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18 de abril de 2021

Un Arte contemporáneo como reflejo espacial del dolor más individual y desesperado del mundo.



El Arte tiene resquicios innovadores por donde expresar casi siempre sus sentimientos estéticos. Cuando el Arte occidental comenzara su nueva senda en el Renacimiento, el único sentimiento viable por entonces para poder expresar aquel Arte que alumbraba poderoso fue el filosófico más clásico de la antigua Grecia. La Academia neoplatónica de Marsilio Fisino (1433-1499), creada en la Florencia de Leonardo da Vinci, aglutinaría ya una concepción filosófica platónica muy influyente para poder sostener así una estética revolucionaria novedosa como lo fue el Renacimiento, una creación artística extraordinaria nunca antes desarrollada ni vista de ese modo en el mundo. Por entonces la sociedad europea bascularía entre dos polos conceptuales estéticos muy opuestos: la belleza y la muerte. Una, la Belleza, culminada luego en el siglo XVI y basada en los planteamientos clásicos de la Grecia de Platón y de la estética posterior helenística tan primorosa. Otra, la Muerte, basada en el reflejo de la lucha por la supervivencia del ser humano en el mundo; pero no una lucha por la superación del individuo oprimido y vulnerable, sino más bien por la del más fuerte, la del más enérgico y poderoso. Los tiempos evolucionaron muy pronto en el Arte y la Iglesia Católica, en su concilio contrarreformista de Trento, fundamentaría los principios estéticos y éticos del siguiente siglo XVII. Así, el Barroco en el Arte triunfaría con la cercanía conceptual plástica, con el naturalismo preciosista y con la belleza sagrada o profana más excelsa y conseguida. El siglo de la Ilustración desacralizaría luego el mensaje estético y, ante la falta aún de sentimiento, volvería al renacer clásico estético más racional y predecible en el Arte. Sería el Romanticismo el que seguidamente destaparía el sentimiento, pero un sentimiento por entonces ajeno a la sociedad y profundamente arraigado en el individualismo personal más egoísta. Solo Goya alcanzaría a predecir un futuro estético muy diferente... El siglo XIX no sería acorde todavía en su reivindicación de una estética consecuente con el sentimiento más social de los humanos. Solo el Realismo Impresionista supo expresar el sentimiento con el fragor clásico de una estética consecuente. Y así hasta que el Arte Moderno pataleara con sus estridencias estéticas más extravagantes de comienzos del siglo XX. Pero, aun así los conflictos sociales de la primera mitad del siglo XX no pudieron ayudar al Arte a que expresara la verdadera esencia estética de aquella filosofía platónica de finales del renacentista siglo XV: articular la Belleza con algún tipo de sentimiento humano poderoso. Entonces era la muerte; ahora, en la encrucijada estética del siglo XXI, lo será la vida... Pero una vida que reivindique mejor el concepto estético como una nueva forma de sentimiento arraigado. Un nuevo sentimiento del hombre y de su destino en un mundo ya casi conquistado técnicamente en sus esencias reivindicativas necesarias, pero absolutamente ajeno y desolador aún en lo más íntimo y espiritual del ser humano y de sus misterios. Algo parecido a lo que aquella filosofía neoplatónica hubiese predicho cinco siglos antes, con su expresión excelsa en el Arte de la idea o el pensamiento hacia lo absoluto.

Sería el pintor impresionista Toulouse-Lautrec uno de los primeros creadores que transformarían la manera en la que el artista se acercaría al soporte físico de sus creaciones. Muchas de sus obras estaban situadas entre el boceto, el dibujo y la pintura. Aunque compuso muchos de sus óleos sobre cartón, el acabado de esos óleos no era el propio de un aceite sobre cartón. La razón era que el cartón que utilizaba Lautrec para sus obras estaba encolado. Aun así, no todos sus cartones fueron encolados para que el aceite no acabase absorbido por completo. Para el pintor impresionista el soporte era lo de menos. Utilizaría como soporte de sus pinturas madera, conglomerado, lino y hasta cortinas de prostíbulo francés. En la época de este pintor francés (1864-1901) se empezarían a utilizar en la creación de Arte técnicas industrializadas, como lo fueron las pinturas al óleo entubadas o las nuevas técnicas al pastel, la acuarela o el temple. Sería el temple realmente el soporte más utilizado por Lautrec para aplicar el óleo al cartón sin menoscabar ningún efecto plástico. Sin embargo, Toulouse-Lautrec utilizaría tanto la acuarela, el gouache, el óleo y el temple como una única técnica en sus obras impresionistas. Y esa única técnica, llamada mixta, acabaría funcionando muy bien en los albores del Arte Moderno más disruptivo de comienzos del siglo XX. El pintor Paul Klee (1879-1940) nacería en una familia de músicos alemanes. Así fue como en su infancia recibiría una de las mejores formaciones musicales del mundo. Sin embargo durante su adolescencia, en parte por la rebeldía propia de esa etapa personal y en parte porque para Klee la música de entonces (primera década del siglo XX) carecía de significado, decidiría dedicarse mejor a las artes plásticas. Trabajaría con óleo, acuarela, tinta y otros materiales combinándolos en un único trabajo estético. Su obras expresaban poesía, música, ensoñación y hasta palabras... El Expresionismo nacería al mismo tiempo que su obra, donde Klee acabaría alternando el Surrealismo y la Abstracción. Pero no sería esa primera mitad del siglo XX la que retomaría el sentido reivindicador más inspirado de los efectos demoledores de la sociedad sobre el individuo. En la segunda mitad del siglo XX las filosofías moralistas, gregarias o sociales dejarían paso a una inspiración artística y filosófica que tendría al individuo desolado, tan solo al ser humano, como único sentido y como única determinación creativa o reivindicativa. 

El artista sevillano Álvarez-Ossorio Micheo es un ejemplo contemporáneo característico tanto de ese sentimiento renacentista como de esa reivindicación personal, esta misma que el expresionismo intentara en los albores del desesperado siglo XX. En esta pequeña muestra de su obra artística, observaremos la conquista, el sentimiento, la desolación, la fuga, el desvarío, la expresión, el acorde, la osadía y la armonía de unas formas imprecisas. Es el resultado de todo un itinerario en el Arte que llevará a relacionar al individuo con su medio. No es posible la existencia sin una plataforma que la sostenga, del mismo modo que no es posible el Arte sin un soporte que lo exprese. Desde el Cubismo de Rivera y Picasso hasta el alarde anticipador de un genial Goya (en su obra desconcertante Perro semihundido), la obra artística de Micheo alcanzará una fascinación estética sorprendente. El mundo avanzará a veces sin consideraciones hacia lo que otros antes que nosotros tuvieron a bien entender como sentido. Pero, hay creadores, como es el caso de este artista sevillano, que han sido capaces de entrelazar vanguardia con tradición y hacerlo además sin alardes, sin pretensiones, sin confusiones tampoco. Con sentimiento. Con el mismo sentimiento que otros creadores antes que él expresaron como una forma de alarido estético impactante, poderoso, vibrante y esperanzador... Un grito expresivo que nos obligará a reflexionar sobre el sentido de la estética en un mundo que ha perdido ya todo referente con aquel sentido de Belleza de Ficino. Con una genialidad contemporánea original, pero, también, con los elementos estéticos de una expresión necesaria, Álvarez-Ossorio Micheo nos llevará al universo expresivo de la sutil y difícil relación de aquellos dos polos opuestos tan irreconciliables: el de la belleza y la muerte, o el de la belleza y la vida. Elegir uno u otro no es el sentido final del Arte. Por eso los artistas tan solo reflejarán el mundo, no harán nada con él. Un mundo que ellos, sin embargo, verán de una forma que siempre encerrará una pequeña, casi imperceptible, visión muy esperanzada, cálida y luminosa del mismo.

(Obras contemporáneas del artista José Luis Álvarez-Ossorio Micheo, año 2021, técnica mixta sobre cartón o papel: Calle Desolación; Desde la Atalaya; Sin Camino a Casa; Sector A9; Trazas en la Arena; La Huida; Colección Privada, Sevilla, España.)

13 de abril de 2014

Hubo un momento en que los hombres estuvieron solos en el mundo, ¿sin dioses, sin cielo, sin rumbo?



Cuando Tulia, una hija del escritor y político romano Cicerón (106 a.C - 43 d.C.), falleciera víctima de un parto a los treinta y un años de edad, quedaría su padre tan triste y desolado que sus amigos le escribirían desde todos los lugares del imperio para consolarle. En sus misivas, le transmitirían su pesar y se unirían a él en su dolor y en su desgracia de padre. Pero, entonces el gobernador romano de Grecia, Servio Sulpicio, le escribiría ahora desde la cuna de la civilización europea, desde la antigua Grecia de los dioses y las leyendas, aquel lugar del imperio donde más pasado elogiable habría sucumbido ya en ruinas para siempre. Sin embargo, Servio Sulpicio le escribía con un muy distinto mensaje de duelo amistoso. Le decía a Cicerón, en su carta desde Grecia: De regreso a Asia, en un viaje navegando de Egina a Megara, me puse a contemplar los bellos paisajes helénicos que me rodeaban. Egina quedaba atrás y Corinto a mi izquierda. Todas aquellas ciudades habían sido antaño célebres y florecientes muestras de civilización. Hoy solo son ruinas dispersas sepultadas bajo su propio polvo maldecido. Ay, me dije, ¿cómo osamos lamentarnos por la muerte de uno de los nuestros, mortales a quienes la naturaleza ha dado una vida tan corta, rodeados así de cadáveres de ciudades grandiosas ya desaparecidas para siempre? Créeme, Cicerón, esta meditación sobre la futilidad de todas las cosas me devolvió una vez las fuerzas para sobreponerme...

Los dioses de la antigüedad griega fueron asimilados por Roma en el siglo II a.C., pero, sin embargo, desde el advenimiento del pensamiento socrático -más racionalista-, llevado a cabo durante los siglos V y IV antes de Cristo, los herederos posteriores de esa gran filosofía helénica, los epicúreos, estoicos y neoplatónicos, fueron abandonando las antiguas promesas míticas de los divinos sagrados decorados para dejarlos, ahora, como una mera demostración o justificación social, cultural o literaria más que otra cosa... Fue un proceso paulatino que coincidió con el auge del Imperio romano, pero que, especialmente, se acusaría en la primera mitad del más importante Principado romano (el situado entre los años 50 a.C. hasta el 200 d.C), cuando los dioses fueron abandonados por completo y el sostén metafísico, sagrado o trascendental aún no había llegado de la mano de un cristianismo triunfante. El escritor realista francés Gustave Flaubert (1821-1880) dejaría escrita una frase prodigiosa sobre ese periodo, metafísicamente desolador: Hubo un momento único en la historia de la humanidad, cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, fue un momento único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en el que el hombre estuvo solo.

El poco conocido pintor británico Frank Bramley (1857-1915) fue un creador postimpresionista que había sabido combinar la perfecta estilística académica con el manejo modernista de la luz y los nuevos mensajes sociales, tan emocionales como humanistas.  En su obra de Arte Un amanecer desesperado, o Un amanecer sin esperanza, conseguiría componer una creación de enorme calidad y belleza artísticas, como, por ejemplo, la textura dibujada tan perfecta de algunas de las cosas representadas en la obra: los lineales mal encajados de las tablas de un suelo ajado de madera, o los tejidos tan arrugados, sin embargo, del mantel de una mesa circunspecta, o como también los pliegues sobrecogidos de un vestido femenino, aquí tan desgarrador. Además veremos en la obra la gruesa y desnuda pared deslucida, ahora tan protectora, de la doliente casa silenciosa. Los colores de la pintura son algo apagados o mortecinos, iluminados por la luz amarillenta de una vela poderosa o por la gris luz desalentadora de la profunda ventana de la estancia. Porque justo detrás de la ventana silenciosa está ahora solo el inmenso y pavoroso fondo de un mar embravecido... Todo pintado así para reflejar un profundo drama muy humano: la desaparición de un marinero bajo las aguas que no regresará jamás. Su desolada esposa está abrazada a la madre de él, abatida ahora sin remedio. Pero el creador situará además, subliminalmente, algunas representaciones simbólicas de una mítica y reconfortante religión... El gran libro sagrado abierto y la luz serena de una pequeña llama, todo ello ahora compuesto como un pequeño altar improvisado entre las sombras. 

Cuando el pintor inglés Richard Nevinson (1889-1946) decidiera ir al frente bélico de la Primera Guerra Mundial, lo hizo entonces como un mero voluntario de ambulancias. Antes de regresar a su casa por una enfermedad, viviría el pintor el horror de aquel terrible conflicto tan violento. Así, de ese modo, terminaría inspirándose en un proverbial artístico destino pictórico para poder demostrar, además, las terribles contradicciones y aberraciones de las fatídicas guerras. En una de sus obras modernistas, Una estrella, llegaría a plasmar la visión poderosa de algunas de las cosas más hirientes vividas en una guerra, como la visión que el mismo pintor tuviera de una terrible explosión en plena noche entre las negras trincheras. En esa visión oscura concentraría el pintor toda la magnanimidad que una ráfaga estrellada de luz pudiera dar, sin embargo, a la desolada y espantosa imagen de un cruel, frío, duro y guerrero paisaje nocturno. Con los pavorosos campos de minas, con las terroríficas alambradas enemigas, o con los fragmentos tenebrosos de una esperanzadora visión..., ahora, sin embargo, del todo sucumbida. Porque en la tenebrosa obra de Nevinson la poderosa luz del cielo es ahora obtenida así por una fuerte llamarada creada por el hombre, por la explosión dramática y terrorífica de un cielo maldecido sobre el dantesco, negro, solitario y absurdo campo de batalla. Pero, el pintor británico la transformaría, genialmente, en una gran estrella poderosa, en una luz maravillosa -esperanzadora- que abrazaría, iridiscente, todo un pequeño orbe humano desgarrado ahora por la muerte...  ¿Qué dioses eran esos que el poeta latino Marco Valerio Marcial (40-104) dejara escrito en su famoso Epigrama IV hace dos mil años?: No hay dioses..., y el cielo está vacío. Pero, ¿estará vacío, realmente? Nevinson lo iluminaría una vez con su Arte modernista, como aquellos antiguos romanos lograrían sobrevivir, una vez, a sus angustias: con la sola y poderosa fuerza de su ingenio más humano. El gran emperador romano Adriano (76-138), solitario buscador de mil preguntas, dejaría escrito en su famoso diario: Alma vagabunda y cariñosa, huésped y compañera del cuerpo, ¿adónde luego vivirás...? En lugares lívidos, severos y desnudos pero jamás volverás a animarme como entonces...

(Obra del pintor inglés Richard Nevinson, Una estrella, 1916, Tate Gallery, Londres; Óleo Un saludo silencioso, 1889, del pintor británico Alma-Tadema, Tate Gallery; Óleo del pintor romántico inglés Joseph William Turner, Forum Romanum, 1826, Tate Gallery; Cuadro del pintor Frank Bramley, Un amanecer desesperado, 1888, Tate Gallery.)

8 de abril de 2014

¿Por qué debemos mirar sin horror ni desconcierto esta imagen aparentemente pavorosa?



Porque no es exactamente eso -horror, pavor- lo que transmite esta imagen iconográfica, una obra de Arte surrealista creada en el año 1944, en plena Segunda Guerra Mundial. Representa una singularidad estética de un fuerte contraste -belleza frente a alarma o muerte frente a vida- que, en principio, desvela un cierto desasosiego. Esta es una obra, La Venus dormida, del poco conocido, más simbolista que surrealista, pintor Paul Delvaux (1897-1994). Más simbolista porque todo en su obra es real; es decir, es posible experimentar casi todo lo que representa el pintor, a cambio del surrealismo, que no lo es casi nunca. Aquí vemos un escenario clásico de la Antigüedad, una ciudad griega en una noche real ante una luna nueva real... Una hermosa Venus dormida se nos muestra además en todo su esplendor. Hay otras mujeres desnudas en la obra, vírgenes sagradas que se arrodillan, danzan o gesticulan en algún extraño éxtasis intimidatorio, divino o terrenal. Aun así, sólo dos de las figuras representadas en el lienzo nos asombran, poderosas. Una de ellas es un esqueleto perfecto, elegante, dócil, casi respetuoso por su figura enhiesta; otra es un hermoso maniquí vestido demasiado moderno para tanta antigüedad.

En conversaciones que el autor expresaría luego de su creación, transmitió el terrible momento personal en que la obra fue realizada: cuando Bruselas estaba siendo bombardeada sin piedad. Pero ante el espanto de la incertidumbre, de un final desesperado, no acabaría el autor -que lo vivió- más que inspirado de un modo tan extraño para poder plasmar una imagen, sin embargo, del todo llena de esperanza. Sí, una imagen llena de esperanza porque la obra encierra un invisible hilo de salvación, una leve y engañosa sensación -como la representación de la vida- de que tras el desasosiego más tenebroso se oculta, misteriosamente, la promesa de un amanecer muy distinto, donde los dioses cabalgarán al alba para descubrirnos la magnanimidad de su influyente, indulgente y sagrada providencia.

Pero todo eso por entonces nadie lo sabría. Todos estaban enloquecidos, aturdidos o entumecidos por el miedo pavoroso del desgarro infame. El bello maniquí, trasunto silencioso e inmóvil del duro momento bélico, no puede hacer nada por los seres desesperados que le acucian, sin éxito -no es más que un maniquí-, por esperar un destino diferente... Una de esas jóvenes angustiadas que vemos danzar trata incluso de llamarlo, apelarlo o comunicarse con él, inútilmente. Representa el maniquí -vestido y elegante- la humana sociedad burguesa bienintencionada; sofisticada y moralmente sublime pero, sin embargo, del todo marginada, ajena, inaudible, insensible e inerme. El esqueleto nos trae el sentido de la muerte, de la desaparición de los seres como de la civilización. Esto último, la civilización, maldecida y condenada ahora por la crueldad de una guerra y su terrible destrucción. La civilización está en peligro y las gruesas columnas, reflejo de su cultura ancestral, se encuentran ahora vulnerables.

Por eso mismo se agitan las jóvenes vírgenes dionisíacas, unas jóvenes desnudas que elevan sus plegarias, mortifican el gesto o se abrazan al fuste de alguna de las columnas griegas que sostienen aún, inconmovibles, las serenas delineaciones del maravilloso, pero vulnerable, entorno de aquella civilización grandiosa. Un lugar desde donde la diosa dormida descansa, sin embargo, ajena a todo grave desconcierto. Porque es ella, la Venus dormida, la imagen más hermosa representada, la única que no sufre ni siente aquí cosa alguna que oprima su belleza. Algo que también representa la figura del maniquí misterioso... Venus descansa en la noche macilenta sin un atisbo de desconsuelo. Su maravillosa y desnuda imagen tendida, voluptuosa y abandonada al sueño y la molicie, se muestra convencida de que el destino de su estirpe no sucumbirá jamás. Algo que nos hace ver con su bello reflejo erótico y sereno el sentido simbólico de la obra, una representación artística que, desde su eterna, prodigiosa y bella sensualidad, nos ofrecerá la más serena, segura y necesitada sensación de esperanza...

(Óleo La Venus Dormida -reproducción de muy baja calidad, la única que me ha permitido Google, al impedir la imagen más nítida del original del Tate Modern alegando razones éticas, ésta puede verse en el enlace que he redirigido a la web de la Galería londinense-, 1944, del pintor surrealista belga Paul Delvaux, Tate Gallery, Londres.)

29 de febrero de 2012

La expresión de lo absurdo puede ser una sutil forma de belleza artística.



Iván IV de Rusia (1530-1584), más conocido como Iván el Terrible, fue el primer gran zar de la Rusia moderna. Con él el estado ruso ampliaría sus fronteras medievales y organizaría una administración más centralizada. Aunque también tiranizaría al pueblo bajo su poder con la mayor crudeza entonces conocida. El pintor ruso Iliá Repin (1844-1930) consigue plasmar esa Rusia histórica en sus obras combinando un realismo académico, colorista y profuso con una excelente dramaturgia social y psicológica muy efectista. En su óleo Iván el Terrrible y su hijo, el pintor ruso fue capaz de componer una obra realista tanto en un sentido histórico como antropológico. Porque se observa ahora como un padre, el zar Iván, auxilia, con el rostro destrozado de dolor, al príncipe heredero -también llamado Iván- ante su cuerpo abatido, sangriento y moribundo. Lo abraza ahora contra su pecho tratando de detener la muerte inevitable y absurda de su hijo. La escena es tan realista que los gestos y heridas nos abruman ante el drama confuso de lo que acaba de suceder. Porque es su heredero, su favorito regio, lo mejor de sí mismo, lo que ahora sostiene entre sus brazos; lo que podría prevalecer luego de que él desaparezca. Pero, ahora, sin embargo, todo se ha acabado para siempre. Y sostiene Iván a su hijo malogrado de rodillas como pidiéndole a su Dios que no le deje morir, que le perdone, que no termine así con sus deseos. Pero el hijo está ya exánime, aturdido, incomprendiendo además por qué su padre le acoge así, tan compungido y amable, sin dejar que su vida ahora se le escape para siempre. ¿Cómo es posible?, debe preguntarse el hijo moribundo, ¿cómo es posible que no lo hubiese querido antes? Porque ha sido su propio padre el que, un momento antes, le había golpeado ciego de ira y rencor despiadado. No es esto lo que parece, sin embargo, expresar ahora el pintor en esta excelente representación realista. No obstante, esa fue la realidad -absurda- de lo que entonces sucediera.

Otro pintor realista, el estadounidense Winslow Homer (1836-1910), fue también de los que con sensibilidad y sutileza expresaría en sus obras el sentido de la contradicción o de lo absurdo de la vida. Con un fondo de naturaleza salvaje expone a los seres humanos cerca del abismo, a la vez que los muestra ahora lejos de las propias emociones que ese abismo suponga. En su pintura Al Rescate sitúa a dos mujeres y a un hombre en la escena confusa. Los tres se dirigen a un lugar que se ignora y no aparece claro en el cuadro. Parece una playa ese lugar, aunque las raras olas nebulosas de la orilla inhóspita no lo sugieren para nada. Pero además es que no se mueven ahora las mujeres..., o parece que se mueven lentamente. El hombre, sin embargo, sí avanza ahora más deprisa. ¿Qué significa todo eso?, ¿por qué ellas están casi detenidas, si incluso están más cerca del motivo acuciante, pero invisible, de la escena? No hay respuesta, el autor no lo despejará. Somos nosotros, los espectadores, los que ahora deberemos deducirlo. Y es que vamos a veces por la vida así, descompasados, desorientados, ciegos, ridículos casi, por el sendero de un destino inapreciable y misterioso. Por que o nos dirigimos por la vida con un impulso primitivo y solidario o, a cambio, con nuestra infinita y solitaria curiosidad más decidida.

Es como en su otra obra El Vendaval del año 1893, donde Homer representa a una madre con su pequeño hijo al lado ahora justo de un abismo. Una mujer camina ahora tranquila por la orilla peligrosa de un mar embravecido, sin embargo, no está ahora aturdida ni asombrada, sólo sostiene firme y segura a su pequeño en sus brazos. No abandona el lugar ni desea alejarse ahora de ese terrible peligro. Sólo la mirada de ella se fijará, detenida, ante el fenómeno natural como si de una belleza irresistible se tratara... La mirada del pequeño se dirige ahora hacia nosotros, hacia los que miramos, sorprendidos, el cuadro. Nos mira como queriéndonos advertir de algo que ni él mismo comprende, como deseando el pequeño, inconscientemente, tan solo querer alejarse lo más pronto de ahí. El gran creador prerrafaelita John Everett Millais (1829-1896) compuso en el año 1856 una impactante, asombrosa, bella y alentadora obra misteriosa, La muchacha ciega. Ante un paisaje grandioso, producido justo después de un fuerte aguacero, una joven de espaldas a ese paisaje parece presentir, sin verlo, un extraordinario arco iris en el cielo. Un fenómeno ahora que ella, sin embargo, no ve ni ha visto nunca. Pero hay cosas que sí le permitirán a ella ahora entrever lo sucedido. Sus manos, por ejemplo, palparán la húmeda hierba; su olfato percibirá la información que su cerebro necesite ahora para diseñar la imagen que compondrá su mente avivadora. Hasta el aleteo imperceptible de una mariposa -que se aprecia apenas en el cuadro- le indicará que ha escampado lo bastante y que no lloverá más. Su acompañante y lazarillo, la niña de espaldas a nosotros, necesitará, a cambio, girarse ahora para poder ver el maravilloso y bello fenómeno atmosférico. Porque para esta pequeña es justo ahora, a cambio de la joven ciega, la visión de ese arco iris lo único que en el mundo pueda disponer para percibir belleza...

(Óleo del pintor Winslow Homer, Al Rescate, 1886; Cuadro del pintor ruso Iliá Repin, Iván el Terrible y su hijo, 1885, Moscú; Obra del pintor español actual Dino Valls, Autorretrato, donde al parecer la propia modelo se autorretrata, ¿cómo lo hace, construyéndose o autodestruyéndose?; Óleo La muchacha ciega, 1856, del pintor John Everett Millais, Birmingham, Inglaterra; Cuadro de Winslow Homer, El Vendaval, 1893; Extraordinario óleo del pintor ruso Iliá Repin, ¡Qué Libertad?, de 1903, donde una pareja baila, ¿segura?, pensando que son ahora libres en medio de las traicioneras y tiránicas aguas del río Neva.)

23 de febrero de 2012

El propio sentido de cada cosa, su necesidad, su inferioridad o su importancia.



Todas las cosas tienen su necesidad de ser en este mundo, todas. Disponen todas de sentido por el hecho único de ser, de existir, aunque no sean imprescindibles, únicas o relevantes para entender el todo caótico, inmensurable, devastador o despiadado que es el universo. Entonces, ¿cómo se sostiene que algunas cosas no tengan ningún sentido para algunos seres? ¿Qué las hace diferente para otros?, y ¿por qué causa es así esa sensación que produce? Es como en el Arte, toda creación artística es especial en cada escena o en cada expresión de lo que su autor hubiese querido realizar desde su modo de combinar tonos, líneas, sombras, trazos, curvas, contrastes o luz.  Pero, ¿nos llegará a todos esa luz del mismo modo? Porque es la luz y no otra cosa lo que nos permitirá ver la escena artística realmente. El pintor la dibujará con colores cálidos o con la fuerza de tonos ajenos al negro, lo que nos llevará a distinguir o comprender mejor lo que veamos. Pero, la verdad, es que ahí, en cualquier obra de Arte, no hay ninguna luz realmente. No existe en el cuadro ninguna energía o cosa intrínseca que, de por sí, genere luz para la obra. Esa virtual energía que aparenta ser luz en el lienzo sólo es un reflejo inerte que mantiene lo que ahora está latente; algo que, luego, cuando la verdadera luz alumbre sus contornos moribundos, entonces, viva poderosa.

La flauta mágica fue una ópera estrenada por Mozart dos meses antes de él morir, en septiembre del año 1791. La historia o manuscrito dramático de la obra musical fue escrita por otro vienés, un libre pensador y masón que utilizaría su pasión teatral para reflejar los principios sociales en los que creía. Uno de los personajes principales de esa ópera es la reina de la Noche, una mujer que manipulará a los demás seres para conseguir así sus propósitos maliciosos, oscuros e inconfesables. Tiene una hija, la princesa Pamina, una bella joven que, iluminada y decidida, se marchará enamorada con el rey Sarastro, un personaje antitético de la reina nocturna. Porque esta reina perversa cree ahora, equivocada, que la princesa había sido secuestrada por el rey, o, mejor, prefiere pensarlo así. Para recuperarla idea una maquiavélica situación: buscará a un príncipe, Tamino, para que él recupere a la díscola princesa seduciéndola amorosamente. Es ahora la metáfora de la lucha de las tinieblas contra la luz. La oscuridad no puede nunca vencer por sí sola ningún obstáculo iluminado, tiene que requerir los esfuerzos más emocionales o los subterfugios más deshonrosos para poder vencer a la luminosidad de la verdad, de la sabiduría o de la vida.

Confundidos andamos a veces sin saber qué cosa nos destinará la vida en el contorno de nuestra azarosa existencia. ¿Qué color divisaremos a cada momento de nuestra realidad cambiante? ¿Qué escenario recreará así nuestra sensación más recordada o vivida? ¿Qué elemento nos atará a nuestro único sentido existencial, ese que creeremos entonces es nuestra única decisión vital más poderosa? Pero la mayoría de las veces, si no todas, sólo es ahora una necesidad superior a nosotros, una contingencia más elevada de la vida, lo que nos apremie a veces de un modo grave, incomprendido o detestable a elegir... Porque podemos pasar de un escenario vital a otro distinto, del mismo modo a como podemos pasar de ver un cuadro a otro diferente. Y todo eso no nos hace variar en nada la esencia de lo que somos, tan sólo alcanzaremos, si acaso, a distinguir mejor las distintas tonalidades de la vida, a compararlas mejor con otras o a valorarlas también por el contraste. Cada cosa artística tiene siempre su propia valía. No es que no sean nada, o poco, no, todas las cosas artísticas han nacido de los mismos colores y de los mismos gestos deseosos de genialidad. Porque los colores reflejarán la misma luz que ilumina a veces la misma belleza dormida. La misma luz que ilumina también un escenario insulso, aséptico o convencional, poco alegre o poco estimulante; también la que descubra la lacerante, odiosa, incomprensible y oscura realidad. Pero, a su vez, será la misma luz que asombre ante la más fervorosa alegría de un acorde excelso de belleza.

Cuando el pintor, ilustrador y poeta Edward Lear (1812-1888) quisiera recorrer el mundo para plasmar los escenarios exóticos como los simples, compuso una vez el paisaje mortecino, agreste, solitario y sin vida del desierto de la antigua Palestina. Pintaría en el año 1858 su lienzo Masada. Un lugar que representa una zona montañosa cerca del mar Muerto. Una zona que fuera devastada por los romanos en el siglo I cuando los judíos se refugiaron ahí para poder resistir al imperio. Pero en el paisaje pintado de Lear aparece ahora solo una elevada cima desnuda parcialmente iluminada. En ese limitado paisaje el plano de la montaña es más cercano al espectador y el infértil mar palestino el menos. Casi todo es monocolor en la obra, desérticamente anaranjado y muerto. Pero hay ahí, sin embargo, otra luminosidad que embriaga ahora, una luz ambigua cuyas sombras todavía poseen parte del esplendor efímero que antes tuvieran. Porque debe ser que la luz diurna no domine del todo y esté inclinada ahí para nacer o para morir. Pero no hay nada más ahí representado, hasta el cielo padece ahora con la falta de vida que refleje su cénit así como con la misma inexistencia que el propio escenario expanda hasta el último rincón de lo que encuadre. Dos años después Edward Lear pintaría un paisaje totalmente diferente, distinto ahora por completo, en su Inglaterra natal. Porque ahora sí es aquí la vida, la feracidad de la vida y sus verdes colores brillantes, lo que más se destaque y aprecie en el paisaje. Su maravilloso cielo azul y su escenario calmado se verán ahora con una luz distinta a la de antes, una luz donde las sombras no abrumen ahora sino que sólo formen parte armoniosa de esa luz. No habría cambiado más que la latitud geográfica en esta obra, pero, sin embargo, todo es ahora completamente diferente y opuesto a la otra. ¿Lo es realmente, o, con esa luz inexistente, tan sólo ahora lo parece?

(Pintura de Edward Lear, Masada y Mar Muerto, 1858; Lienzo del pintor Edward Lear, Paisaje de Nuneham, 1860; Óleo del pintor Henri Fantin-Latour, Reina de la Noche, 1896; Cuadro Destino, 1971, del pintor español Manuel Ruiz Pipó; Óleo del pintor Sascha Alexander Shneider (1870-1927), La emoción de la dependencia, 1900?; Cuadro Otoño en el río Támesis, 1877?, del pintor victoriano francés James Tissot.)

25 de enero de 2012

Una pasión escondida, un genio andaluz y el Arte.



A veces en los pueblos donde la pasión desborda arte ésta reluce creativa, temprana y contemporánea. Otras veces ni siquiera acabará siendo conocida. Es el caso del pintor sevillano Baldomero Romero Ressendi (1922-1977). Pronto descubrió el pintor andaluz su poderosa habilidad para plasmar la pasión en un lienzo. Pero no nacería en el mejor de los tiempos posibles para un creador artístico. Sin sucumbir a la incultura ni a la envidia castiza, el pintor español Romero Ressendi terminaría su corta vida sin haber dejado nunca de ser fiel a sí mismo. Pero, como todos los creadores artísticos, dejaría la mejor muestra de sí mismo en sus obras. Una de las características de los genios pictóricos no es sólo saber pintar es, sobre todo, saber qué pintar. Y en esta pequeña muestra de Romero Ressendi se observa ahora la grandiosidad de un artista que supo siempre qué hacer con los colores, con la perspectiva, con el trazo o con la fuerza de su inspiración. Así, disfrazaría en algunas de sus obras modelos escondidos, ocultados ahora tras un antifaz como si fueran una rémora profunda de las raíces penitentes de su tierra.

Y todo lo ocultaría entonces el pintor, seres o cosas, daría igual ya que ¿qué es lo que se esconde realmente, detenido sin perfil alguno que dé vida al sujeto o al objeto, tras de un misterioso antifaz encapuchado? Luego, crearía también el pintor sevillano como pocos la imaginería más popular de los bailes de su tierra. Se presiente en estas creaciones aquí expuestas -Escena de baile y Bailando en la calle- la magia de otros genios del Arte hispano de años atrás, la semblanza de escuelas artísticas anteriores de su propio país. Desde un grandioso Goya, creador que al pintor andaluz apasionaba, hasta un cierto impresionismo modernista hispano, algo que él realizaría como si hubiese nacido años antes. Quiso hacerlo todo y representarlo todo, para poder así denunciarlo todo. Pero ahora sólo desde el propio Arte y con la estética atrevida que habían hecho ya sus colegas siglos antes. Sin embargo, no realizaría su Arte desde un mero pastiche de aquellas grandiosas obras de antes. Las fuertes e impactantes imágenes de sus pinturas tratarían sobre todo de llegar a las conciencias de los que las vieran, ocultas éstas también ahora como las de sus encapuchados.

Pero por entonces no le comprendieron, ¿cómo comprender a quien retrata así -tan poco colorista y demasiado bullanguero, con tan poca gracia artística- la alegría andaluza popular y festiva de una danza tan castiza? ¿Cómo comprender a quien expresa así, aunque sea de una forma tan creativa, la dureza más desolada y funesta de la vida de la gente, esa misma dureza que la sociedad bienpensante ocultase siempre y quisiera evitar mostrar a toda costa? Como en una ocasión sucediera, cuando a principios de los años cincuenta expusiese su obra Las tentaciones de San Jerónimo en Sevilla. Por entonces el Arzobispo de la ciudad, un personaje eclesiástico muy duro e intransigente, no vería la grandiosa, genial, artística y conseguida obra de Arte que el pintor hiciera; no, sólo vería el peligroso y relajado semblante ahora del santo retratado. ¿Cómo podía éste tenerlo así el semblante, ahora tan humano y relajado? No, esto sólo debía ser porque no se resistió a la tentación, ¡porque acababa de satisfacerla!, eso fue lo que dijo el cardenal de su obra de Arte. Al parecer, fue luego casi excomulgado el pintor andaluz por su atrevida, ultrajante y desconsiderada impudicia artística.

(Óleos todos del pintor sevillano Baldomero Romero Ressendi: Encapuchado; Encapuchado con montera; Escena de baile; Retrato de Paquita; Las tentaciones de San Jerónimo, 1950; Bailando en la calle; El pelele, 1976; Autorretrato de arlequín, 1959; Encapuchado; Encapuchado, 1974.)

21 de agosto de 2011

El arraigo y la gestación del mal: un cruento día de Corpus Christi y el necesario idealismo.



La luz solar de esa mañana era deslumbrante cuando Borja Benítez llegó a su domicilio. Había salido la noche anterior para acudir, como muchos jóvenes aficionados, al concierto Festival ComeBack de música electrónica que se celebró en el estadio sevillano de la Cartuja durante aquella madrugada de la festividad del Corpus Christi. Todo como siempre, como cuando otras tantas veces salía con sus amigos a divertirse. A sus veintidós años, Borja era un joven normal. En su interés por los equipos de vídeo y televisión había trabajado como montador de cámaras, y, días antes del suceso, había llevado a cabo un reportaje videográfico sobre la tradicional fiesta del Corpus Christi. Pero, sin embargo, esta vez algo fallaría, algo no fue igual que en las otras ocasiones. Posiblemente, no había sido la primera vez que en celebraciones parecidas tomase alguna droga, habitual en esos entornos festivos. Es seguro que así fuera otras veces, y que no pasara nada; pero ahora, sin embargo, en ésta ocasión, no, esta vez no... Los setenta y ocho años de Efigenia Gómez los disimulaba ella bien gracias a su enjuta, delgada y baja figura. Esa mañana, nada temprano sin embargo, el destino -¿el azar?- la llevaría a cruzarse en el camino de su joven vecino Borja.

La maldad más desaforada, incomprensible, oscura, psicótica y espantosa se descubrió, desenfadada y sin sentido, en esa tranquila mañana soleada. En algún momento de ese encuentro casual Borja empujó, obligó o persuadió a Efigenia, que vivía sola, hasta dirigirla hacia la puerta de su vivienda, y entraron. Lo que sucedió entre ese instante y el hecho posterior sólo el asesino lo sabe. La atacó, la agredió, la violó y la acuchilló en veintiuna ocasiones hasta morir. Luego de deshacerse del arma blanca en un contenedor de basura, subió a su vivienda, se desnudó y se acostó como siempre hacía cuando regresaba tarde de sus correrías juveniles. Ante la juez de instrucción juró Borja que no recordaba nada de lo que había sucedido. Sólo que, por la tarde, cuando él se despertó, se sorprendió de las manchas de sangre que cubrían sus piernas. Se duchó entonces y se volvió a dormir. Fue su padre, al llegar más tarde a la casa, el que le obligó a denunciar el hecho ante la policía, casi doce horas después de haberse producido. Hoy, un año más tarde, la fiscalía mantiene la acusación de asesinato y violación. Los forenses médicos aseguran que Borja es perfectamente normal en su psiquismo, y que su consumo de drogas y de alcohol aquella fatídica noche no son ningún atenuante, ni motivo impune, para no asumir Borja la responsabilidad autónoma de sus actos.

Según el filósofo alemán Friedrich Schelling (1775-1884), un idealista convencido, el mal es un principio independiente de Dios -sea este también entendido como el Principio, el Cosmos o la Naturaleza-, y está dentro de todos nosotros mismos. Ninguna otra criatura de la Naturaleza reúne como el hombre en sí a la luz y a la oscuridad, al fundamento y a la existencia. En el hombre está todo el principio oscuro y, a la vez, toda la fuerza de la luz. En él están el abismo más profundo y el cielo más elevado. Continúa el filósofo alemán diciendo: Cuando el hombre deja de ser un instrumento de la voluntad universal es cuando surge el mal. Aquí se contrapone la voluntad individual con la universal, ésto explicará el mal como un intento de la voluntad individual de alejarse del centro. Por último, y para tratar de entender algo más todo este proceso maldito, nos dice hoy el filósofo español José Antonio Marina: La Humanidad tuvo un momento decisivo en la Grecia de los siglos VIII a III a.C., época Axial en la historia. La figura aterradora del poder -el Dios, los dioses, la deidad- se concibió como buena. Sin comprender lo que esto supuso para la Humanidad, seremos injustos con las religiones. Dios era una utopía y el papel de las utopías no es prometer un mundo mejor, sino afirmar que el presente puede mejorar. Lo que supone la fe en Jesús, lo que me hace sentir cristiano, es sólo una afirmación optimista, y, contra toda lógica y toda experiencia, me hace afirmar: el bien es más poderoso que el mal. Una confesión humilde, trágica, precaria y esperanzadora, y cuya verdad sólo depende de mí.

(Cuadro del pintor Edvard Munch, El asesino, 1919, Noruega; Óleo del pintor Vermeer, Joven interrumpida en su música, 1660, obra que representa el sentido de la ruptura de la armonía de la voluntad universal bondadosa por el taimado y vil intento de una criminal voluntad personal.)

18 de junio de 2011

Los ocultos senderos de la mente o la necesidad a veces de enajenar el juicio...



En los años oscuros del medievo surgieron, sin embargo, algunos hombres lúcidos y muy destacados. Uno de ellos fue el caso del filósofo italiano Tomás de Aquino (1224-1274). Entre sus muchos escritos señalaría con respecto a la estupidez humana lo siguiente: Se trata de una percepción de la realidad. Es como en las cosas del sabor. Para discernir un sabor de otro preguntamos a quienes tienen un paladar sensible. Lo que de hecho es amargo o dulce parece amargo o dulce para quienes poseen una buena disposición del gusto, pero no para aquellos que tienen el gusto deformado. A los que en ocasiones padecen de fiebres se les corrompe el gusto y no encuentran entonces dulces las cosas que en verdad lo son. Una de las cosas que el filósofo Tomás de Aquino destacara fue la especial característica del estulto, es decir, del necio o estúpido: Esta consiste en ignorar la conexión existente entre los medios y los fines. Debemos distinguir entre la estupidez especulativa de la práctica; ésta última es peor. Es decir, no debemos confundir inteligencia -propiamente dicha- con resultados: hay personas limitadas en su inteligencia que saben actuar muy bien; sin embargo, las hay muy inteligentes que son verdaderamente estúpidas en actuar. Es por lo que debe así existir otro componente que añadir al entendimiento, ¿pero, cuál?: la sensibilidad. Continúa diciéndonos Tomás de Aquino: Otra de las características de la estulticia es la falta de sensibilidad. Para esto el filósofo medieval distingue entre estúpido (estulto) y fatuo (sin razón). Continúa Aquino: La fatuidad es la total carencia de juicio. El estulto, a diferencia, tiene juicio, pero lo tiene embotado (que es muchísimo peor). Es por ello que la estulticia es contraria a la sensibilidad, que proviene de la sabiduría, palabra que procede a su vez de saber, de sabor Así como el gusto discierne y distingue los sabores, la sabiduría distingue las cosas y sus causas. A lo obtuso, por tanto, se opone la sutileza, la perspicacia o la sensibilidad.

El Art Nouveau surgió a finales del siglo XIX como un revulsivo estilo contra todo lo establecido como Arte por entonces. Fue también conocido como Modernismo. Ya se había iniciado antes una tendencia general para romper fronteras o para ir más allá en los conceptos artísticos. A ello contribuyó por ejemplo los escritos del crítico de arte inglés John Ruskin (1819-1900). Aunque este crítico se rebelaría contra el entumecimiento estético y los efectos perniciosos de la Revolución Industrial, formulando una teoría esencialmente espiritual y gótica (medieval), postularía, sin embargo, la democratización de la belleza... Así que con el Art Nouveau se trataría por entonces de que hasta los objetos más cotidianos llegaran a tener valor estético y fuesen accesibles a toda la población. Aunque, eso sí, sin llegar a utilizar las modernas técnicas de producción masiva. Este movimiento, totalmente revolucionario en el Arte, comprendería todas las manifestaciones artísticas, no sólo las Artes mayores sino también el mobiliario o los objetos propios del diseño decorativo. En la Viena del año 1897 se fundaría una tendencia artística modernista como sucediera en otros países europeos, pero aquí acabaría denominándose secesión vienesa. A diferencia de las otras la secesión vienesa culminaría en la historia a consecuencia de la rigidez política y social que entonces el Imperio Austro-Húngaro obligara a una burguesía ansiosa de poder e influencia. Esa burguesía liberal se centraría en la Literatura, en la Ciencia o en el Arte. De ese modo acabaría apoyando a los jóvenes creadores que propiciaban un movimiento lleno de rebeldía.

Cuando en la búsqueda de una elegancia diferente se incluyeran ahora rasgos de formalidad más severa, cuando además se traspasara esa sobriedad formal que caracterizaba al Modernismo, se llegaría a alcanzar poco más tarde lo que acabaría por denominarse Expresionismo. Y en esta nueva tendencia expresionista aparece el gran y original creador austríaco Egon Schiele (1890-1918). Con una personalidad absolutamente irreverente y escandalosa, se enfrentaría decidido a la inflexible y lastrante moralidad de su época. Por mantener una relación con su adolescente modelo acabaría brevemente encerrado en una prisión imperial. Las contradicciones de su obra y su vida llegaron a manifestarse hasta en su irónica forma de morir. Cuando en los inicios de la Primera Guerra mundial (1914-1918) todos los jóvenes austríacos fueran llamados a filas, el ya entonces afamado artista Egon Schiele fue excluido por pertenecer a tan especial élite intelectual. Pero, a pesar de ser salvado por el Arte, no pudo impedir que los efectos mortíferos de la contienda mundial acabaran con su vida en el año 1918. La gripe, llamada errónea y mediáticamente española, surgida y extendida gracias al movimiento de las tropas por Europa, consiguió malograr una de las carreras artísticas más prometedoras del siglo XX.

Y así es como, a veces, tendremos que enfrentarnos con la estupidez humana, esa actitud que se prodigará abundante por todos los lugares de la Tierra. Enfrentarse a la inteligente estupidez obligará a veces al uso del sarcasmo, de la ironía o hasta del cinismo... Pocos términos han podido llegar a ser tan confusos como este del cinismo, llevado por su ambivalencia, el mal uso, la costumbre equivocada o la estupidez. Cuando surgió este término en la Grecia de la antigüedad, cinismo hacía referencia a una escuela filosófica fundada por Antístenes en el siglo IV a.C. Posteriormente el racionalismo del siglo XVIII lo vistió de una definición antropológica diferente, al parecer necesaria. El cinismo moderno se entiende ahora como una disposición a no creer -descaradamente- en la sinceridad o en bondad humanas. Una actitud crítica despiadada, pero, ha de reconocerse, un buen principio a veces para empezar con algunos seres... estúpidos. Fue un gran humanista, Erasmo de Rotterdam (1466-1536), quien haría uso del elogio a la locura para enseñarnos cómo sería el mundo sin una mínima gota de locura inteligente. Nos dice el pensador holandés: La locura es sabiduría mundana, resignación, tolerancia. Prosigue el humanista diciendo: La sabiduría es a la locura como la razón a la pasión. Y en el mundo hay mucha más pasión que razón. Lo que mantiene al mundo en movimiento, la fuente de la vida, es la locura. Hay dos clases de locura. Una fomentada por la furia que se engendra en el infierno. Otra, muy distinta, que es pura, inocente e ingenua. La primera es pasión de la guerra, avaricia, sacrilegio. La otra es diferente y no corresponde nada más que a un cierto alegre extravío de la razón. La locura aporta felicidad y alegría al corazón, despreocupación y hermosura al alma, que oculta e ignora los problemas, penas y todo sufrimiento que ésta no sería capaz de soportar sin aquélla.

¿Podremos utilizar una cierta locura ahora sin desfallecer, es decir, sin caer injustamente en alguna trampa caótica auspiciada desde la estupidez inteligente? Este es el reto. En la creatividad artística se consiguió algo parecido con un Modernismo exacerbado y neoexpresionista. Algunas obras expresionistas fueron -lo son a veces hoy- censuradas por su atrevimiento artístico. Generalmente, hoy su extensa publicidad -se conocen las obras artísticas gracias a su amplia divulgación- hace totalmente ineficaz ir contra ellas. ¿Cómo permitiríamos hoy que no se expusieran? Pero, y en los demás casos, en los seres humanos, aquellos que no tengan nada que ver con el Arte. Por ejemplo, cuando los seres humanos ahora -sin publicidad, solos ante la estupidez maliciosa- nos enfrentemos solitarios a la inteligente estulticia..., ¿podremos evitar, sin desfallecer, la censura más despiadada, ofensiva y obtusa ante nosotros? Porque además ésta -la estupidez humana- no se mostrará ahora claramente descubierta, serena o frágil ante nosotros, no, ahora se enarbolará ella vanidosa detrás incluso de un rostro amable y seguro de sí mismo, pero del todo inflexible, tanjante y desmoralizador hacia los espíritus sensibles. Serán aquí, en estos casos humanos, donde el cinismo ahora adquiera su otra cara más conocida, la más vulgar, manipuladora, torticera y estúpida. Porque es ahora cuando la estupidez se vestirá de ese otro cinismo despiadado para ahuyentar a los espíritus honestos y sinceros. Espíritus que se atreverán, incluso, con disponer de una cierta locura salvadora, esa misma con la que se atrevan ahora a dirimir una creativa estrategia para neutralizar la estupidez cínica y acosadora. Pero aquí también puede existir un peligro. La mayoría de las veces no hay publicidad o no hay testigos, y así la creatividad de los seres que defienden honestamente su postura podrá volverse -como un afilado cuchillo por ambos filos- contra ellos mismos. Así, sin otra arma ni otra cosa ahora que su vida descubierta y vulnerable... frente a la insidiosa, oportunista y engañosa estupidez.

(Detalle del óleo Extracción de la piedra de la locura, 1480, del pintor holandés El Bosco; Cuadro del pintor barroco italiano Luca Giordano, siglo XVII, Filósofo Cínico; Imagen de la obra del pintor expresionista austríaco Egon Schiele, Moa, 1911; Obra Muchacha arrodillada sancando la falda por la cabeza, 1910, Egon Schiele; Autorretrato masturbándose, 1911, Egon Schiele; Óleo del pintor español del barroco Zurbarán, Apoteosis de Tomás de Aquino, 1631, Museo Bellas Artes de Sevilla; Cuadro Erasmo de Rotterdam, 1517, del pintor Quentin Massys; Cuadro La muerte y la muchacha, 1916, Egon Schiele; Cuadro Caricia de cardenal y monja, 1911, Egon Schiele; Cuadro Mujer sentada, 1917, Egon Schiele; Cuadro Resistiré tenazmente por el Arte y mis amores, 1912, Egon Schiele; Cuadro de Egon Schiele, Muchacha acostada con vestido oscuro, 1910; Fotografía del pintor expresionista Egon Schiele, 1915.)

30 de mayo de 2011

La falsedad como una ficción contra los demás, a veces ridícula y siempre interesada.



Desde el principio de los tiempos se habrían escrito relatos de ficción para sorprender, para entretener o para atraer inevitablemente. Las narraciones inventadas resuelven algo que, casi siempre, falta en el relato verídico, en la vida real tan poco definida para eso. Porque no podría la historia verdadera satisfacer dos cosas a la vez: una el interés permanente del que lo escucha y otra la recompensa, el orgullo o vanidad, del que lo cuenta. Así que, poco a poco, fue surgiendo la ficción literaria, algo que desde la baja edad media (siglo XV) acabaría convirtiéndose en el género que más ha sobrevivido -¿y sobrevivirá?- en la literatura: la novela. Pero la actitud o el concepto que lo provocase inicialmente, la característica humana en que se basaría el autor primigenio para llevar a cabo tal arte de ficción literaria, no fue otra cosa, sin embargo, que la maliciosa, devastadora, anestésica y cruel mentira... Las sociedades primitivas trataron de controlar la mentira dentro de un orden. Las religiones consiguieron denostarla manteniéndola dentro de sus decálogos éticos como una de las más espantosas acciones humanas. Un cristiano inteligente del siglo IV, Agustín de Hipona, estableció por entonces que existían varios tipos de mentiras: las mentiras que hacen daño a todos y no ayudan a nadie; las mentiras que hacen daño, pero ayudan a alguien; las mentiras por placer de mentir; las mentiras para complacer a los demás; las mentiras que no hacen daño y benefician a alguien. La cuestión, finalmente, es, ¿cómo sabremos realmente cuándo una mentira o una falsedad es o no es beneficiosa? ¿Es una falsedad obvia una mentira si el receptor de la misma sabe que no es más que un artificio -a veces muy artístico- para impresionar engañando? Los artistas a partir del Renacimiento utilizaron, por ejemplo, la perspectiva como un alarde magistralmente engañoso en sus imágenes. ¿Cómo era posible que en una superficie plana pudieran apreciarse ahora distancias, volúmenes, espacios, huecos, profundidades o dimensiones tan contrastadas como en la propia realidad tridimensional de la vida?

Algunos pintores realizaron genialmente eso como el holandés Frans Francken (1581-1642), que compuso en el año 1619 su obra La Galería de pinturas. En esta extraordinaria obra de Arte conseguiría el pintor asombrar entonces con su habilidad del manejo del espacio. Sabemos que pueden existir esas galerías en la vida real, que existen, de hecho, lugares así; pero, el que vemos aquí en este lienzo, lo que ahora estamos observando es una pura ficción, una pura mentira, no existe más que en la habilidad imaginada del pintor y en el ojo del que lo mira. En estos casos a nadie se engaña. No hay falsedad. Sabemos que el autor ha querido ofrecernos algo placentero a nuestros ojos. Todo lo contrario, lo admiramos y elogiamos; ambos, emisor y receptor, obtenemos beneficio. Sin embargo, ¿es toda fantasía elaborada una muestra de beneficio legítimo y compartido por todos? Cuando el antiguo filósofo griego Diógenes de Sínope (412 a.C.-323 a.C.) buscara por las calles atenienses hombres honestos, sostendría una linterna de luz en pleno día para demostrar lo imposible de encontrarlos. Había en el filósofo una muestra transparente de rigor contra una sociedad que amparaba las costumbres, actitudes y acciones que permitían beneficiarse de la impostura o de la falsedad de algunos seres humanos contra los demás. Sólo podremos sobrevivir al engaño ignorando éste; otro modo es imposible. Los seres taimados usarán su capacidad ingeniosa para envolver, en una túnica dorada, sus argumentos encantadores sostenidos además desde la improbabilidad de demostrar su impostura, su total falsedad. A veces, incluso, a sabiendas de que los intereses legítimos y confesables de una parte oculten esa falacia denostadora de la verdad general, la única que, sin embargo, existirá verdaderamente. Es hasta ridículo comprobar cómo se defienden argumentos que, aunque inofensivos en principio, tratarán de fortalecer los intereses espurios y taimados de una parte, aunque no sean siempre claramente deshonestos...  Los intereses puede que no lo sean -que no sean del todo deshonestos-, pero acabarán siendo éticamente reprobables, porque lo deshonesto es mentir, sólo mentir, frente a los intereses generales y contrarios.

Es especialmente bochornoso comprobar también cómo, en ocasiones, ambas partes -los que mienten y los que reciben cínicamente las mentiras- acabarán proyectándose sus falsedades mutuamente en una orgía de mendacidad y cinismo donde cada parte sabe que la otra está mintiendo. La forma en que nos comportemos para con un fin determinado que busque, como en los actores de una comedia, obtener el aplauso de un público -el de los otros- para satisfacer un propio beneficio, es muy deshonesta cuando, además, los que aplauden son incapaces de pensar por sí mismos. Este es el clientelismo de los soberbios, de los que utilizan los deseos insatisfechos e ignorantes de los otros para obtener un considerable beneficio. Posiblemente sea hasta algo legítimo..., y de hecho lo es a veces, pero, sin embargo, no hace más que utilizar una forma de mentira para beneficiar a una parte. Aunque, a veces, la otra parte lo desee también, como si ello -la mentira- fuese un maravilloso e inapreciable arte del todo, al parecer, inevitable. Cuando Ulises -el héroe mítico griego de la Odisea- llegase en una ocasión a las peligrosas aguas donde moraban las sirenas, le pidió a sus hombres que se taponasen los oídos de inmediato. Sólo así, sabría él, podrían sortear la difícil prueba que las candorosas, bellas, sugerentes y dulces voces de las sirenas les supondrían a todos para ser enajenados. Sin embargo, alguien debía ahora dirigir la nave. Tendría que haber un piloto que, consciente de los sonidos para navegar, pudiese manejar el barco sin obstáculos hasta salir de la influencia de las fantásticas y atrayentes sirenas. De ese modo ideó Ulises que tendría él mismo que atarse al mástil de su embarcación para poder evitarlas. Ya que de no hacerlo de ese modo los cantos subyugadores de los ambiguos y maravillosos seres marinos le obligarían a saltar por la borda de su nave hacia el profundo, azul y oscuro mar...

(Óleo del pintor flamenco Frans Francken, La Galería de Pinturas, 1619; Cuadro del pintor José de Ribera, Diógenes con su lámpara, 1637; Óleo del pintor del barroco sevillano Murillo, Mujeres en la ventana, 1665, donde se aprecia la auténtica y sincera actitud nada falsa en los rostros y los gestos de los personajes; Cuadro del pintor español actual José Hernández, 1944, La Impostura, 1991; Fotografía de 2011 de la artista norteamericana Lady Gaga, ejemplo de comportamiento y actuación artificiosa para exclusivo beneficio; Cuadro del pintor inglés Herbert James Draper, 1863-1920, Ulises y las Sirenas, 1909; Cuadro del pintor americano Edward Hoper, Cine en Nueva York, 1939, obra que representa uno de los lugares donde la fantasía, la ficción y la mentira han tenido -magistralmente- su altar; Óleo del pintor Goya, La Verdad, el Tiempo y la Historia, 1800.)