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11 de marzo de 2021

El último Renacimiento en el Arte fue el romántico más sutil del clásico Ingres.


 El Renacimiento fue una revolución artística habida a finales del siglo XV por unos creadores que volvieron sus ojos al esplendor clásico expresado en la cumbre del Arte griego. Entonces comprendieron los artistas italianos que la belleza no podía ser representada de otra forma. Fue una conmoción. Y Leonardo da Vinci, por ejemplo, la llevaría a lo más sublime en la representación de una modelo retratada con su Mona Lisa. Era la mirada, la forma autónoma de una modelo que tenía vida propia y a la que el pintor, si acaso, solo daría forma artística siguiendo las normas estilísticas del clasicismo. Fue un renacer, pero, también, fue una revolución. El Arte nunca había conocido la combinación tan completa de imagen, sentido, idea, concepto y filosofía...  Así hasta llegar a definir una manera de pintar que atravesaría la historia y mantendría esa práctica pictórica incluso hasta el siglo XVIII y más allá. Es cierto que el Barroco y el Rococó fueron manifestaciones artísticas primorosas para expresar otras cosas más que corrección, pero, sin embargo, el clasicismo se mantendría incólume y necesario para llevar una emoción artística a una expresión visual determinada. Pero también fue cierto que en la segunda mitad del siglo XVIII unos pintores atrevidos transformaron la expresión por completo llevando la pintura a una estética más allá de una plástica forma clásica de expresión. Fueron los prerrománticos, creadores que rompieron las normas y avanzaron rápidamente en el sublime gesto artístico de la composición, de la temática, de la abstracción, de la ensoñación y hasta de lo fantástico. Henry Fuseli (1741-1825) fue un claro ejemplo de ese tipo de creador revolucionario. Pero la historia del Arte pasaría por encima de ellos con la convicción de que lo expresivo no podría cortar radicalmente con la Belleza. El Neoclasicismo lucharía por disponer el puesto eximio de gloria artística, y lo haría entre finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. El pintor francés David sería un representante decisivo para la consecución y posesión de la mejor pintura clásica de aquellos años. 

Un alumno suyo, Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867), copiaría su forma de pintar y llevaría a cabo retratos y obras históricas que ensalzarían la pintura clásica de su maestro. Pero los grandes creadores nunca se dejan llevar por la senda poderosa de sus antecesores. Ingres acabaría trastornado por la difícil posición de un artista cuando el mundo no admitiese otra forma que la clásica y correcta forma de pintar. Los retratos de Ingres fueron aclamados por su maravillosa expresión de belleza. Pero el pintor francés no acabaría de sentirse satisfecho. Y se arriesgaría Ingres al gusto del público, de la crítica y de sus maestros. Algo también, sin embargo, sucedía en el mundo del Arte por entonces que el pintor no pudo llegar a comprender del todo. Sólo sabría que la expresión de la belleza que buscaba tenía necesariamente que disponer de una distinción estética y revolucionaria, y eso a pesar del posible rechazo y de la incomprensión del mundo del Arte. ¿Qué fue lo que llevaría a un creador profundamente clásico a bordear una emoción romántica que apenas se vislumbraría aún en los lienzos más representativos de la segunda década del siglo XIX? La misma sensación que llevaría a Leonardo da Vinci, por ejemplo, a girar sus modelos perfectos con el sesgo grandioso de aquel Renacimiento. 

En su estudio de Roma compuso en 1806 el díscolo pintor una obra representativa de ese paso que fue el del Clasicismo al Romanticismo. Fue una revolución y un terremoto artísticos entre los cimientos arraigados de la creación pictórica. La reina de Nápoles de entonces, una hermana de Napoleón, Caroline Murat, le encargaría un desnudo de mujer con los mejores deseos de perfección clásica. Pero Ingres no pudo traicionar su sentido estético tan personal, ese que le llevaría a romper, apenas mínimamente, con el poderoso imperio clasicista de la época napoleónica. Su obra La gran Odalisca transformaría la estética clásica pero sin rasgar en exceso la forma aceptada de una belleza. Como sucediera en el Renacimiento con el Manierismo, alcanzaría Ingres a sublimar la belleza de una forma que acabaría siendo expresada por los inspirados efluvios de lo diferente... La modelo oriental de Ingres acabaría transformada, alterada, cambiada en sus dimensiones y rasgos por un impulso arrebatador de creación sublimada de belleza. El alargamiento de su espalda es tan evidente que la columna vertebral de la modelo dispone de tres vértebras más que la que una espalda humana contiene. ¿Rompería eso la belleza? ¿Llevaría la forma clásica de la mujer a alguna grotesca sensación chirriante? En absoluto. El genio de Ingres consiguió convertir una característica estética innovadora en una maravillosa forma de sublime belleza. Hasta el color lo matizaría con leves tonos ajenos a la grandiosidad establecida. También hasta su pintura revolucionaría un contraste, uno entre la perfecta dimensión de las formas de los objetos retratados con la manierista expresión de la modelo retratada. Con Ingres el mundo empezaría a comprender que la belleza no es exactamente la reproducción exacta y perfecta de la Naturaleza. Que la belleza humana, precisamente por ser humana, llevará siempre un rasgo diferenciador, un matiz peculiar, una imperfección, un cierto desequilibrio tan bello, excelso y arrebatador como el que una mirada enamorada experimentara al percibir los detalles, tan poco agraciados, de la propia belleza que ama.  


(Óleo neoclasicista y romántico del pintor francés Jean-Auguste-Dominique Ingres, La Gran Odalisca, 1814, Museo del Louvre, París.)


9 de febrero de 2021

La satisfacción humana más visceral eludirá a veces la belleza.

 



Cuando en el Paleolítico superior (hace unos 40.000 años) el ser humano realizara las más extraordinarias muestras de creación artística de la Prehistoria, el clima en el mundo era helador, intempestivo, duro y muy desagradable. Entonces los humanos se refugiaron en cuevas profundas más acogedoras que el páramo desolador de su salvaje entorno. Las pinturas elaboradas en las paredes de sus refugios fueron compuestas ante la incertidumbre, la rudeza, la escasez, la violencia o la desesperación. Lo fueron como un maravilloso subterfugio frente a la salvación, la satisfacción o la esperanza anheladas. El clima de la edad del hielo obligó a ocultarse en las cálidas grutas, donde la sublime creatividad artística buscaría una belleza entonces apenas conocida. Así pasarían los años esos humanos prehistóricos sin comprender todavía el misterioso sentido de su existencia. Pero hace 12.000 años el clima cambió de repente. Las temperaturas subieron como no se había conocido antes, casi diez grados de media en algunas latitudes. Entonces el Mesolítico (12.000 - 8.000 años antes del presente) llegó para asombrar a la especie humana, que empezaría abandonando sus habitaciones ocultas para acercarse a las praderas florecidas, a las suaves marismas sobrevenidas o a las verdes riberas maravillosas donde la vida y sus recursos proliferaban sin carencias. El Arte entonces, sin embargo, disminuiría alarmantemente. Para ese momento prehistórico el ser humano reduciría sus composiciones artísticas con respecto al período anterior (Paleolítico Superior). ¿Qué había sucedido para que el hombre dejara de necesitar la belleza? Su satisfacción vital tan extraordinaria. Porque cuando el ser humano alcanza la mayor satisfacción existencial conseguirá eludir la necesidad tan visceral de crear, combinar, admirar o producir belleza.

Con la mitología griega los poetas idearon pronto el concepto de Edad de Oro. Fue una época muy antigua donde la abundancia, la felicidad, la igualdad, la serenidad, la armonía, favorecían con sus dones. Pero, pronto todo eso acabaría en la siguiente Edad de Plata, luego la de Bronce, después la de los Héroes, para, finalmente, llegar a la Edad del Hierro. En la cronología histórica se establecieron unas etapas parecidas (Edad de Cobre, de Bronce, de Hierro) para los períodos de las etapas llevadas a cabo después del Neolítico. Haciendo un paralelismo, se podría asimilar el Neolítico a la edad de Plata mitológica. Entonces la idealizada edad de Oro sería el Mesolítico, la etapa prehistórica en que el ser humano experimentara mayor satisfacción con su vida, luego de que las masas de hielo desaparecieran de la Tierra. La satisfacción humana acabaría con la deseada necesidad de un Arte buscador de belleza. Nunca se volvieron a realizar esas extraordinarias composiciones artísticas parietales, ni en cuevas, terrazas o en salientes telúricos que el Paleolítico helador viese florecer entre sus desgracias. El ser humano buscará ávido entonces la belleza cuando la satisfacción no alcance un mínimo imprescindible. No hubo un período más satisfactorio, comparativamente con lo vivido antes, como el Mesolítico en la historia del hombre. Ni siquiera después, ya que el Mesolítico ofreció abundancia para una población relativamente reducida. Todo abundaba entonces y la temperatura y los recursos no hacían más que producir esa belleza natural que, años antes, sólo podía el ser humano reproducir con su arte. 

El mundo volvería a experimentar cambios climáticos tiempo después. También a evolucionar en población, guerras, enfermedades y desgracias. El clima se mantuvo cálido hasta el año 1000 antes de Cristo, pero, sin embargo, se volvería a enfriar a partir de entonces paulatinamente. Unos pocos grados menos, como para que el ser humano necesitara resguardarse ahora en palacios, casas o refugios construidos. El Arte volvería a prosperar en los siglos VI y V antes de Cristo y años subsiguientes, sobre todo en parte de la cornisa oriental mediterránea. Pasaron los siglos y el clima volvería a calentarse entre el siglo X y el siglo XIII después de Cristo. El medievo final fue también cálido, como aquel período mesolítico. Así se reflejaría también en el Arte, que dejaría por entonces de ser producido, al menos comparativamente con periodos anteriores, pero, sobre todo, con los posteriores. A partir del siglo XIV el clima empezaría a enfriarse de nuevo. Sería el período histórico moderno más prolongado de temperaturas menos templadas. De hecho, ha sido llamado pequeña edad del hielo (en comparación a los grandes periodos de hielo prehistóricos). Con el Renacimiento conseguiría el mundo llegar a un acorde clima necesario para animar al hombre insatisfecho a alcanzar de nuevo la belleza. Acabaría ese clima desasosegado a mediados del siglo XIX, cuando, curiosamente, el ser humano y su Arte occidental dejaran poco a poco de admirar, producir o recrear belleza como antes. Para cuando el genial Miguel Ángel, subido a unos frágiles andamios, compusiera su maravilloso fresco de la Capilla Sixtina, el mundo no había nunca antes visto una belleza semejante. La representación de la forma humana, el reflejo de su insatisfacción más íntima, la sintonía perfecta de unos colores deslumbrantes, eran entonces la expresión más auténtica de una estética requerida, comenzada miles de años antes, para tratar de exorcizar la maldición de una vida tan difícil. Un siglo después de la decoración de aquella capilla, Caravaggio compuso decidido la mejor expresión primorosa de una representación artística. Con su obra David vencedor de Goliat Caravaggio realizó otra grandiosa creación no antes, ni después, conseguida en la historia. ¿Cómo es posible alcanzar a componer algo tan excelso de belleza sin disponer de una mínima decepción ante el mundo? La satisfacción humana más profunda dejará a un lado cualquier necesidad de creación y belleza. No es posible conseguir esa tonalidad, ese contraste, esa delineada forma tan artística, sin la compensación grandiosa de una belleza que el ser humano, sin embargo, no hallará disfrutando tanto de su existencia. 

(Óleo David vencedor de Goliat, 1600, del pintor barroco Caravaggio, Museo del Prado, Madrid; Detalle del fresco de la Capilla Sixtina, Profeta Jeremías, 1511, del renacentista pintor italiano Miguel Ángel Buonarroti, Roma.)

28 de diciembre de 2020

La premonición de Seurat no fue la técnica elegida sino la forma en que la sociedad acabaría convirtiéndose.


 El Impresionismo había surgido apenas quince años antes de que Seurat compusiese su obra premonitoria. Había surgido el Impresionismo de la visión rupturista de los pintores por mostrar una parte del mundo, esa que nunca antes nadie se habría detenido a exponer en un cuadro. ¿Qué visión era esa tan deconstruida? Pues la del momento fugaz añadido a cualquier evento del mundo mínimamente relevante. Porque todo lo representado antes habían sido o la vitalista escena humana prodigiosa o la grandiosa natural de un paisaje del mundo. Nunca se había fijado en una obra la parte del mundo que no tenía nada importante que describir. Nada importante excepto esa forma luminosa que ahora vibraba insigne en un lienzo impresionista. Era ahora lo importante el medio transmisor, no el emisor ni el receptor en lo visible del mundo. Era todo lo que antes no se paraba nadie a mirar... Los pintores impresionistas hicieron la revolución estética más radical que se pudiera crear en aquellos años del siglo XIX. Con ellos se acabaría de golpe el sentido, se acabaría el mensaje, se acabaría el contenido, se acabaría todo por lo que antes los creadores habían mostrado la pasión estética más arrebatadora: el mayor éxtasis artístico de lo más grandioso. Así que ahora, a cambio, cuando los seres humanos, cansados de la agitación de la imagen artística grandiosa, fueron a buscar la más sosegada, distante, elusiva, marginal, evanescente o sesgada imagen que se pudiera obtener del mundo, alcanzaron a componer la estética más exitosa que un incipiente Arte moderno pudiera hacer por entonces. El Impresionismo fue el Arte moderno de la segunda mitad del siglo XIX. El rechazo fue absoluto por los críticos y el público, nadie pensaría por entonces (1870) que ese Arte marginal pudiera siquiera progresar. Sin embargo, los impresionistas nunca se desanimaron y llegaron a evolucionar con múltiples variaciones de su propio estilo. 

Georges Seurat (1859-1891) fue uno de esos innovadores impresionistas que se obsesionaron con el modo en que el color se representa en un lienzo. Los colores, antes de los impresionistas, se habían compuesto y preparados en la propia paleta por los pintores. Antes de que el color final decidido se fijase en el lienzo se obtenían sus resultados en la paleta, nunca en el cuadro, ni, por supuesto, en el ojo del espectador... Esto último fue lo que el Impresionismo lograría verdaderamente: que los ojos del receptor de una obra fueran el agente efectivo del resultado final de la tonalidad de cualquier parte del mundo. Seurat iría mucho más allá todavía. Entendería el original artista que la composición de una obra de Arte no tenía nada que ver con las formas geométricas tradicionales: ni con las líneas, ni con las gradaciones, ni con las manchas, ni con las pinceladas ni con las matizaciones. Tan sólo con el punto geométrico... Así que ahora con los puntos y sus colores representados se formarían la trama, la forma, la audacia artística y la expresión más determinada de una impresión estética. El Puntillismo, sin embargo, no fue más que una innovación pasajera en el Arte, no consiguió más que una novedad técnicamente curiosa. Fue la adaptación científica de los colores y sus combinaciones para obtener una creación impresionante. Pero, a diferencia de lo que Leonardo da Vinci había teorizado ya en el siglo XV, el Puntillismo de Seurat revolucionaba el sentido estético de los colores absolutamente. Lo hacía ahora con el tiempo, un elemento impresionista por excelencia, pero, también con el espacio. Con el Puntillismo de Seurat había que alejarse lo bastante para no confundir el color con los puntos geométricos, la técnica con el objeto final, o el sentido inexistente con la forma estética.  A diferencia del Impresionismo, el Puntillismo era formal o plásticamente más geométrico, más equilibrado, aséptico y rígido antropomórficamente, muy desnaturalizado. Así logró el pintor Georges Seurat en el año 1886 finalizar una obra paradigmática del Neoimpresionismo puntillista, Una tarde de domingo en la Grande Jatte. La técnica puntillista aquí es totalmente visible, no la oculta el creador francés con nada que pudiera dejar de sentir aquel espíritu innovador de una forma equilibrada y científica. 

Una modernidad muy avanzada fue el Puntillismo de Seurat, una técnica impresionista que aturdió en los años finales del siglo XIX. Sin embargo, no prosperaría en el Arte. Los pintores postimpresionistas ganaron, finalmente, la batalla a los neoimpresionistas. Cuando los impresionistas más díscolos, los postimpresionistas, descubrieron la emoción del momento, no solo su evanescencia sino su emoción más humana, obtuvieron la aceptación artística más elogiosa, aunque ésta nunca la tuvieron en vida. Fue el caso de Van Gogh, de Gauguin, luego de Cezanne. Pero antes de eso, apenas unos años antes, el pintor más entusiasmado con la forma coloreada causada por multitud de puntos, consiguió llevar a cabo la premonición más profética de todas las habidas en la historia del Arte. Y no fue por la composición asimétrica de la obra, ni, tampoco, por su estática forma milimétrica de componerla. Tampoco lo fue por la sensación de quietud o calma. No lo fue por su perspectiva cónica, tan profunda y desentonada. No lo fue tampoco por la crítica social a unas maneras burguesas hipócritas, como la que se pueda deducir de la acompañante femenina (con la extravagancia del mono domesticado, algo que se asociaba entonces a una prostituta) del caballero altivo del primer plano. No lo fue, del mismo modo, por el contraste de diferentes clases sociales, unidas por el instante estético compartido en la sombra. No lo fue tampoco por el sombreado de una parte del lienzo, la más cercana al espectador, opuesta a la de atrás, símbolo tal vez de una sociedad más atribulada frente a otra más animosa (los colores cálidos muestran en el Puntillismo, decía Seurat, más alegría frente a los fríos, que designan un seco histrionismo). No, no fue por todo eso por lo que el pintor neoimpresionista se adelantara, con su premonición estética, a lo que sería la sociedad muchos años después: una sociedad sin atisbos de comunicación física, sin emociones, sin desencanto siquiera, sin mezcolanza, sin masificación. Con distanciamientos, con soledad compartida, con la languidez obtusa de la meditación subjetiva de cada uno de los detenidos miembros de la misma. Así la presintió Seurat sin proponérselo, sin entenderlo entonces, solo con los alardes pictóricos de su audaz técnica. Con los atributos estéticos desasosegados e inquietos de una representación premonitoria, de una profecía terriblemente autocumplida, unos ciento treinta y cuatro años después...

(Óleo sobre lienzo Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte, 1886, del pintor neoimpresionista francés Georges Seurat, Instituto de Arte de Chicago.)


30 de noviembre de 2020

Los dos mejores estilos artísticos donde brillaría más la excelencia del mejor Arte español.



Cuando el Arte español alcanzara su mejor sentido estético fue en dos momentos históricos de cierta semejanza sutilmente creativa. Se situaron estos alardes estéticos en las segundas mitades de esos siglos sublimes, los dos siglos más gloriosos, además, que la historia de España tuviese en el mundo. Es de entender que su Arte reflejase entonces esa eventualidad culminadora. Aunque la historia social y política no corresponda exactamente con la cultural casi nunca, esos dos momentos históricos establecieron, sin embargo, el mayor grado de realización artística llevado a cabo en España en cada uno de esos dos estilos tan extraordinarios habidos en el Arte universal. Esos estilos fueron el Manierismo y el Barroco, pero ahora ambos ya en su fase final, cuando el desarrollo del estilo de su pintura llegaría a lo máximo que por entonces pudiera así elaborarse... sin caer en otra cosa distinta. Porque la evolución artística es tan sutil como engañosa, ¿hacia dónde se va en una tendencia artística? Los pintores desean componer sus obras con dos cosas generalmente: perfección y avance. El avance es la perfección llevada algo más allá. Pero la perfección no puede avanzar, por definición: es perfecta. Sería entonces casi como una cierta esquizofrenia artística vertiginosa. Si una creación se sostiene en sus elementos estéticos donde la belleza ya no se puede forzar más, ¿por qué el creador entonces decide ir un poco más allá, a riesgo de zaherir la perfección alcanzada? Debe ser una tentación irrefrenable esa, debe ser la autoconfianza también de dominar ya una expresión determinada, la capacidad de crear belleza desde la nada, lo que deberá llevar a los autores artísticos a la imposible resistencia devocional hacia la transgresión estética más anhelada... ¿Cuál es esa transgresión estética tan querida? La de forzar el sentido convencional más extendido entonces, la de traspasar ya el ámbito de lo admitido hasta entonces. Pero ahora haciéndolo de manera que no se perciba demasiado todo eso, que sólo se insinúe, que sólo se muestre sin mostrar, que se plasme sin ningún relieve consistente que lleve a deslucir, en los ojos del que lo mire, el mejor modo de componer un Arte que no tenga más fronteras que la de su propia creatividad.

La obra manierista del gran pintor Luis de Morales (1510-1586) La Virgen de la Leche, compuesta sobre el año 1565, es una muestra extraordinaria del mejor sutil erotismo místico realizado en el Arte español. Sólo cuando los conceptos estéticos se tienen claros es posible percibir la belleza sin confusión ni desatino. El sentido estético en el Arte es el resultado de todas las variables estéticas que se articulan en una composición determinada. En esta maravillosa obra manierista hay un espacio estético que formará además parte relevante de esas variables estéticas. Es el aislado encuadre espacial de dos figuras solitarias que, sobre un fondo oscuro necesario, aparecen ahora unidas en una pose de  extrema comunicación sedentaria. Ese fondo inerte es ahora la mayor expresión de intimidad precisa para poder transmitir la comunicación mística y erótica más sutil que una imagen, sagrada además, pueda tener en el Arte. Fue una de las composiciones más recreadas del Renacimiento el gesto artístico de amamantar María a su pequeño bebé. Las obras de Arte de entonces, del siglo XV y principios del XVI, habían mostrado el pecho descubierto de la madre en sus lienzos artísticos. Pero tiempo después, a partir de la mitad del siglo XVI, se fue abandonando esa estética evidente por considerarla por entonces muy indecorosa. Así surgiría el erotismo realmente, como aquella práctica estética que sólo insinuase el sentido pero que no evitase del todo su finalidad primorosa. La forma tan conseguida y delicada que el pintor español alcanzó para transmitir una comunicación tan tierna y sutil, no ha sido obtenida jamás después en una obra sagrada como esa. El pequeño bebé está ahora asiendo con su mano izquierda el grácil velo transparente de su madre en un gesto poderoso de atracción y deseo irresistibles, ambos impulsos muy naturales, sin embargo, para un ser tan desvalido que necesite urgentemente alimentarse. Con su otra mano buscará así la forma de acercarse al pecho necesitado, ahora éste ya cubierto por la belleza colorida de un tejido prodigioso. Pero, luego estará la mirada tierna y asombrosa de María, un gesto aquí tan perceptivo como la sumisión tan querida de ella ante un deseo vital tan vigoroso como insinuante. ¿Hay alguna forma mejor de transmitir un sentido erótico profundo donde la voluntad de dos seres sea ya tan aceptada, sentida y precisa? 

El Barroco fue un período histórico más que un estilo artístico ya que en él existieron diversas tendencias estilísticas diferentes. Al haber sido el período artístico más largo de la historia es de comprender que tuviese diferentes tendencias dentro del gran momento que supuso el Barroco en el Arte. Es difícil poder elegir en tan dilatado manantial de creatividad maravillosa una obra barroca que muestre alguna genialidad especial. Pero hay una que lo hace claramente. En el año 1679, cuando el siglo XVII empezaba a tener ese horizonte que hizo de esos años finales un momento histórico sublime por su avance científico, técnico, social e intelectual, un pintor español consiguió traspasar la frontera de lo admitido o conocido como Arte hasta entonces. Pero, al igual que Luis de Morales, no lo hizo sino con la sutileza y el prodigio equilibrado más artístico que se pudiera hacer entonces. En su retrato El duque de Pastrana, el pintor Juan Carreño de Miranda (1614-1685) no sólo compone el retrato de un noble español de finales del siglo XVII, sino que llegaría a conseguir el concierto estético más elaborado de asignación figurativa de unos colores ahora extraños, de unos trazos indefinidos o de unas mezclas poco naturales en una composición tan original para entonces. Es el avance pictórico más sublime que consiguiese el Barroco hacer por entonces. Si quitamos la figura del duque retratado, ¿qué nos quedará en la obra barroca? Un paisaje absolutamente impreciso para el sentido clásico del Arte, ¿no es un modernismo barroco ese que hiciera Carreño de Miranda por entonces? Las ramas del árbol se confunden ahora con las nubes insolentes de un cielo tan terroso como sus hojas apenas inapreciables. La figura del caballo surge como de un sueño pictórico detrás del retratado, enarbolando ahora un enjaezado sutil celeste y pequeño como el cielo efímero tan desolado que pintase su autor. No se distinguen sino su cabeza y sus cuartos delanteros en un alarde de sorpresa plástica sublime. Es ahora aquí la efusión expresiva de unos colores sin la definición perfilada que los hace contrastar o resurgir entre sus sombras figurativas. No, ahora no, ahora los colores hacen las formas estéticas desde la visión ¡tan impresionista! como, siglos después, una tendencia así llevase por fin las figuras de un paisaje a la historia del Arte. Era este el reflejo sutil de un avance que una sociedad llevara o quisiera llevar por entonces en la historia artística. ¡Qué diferencia con el retrato aséptico del caballero de la mano en su pecho de El Greco! El mundo estaba cambiando. España también. Fue un momento histórico (artístico, social, filosófico) que se malograría sin embargo. Y que España llevaría ya en el germen social de su difícil destino histórico. En el Arte europeo por supuesto, jamás se volvería a pintar así hasta que el Impresionismo lo lograse, casi doscientos años después. Fue un alarde artístico extraordinario que duraría tan poco como sus creadores pudieron dilatarlo sin desfallecer. Como la historia lo permitiera, también. Pero, no lo hizo... Esas solo fueron las grandezas sutiles tan efímeras de estas dos creaciones artísticas tan innovadoras en la historia de la estética que se pudieron hacer. Porque, además, si en algo el país que lo alumbrase se caracterizaría en la historia sería por eso: por ser el pionero en muchas de las cosas que el mundo, luego, se apropiase y desarrollase como si nunca antes hubiese sido vislumbrado o intuido por nadie. 

(Óleo sobre tabla La Virgen de la Leche, 1565, del pintor manierista español Luis de Morales, Museo del Prado; Óleo sobre lienzo El duque de Pastrana, 1679, del pintor barroco español Juan Carreño de Miranda, Museo del Prado, Madrid.)

19 de noviembre de 2020

La imposibilidad de conciliar el pesimismo con la vida es paralela a la posibilidad de unir el Arte a la verdad.



 En una de las reflexiones más profundas que un pesimista pudiera realizar sobre el mundo, el pensador noruego Peter Zapffe (1899-1990) escribiría en el año 1933: La tragedia de una especie es que se convierta en inadecuada para la vida a causa del super-desarrollo de una gran capacidad. Así, por ejemplo, se cree que cierta clase de ciervos sucumbió en época paleontológica al adquirir cuernos demasiado pesados. Las mutaciones evolutivas han de ser consideradas acciones ciegas que trabajan y se imponen sin conexión con su ambiente. En estados depresivos la mente puede ser considerada como la imagen de aquella gran cornamenta que, aun en su fantástico esplendor de grandiosidad, clavará en el suelo a quien la porte. ¿Por qué entonces la humanidad no se extinguió hace tiempo, durante las grandes epidemias de locura? ¿Por qué sucumbe solo un muy reducido número de individuos al no poder resistir la tensión a causa de un conocimiento que les aporta más de lo que pueden sobrellevar?  Cuando el rey Edipo de Tebas alcanzó a saber -se lo había anticipado el Oráculo de Delfos, aunque no le dijo toda la verdad- que el hombre que había matado en el río camino de Tebas era su propio padre, sin él saberlo, y que la mujer que había desposado luego era su propia madre, ignorándolo por completo, enloquecería de tal modo que acabaría cegándose los ojos para siempre. Desde los inicios de la humanidad el mundo había llevado a la escisión dos cualidades humanas: la de la materia y la del espíritu. Ambas representan la propia vida humana. No podemos desprendernos de la materia sino anulándola violentamente; y no podemos abandonar nuestro intelecto espiritual sino engañándonos ciegamente. Para el momento en que el pintor del Neoclasicismo arrollador de belleza crease su obra Las bodas de Cupido y Psique, el mundo empezaba un arriesgado intento temerario de ruptura que le llevaría al imperio de la materia sobre el espíritu. Era comprensible esto, pues, ¡habían sido casi trece siglos de equilibrio, aunque inestable, entre las dos! Era tiempo de que el ser humano probara otra cosa. Aquella que pensaba, absolutamente equivocado, que podía llevarle mejor a conquistar, si afianzaba la materia, todo su poder sobre el mundo.

Zapffe, en su obra pesimista, nos sigue diciendo: Si en el momento adecuado el ciervo gigante hubiera roto los extremos de su cornamenta, hubiera podido haber sobrevivido -resistido- por más tiempo. Pero lo que hubiera ganado en persistencia lo hubiera perdido en importancia, en grandeza vital. En otras palabras, hubiera supuesto una persistencia sin esperanza, hubiera pervertido su esencia, se hubiera convertido en una raza autodestructiva contra la sagrada voluntad de la sangre. En su enconada afirmación de vida, el último "Cervis Giganticus" portaría orgulloso el escudo de su linaje hasta el final. Pero, a cambio, el ser humano se salva a sí mismo y persevera. Llevará a cabo una represión más o menos consciente de su abrumador excedente de conciencia. Aunque esa represión adquiere una vasta y multifacética variedad de formas, parece legítimo identificar al menos cuatro clases principales de represión: aislamiento, anclaje, distracción y sublimación. Por aislamiento -o ceguera- se entiende la total y arbitraria expulsión de pensamientos o sentimientos preocupantes o destructivos. El mecanismo de anclaje resulta útil desde la niñez: la familia, el hogar, los juegos, por ejemplo, se convierten en asuntos habituales para el niño y le otorgan seguridad. Tal esfera de experiencias es la primera y quizá la más feliz protección contra un cosmos al que no sondeamos nunca del todo. Cuando el niño descubre más tarde que tales bases de seguridad son tan arbitrarias y efímeras como cualquier otra, sufre una crisis de confusión y de ansiedad y buscará algún que otro anclaje. El anclaje puede caracterizarse como la fijación a puntos internos o por la construcción de muros en derredor. Los anclajes útiles en sociedad son vistos con simpatía, pues quien se sacrifica por su anclaje (un proyecto material, una causa social) es idolatrado. Cuando la gente cae en la cuenta de la falsedad de algunos anclajes se esforzará en sustituirlos por otros nuevos (la efímera duración de las verdades), de donde surgen todos y cada uno de los combates espirituales y culturales que, junto con la contienda económica, componen el contenido dinámico de la historia universal.

Y continúa el pensador noruego: El afán por poseer bienes materiales no se explica sin más por los placeres inmediatos que proporciona la riqueza, pues nadie puede sentarse en más de una silla a la vez, ni seguir comiendo cuando ha quedado saciado. Más bien, el valor de una fortuna material consiste en la pluralidad de oportunidades para atarse al anclaje necesario, como las distracciones que ofrece a su dueño. Amamos los anclajes porque nos ofrecen salvación pero, a la vez, los despreciamos porque cercenan nuestro sentido de libertad. Otra forma de protección es la distracción, es decir, cuando se limita la atención hasta niveles mínimos y se la colma continuamente con fascinadoras impresiones abrumadoras. Negar la mayor parte de las opciones de distracción supone un considerable mal de encarcelamiento. Y como las opciones para liberarse -salvarse- de otros modos resultan escasas, el encarcelamiento tiende a permanecer muy próximo a la desesperación.  El cuarto remedio contra el pánico vital es la sublimación, una cuestión más de transformación que de represión. A través de talentos estilísticos o artísticos el consustancial dolor de la vida puede convertirse en una experiencia valiosa. Tales impulsos positivos atacan el mal de la desesperación y lo enfrentan a sus propios límites, mostrándolos en sus aspectos pictóricos, dramáticos, heroicos, líricos o incluso cómicos. Sin embargo, si el más temible aguijón se mantiene por otros medios, o nos está negado el control por parte de la mente, la utilización de la sublimación resulta improbable. Por ejemplo, es como el alpinista, que no puede disfrutar de la vista del abismo maravilloso en tanto permanezca ahogado por el vértigo, sólo cuando tal sentimiento ha sido más o menos superado puede disfrutar anclado en su fascinación. Mientras la humanidad se mantenga de forma aturdida en el fatal espejismo de estar biológicamente predestinada al triunfo, nada en lo fundamental cambiará en el mundo. A medida que la población se incremente y la atmósfera espiritual se espese, las técnicas de protección deberán asumir un carácter cada vez más brutal y definitivo.

En la obra de Pompeo Batoni vemos una grandiosa representación mitológica del engaño. El dios sensual y material Cupido se vence ahora, dejando que otros dioses bendigan la imposible unión suya con la espiritual Psique. La espectacularidad radiante del escenario de belleza clásica era una demostración efectiva de la necesaria consolidación social por entonces. La materia y el espíritu se unían ya en un enlace universal para siempre. ¿Para siempre? Por mucha belleza que el pintor pudo componer, ninguna sublimación estética de esa mitología confusa podía distraer una terrible amenaza que, pronto, asomaría entre las ambiciones y paradojas pesimistas de una humanidad confundida. La conciencia debía ser contenida para avanzar ante las contradicciones o debilidades de una existencia maldita. En la otra pintura, que el pintor francés Fulchran-Jean Harriet hiciera cuarenta y dos años después, se vislumbra la serena amenaza que la desesperación humana llevó en otro mito. Edipo, junto a su hija Antígona, se muestra vencido pero superado de las dolencias espirituales gracias a la ceguera que se produjo. Ahora, en la misma tendencia artística, otra mitología griega rompe por completo la brillante armonía de una belleza vinculante... Ya no había engaño, había transformación; ya no había mentira habría pesimismo. ¿Es que la verdad no está en ninguna manifestación sino sólo en su reserva? El Arte no podía tomar partido ni por una ni por otra cosa. Destruirse no era la opción, mantenerse equivocado, tampoco. Tal vez sólo pudiera ser la opción estar alejado ahora de la humana intención de querer atar dos cosas tan opuestas con el nudo imposible de sus diferencias...

(Óleo neoclásico Las bodas de Cupido y Psique, 1756, del pintor italiano Pompeo Batoni, Galería Estatal de Berlín; Cuadro Edipo en Colono, 1798, del pintor neoclasicista francés Fulchran-Jean Harriet, Museo de Cleveland, EE.UU.)

9 de noviembre de 2020

El sentimiento, el arte, el deseo, la necesidad o la prestidigitación más sublime de lo incierto.



No se trataría tanto de alcanzar la verdad sino más bien de algo verosímil acerca del mundo. De un relato vital que, de tanto repetirlo, los seres humanos lo tuvieran a mano siempre para poder resistir los duros reveses de la incertidumbre. En los inicios de la humanidad el amor fue un concepto ideado para satisfacer, según algún tipo de ley natural, una necesidad misteriosa en la vida humana: la de que el ser humano ha de amar con todo su ser a aquello que no ignora se lo debe todo. Porque para existir el hombre había de haber sido creado antes, y la fuerza de ese sentimiento de amor llevaría al ser humano a componer el sentido misterioso de un poderoso creador. A la conciencia de una deuda tan grande le correspondía, por tanto, un amor extraordinario. Este amor para el hombre lo constituiría todo, sería como un estado de derecho personal ineludible, de integridad total con su propia naturaleza más íntima. Es por lo que si le faltase ese sentimiento poderoso alguna vez, no tendría que ver esa falta con su propia esencia sino con alguna circunstancia accidental ajena a su naturaleza. Y así fue como buscaría entonces una reparación para tratar de volver a sentir lo mismo de antes.  Esta es la representación metafórica del Génesis bíblico, de aquel relato donde se describe la caída y redención posterior -restitución de aquel sentimiento amoroso- del primer hombre en la figura de Adán. El creador sería el garante de la restitución tan querida por el ser vulnerable. Fue llevada a cabo porque existía una imagen y una semejanza entre lo creado y el creador. La imagen consistía en la misma capacidad de los dos seres -criatura y creador- ante la necesidad universal limitadora de libertad; porque ésta, la libertad, la personal y la sagrada, impediría que la necesidad universal fuese algo inevitable. La semejanza, por otro lado, era la capacidad poderosa frente a la maldad y la miseria humanas -el sufrimiento-; y ambas cosas serían sojuzgadas por la libertad de esa naturaleza tan semejante con el creador. La libertad, ante la necesidad, no podría perderse nunca, formaba parte siempre de la naturaleza del ser. Pero las otras dos capacidades, la libertad ante el mal y la libertad ante la miseria, podían llegar a perderse por la falta accidental de aquel sentimiento sagrado. Porque se puede elegir el bien -o no elegirlo- y complacerse así de estar libre de miseria. Es por lo que, como en la metáfora bíblica, el ser humano con la redención de su amor estaría ya libre del mal y de su satisfacción ante la miseria. 

Cuando en el siglo XVIII el mundo cambiase la forma en la que los seres viesen el sentimiento amoroso, ya no como una debilidad racional sino como una exaltación poderosa, la sociedad empezaría a querer sustituir aquella redención bíblica por otra más cercana, terrenal o menos temerosa. Así fue como el Romanticismo arrasaría con la forma en la que el sentimiento fuese representado y vivido en el mundo, y utilizado, además, para entender ese sentimiento con la misma apariencia emotiva de aquella teología sentimental. Porque ahora, a cambio de una divinidad trascendente, el objeto del sentimiento amoroso humano era el ser humano mismo. Los conceptos de imagen y semejanza fueron sustituibles además, ya que existían también en el ser humano, iguales ahora en su sentido sentimental con los dos sexos. ¿Lucharían entonces ambos sexos del mismo modo contra la maldad y la miseria atávicas? ¿Ejercerían del mismo modo también aquella libertad los dos seres humanos para poder prosperar en el mundo? ¿Caerían desesperados ambos a la búsqueda de una posible redención, al parecer en su caso del todo imposible? El amor era la misma fórmula utilizada tanto para unirse a lo sagrado como a lo terrenal. La diferencia estribaba en la caída... En un caso, la caída metafísica era un accidente ocasional salvado por la libertad personal tan poderosa; pero, en el otro, en la caída física era una parte integrante de su propia naturaleza malograda. Porque ahora la falta de amor humano, a diferencia de aquel sentimiento teológico fallido, estaba íntimamente unida a la naturaleza tan cambiante del ser efímero. No sería ya un accidente casual lo que llevaría al desamor en los seres enamorados terrenales, sería la propia esencia interior tan inconsistente y estulta de los humanos la que dispondría de ese sentimiento pasajero. No hay redención, por tanto, en la caída del amor humano terrenal, como sí la había, a cambio, en la caída sagrada de un sentimiento universal. La imagen terrenal representada en la obra decadente de efusión amorosa ante las figuras convulsionadas de pasión sentimental, no era más que la manera de expresar un deseo romántico que, socialmente en el siglo XIX, aventuraba por entonces una nueva frontera cultural y emotiva. Por eso el pintor francés René-Xavier Prinet compuso así de extraordinario el ímpetu amoroso del deseo humano más pasional en su decadente obra romántica. No pudo expresarlo mejor que con los símbolos estéticos de la desesperación más apasionada entre las sombras artificiales de un silencio apenas comenzado. Porque justo es ahora, al terminar la música propiciatoria, cuando inmediatamente empezaba el amor sentimental más desaforado. No había ahora más que un impulso desabrido ante las imaginadas notas, todavía inexistentes, de una melodía aún por comenzar. 

Cuando el Barroco de Murillo quiso elogiar un desenvolvimiento místico ante las enajenadas falsedades de un mundo miserable, el pintor español compuso entonces la escena de un sentimiento tan sagrado como la rémora impenitente de aquella redención universal. Ahora el ser abraza a su amado creador con la matización reverente de un sentimiento poderoso. No hay finalización ni desarraigo en ese sentimiento, como no hay tampoco pasión ni estremecimiento en su modo de experimentarlo. La semblanza de este sentimiento amoroso era la misma que la libertad creadora propiciara antes de aquella caída frente a la necesidad, la maldad o la miseria. Es el ser humano expresando ahora su sentimiento ante el ser permanente que lo crease.  Existen entonces dos sentimientos, el terrenal, cuya impresión expresiva es momentánea, dada la misma naturaleza de la que además está compuesta la miseria; y el sagrado, cuya expresión representada es eterna por ser imagen exacta de una esencia permanente cuya circunstancia accidental sólo cambiará parte de un devenir más poderoso. El sentimiento en este último caso no tendría fin porque no tenía un principio, ya que era parte consustancial de aquella esencia universal de los seres relacionados. Así fue como el pintor español del barroco sevillano compuso su obra mística tan extraordinaria, con el componente extemporal de un sentimiento ahora sin medida. No hay comparación alguna con el sentimiento humano terrenal del Romanticismo decadente. Uno nos demuestra una necesidad angustiosa y el otro una libertad salvadora. Porque para el deseo impetuoso de pasión romántica terrenal no hay libertad posible, ya que ambos seres humanos están llevados ahora por la necesidad más universal. Para el sentimiento de amor sagrado, a cambio, es la libertad personal lo que permitirá esa unión sagrada tan poderosa para siempre. No hay más que libertad elogiosa en el cuadro barroco porque la emoción trascendente de luchar vencerá la fuerza desastrosa del desarraigo y la maldición más caprichosa. Una emoción que surge ahora de la verdad y que no oculta sus sentimientos nunca, que no huye tampoco de nada, que no siente temor ni ofuscación, ni descomposición sentimental ni deseos insatisfechos, ni inclementes rémoras. Pero, sin embargo, para cuando la música emotiva romántica volviese a sonar de nuevo con fuerza melodiosa en la visión del cuadro decadente, la capacidad de ese amor pasional tan romántico acabaría diluida para siempre entre la verdad temporal más veleidosa de sus propios sentimientos tan dramáticos.

(Óleo La sonata Kreutzer, 1901, del pintor romántico-decadentista francés René-Xavier Prinat, Colección Privada; Lienzo barroco San Francisco abraza a Cristo en la cruz, 1669, del pintor español Murillo, Museo de Bellas Artes de Sevilla.)

3 de noviembre de 2020

El Romanticismo fue un desengaño, una falta de sintonía con la realidad.



Las experiencias vitales más significativas de los humanos se traducirán en emociones desbordadas, pero aquellas que no lleguen a cubrir o evitar las huellas del desencanto son las que, verdaderamente, reflejarán las hazañas más terribles de lo más trágico... Así fue como el Romanticismo se enfrentó estéticamente al halago artístico más armonioso del Barroco. Cuando el Barroco quiso pintar la violencia no supo hacerlo de otra forma que con Belleza. ¿Cómo podía representar el Barroco la vida sin belleza? En su obra La caza del hipopótamo y el cocodrilo, Rubens compone la belleza más armoniosa de la vida junto a la crudeza más feroz de la naturaleza. No hay sino un realismo inverosímil en su composición, un realismo estético que expresa un lirismo artístico brillante. No hay mejor estilo que el Barroco para compaginar la dureza de la vida con la belleza elogiosa más exquisita. La explicación está en la cosmovisión del siglo XVII. A pesar de las calamidades y desgracias, el mundo aún no tenía una visión negativa de la forma estética en que fuese visto. La armonía era esencial en toda representación que tuviese a la vida como muestra. Así los colores y las formas, la postura, los engarces de las figuras, el encuadre magnánimo y la composición más medida. ¿No es esta escena dramática barroca una calculada exposición de figuras armoniosas donde la realidad, sin embargo, está disociada de las formas? Para el Barroco la realidad es fracturable en las formas, porque son ahora sus diversas formas las que sostienen una composición agrupada tan imposible, pero genial, absolutamente genial y creíble.

Después de un siglo tan descreído y racionalista como el dieciocho, las sangrientas campañas de la Francia revolucionaria y post-revolucionaria destrozaron además el sentido de la esencia artística clásica. Ya no era tiempo de armonía irreal o de calculadas extravagancias compositivas. Así que el Romanticismo fue un revulsivo que no solo trajo una revolución al alma, sino una transformación creativa del Arte para siempre. En Rubens la manera en que las formas se adecuan al encuadre es casi más una teología que un alarde artístico. El mundo en el Barroco era entendido como reflejo de una dicotomía redentora universal. El bien y el mal están muy definidos y nunca podía dudarse de la victoria de aquél sobre éste. Para los seres humanos del Barroco la desgracia no era más que un accidente pasajero, algo que acabaría tan pronto como la vida fuera transformada en una eternidad. Los seres de la naturaleza tenían una función redentora además. En la pintura de Rubens las fieras fauces de los salvajes animales no son sino meras comparsas juguetonas que apenas dañan a nadie. Todos, animales y hombres, forman una realidad cósmica adaptada a la redención de su existencia pasajera. No hay sangre ni desgarramiento, no hay nada en la obra de Rubens que pueda abrumar el sentido universal de Belleza. Es el genio de la fuerza, del carácter o de la personalidad de cada elemento por pertenecer a su propia esencia. A cambio, no hay ninguna libertad violenta que se sacrifique por la vida o la Belleza. Todo retorna a la vida más tarde o más temprano, y los gestos aguerridos en la obra barroca no son más que un destino estético buscado para encumbrar la única aspiración de una verdad muy creída: la Belleza.

Sin embargo, para cuando los hombres del siglo XIX, alarmados por la orfandad de unas sagradas ideas, antes poderosas, trataron de calmar sus miedos con la razón encontraron en la libertad de la violencia la demostración elogiosa de una estética querida. Entonces la violencia no se sujetó a nada, nada la reprimiría, y así es como la vemos en la romántica obra del pintor Delacroix. En este caso no es la representación alegórica de una teología más bien de un agnosticismo lo que el pintor expresa. Los seres, todos los seres representados, están ahora sumidos en la más salvaje emoción de violencia. La composición romántica no es conforme a ninguna revelación ni a ninguna moral. Ahora solo hay lucha ahí, una lucha sin consideración, sin matización, sin límites. Sin estética ni ética tampoco, solo un enfrentamiento salvaje con respeto a la verdad como única meta. La maldad es para el Romanticismo una justificación para expresar la violencia. Sólo hay maldad, a diferencia del Barroco, y para salvarse de ella la lucha es la expresión más veraz y poderosa que existe. Las fauces asesinas de los animales salvajes corresponden a la realidad de la vida liberada, están hiriendo de verdad, sin fingimiento, sin ternura estética grandiosa. Para el Romanticismo la Belleza no es una excusa poderosa, existe en sus obras solo por ser un efecto estético. La libertad está sujeta a la vida salvaje, violenta y tenebrosa. La verdad no puede desligarse de la belleza, la belleza no puede desligarse de la autenticidad. Para salvarse no hay más redención posible que la fuerza de la verdad auténtica. La Belleza, con el Romanticismo, cede entonces el paso a la autenticidad. No es posible la autenticidad si para ello la Belleza, como en el Barroco, triunfa poderosa. En el tiempo de una sociedad derrotista, industrializada y laica que los años siguientes llevaron a prosperar, ambos estilos -el Romanticismo y el Barroco- fueron olvidados para siempre. En un caso porque la realidad no era semejante a la belleza, en otro porque la autenticidad no llevaba a elogiar nada. Pero para cuando la libertad llevara luego a privilegiar una parte sobre otra, el mundo entraría en un enfrentamiento estético tan desgarrador y melancólico como para no poder llegar a ofrecer ya ningún sentido, ni emoción, ni belleza...

(Óleo romántico La caza del León, 1855, del pintor francés Eugène Delacroix, Museo de Bellas Artes de Estocolmo; Lienzo barroco La caza del hipopótamo y el cocodrilo, 1615, del pintor Rubens, Pinacoteca Antigua de Munich.)

27 de octubre de 2020

El Arte es el jeroglífico ingenuo con el que se expresa la esencia desengañada de un tiempo histórico.



 Cuando Gustav Klimt ideó plasmar la visión sobre el ciclo de la vida en diferentes edades, realizaría un primer boceto de su obra en el año 1908 para, tiempo después, ser llevado a un óleo durante el año 1910. Hasta presentaría la obra (ignoro cómo sería esa obra original) en la Exposición de Arte de Roma del año 1911, recibiendo una medalla de oro por su creación. Pero, por razones que se desconocen, modificaría la pintura en el bélico año de 1915. Aunque se pueda elucubrar que el pintor simbolista sólo compuso originalmente la parte derecha del cuadro, esa parte donde se representan las figuras de los diferentes estadios de un ser humano en sus distintos momentos existenciales, y que, luego, con el avasallador surgimiento de la terrible guerra del año 1914, el creador modernista, desengañado por el cruel enfrentamiento mundial, incorporase, además de su inspiración inicial, la siniestra y coloreada figura desolada de la muerte. Pero, también el fondo... Donde antes la pintura tuviese un dorado más propio de su estética, la oscurecería ahora el pintor con un gris confuso y macilento, matizando así un contraste muy necesario en su obra. Y la acabaría titulando, sin complejos, Muerte y Vida. ¿Es que es este el único ciclo a considerar, la muerte y la vida, más que aquel existencial de antes, solo por entonces señalado con la vida...? Con la experiencia del sufrimiento de la guerra mundial el pintor entendería que, en ese momento trágico de exterminio tan cruel, su propia época además realmente, esa en la que vivía sumido el pintor, el único ciclo posible a representar y considerar era este y no aquel de una vida idealizada, tan ingenua e incompleta del despiadado mundo que entonces ignorase. ¿Calmaría su desolado ánimo el cuadro modernista que acabase pintando? Tres años después de terminar esta obra, el pintor fallecía de la gripe española en febrero del año 1918, nueve meses antes de finalizar la Primera Guerra Mundial.

Entre las fervientes transformaciones que el Romanticismo hiciera en los creadores de la antigua Confederación alemana del Rin,  una sería el idilio maravilloso para entonces con el nuevo impulso que Napoleón trajese a Europa. Pero, pronto descubrieron las terribles desolaciones y vilezas que la guerra napoleónica haría con los pueblos liberados por su fuerza . El desengaño apareció sutil en las representaciones artísticas de sus románticas obras. Como lo hiciera el pintor alemán Franz Gerhard von Kügelgen (1772-1820). En el año 1816 decide componer una obra mitológica de la figura desolada de Ariadna en Naxos. La leyenda contaba cómo la hija del rey Minos se escaparía de Creta junto a su amado héroe Teseo. Pero, una mañana, después de haber arribado la noche antes ambos en Naxos, el héroe ateniense abandonaría a la ilusa y confiada griega. En la obra romántica de Kügelgen la figura de la joven cretense está ahora, simbólicamente, más desengañada que asolada en su instante trágico. Ese mismo sentimiento que los pintores románticos alemanes, como sus compatriotas desengañados, tuvieran al ver los desmanes y las afrentas que contra la vida y la libertad los ejércitos de Bonaparte ocasionaron en su tierra. La obra Ariadna en Naxos formaba parte, junto a otra obra suya (Andrómeda), de un conjunto representativo que expresaba el ciclo alegórico de los dolores y las alegrías del destino humano. Porque, como en el caso de Ariadna, el mundo nos obligará a querer y desear antes todo lo que, de un modo sorprendente, acabará luego por desengañarnos... En la obra romántica está oculta bajo la pátina mítica de lo ingenuo la verdadera intención estética del pintor alemán. Porque entre los encantamientos estéticos de la suave brisa de un Romanticismo útil, el mensaje de liberación y desengaño acabaría reflejado con la sutil metáfora artística de un laberinto desvelado.

La mejor forma de poder entender el Arte es hacerlo como si se tratara de un laberinto desvelado, sobre todo cuando es creado con el magisterio de lo ingenuo más inspirado. Es la creación artística como un jeroglífico ingenuo, y lo es precisamente por ser el Arte una forma comunicativa donde la ocultación es una intención sublime más que un hecho gráfico definitivo. No hay posibilidad de huir de la verdad del Arte que su representación ofrece, pero, a la vez, no hay manera de identificarla, ni de determinarla, con ninguna explicación ajena a su sentido ingenuo más oculto... Puede tener miles, cientos de miles, de sentidos y nunca acabaría por dejar de tener la misma esencia artística premeditada. Para los creadores que viven su tiempo con la desesperación de un momento trágico único, la expresión de lo que plasmen en un lienzo siempre irá más allá de lo que representen con unos rasgos seguros. Las mejores obras de Arte no son las de desengaño, pero, sin embargo, siempre expresarán más sentido artístico profundo aquellas que compongan las mejores muestras estéticas sublimes de una lúcida desesperación. Una desesperación tan desgarrada que pueda, además, traspasar las fronteras del momento inspirado para llegar a apoderarse de un tiempo histórico más universal. Es esta la época vital que, culminada bajo la dura sensación de un instante malogrado, determine luego la forma en la que el mundo fuera entendido por mentes creadoras que tuvieron su trayectoria ofuscada ya por un destino desolador. Cuatro años después de terminar su pintura, cuando el pintor fuese a visitar a un amigo a Dresde, el también pintor Caspar David Friedrich, encontraría, en el oscuro camino que va a Dresde desde Loschwitz, la muerte, asesinado por un ladrón tan despiadado como lo fuera aquella representada ingenua esperanza tan desengañada de su obra.


(Obra simbolista del pintor Gustav Klimt, Muerte y Vida, 1915, Leopold Museum, Viena, Austria; Óleo Ariadna en Naxos, 1816, del pintor romántico Franz Gerhard von Kügelgen, Galería de Museos Estatales de Berlín.)


15 de octubre de 2020

Van Gogh en Rubens o la esperanza cósmica trazada una vez sobre las oscuridades terroríficas de un sueño.


 La Pintura barroca de Rubens tuvo una vez la oportunidad de mostrar toda la crudeza que el Arte pudiera expresar en un cuadro. Porque en esa obra estaba la representación de un mito constituyente y también la fuerza incontenible de un maleficio despiadado, sangriento, cruel y mortífero. ¿Cómo pudo Rubens atreverse a hacer algo parecido? Es de reconocer la temeridad y el valor artísticos que el pintor flamenco tuvo entonces. Pero era un mito grecolatino fundamental y él un gran pintor para poder expresarlo. El escritor romano Ovidio lo contaba ya en su compilación de mitos y leyendas. Saturno, el primordial dios romano, fue un asesino porque había sido asociado desde hacía tiempo al maléfico dios griego Cronos. Pero, sin embargo, había sido una traslación mítica desafortunada ya que la mitología romana no había ideado nunca tamaña maldad para ninguno de sus dioses. El mito griego sí, Cronos fue un titán poderoso que se hizo dueño del mundo mutilando incluso a su padre Urano. De esta mítica mutilación surgiría Afrodita, la diosa de la Belleza griega. Pero no se conformaría Cronos con ser dueño del mundo, desearía serlo también de todo el universo. Para ello debía realizar un pacto con los demás titanes poderosos. Ese pacto le daría el poder máximo en el cosmos. Pero, a cambio, él no debería tener nunca descendencia. Así fue como el dios Cronos acabaría devorando a sus hijos. La madre de ellos, Rea, idearía luego una treta para salvar a su hijo pequeño Zeus (Júpiter en la mitología romana): envolvería en sus pañales una piedra dejando que Cronos se la tragase creyendo que era su hijo. Así lo salvaría. Esta fue la mitología que prosperaría en el relato cultural que Ovidio, un romano más atrevido que Rubens, dejase escrito gracias a su elogioso verso descriptivo. Así fue como Saturno se transformaría en un monstruo. Porque no lo había sido nunca antes, sin embargo. Saturno era el dios romano de las simientes, de los cereales y de las viñas. Se representaba con la hoz del segador o con la podadera del viñador. Pero todo eso fue transformado por la hábil pluma de un poeta satírico. Ovidio fue en Roma un famoso escritor por haber sido el mejor guionista de telenovelas de entonces. El público quería sus entretenidas historias y leyendas porque retrataban la misma realidad sórdida que el mundo reflejara en sus vidas sin belleza. 

El mito de Saturno devorando a sus hijos lo creó Ovidio de una antigua asociación de este dios romano con el cruel dios griego Cronos. Grecia había sido la primera que llevara la crueldad a sus mitos para exorcizar la vida humana tan desolada. Roma se desolaría más tarde, sin embargo, ahora ante tanta barbarie y tanta tragedia gratuita. Había necesitado Roma una mitología y la griega era la mejor para consolidar la fundamentación de unos dioses en su cultura y en su vida. Así se hizo con algunos dioses griegos que tuvieron su identificación con los romanos. Pero para Saturno, sin embargo, fue un despropósito. A parte de que santificaba una desolación para cualquier tradición familiar y religiosa, la crueldad de la abominación de Cronos/Saturno era demasiado para la sensación optimista y sagrada que Roma tuviese de sus dioses o de su sentido moral de la historia. Cuando el gran pintor flamenco se decidiera a realizar su obra para una de las estancias reales de la corona española, el gran creador barroco diseñaría antes un boceto de la misma. En uno de esos bocetos que se conservan no estaban dibujadas las tres estrellas que ahora sí aparecen grandiosas y claramente pintadas en el óleo de Rubens. Esa indeterminación iconográfica entre el boceto y el lienzo es una premonición maravillosa de la grandeza estética que tuviera luego uno de los mejores pintores del mundo. Porque al final Rubens comprendería que la mejor muestra de romper con la condenación despiadada de esa leyenda era simbolizar al dios primordial con la fructífera inspiración universal de un mensaje ahora de esperanza... Y pintaría tres estrellas fulgurantes sobre la escena terrorífica de ese acontecer inevitable. Representan en el cielo la manera en que el planeta Saturno era por entonces divisado: con la sensación de tres estrellas desplegadas entre su brillante alineada forma estelar (no se conocían aún los anillos de Saturno).

Aun así, Rubens compuso su mito clásico con la dureza de la visión más trágica de un filicidio titánico. No hay piedad ni razón ni designio sagrado en la leyenda. Sólo crueldad maléfica justificada por el sentido primigenio de una genealogía mítica. Pero, sin embargo, el pintor barroco quiso destacar la fuerza simbólica de unas estrellas brillantes que ahora sobrevuelan alumbrando el conjunto estético con un sentido distinto. Fue una premonición y un prodigio, todo un alarde metafísico de gnosis mística iconográfica. Doscientos cincuenta años después de Rubens un pintor desesperado no dejaría de pintar estrellas poderosas y brillantes que harían matizar sus lienzos con el desgarrador contraste de una vaga esperanza. Así, Van Gogh haría con ellas una coreografía estética llena de luz y de fuerza psicológica muy poderosa. Toda una recreación estética de un cosmos estrellado para llevar un atisbo de ilusión a la desmadejada y sombría alma de los hombres. Para eso existiría el Arte también, para transmitir un deseo o un alarde simbólico lleno de esperanza. Con esa iconografía marginal o grandiosa dos pintores, tan alejados en la historia, tuvieron una vez la fortuna de poder transmitir el mismo mensaje sagrado de esperanza... Cualquier representación estética de un mito no es más que la visión particular que de esa leyenda tenga los ojos de quien lo perciba. Cuando Roma quiso finalmente cambiar su mitología y recuperar parte de aquella elogiosa que antes tuviera, otro poeta romano, Virgilio, crearía por entonces una leyenda distinta de Saturno. Ahora el dios maltratado por sus hijos, expulsado ya del Olimpo griego, encontraría refugio en Roma y perpetuaría, tras el reino de Jano, los bienes sagrados de la edad de Oro y de una civilización perfecta. Los romanos entonces quisieron definitivamente salvar a Saturno. Como Van Gogh quisiera para el ser humano también hacer con sus estrellas o como Rubens hizo finalmente con Saturno. Con el Orfismo, esa filosofía-religión mística cargada de esperanza salvífica, los romanos acabarían transformando al titán despiadado y maléfico en un rey bondadoso y justo, creando definitivamente así, desde una serena sabiduría tan próspera, la mítica universal más brillante de una nueva edad dorada y poderosa.

(Óleo barroco Saturno devorando a sus hijos, 1638, Rubens, Museo del Prado, Madrid.)

8 de octubre de 2020

Todo cambiaría en el mundo desde entonces: dos visiones distintas pintadas en la misma época y en el mismo estilo.




Con una diferencia de apenas cinco años, el Arte tendría la ocasión de expresar dos visiones muy distintas del mundo a través de un mismo estilo y de una misma composición. El Neoclasicismo estaba por entonces, finales del siglo XVIII, en pleno auge artístico y dos de sus grandes creadores en plena cumbre de su carrera. Uno, Goya, en la sosegada corte española, otro, el taller de Jacques Louis David, en la agitada revolución francesa. Pero ambos con la misma fruición por componer escenas donde transmitir, desde el Arte clásico, la metáfora subjetiva que el Arte permita a sus genios elegidos. Aunque la obra Retrato de un hombre con sus hijos (también conocida como El diputado de la Convención Michel Gérard y su familia) no está del todo definida como del propio David sino más bien de su taller, la obra neoclásica del año 1793 refleja la visión absolutamente revolucionaria de una familia burguesa. Es el Neoclasicismo más cercano y fiel a la realidad que se hubiera hecho nunca antes. El diputado electo por la ciudad bretaña de Rennes, Michel Gérard, era un personaje muy popular entonces por su origen rural, aunque acomodado, y por haber sido el primer y único diputado campesino de aquella Convención republicana. El pintor francés compuso una disposición familiar acorde al típico retrato familiar que el Arte clásico había llevado a inmortalizar en otras ocasiones primorosas. Mantuvo la elegancia y la armonía, pero incluyó la austeridad, la sencillez y el desenfado más cercano. Era todo un alarde socio-artístico que los pintores revolucionarios llevaron a cabo en plena euforia transformadora de la sociedad. El Neoclasicismo sería utilizado entonces para hacer algo que el Neoclasicismo nunca había hecho antes... ni después. Los héroes, los grandes, los dioses, las gestas universales, los hechos históricos relevantes, habían sido y serían los elementos que llevarían al Neoclasicismo a triunfar en su gloriosa culminación artística. Pero, ahora, en el momento donde el mundo cambiaría ya para siempre, el mismo estilo artístico que llevara a glosar las hazañas grecolatinas más encumbradoras era utilizado, sin embargo, para elogiar la figura de un desconocido hombre normal y su familia. 

Cinco años antes, el genial Goya compuso su obra Los duques de Osuna y sus hijos. Cuando en el año 1788 Goya pintara su obra neoclásica, el mundo todavía miraba la vida con ojos grandilocuentes y un afán por querer mostrar siempre la atenuada sensación más arcádica que de un mundo se pudiera ofrecer. El Arte reflejaría así el equilibrio de los efectos visuales de ese mundo imaginario, un mundo que sólo algunos seres podrían representar con sus vidas tan alejadas de la realidad. Porque el Arte clásico es imaginación llevada al éxtasis creativo más elaborado de una idea grandiosa. Por eso el Neoclasicismo, émulo paradigmático de esa forma de crear, conseguiría realizar las más brillantes obras al amparo de la subjetividad emotiva de un mundo idealizado. Para el Arte, para el sentido elusivo del Arte, esas representaciones no realistas eran la forma en que el mundo admiraba otra realidad muy distinta. El Arte entonces era la Arcadia poderosa que albergaba un paraíso imposible de conseguir en este mundo. Los pintores neoclásicos obviaron la realidad y glosaron la ilusión de un magisterio existencial que hacía de la vida una dialéctica entre la admiración y los seres admirados. Los seres admirados de ese Arte, los que lo admiraban asombrados, eran los que, desde lejos, creían que el Arte había sido inventado para valorar una forma de equilibrio universal que hacía a la vida una representación platónica sólo alcanzable por la mente. En un lado las Ideas, la admiración sublime, en el otro el mundo terrenal, vil, inarmónico, vulgar y, a veces, maloliente. Con la representación artística elogiosa el mundo resituaba sus valores claramente. En una sociedad tendente cada vez más por entonces a la laicidad, cuando no al ateísmo, era necesario destacar valores que pudieran seguir encarnando la grandeza, la heroicidad de lo formal, de lo más insigne, de lo inalcanzable o de lo mágico. En la obra de Goya, el pintor español consiguió todo eso con genialidad artística además. La fascinación de la atmósfera etérea de la obra neoclásica de Goya es una característica extraordinaria, especialmente destacada de la misma. No parecen seres humanos sino dioses... Son dioses griegos modernizados o vestidos a la alta moda de entonces para ser glosados, ahora, ante la visión puramente terrenal de un anhelo tan necesitado de equilibrio, de sosiego, de virtudes ajenas o de deseadas ensoñaciones vigorosas.

Pero, sin embargo, ambas obras neoclásicas tienen más en común de lo que, aparentemente, parece a primera vista. Primero porque son el reflejo de lo mismo. Si cinco años antes Goya pintaba ese alarde metafísico, cinco años después el taller de David componía una hazaña semejante en su intención. Eran lo mismo, pretendían lo mismo sin quererlo... Ahora los dioses se habían transformado en hombres normales y habían alcanzado a mirar lo mismo con sus ojos representados, aunque ahora de otra forma muy distinta a la de antes. En la obra francesa todos miran ahora al espectador del cuadro menos dos. En la obra española sucederá lo mismo, solo que con uno. Pero, sobre todo, son las miradas, absolutamente diferentes en ambos casos. En una obra son humanas, en la otra parecen de dioses; en una obra son cercanas, en la otra siguen siendo tan alejadas como la imagen idealizada que representan. El Arte había cambiado su misión grandiosa e idealizada pero no había cambiado aún el estilo, que seguía siendo el mismo de antes. Entonces, ¿qué había en lo artístico cambiado realmente? Se había adelantado la obra francesa, como la revolución lo hiciera claramente en el mundo, casi medio siglo en las formas y en las maneras de expresar emoción y semblanzas humanas en el Arte. Un realismo adelantado se transformaría ahora en un clasicismo desubicado... Fue un verso muy suelto en la maraña artística neoclásica de la historia la obra francesa revolucionaria. Pronto los grandes hechos históricos y las grandes figuras neoclásicas serían llevados de nuevo a los geniales lienzos artísticos de los creadores franceses. La visión evolucionada del mundo nuevo había sido reflejada en el Arte en un intento por transformar una estética clásica en otra distinta. Sólo consiguió constatar una realidad social trascendental en el mundo, pero no consiguió, todavía, sustituir la idea artística universal de plasmar una admiración glosada en un cuadro artístico. ¿Es que el Arte habría empezado a dejar de ser una forma de admiración heroica para ser ahora una forma de identificación subjetiva? El tiempo lo diría. Luego del Romanticismo, el mundo artístico acabaría siendo un reflejo de la realidad más que un púlpito glorioso de lo admirable. Con ello, con la identificación de la vida real y de las emociones humanas más cercanas y visibles, el hecho artístico acabaría dejando de ser un anhelo poderoso de lo sublime para transformarse en un remedo soterrado de la vulgaridad. Para cuando el ser humano comprendiese que las admiraciones grandiosas de la vida habían dejado de ser un motivo para justificar un anhelo irrealizable, el mundo empezaría a buscar un sustitutivo en los lúdicos y desaprensivos medios de la psicodelia social más devastadora. Entonces ya nada sería admirado de veras, o lo sería por tan poco tiempo, que las cosas comenzarían a ser valoradas no por lo que eran sino por lo efímero que su valor material pudiera suponer para un sueño.

(Óleo sobre lienzo sin forrar, Los duques de Osuna y sus hijos, 1788, del pintor español Goya, Museo del Prado, Madrid; Lienzo neoclásico Retrato de un hombre con sus hijos, 1793, del taller del pintor francés Jacques Louis David, Museo de Tessé, Le Mans, Francia.)
 

2 de octubre de 2020

La conciencia no es más que un relámpago brillante entre dos eternidades de tinieblas.

 


El Greco pintó a María Magdalena no solo una vez sino varias. Fue para el pintor cretense una inspiración estética compulsiva. Pero solo en una de ellas compuso una imagen genial por su belleza, por su simpleza y por su creativa inspiración mística. Es la extasiada figura que compone el pintor y refleja, simbólicamente, la representación paradigmática más universal de la existencia humana. ¿Quién mejor que una santa pecadora para componer un ser tan desesperadamente inconsistente de certezas? Está ahora ella situada entre dos espacios que expresan la incertidumbre humana más trascendente o misteriosa. A la derecha de Magdalena (nuestra izquierda en el cuadro) sitúa el pintor un cielo tenebroso de nubes oscurecidas, con rasgos de una vaga luminosidad silenciosa. A su izquierda destaca el pintor la calavera de la muerte, con un fondo terrenal aún más oscurecido todavía. El cielo impenetrable por un lado y la tierra maldecida por otro. ¿Es que la existencia no es más que un instante poderoso y relampagueante entre dos eternidades de tinieblas? La audacia y brillantez de El Greco se transforma en un misterioso universo de incertidumbres. La única certeza visible son las manos entrelazadas de Magdalena, lo demás es desolación espiritual, encubierta ahora por la piadosa inclinación de un rostro que, sin embargo, no describe ninguna piedad compulsiva. Sus rasgos tienen la virtualidad de un temor humano, de un miedo indescifrable, impreciso o sin sentido. Miran sus ojos hacia un lugar tan lejos como la mera sensación de seguridad que no halla en sí misma. Su figura está dirigida ahora hacia la tierra oscurecida de la muerte, sus manos hacia la tierra, su mirada hacia las nubes. ¿Dónde está la verdad, finalmente, para una existencia postrada y sin certezas? 

Con esa forma de procesar instantes estéticos El Greco resume una sensación difícil de desterrar del alma humana: que la incertidumbre siempre está un minuto antes que la vaga ensoñación de una verdad misteriosa. Y ese tiempo es suficiente para producir una inquietud trascendental. Y esto, si acaso, expresa ahora una esperanza, no una certeza. El pintor toledano lo sabía y buscaría en la estética de su Arte innovador poder ocultarlo. No lo hace con desgarro ni con fiera irreverencia. Sus colores, sus formas, sus contrastes sutiles, hacen que  no veamos más que el éxtasis místico de una frágil persona. Por eso Magdalena es tan acorde con la intención del pintor de crear una imagen de humanidad vulnerable. Hay una dualidad que El Greco utiliza siempre en sus obras de Arte. ¿Quién mejor que María Magdalena para representarla? Esa dualidad propia de ella, esa doble cara de debilidad humana y de salvación espiritual, de caída y de redimida, hace de su figura un poderoso talismán para el pintor manierista. Esa dualidad la prolonga el pintor hacia un sentido universal misterioso, un lugar donde la conciencia está pugnando por dilucidar alguna luz, aunque sea limitada, parecida a un relámpago, como la propia existencia humana. Existencia frágil y situada ahora entre dos realidades del mundo, como lo son las representaciones evidentes del origen y el final de todo. Estas evidencias las compone el pintor en su obra en un contraste estético destacado donde suavizará la figura frágil y encantadora de la santa misteriosa. Si obviamos su figura, si quitamos la imagen de ella del cuadro, ¿qué nos queda? Sólo la oscuridad, apenas iluminada, y la muerte. 

Es la grandeza de la existencia lo que el pintor celebra en su obra. Es la existencia humana lo único que puede exorcizar el misterio de la dualidad incierta del sentido universal del mundo. A ella se aferra la figura femenina al unir sus manos en un gesto de serenidad más que de piedad o éxtasis. En su obra lo que más desea expresar el pintor misterioso es que la vida humana es lo único verdadero ante el desatino de lo incierto del mundo. Para expresarlo mejor no hace corresponder la parte inferior de su figura con la superior de su rostro. En su rostro hay temor y duda, en sus manos seguridad y ternura. En su rostro hay deseo de saber, en sus manos certeza impasible.  A esos gestos manieristas el pintor recurre para describir lo que no se puede traducir claramente.  Consigue el pintor de las sombras hacer brillar una luz misteriosa entre los entresijos de una incertidumbre tenebrosa. Una luz que no está en la claridad de la eternidad celeste, sino entre las manos firmes de la figura desolada y ausente de certezas. Ese relámpago de existencia humana es lo único que el pintor hace brillar con su oscuro cuadro... sin certezas. No hay más certidumbre que la que el ser mismo pueda elaborar con su existencia, aunque ésta no sea más que una pequeña luz tenebrosa, tan espiritual, entre dos eternidades de tinieblas.

(Óleo María Magdalena, 1585, del pintor El Greco, Museo de Arte Nelson-Atkins, Misuri, EE.UU.)

28 de septiembre de 2020

La formas, el color y la belleza en la percepción del Arte fueron entendidas de dos maneras distintas.



 El Arte tiene dos expresiones generales para ser percibido. Y esas dos formas expresivas fueron representadas de modo muy claro en dos estilos artísticos diferentes: el Barroco y el Clasicismo. En el Barroco la percepción del Arte es más racional; en el Clasicismo es más intuitiva. En el Barroco hay más pasión y comprensión emotiva, pero, sin embargo, el Arte, el propio sentido artístico, hay que procesarlo más para poder ser entendido. Entendido el Arte mismo, no lo que se expresa...  En el Clasicismo hay más equilibrio y expresión tonal, el Arte no hay que procesarlo tanto para llegar a ser comprendido. Cuando en el Clasicismo vemos una obra maestra, admiraremos el Arte sin necesidad de saber nada de Arte incluso. En el Barroco sucede al contrario, hay que saber más Arte para llegar a valorarlo en todas sus facetas, artísticas o no. Por eso las obras de los grandes maestros del Barroco no son popularmente muy admiradas, con respecto a las grandes obras maestras del Clasicismo o el Renacimiento. Comparemos estas dos obras de Arte de la misma representación estética: El rapto de Oritía por Bóreas. Rubens compone una grandiosa estructura de formas que expresan, genialmente, lo que el mito supone en su representación. En su obra barroca, el gran pintor flamenco expresa un momento muy explosivo de abducción artística. Toda la composición está conformada por la figura voluptuosa de Oritía y la figura impetuosa de Bóreas. No hay equilibrio estético, pero sí lo hay artístico...  Sin embargo, el equilibrio estético sí existe en la otra obra, la neoclásica del pintor francés François-André Vincent. Lo estético es la percepción de la Belleza; lo artístico, en este caso, es la grandiosidad de la misma. Cuando vemos la obra del pintor neoclásico no necesitaremos comprender nada de Arte, ni siquiera saber demasiado ni poco del mito antiguo. Pero para valorar completamente una obra Barroca, a cambio, deberemos conocer las virtudes artístico-expresivas de la Pintura así como la representación mítica de la obra artística. 

El Barroco es la mejor muestra del Arte para aprender Arte...  Lo que Rubens hace es producir belleza en nosotros desde la razón, no desde el entendimiento. La razón exige una meditación razonada de lo que vemos o percibimos. El entendimiento, a cambio, sólo precisa percibir, ya que la belleza es directamente asimilada por la visión intuitiva de los equilibrios estéticos. Es por lo que la obra clasicista nos llegará antes en cuanto a belleza percibida. No hace falta saber Arte alguno. En la obra de Rubens la belleza está disfrazada de genialidad; está además en la virtuosidad de componer unas formas tan poco estilizadas, o tan poco perfiladas, para tratar de producir belleza.   La belleza en Rubens (como en Rembrandt) se encuentra en la dificultad de componer unas formas tan imposibles de componer sin dominio del Arte y sin grandeza. Como en el escorzo, como en la dimensión forzada de las sinuosas curvas o de la torsión calculada de la Naturaleza, todas cosas que, en principio, no producen ninguna belleza...  Hay que verla desde lejos la belleza del Barroco.  En la obra Neoclásica da igual desde donde veamos la belleza, existe en cualquier percepción que imaginemos. El primer plano desbordante, por ejemplo, es una característica de Rubens. Con esa manera de presentar las formas tan desmesurada el pintor barroco demuestra su genialidad, su capacidad de elaborar Arte sin reparar demasiado en la belleza...  Sin embargo, en el Clasicismo del pintor francés la perspectiva es un rasgo necesario para acrecentar la belleza, algo que, de por sí, ya dispone la percepción tan comprensible de la obra clásica.  El fondo es otra característica distintiva de ambas tendencias artísticas. El Barroco no precisa destacar fondo alguno en sus obras. El Clasicismo lo requiere siempre. La belleza llegará aún mejor en su percepción estética cuando es contrastada por el fondo de una obra. Por esto es la belleza clasicista percibida por el entendimiento con una claridad y una comprensión universal extraordinarias. 

Sin embargo, el Barroco es Arte no solo percepción estética de belleza. La diferencia es esencial para conocer esta tendencia y llegar a comprender la importancia del Barroco. Si se desea saber verdaderamente Arte hay que valorar y percibir una obra barroca en toda su extensión artística. Si se desea disfrutar únicamente con la Belleza solo es preciso, a cambio, visionar una obra de Arte clásica. Ambas cosas son Arte, pero, en una, no ejerceremos la capacidad racional de distinguir una forma estética de algo mucho más profundo.  Este algo más profundo es la sinfonía de las formas, la manera en que éstas, las formas, son llevadas por un concierto estético genial a componer, desde sus aparentes disonancias geométricas, una grandiosa representación artística. En el Clasicismo no hay disonancias geométricas, todo está equilibradamente realizado según el orden sagrado de las cosas. Un orden que no precisa de razonamiento porque es entendido ya, porque es intuido así desde las formas preconcebidas de una percepción universal inconsciente. Para ver a Rubens, sin embargo, hay que obviar el orden, la percepción universal inconsciente. Hay que mirar detenidamente una obra de Rubens para poder descubrir todas las virtudes estéticas que encierra su creación artística. Es un ejercicio de introspección artística, de analizar con sosiego las diferentes partes que, luego, distanciándose un poco, consigan llegar a magnificar la racionalización que sus formas muestren en una visión completa de la obra. En el Clasicismo bastará con la visión global de su representación estética. No es necesario analizar, no es necesario alejarse, como tampoco lo contrario. La armonía clásica permite admirar, desde cualquier parte, la comprensión estética de una obra neoclásica. Sólo es preciso conjugar equilibrio con belleza. Por esto en el Clasicismo los colores serán más necesarios que en el Barroco... El color es una parte perceptiva fundamental de la belleza. No el claroscuro, que es la ausencia del color, algo más utilizado en el Barroco. En el Barroco no es lo más importante el color sino la forma. El contraste en el Barroco es compuesto desde las formas más que desde el color. En el Clasicismo es al contrario. Y luego está la emoción... En el Barroco la emoción se evita o se sobreentiende; en el Clasicismo se expresa solo por la belleza, es la emoción del receptor de la propia belleza. La emoción como tal no fue una cosa necesaria o manifiesta en el Arte hasta la llegada del Romanticismo. Para el Barroco, como para el Clasicismo, lo importante era el Arte en sí mismo, o como forma o como belleza. En un caso eran las formas las que componían la Belleza; en el otro era la propia Belleza la que componía las formas. ¿Qué es lo más importante para el Arte? Las formas. Por eso el Barroco acabaría componiendo las más grandiosas obras maestras del Arte universal. ¿Qué es lo más importante para la emoción estética? La Belleza. Por eso el Clasicismo compuso las más estéticas y emotivas obras maestras de la historia occidental.

(Óleo El rapto de Oritía, 1783, del pintor neoclásico François-André Vincent, Museo del Louvre; Lienzo barroco de Rubens, El rapto de Oritía por Bóreas, 1620, Academia de Bellas Artes de Viena.)