color acompaña el sentimiento que transmite la confusa realidad de sus tonos naturales. Es tanto el sentimiento de desolación, que la verdad natural no corresponde ahora con el mundo... Aquí el pintor no compone tanto la Naturaleza como al hombre solitario. Sólo a él. No hay ninguna otra cosa que acompañe el sentimiento desgarrador de una expresión tan crítica.  Sin embargo, Millet no compuso un ser vulnerable, un ser indeciso, sufrido, lento o desesperado que soportase además la realidad del mundo con el añadido, indecente, de una reacción indolente. No. Compuso a cambio un robusto ser humano que, decidido y diligente, caminaba seguro ante el escenario oscurecido de su vida obtusa. Hay una fuerza interior que desliza toda representación cruda de la vida. Es una huida a la vez que una aceptación, es una expresión de la realidad que no expresa solo realidad, además congoja. Pero no lo vemos siquiera porque el rostro del ser humano que Millet pinta no deja que sea visible todo eso. El sentimiento, por tanto, no es explícito aquí; es transmitido por la fuerza de la obra no por el detallismo de unos matices tradicionales. El detallismo realista había sido glosado desde el Renacimiento. El Romanticismo lo había fracturado después, lo había marginado a las orillas infectas de la representación sin sentimiento. Por eso cuando los pintores franceses a partir de 1850 se plantean componer la realidad, no se fijaron en lo que ésta había sido, sino en lo que ahora era para la realidad social del mundo. El sembrador de Millet reivindicaba al ser humano ante la realidad tan desoladora del mundo.

Treinta y ocho años después de Millet, Vincent Van Gogh crearía su obra El sembrador (después de Millet). ¿Qué había cambiado en ese tiempo? ¿Había dejado el ser humano de padecer la desolación de su destino en el mundo? No, en absoluto. El mundo disponía de las mismas realidades sociales, tan crudas como antes. Pero, sin embargo, la pintura sí había cambiado radicalmente. A pesar del elogio que Van Gogh tuviese de la obra y el Arte de Millet, el pintor holandés, a diferencia del francés, expresaría lo mismo pero de una forma ahora totalmente distinta. En su creación, Van Gogh compone también a un ser humano decidido, solitario, caminando seguro ante la realidad de un trabajo duro y despiadado. Pero, al contrario que Millet, en Van Gogh hay un paisaje profundo y determinante, un protagonista éste añadido al personaje retratado que camina también, obstinado y seguro, sin desfallecer. Ahora el cielo, reducido en tamaño frente a una tierra poderosa, dispone aquí de la grandiosidad estética precisa para expresarlo todo de un modo muy diferente. El sentimiento de antes, aquella emoción tan cruda y realista que Millet había tratado de expresar en su obra, ahora es transformado en Van Gogh radicalmente. Había antes una cosa no añadida que Millet no supo, no quiso o no pudo componer entonces. Algo que cambiaría el sentido de admiración del pintor holandés ante la pintura de Millet. Esto es aquí, ahora en Van Gogh, la esperanza...  Una cosa que Millet no expresaría en su terca visión realista de la verdad del mundo, algo que el pintor postimpresionista, sin embargo, no rechazaría, que seguiría admirando y componiendo también en sus obras. Añadirá entonces algo que su pintura descubre fascinante ante los colores, ante la luz y ante la propia vida desolada: la esperanza, una esperanza deslumbrante, una que dañará la vista incluso, que la torcerá ante la fuerza poderosa de un fulgor estético tan determinante. No dejará de sembrar el campesino por eso, no dejará de caminar decidido, no dejará, incluso, de padecer la soledad imperiosa de un trabajo tan impenitente. Pero ahora, a cambio de la magnitud oscurecida y engrandecida de un ser humano tan solitario, lo que Millet había representado en su obra, Van Gogh decide que sea ahora la Naturaleza vibrante quien, además, lo acompañe solícita y engrandecida. Que no sea el mundo natural ajeno a su vida, sino que comparta la misma suerte o el mismo destino vital, tan esperanzado, que el propio pintor holandés tanto desease, inútilmente, con la suya...

(Óleo El sembrador, 1850, del pintor realista Millet, Museo de Finas Artes de Boston; Pintura El sembrador (después de Millet), 1888, del pintor postimpresionista Van Gogh, Museo Kröller-Müller, Holanda.)

18 de abril de 2022

Una nota negra en un paisaje soleado, hermoso en líneas y proporciones, como un obelisco egipcio...


Eso escribió Vincent Van Gogh de este lienzo suyo un año antes de morir: Es como una nota negra, como una mancha oscura en un paisaje bañado por el sol, pero es una de las notas oscuras más interesantes, la más difícil de llevarse bien que se pueda imaginar... Qué metáfora de la vida más simple y más profunda. En su torbellino por aunar emoción, vida y Arte el pintor desesperado encontraría en los cipreses la inspiración que antes había encontrado en los girasoles. Sin embargo, a diferencia de los girasoles, que pinta siempre aislados y solitarios, los oscuros cipreses los pinta en su entorno natural, rodeado de un paisaje prolífico, abundante y entusiasta. Ahora su espíritu, en una situación personal de sosegada resignación vital, se acercaba mejor así a una calma serena expresada por los colores arremolinados tan expresivos de esos árboles. Entre el amarillo y el verde, ahora gana el verde en las tonalidades buscadas por el pintor holandés. Un verde oscurecido como un referente existencial poderoso, como una razón de vivir, o como una fortaleza arraigada a la vida, dirigida ahora, segura y firme, hacia un infinito cielo distinto. No hay seres humanos en la visión que el pintor tuvo de ese paisaje inspirado. Sólo la fuerza de lo inanimado, de lo que permanece más, de lo que no padece, de lo que persiste poderoso. Hay una búsqueda y una afirmación, hay un sentimiento vago y una realidad luminosa en esta composición estética. Con su estado de ánimo el pintor huye hacia el color arremolinado, torcido, curvado, impreciso, cosas que justifiquen la vida y sus misterios ocultos. No hay sentido lineal recto en casi nada, ninguna cosa lo tiene para conseguir una consecución firme entre un antes y un después, entre una posición y otra distinta. Ahora la realidad es sinuosa, es una formación de líneas que deben ser hermosas y cuyas proporciones puedan asociarse a una belleza más simple. No hay nada completado, todo está por hacer, por finalizar, por llegar a ser en el instante sagrado de la composición estética. Así, el Sol es sólo una pequeña franja de circunferencia amarilla. Pero el Sol está ahí, porque su reflejo es fundamental en el sentido estético del paisaje inspirado del artista. 

Es un maravilloso sortilegio sobre la incapacidad de ver otra cosa que no sea belleza entre las siluetas sinuosas de dos cipreses solitarios. Pero que es la única verdad que desea expresar el pintor con su paisaje. En el contraste de los cipreses frente al paisaje ganará el espíritu atormentado del artista. Es la dificultad que el pintor busca para justificar el sentido incomprensible de la existencia. Ese contraste es la vida misma, es la fuerza por persistir que los cipreses disponen en un lugar que nada tiene que ver con su propio sentido. Hay una luz poderosa que llena las formas y las proporciones de una naturaleza revuelta, inquieta, feraz y luminosa. Nada puede evitar su grandeza ante la realidad sórdida de una vida desperdigada ahora con formas diferentes. Y entonces surgen los cipreses para añadir una nota oscurecida que consigue fortalecer el sentido justificador de un paisaje distinto. Tiene que ser así, una rareza entre las formas que completen ahora el mundo proporcionado y natural en que vivimos. La metáfora de los cipreses en Van Gogh es su particularidad especial para poder existir entre farragosos escenarios diferentes. Este contraste, esta dificultad, acabará absorbida por la forma en la que los mismos colores consiguen justificarlo todo. Porque no hay un Sol así, no hay un cielo así, no hay montañas así. Todo está contrastado con la realidad y su propio sentido visual en el mundo. No se puede ahora sino mirar de otro modo ese contraste y esa dificultad. Eso buscaría el pintor desolado ante las hermosas proporciones aparentes de un mundo sin completar del todo. Porque nada lo está en la obra realmente, ya que faltan partes o faltan reflejos que definan así un universo satisfecho. Como en la vida...

También como la sensación trashumante del pintor en sus años finales, trastornado por la dificultad de encontrar un sentido a lo que vive, a lo que hace. Es como su búsqueda del paisaje perfecto conseguido por la luz, por las formas, por los colores o por la esperanza de hallar en todo el sentido real de lo existente. No hay nada sino contraste, y el pintor lo descubre encantado entre las notas oscurecidas de dos cipreses diferentes. Con ellos compuso su sentido real de lo que para él era belleza. No era proporción, no eran líneas perfiladas que acojan ahora un paisaje perfecto. Era el contraste, la nota oscurecida que consigue devolver el sentido perdido a las cosas, a lo que no se entiende bien, a lo que no hace más que desear buscar un escenario especial que pudiera justificar el Arte con su atormentada vida. Lo encontraría entonces entre los cipreses elevados hacia un cielo distinto. Es como si la luz no fuese originada por el Sol sino por el mundo, es como si el contraste no fuese originado por las notas oscurecidas de unos cipreses distintos sino por la propia vida. Así se inspiraría el pintor en aquel verano de 1889, cuando le faltaba aún un año para desaparecer. Quiso expresar todo más con los colores que con las formas. Los buscaría compulsivo entre tonalidades diferentes de un universo distinto, realizado con partes de las siluetas fragmentadas de las formas que representarán, ajenas, la vida sin la vida. Con ellas compuso un paisaje extraño. ¿Sería el único desatino? Los cipreses no son el único enfrentamiento aquí entre un universo previsible y un espíritu atormentado. Hay algo más que expresa un sentimiento que por entonces el pintor buscaría y seguiría buscando: un sentido sublime a todo lo existente. Fue como una esperanza, como una sinfonía, como un canto, como una sosegada melodía distinta. 

(Óleo Los Cipreses, 1889, de Vincent Van Gogh, Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.)

20 de marzo de 2022

Cuando una pintura fue la metáfora plástica de la idea obsesivamente lastimosa de un artista trágico.

 

 La vida de Paul Gauguin (1848-1903) es la mejor forma de comprender el velo de tintes melancólicos que refleja su obra. Desde un brutal temperamento independiente se forjaría el espíritu de un hombre por alcanzar la paz que no hallaría nunca en su huida o en su lamento. En el año 1882 Francia soportaría una de sus crisis financieras consecuencia entre otras cosas de los problemas con sus viñedos y con la seda, de los conflictos comerciales con Italia, del proteccionismo mundial, que le supuso la pérdida de sus mercados internacionales, y de una crisis industrial profunda. Gauguin, que después de la guerra franco-prusiana comenzaría a trabajar como empleado de bolsa, perdería su empleo en 1882. Así fue como acabaría pintando, no tenía otra posibilidad de ganarse la vida. Ante el incierto futuro decide marcharse a Panamá con el pintor Charles Laval y de allí a la Martinica. Pero no dejará todo eso de ser huida, una terrible huida hacia el fracaso. Regresa, enfermo, a Francia en 1888 y se refugia en Bretaña. En este lugar prosperaría su pintura pero no él, así que decide marcharse de nuevo de Francia hacia otro lugar, uno donde la vida sea más fácil y el dinero apenas sea necesario. Entonces llegará a Tahití en 1891 y creerá encontrar su paraíso. Pero pronto descubrirá las mismas dificultades en la colonia francesa, las mismas mezquindades y las mismas necesidades. Esto le acercará inevitablemente a la población indígena, a la cual se integrará buscando alejarse lo más posible del mundo y de sí mismo. Pero lo único que encontró en Tahití fue la inspiración. Sin haber encontrado otra cosa, regresa a Francia en 1893. Gracias a una pequeña herencia familiar consigue exponer sus obras tahitianas, que producen en el público y sus colegas un cierto interés. Pero nada más. No hay posibilidad de seguir en Francia con lo que tiene. En 1895 vuelve de nuevo a Tahití. Pero ya no es el mismo de antes. Los paraísos, los supuestos paraísos, cuando son retornados de nuevo nunca lo vuelven a ser. A finales de 1897, en una de las más terribles situaciones personales, intenta quitarse la vida desesperadamente. Pero no, aún no es el momento. Su Arte, sin embargo, conseguirá vivir y prosperar artísticamente. Parece que algunos clientes poderosos se fijan en ese Arte nuevo tan sugerente. Una nueva búsqueda del paraíso le llevará a otro destino, una pequeña isla del archipiélago de las Marquesas, pensando así que menos cosas necesitará para poder vivir su vida, inútilmente. En 1903 acabaría con ella su malograda salud para siempre.

En Tahití, en 1897, pintaría su obra Nunca más. ¿Qué compleja combinación llevaría a Gauguin a componer a su joven amante polinesia de ese modo, uniendo así desesperación a voluptuosidad? La obra es la exaltación de la vida, de la juventud sensual más elogiosa de paraíso encontrado y satisfecho. Pero, sin embargo, es un mensaje totalmente opuesto el que transpira el lienzo modernista. Porque es la amante polinesia del pintor y no la es. Es su cuerpo, es el perfilado deseo de cada poro de su piel por abarcar el mundo y dominarlo con sus fuerzas tan vivas. Sin embargo, el pintor lo transformará todo eso con el añadido espantoso del lastimero fondo de su amarga decepción. Lo hará pintando así el gesto tan intenso de una mirada torcida. Ahora ese paraíso, ese maravilloso paraíso sensual y voluptuoso, tan lleno de vida, está ahí detenido, paralizado mortalmente, ante el pavor incontrolable de la fatalidad. Años atrás, cuando Gauguin frecuentase en París el café Voltaire donde los artistas se reunían confiados en el Arte, el escritor Mallarmé recitaría delante de él uno de los poemas más descarnados de Allan Poe. Relataba la historia de un amante abandonado y que, en una noche, un cuervo entraría por la ventana de su habitación. Este revolotea por la estancia deteniendose sobre el busto blanco de mármol de la diosa Atenea. Entonces el joven desolado se dirige al cuervo y le pregunta quién es. El cuervo sin embargo tan solo pronunciará Nunca más, solo eso, ninguna otra palabra más añadirá el negro cuervo. Confundido, no consigue entender nada y se sienta ahora pensativo. Entonces comienza a entender que, posiblemente, sea un presagio, un terrible presagio. Trata de que el cuervo se vaya pero no lo consigue. Así hasta llegar a comprender que nunca más será la última palabra...

El Arte de Paul Gauguin consiguió lo que él no pudo conseguir en su vida, triunfar económicamente de un modo exagerado. Hoy en día sus obras se cotizan a unos niveles exorbitantes. Sin embargo, la ironía de la vida nos llevará a suponer que una cosa llevó necesariamente a la otra. Si Gauguin no hubiese necesitado reaccionar ante su fracaso, ante su desilusión o ante su delirio, no hubiese compuesto esas obras de Arte. Hubiese compuesto otras, tal vez más placenteras, más sensuales o más insulsas. La terrible realidad es que cierta creatividad inspirada surge, generalmente, de la desolación o del más íntimo desarraigo. Pero, lo verdaderamente prodigioso de esta obra de Gauguin es su contraste, su espantoso contraste. Ahí radicará su genialidad. Hay siempre un mundo maravilloso bordeando un mundo terrorífico. O al revés. Y esa combinación la obtiene el pintor francés desesperado en su lienzo Nunca más (Nevermore O Taïtï). Lo vemos, vemos el contraste entre vida y no vida, entre pasión y desatino, entre amor y renuncia, entre tranquilidad y confusión. Para vivir no es preciso solo estar en un lugar y querer en él responder a las cosas que nos hacen infelices, también debemos convertir ese lugar en el único que ahora tenemos para vivir, con las cosas y las calamidades que, inevitablemente, tengamos que sobrellevar desolados. Es ese gesto de la modelo tahitiana tan espantosamente lastimero el que la hace partícipe de la tragedia, no la realidad en sí misma. El pintor no supo autorretratarse y, a cambio, utilizó a su joven amante para expresar así su propio ánimo. Perdería él y ganaría el Arte. Tal vez eso sea incluso una lección, no para el pintor, sino para nosotros, ausentes artistas que, buscando un paraíso imposible, lleguemos a comprender al ver el cuadro la temible combinación de una ridícula búsqueda y su inútil lamento solitario.

(Óleo Nunca más (Nevermore O Taïtï), 1897, del pintor posimpresionista Paul Gauguin, Courtauld Institute Art, Londres.)

8 de marzo de 2022

Tres formas de impresionar en el Arte, desde la más mediata a la más inmediata a la mente del creador.




 Cuando observamos el mundo podemos obtener de él diversas formas de percibirlo. Esto fue lo que los impresionistas intuyeron genialmente en el último tercio del siglo XIX. Renoir tal vez fue el más indicado para lograr definir el sentido más auténtico del Impresionismo. El mundo mejor representado era aquel cuyos colores traducían ferozmente la compleja impresión del momento visionado. Pero la percepción no será la misma, dependerá de la distancia que el objeto impresionado mantenga en el ojo subjetivo del receptor. O se acerca más a la impresión de lo observado o se acerca más a la mente del observador. Cuando Sisley, un impresionista apasionado del paisaje, quiso pintar un amanecer en Normandía utilizaría los menos colores posibles para componerlo. Para este pintor reflejar la luz de la mañana y sus efectos en el paisaje era el sentido más deseable de una impresión estética. Ese era su objetivo, y lo consiguió genialmente. Vemos la luz sin verla, estamos con él ahí para poder distinguir el matiz maravilloso del reflejo matutino de una iluminación natural extraordinaria. La impresión está más cerca del paisaje, del objetivo, que de la mente subjetiva que lo ha originado. Se trataba de eso, de alcanzar a representar el momento, su luz y la impresión tan sosegada de ese instante. En Renoir la impresión es más elaborada hacia el sujeto creador que la compone, pero tampoco tanto. Consigue tal vez ese intermedio entre lo mediato y lo inmediato al sujeto. Porque participa de los dos intensamente. En Sisley la participación del paisaje y su luz es más mediata, es decir, se recorre más distancia entre la realidad de la impresión y la irrealidad de quien la capta. En Renoir no recorre tanta, está ya más cerca de la visión subjetiva que de la objetiva. Sin embargo, aún percibiremos de esta impresión la realidad de un paisaje fascinante, vibrante, esplendoroso, casi traducido fielmente al recuerdo iconográfico de un lugar parecido. 

Pero hay otra forma de impresión que se desliza aún mucho más a la mente imaginativa del creador, una que es inmediata a su sensación más íntima y, por tanto, menos a la realidad impresionada. Esta la obtiene Van Gogh en su obra Campo de trigo con cipreses. Este pintor crea más lo que tiene en su mente que lo que tiene ante sí. En el recorrido desde su objetivo hacia la mente del observador, el objeto del mundo va perdiendo sentido real y su imagen desarrollará matices o perfiles que variarán, o no, dependiendo del lugar elegido de ese camino para plasmar su impresión. En Van Gogh la visión de su paisaje no es detenida sino cuando el pintor la percibe más inmediata a él que a su retina. Es la subjetividad mayor, esa que no ve otra cosa sino lo que su mente interpreta gozosa. Está así más cerca de sí mismo que del paisaje, de la luz o de la impresión momentánea del instante. Todo lo contrario que en Sisley, que lo representado está más cerca de la luz y de la impresión del momento que de la mente subjetiva del creador. Es impresionismo, es un maravilloso efecto impresionista mediado por el sentido primoroso del objeto a representar. Los impresionistas no se acercaban tanto a la retina de lo observado, como el Arte había sido compuesto antes de ellos, sino que traducían los efectos que, desde ahí hasta la mente impresionada, producían la luz y sus reflejos en una imagen real. Pero, como toda evolución en el recorrido de lo creado, ese reflejo natural llevaría una variación subjetiva que avanzaría en la percepción de la visión que del mundo tuviera un artista. En Van Gogh no sabremos dónde está la luz ni qué momento del día es. No se trata de eso. En su obra el pintor holandés busca otra cosa, la fuerza expresiva de una impresión. No busca la impresión sino su fuerza subjetiva, esa que está situada más cerca del pintor que del mundo. El mundo no es lo importante, es la excusa, y su impresión no es la impresión que del mundo obtengamos, sino la que de nosotros mismos obtengamos con la ayuda del mundo. 

En Renoir como en Sisley, aunque cada uno con su fuerza impresionista, lo que se trata es de alcanzar la impresión subjetiva del mundo. Pero el mundo es fundamental, sin él la impresión no tiene sentido por sí misma. Por eso ellos elaborarán los recursos más inspirados para alcanzar a reflejar la impresión de ese mundo que miran. La impresión, no el mundo, pero la impresión más cercana al mundo que miran. En Sisley la impresión del mundo es más mediata al mismo, es decir, se asemeja más a él, lo necesita para plasmarlo así, lo representa ahora buscando los elementos más naturales que de una visión subjetiva tuviera un observador sensible. En Renoir el observador está un poco más alejado del mundo, ahora se acerca un poco más a la visión que un sujeto tuviera en la inmediaciones de su interior estético. Los reflejos de la luz en las cosas representadas son traducidos en infinidad de colores para salvar así la distancia con el mundo. Es el mundo lo impresionado, pero sin todo lo del mundo. Aquí, en Renoir, la inmediatez y lo mediato se acercan equilibradamente. Obtiene así la perfección impresionista. No hay ni subjetividad ni objetividad puras. Es la visión representada de un artificio maravilloso que refleja el mundo. Sólo habría que recorrer el camino a la inversa, es decir, hacia lo mediato del mundo, para que la visión de Renoir nos asombrara al ver ahora la conciliada representación de los alrededores de la bahía de Moulin Huet con la realidad del mundo. En Sisley el recorrido sería menor aún. Pero en Van Gogh habría que recorrer mucho más, tanto como para alejarse por completo de la mayor subjetividad que el Impresionismo pudo obtener de uno de sus creadores.

(Óleo Campo de trigo con cipreses, 1889, Vincent Van Gogh, Metropolitan de Nueva York; Cuadro Prados de Sahurs en el sol de la mañana, 1894, Alfred Sisley, Metropolitan de Nueva York; Óleo Colinas alrededor de la bahía de Moulin Huet, 1883, Renoir, Metropolitan de Nueva York.)


17 de febrero de 2022

La creación de Arte es una muestra de la volátil aquiescencia de lo que es valioso y de lo que no lo es.

 



No hay una reglamentación universal y matemática de lo que es valioso o no en el Arte. El estudio y análisis de obras de Arte es una muy acertada terapia también para la complejidad personal ante la valía o la estima subjetiva de los propios seres. Nos absuelve de la desesperación, de la inquina personal ante las atronadoras voces sagradas de la grandiosidad humana. También ante aquellas que no tienen otra razón de ser que existir, que ser lo son, a pesar de no haber obtenido del mundo la primorosa y elogiosa referencia ante la eternidad de lo bendecido por la historia o por los otros. Hay dos cosas que son un misterio, la verdad de lo elogioso y la falsedad de lo que no lo es. Para romper con esa dicotomía de lo obsesivo ante la vida habrá que buscar la autenticidad. Esto es, hoy por hoy, lo valorable, lo que no se dejará llevar por la moda, la propaganda, el sesgo simbólico o la basura indefinida de lo cultural. Pero, ¿qué es lo auténtico? Puede ser lo creado por el ser humano que no dejará en ningún caso de expresar armonía, fuerza, contraste, cierta realidad representativa y una respuesta emotiva profunda en quien lo percibe. Sin embargo, hay una variable más que no está ahí incluida y determinará la más significativa explicación al porqué una cosa es valiosa o no: la contemporaneidad de lo creado con la tendencia social que lo justifica. Porque es la tendencia social la que justificará las cosas. Y lo hace además a posteriori casi siempre. Pero, ¿qué es la tendencia social? Para no extendernos, es la doctrina publicada de la fe en algo determinado. En este caso una creación artística. Los que la promueven son los mesías de esa fe. No es que la fe no exista en sí, es que esa, y no otra, es la que primará sobre las demás. Ahora estamos en una situación histórica, y cada vez más, que, con la perspectiva de los años pasados, veremos las obras que una vez fueron modernas, vanguardistas o punteras con el distanciamiento temporal suficiente para empezar a ser agnósticos con ellas. No ateos, agnósticos. Es decir, podremos creer en todo pero no especialmente en nada. Y, entonces, la autenticidad volverá, tal vez, sobre sus pasos ateridos. 

La expresión de lo armonioso es una característica artística en la que casi todos estaremos de acuerdo. Sin armonía no hay nada que valorar. Aunque, cierto Arte abstracto excesivo haya cuestionado esa sentencia armoniosa en sus creaciones. No se trata de alcanzar toda la armonía del mundo sino solo aquella que sea precisa para poder serlo. La fuerza expresiva es la variable que el Arte Moderno, por ejemplo el de Cezanne, llevará entre las cosas que lo hacen valorable. El contraste es fundamental para el sentido de la forma y del contenido, es una variable también moderna y antigua. Puede verse en Rembrandt y en Van Gogh. La cierta realidad de lo representado es la que chocará con la abstracción artística excesiva completamente. Sin cierta realidad, aunque sea mínima, no es posible referenciar nada representable. El Arte para ser auténtico necesitará de la representatividad de lo que es, aunque esto no sea exactamente así como se vea en el mundo artístico luego. Y por último la emotividad. Sin sentir alguna emoción en lo que vemos no merece ser nada visto. Todo lo percibido que nos llega debe ser originado por una emoción que lo representado nos permita sentir también, aunque sea mínimamente. Y todo eso junto, sin embargo, no servirá de nada para ser reconocido en la historia galardonada de lo asombroso en el Arte. La fe, la fe es lo que faltará ahí para llegar a ser parte del Olimpo. Pero la fe quién la determina. ¿Qué san Pablo será el que desarrolle la doctrina y acomode las formas de la adoración más creíble? Aquí no es tan sencillo arbitrar un argumento creíble, esas formas o partes de algo que justifiquen un resultado valorable o exitoso. Las causas que originan una relevancia histórica de algo son múltiples y se deben dar todas ellas además a la vez o poco tiempo después. Han podido existir otros san pablos, pero sólo uno existió en un tiempo y en un espacio y consiguió además, gracias a otras muchas cosas, establecer la fe que luego desarrollaría su existencia exitosa. Al final, el sentido de lo valioso es tan relativo que no merecerá la pena valorarlo. Así de irónico será el asunto de la valoración en el mundo. Los intereses ya creados seguirán planteados y poderosos frente a la volátil aquiescencia de lo valioso.

A mediados del siglo XIX se comenzaría en Francia a valorar la pintura creada al aire libre. Se denominó Plenairismo al resultado de componer pinturas con la luz natural y no en el interior de un estudio. Se comenzó a dar así un impulso al paisaje natural, con sus contrastes naturales, con sus iluminaciones naturales, con sus resultados naturales ante las formas complejas de la Naturaleza. De aquí surgiría el Impresionismo poco después. Pero, se crearían escuelas temporales para clasificar el Arte creado así, como lo fue el Círculo de Plenairistas de Haes, un grupo de pintores españoles que, al amparo de su maestro Carlos de Haes, compusieron obras de paisajes con el estilo natural propio de la creación al aire libre. Uno de ellos lo fue el pintor madrileño José Jiménez Fernández (1846-1873). Alumno de Haes, llevaría la obsesión plenairista a niveles de calidad que ya se comenzaron a vislumbrar en sus exposiciones nacionales. En el año 1873 decidiría el pintor madrileño viajar a la sierra del Escorial para hallar esas muestras de belleza natural que, para él, tuvieran además ese efecto emotivo profundo que el Arte debería tener. Como consecuencia de su estancia en El Escorial, enfermaría de pulmonía falleciendo a los veintisiete años de edad. Una malograda vida artística que, desgraciadamente, nunca pudo demostrar nada de lo que pudo ser y no fue. Pero, poco antes de eso crearía su obra Estudio de Paisaje. En ella veremos todas las características que una obra de Arte debería tener para ser auténtica. Salvo una cosa, la fe. Sin ella el mundo no conseguiría valorar, ni emocionarse, más allá de algunas de sus obras que tuvieron el goce de ser resguardadas, sin realce histórico ni cultural, entre las paredes menos elogiadas del insigne museo de su ciudad.

(Óleo Estudio de Paisaje, 1873, del pintor español José Jiménez Fernández, Museo del Prado, Madrid; Óleo Campo con amapolas, 1888, del pintor Vincent Van Gogh, Museo Van Gogh, Amsterdam (Fundación Vincent Van Gogh).)



24 de septiembre de 2021

La provisionalidad de la vida no eludirá dos cosas: una afirmación vitalista y una constatación moral, ambas son una salvación real.



 

El Posromanticismo surgió a finales de la década de los años sesenta del siglo XIX. Coincidieron tres acontecimientos políticos: la guerra civil norteamericana, la guerra franco-alemana y, en consecuencia, el fin del imperio francés y un advenimiento nacionalista en Europa. Las emociones colectivas se reflejan en las individuales, unas y otras no pueden separarse realmente, por mucho que el individualismo creativo suponga que sí lo están. El Romanticismo había sido el mayor acontecimiento cultural en la historia desde el Renacimiento. Sus influencias fueron enormes y sus estertores aparentes aún siguen influyendo en la sociedad, que por mucho que quiera no podrá eludir o evitar nunca. Aun así, la creatividad artística necesitó luego de un referente primordial, de un sentido director que pudiera conformar la vida con la emoción liberadora o los hechos reales con la rebeldía interior. Y surgió el Realismo artístico desde las entrañas de un ser humano escindido entre deseo y verdad. Fue entonces, mediados del siglo XIX, cuando la verdad dejaría de ser un alarde metafísico  para convertirse en una manifestación cruda, objetiva, inmediata, precisa, desnuda, inconsiderada o valiente de la vida. Pero el Realismo creativo es un contrasentido, ¿cómo crear algo si ya existe y es además muy conocido y sufrido por todos? Por esto mismo duraría tan poco como las placenteras emociones de una sociedad autocomplaciente e injusta. Los conflictos políticos vinieron por entonces a provocar el cambio radical de las cosas, de unas cosas que, por su inadecuada relación con la verdad, debían ser adaptadas a una evolución social vertiginosamente incontrolable. Así que los poetas, pintores y pensadores sintieron, en el último tercio del siglo XIX, que la verdad no podría conocerse realmente, que ésta era ambigua, incierta, basada tal vez en dos opuestos que no podrían eludirse y, a la vez, coincidir sin contradecirse. El pesimismo brillaría a la vez que el hedonismo. Ambas cosas reflejan la misma visión de una realidad indeterminada o fluida. Phillipp Batz (1841-1876) fue un pensador alemán absolutamente pesimista. Ideó una teoría cósmica de la creación... Para él el comienzo del mundo y el tiempo fue el desgarramiento de un dios poderoso. A partir de esta rotura divina en multitud de pequeños fragmentos (el dios poderoso habría dejado, en consecuencia, de existir como tal) surgiría la vida individual. Pero ésta no era autónoma, era dependiente de un sentido catastrofista del universo. Por esto mismo no hay salvación, y la solución no es crear más vida sino anular esa posibilidad; por otro lado, el sufrimiento vendría a ser el resultado de esa dependencia escatológica o fragmentada de la existencia. 

Uno de los mitos griegos más interesantes referentes a la salvación es el de Andrómeda y Perseo. En él aparecen elementos que vienen a vislumbrar el sentido poderoso que tuvo el Posromanticismo, y que se acerca mucho a la verdad de esta vida desconcertante. Por un lado tenemos la figura del semidiós Perseo, un héroe romántico como pocos en la diversa nómina de héroes grecolatinos. Hay en él un deseo de salvación, en este caso hacia su madre Dánae, también en sus principios personales ante la vida. No hay un anhelo egoísta en él, no hay tampoco una taimada forma de conseguir sus objetivos vitales. La ingenuidad o inocencia son rasgos fundamentales en la personalidad mitológica de Perseo. El destino, en forma del poderoso y cínico rey Polidectes, le llevará a conseguir un objetivo imposible, un terrible y peligroso prodigio monstruoso para, sin él saberlo, acabar también consigo mismo. Sin embargo, como todos los héroes, se salvará. Esto, la salvación, es un rasgo metafísico del Romanticismo, y, por supuesto, del Posromanticismo, a pesar de sus propias divergencias o insurrecciones con la Teología o el Providencialismo. El héroe en su mito es ayudado por la Providencia. Ayudado, no totalmente transformado. El útil metafísico aquí es un espejo providencial, un escudo mágico que reflejará la imagen tenebrosa que en él se proyecte. Aquí se configura, en el reflejo poderoso, el sentido individual e introspectivo tanto del personaje honesto como del monstruo asesino. Con este artefacto mágico y trascendente el héroe Perseo vencerá al mal...   Porque hay que reflejar bondad y autenticidad moral para conseguir vencer dos cosas importantes: a uno mismo y sus pasiones desintegradoras y, luego, al desgarramiento tan desolador de un mal concertado por los otros. Después de obtener, gracias al espejo poderoso, la terrorífica cabeza degollada de la Medusa el héroe griego regresa donde su madre para salvarla de las desavenencias del codicioso rey. Pero en su camino un azar, tan vital como la propia vida, le lleva a encontrar a la abatida Andrómeda atada a unas rocas ante un mar impetuoso, un odioso mar que alberga un devorador marino enviado por los dioses. Perseo entiende entonces dos cosas en su íntima razón portadora de esperanza... Primero, que la vida no es, en ningún caso, una moneda de cambio para conseguir nada de ese modo tan horrible. Segundo, que la belleza inesperada, la que de repente surge en las mentes honestas e inocentes, es una razón muy consistente para afirmar la vida. Así, salvará a Andrómeda y se salvará a sí mismo.

Para contrarrestar aquel pensamiento pesimista de Philipp Batz sin ninguna utilidad, surgiría otro filósofo alemán pesimista... ¿Un pesimismo para salvar a otro? Sí, porque el pesimismo inteligente no es una forma de pesimismo absoluto, es una forma pesimista de cierto realismo romántico. Eduard von Hartmann (1842-1906) crearía una teoría pesimista también, como lo hiciera Philipp Batz, aunque en su caso se alejaría del componente cósmico pesimista del sufrimiento. Para Hartmann el egoísmo es negativo. El sentimiento de autoafirmación (el espejo mágico) no debe estar en contradicción con la realidad social o personal de los otros, del otro, de la otra, etc... Para este pensador alemán la salvación por la negación de la vida, lo que los pesimistas absolutos defienden, es un error existencial e irracional. La concepción de una redención del inconsciente, por ejemplo, proporcionará una cierta base para la ética. Debemos afirmar la vida, aunque ésta sea provisional, y dedicarnos a la evolución social y personal en lugar de buscar, impenitentemente y sin sentido, una felicidad imposible. Con esto descubriremos que la moral, la moral bien entendida, convierte la vida en algo menos infeliz de lo que podría ser de otra forma.    A finales del siglo XIX el pintor español Ulpiano Checa (1860-1916) no acabaría de encontrar la tendencia artística con la que sentirse cómodo pintando. Como el Posromanticismo preconizaba, una amalgama de sentimiento y racionalidad flotaba por entre las brumas inspiradas de los creadores desubicados de finales de aquel siglo. El color y la pasión, el trazo equilibrado y la emoción espontánea, hicieron al pintor madrileño perderse sin mucho éxito por las algaradas posrománticas de una pintura española decadentista. En el año 1885 se decide por pintar una alegoría clásica, La ninfa Egeria dictando a Numa las leyes de Roma. En esta obra, aparentemente esteticista y hedonista, hay mucho más que erotismo y romanticismo inspirador, se trató de conjugar dos elementos terrenales que, difícilmente, habían sido emparejados por la sociedad con mucho éxito: el vitalismo sensual o la afirmación más vitalista romántica, y, luego, los principios morales más alentadores de convivencia personal y realidad social. Ambas cosas eran, y son, una fuente inspirada muy poderosa de salvación... ¿De salvación también para el Arte?  Para cuando el pintor Checa muere en Francia en el año 1916 el mundo empezaba una radical transformación social y cultural nunca antes conocida en la historia. Tanto como lo sería en el Arte. La provisionalidad de la vida se hizo patente de un modo muy desgarrador por entonces (la Primera Guerra Mundial), el fraccionamiento de la vida también... Desde entonces, tanto el hedonismo como el moralismo han alternado en la historia con excesos, incongruencias y desatinos. ¿Cómo fue posible que entonces, hace más de cien años, el ser humano pensase que esa cosa, la conjugación de emoción y realidad,  podría ser la salvación? Fue, tal vez, el Arte lo único que pudo explicarlo, ya que el Arte no busca nunca una explicación sino sólo una emoción sin sustancia, un sentimiento inespecífico. Lo único, probablemente, que la sociedad no haya llegado a comprender aún, a pesar de sus avances: que la vida sin emoción virtuosa, sin aquel sentido mítico que el héroe Perseo inspirase con su gesta prodigiosa, no tiene ni moral, ni placer, ni sufrimiento, ni razón alguna que tenga algún sentido. 

(Óleo Andrómeda, 1869, del pintor y grabador francés Gustave Doré, Colección Particular; Lienzo La ninfa Egeria dictando a Numa las leyes de Roma, 1885, del pintor español Ulpiano Checa, Museo del Prado, Madrid.)

10 de agosto de 2021

Ver el fondo y el trasfondo de las cosas, algo necesario para conocer la verdad del mundo... o la visión del Arte.

Uno de los filósofos más importantes y, a la vez, más desconocidos del siglo XX lo fue el francés Henri Bergson (1859-1941). Concibió una teoría filosófica que no iniciaría él, propiamente, sino que habría sido intuída, vislumbrada o sospechada por más de un pensador a lo largo de toda la historia. En síntesis, su teoría trataba de la separación, del contraste o de la diferencia entre la razón con la que intentaremos observar y/o comprender el mundo, por un lado, y lo que el propio mundo, verdaderamente, nos revelará... La utilización de la razón es esquemática, analítica, y tomará la realidad en pequeños trozos asequibles, en pedazos autónomos que, separadamente del mundo, tratará entonces de aprehender el ser con su única inteligencia. Pero el mundo no está fragmentado, es un universo global y un continuo todo completo, algo que rechazará, para ser entendido verazmente, toda escisión o parcialidad utilitaria. Esa filosofía le llevaría al pensador francés a entender que la inteligencia racional se comportaría como una foto fija, como una parte inmóvil y seccionada de la realidad dinámica total. Entonces se podría pensar tal vez que, sumando todos esos pequeños trozos analizados de la realidad observada, podríamos comprender, racionalmente, toda la realidad. Pero, sin embargo, esa realidad artificiosa es ficticia, no existe nada así en el universo. La realidad no es un collage de momentos separados e inspirados por una razón analítica. La verdad del mundo es una dinámica continua imposible de ser escindida para su comprensión real y completa. De ese modo, la razón puede ser útil en la teoría de las cosas imprecisas..., pero absolutamente ineficaz en el conocimiento práctico y real del mundo. Bergson sugería que la visión real y auténtica del mundo debía ser un continuo vital no una parcialidad teórica, y que, por lo tanto, la intuición debería ser más acertada que la razón para ponernos en  contacto con la fluidez verdadera de la realidad del mundo. Y esto mismo es lo que pienso sobre la forma en la que habría que mirar una obra de Arte, por ejemplo; algo que nos debería llevar a la verdad más profunda y completa de un cuadro.

Uno de los elementos que el Arte, el Arte auténtico, nos regalará a veces es la capacidad trascendente que el ser humano posee cuando transforma la realidad según alguna inspiración artística. Tanto se entienda además el mundo, incluso, o con planteamientos materialistas o idealistas en su modo de concebirlo. Es decir, que dará lo mismo que creamos, o no, en algo distinto a la Naturaleza como origen de la vida y del mundo. Es imposible que una ideación intelectual, lo que es una representación creada por el hombre, pueda dejar de existir tan sólo por el hecho de que el mundo desaparezca entre tinieblas... Y eso dará trascendencia al Arte de un modo extraordinario, ya que, aparte de cualquier otro artificio creado por el ser humano, el Arte no tiene ninguna utilidad ni ninguna pretensión física o material para ser aprovechado, por ejemplo, en un entorno azaroso donde la entropía campe, indecente, por caprichos estocásticos. Fueron los románticos los primeros creadores que de un modo claro, muy claro, buscaron en sus representaciones esa trascendencia sin pretensiones. Porque, como en el Arte, las ideas más honestas que impulsarán mejor los movimientos estéticos, en este caso el Romanticismo, serán aquellas que sólo determinen un rasgo artístico exclusivamente, sin ninguna otra consideración, ni social, ni política ni religiosa o filosófica incluso. Caspar David Friedrich fue un prototípico romántico en su capacidad artística pictórica más extraordinaria. Nacido justo cuando el Romanticismo iniciaba la senda transformadora más exitosa del mundo, habría tenido una infancia burguesa muy relajada en la germánica costa báltica de la Pomerania Occidental (actualmente entre Polonia y Alemania). Por entonces, el año 1774, pertenecía esa zona báltica a la corona sueca desde la guerra de los Treinta años. Sin embargo, pronto la tragedia familiar alcanzaría la vida del pintor con el fallecimiento, cuando él tenía solo siete años, de su madre, al año siguiente de una hermana, cinco años después de otro hermano y, cuatro años más tarde, de otra hermana víctima del tifus. Esa eventualidad vital tan terrible en su infancia le acercaría al tema de la muerte (un paradigma muy romántico), de una forma que el pintor supo sublimar representando el profundo drama interior que todo ser experimenta ante la visión trascendente del mundo. 

El mismo año que David Friedrich se casaba con su joven esposa Caroline Bommer, 1818, pintaría su obra Viajero sobre un mar de nieblas. En esta representación pictórica romántica se ofrecería, por primera vez casi, la perspectiva de un hombre mirando, desde arriba, el mundo poderoso a sus pies. Ahora, la neblina que impide desplazarse con orientación eficaz es dominada por la misma altura desde la que el individuo observante se sitúa. También los picos aterradores, esos que, al fondo de la obra, le observan, presuntuosos, ahora a él en su poderosa representación telúrica más definitiva. Pero no, ahora no, ahora no hay aquí temor, ni limitación, para poder manifestar la sensación más poderosa, sin embargo, que un ser humano pueda disponer, decidido, al enfrentarse así, desde su privilegiada posición, mística y real, a un mundo desolado. Hay que elevarse, por tanto. Hay que elegir la posición que permita visionar ahora completamente el mundo gracias a dos elementos necesarios. Primero, aquel que no nos fraccionará la visión, que, a cambio, la permita afrontar desde la más absoluta globalidad; y, segundo, aquel que nos lleve ahora más allá de nosotros mismos, o de la realidad limitada que nos abrume, esa misma que una perspectiva acotada o sesgada del mundo nos impida aprehender el sentido trascendente y completo de una visión. Para cuando el pintor Vincent van Gogh llegara a la conclusión de que su vida amorosa habría sido un completo fracaso, pintaría su óleo postimpresionista Noche estrellada sobre el Ródano. ¿Qué había pasado en Arlés aquel final del verano del año 1888 para que el genio pictórico más romántico de los impresionistas se inspirase una noche? La ciudad francesa de Arlés se sitúa a pocos kilómetros de la desembocadura del río Ródano en el Mediterráneo. A su paso por la ciudad provenzal el río gira casi noventa grados, de ese modo parecería un gran lago en aquella noche iluminada, tan brillante entonces por uno de los cielos más estrellados que de un oscurecer tan romántico y mediterráneo pudiese pintarse alguna vez.

A diferencia del pintor romántico Caspar David, el pintor postimpresionista holandés nunca se casaría ni alcanzaría, como el artista romántico alemán, una felicidad conyugal ni tan siquiera al final de su madura vida y, se supone, tan sabia y edulcorada por el amor sublime e inspirador que de una esposa cariñosa pudiese vivirse. En la obra romántica de Caspar David vemos a un hombre solo frente al mundo; a un ser humano que, ahora, contempla poderoso y satisfecho desde su altura privilegiada la vida y sus representaciones, tan misteriosas o no, que puedan conferirle, sin embargo, tranquilidad y belleza... o inquietud y desasosiego. En su pintura intimista el ser humano individual, una actitud romántica destacada, no es acompañado ahora en la pintura por ningún otro ser vivo, humano o no, que pudiera alterar o confundir, o mediatizar o sostener, alguna otra cosa que no sea su única y exclusiva perspectiva vital. Pero, sin embargo, Vincent van Gogh, que buscaría la misma sensación de trascendencia, tranquilidad, belleza, inquietud o desasosiego que el pintor romántico, pintaría una obra radicalmente distinta. Aunque de estilos artísticos diferentes, no obstante, no hay tanta diferencia entre un pintor y otro. El Postimpresionismo, se ha dicho a veces, es una forma de Romanticismo desubicado... En su lienzo impresionista tan particular, van Gogh buscaría lo mismo que Caspar David: una perspectiva desde donde poder vislumbrar el mundo con la inspiración sublime de una sensación íntima poderosa. Ahora, con la noche estrellada como excusa, veremos aquella realidad que necesitaba ser completada para poder ser entendida. La orilla no es en la obra de van Gogh una línea diferenciadora para admirar un mundo sobrecogedor... Éste, el mundo representado, no se distingue demasiado bien entre un cielo poderosamente iluminado de estrellas y la superficie, igual de poderosa e iluminada, de una tierra indistinta entre los reflejos proyectados sobre el brillante Ródano como sobre el pálido y confuso relieve de la ciudad dormida. 

Pero, también, a diferencia del pintor alemán, el trágico, desolado, meditabundo, confuso y pasional pintor holandés añadirá una cosa distinta en su definitivo óleo misterioso. En la visión que los personajes retratados en ambas obras tienen del mundo, van Gogh no compuso a un ser humano solitario frente al poderoso universo fascinante. No, ahora el pintor postimpresionista pintaría dos seres unidos, abrazados, a diferencia que Caspar David Friedrich, que pintó a un hombre solitario. Pintaría mejor una pareja caminando solitaria por la orilla en aquella noche estrellada sobre el Ródano. Toda una mejor inspiración intuitiva, tal vez, la del pintor holandés; mucho mejor ahora que la que tuviera el afortunado pintor alemán, que pintaría a un hombre solo frente al mundo en su misteriosa obra romántica. Contemporáneo del pintor desolado holandés lo sería el filósofo alemán Nietzsche. En una de las obras más misteriosas y profundas que escribiese para, como en los dos pintores ofuscados, tratar de alcanzar a dominar la verdad que encierra el mundo, nos diría una vez el vitalista filósofo alemán: Soy un viajero, un escalador de montañas. No me gustan los llanos y no puedo quedarme quieto mucho tiempo. Sean cuales sean mi destino y los acontecimientos que me esperen, siempre habrá en ellos que viajar y que escalar montañas; pues, a fin de cuentas, no se tienen vivencias más que de uno mismo. Ya ha pasado el tiempo en que me podían sobrevenir hechos casuales; ¿qué podría sucederme ya que no fuera algo mío? Mi sí mismo y todo cuanto de él estuvo durante mucho tiempo en tierra extraña y disperso entre las cosas y acontecimientos casuales, ya no hace sino retornar, volver por fin a casa. Y sé otra cosa más: que ahora me hallo ante mi última cima y ante todo lo que se me había estado evitando durante largo tiempo. Tengo que emprender, ¡ay!, mi ascenso más difícil. Ahora empieza mi viaje más solitario. Pero los que son de mi estirpe no pueden escapar a semejante hora, a la hora que nos dice: "¡En este momento es cuando sigues el camino de tu grandeza!". Las cimas y los abismos constituyen ahora una misma cosa. Sigues el camino de tu grandeza: lo que antes constituía tu último peligro es ahora tu refugio postrero. Sigues el camino de tu grandeza: reconfórtate el ánimo pensando que detrás de ti ya no queda ningún camino. Sigues el camino de tu grandeza: en este camino nadie ha de seguirte a escondidas. Tus propios pies van borrando el camino que dejas tras de ti y sobre él queda escrita la palabra "imposibilidad". Si en adelante encuentras escaleras, aprende a trepar por encima de tu propia cabeza. De no ser así, ¿cómo ibas a poder seguir subiendo? ¡Por encima de tu propia cabeza y más allá de tu propio corazón!  Lo que haya más blando en ti se ha de convertir ahora en lo más duro... ¡Bendito sea lo que nos endurece! Nunca alabaré el país en el que corre leche y miel. Para ver mucho hay que empezar por apartar la vista de uno mismo: todo el que haya de escalar una montaña precisa de ese endurecimiento. Pero quien tiene unos ojos inadecuados para ser un hombre de conocimiento no captará más que los aspectos superficiales de las cosas. Tú, en cambio, Zaratustra, has querido ver el fondo y el trasfondo de las cosas, y por ello has de subir más allá de ti mismo, cada vez más arriba, hasta que puedas ver las estrellas a tus pies. Sí, tener que bajar los ojos para verme a mí mismo e incluso para ver las estrellas: esta sería mi cima definitiva, la cima que aún me queda por escalar.

(Óleo Noche estrellada sobre el Ródano, 1888, del pintor holandés Vincent van Gogh, Museo de Orsay, París;  Cuadro romántico Viajero sobre un mar de nieblas, 1818, del pintor alemán Caspar David Friedrich, Museo Sala de Arte de Hamburgo, Alemania.)

18 de octubre de 2019

La metafísica más elemental expresada artísticamente gracias al Impresionismo.



De todas las formas de poder entender el misterioso sentido del mundo, el Arte es una de las que siempre deviene poderosa. El ser humano es el ser por excelencia de todas las criaturas del universo porque su sentido de existir es del todo diferente. Ello llevaría a los antiguos griegos a considerar la existencia humana como la representación más extraordinaria de un ente especial. De un ser que justificaba la trascendencia de su sentido gracias a una evolución diseñada a la vez que a un autoconocimiento intuido. ¿Qué otra cosa con vida se observaba a sí mismo, a los demás y cambiaba a la vez como consecuencia de su experiencia? El Arte comprendería eso pronto y los artistas clásicos alzaron sus estatuas y grabados con el entusiasmo de representar la esencia más digna de ser eternizada con belleza. Pero sus modelos entonces fueron héroes o grandes figuras excelsas que expresaban la mejor talla o la mejor postura o la mejor forma para ser representadas. Luego las creencias religiosas modelaron las formas sagradas o los momentos gloriosos donde lo visible para ellas fuese lo único que pudiese y mereciese ser expresado con belleza. Tuvo que llegar mucho tiempo después el Impresionismo más humano, el Posimpresionismo, para que el ser humano fuese representado con la simpleza, banalidad o vulgaridad más extraordinaria que jamás se hubiese realizado antes. Y así lo haría Van Gogh cuando se inspirase en un pintor realista, Millet, para componer su obra La Siesta (después de Millet) en el año 1889. 

¿Qué mayor sentido existencial que esta imagen para describir una metafísica del ser humano? ¿Para qué vivimos? ¿Qué esperar a descubrir más allá de una existencia banal, sosegada, satisfecha y sin pretensiones? En su obra Van Gogh retrata una pareja descansando justo en el momento en que el día separa la mitad de su jornada. Es tan simple, tan mínimo lo que expone el artista en su obra que nadie pudiera pensar que ahí, sin embargo, está representado ahora todo el sentido metafísico de una existencia. No hay más que ver eso para poder entender el mundo, por lo tanto, no hará falta más que eso para poder vivir sin menoscabo. El gran pintor holandés lo sabría y tal vez por eso no pudo conciliar ese conocimiento con la realidad perniciosa de su vida. Cuánta felicidad sentiría el pintor al descubrir la grandiosa representación que expresaba a medida que componía esa escena tan sosegada. Un hombre y una mujer descansan ahora juntos sin más compañía que un cielo azul y una tierra amarilla. Ni sangran ni deleitan las formas que el pintor compone desde la más profunda emoción de un sentido trascendente. Es trascendente porque son seres humanos y no solo seres animados, como los que al fondo se ven pastar sobre una sombra. El ser por excelencia que sabe lo que es y lo que conoce, que comprende lo que hace y lo que ha hecho. Ese mismo ser está ahora dormido sin socavar las serenas motivaciones de una existencia. Toda una metafísica... ¿Hay alguna forma mejor de componer sabiduría motivadora que la expresión acompasada de dos seres juntos (que quieren estar juntos además) bajo un cielo diurno que mantiene con ellos la misma sensación de belleza?

Bajo la sagrada escena impresionista el pintor extiende su sentido existencial buscando el equilibrio estético más simple. Ahora son pares las formas más representadas en la obra. Dos son los humanos, dos son las herramientas, dos el calzado, dos los animales y dos las costillas del carro...  Dos también el contraste, ese contraste de luz y sombra que genialmente Van Gogh compone en su obra. ¿Hay mejor dialéctica para entender una metafísica existencial tan simple como poderosa? Porque es dualidad lo que el pintor expresa sutilmente en su escena de siesta. No hay bajo el cielo más que dos cosas para entender la vida y su esencia. O se está o no; o se duerme o no; o se ama o no; o se trabaja o no... Para que exista algo debe su contrario existir, o su complementario, depende. En la vida todo se limitará a esta sencilla forma de entender las cosas. Pero el pintor trata de buscar una metafísica completa con una escena tan simple. ¿Cómo hacerlo sin dejar de ser simple? ¿Dónde radica aquí la unidad universal de lo originario? Porque para que esa metafísica tenga algún sentido trascendente deberá expresarse algo distinto a lo conocido. El pintor debe hacerlo con sutileza y fuerza compositiva pero sin desmejorar el conjunto impresionista. ¿Dónde radicará en la obra la expresión de esa unidad trascendente tan metafísica? En el cielo...  En ese pequeño pero poderoso cielo azul tan aguerrido. Solitario. Único. Misterioso. Tanto como puedan serlo los rasgos tan poco realistas que un firmamento tan azul tenga ahora, sin embargo, para poder expresar con él un mediodía tan luminoso...

(Óleo La Siesta (después de Millet), 1889, del pintor Vincent Van Gogh, Museo de Orsay, París.)

1 de agosto de 2019

El pudor estético de los grandes, o cuando la mirada delata una sensibilidad sublime.



De todos los pudores a los que el ser humano se expone, el estético es tal vez el menos comprendido. ¿Es un gesto calculado ocultar la mirada? En los autorretratos los pintores buscarían siempre eternizarse ellos con la maestría genial de su talento artístico. Pero, cuando Van Gogh quiso componer un retrato siguiendo las nuevas modas plásticas de Francia -el Neoimpresionismo-, al no disponer de capacidad para poder contratar a un modelo, se autorretrataría él mismo, aunque ahora no con el gesto de un orgullo vanidoso, algo más propio de esas composiciones estéticas, sino con todo lo contrario...  El pintor malogrado -faltaban aún tres años para acabar su vida- no debería sentirse con el ánimo existencial muy alto y se dibujaría entonces la mirada más inclinada y huidiza. Sin embargo, consiguió con ello expresar todavía más de lo que, inicialmente, tal vez se propuso... Cuando Rembrandt comenzara su obsesión por el autorretrato, ya en su juventud, en el año 1628, pintaría uno sublime. Fue el único autorretrato pudoroso que llevase a cabo de los muchos que el pintor barroco hiciera en su vida. En su autorretrato su mirada está ahora oculta, no sus ojos, para obtener así el efecto necesario de luces y sombras que conseguirá con su personal obra maestra. Pero, a diferencia de Van Gogh, Rembrandt sí mira ahora al observador; sus ojos nos están mirando, aunque no lo veamos muy bien casi. Se oculta así tras un maravilloso claroscuro intrigante. Es posiblemente esto lo que diferencie ahora, entre otras cosas, a esos dos genios del Arte: uno intrigante, otro displicente... Para Van Gogh, sin embargo, no fue una intriga, un desvío o efecto artístico el que lo hiciera así. Reflejaba, como siempre hiciera en su obra, el sentido más expresivo de un sentimiento. En Rembrandt es otra cosa, es el juego dialéctico con el observador, es la intriga o el desenvolvimiento estético más ingenioso.

Cada obra maestra  plasma siempre el paradigma o modelo estético del momento histórico que vive su creador. En Van Gogh manejando los trazos modernos de un Neoimpresionismo avasallador. En Rembrandt con el juego de sombras y luces de su claroscura época barroca. En ambos utilizando la sensibilidad más sublime: o con él mismo, en el caso de Van Gogh; o con el espectador, en el caso de Rembrandt. En los dos casos la individualidad del autorretrato llega a niveles de una sublimidad extraordinaria. El pintor barroco es llevado a expresar un cierto pudor, uno ahora sesgado en su obra, uno que nos llevará a sentir la fuerza de la conciencia humana más personal o introspectiva, de la individualidad más corporal o representativa. En Van Gogh, sin embargo, su genio artístico nos lleva a otra cosa, a la expresividad más sentida de un sentimiento personal o existencial muy profundo. En éste veremos la inanidad del mundo,  reflejada ahora en una mirada sin dirección ni sentido. Esa misma inanidad que empezaría a sentir el creador postimpresionista en sus últimos años, y que no pudiera evitar siquiera en una experimentación estética como fue la de pintar con trazos modernistas un retrato muy humano. En los dos casos expresan autenticidad y un reflejo de personalidad individual, cosas que consiguen reflejar así un sentido de universalidad existencial; universalidad tanto para la displicencia como para el misterio, tanto para la angustia como para el engaño. 

¿Obtuvieron los dos genios un perfil psicológico universal para con una expresión personal tan humana? En una de las dos situaciones, la angustia y el engaño, se puede transmutar ahora la expresión humana sin menoscabar el sentido final de lo buscado. Porque el engaño es una forma de ocultación del temor, del pudor que pueda sobrevenir ante un desvelamiento personal determinado. Pero, también, al contrario, cuando ahora el pudor no sea más que una forma de angustia interior que es difícil de trasladar a lo estético: entonces se ocultará magistralmente tras una maravillosa utilización de claros y oscuros... El Arte vino a salvar personalmente a los dos pintores. Con una genialidad plástica soberbia, consiguieron ambos creadores componer sus propios sentimientos reflejando un casual retrato artístico. ¿Casual? ¿Hay casualidad en el Arte? Nunca. Por esto mismo es mayor el milagro estético de poder componer autorretratos geniales. Porque hay que pintar bien, pero, también confesarse... Y, ¿quién es capaz de hacer ambas cosas sin desfallecer? Con sus obras en general nos acercaron los dos maestros a entender la vida y sus misterios, pero, con sus autorretratos llegaron mucho más allá: consiguieron mostrarnos su propia vida y sus propios misterios. ¿No son una aliteración estética a veces los autorretratos? En el caso de estos dos genios del Arte nunca, porque siempre descubriremos, a cada nueva visión, algo diferente en sus autorretratos. Sobre todo, conseguirán expresarnos la mejor imagen individual del ser humano en general, con sus miedos o con sus engaños; pero, también, además, de todos nosotros como individuos, de todos y de cada uno de nosotros mismos... sin saberlo.

(Óleo Autorretrato, 1887, Van Gogh; Óleo Autorretrato, 1628, Rembrandt, ambas obras en el Rijksmuseum de Ámsterdam, Holanda.) 

20 de septiembre de 2017

Y el Arte cambió: pasó de ser el Arte el objeto principal a ser el hombre el motivo principal del Arte.



Cuando la Pintura brillara en sus momentos de mayor esplendor clásico, desde el siglo XV al XVIII, el Arte era como una divinidad olímpica, como una religión a la que se habrían consagrado sus más elegidos creyentes. Para la actividad artística sublime de la Pintura los hombres de entonces dedicaron sus vidas, sus ideas, sus fortunas y sus emociones a expresarla bellamente. No importaba por entonces más que el Arte. El ser humano, el individuo personal que nacía, vivía, padecía o sufría, no importaba nada frente al poderoso descubrimiento estético y proverbial que supuso el Arte desde los inicios del Renacimiento. Por eso se crearon grandiosas obras donde se reflejaba como principal una sola cosa: el Arte mismo. El Arte dejaba muy claro la posición relativa del ser humano ante la manifestación plástica sublime que representaba. Los griegos habían descubierto la grandeza del Arte (el arquitectónico, el lírico o el plástico) y sabían que, como un extraordinario medio de expresión, iba mucho más allá de lo estético: representaba para ellos el sentido fundamental de lo que debía entenderse como vida y como civilización, como muestra de pertenencia a un mundo diferente del bárbaro o insensible que poblaba las tierras allende sus fronteras avanzadas.

Por eso el Renacimiento, cuando albergó la promesa de reconquistar la historia para una Europa ávida de civilización avanzada, comprendió pronto que aquel Arte de entonces debía ser el único medio de expresión que consagrara la estructura vital y social necesaria para soportar la incertidumbre de una vida misteriosa. Y lo consiguió. El Arte supuso la referencia mental, emocional y económica -desde un punto de vista sociológico- más importante que aquellos años pudieran disponer para reflejar un sentido histórico. Lo fue porque en el medievo había sido la religión el cohesionador más utilizado para eso, pero ahora, en los finales del siglo XV, el ser humano necesitaba algo que el propio ser pudiera manejar con libertad creativa, no ya moral o política, pero sí creativa, ya que el Arte sublimará siempre lo representado para acercar su sentido divino a la belleza o al equilibrio más humano. Por eso el Arte fue desde sus inicios renacentistas un objeto de adoración por el ser humano, algo donde solo el propio Arte se viese ensalzado ante cualquier otra consideración, fuese política, cultural o religiosa. 

Pero llegaría el Romanticismo siglos después como un cisma estético sutil, uno que no dejaría ver aún la tremenda revolución que su estilo llegase a producir en el mundo. Todavía no del todo. Fue en el último tercio del siglo XIX cuando se gestara por entonces otra revolución artística. Y entonces los seres humanos cambiaron aquel sentido estético de antes. Ahora, huérfano de todo, el hombre comprendió que ni el Arte podría seguir siendo aquel asidero poderoso. El ser humano caminaba solitario ante las vaguedades de un mundo que ya no tendría adoraciones fuera de la propia conciencia humana. Ahora el hombre debía ser el único objeto si quería sobrevivir al desierto de adoraciones desdibujadas. Y los creadores, artistas, poetas y pintores tuvieron que alternar el sentido trascendente de la vida. Y por eso toda manifestación estética, necesariamente, debía tener ahora otro único objetivo trascendente: el propio ser humano. 

Cuando el pintor, artista y crítico inglés Roger Eliot Fry (1866-1934) descubriera desolado el desamor inevitable que su adorada amada Vanessa Bell -hermana de la famosa escritora Virginia Wolf- profesara por él, su sentido existencial necesitaría ahora aquel espíritu estético que el mundo había descubierto años antes. No acabaría de sentirse un gran pintor y dedicaría su vida a escribir lo que supuso la nueva revolución estética que algunos pintores decimonónicos habían alumbrado, sin saberlo. Cezanne fue su profeta, y Monet, Gauguin, Van Gogh y otros sus más definitivos artífices (sería Fry quien los bautizaría con el nombre de postimpresionistas). Pero, poco antes de que escribiese y sufriese aquella emoción desgarrada, pintaría una obra de Arte que no acabaría aún de situarse en ningún estilo modernista. Mezclaba en su obra trazos de cierta afinidad clásica con un ferviente simbolismo decadente; combinaba los colores y perfiles de su admirado Cezanne con la sutilidad manierista de los antiguos clásicos. No, no acababa de definirse. Salvo por una cosa. Ahora, en el advenimiento de un mundo diferente, más desamparado o más desequilibrado o más perdido o más inconsistente, el sentido fundamental de aquel motivo principal del Arte, de lo que fuera el propio Arte, de lo que el Arte reflejaba trascendente entonces, pasaría ahora a ser otra cosa diferente. Ya no se mostraba lo principal de la obra, ya no era el objeto principal del sentido de aquel Arte lo que se acentuaba en la obra, no, ahora era el hombre, el propio ser humano desconsagrado y perviviente el que, deslavazadamente y de espaldas, huido, perdido o silente, aparecía en el plano principal de la obra frente al antiguo, alejado o decadente motivo nuclear representado siempre antes en el Arte.

(Óleo San Jorge y el Dragón, 1641, del pintor barroco Claudio de Lorena, Museo Wadsworth Atheneum, Hartford, Connecticut, EEUU.; Cuadro del pintor inglés Roger Eliot Fry, Paisaje con san Jorge y el Dragón, 1910, Birmingham, Inglaterra.)