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23 de abril de 2018

La frágil memoria del Arte en la injusticia de un legado artístico oculto en la historia.



La abundancia de grandiosidad o de lo más primoroso en un período concreto del Arte -la extraordinaria producción artística del barroco en la corte española durante el tercer cuarto del siglo XVII-, ha llevado en ocasiones a maltratar las obras menos aplaudidas o menos conocidas o menos celebradas o más desubicadas, luego de que su efusión, tal vez, no llegara a colmar las exigencias de un triunfo apenas por entonces persistente. Fue el caso del pintor español Benito Manuel de Agüero (1629-1668). ¿Qué hace que prosperen o no algunas obras o personas legitimadas en su Arte frente al excelso y meritorio, sin embargo, reconocimiento de los aparentemente más grandes? La desidiosa injusticia arbitraria de los hombres. También la irreverencia de la memoria, de una memoria ahora deslavazada e inconclusa consecuencia de los arraigados arquetipos tan convencionales de los hombres. ¿Dónde estará la celebración y la grandeza más auténtica? ¿En los perfiles sobrecogedores de una influencia sociológica? ¿Entre los estigmas inconfesables de una despiadada sombra psicológica? ¿En los trastornados afanes de la gloria encumbrada por raíces meramente decorosas o interesadas? ¿En las vagas elucubraciones subjetivas de personajes elevados sobre la universal y serena cumbre de las verdades más poderosas? Entre los años 1630 y 1670 se produjeron en España, concretamente al amparo de la corte real en Madrid, una grandísima cantidad de obras de Arte primorosas. Fue una excelsa escuela que llevaría con Velázquez, entre otros muchos, a ser una de las más grandiosas de la historia del Arte. En la nómina virtual de esa grandeza artística hubieron muchos pintores, conocidos algunos pero desconocidos muchos. Al final son sus obras, no ellos, los que reconocerán el sentido y la grandeza. Sin embargo, a veces sus obras no las reconocieron ni las cuidaron, ni las nombraron ni las asignaron lo suficiente como para que la memoria, que todo Arte requiere para serlo, venga para poder transmitir o asistir para siempre su belleza.

Pero, algunas creaciones artísticas no dejarán de tener la misma suerte que sus entornos. Para el Palacio Real de Aranjuez se crearon una serie de paisajes en la década de los años cincuenta del siglo XVII. Sería el pintor Agüero el que más composiciones de ese tipo crease para el real sitio de Aranjuez. Sin embargo, la decadencia española de aquellos años tristes para el reino, finales del siglo XVII, llevaría a deslustrar la memoria de algunas de sus obras. El propio Palacio de Aranjuez fue paralizado en su desarrollo artístico y arquitectónico. Solo hasta el año 1747 con el rey Fernando VI el Palacio no volvería a brillar con su belleza, como también el propio reino lo hiciera de nuevo por entonces. Pero antes de eso, alrededor del año 1700, se llevaría a cabo un inventario de las obras depositadas en ese Palacio real. Entonces se describirían todas aquellas obras y autores asignando el nombre de Benito Manuel de Agüero a muchas de sus obras. Pero pasarían los años, sus grandezas, sus rigurosidades estéticas y sus asignaciones recordadas o inciertas. El caso es que aquel inventario desaparecería entre legajos ocultados de miseria. Ahora, en el año 1794, otro nuevo inventario prosperaría al amparo de la desidia, de la negligencia o de la desmemoria. El pintor Agüero desaparecería de los nombres, de los títulos y de sus obras. El siglo XIX no bastaría para ser nefasto en otras cosas, en otras razones o en otras historias, también lo fue para esas creaciones de grandeza y originalidad artísticas, obras que, entonces perdidas y olvidadas, padecerían la oscuridad más infame tras la mera asignación de un frágil legajo de la historia.

Pasarían las glorias y las guerras, pasarían los deterioros y la decadencia, pasarían las reacciones y las revueltas, o las revoluciones y las pérdidas... Y, entonces, desapareció. La figura artística de Agüero se disolvería en la historia como sus bellos paisajes, deteriorados o descoloridos ahora por el paso del tiempo y la desmemoria. Así hasta que, bien entrado el siglo XX, durante el año 1933, dos historiadores rigurosos -Elías Tormo y Sánchez Cantón- recuperasen la verdad de aquel inventario desidioso y parcial. Recuperaron entonces la memoria, la grandeza, la sutileza, la extraordinaria originalidad, la anticipación y la belleza del Arte de los paisajes de Benito Manuel de Agüero. La belleza sugerida, la belleza enardecida, aquella que resultaba de cuidar y alentar más los colores y sus formas que los pinceles ilusorios, malheridos o desahuciados por la historia. No prosperaron antes sus matices estéticos porque no fueron reconocidos en el tiempo. Porque fue un reconocimiento malogrado, es decir, fue el reconocimiento que alguna vez tuvo en sus inicios pero que, luego, se malograría o difuminaría entre las veleidosas y maliciosas decisiones personales tan injustas. Porque entonces -siglo XVII- sí se verían y admirarían sus bellezas alegóricas, luminosas y compositivas, primorosas bendiciones de anticipación estética de una obra tan sutil como esa. Nunca los paisajes habían tenido una fuerza tan poderosa en la narración estética de una escena mitológica. Claudio de Lorena sería el pintor barroco que lo comenzara a engrandecer en Francia, pero en España pocos creadores habían adquirido esa grandeza. Nunca hasta entonces se habían pintado escenas marginando la narración conocida frente a otras cosas solo exclusivamente estéticas. Agüero destacaría en su obra Paisaje con la salida de Eneas del puerto de Cartago la mera gloria de la civilización con la fuerza ahora más poderosa de una naturaleza estimulante; también de la historia o la leyenda del hombre con la belleza refulgente de un horizonte ahora bellamente manifiesto; y además la magnitud exagerada de unos alardes atmosféricos tan excelentes con la pequeñez de las figuras o de los encuadres de una humanidad ahora apenas vertiginosa o nada reseñable.

Para una sociedad y una época -siglo XVII- de proliferación de obras religiosas esos paisajes narrativos -tan anticipadores- de escenas paganas, míticas, naturales o de fuerza desgarradora, hacían de las creaciones de Agüero un ejemplo de extraordinaria exposición de obras ahora con un especial cariz más humanista y natural, prerrománticos incluso, donde lo principal es subsumido ahora por la emoción de un entorno tan desgarrador como impresionante. En esta obra barroca el pintor seccionaría la historia así como la cultura que la sustentaba frente a la poderosa escena destacable de una naturaleza arrogante y fervorosa. Ahora los seres humanos son pequeñas criaturas que, para nada, pueden merecer el verdadero sentido estético de la historia. El Arte situaba así las cosas en su sentido justo, donde ahora la fatua actitud humana no puede más que ridiculizarse ante la grandeza de un universo tan dadivoso como estéticamente inigualable. Hasta los dioses lo sufrieron... En la obra Paisaje con Latona y los campesinos transformados en ranas el pintor Manuel de Agüero cuenta la leyenda mitológica de Latona y sus hijos, los dioses Apolo y Diana, cuando son desatendidos por unos vulgares pastores. La inmensidad del grandioso paisaje natural sobrevuela ahora sobre las dogmáticas sombras de la leyenda mitológica. Ahora la belleza de esta obra encierra un mensaje diferente..., uno recurrido de primorosidad estética novedosa ante cualquier otra magnanimidad iconográfica más tradicional o clásica. Toda esa belleza anticipada y el artista que lo compuso fueron relegados por la ignominia cruel de una negligencia injustificable. Aquella relación inventariada del año 1700 quedaría olvidada, perdida y desolada por la desmemoria artística más imperdonable. Las autorías fueron confundidas, las obras mantenidas ocultas sin relieve, la memoria sin sustento y la belleza ahora velada y ausentada de glosa, cultura, sentido y permanencia.

¿Es que no pasará lo mismo con los nombres, los personajes y las historias? ¿Cómo saber que lo que sustenta una historia es lo que de verdad supuso y fue su gloria? Sólo quedará la memoria. Sólo sus obras..., apenas éstas vislumbradas en ocasiones por el reflejo desvaído de la desatención y la miseria. Pero también el recuerdo ligero, limitado, afanoso y desposeído de cierta grandeza que nos quedará ahora para tratar de comprender, así, la fortaleza de una decisión artística como fue la de -hace cuatrocientos años casi- componer por entonces una imagen como esa. Una imagen más llena de sentimiento humano que de gloria majestuosa. Una creación artística gozosa de belleza natural de un paisaje que motivará el espíritu del hombre a alcanzar las metáforas sublimes de un destino histórico, sin embargo, ahora sin mucho sentido primoroso. Porque es el sentimiento lo que primará ante las grandiosidades narrativas de un mundo artificial desposeído de belleza. Agüero lo intuiría. Como así adivinarían ya sus obras la fuerza del desatino ante las fragilidades de un sino insostenible de grandeza. En los años en que el pintor barroco compusiera sus obras, el grandioso imperio español comenzaría, balbuceante, un descalabro paulatino de su frágil fortaleza. Ese mismo descalabro que obtuvieran también con su nombre y creaciones el desconocido pintor barroco. Para cuando el Palacio de Aranjuez, sin embargo, alcanzara de nuevo su grandeza -segunda mitad del siglo XVIII-, para ese final del siglo más ilustrado, sus recuerdos artísticos proclamados -desde hacía cien años antes- de belleza acabarían ahora desmantelados ante la infame, insensible y desatenta negligencia. Y ya no existirían ni su nombre, ni su fama, ni su grandeza. Cruel realidad de una injusta y vil desmemoria. Pero, como el destacado celaje de su paisaje mitológico, vibraría de nuevo ahora, aunque desvanecido de grandeza, bajo el sol impenitente de una fiel historia descubierta. Porque unos historiadores entonces recuperaron su memoria, descubrieron su nombre, su Arte y su grandeza. Y ya nunca más nadie podrá mencionar ahora que, bajo aquellos reflejos barrocos dorados de grandeza, no existieron ni otros nombres, ni otros deseos, ni otros alardes, ni otras estéticas...

(Óleo Paisaje con la salida de Eneas del puerto de Cartago, c.a. 1650, del pintor español Benito Manuel de Agüero, Museo del Prado; Óleo Paisaje con Latona y los campesinos transformados en ranas, 1660, del pintor Benito Manuel de Agüero, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

22 de abril de 2017

Homenaje al tiempo y al espacio en el barroco español más desconocido.



El gran pintor español Velázquez no solo nos dejaría las obras maestras más extraordinarias, también un legado artístico sorprendente en su discípulo más cercano y querido: Juan Bautista Martínez del Mazo (1611-1667). Casado con su hija Francisca de Silva, Martínez del Mazo aprendería todo lo que su suegro pudiera enseñar a un hijo. Y así acabaría pintando como Velázquez, tanto que fue difícil distinguir la autoría de algunas de sus obras. En el año 1660, el mismo año en que fallece Velázquez, Martínez del Mazo pinta una obra que nos hace ver la original magia creativa que este pintor -tan desconocido por haber vivido a la sombra de un genio- tuviese en las fronteras barrocas más subjetivas del Arte. Unas particularidades que a veces ofrece el Arte a algunos de sus pintores inspirados. Paisaje con Mercurio y Herse es una obra que, al pronto, no despierta mucho interés plástico: las figuras parecen estar apenas esbozadas, los colores brillan mortecinos, la atmósfera rezuma intrigante...  ¿Qué puede haber de atractivo en una visión tan oscura de un arte clásico sin muchas pretensiones? Basado en la leyenda mitológica de Hermes -Mercurio en Roma- y Herse -una bella joven ateniense-, el pintor español compuso un paisaje donde glosaría dos conceptos muy abstractos: el tiempo y el espacio.  Para nada, como justificaba la leyenda,  vemos el amor de Mercurio por Herse, tan solo insinuaría el pintor el destino de los seres -de todos los seres- como el único escenario y sentido del mundo.

Es una creación algo atrevida para entonces, pleno momento barroco español, un periodo más propio de obras solemnes, épicas, heroicas o de grandes gestas. Pero esto mismo nos ayudará a elogiar aún más la tan afición artística de la monarquía española de Felipe IV, mecenas del pintor. Toda obra de Arte, gustase o no, fue apreciada por este rey hispano. Porque la escena de Martínez del Mazo representaba un templo en ruinas... ¿Quién se hubiese atrevido a pintar algo así en un momento tan poco alentador para la monarquía hispana? Tanto las guerras europeas como los levantamientos territoriales hicieron de ese año 1660 un anno terribilis para España. Pero Martínez del Mazo, a pesar de eso, o tal vez por eso, llevaría su obra a cabo pintando un paisaje donde ahora el espacio -la naturaleza feraz- y el tiempo -como elemento fenecedor- culminarían el sentido de su obra barroca. Según la mitología, Mercurio decide ir veloz a ver a su amada Herse -la figura de él aparece cayendo desde un cielo ofuscado- cuando ésta, una bella ateniense, se postra resignada ante las puertas de un ruinoso templo griego, ahora cubierto en parte de agrestes plantas trepadoras. La leyenda cuenta cómo su hermana Aglauro trató de impedir ese amor por despecho, pero el dios mensajero conseguiría evitar la estrategia envidiosa de Aglauro convirtiéndola en una vana piedra oscurecida. Sin embargo, nada de todo eso veremos reflejado en la obra. Es más, sin conocer el título de la obra nada sabremos de la leyenda en que se inspira. El paisaje solo nos expone tres cosas: unos seres humanos deslavazados e imprecisos, una Naturaleza usurpadora junto a un gran edificio rotundo -el espacio poderoso y feraz contenido de un mundo- y, por último, un tiempo maldecido y oscuro entre las sombras -con las ruinas apenas visibles por unas plantas favorecidas por el paso del mismo-. 

Como reflejo de un sentido poético que el siglo de Oro español mantuviese en su literatura, Martínez del Mazo expresaría aquí la finitud del tiempo -nada mantendrá su gloria eterna- y del esplendor del mundo -de la Naturaleza y del espacio que nos condiciona- para exponer su personal visión de un destino poderoso frente al frágil hombre. A pesar del esfuerzo meteórico del veloz dios Mercurio en llegar, el templo grandioso no volverá a refulgir o brillar como tiempo antes lo hiciera. No hay tiempo ya para eso. El pintor lo dejaría claro en la caída del dios y en la visión ruinosa del templo, ambas cosas visibles en un mismo instante. Y todo esa visión a pesar de la perspectiva grandiosa del magnífico edificio heleno, un monumento que ocupa aquí casi todo el espacio de la obra. La decrepitud y la distancia sucede ahora justo a pesar de lo grande y hermoso que el templo y el momento hubiesen ya sido antes. El pintor español -yerno de Velázquez- llegaría a ser nombrado en el año 1643 pintor de la casa del príncipe Baltasar Carlos, heredero grandioso, pero maldecido, de la monarquía española. Este príncipe fue la maravillosa promesa de un futuro esplendoroso para el reino hispano. Una promesa que acabaría con la muerte, tres años después, de este esperanzador mesías hispánico. Luego del fallecimiento de su hijo, el rey enviaría al pintor a componer paisajes de ciudades o de vistas gloriosas de los lugares más alejados del reino. Unas obras espléndidas de belleza y corrección artísticas, pero sin sentimiento alguno expresado entre sus trazos. Así hasta que en el año 1660, cuando la corte llorara la desaparición del mayor pintor del reino -Velázquez-, Martínez del Mazo se decidiera a pintar una obra diferente. Una creación artística que nada glosaría ni elogiaría ni consagraría al Arte como se hubiese hecho antes con suma Belleza... Solo quiso el pintor español homenajear apenas lo único que determinaría más la vida de los seres humanos: el destino inevitable.  Un destino condicionado ahora, sutilmente, tanto por el espacio poderoso que nos sostiene como por el paso inevitable y efímero de un tiempo insobornable.

(Óleo del pintor Juan Bautista Martínez del Mazo, Paisaje con Mercurio y Herse, 1660, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

11 de diciembre de 2015

La victoria como un impulso ante la barbarie más que como una conquista arrolladora.



Cuando en el año 1909 publicase el poeta e ideólogo italiano Tomasso Marinetti (1876-1944) su Manifiesto Modernista, el mundo occidental había comenzado a caminar por un precipicio tenebroso, por un equivocado sentimiento de euforia que le llevaría a despeñarse pronto por uno de los siglos más violentos de toda su historia. Y en ese manifiesto modernista Marinetti escribiría: La Pintura y el Arte han magnificado hasta hoy la inmovilidad del pensamiento, del éxtasis y del sueño; nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, la carrera, el salto mortal, la bofetada, el puñetazo. Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo, o un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia. Los antiguos griegos fueron los primeros occidentales que entendieron la verdadera diferencia entre la vida y la muerte, entre elegir vivir o elegir equivocarse. Y crearon toda una cultura de libertad incipiente, de elogio a la vida, de riqueza por armonizar lo práctico y lo eterno, lo terrenal y lo divino. ¿Cómo si no iba a surgir allí el Arte equilibrado, el más idealizado, el más exquisito, aquel que combinara belleza y sabiduría?

Porque antes de los griegos o existía la belleza o existía la sabiduría. Las dos cosas juntas, unidas y entrelazadas la inventaron los griegos entre los siglos VI y V antes de la era cristiana. Y no pudieron menos que componer a sus dioses con las bellas formas de los seres humanos. Entonces asimilaron esa belleza divina a la propia belleza humana, dándole así un sentido creíble y real a las elevadas cualidades o virtudes sagradas que ellos mismos habían ideado antes. En la genealogía de sus dioses Nike fue la divinidad griega de la victoria. No de la guerra, que también tuvo su dios, no, sino de la victoria, de la alegría por vencer al contrario o a lo diferente, por alcanzar con la victoria la gloria más excelsa de la vida, el triunfo más deseado o la mayor bendición de ésta. La representación de la diosa griega Nike combinaba el cuerpo de una bella mujer con alas desplegadas a su espalda. El símbolo alado -las alas- indicaba un enlace trascendente con la divinidad, un rasgo sagrado para las imágenes o esculturas que así lo llevaran. Pero, era algo más lo que suponía llevarlas... Porque todas las efigies sagradas no llevaban alas, solo aquellas divinidades que podían cambiar o dejar de ser lo que eran para transformarse justo en lo contrario. Como Eros, el dios del Amor, Nike también podía dejar de ser un motivo de salvación para sus protegidos y convertirse ahora en otra cosa.

Nike podía volar, podía ahora esfumarse con el viento para regresar luego pasado un cierto tiempo. O no regresar. Por esto llevaba alas Nike, por eso fue compuesta (en el siglo II a. E.C.) con alas a su espalda la diosa griega Victoria que fuera encontrada -descabezada su escultura- durante el año 1863 en la isla griega de Samotracia. El mundo de aquellos siglos -VI y V a. E.C.- fue entonces un escenario bélico donde dos fuerzas contrarias luchaban por vencer: el inmenso imperio Persa y el conglomerado de pueblos griegos situados alrededor del mar Egeo. Pero había una especial diferencia en ese enfrentamiento. Uno de ellos quería la victoria para conquistar al otro, para dominar con su civilización el occidente de su vasto imperio. El otro sólo quería defender con su victoria su propio mundo, el que ellos habían comprendido como el mejor mundo posible, el más sabio y el más bello. Lucharon los griegos en una fiera batalla en un golfo cercano a una de sus islas, la de Salamina, en el año 480 a. E.C. Y vencieron ellos. Y no pudieron más que agradecer a la diosa Nike por su victoria. Una diosa que desde entonces igualaron a su más grande diosa ateniense, Atenea. Y decidieron erigir un templo a su memoria para no olvidar, para elogiar y para seguir viviendo. A pesar de ese deseo tardaron casi sesenta años en elegir el momento adecuado para levantar el templo. Sería construido en la densa Acrópolis ateniense en un pequeño espacio que quedaba libre para ello, en un lugar ahora privilegiado a su entrada, elevado sobre un muro o paramento de relieve.  

Un templo muy pequeño para un sentido tan grande. Pero los griegos no asociaban nunca grandeza con tamaño físico. Los primeros en toda la historia que erigieron templos a la medida del hombre. Los griegos que más sufrieron aquel bélico acoso imperial persa fueron los jonios, los griegos asentados en la costa del Asia menor, al otro lado del mar Egeo. Allí en Jonia surgirían el pensamiento filosófico más sutil, el verso lírico más hermoso o la arquitectura más bella y armoniosa del mundo. Por eso el pequeño templo erigido en la Acrópolis para homenajear a Nike fue construido en el orden arquitectónico jónico, el más sublime de todos. Sus arrebatadoras columnas jónicas resaltaban ante su limitada estructura arquitectónica. Cuatro columnas delante y cuatro detrás, con el orden, la elegancia, el sentido de equilibrio, de sabiduría y belleza que aportaban al mundo con sus formas. No fue necesario tanta dimensión para albergar ahora lo más sagrado, lo más elogioso o lo más glorioso. Solo la belleza, solo la medida perfecta para representar el sentido eterno de lo que permitiera vivir, no morir. Para mantener así el impulso vital ante lo avasallador, ante toda esa barbarie extranjera.

Pocos años antes de comenzar a levantar el templo de Nike, Atenas comenzaría otra guerra decisiva. Fue una guerra ahora contra sus propios hermanos griegos, contra Esparta. Fueron otros griegos quienes lucharían con ellos. Y perdieron esta vez. Pero los vencedores no arrasaron nada, sólo consiguieron la hegemonía frente a la vanidosa Atenas. Mantuvieron aquel templo y sus dioses. En ese templo de Nike se guardaba una efigie de la diosa que no llevaba alas. Y no las llevaba para que no pudiera salir volando y escapar así la victoria de su lado. Luego pasaron los siglos y los griegos dejaron paso a Roma, y, algo más tarde, al Cristianismo y su teología transformadora. Y así hasta que los otomanos y su imperio turco -reminiscencia de aquel imperio avasallador persa-, siglos después, no tuvieron escrúpulos en destruir esa sagrada belleza de templo griego para, con sus restos, construir una mera posición de vil artillería. Todo acabaría entonces bajo las piedras amontonadas de la barbarie. Tiempo más tarde, cuando Grecia consiguiera su independencia frente a Turquía, fueron reconstruyendo aquella Acrópolis con las piedras encontradas en parte de lo que fuera todo aquel hermoso lugar sagrado de antes. ¿Qué victoria puede hoy homenajearse en un mundo donde aquellos principios ancestrales de belleza están en gran parte ignorados o superados? ¿Dónde estará hoy la barbarie? Es tiempo de comprender que lo que hoy somos forma parte de lo que se hizo entonces, tanto lo bueno -la belleza y sabiduría ancestrales- como lo malo -la ideología violenta y el rechazo a la virtud más elogiosa de lo eterno-, pero es vital saber que no puede prosperarse sin recuperar aquella actitud ancestral ante lo decisivo de la vida, esa que elogiaremos para poder vivir todos sin menoscabo. La memoria sirve, pero mejor la memoria de lo virtuoso, de lo sagrado -en sentido trascendente en general-, de lo permanente como virtud humanística... De lo que hace que una piedra sobre otra llegue a representar lo más insigne o lo más bello, o lo más armonioso o lo que nos recuerde, siempre, la elección de la vida sobre cualquier otra forma de destrucción o de barbarie.

(Imagen de la estatua La Victoria de Samotracia, Siglo II a. E.C., Escuela de Rodas, Periodo Helenístico, Museo del Louvre, París; Estatua de Atenea-Nike, Siglo V a. E.C., Museo Arqueológico de Atenas; Fotografía actual del Templo de Nike, Acrópolis, Atenas; Acuarela del pintor alemán Werner Carl-Friedrich, 1877, Templo de Nike, vista desde el noreste, Museo Binake, Atenas; Imagen fotográfica de la Acrópolis ateniense derruida, durante el periodo de reconstrucción en el año 1869, a la derecha el pequeño templo de Nike, fotografía de James Stillman; Fotografía actual de un lateral del Templo de Nike, Atenas; Imagen fotográfica del frontal del Templo de Nike durante el año 1896 donde se observa la reconstrucción del templo jónico, piedra a piedra, Museo Hallwyl, Estocolmo; Fotografía actual del mismo frontal del Templo de Nike, con sus columnas jónicas, el arquitrabe y parte reconstruida de su frontón y cubierta.)

31 de agosto de 2015

Un homenaje al Arte más sublime, la Pintura, y a la historia de una herencia malograda.



En la Pintura española del siglo XVII se representó mucho la historia de España porque fue la Corona la que auspiciaría, fomentaría y coleccionaría Arte. El gran creador Velázquez fue la piedra angular sobre la que la Monarquía hispánica pudo conseguir la mayor de sus glorias iconográficas. Pero esa publicidad histórica de entonces no fue suficiente. Poco después de realizar Velázquez (1599-1660) su obra Las Meninas en el año 1656, el imperio español sería humillado y derrotado por una Francia engrandecida en los campos europeos llenos de sangre. Habrían de pasar sesenta años o más para que un heredero de la monarquía -de origen francés curiosamente-, el rey Felipe V, pudiese conseguir situar de nuevo a España entre las más importantes naciones de Europa. Pero, ¿qué había sucedido para que el mayor imperio conocido desde la antigua Roma hubiese caído de esa forma? La monarquía como forma de gobierno tuvo sus ventajas en la historia. Desde que los reyes visigodos comprobasen que sus antecesores -monarcas electivos- habían sufrido demasiadas traiciones y crímenes para eliminar la dinastía -porque no se heredaba la corona en el primogénito sino que se designaba al heredero en otro noble a elección, cuando no se aclamaba al futuro rey en un personaje poderoso-, la monarquía visigoda comprendió que una forma de evitar el asesinato regio era hacer heredar la corona en el primogénito del rey, fuese éste hombre o mujer, aunque con prevalencia masculina, para mantener la dinastía y el reino. De ese modo se evitaban las traiciones, los asesinatos regios y la inestabilidad. Sin embargo, si el heredero no era un prodigio de sabiduría, bondad, equilibrio, inteligencia, fuerza o fertilidad la corona estaba, a cambio, en muy serio peligro de extinción o degradación dinástica.

Eso fue lo que sucedió en el reinado de Felipe IV entre los años 1621 y 1665. El rey contrajo matrimonio siendo niño -con solo diez años- con la francesa Isabel de Borbón, de doce años de edad. Nacieron de ese matrimonio seis hijas y un solo varón. Éste -Baltasar Carlos- falleció a los diecisiete años dejando desolado al rey y a su inmenso imperio. De las seis hijas, cinco fallecieron en la infancia y solo una sobrevivió. María Teresa de Austria fue entonces el futuro sostén del reino español durante los difíciles años de su decadencia. Ella fue designada desde niña para casarse con el poderoso, ambicioso, desalmado y traicionero Luis XIV de Francia. La reina Isabel de Borbón falleció a los cuarenta y un años en el Palacio Real de Madrid, cuando la pequeña María Teresa tenía solo seis años de edad. Si no hubiese fallecido la reina, el rey Felipe IV no se hubiese casado de nuevo y, por tanto, hubiese dejado la herencia de su Monarquía en las dulces pero decididas manos de María Teresa. Cinco años después de la muerte de la reina Isabel, el rey Felipe IV volvió a casarse con cuarenta y cuatro años con una sobrina suya de solo quince años, Mariana de Austria. El matrimonio tuvo tres hijas y tres hijos. La mayor de ellos lo fue la infanta Margarita (1651-1673), la única hija que sobrevivió de ese matrimonio. El príncipe Felipe, nacido seis años después que Margarita, moriría con cuatro años dejando de nuevo al rey español más desolado que antes. El otro hijo, Fernando, solo sobrevivió un año. Y el menor de todos ellos, Carlos, diez años menor que Margarita, sobreviviría difícilmente y acabaría, a pesar de sus deficiencias físicas y mentales, llevando por fin la corona de España entre los años 1666 y 1700.

Así que la mimada, elegante, aristocrática y decidida Margarita fue la esperanza durante muchos años de su fatalmente poderoso padre, un rey destinado a contemplar el peor de los destinos que un gran hombre pudiera: observar como todo su poder se deslizaba, inevitablemente, entre los frágiles dedos de su desgraciada historia. Cuando el pintor del reino Diego Velázquez decide componer su obra de Arte más extraordinaria -Las Meninas-, fijaría en su lienzo la imagen más bella de la infanta Margarita, una imagen confiada, aleccionadora, exultante y esplendorosa: la mejor que de una heredera regia de cinco años pudiese pintarse. El mismo año de esta creación artística, 1656, otro pintor español, Juan Bautista Martínez del Mazo (1611-1667), yerno de Velázquez, pintaría otro retrato de la infanta Margarita, pero este pintor no conseguiría la mirada confiada y bella que su suegro logró de ella en su genial obra Las Meninas. Ni la mirada ni la esperanza. Sin embargo, probablemente, sí consiguió el yerno otra cosa por entonces: anticipar con el gesto adusto la desgraciada vida de la pequeña heredera. Esto es algo prodigioso, ¿fue clarividencia artística, histórica o tan solo pura casualidad? No creo que fuera esto último ya que nada es porque sí en el Arte. No significa que Velázquez no se percatara también de la decadencia del reino, es posible que el insigne pintor quisiese ofrecer con su obra maestra una justificación poderosa para hacer coincidir en la historia futura su propio deseo con el de su regio mentor.

Seis años después, en el año 1662, el mismo pintor Martínez del Mazo -yerno de Velázquez y discípulo suyo- llevaría a cabo otro retrato de la infanta Margarita, cuando ahora ella es una pequeña adolescente que, solo un año después, sería comprometida con su tío Leopoldo I, emperador de Austria. Pero su padre Felipe IV se negaría aún a que ella dejara la corte madrileña. Sabía el rey que su pequeño hijo Carlos era un ser débil, que la herencia hispánica estaba frágilmente predestinada con él. No consintió el viejo rey español que su hija Margarita se fuese de su lado para unirse, definitivamente, a su imperial esposo austríaco. Pero la muerte del rey español en el año 1665 lo llevaría todo a un desastre inevitable solo un  año después. Fue entonces cuando el pintor Martínez del Mazo vuelve a retratar a la infanta en Madrid, pero ahora con quince años y totalmente enlutada por la muerte de su padre. Pocos días después viajaría a Austria para reinar como consorte en la corte vienesa del emperador Leopoldo. Velázquez la había retratado antes, cuando ella tenía ocho años y seguía siendo la ilusión de un imperio, la esperanza de un padre y la tranquilidad y seguridad de una nación poderosa. En este otro retrato Velázquez la vuelve a pintar aristocrática, segura, decidida y embellecida de nuevo con una mirada y un gesto tan maravilloso como el que insinuara en sus famosas meninas, algo que contrasta con el retrato que su yerno hará tres años después aun manteniendo la misma noble pose aristocrática. Un seguidor del pintor Rubens, el creador flamenco Jan Thomas (1617-1678), la pinta en el año 1667 en la corte de Viena, cuando Margarita sabía que solo sus herederos podrían reinar por su padre en España si su hermano Carlos -el futuro Carlos II- no pudiese hacerlo. Pero la historia es imprevisible -salvo para algunos sutiles pintores inspirados- y la herencia regia de Carlos II determinaría que fuese la rama francesa -Borbón- de la familia real la que reinase por no tener él herederos directos. Y en su obra barroca el pintor flamenco la retrata joven y lozana, aunque ataviada con los ornamentos y ropajes imperiales de la corte austríaca. ¿Parece ella misma?, ¿parece aquella misma niña confiada y elegante, tan poderosa, que Velázquez representara en su genial obra artística barroca?

Porque lo que Las Meninas fue sobre todo tuvo más que ver con un sutil homenaje a la Pintura que con otra cosa. Había que representar magníficamente el futuro de la Corona hispánica, había que glosar su flamante y única heredera posible entonces. Y el pintor Diego Velázquez lo consiguió a pesar de que sospechara las grandes dificultades que esta herencia real tuviese en la historia. Pero lo hizo así, era su trabajo en la corte, y realizó una obra extraordinaria, algo nunca visto antes ni después, en un lienzo en la historia del Arte. Sin embargo, debía Velázquez encuadrar toda esa representación en un entorno determinado. Tenía que ser en el Palacio Real de Madrid, pero, ¿cuál estancia de ese viejo y decadente Palacio elegir? El genio artístico decidió entonces que fuese el cuarto del Príncipe, un lugar lleno de cuadros en sus paredes, una estancia sin decoración, sin lujos, sin muebles, sin nada más que un espejo en la pared del fondo donde ahora se reflejan los monarcas (Felipe IV y Mariana de Austria) deslavazadamente -una señal premonitoria de la debilidad de la monarquía-, y donde Velázquez se retrata a sí mismo pintando la escena prodigiosa. Indicando así la gran importancia de su artístico oficio, dándole una relevancia mayor al Arte. Salvo, quizá, a su pequeña protagonista infantil, aquella heredera que entonces concentrara la mayor esperanza de un pueblo. Seis años después de retratarla el pintor flamenco Thomas, la hija del mayor monarca de todos los tiempos fallecería en Viena a los veintiún años de edad, víctima del difícil parto de uno de aquellos herederos de su padre que nunca, nunca, reinarían jamás en España.

(Óleo Las Meninas, Diego de Silva y Velázquez, 1656, Museo del Prado, Madrid; Retrato de Margarita de Austria, 1656, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo del Louvre, París; Detalle del lienzo Las Meninas, imagen de Margarita de Austria, Velázquez, 1656, Prado; Retrato de Margarita de Austria, 1662, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo Bellas Artes de Budapest; Lienzo de Velázquez, La infanta Margarita en azul, 1659, Museo de Bellas Artes de Viena; Óleo La emperatriz Margarita de Austria, 1666, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo del Prado; Cuadro del pintor flamenco Jan Thomas, Emperatriz Margarita Teresa de Austria, 1667, Museo de Bellas Artes de Viena.)

7 de abril de 2015

Sólo existe un único tiempo para todo, un solo momento para todo, ni antes, ni después...



En España siempre se llegaría antes o después a muchos de los acontecimientos importantes que determinaron su historia, nunca a su tiempo. Fue una nación que llegó demasiado pronto a ser poder imperial, y que, también demasiado pronto, dejaría de serlo. Luego, tiempo después de dejar de serlo, también fue un país que, para ser de gran antigüedad, llegaría demasiado tarde a tener -en el año 1808- su propia guerra de Independencia y, un siglo más tarde, incluso su propia confrontación civil más sangrienta. Todo a destiempo. Hasta en el Arte. El historiador español José Antonio Maravall (1911-1986) dejaría escrito en su ensayo La cultura del Barroco más o menos algo así: Los españoles del siglo XVII, a diferencia de los del Renacimiento, se presentan como sacudidos por una grave crisis en su proceso de integración. La opinión general es que a partir del año 1600 se reconoce la imparable caída de la monarquía hispánica, a la que no cabe más que apuntalar provisionalmente. Ello se traduce en un estado de inquietud, por lo tanto de inestabilidad, con una conciencia de irremediable decadencia que los españoles tuvieron ya del siglo XVII -el Barroco-, un siglo antes que se formaran esa misma idea los ilustrados del XVIII. A las consideraciones que el Consejo Real le presentó al rey Felipe III en febrero del año 1609, expresándole el miserable estado en que se hallaban sus vasallos, a la severa advertencia que el mismo documento hace de que no es mucho decir que vivan descontentos, afligidos y desconsolados, los cuales se repiten en docenas de escritos de particulares o de altos organismos no ya al rey Felipe III, sino más aún después a Felipe IV, se corresponde aquel momento de sincera ansiedad en este último monarca, de ordinario tan insensible, cuando confiesa conocer la penosa situación en que se apoya: "estando hoy a pique de perdernos todos". El repertorio temático del Barroco español correspondió a ese íntimo estado de conciencia, con lo que en el Arte del siglo XVII se representarían así los temas de la fortuna, del acaso, la mudanza, la fugacidad o las ruinas.

Pero con el Romanticismo le pasaría tanto de lo mismo a España. De hecho el Siglo de Oro español fue un momento de cierto espíritu romántico en su Literatura, pero no así exactamente en su Pintura. Aunque algunos pintores sí expresaron la fugacidad de la fortuna y la mudanza de las cosas, solo fue la lírica y la narrativa españolas quienes más llegaron a anticiparse, casi ciento cincuenta años, al Romanticismo europeo del siglo XVIII. Luego, cuando los europeos leían las grandilocuentes narraciones modernistas de finales del XIX, en España se volvía -tarde otra vez- a sentir de nuevo las fragancias de la pérdida, el desgarro, la atonía o el fracaso con la Generación del 98. Pero no fue España lo único en el mundo que desentonaría el momento de las cosas. Cuando las ruinas romanas fueron descubiertas en el Renacimiento, los pintores trataron de glosarlas bellamente. Pero, ¿cómo se puede expresar con excelsa belleza una ruina, una total desolación histórica? La verdad es que muy pocos en el Renacimiento lo hicieron. Pero hubo un pintor, Herman Posthumos (1514-1588), que en el año 1536 llevaría a cabo su obra renacentista Paisaje con ruinas romanas. Este creador flamenco viajaría a Roma ese año luego de haber participado con el emperador Carlos V en la toma de Túnez a los piratas berberiscos. En su obra pictórica realiza una fantasía de detalles clásicos -monumentos, columnas, esculturas- que por entonces aparecían en las incipientes excavaciones romanas. Pero nada más, ninguna insinuación a la fugacidad o al sentimiento vaporoso de lo fútil ó efímero de la vida, tan solo al aséptico descubrimiento histórico y artístico.

Fue en el siglo ilustrado -el siglo XVIII- cuando los pintores comenzaron a descubrir que pintar una estructura clásica ruinosa con elementos deteriorados por el tiempo era una temática muy artística. Pero no era aún el Romanticismo, ni el Prerromanticismo siquiera, era solo fijar en un lienzo lo que la historia tendría guardado y la arqueología recuperaba. Fue una temática, no un sentimiento. Un alarde incluso de cierta pedantería pictórica. El pintor francés Hubert Robert (1733-1808) se especializaría en cuadros de ruinas y monumentos clásicos. En el año 1796 presenta su obra Vista imaginaria de la Galería del Louvre como una ruina. El Palacio real del Louvre fue tomado por los revolucionarios franceses y convertido luego en museo. Robert sería elegido para encargarse de su adaptación como museo de pinturas. Pero en su obra de Arte pinta la galería principal del Louvre totalmente derruida, dejando ver incluso el cielo sobre los arcos clásicos desmadejados. Es decir, no solo no hay sentimiento alguno, es que no hay ni verosimilitud. Luego, eso sí, pintará la Galería del Louvre realmente como era, llena de cuadros impresionantes.

En el Romanticismo español, en su pintura romántica de ruinas, de fugacidad, de nostalgia o desvalimiento, solo destacarían muy pocos pintores. Jenaro Pérez de Villaamil fue el más importante representante de esa estética romántica, aunque muy pocas ruinas clásicas o monacales pintase: glosaría más bien monumentos históricos o fantasías legendarias, pero pocas ruinas monumentales. Sólo un discípulo suyo, el pintor toledano Cecilio Pizarro (1825-1886), se atrevería a pintar una ruina española. Porque sólo hay que tratar de localizar cuadros de ruinas clásicas españolas para no encontrar apenas alguna. Y eso que en España hubo dos civilizaciones antiguas -romana y árabe- que dejaron mucha huella arquitectónica ruinosa. Pero nada, no hay. Debe ser que, como aquel sarpullido anticipado del siglo XVII ocasionara, el inconsciente español rechaza glosar iconográficamente ruina alguna por asimilar cierta sensación ruinosa a la existente en su historia. El pintor Pizarro fue un dibujante además extraordinario, se dedicaría a componer -como su inconsciente colectivo español propiciara- los bellos monumentos no ruinosos y maravillosos del tan vasto paisaje histórico artístico español. Salvo una vez. Como toledano no pudo evitar sentir una repulsa por el deterioro ruinoso de una de las estructuras históricas y artísticas de su ciudad natal y quiso denunciarlo. Fue Pizarro tal vez el único pintor español que pintaría una ruina de un modo tan claro. Y no solo con el propósito noble de documentarla sino sobre todo de plasmarla románticamente, con el sentimiento propio de su época romántica -el único estilo a su tiempo en España-, es decir, con las emotivas sensaciones de lo ruinoso, de lo fugaz, de lo deteriorado por el tiempo, las desidias, los conflictos y sus efectos.

En su obra de Arte del año 1846 La Capilla de Santa Quiteria, compone el pintor el interior desolado de la capilla de un antiguo monasterio destruido. Según la historia, cuando el rey Fernando III de Castilla y León consolida su reino frente a los árabes, Toledo recuperaría su esplendor hispano de siglos atrás. Los franciscanos llegarían de Italia para fundar monasterios y en Toledo crean un convento franciscano, el de la Concepción Francisca, durante el siglo XIII. Ellos comienzan a edificar en estilo mudéjar y gótico la capilla de santa Quiteria, una santa mártir gallega de la antigüedad hispano-romana. En el siglo XVI se marchan los franciscanos a otro convento, San Juan de los Reyes, un monasterio mucho mayor, dejando el anterior convento y su capilla de santa Quiteria para las monjas de la Concepción. Pasado el tiempo, las tracerías góticas de sus altares medievales fueron maldecidas durante la segunda mitad del anticipado y decadente siglo XVII, y acabarían en el siglo XIX la capilla y el resto de su estructura arquitectónica completamente derruidas. Es entonces cuando el pintor Pizarro compone su obra de Arte con un personaje además. Un hombre ataviado ahora muy elegantemente, decidido y hierático frente al desastre flagrante o estremecedor de lo que está mirando. Pero, no podía ser, ¿cómo permitirse glosar una ruina? Aquel inconsciente colectivo español no podría permitirse componer una obra de Arte tan ruinosa. Así que ideó mejor una ruina con, al menos, un atisbo de cierta compostura o hidalguía poderosa, de un contraste hispano ahora salvador y orgulloso, tan caballeresco ante las trágicas, veleidosas o desastrosas inercias insensibles de la historia.

(Óleo del pintor francés Jean-Baptiste Mauzaisse (1784-1844), El tiempo mostrando las ruinas y las obras que trae a la luz, 1822, Museo del Louvre; Lienzo del pintor renacentista holandés Herman Posthumos, Paisaje con ruinas romanas, 1536, Museo de Liechtenstein; Cuadro del pintor francés del neoclasicismo de ruinas Hubert Robert, Vista imaginaria de la Galería del Louvre como una ruina, 1796, Museo del Louvre; Óleo del mismo pintor francés Robert, Diseño para la Galería del Louvre, 1796, Museo del Louvre, París; Obra del pintor romántico español Cecilio Pizarro, La capilla de santa Quiteria, 1846, Museo del Romanticismo, Madrid.)

8 de diciembre de 2014

El maravilloso alarde perdido de Tiziano y una legendaria maldición albigense.



Cuando los dominicos de la iglesia veneciana de los Santos Juan y Pablo quisieron competir con los franciscanos, que tenían uno excelente, para disponer el mejor retablo para un altar, convocaron un concurso público en el año 1527. El pintor Tiziano había creado en el año 1517 un extraordinario retablo -siete metros de altura, La Asunción- para Santa María dei Frari de Venecia. Fue la primera vez que se creaba una obra religiosa de ese tamaño, representando una escena sagrada -la ascención de María- en un único momento estético de tiempo, espacio y acción. Los colores de Tiziano para Santa María dei Frari fueron novedosos para entonces, no eran los habituales en una obra sagrada. Tampoco la luz lo sería, una luz creada por el Arte que no se sabe cómo termina iluminándolo todo... Los dominicos querían la mejor obra de Arte para su retablo; pero, aunque no sabían muy bien cómo debía ser, sí sabían qué tema debía tratar: la dramática muerte de uno de sus santos, Pedro de Verona.

La herejía en la Iglesia fue frecuente en los primeros siglos del cristianismo. Los concilios trataron de crear una sola voz, un solo mensaje y una única doctrina, pero la enorme extensión del imperio romano hizo que las costumbres de cada región impregnara su forma de entender el mensaje de Cristo. Aun así las cosas se calmaron -tal vez por el auge del Islam- a partir de los siglos VII y VIII, cuando el maniqueísmo fue entonces la forma más peligrosa para Roma. Pero llegaría el fin del milenio y los signos desolados de los tiempos -enfermedad, guerras, injusticias o pobreza- comenzaron a hacer ver de forma diferente las cosas de este mundo y del otro. La religión era además reflejo del sentimiento político y social de los hombres. No fue extraño que surgieran en Europa occidental episodios de herejía, como el relatado en el proceso contra unos clérigos en Orleáns durante el año 1022: Decían el nombre del diablo cantándolo en todas sus versiones, hasta que uno descendió sobre ellos con la apariencia de una bestia, luego participó en una orgía y comió una especie de viático diabólico con las cenizas del cadáver de un bebé. Otro cronista de Cluny escribiría también: Esto es acorde con la profecía de San Juan en la que dijo que Satanás sería liberado en cuanto hubieran transcurrido mil años.

Tiziano quería el contrato del retablo de los dominicos como fuese. Era desde el año 1516 el pintor oficial de la República de Venecia y, por tanto, tenía la mejor reputación artística de la ciudad-estado. Sin embargo, otros pintores ya habían trabajado para los dominicos de Venecia, como El Pordenone (1483-1539) y Palma el viejo (1480-1528). El primero poseía el dominio de la narración dramática, algo que no dominaba Tiziano. Así que este pintor  veneciano -el más grande del siglo XVI- debía corregir su técnica si quería que los dominicos aceptaran su trabajo. Y lo aceptaron. Tiziano llevó a cabo la mejor obra de Arte por entonces, años 1528 al 1530. El retablo narraba la muerte por unos herejes de Pedro de Verona cuando se dirigía de Como a Milán en el año 1252. Tiziano describe la escena trágica con una genialidad sorprendente, porque fue un asesinato y así lo pintaría, con los escorzos, los gestos viles o el sentido más trágico para una escena de ese tipo. En el bosque de Barlassina fue donde sucedió el hecho terrible y Tiziano elaboró un paisaje original con árboles, cielo y montañas al fondo.

El historiador del siglo XVI Giorgio Vasari escribiría de esta creación: La obra más acabada, la más celebrada y la mejor concebida y ejecutada que Tiziano hiciera en toda su vida. Debió haberlo sido, porque lo que hoy vemos del retablo de Venecia no es de Tiziano sino copias de lo que él hizo. Su maravilloso retablo terminaría destruido o calcinado durante el revolucionario año de 1867. Luego de que Napoleón conquistara Italia en el año 1797 el lienzo de Tiziano fue enviado a París. Más de un siglo antes un rico comerciante holandés -Daniel Nys- hasta quiso comprarlo, sin éxito, ofreciendo entonces una cantidad exorbitante de dinero, dieciocho mil ducados, tal era la fama de la obra de Tiziano. Un pintor y crítico del siglo XVII, Carlo Ridolfi, calificó aquel retablo famoso: Había tocado el ápice del Arte más sublime.

En junio del año 1251 el papa Inocencio IV nombra a Pedro de Verona (1205-1252) inquisidor especial para una misión en Cremona. Fue elegido por su energía, dedicación, ascetismo y reputación personal. El antecesor en el papado, Gregorio IX, había creado la Inquisición en el año 1231 para acabar con la herejía albigense. Un año después de su nombramiento, en 1252, cuando Pedro de Verona acudió a Milán para otra actuación contra los albigenses, una conspiración de líderes cátaros de Milán, Como, Lodi, Bérgamo y Pavía pagaría a unos asesinos para que lo matasen. Pedro de Verona fue golpeado en la cabeza y apuñalado. Un compañero de él fue herido de muerte pero vivió para contar la historia. Inocencio IV temió que el hecho -Pedro era un dominico modelo contra la herejía- pudiera intimidar o acobardar en el futuro, pero sucedió todo lo contrario, el asesinato creó un mártir y todo el mundo condenó el crimen. Sólo un año después, algo insólito en la Iglesia, fue declarado Pedro de Verona santo. Y hasta uno de aquellos conspiradores que pagaron su muerte, Daniel de Guissano, se arrepintió y terminó por hacerse dominico.

Después de que Napoleón acabase en el año 1816, el escultor italiano Antonio Canova devuelve a Venecia el lienzo de Tiziano Muerte de San Pedro Mártir. Cuando la obra había dejado de ser parte del retablo se pensó colocar en una capilla de la iglesia, la capilla del Rosario, como un cuadro más de los muchos que colgaban de sus paredes, óleos de Tintoretto, de Palma el viejo o de Bellini. La capilla del Rosario fue inaugurada y consagrada en el año 1582, día de la virgen del Rosario -7 de octubre-, para conmemorar la victoria de la Batalla de Lepanto del 7 de octubre de 1571, cuando Venecia y España vencieron a la flota turca en el golfo de Corinto. Y en esta capilla veneciana, llena de grandiosas obras de Arte, se situó la famosa Muerte de Pedro de Verona. Años después de regresar a Venecia de Paris, unos vándalos anticatólicos penetran en la capilla y prenden fuego a la obra. Ardieron las bancadas y las reliquias, pero también las obras de Arte que contenían sus paramentos. Allí acabó la grandeza de lo que una vez fuera la obra de Arte más sublime de la historia. En su lugar se colocó una copia de aquella excelsa obra del Renacimiento, ya pintada en el año 1691 por el pintor alemán Johann Carl Loth.

(Óleo del pintor barroco Livio Mehus, Alegoría del genio de la Pintura, 1650, donde el propio pintor se autorretrata detrás de un geniecillo pintando la obra de Tiziano, Muerte de San Pedro Mártir, Museo del Prado; Detalle de la obra Muerte de San Pedro Mártir, después de Tiziano, de autor desconocido, Museo Fitzwilliam, Cambridge, Inglaterra; Detalle de la obra de Livio Mehus, Prado; Retablo Muerte de Pedro de Verona, del pintor Johann Carl Loth, 1691, Basílica de san Juan y san Pablo, Venecia; Óleo Muerte de San Pedro Mártir, siglo XVI, anónimo, Museo Fitzwilliam, Cambridge, Inglaterra; Fotografía actual de la capilla del Rosario, Basílica de san Juan y san Pablo, Venecia; Fotografía de la capilla del Rosario después del incendio, Venecia, 1867; Fragmento de la obra Auto de Fe, del pintor español medieval-renacentista Pedro Berruguete, 1499, Retablo que el inquisidor Tomás de Torquemada pidió al pintor para la Catedral de Toledo, se observan unos herejes cátaros en la escena, Museo del Prado; Fotografía de la fachada de la Basílica de san Juan y san Pablo, Venecia.)

16 de septiembre de 2014

La Belleza es la lucha interior por resguardar el recuerdo primero más maravilloso y efímero.



Para celebrar la conquista del reino de Granada, producida en el año 1492, los Reyes Católicos Fernando V e Isabel I decidieron erigir un templete en Roma sobre la colina donde la tradición afirmaba que el apóstol Pedro había sido crucificado. Años antes, en 1480, los mismos monarcas españoles habían patrocinado la construcción de una iglesia -San Pietro in Montorio, un edificio renacentista- en esa misma colina romana, llamada desde siglos antes colina del Janículo. Esa colina romana, situada al sur de la colina Vaticana, no fue un lugar muy afortunado en la antigüedad ni en los siglos posteriores del medievo. Situada a las afueras de Roma, más allá de las antiguas murallas servianas, parte de la colina fue consagrada en los albores de la cultura latina a una diosa de la fuente del Janículo y de las aguas que abundaban en la parte más boscosa de su inclinada ladera. Furrina era una diosa latina de la paz social, y castigaba a todos aquellos que por entonces pudieran perturbarla. Cuando las costumbres de Roma cambiaron a peor, se relajaron moralmente, como sucediese luego con su aviesa y relajada política imperial, se dejaría de adorar a dicha diosa latina. Simplemente, se acabaría temiendo que ella lanzara su furia terrible y mortal contra Roma. Era mejor dejar de adorarla que arriesgarse a sufrir su ciega venganza.

Así que, durante el largo periodo medieval, la colina del Janículo quedaría totalmente abandonada por Roma. Fue en el Renacimiento cuando empezaron a construirse villas por su alrededor, y la leyenda de haber sido aquel el lugar donde san Pedro fuese martirizado llevaría a consagrar ese emplazamiento a su memoria. Con unos ochenta metros de altura sobre el nivel del mar, desde la colina del Janículo se puede observar el maravilloso decorado del complejo arquitectónico Vaticano, con su enorme basílica y su cúpula renacentista, una obra de Arte maravillosa diseñada por el mismo arquitecto que levantase aquel pequeño templete homenaje al martirio de san Pedro, el artista del Renacimiento que fuese Donato Bramante (1444-1514). Aquel templete representaba por entonces la belleza perfecta, la clásica y perfecta belleza donde la circunferencia perfecta de su estructura clásica, soportaba su perfecta y armoniosa cúpula renacentista. Fue rodeado el edificio de unas columnas toscanas -un estilo dórico romanizado- que concentraban, en tan pequeño edificio clásico, toda la grandiosidad y belleza del Renacimiento. Y es ese extraordinario monumento clásico el que, entre otros muchos, aparece maravillosamente incluido en la película italiana La grande Bellezza. Porque es desde ese curioso lugar romano -la colina del Janículo- donde comienza la película a mostrarnos la belleza más sugerente, la más deslumbrante y hermosa belleza de la fragante y eterna ciudad de Roma.

¿Qué gran belleza es la que el director Paolo Sorrentino quiere hacernos ver en su extraordinaria película? Porque, de pronto, dejamos de ver los maravillosos paisajes romanos y las deliciosas esculturas clásicas, de fragancia equilibrada o de música de dioses, para asombrarnos ahora con el disruptivo cambio de una fiesta moderna, mundana, avasalladora y frívola. Y entonces el Arte tiene que venir a ayudarnos a comprender.  Porque, realmente, la Belleza es aquí ahora el Arte, o, mejor aun, es como el Arte. Es decir, la Belleza es lo recreado por el ser humano para representar bellamente lo que antes, en otros momentos abandonados, no pudo atrapar ni aprehender de nuevo y para siempre. La palabra Arte conjuga la raíz latina del término artificio, por lo tanto es un tipo de maniobra creativa para hacernos ver algo diferente o distinto a lo que es la realidad dolida, degradante o efímera de la vida. Algo que querríamos de antes, y lo deseamos aún, pero que ahora, cuando lo comprendemos mejor por padecerlo, no es más que aquello tan idealizado que antes recordábamos perdidos. Porque los seres humanos no podremos dejar de crear o sentir cosas bellas que nos alejen de la sensación de vacío. Unos lo conseguirán con su trabajo, alguna tarea ideal, convencional, repetitiva o codiciosa; otros con la entrega, la compasión o la experiencia del sufrimiento, y algunos otros con la contemplación o la fragancia, con la nostalgia o el recuerdo. Pero todos buscarán en algo la Belleza, una sensación que no es más que la inquietud íntima por tratar de no perder el recuerdo de una juventud, sin embargo, ya perdida para siempre.

Entre los años 230 y 220 a. C. un rey griego de la antigua Pérgamo, Atalo I, mandaría componer en bronce una escultura helenística que recordara la victoria de su reino frente a las bárbaras tribus germanas de los gálatas. Esas tribus eran pueblos celtas que habitaban en la antigua Galia europea y que luego se desplazaron hacia el este. Años más tarde los romanos copiarían la escultura helenística en mármol blanco, como con tantas obras griegas clásicas ellos harían. Y acabaría la escultura tiempo después perdida tras las asoladas pisadas del declive del imperio y de los oscuros siglos subsiguientes. La impactante escultura helenística representaba a un guerrero gálata, o galo, con un realismo y una belleza extraordinarios. Su figura perfecta estaba esculpida completamente desnuda, sin nada más que cubriese su cuerpo que un pequeño torque o collar que rodeaba el cuello de su estatua. Así es como la escultura griega, sentada y solitaria, mostraba al gran héroe vencido, al ser humano que lo había perdido todo, pero que, ahora, no se resistiría al vacío de dejar de ser, de no ser nada. La escultura clásica fue erigida por los vencedores -los griegos- y representaba, sin embargo, el gesto más sublime y bello admirado por éstos. Sus heridas las soportaba el vencido galo moribundo con estoicismo, tratando el héroe malogrado de luchar contra su destino, consiguiendo no perder ni la apostura ni el recuerdo ni el pudor ni su sentido. Apoyaba el gálata orgulloso la mano firme contra el muslo, antes fuerte y poderoso, pero ahora malherido, derrotado y vencido por el mundo. Pero, entonces, como queriendo no perder el sentido de su vigor ni de su grandeza, ni de su momento más maravilloso y efímero, permanecería así, sin abatir, decidido y orgulloso, eternamente así para nosotros. Porque todas las miradas solícitas al querer verlo experimentarían aquel mismo anhelo complaciente y poderoso, ese de admirar, eternas, toda aquella belleza malherida, sufrida  y perdida para siempre...

(Detalle de la escultura romana Galo o Gálata moribundo, de una copia griega del periodo Helenístico, siglo III a.C. Museo Capitolino, Roma; Fotografía de la actriz italiana Sabrina Ferilli; Óleo del pintor inglés Richard Wilson, 1713-1782, Roma, San Pedro y el Vaticano desde la colina del Janículo, 1753, Tate Gallery, Londres; Fotografía actual de Roma desde la colina del Janículo; Cuadro del artista italiano Giovanni Paolo Panini, Capricho romano con la columna de Trajano, el Coliseo, la escultura de Gala moribundo, el Arco de Constantino y el Templo de Cástor y Pólux, 1734, Museo Thyssen, Madrid; Escultura de Gala Moribundo, Museo Capitolino, Roma; Templete de San Pietro, Colina del Janículo, Roma; Imagen fotográfica de una vista de Roma desde la colina del Janículo; Escultura del Marforio, estatua parlante romana representando al dios Océano, siglo II, d.C., Museo Capitolino, Palacio de los Conservadores, Roma; Fotograma de la película La Gran Belleza, 2013.)

22 de febrero de 2014

Un naufragio artístico salvado entonces por la impenitente ansia tan humana de copiar.



Cuando las cosas naufragan dejarán de ser aunque sigan existiendo. Entonces vagarán por el limbo jurídico de lo impreciso o de lo indelimitado, de lo imposible, de lo insensato o de lo desaparecido sin final. De ese modo las obras de Arte creadas antes de un naufragio dejan de serlo después, incluso como si no hubiesen existido nunca. Salvo que algún día las cosas hundidas dejen de estarlo. Porque en determinadas circunstancias la tecnología permitirá recuperar del inframundo abisal de los naufragios parte de lo perecido en el pasado. Pero, ¿y antes, cuando los mares vencían con su magnitud la voluntad de los hombres de recuperar lo perdido? Por eso las obras de Arte -objetos que sólo existieron si existen aún- nunca se catalogaban después de los desastres irreversibles -no en el caso de los robos, que sí pueden ser reversibles- como objetos con algún sentido real, con un pasado, con una entidad o con un recuerdo. Sencillamente dejaban de existir y, por tanto -en el Arte-, como si nunca hubieran existido. Uno de los períodos artísticos más exitosos en la historia de Holanda fue el comprendido desde sus inicios como país hasta la invasión francesa del año 1672. Fue el momento conocido como el Siglo de Oro de la pintura holandesa.

En esos años Holanda conseguiría una sociedad tan próspera y liberal que los pintores proliferaron mucho. Tanto la economía -fueron los más activos comerciantes- como la religión -el calvinismo cambiaría las costumbres- condicionaron un tipo de hacer pintura y Arte. Ahora las escenas dejaban de ser religiosas o mitológicas para transformarse en realistas escenas cotidianas, en un reflejo de las costumbres ordinarias en los interiores de los hogares.  Esas obras abundaban y eran adquiridas no solo por ricos o pudientes, sino por cualquier persona -artesana o comerciante- que quisiese adornar las paredes de su casa con ese Arte. La calidad, sin embargo, desmerecería mucho los valores estéticos entre la abundancia de obras y temáticas -cosas vulgares y simples- de sus creaciones artísticas. Así que algunos creadores -de la escuela holandesa de Leiden, por ejemplo- comenzaron a afinar más sus trazos de estilo para hacer de sus obras ahora unas elaboradas composiciones aunque se trataran de escenas cotidianas o de costumbres tan vulgares y corrientes.

En la escuela holandesa de Leiden proliferaron algunos artistas, pero sólo unos pocos llegarían a merecer el elogio con los años. Algunos muy conocidos -como el gran Rembrandt-, pero la mayoría no lo fueron tanto. Sin embargo, sí destacaron otros pintores que no fueron tan valorados en su época y pasado el tiempo los grandes compradores de Arte -las cortes europeas- volvieran sus ojos a esas sencillas -por su temática- y tan originales obras de Arte holandesas. Uno de aquellos creadores lo fue el pintor barroco Derrit Dou (1613-1675), también conocido como Gerard Dou en el resto de Europa. Sobre el año 1648 compone un tríptico no religioso, una estructura más habitual en obras religiosas de países europeos más devotos -Italia, España o Francia-. Pero ahora llegaría a reflejar su creación algo más intimista, sugerente y humanista para el momento. Desarrollada no tanto para adoctrinar, extasiar o iluminar, sino más bien para asombrar, estimular, maravillar o educar bellamente.

Así fue como su obra Alegoría de la educación artística sorprendió entonces por su elaborada técnica del claroscuro o por la manera en que componía diferentes formas de educar un tipo de arte -en este caso artesanas actividades- con otras no menos carentes de habilidad. Pero esta magnífica obra de Gerard Dou no la veremos nunca -al menos por ahora- en el mundo. Lo que ahora vemos no lo realizó él, aunque sí compuso la original de antes, perdida ahora o inexistente para el mundo. Esta que vemos fue copiada de la suya por un pintor alemán afincado en Amsterdam, Willem Joseph Laquy (1738-1798), que la pintaría con toda seguridad antes del fatídico verano de 1771. El tríptico de Dou adquiriría tanta fama entonces -mediados del siglo XVIII- que los más poderosos compradores europeos quisieron hacerse con la obra. La amante del rey francés Luis XV, la marquesa de Pompadour, quiso regalársela al monarca galo febrilmente. Pero ignoraba ella que todavía había otra gran mujer -mucho más grande- que deseaba la obra apasionadamente. La emperatriz de Rusia Catalina II anhelaría el tríptico de Gerard Dou quizá con mayor ahínco. Esta zarina rusa se caracterizó por ser una de las mujeres más ilustradas de ese siglo y no podía dejar pasar la oportunidad de poseer una de las obras más emblemáticas de la época.

Así que cuando se celebró una subasta en Holanda en julio de 1771, el Tríptico de Dou se llegaría a cotizar por unos 14.000 florines de entonces, una cantidad que abonaría Catalina II por su deseada obra del maestro Dou. Los holandeses organizaron entonces el traslado de la obra a Rusia. El cargamento del buque fletado incluía otras creaciones y otros objetos artísticos de gran valor, y la carga, al parecer bien embalada y protegida, embarcaría en Amsterdam con destino a San Petersburgo en septiembre de ese año. Pero, sin embargo nunca su contenido llegaría a Rusia ni a ninguna otra parte. El buque holandés, el Lady María -Frau Maria o Vrouw Maria-, naufragaría a unos doce kilómetros al sudeste de la isla de Jurmo en el mar Báltico, hoy una isla de Finlandia pero por entonces territorio de Suecia. Y el Museo Nacional de Amsterdam, el Rijksmuseum -aperturado a comienzos del siglo XIX-, quiso poseer el recuerdo de aquel tríptico como de otras obras de Arte desaparecidas entonces. Todas copias de obras originales desaparecidas en aquel naufragio. Así es como hoy aparecen expuestas sus copias en ese importante museo holandés. Pero ahora con la leyenda titulada del famoso apelativo que suele añadirse a las obras que han sido copiadas: después de... La obra holandesa aquí mostrada es: Alegoría de la educación artística después de Gerard Dou del pintor Willen Joseph Laquy. Existe una obra en ese mismo museo de otro cuadro que naufragó también en aquel accidente, en este caso de otro famoso pintor holandés, Gerard Ter Borch (1617-1681). Este otro lienzo se copiaría sobre el año 1728 por un autor desconocido y se titularía en el museo de Amsterdam como Joven con perro después de Gerard Ter Borch (aunque en algunos lugares ni siquiera se especifica el después de, lo que lleva a una confusión histórica).

De aquel naufragio y de esas obras originales no se volvió a saber nada hasta el año 1999, cuando el buzo y buscador de pecios finlandés Rauno Koivusaari hallara los restos hundidos de aquel famoso velero. Así que ahora la inexistencia, de pronto, acabará por devolver a la realidad de lo inesperado aquellos objetos maravillosos, obras de Arte que un día dejaron de ser. Ahora los holandeses, los fineses, los suecos y, por supuesto, los rusos, desearán eliminar más de doscientos años de golpe para volver a aquellos años de 1771 (aunque menos a Finlandia le interese atrasar el tiempo, hay que tener en cuenta que no hace ni cien años que Finlandia existe como país). Al parecer los cuadros fueron envueltos en estuches de piel de arce y colocados en vasijas de plomo cubiertas con cera. De ser todo eso así es muy posible que el tiempo y el agua no hayan deteriorado mucho aquellas maravillosas -y ahora reexistentes- obras del Arte holandés.

(Tríptico Alegoría de la educación artística, después de Gerard Dou, realizado entre 1760-1771 por Willem Joseph Laquy, -sin embargo, la obra original fue realizada ya por el pintor del barroco holandés -de la escuela de Leiden- Gerard Dou sobre 1648, desaparecida en el naufragio del Frau Maria en octubre de 1771-, Rijksmuseum, Amsterdam; Óleo La villa a orillas del río después de Jan van Goyen -pintor holandés del barroco, 1596-1656-, obra realizada por su compatriota y coetáneo Jan van der Heyden, 1637-1712, antes de 1712, aunque el original relacionado en la aduana holandesa de 1771 aparece esta obra como del maestro Jan van Goyen, perdida en el naufragio del Frau Maria en 1771, Rijksmuseum, Amsterdam; Pintura desaparecida también en este naufragio, Joven con perro después de Gerard Ter Borch -pintor holandés del barroco, 1617-1681-, realizada por autor desconocido antes de 1771, Rijksmuseum de Amsterdam, Holanda.)