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6 de febrero de 2021

La versatilidad del Arte es la más prodigiosa forma de comprender el mundo sin necesidad de verlo.

 


Una de las maravillosas consecuencias que el Arte tiene es la de hacernos sentir cosas que no correspondan exactamente a lo que la representación objetiva de sus formas reflejen del mundo. La auténtica percepción del Arte hará que lo que sintamos al ver una obra sea más lo que brote en nuestro espíritu que lo que nuestros ojos decidan equivocados. Sólo la poesía y el Arte lo consiguen. Es una experimentación física imposible lo que hacen inspirados. Sin embargo, eso mismo es una de las cosas que nos hacen humanos verdaderamente. Ni la inteligencia racional, ni la capacidad de imaginación calculada, ni la evolución desarrollada de estrategias para sobrevivir lo conseguirán igual. Lo que nos hace especialmente humanos es la capacidad de sentir aquello que no es y, sin embargo, acabará siendo. Es una forma de representación que sobrepasa el horizonte previsible y real del mundo. Algo que no es posible demostrar desde las expresiones propias de lo corroborable. ¿Qué extraño sobrecogimiento universal fue aquel que llevara al ser humano a ser el único viviente en el mundo que pudiera transformar una experiencia en otra diferente? A hacer, por ejemplo, que la realidad fuese solo una palabra auxiliar de algo que no tuviera nada que ver con la realidad íntima del sujeto. Cuando vemos la obra clásica del pintor americano (nacido en Inglaterra) Benjamin West llamada La expulsión de Adán y Eva del Paraíso, observamos en ella un gesto expresivo tan humano que llegará a traspasar la estereotipada escena bíblica tan manida. ¿Quiénes son esos seres que, abrumados, han convertido su deseo en una congoja tan inesperada como irresoluble? ¿No servirán también esos gestos para hacernos ver la grandeza de una especie tan capaz de poder transformar ahora una desesperación en una esperanza? ¿No hay ahí también un prodigio para comprender la verdadera razón de dos seres tan distintos? Entrelazados por el destino inapelable del terrible gesto exaltado del ángel, llevarán ellos a descubrir el profundo sentido misterioso de su efímera existencia. La serpiente instrumental a sus pies vaga aquí sin culpa por el frío escenario de lo incomprensible. ¿Cómo habrán sido los hechos del Universo para que nada sea responsable e inocente al mismo tiempo? ¿Son esos hechos lo real, son lo auténtico? ¿Qué sutil cosa puede ahora ayudarnos a comprenderlo?

El sentido estético representado por el pintor de una leyenda tan confusa, hace que la mera realidad de lo causado (la expulsión dramática) se convierta en una ocasión para poder comprender el mundo. Lo auténtico no es lo real, del mismo modo que lo que percibimos no es lo que sería creado expresamente para ello. Hay una autenticidad que no puede corromperse nunca, ni por la transformación, ni por la adecuación, ni por la tradición, ni por la veneración de lo necesario. De lo aparentemente necesario, claro. Es todo esto como un canto universal y misterioso. Canto es existencia..., decía el poeta Rilke en sus sonetos a Orfeo, porque cantar o expresar es pertenecer así a la totalidad de lo que es el mundo. Y ese canto de salvación universal no puede ser el premeditado gesto de imponerse y prevalecer que representa el ser calculador y realista. Ese canto salvífico no es una plegaria en el sentido de desear, sino aquella otra plegaria que no pide nada ni trata de transformar nada con su expresión sincera. No, ahora lo que se obtiene con esta plegaria es como lo que decía un antiguo verso romántico del poeta Hölderlin: Y mientras el hombre calla en su tormento, un dios me dio el poder para saber decir cuánto sufro...  Y al poder decirlo se liberó, convirtió la realidad en un prodigio y transformó así una mera circunstancia en una posibilidad muy distinta. Es lo que la obra del pintor West nos ofrecerá con su sobrio estilo clasicista. A que no acabemos de comprender hasta que nuestros ojos dejen de estar encadenados a algún destino falsamente primoroso. Reconocer un mal no es entregarse a él, como abatirse no es expresar sometimiento sino asumir lo humano que tiene todo sentido incomprensible. La humanidad de las cosas está en lo acompasado que dos seres al menos puedan llegar a tener para aferrarse a la vida. No hay en esta imagen pictórica nada que lleve a presentir, para quien lo sepa ver, algo que tenga algún atisbo de destierro trágico o de desarraigo improductivo o de desolación espantosa.

El filósofo Nietzsche dejaría escrito este lamento, a la vez que el más prodigioso canto de esperanza:   Cuando ayer vi la luna me pareció que iba a parir un sol; tan abultada y grávida yacía en el horizonte. Pero me engañaba con ese presunto embarazo; antes creeré que la luna es hombre, no mujer. Aunque a decir verdad ese tímido noctámbulo que se pasea por los tejados de la noche sin tener la conciencia tranquila parece poco hombre.  Piadoso y callado, camina sobre alfombras de estrellas, pero no me gusta ese hombre que anda con sigilo y que ni siquiera hace sonar espuelas. Los pasos del hombre honrado hablan por sí solos, mientras que el gato se desliza furtivo por el suelo. "Cuánto me gustaría amar la tierra como la ama la luna y tocar su belleza tan solo con los ojos", se dicen los hombres sin espuelas. No amáis la tierra como creadores, como engendradores, como los que gozan de devenir. ¿Dónde se da la inocencia? ¡Donde hay voluntad de engendrar! Para mí, quien posee una voluntad más pura es aquel que quiere crear por encima de sí mismo. ¿Dónde se da la belleza? ¡Donde yo tengo que querer con toda mi voluntad; donde quiero amar y hundirme en mi ocaso, para que la imagen no quede reducida a pura imagen! ¡Amar y hundirse en su ocaso son dos cosas que van unidas desde toda la eternidad! Voluntad de amor significa estar dispuestos incluso a morir. ¡Esto es lo que tengo que deciros, cobardes! Pero vosotros pretendéis llamar contemplación a vuestra forma bizca y castrada de mirar. Encontráis bello lo que se deja mirar por unos ojos pusilánimes. ¡Cómo prostituís hasta las palabras más nobles! Estáis malditos, hombres inmaculados del conocimiento puro; sí, estáis malditos a no engendrar jamás, por muy hinchados y preñados que aparezcáis en el horizonte. Os llenáis la boca de nobles palabras, ¿y hemos de creer, mentirosos, que hay una gran abundancia en vuestro corazón?... ¡Empezad teniendo fe en vosotros mismos y en vuestros intestinos! Quien no tiene fe en sí mismo siempre miente. Vosotros los puros os tapasteis el rostro con la máscara de un dios. Y, realmente, habéis conseguido engañar, contemplativos. En otro tiempo, hombres del conocimiento puro, creí yo ver jugar en vuestros juegos el alma de un dios. No creí que hubiera un arte superior al vuestro. La distancia no me permitía captar vuestro mal olor a serpientes. Pero me acerqué a vosotros y despuntó el día en mí, como ahora despunta para vosotros. ¡Se acabaron los amores con la luna! ¡Mirad allí cómo se ha quedado la luna atrapada ante los resplandores de la aurora y qué pálida se ha puesto! ¡Sí, ya surge la ardiente aurora solar; ya llega su amor a la tierra! El amor del sol es inocencia y afán de crear. ¡Mirad con qué impaciencia se alza sobre el mar! ¿Es que no sentís ya la sed y el cálido aliento de su amor? Quiere sorber el mar y tragarse su profundidad para llevárselo a las alturas, y el deseo del mar se eleva con mil pechos. Y es que el mar ansía ser sorbido y besado por la sed del sol; quiere convertirse en aire, en altura, en rastro de luz, ¡en luz incluso! En verdad os digo que yo también amo la vida y los mares profundos. Y esto es, para mí, el conocimiento: que todo lo profundo debe ascender hasta mí.

(Óleo del pintor neoclásico Benjamin West, La expulsión de Adán y Eva del Paraíso, 1791, National Gallery of Art, Washington D.C., EE.UU.)


 

2 de febrero de 2017

La inspiración amorosa más armoniosa y platónica del Arte, o el gesto sensual más efímero de todos.




Ya había pasado el Renacimiento, ese estilo artístico que primaba la efusión más irreal y alentadora de belleza amorosa que pudiera fijarse en un lienzo. Además, los poetas renacentistas habían glosado ese estado humano, entre natural y platónico, que embelesaba la imaginación menos transgresora -menos arrebatadora sensualmente- para expresar una emoción tan efímera como es la del amor sexual. El Renacimiento desató las emociones enclaustradas, desde siglos atrás, entre una sensualidad abrupta, vulgar, plebeya, y una rigurosidad moral y teologal tan pueril como pecaminosa. La mitología y el paganismo clásicos ayudaron a ese nuevo espíritu artístico, tan necesitado de expresarse eróticamente. Y en los versos elegantes de su lenguaje cultivado -ajeno a visiones no elitistas- los poetas renacentistas glosaron las semblanzas no vividas sino en momentos de una gran fugacidad emocional sentida por los amantes, además, ahora de un modo muy intenso. Y entonces recurrieron los pintores del Renacimiento a las clásicas narraciones pastoriles greco-latinas que, por su traslación a lugares idealizados -distantes en el tiempo y en el espacio-, permitirían asociar una dura voluptuosidad sugerida a una suave belleza romántica.

El Renacimiento acabaría agotando, de tanto que duró -casi ciento cincuenta años-, las elusivas necesidades sensuales tan expresivas de los hombres. Así que, después de la evanescencia tan imaginada -por lo tanto no real- de las manifestaciones amorosas de aquellas sutiles formas renacentistas, el Barroco vino a transformar radicalmente el gesto, la mirada y toda forma de expresar, armoniosamente, un deseo sexual tan humano. Surgiría entonces una natural manera de componer imágenes, algo que, representando lo mismo -el deseo sensual más humano-, hiciera del Barroco la reivindicación de una realidad mucho más natural -un naturalismo expresivo- para transmitir sensaciones más cercanas, más realistas o más naturales en la manera de entender una escena erótica tan íntima. El Barroco empezaría siendo así el transgresor de las formas renacentistas, esas que endulzaban tanto la expresión sensual de las manifestaciones eróticas humanas.

Uno de los pintores barrocos que más se rebelase contra ese naturalismo tan realista, lo fue el pintor holandés Adriaen van der Werff (1659-1722). Como buen creador compositivo, extraordinario dibujante y sensible artista -escultor y arquitecto además-, Werff participaría del final de aquel Barroco tan expresivo de emociones humanas tan realistas. Pero él, un pintor holandés que conocía la adscripción estilística tan naturalista del Barroco de su país, se atrevería, en el año 1690, a componer una escena amorosa que para nada suponía una representación fiel a la transparencia sensual de sus colegas holandeses. En su obra de Arte Pastores amorosos describe Werff una escena pastoril clásica de dos jóvenes amantes enamorados. Representaba una de esas escenas bucólicas narradas hacía más de un siglo por los poetas líricos renacentistas, esos mismos que buscaban entonces la belleza perdida más emotiva entre las rimas octosílabas carentes, sin embargo, de una ferviente sensualidad muy explicitada.

¿Qué hay en la obra de Werff que exprese claramente una ferviente sensualidad arrolladora? Porque su pintura evoca el amor más platónico, el menos naturalista, el menos sensual. Pero lo hace con tal artificio magistral, que nada de lo que compone en su pintura es antinatural a los ojos de quienes lo vean: los gestos son realistas, como lo puedan ser los más humanos; las formas, tan clásicas como perfiladas con una total verosimilitud.  ¿Es que no puede ser una reacción amorosa platónica algo tan natural o realista como lo que el pintor compuso en su obra barroca? Ahora, salvo en los personajes desdibujados del fondo, nada figura en el lienzo que represente el eros realista más transgresor. El pintor quiere hacernos ver además cierto sentido satírico en la escena, inspirado por el busto clásico con la figura atrevida de un sátiro griego. El ambiente oscurecido propiciaría al encantamiento sugestivo de lo más sensual o arrebatador eróticamente. Pero, la escena coral -no es solo una pareja, sino varios personajes al fondo- despejará las dudas de un hipotético asalto sexual nocturno y alevoso, algo que, de no existir esos personajes del fondo, cabría poder pensar. Pero, a pesar de su expresiva mano izquierda, la joven no está ahora deseando más que expresar un deseo sensual con el pudor adecuado a un sentido tan sublime como platónico.  El mismo sentido amoroso sublime que el creador holandés supo plasmar en su obra, a pesar de las críticas injustas que su alarde artístico pseudo-barroco llevase siglos después, cuando el mundo opinase que el sentimiento poético renacentista, tan alejado de la realidad, tuviese ya su momento artístico, algo totalmente superado. Y que el naturalismo estético clásico, que tanto lograse el Arte barroco holandés expresar, nunca debería de haberse malogrado con obras como la de Werff, unas creaciones artísticas tan distantes y alejadas a ese negado deseo barroco, algo aquello más propio del Renacimiento, ese que explicaba sutilmente aquello de:  tan solo palidecer...

(Óleo barroco del pintor holandés Adriaen van der Werff, Pastores amorosos, 1690, Staatliche Museen, Berlín, Alemania.)

22 de noviembre de 2016

El Arte por el maravilloso Arte, indiferente a todo, salvo a su belleza poética.


Observando esta maravillosa pintura de Rembrandt se puede pensar, ¿qué tiene de diferente este pintor a otros maestros o a otras tendencias artísticas?, y es posible llegar a la conclusión de que lo que más caracteriza a Rembrandt es una original sutileza poética llena de un Arte sublime. La historia o la leyenda, que como excusa en este óleo -El rapto de Europa del año 1632- sostiene el título de la obra, no es más que un soporte orientativo para el que lo ve o un referente cultural para el que se acerque deseoso a su belleza. Pero, a Rembrandt, seguro que no le debería interesar nada la historia o la leyenda de lo que trataba de componer en sus obras. O, tal vez, como los extremos suelen tocarse, le interesaba tanto que le era imposible reflejar ninguna veracidad comprensible o traducible a lo real. Es decir, a lo real asociado a algo artístico que, como el clasicismo -tanto del Renacimiento como del Barroco y posterior-, llevara una inspiración creativa a un sentido transmisible a lo verosímil o prosaico de la vida, a lo que es sólo posible comprobar desde sensaciones radicalmente realistas. Pero si en esta ocasión no fue el pintor holandés un realista, qué fue entonces Rembrandt ahora, ¿un manierista reformado? Porque el Manierismo fue una irrealidad llevada a las formas, fue un reaccionarismo estético en su tiempo. Pero, sin embargo, Rembrandt es un pintor barroco en todas sus dimensiones estéticas. ¿En todas? Bueno, en todas, todas, no. Porque hay en él una poesía plástica en casi todas sus obras pictóricas.

Porque la poesía pictórica de Rembrandt es en esta obra más sutil, menos hierática o más pueril incluso. Pueril en el sentido de ser como una revelación sorprendente o fantasiosa, algo semejante a las sagas literarias medievales llenas de fantasía, como El señor de los anillos del británico J.R.R. Tolkien.  Porque en su obra El rapto de Europa la mitología helénica, la épica, sagrada o heroica mitología a la que pertenece la leyenda de Europa, no aparece  en esta pintura de una forma clara. ¿Quiénes son esas personas tan diferentes a personajes griegos o fenicios que presencian ahora un cómico asalto playero a una joven princesa impasible? ¿Qué carro más exorbitado es ese, adornado a lo persa para una leyenda tan griega? ¿Y ese fondo gris y desdibujado, industrial y portuario, desentonado aquí para incluir en una escena mitológica tan legendaria? Pero, sin embargo, los versos dibujados del pintor holandés están elaborados con la más extraordinaria sinfonía de colores agrupados, relacionados, entramados, concentrados o desperdigados, como ningún otro pintor en la historia haya podido alcanzar a componer así. Si quitásemos el color en su obra nada quedaría de ese Arte lírico tan maravilloso. Para Rembrandt el color lo es todo, el agua más cercana a la orilla iridiscente retrata mejor el reflejo de las suaves prendas azules de la joven que eleva sus brazos al cielo. Ese mismo tono azul compone además el enjaezado de los caballos ofreciendo la sinfonía perfecta de la rima poética de sus colores sosprendentes. Pero, hay más: el morado de la túnica del auriga compagina también -rima- con parte de ese cielo tan amoratado entre los árboles.

Rembrandt parece pintar siempre sus obras como un observador elevado sobre el mundo que crea. Es él como un ser poderoso que desde lo alto mira la escena y la quiere contar... O, mejor, la cuenta en ese mismo momento, porque el momento elegido es un instante barroco puro: la sorpresa es superior a la acción y la tragedia es irreversible. No hay salvación en la leyenda imaginada o recreada por el pintor. Y la tenebrosidad ambiental refleja además esa eventualidad en su pintura. La oscuridad en Rembrandt, sus tonos negros, es un elemento difuminado ahora en general, no es algo particular en su obra. Por ejemplo, no es el claroscuro de Caravaggio ni el de Ribera, que determinan siempre un alarde oscurecido de alguna cosa particular para resaltar otra. No, en Rembrandt el claroscuro es gradación de colores paulatinamente oscurecidos. O mezclados o alternados, pero bellamente realizados y nunca, ni dramática ni ferozmente, ennegrecidos. Porque la sinfonía poética de los colores en Rembrandt debe permanecer siempre a pesar de lo narrado. El rapto de Europa es la leyenda mítica del robo de una joven  princesa fenicia provocado por Zeus, convertido ahora en un sorprendente toro blanco para llevársela de su reino con él. Vale, de acuerdo. Qué más da si fue o no así la leyenda. Tiziano y otros pintores ya la habían pintado antes, y escritores clásicos la habían narrado además también. Ahora Rembrandt debía cantarlo, no contarlo. La pintura de este genial maestro holandés utilizará tres cosas para llevar su Arte poético-plástico a cabo: una composición no muy grandiosa -como sí lo hace Rubens a cambio-, más bien original y muy humanizada; por otro lado la cercanía de sus personajes, éstos no son héroes ni heroínas, ni hermosas o bellas figuras humanizadas, todo lo contrario, son seres vulgares, de rostros vulgares, de gestos vulgares, seres a quienes retratará desmejorados incluso; y, finalmente, elaborando alardes de colores entremezclados que buscarán emocionar con sus perfiles sinuosos o tornasolados mucho más que impresionar. También destacan sus decorados brillantes de lo artificial -objetos fabricados por el hombre no por la Naturaleza-, algo matizado o neutralizado en sus obras por el poderoso contraste de lo natural -de elementos propios de la Naturaleza-, creando un paisaje menos rutilante o más sombrío que el de otros creadores.

Pero en Rembrandt lo sombrío no es sinónimo de triste o melancólico. No llega el gran creador a provocar desolación o dramatismo trágico e insuperable en sus obras. Volviendo a compararlo con Rubens, éste fue, a cambio de Rembrandt, un maestro de lo definitivo o de lo más radical. Pero Rembrandt no. Por ejemplo, en esta obra sublime, ¿no nos sugiere ahora ese toro tan bello, cuya cabeza parece tan noble como su carácter, que devolverá después de un paseo a la joven Europa a la orilla donde sus amigas la esperaban temerosas? Y ese paisaje tormentoso, ¿no da la impresión de que pronto las nubes oscurecidas serán sustituidas por un sol radiante que alumbrará, gozoso, la ilusa bahía donde unos personajes pueriles se habían detenido a admirar la belleza de un toro tan blanco? En Rembrandt siempre hay una esperanza poéticamente dormida. En Rubens, sin embargo, hay tragedia dinámica siempre, firme e inapelable. En el sutil y poético pintor holandés no hay más que belleza; belleza que cuenta cosas increíbles que hay que contar así para poder recrearlas bellamente. Belleza que pinta cosas tenues y poderosas porque los colores son lo único que pueden contar algo bello que llegue pronto al alma deseosa. El alma de aquellos que observen las cosas que pasan en la vida y que solo serán posibles de expresar y soportar con belleza. Las obras maestras de este genial pintor solo son posibles de mirar con los ojos infantiles que miran las cosas maravillosas que nunca, nunca, terminarían por abandonar, eliminar o trastornar el sueño inspirado más hermoso del mundo.

(Óleo sobre tabla de Rembrandt, El Rapto de Europa, 1632, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EE.UU)

28 de diciembre de 2015

El paisaje como motivo de vida y de inspiración, de sentido artístico y poético.



Cuando los seres humanos desean triunfar en un mundo que sólo se ofrecerá a los elegidos, la manera más segura de conseguirlo es dedicarse a una sola cosa de todas. ¿Qué es triunfar? ¿Existe realmente también el concepto de elegidos? Es tan oscuro el asunto como llegar a comprender la diferencia entre un genio y alguien que, exactamente, no lo es. A comienzos del siglo XVII nacería un ser humano tan vulgar como cualquier otro en el ducado francés de Lorena. Este ducado fue independiente de Francia hasta el año 1766. Es curiosa la historia de Lorena para entender la historia de Europa. Cuando ahora hay territorios -en este caso un condado, lo único que fue Cataluña- que se quieren independizar a comienzos del siglo XXI, ya existieron ducados, un territorio jurídicamente mayor que un condado, que dejaron de ser independientes en el siglo XVIII. ¿Se entiende eso? Claudio de Lorena (1600-1682) quedaría pronto huérfano de un campesino acomodado de Luneville y acabaría acompañando a su hermano mayor a Friburgo de Brisgovia, en el suroeste de Alemania, una región muy cercana a Lorena. Su hermano era escultor y acabaría enseñando a dibujar al joven Claudio sin muchas pretensiones. Pero debía el joven Claudio ganarse la vida y, como los loreneses son famosos pasteleros, marcharía pronto a Roma para trabajar en su  oficio confitero. Sin embargo en la artística Roma tuvo la suerte de entrar al taller de un pintor que, aunque no muy famoso, le enseñaría por entonces las sutilezas del bello Arte de la pintura. A Claudio de Lorena le empezaría a gustar el oficio de pintar sin saber que terminaría por hacerlo durante el resto de su vida. Pero, entonces, ¿lo eligió él o fue él el elegido? Aunque sí hubo algo que él eligiera por entonces para, al menos, poder triunfar... Decidió dedicarse a pintar tan sólo en una única temática específica en la que acabaría siendo el mejor artista que pudiera conseguir con ello la excelencia. Y eligió solo pintar paisajes, nada más que paisajes, sólo paisajes, los mejores, los más sensibles, los más poéticos, los más elaborados, o los menos paisajistas del mundo...

¿Qué hay de especial en los paisajes del barroco Claudio de Lorena? ¿Barroco, él? Pero, ¿cómo es posible que eso que él pintaba sea barroco? Pero, ¿el Barroco no era otra cosa? ¿No era pasión, fuerza, embrujo desgarrado, colores contrastados, error humano, asalto pasional o losa despiadada de una curva ladeada, ensartada y moldeada por la fatalidad, el desequilibrio o la vulgaridad más bella del mundo? Sí, ¡claro!, pero, además también era clasicismo, el clasicismo de los bellos paisajes barrocos de Claudio de Lorena. ¡Qué barbaridad! No hay manera de entender el Arte. Pero es que el Arte es sobre todo deseo humano creativo, y nada tiene que ver que ese deseo haya sido inspirado en un periodo temporal artísticamente concreto o no. Por eso mismo el pintor de Lorena fue artísticamente inteligente. ¿Pintar como lo hacían Velázquez, Rembrandt o Rubens? Imposible para triunfar. Toda una lección de vida inteligente para, al menos, poder vivir del Arte. Y lo consiguió. Fue un elegido, todo un genio del Arte que, para triunfar, decidió dedicarse solo a una cosa en el Arte: pintar paisajes. No hacer lo que hacían los demás, sino lo que él sabría hacer mejor, lo que entendió como la mejor poesía estética que pudiera componerse en un lienzo. Aquí vemos dos muestras de su maravillosa pintura. También habrá ahora que elegir... ¿Cuál de los dos paisajes es el mejor? Uno es la obra titulada El pastor y ubicada en la National Gallery de Arte de Washington, D.C. El otro es el denominado Paisaje con las tentaciones de san Antonio y está expuesto en el Museo del Prado. Dos obras muy contrastadas: una por el sentido bucólico y otra por el sentido sagrado. Una por el color luminoso, brillante y sosegado y otra por el oscuro tenebroso, ensoñador, misterioso, terroso y opaco de su claroscuro seductor. En ambas la poesía de la imagen es llevada al máximo de representación estética de una obra barroca. ¿Hay en estas obras otra cosa que no sea sensibilidad poética en las equilibradas líneas de un paisaje profundo, grandioso, exorbitante o mágico? No hay otra cosa más que lirismo. Eso es lo que fue Claudio de Lorena, el mejor poeta-pintor del Arte del paisaje. Nadie lo hizo como él, nadie consiguió hacer todo eso: clasicismo y poesía, brillantez y claroscuro, renacimiento y barroco, naturaleza y humanidad. Porque en los paisajes de Claudio de Lorena siempre hay seres humanos, no entiende el pintor un paisaje sin ellos. No hay paisaje representado sin hombres para Lorena. ¿Qué sentido tiene el paisaje si no es para vivir el ser humano en él?

En su lienzo El pastor el pintor francés compone el amanecer -porque debe ser un amanecer- más extraordinario que un paisaje pudiera tener en un cielo pintado. Es ahora la fuerza del amarillo la que surge para alumbrar la vida y los pensamientos metafísicos del pastor. Pero, en la vulgaridad de la figura de un pastor, no un héroe o un gran personaje, es donde veremos mejor ubicar ahora el sentido del barroco. El pastor es ahora un simple personaje desconocido, ningún héroe o sátiro de leyenda mitológico, seres éstos más propios de la temática del Renacimiento. Pero en todo lo demás es clasicismo. Es decir, es perfecta composición clásica en un entorno natural equilibrado. ¿Hay algo en esta obra fuera del sentido perfecto y equilibrado de una vida o de una estética clásica? El otro lienzo, Paisaje con las tentaciones de san Antonio, tiene reminiscencias más clásicas aún. Ahora vemos un claustro derruido compuesto de columnas y arcos renacentistas, propio de un momento histórico en la humanidad más primoroso o más ajeno a lo vulgar o más sencillo. ¿Y qué menos vulgar ahora que un santo, un ser que lucha por vencer sus tentaciones? Ahora no hay súcubos ahí, ni mujeres ensoñadoras o lujuriosas que tienten al hombre santo. Tampoco ningún mono o flores o cosas exornadas y curiosas que distraigan al santo de su acontecer místico. Ahora sólo una luz divina se vislumbra entre las nubes tormentosas que dejarán ver el perfil más humano del santo. Detrás y lejos se aprecian vagamente otros seres humanos diferentes a él, unos hombres alejados de la verdad o de la visión más consoladora que de una bella y empequeñecida luz pudiera un paisaje contener.

(Óleos de Claudio de Lorena: Cuadro El pastor, siglo XVII, National Gallery de Arte de Washington, D.C.; Lienzo Paisaje con las tentaciones de san Antonio, 1638, Museo del Prado, Madrid.)

9 de febrero de 2015

¿Acaso estamos condenados a la desazón?, ¿se nos ha dado un corazón que no conoce el sosiego...?



En los albores de la historia del hombre, en los tiempos en que el ser humano comenzara sus pasos por la antigua Mesopotamia, existió un rey sumerio que daría nombre a uno de los más primigenios y fascinantes poemas épicos escritos nunca, La epopeya de Gilgamesh. Hacia el III milenio a.C. se cree que fueron compilados esos épicos versos mesopotámicos. La leyenda superará en el tiempo a todas, a la bíblica o a la griega, y reflejará las anticipadas inquietudes que el ser humano no habría de dejar de tener en los casi cinco mil años siguientes. Cuenta el poema la desenfrenada vida que Gilgamesh, un rey de Uruk, tuvo abusando de las mujeres de sus súbditos. Entonces éstos invocan a los dioses, divinidades que acabarían enviando a otro ser a la tierra, uno tan despiadado como el rey, para enfrentársele decidido. Pero cuando se encuentran ambos por primera vez, en vez de luchar entre sí se hacen amigos. Así emprenderán ahora ellos juntos aventuras por todo el mundo, luchando contra los seres más poderosos del universo, sean divinos o inmortales. En castigo por tal osadía los dioses hacen que el amigo de Gilgamesh muera en plena juventud. Desolado y afectado por la desaparición de su amigo, Gilgamesh decide continuar solo su viaje, buscando ahora lo que él cree que es el sentido único de todo: la inmortalidad. Pero no la encontrará, será tan solo un ridículo y perdido sueño sin sosiego.

¿Por qué condenaste a la desazón
a mi hijo Gilgamesh,
y le diste un corazón que no conoce el sosiego? 

Cuando el pintor Picasso (1881-1973) abandonase muy joven su propósito de copiar los grandes maestros del Museo del Prado, regresa de nuevo a Barcelona en el año 1899. Y en el ambiente tan abrumado y desolado del país -se acababa de perder la guerra hispano-norteamericana del año 1898- se dejaba notar, por los arrabales y ramblas de Barcelona, la violencia y el desencanto más deprimente. Entonces frecuenta Picasso un local bohemio de la ciudad, Els quatre gats, una cervecería donde conocería a su gran amigo, poeta y pintor Carlos Casagemas. Juntos viajan luego a París en el año 1900 para visitar la gran Exposición Universal. Y no pueden ya dejar de amar ambos esa hermosa ciudad, ahora por las mismas o diferentes razones de cada uno. Se quedan los dos en París y deciden trabajar y vivir los dos juntos en un pequeño estudio. Conocen entonces a dos bellas jóvenes modelos de pintores, Odette y Germaine. Odette comenzaría una relación con Picasso. Pero de Germaine Casagemas queda absolutamente fascinado, enamorado total e imprudentemente... Porque esta hermosa modelo parisina no le ofrecería al amigo de Picasso aquella inmortalidad emocional tan fascinante... Los dos jóvenes pintores regresan a España para las navidades del año 1900, uno para viajar al sur, a Málaga, el otro para quedarse en su ciudad natal, Barcelona.

Casagemas no puede ya olvidar la terrible belleza desdeñosa de Germaine. En febrero del año 1901, solo y sin su amigo, el joven bohemio catalán vuelve a París para insistirle a la bella parisina su amor desaforado. Pero vuelve para nada, Germaine no lo quiere a él. Entonces su corazón se enturbió, acabaría rozando el descalabro más siniestro y despiadado de la vida, ese descalabro que no tiene sentido porque no tiene justificación nunca. Al día siguiente, en el café Hippodrome de París, tomará Casagemas un revólver de su bolsillo para dispararse un tiro en la sien, después de haber intentado antes, sin éxito, dispararle otro a ella. Ahí acabaría, a los veinte años de edad, la vida y los sueños de aquel joven, bohemio y sin sosiego amigo de Picasso. Sin embargo Picasso no regresaría a París sino hasta tres meses después, cuando ya Carlos Casagemas había sido enterrado en Montmartre. Ahora se instala él solo en el mismo estudio que habían tenido ambos amigos. Y decide Picasso muy pronto realizar su primera exposición en París en la galería Vollard. Pero tomará el pintor español además otra decisión, una muy curiosa: abandonará a la voluptuosa Odette por la orgullosa y bella Germaine. Sin escrúpulos. ¿Sin desazón?

La cronología artística de Picasso sitúa en esos años lo que se ha dado llamar su periodo azul. ¿Crear ahora el desconsuelo, crear lo más sufrido o lo más doloroso con ese color tan sosegado? ¿Un periodo azul ahora tan desolado? Qué contradicción, exponer imágenes de cruda introspección metafísica o personal utilizando uno de los colores menos tenebrosos o menos desasosegados del mundo. Pero es que esa es otra de las características del genio creador. Luego de ese periodo Picasso cambia su estilo completamente. Fue un periodo este, el azul, que duraría hasta el año 1904. Pero que lograría superar pronto, como superaría luego todas las emociones que le llevaron por la epopeya tan extraordinaria de su vida. Como Gilgamesh, Picasso utilizaría su Arte para buscar la misma sensación que aquel personaje legendario comprendiera muchos siglos antes: que debe buscarse en lo que solo los dioses dispusieran para ellos mismos, en la inmortalidad. Cinco mil años después, un hombre -Picasso- sí que lo conseguiría. Y no tuvo que luchar ni viajar, ni enfrentarse con gigantes ni con dioses, tan solo con su paleta y su artística grandeza. Aunque dejara aparte también entonces esos mismos escrúpulos tan humanos, esos mismos y tan orgullosos impudores que como milenios antes aquel héroe sumerio ya hiciera.

El escritor alemán Thomas Mann escribiría una vez: ¿Acaso tenemos nosotros morada alguna? ¿Acaso no estamos también condenados a la desazón, no se nos ha dado un corazón que no conoce el sosiego? El astro del narrador -o del creador-, ¿no es acaso la Luna, señora del camino, la peregrina, que avanza ahora etapa tras etapa, dejándolas atrás sucesivamente? El que narra -el que crea- alcanza también entre peripecias etapa tras etapa; pero se limita a plantar la tienda en ellas a la espera de señales que indiquen el nuevo rumbo del camino; y pronto siente latir su corazón, en parte de gozo y en parte por miedo y terror carnal, pero en cualquier caso en señal de que llega el momento de seguir hacia peripecias nuevas que habrá que agotar minuciosamente, en todos sus detalles imprevisibles, para satisfacer la inquietud del espíritu.


(Óleo La habitación azul, 1901, Picasso, Phillips Collection, Washington, D.C.; Cuadro de Picasso, La Tragedia, 1903, National Gallery Art, Washington, D.C.; Óleo Entierro de Casagemas, 1901, donde el autor retrata el cadáver de su amigo siendo elevado por encima de las voluptuosas y despiadadas mujeres que ahora sí le adoran, Picasso, Museo de Arte Moderno de la Villa de París; Retrato de Germaine, 1902, Picasso; Obra de Picasso, El viejo guitarrista, 1904, Art Institute Chicago, EEUU; Lienzo del pintor holandés del siglo XIX Remigius van Haanen, 1812-1894, Paisaje de invierno con Luna llena, 1880, Colección particular.)

24 de noviembre de 2014

El romántico gesto de un pintor agradecido y el descubrimiento de otro.



¿Qué peor pesadilla puede sufrir un pintor que llegar a no ver más? ¿Hay algo peor en el mundo para un creador de imágenes artísticas? Esto fue lo que le sucedió al pintor romántico sevillano Antonio María Esquivel (1806-1857). A los treinta y tres años sufrió una enfermedad cuya consecuencia fue que sus ojos no pudieran ver. Tiempo antes se había marchado muy joven a Madrid, donde ingresaría en la Academia de Arte de San Fernando. Fue uno de los promotores además del efímero Liceo Artístico y Literario de Madrid (1831-1851), una sociedad intelectual que solo duraría veinte años y donde poetas y pintores soñaban con compartir una visión romántica del mundo. Así que, al sentir el pintor que su único sentido de vivir -mirar y ver- podía ir desapareciendo, decidió regresar a su ciudad natal durante el año 1839. Sin embargo, deprimido luego por completo, hasta intentaría suicidarse arrojándose -románticamente- al poético río Guadalquivir. Fue cuando sus colegas, poetas, literatos y pintores, comprendieron que el pintor no podría vivir sin sus ojos. Juntos acordaron colaborar para contribuir al tratamiento que un médico francés ofrecía para su enfermedad ocular. Tiempo después, en el año 1846, decide pintar, una vez curado, una obra con todos los amigos poetas y pintores que habían participado en sanar sus ojos. Eran tantos que mejor los imagina el pintor reunidos y juntos en su estudio de Madrid. Los compone demostrando su gratitud además con el noble gesto de auto-retratarse en la obra: aparece el pintor deteniendo su creación para poder escuchar atento los románticos versos del poeta Zorrilla...

La gran obra, única en el género de un grupo de artistas -en este caso poetas y pintores-, recuperaba la costumbre del barroco holandés donde algunos gremios profesionales se hacían retratar con sus elementos de trabajo. Aquí el pintor lograría crear una atmósfera romántica, donde el poeta Zorrilla lee a los demás. Las palabras no se ven, las presentimos: son las mismas que quisiéramos escuchar de conocidas estrofas o de algún estribillo de nuestra memoria. El pintor debía homenajear a la Pintura también, y lo hizo con el gesto heroico reconociendo a sus amigos con un silencio artístico. Vemos algunos lienzos ubicados en paredes o en caballetes y muestra así algunas obras maestras de la historia. Un estudio imaginado pero donde los cuadros representados son obras de Arte reales, tanto suyas como de otros pintores.

El cuadro de la derecha se titula  El Martirio de San Andrés, una obra manierista realizada por el pintor Luis Tristán (1585-1624). Esta pintura fue una obra de Arte que quedaría olvidada en el silencio resguardado de un museo antillano. Existió la duda sobre su autoría, en algún momento del siglo XX se catalogaría la obra como del pintor Ribera. Sin embargo a mediados de ese siglo se afirmó que era de Luis Tristán, un pintor manierista toledano alumno de El Greco, el único seguidor que tuvo -además de su hijo- el insigne creador cretense. Este lienzo que aparece en la obra de Esquivel tiene las dimensiones que en el cuadro romántico se vislumbra: 279 cm x 173 cm, un inmenso lienzo. ¿Por qué el cuadro dejó de ser conocido de los trabajos de Tristán? La historia cuenta que la obra manierista pertenecía a uno de los amigos del pintor romántico, uno de los poetas que le ayudan en su enfermedad y que el pintor retrata agradecido en su obra -a la derecha de Zorrilla-, don José Güell y Renté. Este poeta, periodista y político español había nacido en La Habana (Cuba) en el año 1818 de padres catalanes. Fue Güell muy activo en política gracias además a su matrimonio -morganático- con la hermana del rey consorte de España, Francisco de Asís de Borbón. 

En el año 1852 dona don José Güell y su esposa Luisa Carlota el cuadro al Colegio de Belén de La Habana, una escuela que pertenecía a la Compañía de Jesús y donde la obra permaneció ajena al mundo. Con la revolución cubana del año 1959 el cuadro de Tristán fue enviado al Museo de Bellas Artes de La Habana, donde se encuentra en la actualidad. Pero nunca una obra de Arte había contribuido tanto a dar a conocer un lienzo, como lo hiciera este romántico cuadro de Esquivel del desconocido cuadro de Tristán. Tampoco nunca un agradecimiento personal había tenido tanta razón de elogiar algo, no solo la de homenajear el maridaje de la poesía y la pintura, sino el de eternizar una obra dentro de otra para reivindicarla. Luis Tristán aprendió de El Greco la forma tan peculiar de componer figuras humanas. Luego derivaría el pintor hacia el Barroco, un estilo diferente al Manierismo de su maestro. En su obra La última cena del año 1620 se observan, sin embargo, los dos estilos juntos. Por un lado el gesto manierista en los personajes, algo propio de El Greco, por otro el acabado naturalista del Barroco en algunos elementos de la escena, como la mesa, el perro, las vituallas o el blanco mantel desplegado mostrando además sus perfectas arrugas.

(Óleo romántico del pintor Antonio María Esquivel, Los poetas contemporáneos, una lectura de Zorrilla, 1846, Museo del Prado; Autorretrato, Antonio María Esquivel, 1856, Museo del Prado; Óleo Nacimiento de Venus -Venus anadiómena-, 1842, Antonio María Esquivel, Museo del Prado; Fragmento de la misma obra Nacimiento de Venus, Antonio María Esquivel, Museo del Prado; Detalle de la obra Los poetas contemporáneos, imagen representando la obra El Martirio de San Andrés de Tristán, 1846; Imagen del lienzo original El Martirio de San Andrés, ca.1624, del pintor manierista español Luis Tristán, Museo de Bellas Artes de la Habana; Cuadro La última cena, 1620, Luis Tristán, Museo del Prado; Obra María Magdalena, 1616, del pintor Luis Tristán, Museo del Prado; Retrato de anciano, 1624, de Luis Tristán, Museo del Prado, Madrid.)

18 de noviembre de 2014

El clasicismo francés transformó una tragedia clásica en una inspiración muy romántica.



Los griegos habían definido ya claramente cómo debía ser entendida la tragedia. El desenlace de esta representación dramática debía ser siempre, necesariamente, fatal. No podría ser de otro modo. ¿Cómo si no tendría sentido su significado catártico o su enseñanza moral? El héroe, el héroe que fuese, debía perecer siempre bajo la pesada carga que las cosas o los dioses habrían conspirado contra él. Así se desarrollaron las tragedias clásicas, donde se mostraban las aspiraciones que los personajes épicos atrevidos se permitían tener frente al destino. Como consecuencia, el fatídico final se producía siempre para demostrar que las decisiones de los héroes trágicos nunca se debían llevar tan lejos. Sobre todo, el retar a los dioses. Pero también para que la vida supusiera lo mismo para todos, héroes o no, postrados todos bajo la inevitable losa ciega del poderoso piélago universo. Sin embargo, el clasicismo trágico de Grecia terminaría con Eurípides, el último gran poeta trágico griego del siglo IV a.C. Esto sucedió justo antes de la muerte de Alejandro Magno (acaecida en el año 323 a.C.). Tras su muerte se pudieron representar historias y leyendas, pero nunca con el sesgo trágico tan dramático de antes. Además, el helenismo, periodo grecorromano que empieza a la muerte de Alejandro y termina con el nacimiento de Jesús, glosaría más la escultura, la poesía lírica o la pintura que cualquier otra actividad o representación artística.

Así que la tragedia reposaría el sueño más injusto hasta que Shakespeare la retomase, mucho tiempo después, con el brío moderno y más humano de la senda renacentista. Pronto llegaría el Barroco y el teatro se hizo más cómico que dramático. Tuvo que renacer el clasicismo a mediados del siglo XVIII para recuperar el drama trágico de nuevo con una Francia clasicista que había impulsado desde el siglo XVII las formas clásicas heredadas de las antiguas griegas, esas que determinaban cómo debían ser comunicadas las cosas representadas en el mundo. Pero hubo una leyenda del helenismo basada en la historia real de uno de los generales que sucedieron a Alejandro Magno en su imperio. Una leyenda que contaba la vida de uno de los más importantes sucesores de Alejandro, el general Seleuco (ca. 358 a.C.- 281 a.C.), un militar macedonio que lucharía siempre en todas las batallas que librase el gran conquistador griego. A la muerte de Alejandro sus generales se repartieron el extenso imperio conquistado, y Seleuco obtuvo entonces Babilonia como reino. Aun así, lucharon todos contra todos y Seleuco conseguiría más reinos hacia Persia y la India. Fue Seleuco, sin embargo, un gobernante moderado y prudente. En el año 300 a.C. se vuelve a casar con una joven y bella princesa macedonia, Estratónice, cuyos cuarenta años de diferencia no fueron ningún obstáculo por entonces. De su anterior esposa, Apame, una princesa sogdiana del Asia central, tuvo Seleuco a su único hijo Antíoco. En aquellos años los reinos se perdían o ganaban en batallas o en intrigas palaciegas, así que Seleuco, ocho años después de su boda con Estratónice, designaría a su hijo Antíoco corregente ya de su poderoso reino.

Pero le ofrecería en el año 292 a.C. algo más a su hijo Antíoco: su esposa Estratónice y la gobernación de uno de sus reinos. Las razones fueron estratégicas; al parecer necesitaba Seleuco la ayuda leal de su hijo para poder gobernar con tranquilidad todo su extenso reino. Sin embargo, historiadores posteriores, como Plutarco (50-120), difundieron otra historia diferente, un relato de separación provocada por una pasión sentimental más que por la guerra, un relato que tendría una causa de amor más que otra cosa. En las antiguas tragedias griegas el amor, los celos, las traiciones o los engaños eran elementos recurrentes que asolaban de sangre, dolor y muerte las leyendas clásicas. Así que esta historia helenística tendría mucho tiempo después, en pleno momento Neoclásico del siglo XVIII, un motivo justificado para componer una tradicional tragedia clásica. Y, como una representación a lo Tristán e Isolda anticipada, llevaría ahora al teatro más moderno y clásico de Francia una ópera con sus alardes musicales tan melodramáticos. Compositores franceses del momento como Etienne Méhul (1763-1817) asumieron el reto de crear un drama musical basado en la historia de Estratónice. El compositor Méhul lo llevaría a cabo en el año 1792, el momento más cumbre del Neoclasicismo francés. En un manuscrito basado en el relato de Plutarco, recrearía la leyenda de Antíoco y Estratónice con las trazas de una historia de amor imaginada y no con los históricos hechos de una excusa política. El relato contaba entonces cómo Antíoco se había enamorado secretamente de su madrastra, pero, como no podía defraudar a su padre, enfermaría tanto que Seleuco buscaría la ayuda de uno de sus mejores médicos para curarle. Erasístrato, un famoso médico griego, descubriría el sentimiento que se ocultaba detrás de los síntomas de Antíoco. Lo descubre gracias a las observaciones que hace a Estratónice cada vez que entra en la alcoba donde Antíoco reposa. Entonces observa el médico como Antíoco empeora en presencia de ella, se le altera el pulso y palpitaría excitado su pecho. Así que, decidido, delante ahora de todos, el médico griego señalaría a Estratónice como la causa de la terrible enfermedad de Antíoco.

Los pintores habían creado desde el barroco de Antonio Bellucci obras de Arte con el instante del descubrimiento de la enfermedad de Antíoco. Pero fue el Neoclasicismo el estilo que mejor llevaría la leyenda trágica a su representación más elogiosa. Dos pintores neoclásicos, David y su discípulo Ingres, compusieron sus obras Antíoco y Estratónice en los años 1774 y 1840 con la magistral forma de hacer que llevaría de relatar una historia clásica a ser representada como la más romántica de todas. Porque ahora no fue realmente una tragedia, para nada era ahora la traición, ni la ofensa, ni el engaño, ni la muerte. Al conocer por su médico la causa pasional de la enfermedad de su hijo, Seleuco le entregaría resignado su esposa para poder salvarle la vida. Pero, sin embargo, todo eso sería inventado entonces en la tragedia clasicista. Porque ni su hijo enfermaría en el palacio de su padre, ni enfermaría de amor, ni Erasístrato lo pudo atender entonces (año 292 a.C.) porque éste tendría sólo trece años (había nacido el médico en el año 305 a.C.) en ese momento. Así que, más de veinte siglos después, el fatal final de una tragedia griega se había convertido en un feliz final muy diferente, aunque del todo ficticio gracias al neoclasicismo francés y a su forma para entonces tan romántica de hacerlo.

(Óleo Antíoco y Estratónice, 1774, de Jacques Louis David, Museo de Bellas Artes de París, Francia; Cuadro barroco Antíoco y Estratónice, 1700, Antonio Bellucci, Kassel, Alemania; Lienzo Antíoco y Estratónice, 1840, Jean-Auguste Dominique Ingres,  Museo Condé, Francia.)

6 de octubre de 2014

La esencia del idilio será el canto de un cisne que canta sabiendo que lo hace por última vez.



Dos de las miradas más geniales retratadas en el Arte la consiguieron, si acaso, dos creadores muy diferentes de dos épocas muy distintas. Dos obras radicalmente diferentes pero que se asemejan ahora en el incierto sentido de sus causas... Hay mirada en esas obras, pero ahora no hay nada concreto, sin embargo, que esos ojos miren en ninguno de ambos lienzos, aunque los personajes retratados parezcan mirar algo. Existe mirada ahí, en las dos obras, a pesar de ser tan diferentes los motivos para retratar a esos dos personajes tan distintos. Uno porque su desprendimiento interior radicará en que nada puede aturdirle ahora mientras mira. La otra porque nada de lo que ella tenga que mirar la subyuga ahora demasiado. En pleno momento cumbre de su carrera artística, Velázquez compone tres obras tan curiosas como impropias de un alarde tan imperialista...  Porque las tres obras de Arte las realiza Velázquez para la tan imperial corte del rey español Felipe IV y su Torre de la Parada madrileña. Junto a otras obras de esa misma serie, Esopo y Marte, el gran pintor barroco español crea en el año 1638 su particularísima obra Menipo. El filósofo y escritor Menipo de Gándara (siglo III a.C.) fue uno de esos pensadores griegos sin complejos. Adscrito a la escuela cínica, idearía una forma de sátira donde lo criticado no fuese una persona, como era lo habitual en la sátira burlesca y personal de Aristófanes, por ejemplo; no, sino que ahora serán cosas de la vida en general, de la propia sociedad o de los diversos modos de vivir en ella.

Es por lo que su fama de filósofo pasaría a la historia por el desdén hacia las cosas mundanas, hacia las apariencias o hacia lo más insustancial de las cosas menos relevantes de la vida. Y entonces Velázquez comprende el valor de acudir a tan curioso personaje griego para plasmarlo en una obra. ¡Y hacerlo además en pleno mundano siglo XVII! Porque, ¿cómo representar la imagen de un ser para el que nada tuviera sentido, ni siquiera su propia imagen? Este fue el reto de Velázquez. Y lo consiguió expresar el artista barroco español con la mueca del gesto más imposible de descifrar ante la mirada de un hombre. ¿Qué nos quiere transmitir con ese gesto particular el pintor?: ¿la indecible falta de interés de Menipo hacia los mismos libros, abiertos ahora y tirados en el suelo?; ¿su satisfacción por presentarse de esa guisa tan humilde?; ¿la escasa ornamentación decorativa del lienzo, donde sólo una vasija de barro se asienta en el inestable soporte de una tabla apoyada ahora sobre dos esferas imprecisas? Siglos más tarde el pintor francés Joseph-Désiré Court (1797-1865) crearía el retrato -según algunos críticos- de su propia esposa. La obra de Arte -creada en el año 1828- la intitularía el creador Mujer en un diván. Observémosla bien, ¿a quién dirige ella aquí su mirada? Imposible saberlo.

El pintor quiso plasmar la belleza de ella, pero no quiso desvelar con ello su mirada... No quiso que la fuerza de la sensación profunda y misteriosa de sus ojos -y de otras cosas bellas- se dirigieran ahora hacia los ojos maledicentes de los que la miran deseosos. ¿Lo consiguió el pintor? ¿Mantuvo el autor de la obra también el mismo alarde ante su propia vida? Es decir, ¿supo mantener el pintor en su vida conyugal ese mismo anhelo de lo que, para él, no fuese tal vez nunca poseído del todo tampoco? Al menos, lo entendería una vez y lo expresaría así, de esa forma tan sutil, con su propio Arte. Y ahí radicará la grandeza personal de este pintor francés: que a la vez de retratar la belleza prodigiosa de ella la protegió de sí mismo y de los otros. La lírica poética que admiramos desde antiguo la comenzaron los griegos que nacieron después de morir Alejandro Magno. Fueron llamados esos poetas griegos helenísticos. Fueron los poetas griegos que, como Teocrito, idearon otras formas de sentir que las arcaicas clásicas odas homéricas de antes, aquellas grandes epopeyas donde los héroes o los dioses triunfan por doquier o donde las duras palabras articulaban también la difícil tragedia. Así que, entonces (siglo III a.C.), cantaron esos poetas helenísticos sobre cosas sencillas o sobre seres humanos que, rodeados de serena y bella naturaleza, se atrevieran a vivir con sus miserias o con sus pequeñas alegrías ahora sin desfallecer...  Y así nacieron los primeros versos que, luego, progresaron con los siglos hasta llegar a los versos desgarradores que alumbraron los poetas románticos del siglo diecinueve. O incluso, algo más tarde, hasta los clásicos poetas languidecientes del decadentismo, del modernismo o del parnasianismo.


El susurro del viento en aquel pino, cabrero,
es como un rumor de agua viva,
dulce, como las notas de tu flauta.
Después de Pan,
merecerías el segundo premio.
Y si él se ganara un macho cabrío,
la cabra tendría que ser tuya;
y si él escogiera la cabra,
a tí te tocaría en suerte el cabrito.

Tu canción es más dulce, pastor,
que el sonido de las aguas
que salpican de lo alto de las peñas.
Si las musas escogieran una oveja,
a tí se te daría como recompensa
un cordero engordado en el establo,
y si ellas prefiriesen el cordero,
tu obtendrías como premio ya la oveja.

¿No quisieras, cabrero, por las ninfas,
sentarte un momento en las lomas,
entre los tamariscos,
y tocar para mi tu flauta mientras cuido mi rebaño?

No, pastor, nada de eso:
no debiéramos perturbar la quietud del mediodía.
Debemos temer a Pan, quien, de seguro,
reposa por algún sitio, cansado después de la caza.

Mas, pastor, que tan bien cantas las penas de Dafnis,
y que tanto has meditado la retórica pastoril,
ven aquí conmigo a sentarte bajo el olmo de Príapo,
delante de las hadas de la fuente,
junto a los robles donde vienen los pastores a retarse.

Ah, si cantaras como aquel día
que enfrentabas a Cromis de Libia,
te dejaría ordeñar, , tres veces,
una cabra que cría mellizos,
y que aun dando de mamar a sus dos cabritos,
da dos cubos repletos de leche.

Y después te daría un cuenco de madera con dos asas,
frotado con ceras de abeja,
y que aún huele a la navaja del tallista.
Por sus bordes se extiende la hiedra,
una hiedra salpicada de flores amarillas,
y a su lado, retorcido,
un zarcillo con el fruto jubiloso del azafrán.

Y por dentro, muy bella, como tallada por los dioses, 
hay una mujer grabada, vestida de amplio manto,
y el cabello recogido en una red.
A su lado dos jóvenes de hermosas cabelleras
que, por turnos, luchan por ella
sin que logren conmover su corazón.

La joven mira a uno, ahora, risueña,
y luego, ligero, le arroja un pensamiento al otro;
pesados los párpados de ambos,
por los desvelos del amor,
sus esfuerzos, sin embargo, son vanos.

Además, está allí representado
un anciano pescador y una roca,
una áspera roca donde, con todas sus fuerzas,
aquel lleva una amplia red para lanzarla,
como quien pone el corazón en la tarea.

Se diría que pesca con toda
la potencia de sus músculos,
las venas de su cuello se le hinchan.
A pesar de sus canas, posee el vigor de un muchacho.
No lejos de aquel viejo marino,
curtido por el mar,
hay un viñedo cuajado de racimos rojos como el fuego,
y, sentado sobre un muro tosco,
un niño que se encarga de cuidarlo.

A su lado acechan dos zorras,
una que va y otra que viene a lo largo de los surcos;
una para comerse unas uvas,
mientras la otra empeña su astucia en esperar
junto a lo que antes ha sido cosechado,
jurando no apartarse del muchacho,
hasta dejarlo pelado y sin desayuno.

Pero él está haciendo una hermosa caja,
y trenza robinias y asfódelos,
que entrelaza con carrizos,
y le importa menos su morral  y las viñas
que el placer de trenzar.

A todo lo ancho del cuenco
crecen ramas de blando acanto,
admirable milagro de artesanía.
Por este cuenco he pagado,
a un barquero Caledonio,
una cabra y un enorme queso blanco.

No lo he tocado aún,
sus labios no han tocado los míos.
Para que se cumpla mi deseo
daría alegre este cuenco,
si tú, mi amigo, cantas para mí tu alegre canción.
No tengo otra cosa que darte.

Empieza, pues, amigo,
ya que no puedes, lo aseguro,
llevarte tu canción,
que nos hace olvidarnos de todo,
al otro mundo contigo.

Idilio I., del poeta griego Teócrito, época helenística, siglo III a.C.


(Óleo de Diego Velázquez, Menipo, 1638, Museo del Prado, Madrid; Acuarela del pintor impresionista español Mariano Fortuny, Menipo según Velázquez, 1866, Museo del Prado; Óleo del pintor neoclásico Joseph-Désiré Court, Retrato de una dama en el diván, 1828, Museo Fabre, Francia.)

19 de junio de 2014

La humanización de lo monstruoso o la generosidad y transformación que causa el Arte.



Fue el poeta Homero quien daría a conocer en La Odisea la figura aberrante y monstruosa del cíclope Polifemo. Este cíclope era un personaje mitológico de dimensiones gigantescas y un horrible aspecto con su único ojo en medio de su espantosa cara. Sería el héroe homérico Ulises quien lo burlara una vez en una de sus aventuras mediterráneas. Pero fue tiempo después cuando un poeta satírico griego del siglo IV a. C. -época de mayor esplendor cultural del mundo griego-, Filóxeno de Citera, tuviera la curiosa idea de hacer sentir ahora a Polifemo un amor irrenunciable y cándido por una de las más hermosas nereidas griegas. Tiempo después la imaginación de los poetas en la historia llevaría a plasmar la singular, solitaria, ridícula y grotesca pasión imposible del monstruo griego. Así fue como Ovidio acabaría por crear en su obra Metamorfosis la leyenda irónica, satírica y realista de amor frustrado o imposible, de amor censurado y doloroso -también cruel- que llevaría a cabo la impulsiva y estentórea obsesión del gigante Polifemo por la bella Galatea.  Fue Ovidio quien crease en su relato la figura de Acis, el joven efebo pastor siciliano que enamora a la bella nereida y termina con la esperanza idealizada del amor de Polifemo. Como consecuencia de eso sobrevino en el monstruo el más espantoso horror y el más criminal arrebato celoso. Su voz era tan horrenda y atronadora que cuando invocase una vez a Galatea escribiría de él, siglos después, un poeta barroco español:

... escucha un día
mi voz, por dulce, cuando no por mía.

La hermosa ninfa Galatea era tan blanca y clara como la bella espuma límpida del mar. Sus padres fueron Nereo -dios de las olas- y Doris -hija del dios Océano-, con lo que ella poseería esa belleza pura y cristalina que las aguas del mar o la espuma de sus olas forjarían en una mitología generosa con el Mediterráneo. Polifemo era hijo del dios del mar Poseidón y de una ninfa marina monstruosa. Tal vez por eso se enamoraría Polifemo de la transparente e inalcanzable -para él- belleza de Galatea. La realidad como forma de ver la vida legendaria se apoderaría de la tendencia artística clásica -los monstruos siempre son monstruos para siempre- y, de ese modo, Polifemo no tuvo otra opción más que su propio sufrimiento literario. El poeta Ovidio -tan clásico- supuso una de las influencias más decisivas en la manera satírica en que los personajes inspirados del mito acabarían por asentarse en el imaginario del mundo occidental: los monstruos siempre serían vistos como monstruos y las bellas siempre vistas como bellas..., e inalcanzables del todo siempre éstas por aquéllos.

Así fue como los poetas y pintores del Renacimiento, del Manierismo y posteriormente del Romanticismo llegaron a representar la leyenda de Galatea y sus dos amores -el querido por ella, Acis, y el denostado Polifemo- en sus diversas tendencias artísticas. Pero hubo un momento en la historia diferente, un periodo artístico determinado llamado Barroco que cambiaría toda esa característica típica tan clasicista. No tendría mucho sentido, sin embargo, que fuese representado en el Barroco -una tendencia tan naturalista- de otro modo a como lo había sido siempre. Porque fue el Barroco uno de los periodos artísticos más realistas y sanguinarios de todos. Pero, sin embargo, fue esta tendencia la que ofrecería un sesgo diferente a la clásica leyenda mitológica de Polifemo. Comenzaría haciéndolo en la literatura barroca el poeta español del siglo de oro Luis de Góngora (1561-1627), el cual escribió su complejo poema barroco -complejo por usar un lenguaje excesivamente culto, críptico y distante- Fábula de Polifemo y Galatea en el año 1612. A diferencia de otros poetas anteriores -tanto del Renacimiento como de la Antigüedad grecorromana-, Góngora es el primero que absuelve o libra a Polifemo de su destino bufo, rudo e indolente. Es Góngora quien le ofrecerá a Polifemo un cariz ahora más serio, más sincero, más auténtico, más sentimental o más glorioso, en el relato de amor frustrado que siente el ser monstruoso por la bella Galatea.

En el poema de Góngora el gigante Polifemo se mantiene enamorado profundamente de Galatea en la distancia. Sabe el gigante que él no es como los demás, que no puede más que perseguir lo que desea con el terrible infortunio de su horrible aspecto. Polifemo, con Góngora, dejará de ser el monstruo abominable de la leyenda tradicional, o el personaje brutal y ridículo de la sátira burlesca de Ovidio, para convertirse ahora en otra cosa diferente. Polifemo en Góngora ignora el amor que sienten los dos amantes -Galatea y Acis- y los sorprenderá -sin querer- tras una ladera a los dos juntos y abrazados. Entonces el monstruo, enfurecido, tratará de calmar su enojo arrojándole violentamente una piedra en despecho al pastor Acis. En la leyenda clásica tradicional, como en la barroca, Acis terminaría siendo derribado y muerto por el gigante homérico. Pero Polifemo en el barroco poema de Góngora es convertido, por primera vez en la historia, en una víctima más de la tragedia a la vez que en un cruel verdugo involuntario.

Charles de La Fosse (1636-1716) fue un pintor barroco clasicista seguidor de la influyente Academia francesa, esa tribuna del Arte que establecía cómo había que pintar un cuadro en el más clásico virtuosismo artístico de finales del siglo XVII. A finales de ese siglo crearía Charles de La Fosse su obra pictórica Acis y Galatea. En ella reflejaría parte de lo que otros -como el poeta barroco español- habían compuesto antes, pero, ahora lo hace con un nuevo y especial aspecto muy diferente al de la leyenda original. La imagen de su obra barroca es sugerente con las mismas cosas que Góngora había destacado sutilmente en su poema. Las dos figuras de los amantes -Acis y Galatea- están representadas ahora relajadas y unidas en un amor poderoso, íntimo e inevitable. Pero también se percibe en ellos otras emociones, unas ajenas a las habituales de los enamorados egoístas, como la conmiseración, la ternura, la comprensión, la candidez o la fragancia. Y todas esas emociones las dirigen los amantes hacia el desolado y desencantado monstruo Polifemo. 

En su obra, Charles de La Fosse combinaría el Renacimiento del pintor Antonio de Correggio con el Arte de los pintores venecianos del siglo XVI o las composiciones barrocas de Rubens y sus formas de exponer figuras y gestos. Gestos como las emotivas miradas de los personajes, unos rasgos estéticos para ofrecer ahora la noble intención de dar a todos ellos -a los amantes como al monstruo- un atisbo de grandeza así como un aporte de generosa humanidad. El paisaje de la obra es renacentista, los colores venecianos y las figuras barrocas o manieristas. Todo un intento en los años finales del barroco por homenajear al Arte inmortal. Un Arte por entonces que, poco a poco, acabaría dejando atrás las maravillosas maneras de haber sido una vez representado así en la historia. Ya no se volvería a pintar de ese modo tan elaborado, y el pintor francés acabaría sospechándolo nostálgicamente. En su obra aparece la figura de Polifemo más humanizada, con una representación monstruosa menos terrible o menos espantosa, con una forma menos gigantesca o menos grotesca, una visión de él menos salvaje, brutal y odiosa en definitiva. Ahora es representada solo su cabeza, alejada y semi-oculta, apenas esbozada en uno de los extremos del lienzo. La imagen de Polifemo, que el pintor opone a las dos bellas figuras de Acis y Galatea, configura junto a las de los amantes un maravilloso triángulo pictórico muy idealizado, muy emotivo y con un gran sentido y valor artísticos.

Demostraría así el pintor francés que en el Arte -tanto el pictórico como el literario- las maneras realistas de encasillar a los personajes, sus actitudes tan clásicas, no serán las únicas que puedan ofrecer una visión eficaz de la emoción más intensa de los seres. Que hay otra forma de poder hacerlo, que existe otra manera de ver las cosas o de percibirlas de un modo diferente al de antes. Un modo que no tendría por qué ser el manido o trillado de los encorsetados personajes estáticos tan clásicos de sus historias estereotipadas. El Arte transformará las cosas. El Arte modificará así la visión de todas las cosas existentes. Esa nueva visión de no percibirlas siempre del mismo modo. De poder verlas de una forma distinta a como los prejuicios sociales arraigados hayan podido establecerlo. Una sociedad tendenciosa que no dejaría de crear con sus artificios lo que no es más que un arraigado temor de pensar que, en otros momentos, las cosas no puedan ser diferentes... Y que puedan, por tanto, ahora ser percibidas de otro modo a como la tradición o la costumbre hubieran determinado.

(Óleo barroco de Charles de La Fosse, Acis y Galatea, ca.1700, Museo del Prado; Fragmento de la misma obra, Acis y Galatea, Charles de La Fosse, ca.1700, donde se aprecia la figura más humanizada de Polifemo, Museo del Prado, Madrid.)

13 de abril de 2014

Hubo un momento en que los hombres estuvieron solos en el mundo, ¿sin dioses, sin cielo, sin rumbo?



Cuando Tulia, una hija del escritor y político romano Cicerón (106 a.C - 43 d.C.), falleciera víctima de un parto a los treinta y un años de edad, quedaría su padre tan triste y desolado que sus amigos le escribirían desde todos los lugares del imperio para consolarle. En sus misivas, le transmitirían su pesar y se unirían a él en su dolor y en su desgracia de padre. Pero, entonces el gobernador romano de Grecia, Servio Sulpicio, le escribiría ahora desde la cuna de la civilización europea, desde la antigua Grecia de los dioses y las leyendas, aquel lugar del imperio donde más pasado elogiable habría sucumbido ya en ruinas para siempre. Sin embargo, Servio Sulpicio le escribía con un muy distinto mensaje de duelo amistoso. Le decía a Cicerón, en su carta desde Grecia: De regreso a Asia, en un viaje navegando de Egina a Megara, me puse a contemplar los bellos paisajes helénicos que me rodeaban. Egina quedaba atrás y Corinto a mi izquierda. Todas aquellas ciudades habían sido antaño célebres y florecientes muestras de civilización. Hoy solo son ruinas dispersas sepultadas bajo su propio polvo maldecido. Ay, me dije, ¿cómo osamos lamentarnos por la muerte de uno de los nuestros, mortales a quienes la naturaleza ha dado una vida tan corta, rodeados así de cadáveres de ciudades grandiosas ya desaparecidas para siempre? Créeme, Cicerón, esta meditación sobre la futilidad de todas las cosas me devolvió una vez las fuerzas para sobreponerme...

Los dioses de la antigüedad griega fueron asimilados por Roma en el siglo II a.C., pero, sin embargo, desde el advenimiento del pensamiento socrático -más racionalista-, llevado a cabo durante los siglos V y IV antes de Cristo, los herederos posteriores de esa gran filosofía helénica, los epicúreos, estoicos y neoplatónicos, fueron abandonando las antiguas promesas míticas de los divinos sagrados decorados para dejarlos, ahora, como una mera demostración o justificación social, cultural o literaria más que otra cosa... Fue un proceso paulatino que coincidió con el auge del Imperio romano, pero que, especialmente, se acusaría en la primera mitad del más importante Principado romano (el situado entre los años 50 a.C. hasta el 200 d.C), cuando los dioses fueron abandonados por completo y el sostén metafísico, sagrado o trascendental aún no había llegado de la mano de un cristianismo triunfante. El escritor realista francés Gustave Flaubert (1821-1880) dejaría escrita una frase prodigiosa sobre ese periodo, metafísicamente desolador: Hubo un momento único en la historia de la humanidad, cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, fue un momento único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en el que el hombre estuvo solo.

El poco conocido pintor británico Frank Bramley (1857-1915) fue un creador postimpresionista que había sabido combinar la perfecta estilística académica con el manejo modernista de la luz y los nuevos mensajes sociales, tan emocionales como humanistas.  En su obra de Arte Un amanecer desesperado, o Un amanecer sin esperanza, conseguiría componer una creación de enorme calidad y belleza artísticas, como, por ejemplo, la textura dibujada tan perfecta de algunas de las cosas representadas en la obra: los lineales mal encajados de las tablas de un suelo ajado de madera, o los tejidos tan arrugados, sin embargo, del mantel de una mesa circunspecta, o como también los pliegues sobrecogidos de un vestido femenino, aquí tan desgarrador. Además veremos en la obra la gruesa y desnuda pared deslucida, ahora tan protectora, de la doliente casa silenciosa. Los colores de la pintura son algo apagados o mortecinos, iluminados por la luz amarillenta de una vela poderosa o por la gris luz desalentadora de la profunda ventana de la estancia. Porque justo detrás de la ventana silenciosa está ahora solo el inmenso y pavoroso fondo de un mar embravecido... Todo pintado así para reflejar un profundo drama muy humano: la desaparición de un marinero bajo las aguas que no regresará jamás. Su desolada esposa está abrazada a la madre de él, abatida ahora sin remedio. Pero el creador situará además, subliminalmente, algunas representaciones simbólicas de una mítica y reconfortante religión... El gran libro sagrado abierto y la luz serena de una pequeña llama, todo ello ahora compuesto como un pequeño altar improvisado entre las sombras. 

Cuando el pintor inglés Richard Nevinson (1889-1946) decidiera ir al frente bélico de la Primera Guerra Mundial, lo hizo entonces como un mero voluntario de ambulancias. Antes de regresar a su casa por una enfermedad, viviría el pintor el horror de aquel terrible conflicto tan violento. Así, de ese modo, terminaría inspirándose en un proverbial artístico destino pictórico para poder demostrar, además, las terribles contradicciones y aberraciones de las fatídicas guerras. En una de sus obras modernistas, Una estrella, llegaría a plasmar la visión poderosa de algunas de las cosas más hirientes vividas en una guerra, como la visión que el mismo pintor tuviera de una terrible explosión en plena noche entre las negras trincheras. En esa visión oscura concentraría el pintor toda la magnanimidad que una ráfaga estrellada de luz pudiera dar, sin embargo, a la desolada y espantosa imagen de un cruel, frío, duro y guerrero paisaje nocturno. Con los pavorosos campos de minas, con las terroríficas alambradas enemigas, o con los fragmentos tenebrosos de una esperanzadora visión..., ahora, sin embargo, del todo sucumbida. Porque en la tenebrosa obra de Nevinson la poderosa luz del cielo es ahora obtenida así por una fuerte llamarada creada por el hombre, por la explosión dramática y terrorífica de un cielo maldecido sobre el dantesco, negro, solitario y absurdo campo de batalla. Pero, el pintor británico la transformaría, genialmente, en una gran estrella poderosa, en una luz maravillosa -esperanzadora- que abrazaría, iridiscente, todo un pequeño orbe humano desgarrado ahora por la muerte...  ¿Qué dioses eran esos que el poeta latino Marco Valerio Marcial (40-104) dejara escrito en su famoso Epigrama IV hace dos mil años?: No hay dioses..., y el cielo está vacío. Pero, ¿estará vacío, realmente? Nevinson lo iluminaría una vez con su Arte modernista, como aquellos antiguos romanos lograrían sobrevivir, una vez, a sus angustias: con la sola y poderosa fuerza de su ingenio más humano. El gran emperador romano Adriano (76-138), solitario buscador de mil preguntas, dejaría escrito en su famoso diario: Alma vagabunda y cariñosa, huésped y compañera del cuerpo, ¿adónde luego vivirás...? En lugares lívidos, severos y desnudos pero jamás volverás a animarme como entonces...

(Obra del pintor inglés Richard Nevinson, Una estrella, 1916, Tate Gallery, Londres; Óleo Un saludo silencioso, 1889, del pintor británico Alma-Tadema, Tate Gallery; Óleo del pintor romántico inglés Joseph William Turner, Forum Romanum, 1826, Tate Gallery; Cuadro del pintor Frank Bramley, Un amanecer desesperado, 1888, Tate Gallery.)

2 de abril de 2014

La mayor tragedia humana es poder concebir una perfección que el ser nunca alcanzará.



A pesar de no haber tenido entre sus naturales a ningún gran creador renacentista o barroco, Inglaterra llegaría a dar uno de los más geniales y originales artistas del Romanticismo. Joseph William Turner (1775-1851) demostraría que el genio pictórico puede llegar a narrar con colores, espacios y formas las más emocionales y desgarradoras semblanzas humanas en un lienzo artístico. Las de la Literatura por ejemplo, unas semblanzas que habrían alcanzado algunas de las más románticas creaciones poéticas de entonces. Y el mayor poeta romántico que cantara esas odas emotivas lo sería Lord Byron. Así como éste lo había hecho, Turner viajaría por Italia a principios del siglo XIX para descubrir su luz y su misterio. El pintor británico querría conocer las ciudades y lugares donde había nacido la Pintura para encontrar ahora sus afinidades, sus raíces o sus inspiraciones más creativas. Pero, a cambio de Turner, Byron no buscaría nada de eso. El gran poeta romántico, el primero que comprendiera que lo más íntimo de la desesperación humana formaba parte de su grandeza, peregrinaría por el sur de Europa buscando así la sensación romántica de que vivir es una experiencia personal desgarradora, del todo fugaz e insatisfecha. Con su obra poética del año 1818 Las peregrinaciones de Childe Harold, Lord Byron conseguiría definir la personalidad romántica por excelencia. Su protagonista, alter ego de su propia existencia vagabunda, acabaría mostrando las características paradigmáticas de los seres que llevan el rasgo de héroe -más bien antihéroe- byroniano: perceptibilidad, sofisticación, misterio, emotividad, introspección, independencia, decepción o rebeldía. El protagonista, Childe Harold, se embarcaría en un velero rumbo a Portugal desde Inglaterra para dejar atrás ya su vida aprisionada, su ingrata historia personal, su pasado insensible, sus pasiones y desvelos y tratar así de encontrar un nuevo sentido existencial a la vida. Y lo buscaría desde la convicción personal de que nada nuevo que hallase pudiese hacerle cambiar lo que piensa. Dirá el protagonista: Y ahora que cercado por un mar sin límites me hallo solo en el mundo, ¿suspiraré por otros cuando nadie lo hará ya por mí? Quizá mi perro llore mi ausencia hasta que una extraña mano venga a alimentarle; pero, a la vuelta de algún tiempo, si yo regresara a mi patria se avalanzaría hacia mí para morderme.

Turner buscaría en Italia, a cambio, la luz estremecedora del atardecer más hiriente. Pero, también buscaría las sensaciones emotivas que otros pintores antes que él ya hubiesen presentido. Y así viajaría por Milán, Bolonia, Florencia, Roma, Narni, Sorrento, Amalfi, Nápoles..., mirando, sintiendo, inspirándose sobre todo en las obras renacentistas y en los románticos poemas de Byron. De este poeta se decidiría por crear un grandioso óleo homenaje a su obra, Las Peregrinaciones de Childe Harold. Y lo hace bajo la romántica atmósfera italiana recreada por uno de los cantos poéticos de Byron. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo representar en un lienzo la sentida, avasalladora y decepcionante mística descripción lírica del poeta? En Turner era parte de su Arte, sin embargo, poder conseguir plasmar cosas imposibles de describir tan solo con colores o formas. Así crearía Turner su lienzo romántico titulado exactamente igual que aquel poema romántico. Elige así entonces un maravilloso paisaje italiano románticamente idealizado... Un lugar ahora donde la luz es, verdaderamente, la única emoción protagonista. Hará de la luz un reflejo del propio ánimo del personaje byroniano. Y en este hermoso paisaje libre y natural elegido la luz del atardecer -porque debe ser un atardecer- reverberaría inquietante entre los roquedales medio ennegrecidos y los inclinados surcos de un río amarillento, o entre la alegría manifiesta y serena de unos hombres y la misteriosa abertura sibilina de una profunda y oscura cueva sinclinal... También entre la quebrada silueta de un puente medio derruido y el lejano perfil de los restos sin sentido de una antigua y olvidada fortaleza medieval.

Y todo ese paisaje melancólico, en parte deslucido, contrastaría entonces con la silueta inmensa y elegante del magnífico árbol poderoso del primer plano de la obra. Una grandiosa figura vegetal muy romántica aquí por solitaria, tan grandiosa como desposeída ahora de firmeza, tan majestuosa como perfilada de una cierta aguerrida fragilidad. Detrás del árbol solitario, alrededor de su redondeada y coronada silueta verdecida, está ahora ya el poderoso cielo deslumbrante por la lejanía de un asombroso horizonte aún más brillante todavía. Pero azul, de un azul ahora mucho más matizado hacia la izquierda del cuadro. La tenebrosidad brumosa  del paisaje contrasta aquí, sin embargo, con la fugacidad despectiva y alejada de un grupo de personas satisfechas. Y, luego, la perenne y oscura silueta del poderoso árbol solitario situado ahora entre el profundo cielo azul oscurecido y el fugaz resplandor medio amarillento de la apasionada bruma de un atardecer...  El dramaturgo británico Terence Rattigan (1911-1977) escribiría una pequeña obra teatral extraordinaria en el año 1952, Un profundo mar azul. Una historia íntima y personal de amor donde sus protagonistas se sumergerán en las desalmadas, profundas e incomprendidas aguas de lo imposible... Un insufrible romance acabaría ahora en el frustrado intento suicida de la frágil mujer protagonista. Un desolado personaje situado entre la imposibilidad de aceptar la realidad ofuscada de la vida y su apasionada existencia vulnerable. En una de las ocasiones que ella tendrá para justificar tan terrible acción suicida, absolutamente confundida y abrumada, le contestaría a otro personaje que le habría cuestionado sutilmente su deseo aniquilador:  A veces es difícil discernir, atrapada entre el diablo y un profundo mar azul...

(Óleo Las peregrinaciones de Childe Harold, 1823, del pintor romántico inglés Joseph William Turner, Tate Gallery, Londres.)