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18 de octubre de 2016

El simbolismo y el naturalismo como reflejo de la contradicción de la vida y el Arte.



El final del siglo XIX en el Arte y en el pensamiento fue tan convulso como contradictorio. Y es precisamente por eso por lo que el Simbolismo como tendencia artística  prosperaría ante la indefinición de la época, ante su desvaída forma de expresar las cosas -las simbólicas y las que no- que el mundo tuviese además en ese momento histórico -mayor acercamiento científico-técnico a la sociedad- para comprender la vida y sus misterios. Los creadores son los primeros contradictorios del mundo, es parte de su esencia: crear es diseñar una forma diferente a lo conocido y, como se crea mucho para descubrir el verdadero sentido de lo creado, el autor no será fiel a la causa de las cosas sino solo a sus efectos, sean iguales, contrarios o diferentes. Luego está el pensamiento, la manera racional en que nos acerquemos a lo que sintamos... Y, ¿qué sentiremos? Aquí la vida y el Arte irán unidos porque una es reflejo del otro y al revés. ¿Qué llevará a componer una obra musical tan inmensa, profunda, estimulante y grandiosa como la que crease el gran compositor Wagner? ¿Bastará una vida para esto? Aquí es el Arte -el gran Arte, el musical, el poético, el pictórico- el que solo puede contestarlo. 

Rogelio de Egusquiza (1845-1915) fue un pintor español de extraordinaria factura plástica, cromática y compositiva. Un academicista inicialmente guiado por las maneras clásicas y correctas de la mejor forma de pintar. También fue un músico además. Su formación artística y cultural le llevaría a recorrer Europa hasta encontrar la pasión creadora que su pensamiento -y su Arte- no pudo nunca rehuir, entusiasmado. Porque para él en el descubrimiento de la música de Wagner habría vida, pensamiento y Arte. Descubre el pintor, asombrado, la música de Richard Wagner en París a los treinta y un años. Y ahora habrá que entender lo que un gran creador como Wagner fue capaz de componer musicalmente. Imposible. Se puede escuchar su música, pero, ¿bastará para ello? No. Porque en Wagner hay romanticismo y misticismo, hay funambulismo social y dramatismo lírico, hay música, pensamiento, creación y contradicción. El filósofo alemán Nietzsche (1844-1900) llegaría tanto a amar como a odiar al gran compositor. Porque para el filósofo alemán Wagner es el salvador de la cultura y la alegría más dramática de la modernidad. Con sus obras operísticas y su música genial había llegado a justificar todo el pensamiento que Nietzsche concebía como la fuerza redentora del propio hombre -lejos de tradiciones, de dogmas y de mitologías levíticas- para entender el mundo y su destino en él.

Pero, cuando Wagner decide finalizar en el año 1882 un proyecto diferente, más cercano al refugio sobrenatural del mito cristiano y sagrado del Grial, el filósofo Nietzsche se apartaría de su fascinación wagneriana. Y rechazaría a Wagner por recordar ahora al mundo -otra vez- la redención victoriosa -falsa para el filósofo- del bien sobre el mal gracias a un héroe cristiano -Parsifal-, que apostaría más por la austeridad y la compasión frente a la confianza y fortaleza nietzscheanas. Y entonces el pintor español Egusquiza, absorbido por el mágico acontecer de combinar mito, símbolo, tradición, búsqueda y sacrificio, compuso a principios del siglo XX su serie pictórica sobre la ópera musical Parsifal. En el año 1906 pinta su óleo Kundry, un personaje femenino que, junto a Parsifal y otros, intervienen en la gran obra musical de Wagner. En la ópera el personaje de Kundry representaba el deseo, el engaño, el sueño, el sentimiento y el arraigo. Pero también, finalmente, la redención, el cambio y la transformación luminosa de un espíritu sinuoso ante la verdad aparecida de repente.

El pintor español representará así al personaje femenino wagneriano en su obra de Arte. Vemos aquí ahora la magnífica visión de una mujer que a la vez debe simbolizar todo eso: deseo y sentimiento, engaño, sueño y arrepentimiento..., pero también arraigo.  Es como en la vida y en el Arte. Al final, no vemos sus pies -los de Kundry-, porque están ahí desvanecidos, desvaídos por una luz poderosa que le llegaría de arriba... ¿Cómo es posible que ilumine una luz que procede de arriba tanto algo que está debajo? Por la contradicción. Por la misma contradicción que, en el fondo, llevaría al compositor Wagner a cambiar ahora su pensamiento. Por la misma contradicción que llevaría también al filósofo Nietzsche a recorrer -¿aliviado?- su propia locura. Porque en este óleo modernista es un simbolismo pero también un naturalismo lo que veremos. Otra contradicción...  Porque aquí el gesto, el sentimiento y el aturdimiento del personaje están compuestos naturalmente, también su silueta, su erotismo y su belleza. Pero ya está. El resto es fascinación por la simbología de lo misterioso, de lo subyugador de la vida de los seres efímeros. Y el pintor español lo llevaría a su mayor culminación. Esa misma consecución fascinante que supondrá, para quienes la oigan así, la maravillosa, misteriosa y sobrecogedora música de Wagner.

(Óleo Kundry, 1906, del pintor Rogelio de Egusquiza, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

1 de enero de 2015

El desgarrado expresionismo frente al sosegado clamor de lo sublime.



Todos habían nacido en el siglo anterior, pero todos vivieron y crearon en los inicios del siglo XX. Establecieron todo lo que el despiadado, esquizofrénico y maravilloso siglo XX supuso en el Arte. Tanto con sus vidas como con sus artes. Fueron herederos de aquel Romanticismo que había surgido un siglo antes de que nacieran, pero que, a principios del siglo XX, no podía llamarse así ya lo que ellos hacían ahora. Fue entonces llamado Modernismo. Era lo más moderno que se hiciera y ellos querían ser los más modernos. Pero lo que hacían no era otra cosa que aquello que habían hecho antes Turner, Delacroix, Byron o Chopin. Algunos nacieron en uno de los lugares más complejos socialmente para nacer en aquella Europa. El continente europeo había vivido la revolución francesa y el liberalismo post-napoleónico, dos cosas que habían cambiado por completo el occidente de Europa. Pero la parte más oriental del continente -el este de Europa- no se dejaría influir aún mucho por esos cambios radicales. Todavía quedarían vestigios del antiguo régimen en esa parte de Europa, ideologías que sobrevivieron a las revoluciones burguesas del siglo XIX. Y el Imperio Austro-Húngaro fue uno de ellos, el más importante vestigio de eso por entonces. Políticamente fue muy rígido, socialmente fue medio abierto y culturalmente fue muy innovador. Una mezcla imposible de prosperar sin desestabilizar a mente alguna. Y en este caldero tan propicio y contradictorio nacieron algunas de las figuras que más cambiaron el siglo XX en Europa.

Una de ellas nació en el difícil entorno de la Viena suburbial de entonces con grandes diferencias sociales y económicas. Emil Schindler (1842-1892) debía haber tomado la carrera militar, una salida económica para familias pequeño burguesas que deseaban prosperar en un mundo jerarquizado y elitista. Sin embargo, él quiso pintar. Debía hacerlo bien. En aquellos años pintar bien era motivo para triunfar en sociedad; otra cosa era triunfar en el Arte, algo que precisaba más que sólo pintar bien. Sólo a partir de los cuarenta años pudo Emil Schindler vivir gracias al Arte. Su correcto impresionismo gustaba a las clases adineradas de Viena, y la monarquía austrohúngara le contrataría en el año 1887 para retratar parte de su vasto, diverso y complejo imperio. Pero, antes de eso nacería su hija Alma, una de las mujeres que más influirían en la vida y la cultura de comienzos del siglo XX. Su padre, curiosamente, no la motivaría hacia la pintura. Emil Schindler trató de que su hija Alma se aficionase a la literatura o a la música. Tal vez vio que la pintura no era, exactamente, lo mejor que a ella se le diese. O, tal vez, comprendió que la pintura por entonces, finales del siglo XIX, dejaría de ser aquel Arte extraordinario para sufrir ahora, como lo hizo, uno de los cambios más radicales que pudiera padecer. Pero, sin embargo, no fue así con la música o con la literatura, artes con los que no se percibían tanto o tan pronto los cambios de la vida, de los gustos o de las tendencias de la sociedad. Y es así porque la pintura es el medio más expresivo y evidente de los cambios sociales y culturales de una civilización, algo que no siempre será condicionado tanto o tan pronto por los gustos o deseos más tradicionales. Y tanto atendería Alma a su padre que se convirtió en compositora y acabaría casándose con uno de los mayores genios musicales de entonces, el gran compositor Gustav Mahler (1860-1911), alguien que revolucionaría por completo la música clásica y los gustos musicales del siglo XX.

Pero, es difícil que personalidades grandes oculten a otras que quieran serlo también. Para Alma Mahler (1879-1964) la música había sido su pasión frustrada. Alguien le dijo una vez: o se dedicaba a la composición de modo decidido o se dedicaba a la vida social. En todo caso, que mejor hiciera esto último para triunfar... Gustav Mahler no pudo seguir seduciendo a Alma tanto como lo había hecho con su sublime y maravillosa música. Apasionada y frustrada a la vez, Alma se envolvería en una adúltera pasajera relación en el año 1910 con el arquitecto alemán Gropius -creador de la escuela Bauhaus años después en Alemania-. Gustav Mahler fallece muy pronto en el año 1911 y ella entonces trata de terminar las sinfonías inacabadas de su esposo. En aquella Viena grandiosa, Alma se convertiría en una deseada viuda, hermosa, joven y de talento, alguien que ambicionaba conciliar dos cosas muy difíciles de conciliar en este mundo: la pasión y el éxito. Un año después de la muerte de Mahler, Alma contrataría para un retrato suyo a uno de los nuevos pintores de aquel Modernismo vienés de principios del siglo XX, Oskar Kokoschka (1886-1980). Ella entonces le tocaría al piano alguna balada romántica de Wagner..., y comenzaron así una atormentada relación. Años después, Alma escribiría: Un día Oskar se levantó contrariado, tomó las fotografías de Mahler y las besaría una por una, fue como una magia blanca para tratar de sosegar los oscuros impulsos celosos de su interior.

Estaba claro que el pintor no pudo soportar la feroz rivalidad -no sólo artística sino emocional- del genio muerto años antes. Kokoschka entraría entonces en una pasión enfermiza por el desdén insoportable de su esposa. Este desprecio amoroso se enfrentaba al absorbente y opresivo, casi expresionista, fuerte deseo de él. Oskar Kokoschka solo pudo calmarse con su obra tan expresiva, emotiva y apasionadamente obsesiva. Como ejemplo de aquella inútil pasión crea su obra de Arte La novia del viento en el año 1913, donde representa, de modo muy expresionista, a ellos dos simbólicamente unidos como unos amantes contradictorios, ella dormida y él despierto. Alma Mahler volvería a dejar de lado la pintura, asustada ahora por la enfermiza forma expresiva de representar su amante sus vidas y su pasión. No pudo dominar aquella pasión tan fuerte, acostumbrada como estaba a tratar con hombres más débiles, sensibles o necesitados. Alma volvería de nuevo con Walter Gropius (1883-1969), con quien se casaría, desesperada, en el año 1915. Pero nunca funcionaría la relación, divorciándose del arquitecto alemán en 1920. Antes de esto, sin embargo, había llegado a sucumbir en los brazos de otra tendencia cultural que su padre también le aleccionara de niña: la literatura. Con el poeta y novelista austríaco Franz Werfel (1890-1945) comenzaría Alma un flirteo cultural que acabaría en matrimonio en el año 1929. Werfel, a diferencia de Gropius, disponía de una convencida pasión por la música, a pesar de ser judío y menos atractivo. Acabaría así Werfel por convencer a Alma, sobre todo a causa del desesperado temor de ella por el paso del tiempo y de la belleza. Sin embargo, a Franz Werfel no le importaba nada todo eso, para él ella seguía siendo todavía aquella extraordinaria mujer, tan esplendorosa y fascinante.

Muy pronto llegaría con los años el gran exorcismo sociológico del siglo XX: la cruel Segunda guerra mundial y sus desastres sociales y humanitarios. Pocos años antes de eso, la Viena liberal y democrática caería bajo la influencia del nazismo. Tuvieron entonces Alma y Franz que marcharse a Francia en el año 1938. Pero, en el año 1940, el país galo también acabaría ocupado por tropas alemanas. Así que decidieron refugiarse en el sur de Francia, lejos del fragor belicista y opresivo del norte. En una pequeña población de los Pirineos franceses fueron acogidos, muy amablemente, por las monjas católicas de un santuario milagroso, Lourdes. Entonces la curiosidad y el agradecimiento del poeta llegaron a provocar en su mente judía una promesa melancólica: si saliesen vivos de Francia llevaría a cabo una gran obra literaria para dar a conocer a todo el mundo la historia de aquel desconocido santuario. Así concebiría Franz Werfel su famosa novela La canción de Bernadette, publicada en el año 1941, cuando llegasen a Nueva York, después de pasar por España y Portugal, camino ahora de su propia salvación y la de Alma.

(Óleo expresionista de Oskar Kokoschka, La novia del viento, 1913, Basilea, Suiza; Óleo impresionista del padre de Alma, Emil Schindler, La canción de la Tierra, 1890; Retrato fotográfico del compositor Gustav Mahler, 1900; Retrato fotográfico de Alma Mahler, 1902; Fotografía del arquitecto alemán Walter Gropius, 1922; Autorretrato, del pintor Oskar Kokoschka, 1919, Leopold Museum, Viena, Austria; Obra expresionista de Oskar Kokoschka, Amantes con un gato, 1917, donde el pintor compuso a Alma y a él como una alegoría de lo imposible; Imagen fotográfica del pintor Kokoschka ante su obra, 1943; Fotografía del pintor Oskar Kokoschka con su esposa Olda Palkovská en Londres en 1939; Cuadro expresionista de Oskar Kokoschka, Londres y el Támesis, 1959, Tate Gallery, Fundación Oskar Kokoschka; Imagen fotográfica de Alma Mahler y Franz Werfel, 1941, Nueva York; Imágenes fotográficas de Alma Mahler Werfel en Nueva York, 1960.)

18 de noviembre de 2014

El clasicismo francés transformó una tragedia clásica en una inspiración muy romántica.



Los griegos habían definido ya claramente cómo debía ser entendida la tragedia. El desenlace de esta representación dramática debía ser siempre, necesariamente, fatal. No podría ser de otro modo. ¿Cómo si no tendría sentido su significado catártico o su enseñanza moral? El héroe, el héroe que fuese, debía perecer siempre bajo la pesada carga que las cosas o los dioses habrían conspirado contra él. Así se desarrollaron las tragedias clásicas, donde se mostraban las aspiraciones que los personajes épicos atrevidos se permitían tener frente al destino. Como consecuencia, el fatídico final se producía siempre para demostrar que las decisiones de los héroes trágicos nunca se debían llevar tan lejos. Sobre todo, el retar a los dioses. Pero también para que la vida supusiera lo mismo para todos, héroes o no, postrados todos bajo la inevitable losa ciega del poderoso piélago universo. Sin embargo, el clasicismo trágico de Grecia terminaría con Eurípides, el último gran poeta trágico griego del siglo IV a.C. Esto sucedió justo antes de la muerte de Alejandro Magno (acaecida en el año 323 a.C.). Tras su muerte se pudieron representar historias y leyendas, pero nunca con el sesgo trágico tan dramático de antes. Además, el helenismo, periodo grecorromano que empieza a la muerte de Alejandro y termina con el nacimiento de Jesús, glosaría más la escultura, la poesía lírica o la pintura que cualquier otra actividad o representación artística.

Así que la tragedia reposaría el sueño más injusto hasta que Shakespeare la retomase, mucho tiempo después, con el brío moderno y más humano de la senda renacentista. Pronto llegaría el Barroco y el teatro se hizo más cómico que dramático. Tuvo que renacer el clasicismo a mediados del siglo XVIII para recuperar el drama trágico de nuevo con una Francia clasicista que había impulsado desde el siglo XVII las formas clásicas heredadas de las antiguas griegas, esas que determinaban cómo debían ser comunicadas las cosas representadas en el mundo. Pero hubo una leyenda del helenismo basada en la historia real de uno de los generales que sucedieron a Alejandro Magno en su imperio. Una leyenda que contaba la vida de uno de los más importantes sucesores de Alejandro, el general Seleuco (ca. 358 a.C.- 281 a.C.), un militar macedonio que lucharía siempre en todas las batallas que librase el gran conquistador griego. A la muerte de Alejandro sus generales se repartieron el extenso imperio conquistado, y Seleuco obtuvo entonces Babilonia como reino. Aun así, lucharon todos contra todos y Seleuco conseguiría más reinos hacia Persia y la India. Fue Seleuco, sin embargo, un gobernante moderado y prudente. En el año 300 a.C. se vuelve a casar con una joven y bella princesa macedonia, Estratónice, cuyos cuarenta años de diferencia no fueron ningún obstáculo por entonces. De su anterior esposa, Apame, una princesa sogdiana del Asia central, tuvo Seleuco a su único hijo Antíoco. En aquellos años los reinos se perdían o ganaban en batallas o en intrigas palaciegas, así que Seleuco, ocho años después de su boda con Estratónice, designaría a su hijo Antíoco corregente ya de su poderoso reino.

Pero le ofrecería en el año 292 a.C. algo más a su hijo Antíoco: su esposa Estratónice y la gobernación de uno de sus reinos. Las razones fueron estratégicas; al parecer necesitaba Seleuco la ayuda leal de su hijo para poder gobernar con tranquilidad todo su extenso reino. Sin embargo, historiadores posteriores, como Plutarco (50-120), difundieron otra historia diferente, un relato de separación provocada por una pasión sentimental más que por la guerra, un relato que tendría una causa de amor más que otra cosa. En las antiguas tragedias griegas el amor, los celos, las traiciones o los engaños eran elementos recurrentes que asolaban de sangre, dolor y muerte las leyendas clásicas. Así que esta historia helenística tendría mucho tiempo después, en pleno momento Neoclásico del siglo XVIII, un motivo justificado para componer una tradicional tragedia clásica. Y, como una representación a lo Tristán e Isolda anticipada, llevaría ahora al teatro más moderno y clásico de Francia una ópera con sus alardes musicales tan melodramáticos. Compositores franceses del momento como Etienne Méhul (1763-1817) asumieron el reto de crear un drama musical basado en la historia de Estratónice. El compositor Méhul lo llevaría a cabo en el año 1792, el momento más cumbre del Neoclasicismo francés. En un manuscrito basado en el relato de Plutarco, recrearía la leyenda de Antíoco y Estratónice con las trazas de una historia de amor imaginada y no con los históricos hechos de una excusa política. El relato contaba entonces cómo Antíoco se había enamorado secretamente de su madrastra, pero, como no podía defraudar a su padre, enfermaría tanto que Seleuco buscaría la ayuda de uno de sus mejores médicos para curarle. Erasístrato, un famoso médico griego, descubriría el sentimiento que se ocultaba detrás de los síntomas de Antíoco. Lo descubre gracias a las observaciones que hace a Estratónice cada vez que entra en la alcoba donde Antíoco reposa. Entonces observa el médico como Antíoco empeora en presencia de ella, se le altera el pulso y palpitaría excitado su pecho. Así que, decidido, delante ahora de todos, el médico griego señalaría a Estratónice como la causa de la terrible enfermedad de Antíoco.

Los pintores habían creado desde el barroco de Antonio Bellucci obras de Arte con el instante del descubrimiento de la enfermedad de Antíoco. Pero fue el Neoclasicismo el estilo que mejor llevaría la leyenda trágica a su representación más elogiosa. Dos pintores neoclásicos, David y su discípulo Ingres, compusieron sus obras Antíoco y Estratónice en los años 1774 y 1840 con la magistral forma de hacer que llevaría de relatar una historia clásica a ser representada como la más romántica de todas. Porque ahora no fue realmente una tragedia, para nada era ahora la traición, ni la ofensa, ni el engaño, ni la muerte. Al conocer por su médico la causa pasional de la enfermedad de su hijo, Seleuco le entregaría resignado su esposa para poder salvarle la vida. Pero, sin embargo, todo eso sería inventado entonces en la tragedia clasicista. Porque ni su hijo enfermaría en el palacio de su padre, ni enfermaría de amor, ni Erasístrato lo pudo atender entonces (año 292 a.C.) porque éste tendría sólo trece años (había nacido el médico en el año 305 a.C.) en ese momento. Así que, más de veinte siglos después, el fatal final de una tragedia griega se había convertido en un feliz final muy diferente, aunque del todo ficticio gracias al neoclasicismo francés y a su forma para entonces tan romántica de hacerlo.

(Óleo Antíoco y Estratónice, 1774, de Jacques Louis David, Museo de Bellas Artes de París, Francia; Cuadro barroco Antíoco y Estratónice, 1700, Antonio Bellucci, Kassel, Alemania; Lienzo Antíoco y Estratónice, 1840, Jean-Auguste Dominique Ingres,  Museo Condé, Francia.)

15 de marzo de 2011

La lírica como un manifiesto individual, subjetivo, poderoso y permanente.



El cambio social y económico producido en la Grecia antigua durante el siglo VII a.C., motivaría que una nueva clase comercial, artesanal, urbana y autocomplaciente ascendiera entonces socialmente, adquiriendo ahora cierto poder y prevalencia sobre los demás. Eso provocaría un individualismo en la sociedad griega que llevaría a que esos miembros socialmente favorecidos se plantearan un interés especial e íntimo por todo lo atractivo que les rodeara, por el conocimiento de la naturaleza y de la belleza. Ahora ellos, con sus vidas desahogadas, disfrutarían de una naturaleza más amable, mucho más que la que -injustamente- otros pudieran disfrutar, como los marginados, los campesinos, los esclavos o los parias. Así, curiosamente, llegaría a prosperar la filosofía y la lírica -incluso el Arte- en el mundo griego antiguo. En la antigua costa helena de Jonia, tanto en sus islas costeras -Lesbos- como en su litoral -en Teos por ejemplo-, surgieron por entonces unos poetas líricos que fueron famosos en la historia por sus cantos personales, unas composiciones líricas realizadas en honor a los dioses pero también a la vida placentera o al amor.

De ahí procedieron los poetas contemporáneos Safo y Alceo, y, algún tiempo después, el famoso Anacreonte. Pasaron, junto con otros, a ser llamados los poetas mélicos -de melos, canción-, aunque también al utilizar la lira para acompañar su música acabarían denominándose lyrikos -líricos-. Sus creaciones mélicas fueron denominadas monódicas ya que, a diferencia de las corales, se ejecutaban por una sola persona y glosaban ahora al amor, al placer o al vino. Estos tres poetas jonios, Safo, Alceo y Anacreonte, llegarían a ser sus más importantes y conocidos representantes líricos. Fue Anacreonte, nacido a la muerte de Safo, quien propagaría el rumor de que esta poetisa de Lesbos habría llegado a mantener relaciones amorosas con otras mujeres líricas de su escuela. Es por lo que, finalmente, los términos sáfico y lésbico se dieron a conocer con ese sentido homo-erótico femenino. Sin embargo, se relacionaría Safo también con Alceo, el otro poeta lírico de Lesbos, aunque nunca se supo realmente cuál tipo de relación mantuvieron. Alceo menciona a Safo en sus versos y llegaría a intercambiar algunas canciones y odas con ella. Una muestra de las creaciones de estos tres líricos griegos de entonces son estas pequeñas composiciones poéticas:

Ya se ocultó la Luna
y las Pléyades. Promedia
la noche. Pasa la hora.
Y aún yo duermo sola.
(Safo)

No acierto saber de dónde sopla el viento;
rueda la ola gigante unas veces de este lado
y otras de aquél; nosotros por el medio
somos llevados en la negra nave.
(Alceo)

De nuevo amo y no amo,
deliro y no deliro.
(Anacreonte)

En el año 1912 terminaría el pintor español Francisco Pradilla y Ortiz (1848-1921) su obra Mal de amores, encargada por un industrial vasco aficionado al Arte y gran coleccionista de pintura. En la obra modernista se describe una escena renacentista castellana de finales del siglo XV. La pintura muestra la imagen sosegada de una representación poética medieval llevada a cabo por un joven cancionero trashumante. El escenario pictórico está dividido en dos mitades distinguibles. Por un lado una parte material, la construida por el hombre, no por la naturaleza: una galería románica oscura, fría, pesimista y mayestática; por otro lado un paisaje natural, libre, feraz, colorido y venturoso. La narración pictórica nos cuenta la historia de una mujer herida de amor que es atendida ahora por su dueña -su servidora- en los jardines de su lujosa estancia familiar. También ella está ahora protegida por la figura tutelar, distante y adusta de un padre con aspecto vanidoso, aunque desconfiado y curioso ante la figura del ahora orgulloso poeta. Justo frente a la joven malograda por un amor desdichado, justo ahora frente a la dulce y desengañada joven maltratada por amor, se sitúa dispuesto el trovador, el poeta o el cancionero gótico. Ataviado con su laúd barroco -conocido como chitarrone romano o laúd de largo tamaño- se dispone el poeta medieval, ahora decidido, alejado y seguro entre sus versos, satisfecho también por su lírica sonora tan romántica, a calmar así la angustiosa, irreverente, desdeñosa, vaga, solitaria y lacerante, actitud tan desvanecida de la joven a causa de un terrible y desdichado desamor.

(Cuadro del pintor español Francisco Pradilla, Mal de amores, 1912, Particular, donde se aprecia en el lienzo además, al fondo, una ría de Galicia, España; Óleo de Francisco Pradilla, Lectura de Anacreonte, 1904, Museo de Buenos Aires; Cuadro del pintor británico Alma-Tadema, Safo y Alceo, 1881.)

5 de enero de 2011

La afrenta más romántica: el duelo, sus obsesiones y su inevitable solución.



El duelo, o enfrentamiento entre caballeros por una cuestión de honor, fue una práctica que comenzaría realmente a partir del siglo XV y duraría hasta finales del romántico siglo XIX. No tenía nada que ver con los legendarios antiguos torneos medievales, ya que éstos eran motivados por grandes causas bélicas o por los llamados juicios de Dios, enfrentamientos para nada motivados por asuntos o causas personales o más emotivas. Porque los duelos se caracterizaban por tratar de resarcir casi siempre el honor personal del agraviado. No se pretendía asesinar al ofensor, sino aceptar ahora el reto de morir antes de humillarse ante la terrible afrenta. Muchos podían llegar a ser los motivos que llevaran a retarse en duelo. Comenzaron a ser esos motivos el tratar de defender la dignidad del ofendido en asuntos personales de cualquier causa. Pero sobre todo a partir del advenimiento del Romanticismo empezaron a ser los lances amorosos los hechos más justificados para retar a un ofensor. El gran compositor ruso Piotr Ilich Chaikovski (1840-1893) crearía en el año 1879 la música sinfónica para la famosa ópera Eugene Oneguin. Estaba basada en la novela del mismo título que el gran poeta ruso Aleksandr Pushkin (1799-1837) escribiese en el año 1831.

Cuenta la historia del atractivo Eugene Oneguin, vividor y seductor ruso de aquellos años románticos del siglo XIX, y de Vladimir Lenski, bohemio y joven poeta prometido a una hermosa y bella dama rusa. Ambos se harán muy amigos hasta que una tarde Lenski invitara a Eugene Oneguin a conocer a Olga, su hermosa y bella joven prometida. Con Olga convivía su hermana Tatiana, una mujer melancólica e impresionable que representaba bien el espíritu más romántico de la época. Todo lo contrario de la personalidad de Olga, que era una mujer alegre, optimista y divertida. Tatiana se enamoraría rápidamente de Eugene Oneguin. Acabaría escribiéndole incluso una carta declarándole ahora su amor. Pero Oneguin no estaba interesado en Tatiana sino en su comprometida y bella hermana. Le expresa Oneguin a Olga ahora, incluso públicamente, su impulsivo amor a ella. Así que Lenski, ofendido, se verá obligado a batirse con su amigo en un duelo mortal. Enfrentamiento donde Oneguin acabará matando, fatídicamente, a su amigo Lenski. Pero entonces Eugene Oneguin, abatido por completo, comprendiendo ahora su cruel y maldito destino, decidirá alejarse de todo marchándose a un largo, olvidado y expiado viaje por el mundo. Años después, de regreso en San Petersburgo, Oneguin es invitado a uno de los bailes del príncipe Gremin. En el saludo protocolario de la recepción Gremin le presenta a su joven, amada y bella esposa. La sorpresa de Eugene Oneguin es enorme al comprobar que la bella princesa no es otra sino su antigua despechada Tatiana. En ese momento comprendería Oneguin que es a ella a la que ama realmente, que siempre había estado, sin saberlo, enamorado de ella... románticamente. Pero ahora Tatiana ya no desearía lo mismo que entonces, a pesar, incluso, de reconocer ella poder quizás amarlo todavía. Él, sintiéndose derrotado, se marcharía ahora para siempre, acabando sus días resentido, amargado, triste y solitario.

Pushkin conocería a la joven Natascha Goncharova en el año 1830. Ella era por entonces una de las mujeres más hermosas de Moscú. Natascha, sin embargo, le rechazaría aquel año, pero, al año siguiente, acabaría él ya por fin consiguiendo su amor y su mano queridas. Años después un militar francés, Georges d'Anthés, intentaría descaradamente cortejar a la bella Natascha, la ahora joven esposa del poeta Aleksandr Pushkin. Inevitablemente, acabaría d'Anthés retándose en un duelo con el poeta Pushkin. Un lance dramático donde ahora, de un modo traicionero, le manipularían fatalmente el arma al escritor ruso. El más grande poeta ruso terminaría falleciendo un 29 de enero del año 1837. Su colega y amigo, el poeta y pintor ruso Lérmontov, trataría durante muchos años de hacerle justicia incluso escribiéndole al mismísimo Zar. Pero, todo fue inútil. Tan sólo pudo hacer Lérmontov aquello para lo que él estaba más preparado: escribir la poesía Muerte del Poeta en homenaje a su lírico y asesinado amigo romántico. Estos versos de Lérmontov son un pequeño fragmento de su obra:

Y entonces será inútil acercarse a la maledicencia:
Esta vez no los protegerá.
¡Con sus oscuras sangres no podrán lavar
la sangre cristalina del poeta!

Curiosamente el poeta ruso Mijaíl Lérmontov (1814-1841) acabaría sus días abatido también en un duelo, aunque en este caso por un motivo mucho más prosaico y ridículo que el de Pushkin. Un oficial del mismo ejercito ruso al que Mijaíl pertenecía, se sintió ofendido por un comentario sarcástico del poeta romántico. Éste decidiría entonces que se batiesen, pero que lo hiciesen ahora incluso al lado de un inclinado y mortal precipicio, para así poder morir aunque sólo se saliese ahora herido de la justa... La pasión de estos creadores románticos fue comparable a la de los entregados mártires cristianos de la antigüedad. Salvo que en esos casos románticos tan apasionados su dios -el de los seres románticos-, a diferencia del dios de los primitivos cristianos, sería ahora, sin embargo, la más impulsiva, inevitable, arrebatadora, infinita o subyugante manera de querer vivir y morir en este mundo.

(Óleo Duelo de Oneguin y Lenski, del pintor ruso Iliá Repin (1844-1930); Cuadro del pintor francés Jean-Léon Gérôme, Duelo después de un baile de máscaras, 1857; Retrato del pintor y poeta Mijaíl Lérmontov, del pintor Piotr Zabolotsky, 1837; Cuadro Pushkin, del pintor ruso Vasili Tropinin, 1827; Cuadro del pintor francés Gérôme, Mujer circasiana velada; Retrato de Natascha Pushkina, la esposa de Pushkin, obra del pintor Brulov; Óleo Tiflis, del pintor y poeta Lérmontov, 1837.)

Vídeo de la película Onegin, de 1998:

30 de noviembre de 2010

La salvación griega en su Arte trágico, el último pensador europeo y el sentido de existir.



Johann Jakob Bachofen (1815-1887) fue un antropólogo suizo que desarrolló una teoría sobre la evolución cultural de la humanidad desde sus días primitivos. Básicamente, presentó la maternidad como la piedra angular de la sociedad primigenia, y, por tanto, también de los inicios de la religión, de la moral y del decoro. Estableció cuatro fases históricas generales en la evolución del hombre, etapas que se fueron superando unas a otras: 1) La telúrica, salvaje y sexual, promiscua y colectiva, con Afrodita (diosa griega de la belleza) como diosa representativa; 2) La lunar, agrícola, mistérica y jurídica, con Deméter (divinidad de la vida y la muerte) como su diosa significativa; 3) La dionisíaca, un período transitorio, donde lo masculino moderado empezaba a prevalecer, con su dios Dionisos como valedor; 4) La apolínea, la solar, la aniquiladora de la prevalencia matriarcal y del pasado dionisíaco, con su dios Apolo como ejemplo virtuoso y viril. De esta última surgiría la clásica, moderna y actual sociedad. Los griegos, los europeos más conscientes de serlo por entonces, tuvieron que crear el arte para poder soportar la dolorosa angustia de la existencia. De ese modo la tragedia, como un arte poderoso, llevaría al pueblo heleno a superar el conflicto primigenio interior que aquel primer homo sapiens, consciente ya de vivir y morir, debió de haber sentido por primera vez. El filósofo alemán Nietzsche, influido en parte por Bachofen, publicaría en el año 1871 su ensayo El Nacimiento de la Tragedia, una obra donde trataba de exponer que, desde que el filósofo griego Sócrates (año 390 a.C.) se elevara como pensador radical frente a los dionisíacos trágicos con su decidida moral inflexible, la tragedia salvadora griega había sido suplantada equivocadamente por un racionalismo único, decidido y bienpensante.

El filósofo Nietzsche nos dice en su obra que todo es uno, que la vida es una eterna fuente que, constantemente, produce individuaciones que se acaban desgarrando y destruyendo por siempre. Por ello todo es dolor y sufrimiento, el mismo dolor y sufrimiento de quedar despedazado aquel uno primordial. Pero, a la vez la vida tiende a reintegrarse, a salir de su dolor y a concentrarse en su unidad primera. Esta reunificación se produce en la muerte con la aniquilación de las individuaciones. Morir entonces no es desaparecer sino volver al origen; un origen que incesantemente producirá una nueva vida. El mundo se justifica y se redime -continúa diciendo Nietzsche- por la Belleza. El Arte nos salvará. Por tanto, desde la caída del esplendor cultural griego, que  tuvo lugar a la decadencia de las tragedias de Eurípides (480-406 a.C.) y al advenimiento de la estricta moral de Sócrates, decayó en el mundo occidental el instinto de belleza en favor de un exclusivo saber racional y de una nueva búsqueda ética alternativa y angustiosa de la verdad. El error fue entonces, probablemente, la sustitución de aquel instinto de belleza por otra cosa y la anulación de ese esplendor griego, no el advenimiento racional, ya que ambas cosas podían haber sido justificadas.

Esos dos dioses griegos, Apolo y Dionisos, ejercían sus fuerzas contrapuestas en el mundo: lo apolíneo y lo dionisíaco. El dios Apolo representaba el orden, la forma armónica, pero, también ocultaba lo ilimitado y caótico de la existencia global, ya que supone la luz -el sol de Apolo- que impide ver más allá de las cosas en penumbra. Porque es Apolo el que sostiene las apariencias luminosas que ocultan a la humanidad la unidad de todo lo existente. Del mismo modo, Apolo es el dios de las artes plásticas que mitigan el dolor que proviene de la individuación desgarradora de los seres, y lo hace a través de la evasión intelectual que provocan las bellas formas en el mundo (escultura, pintura, arquitectura...). Dionisos, a cambio, es el dios de lo informe, de lo desbordante o de lo sin límites. Él es el abismo que subyace bajo el mundo de las formas. Dionisos destruye el sentido de esa individualidad y la libera así de su limitación, provocando a la vez el mayor sufrimiento pero también el mayor placer -la divina embriaguez-, ese que se produce al verse liberado el ser de las cadenas que le impiden contemplar la unidad que hay debajo de todo lo existente. Su arte paradigmático es la música, que provoca la mayor emoción y el mayor entusiasmo en el espíritu de los hombres.

Esas dos contraposiciones vitales o esos dos instintos artísticos de la naturaleza, lo apolíneo y lo dionisíaco, se funden en la tragedia griega. La muerte de los personajes en las representaciones trágicas es aparente, no existe en realidad, como no existe la desaparición total e irreversible de las cosas. Porque la tragedia lo que ofrece es un consuelo metafísico al ser humano al representar las cosas así, tan cercanas, justificadoras y comprensibles. El filósofo alemán Nietzsche nos dice que aquella etapa que dio comienzo a la rígida filosofía socrática, el ser humano entró en la ilusión existencial de pensar que no sólo era capaz de conocer sino también de cambiar y de corregir al propio ser humano. Frente al optimismo socrático, la tragedia es pesimista esencialmente porque es el resorte que equilibra la absurda existencia. Y continúa el filósofo alemán diciéndonos: ¡Cuánto tuvo que sufrir el pueblo griego para llegar a ser tan bello! Fue un pueblo con una sensibilidad especial que le dotaba de capacidad para el sufrimiento y el dolor. En los dioses griegos no debemos buscar misericordia, amor o compasión. Ellos nos muestran la exuberancia de la existencia, la jovialidad, la alegría y el dolor de vivir: la Belleza en una palabra. El mundo griego es anterior a las categorías del bien y del mal. Para Nietzsche el racionalismo excesivo al que la civilización occidental había llegado la habría llevado a querer circunscribirlo todo a esquemas mentales estáticos. Sin embargo, Nietzsche nos indica que el mundo es contradictorio, variable, mudable, que todo nace y sucumbe. Y que, finalmente, en la ascesis de la contemplación estética de la tragedia está la salvación de todos. Por tanto, sólo como un fenómeno estético -el Arte y todas sus manifestaciones- pueden estar realmente justificados la existencia y el mundo.

(Cuadro del pintor español José de Ribera, 1630, Triunfo de Baco, cabeza de Dionisos; Cuadro del pintor Waterhouse, Apolo persiguiendo a Dafne, 1895; Óleo del pintor Edvard Munch, Nietzsche; Cuadro del pintor Bartolomeo Manfredi, Apolo y Marsias; Cuadro del pintor griego Nikiforos Lytras, Antígona y Polinices, 1865; Óleo del pintor francés David, Muerte de Sócrates, 1787; Cuadro del pintor academicista William Adolphe Bouguereau, Los jóvenes de Baco, 1884.)

6 de noviembre de 2010

Un mecenazgo oportuno, un deseo prohibido y una música y un amor inmortal.



Los grandes creadores siempre tuvieron necesidad de mecenazgo, de ayuda económica por parte de los admiradores de su maravillosa creación artística. Richard Wagner (1813-1883) llegaría a padecer además una convulsa vida conyugal con su primera mujer, la actriz alemana Wilhelmina Planer (1809-1866). Así que sus primeros años de creación fueron difíciles. Wagner fracasaría también a causa de la quiebra del teatro donde trabajaba como director de orquesta. Desde ese momento viajaría por toda Europa llegando finalmente a Suiza en el año 1852. Allí conoce a un gran admirador de su obra, y mecenas suyo, el banquero Otto Wesendonck, cuya joven esposa Mathilde (1828-1902) acabará enamorando al gran compositor alemán. Y es ahora cuando Richard Wagner, inspirado gracias a su propia emoción desgarradora, abandona toda obra anterior en la cual estuviese trabajando para dedicarse sólo a componer musicalmente un famoso drama medieval, el melodrama de un gran amor secreto y trágico, Tristán e Isolda.

Años después regresa Wagner a Alemania y conoce entonces al director de orquesta Hans von Bülow, otro gran admirador de su música que había luchado mucho por imponer su obra en Alemania. Wagner se lo paga enamorándose ahora de su joven esposa Cósima Liszt (1837-1930), hija del compositor Frank Liszt. Aun así, el director von Bülow continuaría apoyando la música de Wagner. La desesperada situación económica de éste se soluciona, finalmente, gracias a la ayuda del monarca Luis II de Baviera, príncipe de este pequeño reino histórico del sur de Alemania. Luis II fue un entusiasta admirador de toda la música de Wagner, especialmente de su obra Tristán e Isolda, de la que acabaría patrocinando su magnífico estreno en Munich en el año 1864. Este drama literario basado en un poema celta antiguo -poema que no había llegado completo en ninguna de sus versiones, tanto francesas como alemanas-, relataba el inevitable lazo amoroso de Tristán, un caballero sajón de la inglesa región de Cornualles, e Isolda, una hermosa y rubia heredera del trono irlandés. Con destinos diferentes y enfrentados, ambos no podrían siquiera sospechar entonces, cuando coinciden sus vidas en circunstancias prosaicas, el poderoso influjo que un filtro de amor, o pócima accidental de amor ineludible, acabará por unirlos, fatalmente, para siempre.

Tristán debe acompañar a  Isolda a Cornualles para celebrar el matrimonio de ella con su señor, el rey sajón. Pero en el viaje por mar la doncella de Isolda prepara una pócima que su señora debe tomar para afrontar un matrimonio no deseado, un enlace descompasado en años y en sentimientos. Pero, equivocadamente, Tristán también lo toma. A partir de ahí ambos personajes estan unidos para siempre, inevitablemente entrelazados en un drama que sólo terminará con la muerte, con la eterna noche que les permita mantener toda esa pasión exagerada. Una pasión desaforada inspirada por ella sin límite ni final. En la obra de Wagner, cuando Tristán muere a manos del enviado del rey por su traición, Isolda comprende que ella también debe morir. Acabarán los dos amantes juntos, yacentes y entrelazados. Luego de esto, hay un momento en el que Isolda vuelve, por un pequeño instante, a la vida... Es en este preciso momento mágico, llamado en alemán el liebestod, o la muerte de amor, cuando el compositor Wagner expresa toda la emoción musical de la obra operística en un final extraordinario. Es este aquí ya, por tanto, el final del drama..., pero ahora también, justo ahora, sin embargo, el comienzo, verdaderamente, del amor...

(Cuadro del pintor prerrafaelita Dante Rossetti, Tristán e Isolda; Fotografía del compositor Richard Wagner; Óleo de la pintora vienesa Marianne Stokes (1855-1927), Muerte de Tristán; Cuadro del pintor norteamericano actual Miles Williams Mathis, Tristán e Isolda; Muerte de Tristan e Isolda del pintor español Rogelio de Egusquiza (1845-1915); Castillo bávaro del rey Luis II de Baviera; Cuadro del rey Luis II de Baviera; Retrato de Mathilde Wesendonck; Retrato de Cósima Liszt; Imagen de la actriz Wilhelmina Planer.)

Vídeo del final de la obra Tristán e Isolda, el Liebestod:

31 de octubre de 2010

El héroe hispano, la ciudad que lo nombró, el hispanismo anglosajón y el Arte.



Cuando el millonario heredero norteamericano Archer Milton Huntington (1870-1955) visitara México de adolescente, quedaría fascinado entonces por la cultura hispana que viera allí. De sus viajes y su pasión cultural, le surgió entonces la idea de crear un gran museo histórico y cultural hispano en su país. En el año 1892 viajaría a España por primera vez, y no dejaría ya entonces de tener la obsesión de que ese museo fuese para ilustrar y dar a conocer la extraordinaria historia y cultura hispana de siglos. Visitaría la ciudad de Sevilla en muchas ocasiones, y la urbe andaluza le llegaría a ofrecer incluso el título de hijo adoptivo... En un segundo matrimonio se casaría Huntington, en el año 1923, con la escultora y artista Anna Vaughn Hyatt (1876-1973), la cual fue, además de una excelente creadora de Arte, una gran aficionada a los animales y a su anatomía. Posiblemente por su afición a los caballos, y la pasión de su marido por la cultura española, es por lo que, en el año 1929 y con motivo de la Exposición Iberoamericana de Sevilla, el matrimonio norteamericano Huntington hiciera donación a Sevilla de una estatua ecuestre del héroe medieval español Rodrigo Díaz de Vivar (1050-1099), más conocido en la historia como el Cid Campeador.

De la representación escultórica ecuestre del Cid, Anna Huntington realizaría varias esculturas además de la de Sevilla: la de Nueva York (en la Hispanic Society); las de San Francisco y San Diego en California; y la de Washington D.C.  La primera divulgación que se hiciera del héroe español fue la narración medieval -parte legendaria y parte real- conocida como El Cantar de Mio Cid. Escrita en castellano antiguo sobre el año 1200, en ella se cuentan los últimos años del Cid. Narraba primero el destierro y deshonra del caballero luego de ser acusado falsamente, después contaba la gran victoria frente a los musulmanes almorávides, conquistando la ciudad de Valencia en el año 1094. Como homenaje por esta gran conquista, se acabarían concertando los matrimonios de las hijas del Cid con unos nobles castellanos para conferir así dignidad de señor a Rodrigo Díaz. Continúa el relato medieval con el ultraje y la violación de las hijas del Cid en un bosque castellano, lo cual, según la tradición, suponía el repudio de los nobles infantes a sus esposas, las hijas del Cid. Más tarde el Cid consigue la nulidad de esos enlaces y, ante el asombro de todos, concierta nuevos matrimonios para sus hijas con la realeza de algunos reinos peninsulares. De esa forma, la narración medieval mantiene así una línea literaria del tipo pérdida-recuperación-pérdida-encumbramiento.

Siglos más tarde, fue la literatura francesa la que glorificaría la figura del héroe hispano con la obra teatral El Cid, del dramaturgo francés Pierre Corneille (1606-1684). Esta representación teatral del caballero castellano la sitúa el autor francés, sin embargo, incorrectamente en Sevilla, una licencia literaria que el escritor se tomaría, ya que por entonces Sevilla no pertenecía aún a Castilla sino al reino taifa del árabe Al-Mutamid. En la historia real este rey árabe de Sevilla sí solicitaría a Rodrigo Díaz, en el año 1082 -cuando el caballero acudió a recaudar el tributo para su rey castellano Alfonso VI-, que le ayudase en su guerra contra otro reino peninsular árabe, el de Granada. Al conseguir la victoria, el pueblo sevillano le nombraría Sidi Campidoctor -señor en batallas campales- a su regreso al reino sevillano de Al-Mutamid. Esta obra francesa daría a conocer la figura del héroe hispano fuera de España, sobre todo hasta que, muchos años después, otro autor, norteamericano en este caso, creara la producción cinematográfica El Cid en el año 1961. El productor Samuel Bronston y el director Anthony Mann consiguieron universalizar así, aún más, la ya gran figura histórica y legendaria que fuera Rodrigo Díaz, llamado el Cid.

Muchos hispanistas han existido -y existen- en las artes y en la historia y cultura de España. Desde siempre el interés por la gesta, la cultura, la historia o la curiosa realidad de un pueblo que lucharía durante ochocientos años para configurar su propio Estado, y que, después, volvería a luchar para conquistar medio mundo y que, todavía más tarde, se llevaría parte de su historia para preservar su legado, han sido elementos que han fascinado y fascinan a muchos eruditos del mundo. Hasta en la cultura popular se han llegado a intercambiar, con el mundo anglosajón por ejemplo, canciones y voces que han conquistado -en esta ocasión- el alma y las emociones de sus aficionados. Como la canción escrita en el año 1967 por el norteamericano Bob Crewe (1931), No puedo quitar mis ojos de ti, cantada en español por el gran intérprete inglés Matt Monro (1932-1985) allá por los años sesenta.

(Fotografía de la estatua ecuestre del Cid en Sevilla, 2010; Fotografía de la escultura del Cid en el patio de la Hispanic Society de Nueva York, ambas de la escultora americana Anne Huntington, 1927; Fotografía actual de la plaza sevillana donde se encuentra la estatua del Cid; Fotografía de la misma plaza y su estatua en 1929, Sevilla; Cuadro del pintor Ignacio Pinazo, Las Hijas del Cid, 1879; Fotografía del Monasterio castellano de San Pedro de Cardeña, Burgos, fundado en el año 889, donde fue enterrado el cuerpo del Cid, el cual sería trasladado luego a la Catedral de Burgos, cuando su tumba en el monasterio fuese saqueada por las tropas napoleónicas en el año 1809; Fotografía de Anna Huntington, 1915; Fotografía de Archer Milton Huntington, 1905.)

Vídeo de la película El Cid, 1961; Vídeo del cantante Matt Monro: