3 de marzo de 2024
La mirada frontal frente a la ladeada ocultará el misterio estético, mediatizando ahora la belleza del Arte a cambio de la real.
5 de marzo de 2023
El Arte o como Belleza o como dolor, como recuerdo estético maravilloso o como alarde plástico-crítico-terapéutico.
El morboso atractivo de lo paranoico en el Arte es una forma de vanguardia estética que puede suscitar la perenne dialéctica peregrina entre la modernidad y el clasicismo. El pintor sueco Carl Fredrik Hill (1849-1911) tuvo el profundo infortunio de padecer una esquizofrenia paranoica a finales del siglo XIX. Cuando su espíritu creativo le llevase antes a París en el año 1873 recibiría la influencia estética del romántico y realista Corot, también la del paisaje verdecido de la escuela de Barbizon, así hasta derivar pronto en la maravillosa pintura impresionista de su admirado Daubigny. Paisajes que compuso Hill con la fuerza extraordinaria del contraste lumínico de un color ahora, sin embargo, un tanto sombrío. Pero, pronto el Impresionismo y su exultante fuerza maravillosa, con sus colores vibrantes, optimistas y vivificadores, llenarían las composiciones artísticas de un joven Hill enamorado fervientemente de la luz y de los cielos infinitos... Recorrería las riberas del Sena escudriñando el contraste entre un cielo sin límites y un río delimitado; caminaría sosegado entre los bosques misteriosos que albergaban la sabiduría, el sentimiento y la placidez de un mundo encantado y deseoso. Así crearía obras sugerentes y sorprendentes, creaciones impresionistas que, sin embargo, acabarían iluminando más el interior que el exterior de lo que su espíritu albergaba. Cinco años después de llegar a Francia, el pintor sueco empezaría a padecer unos ataques psicológicos que le llevarían a ser diagnosticado de una esquizofrenia paranoide. Desde 1878 a 1883 estuvo internado en un hospital de Dinamarca y luego en otro de Suecia. Tiempo después, desahuciado, se mudaría a casa de sus hermanas y su madre en Lund, en donde viviría hasta su muerte en el año 1911. Es en ese período, desde 1878 hasta su muerte, cuando su obra artística cambiaría radicalmente.
Cuando un pintor compone desde su interior más reptiliano, inconsciente o enfermizo expresará casi siempre antes que nada la vaguedad y la profundidad de su espíritu simbólico, abstracto o menos definido y dirigido ahora hacia su interior, que frente a la majestuosidad estética más bella, emotiva o sugerente y dirigida ahora, sin embargo, hacia el exterior, hacia los demás, hacia todos nosotros... El Arte o se comunica hacia los demás o se comunica sólo hacia uno mismo. Cuando lo hace hacia uno mismo las interpretaciones, críticas o enseñanzas estéticas serán tan subjetivas como inconsistentes; sin embargo, cuando lo hace hacia los demás el brillo de la eterna luminosidad de una belleza extraordinaria mostrará la maravillosa estela de un Arte sublime y poderoso. Bien sea como una muestra del inconsciente humano, de su fuerza interior o de una interpretación útil terapéutica, el Arte producido en circunstancias demoledoras para un ser humano que sufre y siente es la muestra temática de un dolor, de una maldición o de una oportunidad plástica para interpretar, con ella, una cierta pulsión estética interesada. ¿Con qué deseamos convivir estéticamente, con la oscuridad demoledora de un infortunio lastimoso o con la brillantez enamorada de un colorido atardecer? El pintor sueco Hill mostró en su juventud impresionista un alarde estético magistral con sus geniales desequilibrios sombríos de un color natural muy diferente. Esa belleza, esa sugerente y enriquecedora belleza estética, es la que debemos recordar de un creador que no pudo vencer, con su Arte, el terrible estigma de un dolor.
Carl Fredrik Hill nació en Lund, Suecia, en una familia de cinco hermanos donde él fue el único varón. Dos de sus hermanas murieron a una temprana edad, pero especialmente le fue muy sentida la pérdida de su hermana Anna. Tanto fue ese dolor maldito que se ha creído que contribuiría a la psicosis paranoica que el pintor alumbrase a finales del año 1877. ¿Qué dolor es preciso sentir para poder crear una obra que muestre el profundo e inquietante malestar de un espíritu terriblemente destruido? El Arte tiene ejemplos en la historia de grandes, o no tan grandes, creadores que plasmaron sus agonías interiores en un lienzo artístico. La agonía interior demoledora es una enfermedad, no una inspiración estética... No es necesario beber alcohol en cantidades exorbitadas para que un poeta pueda llegar a componer, inspirado poderosamente, la belleza lírica más estimulante. No es necesario que un pintor deba tener esquizofrenia paranoide para que pueda llegar a expresarse con una exclusiva genialidad sublime. Es la mente del observador, la del crítico y la del oportunista la que utilizará luego esas creaciones especiales para, ahora con ellas, elaborar un alarde crítico estético dirigido hacia la nada o hacia la admiración más inútil de una expresión ahora muy novedosa. Algo que, sin embargo, debería disponer mucho más de respeto íntimo artístico que de una expresión estética universal y recordada. Porque recordar a Carl Fredrik Hill por sus maravillosos paisajes especiales tan luminosos, emotivos e íntimos es un reconocimiento sincero al Arte y al propio artista, alguien que, una vez, se inspiraría sensible ante los colores vespertinos de un cielo por entonces mucho más esperanzado, infinito o poderoso.
(Obras de Arte todas del pintor Carl Fredrik Hill: Óleo El árbol y un recodo del río, 1877; Pintura Otoño, 1877; Óleo El Sena con álamos en su orilla, 1877, todas en el Museo Nacional de Estocolmo; Cuadro Ruta de París II, 1877, Gallery Thiel, Estocolmo; Óleo Hermana Anna, 1877, Museo Nacional de Estocolmo; Obra Variaciones familiares, 1888, c.a., Colección particular; Obra Paisaje con león, 1889, c.a., Museo de Arte de Malmö, Suecia; Óleo Los últimos seres humanos, 1890, c.a., Museo Nacional de Estocolmo.)
8 de septiembre de 2022
Una metáfora expresionista de la vida entre la maraña existencial de una patria perdida.
Ante la frondosidad de un bosque otoñal oscuro y desolado, la figura colorida de un carrusel infantil destacará recóndita sobre las verticales y solitarias figuras vegetales. Pero no solo los árboles adultos mostrarán su alejado espacio temporal, sino que también los perfiles humanos adultos se oscurecen ahora frente a los coloreados trazos infantiles. Qué maravillosa decantación por aquella patria verdadera que el poeta glosara de la infancia. La obra de Mori es como un canto desesperado por la pérdida o por la lejanía o por la diferencia de una etapa humana y otra. Por eso el pintor titularía bien la obra no sólo como el carrusel sino como el carrusel de los niños, una reiteración necesaria para alinear una cosa enteramente con la otra. Por eso además pintará una figura adulta a la izquierda del cuadro totalmente alejada y solitaria, dirigiéndose ahora hacia ese lugar donde se resguarda la memoria y la holganza. ¿Cuánta metáfora existencial rezume el cuadro modernista? La vida es un desarrollo inútil desde la única forma existencial que tiene sentido padecerla. Porque el pintor elaboraría una aparición maravillosa entre los desolados huecos separados de los troncos oscurecidos que representan ahora ese desarrollo tan inútil y dramático. La vida coloreada destacará por sí sola sin otra artimaña que su propia esencia poderosa. Una esencia radicada en la infancia como momento y como espacio ante la espantosa culminación existencial de una vida desarrollada. ¿Es el desarrollo lo importante? ¿Dónde se empezará a partir esa esencia destacable que no alcanzará a recuperar la fuerza colorida de un instante? El carrusel ahora es la metáfora ante las asoladas figuras desarrolladas. El color es lo fundamental aquí para expresar lo que la vida no puede expresar sin esperar otra cosa que el opaco momento de una tarde... De una tarde oscurecida o de una tarde postergada de las etapas posteriores de la vida.
El carrusel de los niños está ahora justo ahí dentro de la maraña inevitable de los barrotes temporales que le impiden no moverse y, por tanto, quedarse ahí para siempre. El desarrollo de la vida es inexorable, es imposible eludirlo con nada, ni siquiera con los colores o con la fragancia inspiradora de un escenario diferente. Está atrapado el carrusel como lo están la propia vida, el tiempo o la historia. Como lo están las figuras humanas adultas que ya no son más que una rémora de lo que fueron en tiempos anteriores, cuando su color era tan destacable como lo es ahora en esta esencia expresiva. La infancia es la verdadera patria del hombre, la única, la grandiosa, la que no se desarrolla, la que se mantiene distante y diferente, la que no puede volverse ni progresar sin perder lo único que la hace especial: su color y su fuerza existencial tan poderosa. Con esas sutiles intenciones el pintor chileno modernista compuso una extraordinaria obra de Arte. No pasaría a la gran historia del Arte, aunque mantenga, sin embargo, gran parte de la misma. Su inspiración expresiva nos permite recordar los versos de Rilke con la sutil metáfora de los colores y de las formas. Estas tienen en la obra de Mori una grandiosidad estética sublime porque hacen de un simple paisaje parisino una maravillosa reflexión estética sobre la vida. Lo verdadero, lo esencial, lo definitivo no está desarrollado sino que permanece, eterno, entre los destacables tonos coloreados de un mundo, sin embargo, tan monocolor y oscurecido como el desarrollo o lo imparable que una vida adulta consigan recrear, sin quererlo, con sus inútiles estrofas de lo vivido.
(Óleo El carrusel de los niños, 1926, del pintor chileno Camilo Mori, Museo Nacional de Bellas Artes, Chile.)
16 de abril de 2022
Cuando la espera es en el Arte una forma de evasión transformada en una salvación requerida.
Cuando el Arte empezaba a cambiar el rumbo de su representación estética, el pintor Jean-Pierre Laurens (1875-1932) seguiría expresando sus creaciones con los trazos tradicionales de sus clásicos maestros. En el año 1905 crearía su obra La expectativa, o La espera, un lienzo absolutamente inclasificable. Su iconografía es ahora transtemporal, es decir, traspasará el momento temporal concreto para situarse en un tiempo transversal indefinido. Ni la vestimenta ni el recinto nos definen claramente el momento ni el lugar representados. Pero esto es necesario al pintor para poder expresar el sentido confuso de la obra. Estas representaciones consiguen traspasar el instante para poder alcanzar otro instante distinto, de esta forma el sentido estético puede conseguir emocionar, elogiar, confundir, o dejar indiferente. En este caso lo que consigue el pintor es confundir con el momento fijado en su obra. No hay emoción realmente, no llega el pintor a conseguir que nos emocionemos. Pero no nos dejará indiferentes. La espera o la expectativa es, como en esta representación, un arma de doble filo. Hay en la obra una salvación y una evasión entrelazadas... Porque la emoción, que no sentiremos al verla, sí la dispone el personaje. Es una emoción engañosa, un tipo de emoción que no es más que una huida inconsciente de los seres causada por la imaginación de una ilusión aparente. El engaño nos lo trasladará a nosotros y, con él, no conseguiremos sentir nada más que belleza.
La simple composición del personaje sentado en el alféizar de una ventana gótica llegará a inspirar un instante de equilibrio y belleza. Esa sorpresa estética es la única emoción, ya que no hay ningún sentimiento en la obra que consiga otra. No sabemos si es alegría o tristeza, no sabemos si es una sensación de promesa o de incertidumbre. El pintor tratará de expresar la confusa manifestación de emociones que encierra la actitud de la espera. Y por la misma naturaleza de la espera hay dos caras enfrentadas, complementarias, en la actitud de la expectativa. Por un lado confianza, salvación, pero, por otro, la confusa sensación de una evasión oculta. En el Arte será igual. Su representación subjetiva consigue transformar, en este caso al revés, una evasión inconsciente en una salvación efectiva. Ahora es la evasión lo que es inconsciente aquí, que, como en el Arte, no somos conscientes de que supone una evasión. En la vida es diferente. Pero en el Arte la imaginación terminará salvándonos, y lo hace porque no existe el tiempo para poder comparar el sentido de lo incomprensible. En la vida ese sentido temporal nos confunde porque nos hace pensar que una espera supone una salvación, cuando no es más que una evasión indecente. En la obra vemos la expresión de una expectativa conseguida estéticamente por la lejanía con la que el personaje se distancia de todo. Ni mira por la ventana ni desea leer, ni se aferra a otra cosa. Sólo hay expectativa. Una sensación indefinida por el hecho de no ver ahora lo que causa esa espera.
La visión ahora es tan confusa como la espera, porque existe una sensación y no existe, porque hay reflexión y no la hay, porque la mirada está alejada de cualquier cosa que no persiga su sentido: no ver nada más ahora que lo de su mente ávida. No hay una realidad visible, no puede haberla cuando la imaginación sobrevuela el momento por la sensación inconsciente. La representación está dirigida hacia el interior no hacia el exterior subjetivo, es por lo que la interpretación psicológica en esta obra es una acertada forma de poder entenderla. El personaje oculta todo su cuerpo con un ropaje oscuro, tal vez reflejo de su estado personal. También su posición es determinante, está sentada firme entre los muros poderosos de un lugar resistente. Es aquí la metáfora del inconsciente poderoso, que es el firme estado interior donde reposan las emociones inventadas. Con su mano derecha está expresando la actitud firme de que su expectativa no conseguirá variar por nada. Está asentada sólida y definida en ese momento que, para ella, a diferencia de para nosotros, no es nada confuso. Nada de afuera la altera, ni a ella ni a su momento. Y esta espera sobrevenida no es más que una forma equivocada de salvarse aferrada a una engañosa evasión alejada de la vida. El pintor nos permite no emocionarnos. No conseguimos percibir nada emotivo ante la visión extraña de un momento indefinido tan confuso como es la expectativa. Esta es la grandeza de la obra, que no nos determina a sentir lo mismo que el personaje, alguien que con su imaginación llevará a perseguir un evasivo engaño inconsciente. En nosotros no. En la percepción de esta obra ese engaño no resultará lesivo para nadie que lo mire, todo lo contrario. Porque es la evasión representada no la salvación lo que es ahora inconsciente. A cambio, sí es una salvación requerida su visión estética, para esto nos acercamos al Arte, para obtener, con una grata visión estética, una salvación deseada con algo que no precisará, sin embargo, el propio Arte: esperar nada.
(Óleo La expectativa o la espera, 1905, del pintor francés Jean-Pierre Laurens, Museo de Bellas Artes de Mulhouse, Francia.)
20 de marzo de 2022
Cuando una pintura fue la metáfora plástica de la idea obsesivamente lastimosa de un artista trágico.
En Tahití, en 1897, pintaría su obra Nunca más. ¿Qué compleja combinación llevaría a Gauguin a componer a su joven amante polinesia de ese modo, uniendo así desesperación a voluptuosidad? La obra es la exaltación de la vida, de la juventud sensual más elogiosa de paraíso encontrado y satisfecho. Pero, sin embargo, es un mensaje totalmente opuesto el que transpira el lienzo modernista. Porque es la amante polinesia del pintor y no la es. Es su cuerpo, es el perfilado deseo de cada poro de su piel por abarcar el mundo y dominarlo con sus fuerzas tan vivas. Sin embargo, el pintor lo transformará todo eso con el añadido espantoso del lastimero fondo de su amarga decepción. Lo hará pintando así el gesto tan intenso de una mirada torcida. Ahora ese paraíso, ese maravilloso paraíso sensual y voluptuoso, tan lleno de vida, está ahí detenido, paralizado mortalmente, ante el pavor incontrolable de la fatalidad. Años atrás, cuando Gauguin frecuentase en París el café Voltaire donde los artistas se reunían confiados en el Arte, el escritor Mallarmé recitaría delante de él uno de los poemas más descarnados de Allan Poe. Relataba la historia de un amante abandonado y que, en una noche, un cuervo entraría por la ventana de su habitación. Este revolotea por la estancia deteniendose sobre el busto blanco de mármol de la diosa Atenea. Entonces el joven desolado se dirige al cuervo y le pregunta quién es. El cuervo sin embargo tan solo pronunciará Nunca más, solo eso, ninguna otra palabra más añadirá el negro cuervo. Confundido, no consigue entender nada y se sienta ahora pensativo. Entonces comienza a entender que, posiblemente, sea un presagio, un terrible presagio. Trata de que el cuervo se vaya pero no lo consigue. Así hasta llegar a comprender que nunca más será la última palabra...
El Arte de Paul Gauguin consiguió lo que él no pudo conseguir en su vida, triunfar económicamente de un modo exagerado. Hoy en día sus obras se cotizan a unos niveles exorbitantes. Sin embargo, la ironía de la vida nos llevará a suponer que una cosa llevó necesariamente a la otra. Si Gauguin no hubiese necesitado reaccionar ante su fracaso, ante su desilusión o ante su delirio, no hubiese compuesto esas obras de Arte. Hubiese compuesto otras, tal vez más placenteras, más sensuales o más insulsas. La terrible realidad es que cierta creatividad inspirada surge, generalmente, de la desolación o del más íntimo desarraigo. Pero, lo verdaderamente prodigioso de esta obra de Gauguin es su contraste, su espantoso contraste. Ahí radicará su genialidad. Hay siempre un mundo maravilloso bordeando un mundo terrorífico. O al revés. Y esa combinación la obtiene el pintor francés desesperado en su lienzo Nunca más (Nevermore O Taïtï). Lo vemos, vemos el contraste entre vida y no vida, entre pasión y desatino, entre amor y renuncia, entre tranquilidad y confusión. Para vivir no es preciso solo estar en un lugar y querer en él responder a las cosas que nos hacen infelices, también debemos convertir ese lugar en el único que ahora tenemos para vivir, con las cosas y las calamidades que, inevitablemente, tengamos que sobrellevar desolados. Es ese gesto de la modelo tahitiana tan espantosamente lastimero el que la hace partícipe de la tragedia, no la realidad en sí misma. El pintor no supo autorretratarse y, a cambio, utilizó a su joven amante para expresar así su propio ánimo. Perdería él y ganaría el Arte. Tal vez eso sea incluso una lección, no para el pintor, sino para nosotros, ausentes artistas que, buscando un paraíso imposible, lleguemos a comprender al ver el cuadro la temible combinación de una ridícula búsqueda y su inútil lamento solitario.
(Óleo Nunca más (Nevermore O Taïtï), 1897, del pintor posimpresionista Paul Gauguin, Courtauld Institute Art, Londres.)
12 de marzo de 2022
El padre del tiempo fue en el Arte la terrible alegoría de una vida que finaliza, desesperada, sangrienta, cruelmente.
¿Es el fin de la vida lo verdaderamente más terrible en el mundo? El sentido de la finitud de la vida fue representado en el Arte con la figura del tiempo inapelable. La mitología lo personificó en Cronos, o Saturno, el dios temible que acabaría con sus propios hijos, devorándolos. Era representado como un anciano semidesnudo con barba que portaba un reloj de arena; pero también, en los más trágicos momentos, llevando una guadaña ensangrentada como un sentido inequívoco de asimilación del tiempo a la muerte. A comienzos del siglo XX el pintor español Ulpiano Fernández-Checa (1860-1916), un posromántico modernista, crearía su obra El padre del Tiempo. Su apasionada vocación a pintar caballos galopando le llevó a componer el tiempo como un jinete desbocado, simbolizando su veloz paso inevitable sobre la tierra. Sin embargo, en su obra la representación del tiempo no fue una alegoría más del paso de la vida, sino que el tiempo, el padre del tiempo, cabalgaba ahora atroz sobre las ruinas de un mundo arrasado vilmente por la guadaña ensangrentada que blandía. La obra de Fernández-Checa incluía una variación tendenciosa sobre una crueldad añadida a la finalidad del tiempo o la vida, de hecho, en algunas reseñas, era sustituido su título por Un jinete del Apocalipsis... Pero, para el pintor no fue un apocalipsis catastrófico lo que trataría de representar, sino la terrible verdad del final ensangrentado de la vida, en este caso la propia vida humana. Pero, sin embargo, la vida del ser humano no siempre terminará ensangrentada. El dios del tiempo no fue representado en la historia del Arte con la fiereza con la que aquí se mostraba. Había algo más que el pintor quiso reflejar. La mitología mostraba a Cronos destruyendo también a sus hijos, como Rubens o Goya lo habían pintado, pero aquí, en esta obra postromántica, ¿que sentido tenía ahora ese alarde tan destructor?
Fue una premonición de la cruel y despiadada forma del paso del tiempo, no representando sólo su dolor en la finalización de la vida, sino en algo muchísimo más cruel. Porque ahora el tiempo recorría, con una inercia desenfrenada, el camino más oscuro de una desolada finalización vilmente ensangrentada. El mundo tenía su tiempo acordado en la metáfora del paso inexorable de la vida por el universo, de la inevitable transformación cósmica de las cosas que afectaban a la vida, pero el pintor español no quiso expresar sólo esa metáfora final tan natural del mundo y la vida. Hay además en su obra de Arte una metáfora de la crueldad, una que su fugacidad llevará consigo indiscriminadamente. Esa indiscriminada forma de crueldad era una que no estaría asociada a la finalización natural de la propia vida. Obedecía a una terrible cosa que el ser humano lleva dentro de sí en su despiadada manera de sustituir la labor de un dios, sea el que sea que haya creado el universo, por la cruel decisión humana tan infame de acabar con la vida de sus semejantes. No hay una determinación cósmica ni un acabamiento concertado del mundo donde los ciclos universales obliguen a terminar así lo que fuese iniciado antes. No, ahora lo que representaba el pintor era otra cosa. Una sangrienta causa que lo haría posible en este mundo: el egoísta sentido doloso del propio ser humano. Así que el dios del tiempo acabaría simbolizando la crueldad más terrible de una vil determinación final. ¿Algo inevitable? Porque éste no era el sentido universal de un cosmos cíclico. Era una finalidad terrible dirigida por el propio hombre, por su arbitrariedad infame, esa que lleva a convertirle en hijo modelo y ejemplar del dios temible del paso del tiempo.
Ante la vida que sobrelleva el tiempo inevitable y su finalización previsible, el ser humano sufre otra terminación imprevisible consecuencia de su naturaleza maliciosa. ¿Qué hacer, entonces, para sojuzgarla? ¿Qué metáfora usar para conseguir representar una forma de finalización que no sea la asesina actitud de los seres humanos? El pintor posromántico lo hizo con la alejada alegoría del dios del tiempo obsesionado por terminar la vida en un mundo misterioso. El dios Cronos pasa sobre la tierra despojando la vida sin ver a quien la siega. El caballo que lo dirige avanza con la desenfrenada pasión que el propio dios imprimirá en su ánimo. No hay esperanza, no hay espera, no hay tregua. Es la única forma de llevar una realidad cósmica incognoscible a la vida y al mundo. ¿No bastará que los humanos tengan solo que esperar el momento que llevamos escrito? No basta. El ser humano lo decide así, con atrevimiento desenfrenado de ambición despiadada y maligna. ¿Hay algo peor que el paso del tiempo inexorable? Sí. En los desolados momentos de la vida que algunos seres sufren ante la guadaña de otros, los pérfidos asesinos del tiempo, está la peor de las defenestraciones que el mundo y la vida soportan de una finalización incomprensible. No hay justificación, no hay perdón, no hay cabida en la historia de la humanidad para una actitud tan infame. ¿Cómo no entender que la vida encierra ya una desolación para sobrellevarla? No basta. Y seguirán recorriendo la tierra los seres despiadados con su cabalgadura veloz, portando la afilada cuchilla ensangrentada de la muerte.
(Óleo El padre del Tiempo, 1900, del pintor posromántico Ulpiano Fernández-Checa, Colección Privada.)
27 de enero de 2022
La confusa, inevitable, inconsistente, efímera, sorprendente, inspiradora, ilusa y misteriosa naturaleza del amor.
A finales del siglo XIX hubieron unos creadores que necesitaron expresar de un modo desgarrador los deseos, frustraciones, anhelos, miedos y experiencias de los seres abatidos por la ilusión y la decepción del amor. La sociedad llevaría ya el germen del cambio que haría explosionar la sosegada, huérfana, opresiva e hipócrita forma de mantener las relaciones sentimentales hasta entonces. Cuando el dramaturgo rompedor noruego Ibsen transformara el teatro para siempre, estrenaría en el año 1879 su obra Casa de muñecas. Era la primera representación teatral donde una pareja acababa rota para siempre a causa de la decepción, de la manipulación, de la confusión, de la inflexibilidad y de la arrogancia. Especialmente parcial ante la debilidad social de la esposa, la obra es una justificación de la mujer y de cómo estará condicionada su relación marital por situaciones que la harán reaccionar de un modo radical ante la sociedad y ante sí misma. La libertad había sido un componente exclusivamente masculino, y las disenciones amorosas en el matrimonio habían sido desequilibradas en detrimento de la mujer. Los dos padecían el horror del desamor insidioso, pero las elecciones quedaban indefensas mucho más por las debilidades o inseguridades femeninas. En el año 1900 el pintor británico de origen alemán William Rothenstein (1872-1945) compuso en Francia su obra de Arte La Casa de Muñecas. Pero lo que el pintor finisecular expresaría en su obra pictórica iría mucho más allá de lo que la obra teatral supondría. Como toda inspiración creativa del Arte, las representaciones pictóricas muestran una síntesis vaporosa de la esencia nuclear de una emoción, especialmente contenida ahora ésta entre formas estéticas aparentemente armoniosas. No hay mejor alarde comunicativo que el Arte para transmitir lo que sólo puede verse en un instante emotivo. El pintor sitúa a dos de los personajes, no precisamente a los protagonistas, en una escena de pareja frustrada por la imposibilidad de realizar lo que ya es imposible. La escena retratada es original, ya que en la obra teatral no están situados en una escalera ni de ese modo tan expresivo cuando acaban así. El pintor transformará la representación para crear con ella otra cosa, la imagen que él considerará más emotiva para compendiar la sensación artística más desgarradora que deseara expresar.
Entonces la obra pictórica se hace universal y obtiene una expresividad por sí misma, sin necesidad de conocer la obra teatral ni la historia que subyace a los personajes. Ahora son una pareja que no pueden serlo ya, no necesariamente los personajes dramáticos de Ibsen. El pintor además utiliza la escalera como un símbolo extraordinario de desigualdad, huida, desnivelación, ruptura espacial y pérdida temporal. Tiene la osadía además de dirigir la mirada de él a los observadores de la obra y la de ella hacia la nada. Pero ni la una ni la otra son dos miradas perdidas. La de él parece desafiante, es una mirada resignada pero segura, acorde y asumida; la de ella es una no mirada, ni la detiene ni la anima. Sin embargo, están absolutamente perdidos ambos. Nada habrá que pueda relacionar ya lo irrelacionable. La atmósfera de la obra es el tercer personaje en ese encuadre desolador donde se encuentra ahora la mejor expresión de una causa perdida. Es la gravedad del espacio y la imposibilidad de moverse en él, así como de poder cambiar ya nada. No hay sitio. Sólo se puede huir o quedarse. No hay alternativa a esas dos opciones. El tiempo también es limitado, pero no porque no lo haya sino porque no se puede hacer nada ya con él. Los peldaños siguen ahí sólo para recordar que nada es posible también hacer ya con ellos. No hay luz hacia donde sube la escalera, como no hay lugar mejor donde estar que aquel que no se mueve, ni se pierde, ni se facilita al intercambio. La fugitiva sensación es aquí inútil apreciarla o buscarla. No existe porque ya no hay nada de qué huir, más que de la propia sensación apremiante de la nada. Las libertades se han igualado apenas en la obra para expresar ahora lo que de ellas tampoco ha podido conseguirse, para dilucidar tal vez el extraordinario misterio del amor y sus extrañas motivaciones, situaciones y esperanzas.
El sutil filósofo Platón consiguió hace muchos siglos componer una explicación a lo que imaginaba él como algo muy especial a los seres humanos y, a la vez, radicalmente mendaz y falsario. En su diálogo Fedro escribiría algo así: Y si mientras estar enamorado es pernicioso y desagradable, cuando cesa de estarlo se convierte en desleal para el futuro; ese tiempo para el que hizo muchas promesas con muchos juramentos y súplicas, reteniendo a duras penas unas relaciones que eran ya difíciles de soportar para el ser amado, gracias a las esperanzas de bienes venideros que le infundía. Pero precisamente en el momento en que sería menester que las cumpliera, poniendo a otro guía y patrono en su interior, el buen juicio y la templanza en lugar del amor y la pasión, se convierte en otro sin que el ser amado se dé cuenta. Entonces le reclama éste el agradecimiento de los favores del pasado, recordándole los dichos y los hechos, como si estuviera conversando con el mismo amante de siempre. Pero ahora, por vergüenza, ni se atreve a decir que se ha convertido en otro, ni tampoco sabe cómo podrá mantener los juramentos y las promesas de su anterior e insensato estado, ahora que ha adquirido juicio y calmado sus pasiones, sin convertirse otra vez, por hacer las mismas cosas de antes, en un ser idéntico o semejante al de antaño. Así que el amante del pasado viene a ser un desertor de sus promesas, forzado a la no comparecencia y, al caer de la otra cara de la moneda, da asimismo la vuelta y emprende la huida.
La lírica ha dado respuesta a veces a la naturaleza incomprensible o paradójica del amor, a su sinsentido o a su inevitabilidad. Como todas las cosas inventadas por el ser humano, también el amor es una forma elaborada de insatisfacciones, deseos, refugios, distracciones o vagas esperanzas.
Debieramos hacer como si nada nos uniera;
esperar sin deseos el regreso de la vida,
volver a comprender lo que una sorpresa
pudiera ser, de nuevo, el mejor acontecer
de una belleza perdida.
No existe lo vivido más que en la distancia
calumniosa, desmemoriada, espantosa del pasado;
lo mejor es la asunción de una alborada,
el amanecer permanente de una luz inesperada.
Vuelve siempre lo que no esperamos,
así recuperaremos la distancia, la agonía,
la fuerza;
la atonía incluso necesaria.
El sentido de lo vivo no es más que arrullo,
espasmo, revoltijo y calma;
amarlo es no perder nunca la dicha de ser,
de justificar, de querer la vida,
de volver la espalda...,
sin buscar una respuesta,
ni derramar una lágrima.
(Óleo La casa de muñecas, 1900, del pintor británico William Rothenstein, Tate Gallery, Londres.)
6 de noviembre de 2021
El lenguaje del color, como el verso y las palabras, buscarán la armonía precisa para no llegar a exceder la emoción.
La extraordinaria nómina de pintores que prosperaron artísticamente, no tanto personalmente, en España durante el siglo XVII no ha sido suficientemente valorada. A la sombra de grandes genios maestros del Arte, estos creadores barrocos desconocidos compusieron obras de una maravillosa factura artística que llevaron a combinar emotividad con simbolismo. Para ellos el color fue un lenguaje poético donde la armonía estaba al servicio de la pasión emotiva, y no tanto un alarde plástico de grandes artificios volumétricos. El humanismo, que nació en el Renacimiento, fue llevado en el Barroco a su sentido más personal, más íntimo, más emocional. Pero la emotividad no podía erigirse entonces desde presupuestos heroicos reconocidos, aún no había llegado Rousseau ni el Romanticismo posterior. Por eso cuando el pintor español Francisco Rizi compuso sobre 1660 su óleo Un general de Artillería, no dejaría referenciado claramente de qué personaje concreto se trataba tal retrato. La emotividad artística, como el verso vinculante de un sentido íntimo, no es particular aquí, no se individualiza sino que se universaliza con la fragante sensación de un lenguaje más compresivo, más amable, más amplio, más acorde con la ruptura de lo convencional que un ser personal pueda llegar a concebir desde su más profundo arraigo interior para poder llegar a sentir, sin embargo, algo más intemporal e indefinido. En su original obra barroca, Rizi no pintaría el "color" sino la armonía de los colores; no pintaría las "formas" sino la vaguedad de éstas; de ese modo el retratado formará parte del paisaje tanto como el color formará parte de los sentimientos. Es la sintaxis del color; es el lenguaje que los versos universales buscarán para tratar de llegar a la emoción más universal de los humanos. Cuando el poeta irlandés William Butler Yeats (1865-1939) quiso encontrar su sentido expresivo emocional más íntimo, lo buscaría en el lenguaje novedoso de un cierto desapego heroico clásico para poder acercarse, así, a una comunicación íntima a la vez que universal. En su poema Sueños rotos Yeats meditaría por entonces con belleza sobre el desengaño del tiempo y la decadencia de los propios sentimientos.
Tu belleza no puede sino dejar entre nosotros
vagos recuerdos, nada sino recuerdos.
Así dirá un muchacho a un viejo cuando los viejos callen:
«Hábleme de esa dama que el poeta
de obstinada pasión cantó para nosotros
cuando la edad más bien debía helar su sangre».
En el año 1904 el padre del poeta irlandés, el pintor John Butler Yeats (1839-1922), crearía el retrato de Maire Nic Shiubhlaigh. En su obra modernista el pintor irlandés manejaría genialmente el lenguaje del color, aquel lenguaje que los pintores barrocos vislumbraron meramente, un lenguaje ahora lleno de matices con los rasgos emotivos claramente desaforados en su expresión artística más subjetiva. Porque ahora las emociones se personalizarían sin ningún pudor, se mostrarían sin ocultar nada esencial, solo apenas aún los valores estéticos plásticos más clásicos, esos que denotarían la naturaleza objetiva de lo retratado y no fragmentado todavía, como lo es el rostro o las facetas más características de una figura humana. "Tu belleza no puede sino dejar entre nosotros vagos recuerdos...". Ahora, en los inicios del siglo XX, el color y su lenguaje comenzaban a transformarse para poder llegar así a alcanzar una armonía muy diferente. No bastaba la sabiduría de las combinaciones hermosas, no importaba su mensaje trascendente, como aquel que el pintor barroco consiguiera expresar en el equilibrio universal del gesto meditabundo de un personaje anónimo y de las ajenas tonalidades de un paisaje emotivo... Ahora, en el Modernismo finisecular, el paisaje no tendría que ser emotivo y el personaje, sin embargo, dejaría de ser confuso en su determinación expresiva para ser definido como sensible, como plenamente emotivo en todos sus rasgos estéticos. El sentido emotivo se manifestaría, sin embargo, en ambos casos, sólo que en uno, en el barroco, el lenguaje artístico completaría totalmente la sintaxis emotiva más universal. Aunque hubo un caso en el que la emoción subjetiva barroca alcanzaría tonos semejantes a los que hacen que éstas sean tan universales como íntimas. El poeta español barroco Andrés Fernández de Andrada (1575-1648) consiguió emular una vez la belleza artística de una emoción universal como símbolo muy particular de una especialmente más íntima:
Ya, dulce amigo, huyo y me retiro
de cuanto simple amé; rompí los lazos.
Ven y sabrás al alto fin que aspiro,
antes que el tiempo muera en nuestros brazos.
(Obra modernista Retrato de Maire Nic Shiubhlaigh, 1904, del pintor irlandés John Butler Yeats, Galería Nacional de Irlanda; Óleo barroco del pintor español Francisco Rizi, Un general de artillería, 1660, Museo Nacional del Prado.)