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14 de mayo de 2020

La genialidad en El Greco es atrevimiento, originalidad, contraste, equilibrio y relación.



Esta obra de Arte de El Greco fue una de las primeras que hiciera en Toledo a su llegada a España en el año 1577. ¿Cómo le permitieron hacer una representación sagrada tan original para la primada catedral de Toledo? Realmente la rechazaron, pero con sutilezas. Se negaron a pagarle la cantidad establecida pero nunca retiraron la obra ni dejaron de poseerla. Una cosa era la teología y otra el Arte. A pesar de las obtusas reticencias dogmáticas, siempre hubo en Toledo mentes privilegiadas que supieron entender la diferencia. Nunca se había pintado en toda la historia del Arte occidental a Jesús dentro de un grupo humano tan denso, donde además su cabeza fuera sobrepasada por otras en un gesto de falta de primacía teologal. Sólo el Arte bizantino y sus características iconográficas, que hacen rodear a las figuras sagradas a veces con otras figuras, se habría atrevido a hacerlo así. Como griego que era, El Greco conocía esas formas de pintar lo sagrado, así que no dudó en recrear desde una perspectiva occidental lo que él sabía podía hacerse desde una perspectiva oriental. El Greco fue, tal vez, el mayor personaje ecuménico que la historia del siglo XVI había dado al mundo cristiano. A este atrevimiento se añadiría otro, el de componer así a tres figuras femeninas que habían tenido que ver con Jesús. Pero ahora las hace partícipes de un momento muy dramático en la pasión cristiana: cuando Jesús es despojado de sus vestiduras para ser azotado vilmente. Otra barbaridad evangélica. Los teólogos de Toledo se negaban a aceptar esa participación femenina en ese momento tan sensual. Es por lo que El Greco, genialmente, las compone mirando ahora no a Jesús sino a un madero de su cruz que un sayón está ahora preparando para colgar su cuerpo. Es curiosa la preferencia de El Greco por los rostros humanos apiñados formando un fondo denso que contraste con el motivo principal. Así debía componer el pintor a la humanidad, a los otros... Para El Greco la responsabilidad humana en los hechos graves del mundo debía ser representada sin singularidad. Los verdugos aquí son ahora meros comparsas en el trágico escenario de las cosas inevitables. Son todos, toda la humanidad, la que está ahora ahí participando agrupada, incluso por omisión, en el descalabro ignominioso de un drama tan insigne.

El equilibrio lo consigue El Greco con sus colores y sus formas imprecisas. Es cierto que El expolio utiliza colores fríos (azules, verdes o grises), pero dispone también del rojo y del amarillo, ¡y de qué modo! Con el rojo de Jesús llega a equilibrar la frialdad de los otros colores. Así obtiene el equilibrio necesitado para una composición tan imprecisa. ¿Y la relación? El pintor cretense se obsesiona por relacionar las cosas: cosas sagradas con cosas paganas; cosas heroicas con cosas viles; cosas reales con cosas anacrónicas; cosas pintadas con nosotros... Jesús aparece ahora como un hombre condenado, no como un dios ni como un ser privado de sus limitaciones. También relaciona la cronología de las cosas del mundo, pintando un guerrero con su armadura de la época del pintor como si fuera un soldado romano del siglo I, o incluso las picas y sus puntas de armamento y los yelmos mismos, tan anacrónicos para la época de Jesús. Luego las miradas de algunos personajes (algo habitual en otras obras de El Greco) hacia nosotros, hacia los espectadores del cuadro. Así nos relaciona el pintor con la obra, así nos hace partícipes también de la responsabilidad en un suceso tan trascendente (un personaje se atreve incluso, no muy seguro, a señalarnos). ¿Hay una representación más sublime para mostrar la injusticia humana ante un ser humano único, sea éste o no sea un dios, o algo sagrado incluso? No pudieron rechazar la obra de Arte. Rechazaron su atrevimiento tan desconsiderado. En alguna ocasión he leído u oído que El Greco descalificaba a Miguel Ángel como pintor. Es duro asimilar esto. Miguel Ángel, todo un genio del Arte. Pero, si se piensa bien, hay algo de verdad en ese juicio tan atrevido. Miguel Ángel sobre todo fue un excelso escultor, El Greco en esto no cuestionaba nada. Otra cosa es pintar... Aun así, sigue siendo duro el juicio descalificativo de El Greco. Las pinturas de la capilla Sixtina son extraordinarias. Pero, no todas, ni globalmente, ahí estará el asunto que El Greco planteaba. ¿Había atrevimiento en la pintura de Miguel Ángel?, sí; ¿había originalidad?, también; pero, a cambio, no habría contraste ni equilibrio ni relación. Para el Arte de la pintura estas cosas son fundamentales. No solo en las formas sino en los colores, y mezcladas ambas cosas además. Todo eso es lo que conseguía hacer El Greco, y, sin embargo, pocos pintores llegaron a conseguir. Ni siquiera Miguel Ángel. No como aquél.

En los gestos reconocemos a El Greco. Observemos como consigue hacer mirar a los personajes hacia donde él desea que miren. Así relaciona dentro de la obra unos con otros. Pero también afuera, como cuando hace mirar hacia nosotros a algunos personajes retratados. Pero también en las posturas de los personajes. Agachados, inclinados, torcidos, con el cuello girado, con las manos o los brazos articulados en formas reconocibles, a pesar de sus estiramientos o alargamientos anamórficos. La manera de componer de El Greco es longitudinal, por eso sus cuadros son más altos que anchos. Para él el mundo es vertical no horizontal. ¿Qué sentido tiene crear un paisaje si éste no mantiene una sincronía entre una parte superior y otra inferior? El mundo tiene niveles que deben representarse desde lo más bajo hacia lo más alto. La vida va siempre así, las cosas son así, las obras son así. Pero ese contraste, como el que utiliza en sus obras geniales, va ahora desde lo terrenal hacia lo espiritual, va desde lo inferior hacia lo superior. Y esto lo rompe El Greco aquí, sin embargo, representando a Jesús no en la parte más superior. Por eso el contraste debe ser ahora destacado, debe ser realzado, aunque no esté arriba. Tiene que existir ese contraste no solo representado con los colores sino en las formas, algo que persigue, por ejemplo, una ruptura con las líneas verticales más significativas de la obra. Así el brazo del verdugo que comienza a desnudar a Jesús, así la mano imprecisa que nos señala a nosotros, así la figura torcida y plegada sobre sí que está ahora horadando la madera del suplicio final. Con ella, con esta ruptura formal inferior, nos asombra el pintor dejando claro aquí la terrenalidad del nivel más bajo de la obra. Por eso el atrevimiento de pintar a las tres figuras sagradas femeninas fueron el argumento teológico más inapelable contra la pintura. ¿Tan cerca de lo inferior, tan lejos de lo sagrado? Para El Greco no hay duda. El mundo es como es con independencia de lo sagrado. Todo debe aparecer en su obra. El universo genial de su pintura no puede abstraer nada en ella. Ni siquiera la desfachatez humana. ¿Cómo pintarla mejor? ¿No se supone que es una barbaridad haber condenado a un hombre como ese? Pero, también a su mensaje. ¿No es una salvación lo que después acontecería? Por eso El Greco equilibra aquí esas dos contradicciones. ¿Hay alguna imagen aquí de lamento exagerado, como, por ejemplo, sí las hay en otras obras parecidas de la pasión de Cristo? Este es otro contraste y otro equilibrio y otra relación. La maldad inferior terrenal es pura anécdota ante una salvación poderosa de lo superior. Para destacarla la relacionaría verticalmente y la equilibra así entre la mirada de Jesús hacia arriba y las miradas de las tres marías hacia abajo. Nada dejará de tener sentido en el universo del pintor cretense. Todo está relacionado siempre. Hasta la cruz aparente de dos brazos izquierdos, formada ahora por el ser superior más elevado y por el más inferior e infame de los representados. 

(Óleo El expolio, 1579, del pintor manierista El Greco, Catedral de Toledo, España.)


11 de julio de 2019

La escisión imaginada entre un paisaje bello y una leyenda de poder, extravagancia y miseria.



Todas las cosas bellas nacen también de la deteriorada o malévola materia de la que están hechas las formas terrenales. Huimos a veces de la sordidez de lo que representan algunos conceptos universales en la memoria de la historia. Pero forman parte también de todo lo que brilla entre las perfumadas o calmadas aguas de un mundo inevitable. Porque la crítica a las cosas hirientes y crueles de  la vida ha de hacerse ante la misma materia humana de la que estamos hechos, a pesar de lo rechazable que suponga. Por eso universalizar la culpa solo hace alejarnos, como jueces envilecidos, de la observación meditada de las cosas. La responsabilidad es siempre personal y nunca podemos generalizar ni estigmatizar una colectividad, una historia o un paisaje global. El Arte tiene una virtualidad maravillosa, y es que es un espejo donde poder mirarnos individualmente junto a la objetividad concreta de lo criticable o de lo rechazable del mundo. Porque además utilizará la belleza para poder mejor alcanzar un mejor efecto especular de la crítica existencia. En el año 1831 el pintor romántico Turner expuso su obra Palacio y Puente de Calígula. ¿Ha habido una figura histórica antigua más detestable que Calígula? Representó durante siglos el peor ejemplo del comportamiento humano más infame. Así que, entonces, ¿cómo se le ocurrió a Turner, un pintor modelo de ser humano compasivo y amable, componer un paisaje romántico asociado a la maldad más inhumana en la historia?

Porque hasta The Times de aquel año 1831 se permitió publicar: es uno de los paisajes más bellos y magníficos que jamás se hayan concebido. Y era así, concebido no real, porque ese paisaje no existía verdaderamente en el mundo. Fue producto de la imaginación sustentada en la historia de lo que habría sido el paisaje legendario del narrado palacio de aquel cruel emperador. Desde la edad media todo ese complejo imperial situado en Bayas, frente a la bahía de Nápoles, fue deteriorado y hundido poco a poco en el agua. Desde el siglo I a.C. el lugar había sido desarrollado por los romanos como un espacio paradisíaco de retiro y diversión. Pero fue el emperador Calígula gracias a sus extravagantes proyectos quien haría famosa aquella bahía napolitana. Según una profecía que el joven Calígula habría conocido, sólo sería emperador si lograse sobrepasar la bahía de Baiae con sus caballos. Así que construiría un puente de barcos en la bahía con el cual un carro tirado por sus caballos pudo atravesarlo. Pero el pintor Turner compuso, además del palacio imperial, un sólido puente en la bahía mucho más romántico y definitivo que el rústico e imposible puente de barcas. Todo imaginado, pero todo perfectamente calculado. ¿Cómo representó eso, aquel símbolo imperial, en su propia época, siglo XIX, un momento tan alejado y distante en la historia? Componiendo una imagen alegórica de lo infame que ahora no existía en realidad. Porque Calígula no está, solo su puente y su palacio. Pero, sin embargo, tampoco esas cosas existieron en realidad, solo en la concepción imaginada, basada en leyendas, de un complejo imperial hundido hace siglos. 

Para componer un paisaje romántico tuvo el pintor que añadir elementos emotivos de belleza. Lo consigue en el extremo diagonal derecho de la imagen donde unos árboles brillan ahora junto a una pareja engalanada y sus cosas. Porque en el extremo diametral de la izquierda, donde aparece el palacio y el puente imaginados, están, a cambio, totalmente desdibujadas, empañadas o nebulosas, las ruinas imperiales de un pasado justificado solo por la compasión o la belleza. El pintor nos muestra la gloria del Arte y su belleza amparada por la devoción que el artista evoca de un lugar que para nada debe ahora ser asociado con el mal o su fiereza. Fue una semblanza histórica motivada por la decisión personal de un individuo deplorable, pero no es menos verdad que lo que ahora supone no es la crueldad o la maldad sino la consecuencia artificial y constructiva de un romántico ejemplo de belleza. Pero un ejemplo de belleza que el pintor aquí no manifiesta completamente. No solo porque no es la realidad, sino porque no la destacará más que como una vaga imagen soñadora de una deteriorada visión de un pasado de belleza. Está ahí para hacernos ver que eso que vemos no es Calígula ni lo que representa, sino la construcción de un pasado grandioso defenestrado por el sismo, el tiempo y la memoria. Pero a la vez Turner transforma el paisaje furibundo con el maravilloso aroma de un instante de esplendor estético. Es el momento y su belleza lo que  ahora primará en el sentido del cuadro. Esa belleza que participa de la representación inconsciente de una trágica historia. Pero que no es trágica ni es experiencia. Solo la responsabilidad personal de un ser humano concreto en la historia. Una historia conocida, difundida y utilizada ahora para componer un paisaje simbólico y romántico. Uno que es preciso y necesario para modelar un paisaje romántico. Pero, sólo eso. No para juzgar ni para condenar ni para generalizar un lugar o una historia. Sino solo ahora algo que, sin embargo, únicamente se sostiene aquí para permitir expresar, con él, una belleza.

(Óleo Palacio y Puente de Calígula, 1831, del pintor romántico inglés Turner, Tate Gallery de Londres.)

3 de julio de 2019

Entre el Impresionismo y el Realismo se deslizaría un atisbo de sensibilidad muy humana.



Cuando algunos pintores impresionistas quisieron expresar la realidad deformando solo la atmósfera del conjunto pero no los detalles, obtuvieron una semblanza casi románticamente realista en sus obras. Pero, además, otra cosa que esos díscolos impresionistas lograron fue dar un cariz más principal al ser humano que a cualquier otro asunto, fuese un paisaje u otras formas representadas de las cosas del mundo. En su inspirada visión del Palacio de Westminster el pintor italiano Giuseppe de Nittis (1846-1884) crearía una composición afortunada artística y socialmente. En dos planos adyacentes pero alejados privilegiaría la visión de unos hombres frente al extraordinario, ahora desdibujado por la niebla, relieve arquitectónico del gran palacio londinense. Y para no desentonar con el afamado sentido comercial de su obra artística lo titularía Palacio de Westminster, aunque de ese palacio solo veamos a lo lejos apenas unas afortunadas sombras fantasmagóricas. Sin embargo, las figuras de los hombres apoyados en el puente es tan realista y determinada como impresionista o fugaz es justo la contraria. Pero ahora los seres representados, que están observando todo menos la visión más conocida de ese paisaje, son los personajes menos favorecidos de la sociedad, para nada figuras aristocráticas o burguesas de aquella contrastada y dura época del mundo.

Porque estamos en el año 1878, el momento de mayor esplendor de la sociedad industrializada de entonces, cuando algunos seres humanos padecían sus efectos y, descoloridos en lo estético, formaban el decorado insustancial de una amalgama superflua para el sentido principal de cualquier escenario estéticamente relevante. Pero para entonces, cuando el pintor italiano viaja a Londres y compone su lienzo impresionista, lo transformaría todo con un sutil alarde muy emotivo e impactantemente plástico. Porque ahora le ofrece el color, el relieve y hasta el plano más principal de su composición a los seres humanos, no así a otra cosa representada en el cuadro. Hasta el estético sol, ocultado ahora entre las nubes, es insignificante aquí. Hasta la torre poderosa del conocido palacio londinense es irrelevante aquí. El pintor no la caracteriza sino como un simple esbozo o como un decorado sin fulgor ni perfilamiento destacable. Todo eso se lo dedicaría, sin embargo, a los seres humanos marginados, unos objetos estéticos banales que nunca antes habrían tenido tanto protagonismo figurativo frente a cualquier paisaje. El contraste es tan definido como el que las dos tendencias artísticas supondrían por entonces. El Realismo había sido ya encumbrado para cuando el Impresionismo triunfara, pocos años antes de componer de Nittis este cuadro. En el Realismo sí habían sido los seres humanos más desfavorecidos retratados claramente en sus obras. Pero el Realismo no emocionaría, sin embargo, estéticamente tanto como consiguiera luego hacer el Impresionismo. Pero esta última tendencia, a cambio, no situaría al ser humano muy destacado frente a una naturaleza troncal mucho más poderosa y evidente. 

Esa fue la especial sensibilidad y genialidad que lograría conseguir de Nittis en su obra. Tenía que vender el cuadro y además ofrecer el pintor la semblanza típica -la niebla londinense- del ambiente más conocido y emblemático de Londres, y tenía también que mostrar los rasgos característicos de un Impresionismo rompedor. Pero, aun así, el pintor incorporaría sutilmente en su obra un mensaje despiadado: que el mundo debía estar mucho más para los seres humanos y no éstos para aquél. Expresarlo entonces todo eso con belleza estética era algo muy complicado de hacer. O favorecías la belleza o destacabas la realidad. Si hacías una cosa tendrías más admiradores que compraran el cuadro, si hacías lo contrario te arriesgabas a no gustar ni venderlo. Pero, hacer ambas cosas en su obra fue el reto extraordinario de Giuseppe de Nittis. Sólo apenas un cuarto de la superficie del cuadro está expresando a los representantes de esa humanidad desfavorecida. El resto, la práctica totalidad del lienzo, es el paisaje nebuloso donde el Impresionismo mostraría sus virtudes estéticas. ¡Qué maravilloso cielo seccionado entre un desvaído sol y las nubes poderosas de la atmósfera londinense! Qué extraordinario murmullo visual el de las aguas de un río cuyos rasgos  difieren muy poco del resto del paisaje, como el Impresionismo además  preconizara con su novedosa técnica plástica. Fue todo un alarde de composición pictórica muy logrado y apreciado por entonces. Contrastes evanescentes, sombras débiles, siluetas mortecinas, paisaje desolador y colores  desplegados o atenuados por la espesa bruma. Todo ese virtuosismo estético fue muy conseguido en una obra de Arte que manipulaba el tiempo y el espacio para, con ellos, hacer ahora una cosa inédita: expresar socialmente el Impresionismo más humano en una obra de Arte. Porque la parte creativa de la obra, el escenario limitado del parapeto de un puente donde unos hombres se apoyan ahora sin deseos, sin admiración de ese paisaje  o  sin ninguna vinculación estética con éste, es justo lo que el creador más destacaría en su ambigua obra impresionista. Nada puede ser más relevante en una iconografía, sea impresionista o no, que la representación emotiva de un ser humano en su paisaje furibundo. No por ser una parte o elemento más de un decorado artístico, sino por ser el trasunto fundamental de la representación pictórica más emotiva de un cuadro. 

(Obra impresionista-realista del pintor italiano Giuseppe de Nittis, Palacio de Westminster, 1878, Colección privada.)

26 de mayo de 2019

Alegoría del deseo en el ocaso de una vida longeva en el Arte.




En el museo de Historia del Arte de Viena existe una misteriosa y sublime pintura de Tiziano, La Ninfa y el Pastor. Fue Tiziano uno de los casos más sorprendentes en el Arte: mantuvo su genialidad por casi cien años de vida. Nacido en 1477 en Cadore y fallecido en Venecia en 1576, vivió un periodo de lo más revulsivo, inspirador y creativo en el Arte. Ver sus obras es ver una evolución magistral, algo lógico en el devenir tan prolongado de un genio tan excelso como Tiziano. Cuando observé esta obra navegando virtualmente no sabía, al pronto, de qué autor era la pintura que veía absorto. Si conocemos más o menos las obras representativas de Tiziano, sus Dánaes, sus Venus, etc., era difícil identificar esta obra con su autoría clásica. Pero es casi mejor que la ignorancia del autor no condicione el gusto inicial por ver la obra. Y era difícil porque los rasgos faciales de las protagonistas de sus desnudos de obras compuestas diez o quince años antes son muy diferentes. También el paisaje y la pincelada, mucho más gruesa ahora así como el tono más sombrío. Todo menos perfilado o correcto a como lo hiciera antes, siguiendo las normas renacentistas más clásicas, y, por lo tanto, con un cierto modernismo ahora para la época, algo, sin embargo, muy sugerente e innovador.

Interesante obra donde la belleza está ahora en otras cosas. Pero, ¿en dónde? Es una belleza original llevada a cabo en las postrimerías del Renacimiento, entre los años 1570 y 1575. Y realizado además por uno de los creadores más paradigmáticos en cuanto a belleza clásica fijada en un lienzo. En un paisaje no muy sugerente o atractivo, se sitúan dos personajes mitológicos: una ninfa y un pastor. Se habrían tratado de identificar su relación con algunos personajes mitológicos conocidos, por ejemplo, en el caso de ella, Diana o Venus; y en el caso de él, Endimión o Eneas. Pero, nada, no hay posibilidad más que de una arbitrariedad interpretativa. Son lo que parecen, no lo que pensamos que podrían parecer. Y lo que parecen es: una ninfa y un pastor. Ella no tiene pinta de diosa y el no la tiene de héroe. No hay más que mirar. Al final de su vida Tiziano fue en todo más simple, aunque fuese más complejo en la interpretación de su contenido. La figura de la ninfa, porque es una ninfa lo que parece, nos muestra todas las características de este tipo de personaje: sugerencia erótica evidente, una cierta vulgaridad, desinhibición y naturalismo (personajes campesinos o naturales más que urbanos o sofisticados). En el caso del pastor, porque es un pastor lo que parece, el cuadro señala los elementos propios de estos personajes: vestidos con ropajes simples, posición servil (impropio de héroes), los cabellos adornados por ramas y una flauta en ristre.

Las representaciones de ninfas desnudas, sugerentes y solas interactuando con un pastor tienen una connotación erótica evidente. En este caso además el gesto de la ninfa es claramente seductor. ¿Hay un objeto iconográfico más deseable cuando se expone así? Independientemente de la belleza. Porque aquí son los símbolos eróticos y no otra cosa. Pero esos símbolos son acentuados por la posición, el gesto y la mirada. Es lujuria, deseo, y no otra cosa. En el caso de él, sin embargo, hay una interpretación diferente. Aislemos el personaje masculino: no es más que un pastor que desea tocar su flauta y mira embargado de amor, no de deseo. Es sentimiento el proceso de su actuación contenida. No hay impulso, no hay contacto, no hay gesto exaltado de pasión. Pero en ella sí. La insinuación y la disponibilidad en ella son evidentes. Hay un contacto expresivo de comunicación no verbal que indica un deseo inevitable. Pero no hay contacto ni intención. Tanto es el deseo que el pintor siente la necesidad de tocar el cuerpo de la ninfa. Y lo toca él, lo está tocando el pintor... Porque la mano que toca el brazo derecho de la ninfa, ¿de quién es? ¿Del pastor? Imposible. ¿De la ninfa? ¿Es ella misma la que se toca a sí misma? Pero es que no parece ser su muñeca ni su mano, ¿o sí? Aunque es la única posibilidad real, porque no hay nadie más que ellos dos ahí representados. Sin embargo, no es muy conforme a la belleza de los gestos renacentistas esa torsión tan forzada. Pero, si lo fuera, ese gesto de ella reforzaría el deseo, aumentaría la emoción lujuriosa de ese momento crítico. Siente ella la necesidad de tocarse para comunicar la sintonía erótica que siente de ser tocada.

Hay otras cosas más en la obra de Arte que representan erotismo o lujuria: las pieles, vivas o muertas, de animales salvajes. En un caso sobre la que ella descansa, la piel de un tigre bajo su formidable cuerpo deseoso, en otro la piel viva de una cabra que se apoya, enhiesta, en un tronco roto. ¿Por qué el árbol está ahora así, roto por la mitad? En otra obra muy anterior de Tiziano, Alegoría de las tres edades de la vida, se observa también un árbol roto y deteriorado. Entonces había que representar los diferentes momentos de una vida humana: entre ellos la finitud, el fin de la vida. Por eso la figura simbólica de un árbol raído y a punto de morir. Pero, ¿y aquí, en esta obra de ninfa y pastor, dónde está la decadencia? En el pintor. Un creador que fue capaz de sentir tanto la belleza, la emoción física de la atracción de la belleza, ¿cómo pudo conciliar esa fuerza arrolladora de años de irrefrenable inspiración con el lógico apaciguamiento de su deseo? Hay que pensar que, al menos, el pintor tendría ochenta y cinco años al pintar esta obra. Tal vez por esto compuso una visión no armonizada con el deseo. El pastor admira y quiere agradar con su música -su Arte- la belleza inconteniblemente erótica y salvaje de su adoración. Sólo eso. Ella, sin embargo, es la modelo más deseosa e insinuante de todas las que el pintor veneciano crease en su larga y creativa vida. Un homenaje más que una alegoría al deseo de la belleza, esa belleza que el pintor pudo componer al final de su elogiosa y fértil carrera artística.


Lo que mueve al santo,
la renuncia del santo
(niega tus deseos
 y hallarás entonces
lo que tu corazón desea),
 son sobrehumanos. Ahí te inclinas, y pasas.
 Porque algunos nacieron para santos
 y otros para ser hombres.

Acaso cerca de dejar la vida,
de nada arrepentido y siempre enamorado,
y con pasión que no desmienta a la primera,
quisieras, como aquel pintor viejo,
una vez más representar la forma humana,
 hablando silencioso con ciencia ya admirable.

 El cuadro aquel aún miras,
 ya no en su realidad, en la memoria;
la ninfa desnuda y reclinada
y a su lado el pastor, absorto todo
de carnal hermosura.
El fondo neutro, insinuado
 por el pincel apenas.

La luz entera mana
 del cuerpo de la ninfa, que es el centro
del lienzo, su razón y su gozo;
la huella creadora fresca en él todavía,
la huella de los dedos enamorados
que, bajo su caricia, lo animaran
con candor animal y con gracia terrestre.

Desnuda y reclinada contemplamos
esa curva adorable, base de la espalda,
donde el pintor se demoró, usando con ternura
diestra, no el pincel, más los dedos,
con ahínco de amor y de trabajo
que son un acto solo, la cifra de una vida
perfecta al acabar, igual que el sol a veces
demora su esplendor cercano del ocaso.

Y cuando había amado, había vivido,
había pintado cuando pintó ese cuerpo:
cerca de los cien años prodigiosos;
mas su fervor humano, agradecido al mundo,
inocente aún era en él, como en el mozo
destinado a ser hombre sólo y para siempre.

Luis Cernuda (Poeta español, 1902-1963)
(Versos inspirados en este cuadro de Tiziano)

(Óleo La Ninfa y el Pastor, 1570-75, Kunsthistorisches Museum, Viena; Pintura Dánae recibiendo la lluvia de oro, 1565, Museo del Prado, Madrid; Óleo Venus recreándose con el Amor y la Música, 1555, Museo del Prado, Madrid; Todas obras del pintor renacentista Tiziano.)

3 de abril de 2017

Para entender no solo hay que mirar, hay que pensar en ello sosegadamente.



¿Quiénes somos realmente?, ¿somos lo que hacemos o a lo que nos dedicamos?, ¿somos lo que tenemos o poseemos?, ¿somos lo que parecemos o representamos? ¿Qué sentido tiene la representación del fenómeno (no lo que es sino lo que parece) que reciben los ojos del que observa, un ser que trata de averiguar ahora qué tiene ante sus ojos? Porque, además, estaremos sometidos al atávico resorte de creer aquello que hemos recibido de nuestros pareceres heredados de antes y diseñados por el paso del  tiempo. Porque para juzgar no observaremos detenidos, distanciados, sosegados o interiorizados (sin influencia alguna). Haremos lo contrario: prejuzgar inquietados, mediatizados, alterados y exteriorizados (influenciados por el medio). Y esta compartimentación del juicio es voluntaria, además. Y lo es porque el hecho de decidir es la acción más esencial -aunque sea inconsciente- de lo que somos. Pero, por otro lado, no podremos escapar a nuestros prejuicios (no somos libres del todo) a menos que renunciemos a la apariencia de lo que nos permite sobrevivir -creemos equivocadamente- sin menoscabo. Entonces, ¿qué somos, verdaderamente? Pues, somos lo que pensamos y lo que decimos y hacemos luego consecuencia de ese pensamiento. Porque para vivir o sobrevivir el único aprendizaje digno de ser llamado así es pensar antes. Aprender a pensar es el reto existencial y estético. Pero, es el aprendizaje más difícil y complejo porque no es solo una técnica o ciencia, es, sobre todo, un arte demasiado humano. Y como todo proceso mental reflexivo, demasiado lento a veces para prosperar -reaccionar pronto- ante el peligro suscitado por los que no piensan o piensan alterados o interesados..., o antes que nosotros.

Cuando el pintor Pierre-Auguste Renoir (1841-1919) quiso homenajear a su amigo el poeta Catulle Mendès (1841-1909), compuso en el año 1888 su obra impresionista Las hijas de Catulle Mendès. Y, entonces, pintaría a tres de las hijas del poeta y de la compositora Augusta Holmès (1847-1903). Quiso además volver a sentir la gloria que había tenido antes en el Salón de París del año 1879, cuando expuso La señora de Charpentier y sus hijos, una obra suya realizada el año anterior. Una pintura correcta y destacable por la verosimilitud natural expresada en la misma así como por sus claras formas representadas. Pero ahora, en mayo del año 1888, la recepción de Las hijas de Catulle Mendès no alcanzaría a tener por el público, los críticos o aquellos que creían estar viendo Arte, un mínimo esplendor de justificación y de satisfacción estéticas. ¿Por qué? ¿Sería, tal vez, por ese atavismo prejuicioso tan humano del que decíamos antes? ¿Fue el rechazo de esta obra consecuencia del fragmentado ejercicio banal de un pensamiento inconsistente? No pudo ser otra cosa. Porque los que por entonces miraron el cuadro del año 1888 no vieron más que lo que ellos no esperaban ver del Renoir de antes. ¿Pensaron quizás que lo que el pintor impresionista quiso hacer fue algo más que retratar a las hijas de su amigo de un modo correcto y clásico? ¿Pensaron, tal vez, que lo que Renoir deseaba expresar era el terrible contraste entre la apariencia fútil de los sentidos uniformados (los rostros apenas esbozados y sin belleza y los colores desperdigados por el caos cromático) y la esencia más fundamental e irrepresentable de las cosas (la música y la poesía como ejemplo de elementos etéreos y virtuales)?

Porque no son exactamente las hijas de Catulle y Augusta lo que representan esas figuras impresionistas. Pero para llegar a comprender esa eventualidad estética habría que haber sabido antes pensar que mirar.  Habría que saber (se sabe al averiguar las identidades de los progenitores) que sus padres eran un poeta y una compositora. Y que ambas artes son incapaces de ser comprendidas materialmente. Porque no hay nada que las sostengan mínimamente en una realidad visible, física y material. ¿Qué son esas artes? Son sonidos invisibles por el acorde de un instrumento o por la voz emocionada de un humano. Pero, hay más cosas en esta obra de Arte. El Impresionismo no reivindicaba otra cosa más que lo que apenas queda después de recordar una imagen visionada antes por unos ojos ahora sin memoria. Sin memoria fidedigna, tan solo la recordada vagamente. Y eso es lo que Renoir sabría que su Arte impresionista debía representar de la realidad de las cosas. El pensó eso antes de plasmarlo en su obra. Pensó así de lo que su intuición le decía que, de la naturaleza de las cosas, es recordado luego de ser visto. Porque no recordaremos exactamente cómo las cosas son, sino cómo, deslavazadamente, se envuelven, luego de verlas, en una bruma indeterminada y vaporosa en nuestra mente. Una mente humana en sintonía más con la poesía evanescente y emotiva -más auténtica en su lenguaje humano- que con la imagen petrificada o fidedigna -más clásica estéticamente- de una naturaleza real y material..., pero ahora ya sin sentimientos. 

¿Sucederá lo mismo con los seres humanos que con las obras de Arte? Sucede lo mismo. Y sucede doblemente además, como sujetos y como objetos. Es decir, que veremos las cosas o a los otros con esa presunción equivocada; y que los otros nos verán con esa misma equivocada presunción. Porque seremos consecuencia de un pensamiento sin ejercer: o por nosotros o por los demás. Y el pensamiento se ejerce solo cuando no se escatiman recursos para alimentar toda clase de datos que se precisen. Unos datos que son la información que debe sustentarse luego en el sosegado impulso interior de lo más humano: pensar. Y por ello pensar debe primar sobre lo meramente visionado. Porque pensar adecuadamente debería filtrar lo esencial de lo accesorio; debería comprender y distinguir lo mediático de lo final, es decir, distinguir lo que solo sirve para obtener algo de lo obtenido finalmente. Y esto último, lo obtenido, debe ser lo más importante.  Para ello hay que aprender a mirar y ver las cosas de un modo diferente a lo primero que sintamos al ver, desprotegidos, ahora sin pensar. Hay que distinguir lo que es de lo que, simplemente, parece ser. Hay que profundizar y no padecer presunciones desde la simple superficie aparente de las cosas. Una superficie que no llegará nunca a entender, mínimamente, lo que la vida ocultará casi siempre detrás de todas sus representaciones, sean éstas estéticas o no.

(Óleo impresionista Las hijas de Catullo Mendès, 1888, del pintor Pierre-Auguste Renoir, Museo Metropolitan de Nueva York.)

22 de noviembre de 2016

El Arte por el maravilloso Arte, indiferente a todo, salvo a su belleza poética.


Observando esta maravillosa pintura de Rembrandt se puede pensar, ¿qué tiene de diferente este pintor a otros maestros o a otras tendencias artísticas?, y es posible llegar a la conclusión de que lo que más caracteriza a Rembrandt es una original sutileza poética llena de un Arte sublime. La historia o la leyenda, que como excusa en este óleo -El rapto de Europa del año 1632- sostiene el título de la obra, no es más que un soporte orientativo para el que lo ve o un referente cultural para el que se acerque deseoso a su belleza. Pero, a Rembrandt, seguro que no le debería interesar nada la historia o la leyenda de lo que trataba de componer en sus obras. O, tal vez, como los extremos suelen tocarse, le interesaba tanto que le era imposible reflejar ninguna veracidad comprensible o traducible a lo real. Es decir, a lo real asociado a algo artístico que, como el clasicismo -tanto del Renacimiento como del Barroco y posterior-, llevara una inspiración creativa a un sentido transmisible a lo verosímil o prosaico de la vida, a lo que es sólo posible comprobar desde sensaciones radicalmente realistas. Pero si en esta ocasión no fue el pintor holandés un realista, qué fue entonces Rembrandt ahora, ¿un manierista reformado? Porque el Manierismo fue una irrealidad llevada a las formas, fue un reaccionarismo estético en su tiempo. Pero, sin embargo, Rembrandt es un pintor barroco en todas sus dimensiones estéticas. ¿En todas? Bueno, en todas, todas, no. Porque hay en él una poesía plástica en casi todas sus obras pictóricas.

Porque la poesía pictórica de Rembrandt es en esta obra más sutil, menos hierática o más pueril incluso. Pueril en el sentido de ser como una revelación sorprendente o fantasiosa, algo semejante a las sagas literarias medievales llenas de fantasía, como El señor de los anillos del británico J.R.R. Tolkien.  Porque en su obra El rapto de Europa la mitología helénica, la épica, sagrada o heroica mitología a la que pertenece la leyenda de Europa, no aparece  en esta pintura de una forma clara. ¿Quiénes son esas personas tan diferentes a personajes griegos o fenicios que presencian ahora un cómico asalto playero a una joven princesa impasible? ¿Qué carro más exorbitado es ese, adornado a lo persa para una leyenda tan griega? ¿Y ese fondo gris y desdibujado, industrial y portuario, desentonado aquí para incluir en una escena mitológica tan legendaria? Pero, sin embargo, los versos dibujados del pintor holandés están elaborados con la más extraordinaria sinfonía de colores agrupados, relacionados, entramados, concentrados o desperdigados, como ningún otro pintor en la historia haya podido alcanzar a componer así. Si quitásemos el color en su obra nada quedaría de ese Arte lírico tan maravilloso. Para Rembrandt el color lo es todo, el agua más cercana a la orilla iridiscente retrata mejor el reflejo de las suaves prendas azules de la joven que eleva sus brazos al cielo. Ese mismo tono azul compone además el enjaezado de los caballos ofreciendo la sinfonía perfecta de la rima poética de sus colores sosprendentes. Pero, hay más: el morado de la túnica del auriga compagina también -rima- con parte de ese cielo tan amoratado entre los árboles.

Rembrandt parece pintar siempre sus obras como un observador elevado sobre el mundo que crea. Es él como un ser poderoso que desde lo alto mira la escena y la quiere contar... O, mejor, la cuenta en ese mismo momento, porque el momento elegido es un instante barroco puro: la sorpresa es superior a la acción y la tragedia es irreversible. No hay salvación en la leyenda imaginada o recreada por el pintor. Y la tenebrosidad ambiental refleja además esa eventualidad en su pintura. La oscuridad en Rembrandt, sus tonos negros, es un elemento difuminado ahora en general, no es algo particular en su obra. Por ejemplo, no es el claroscuro de Caravaggio ni el de Ribera, que determinan siempre un alarde oscurecido de alguna cosa particular para resaltar otra. No, en Rembrandt el claroscuro es gradación de colores paulatinamente oscurecidos. O mezclados o alternados, pero bellamente realizados y nunca, ni dramática ni ferozmente, ennegrecidos. Porque la sinfonía poética de los colores en Rembrandt debe permanecer siempre a pesar de lo narrado. El rapto de Europa es la leyenda mítica del robo de una joven  princesa fenicia provocado por Zeus, convertido ahora en un sorprendente toro blanco para llevársela de su reino con él. Vale, de acuerdo. Qué más da si fue o no así la leyenda. Tiziano y otros pintores ya la habían pintado antes, y escritores clásicos la habían narrado además también. Ahora Rembrandt debía cantarlo, no contarlo. La pintura de este genial maestro holandés utilizará tres cosas para llevar su Arte poético-plástico a cabo: una composición no muy grandiosa -como sí lo hace Rubens a cambio-, más bien original y muy humanizada; por otro lado la cercanía de sus personajes, éstos no son héroes ni heroínas, ni hermosas o bellas figuras humanizadas, todo lo contrario, son seres vulgares, de rostros vulgares, de gestos vulgares, seres a quienes retratará desmejorados incluso; y, finalmente, elaborando alardes de colores entremezclados que buscarán emocionar con sus perfiles sinuosos o tornasolados mucho más que impresionar. También destacan sus decorados brillantes de lo artificial -objetos fabricados por el hombre no por la Naturaleza-, algo matizado o neutralizado en sus obras por el poderoso contraste de lo natural -de elementos propios de la Naturaleza-, creando un paisaje menos rutilante o más sombrío que el de otros creadores.

Pero en Rembrandt lo sombrío no es sinónimo de triste o melancólico. No llega el gran creador a provocar desolación o dramatismo trágico e insuperable en sus obras. Volviendo a compararlo con Rubens, éste fue, a cambio de Rembrandt, un maestro de lo definitivo o de lo más radical. Pero Rembrandt no. Por ejemplo, en esta obra sublime, ¿no nos sugiere ahora ese toro tan bello, cuya cabeza parece tan noble como su carácter, que devolverá después de un paseo a la joven Europa a la orilla donde sus amigas la esperaban temerosas? Y ese paisaje tormentoso, ¿no da la impresión de que pronto las nubes oscurecidas serán sustituidas por un sol radiante que alumbrará, gozoso, la ilusa bahía donde unos personajes pueriles se habían detenido a admirar la belleza de un toro tan blanco? En Rembrandt siempre hay una esperanza poéticamente dormida. En Rubens, sin embargo, hay tragedia dinámica siempre, firme e inapelable. En el sutil y poético pintor holandés no hay más que belleza; belleza que cuenta cosas increíbles que hay que contar así para poder recrearlas bellamente. Belleza que pinta cosas tenues y poderosas porque los colores son lo único que pueden contar algo bello que llegue pronto al alma deseosa. El alma de aquellos que observen las cosas que pasan en la vida y que solo serán posibles de expresar y soportar con belleza. Las obras maestras de este genial pintor solo son posibles de mirar con los ojos infantiles que miran las cosas maravillosas que nunca, nunca, terminarían por abandonar, eliminar o trastornar el sueño inspirado más hermoso del mundo.

(Óleo sobre tabla de Rembrandt, El Rapto de Europa, 1632, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EE.UU)

18 de marzo de 2016

La pintura romántica: una descripción gráfica de un instante que observa un sujeto imposible.



Eso es lo que la Pintura más intimista o  más personal es a veces, esa que nadie puede llegar a ver, realmente, desde ningún lugar físico creíble mientras se esté llevando a cabo su creación. Salvo su propio autor... Porque es imposible, por ejemplo, componer esta obra de Turner desde donde se ve ahora la escena retratada -¿quién puede mirar con detalle y sosiego desde el lugar donde debía estar su autor situado ahora con esa fuerte tormenta?-, o, también, el personaje ensimismado de la obra de Friedrich, que no se dejaría ver por nadie así de absorto y melancólico mientras camina solitario. Ambas obras pertenecen a la tendencia romántica, un estilo y momento pictórico y emocional que se vivió en la primera mitad del siglo XIX. El Romanticismo es visto en estas dos obras con toda su fuerza, tanto interior como exteriormente. El ser humano más íntimo y personal es ahora aquí el verdadero y único protagonista del acontecimiento artístico, o como autor o como protagonista. Pero, sin embargo, cómo es posible eso mismo, intimidad existencial, si es precisamente ahora la Naturaleza, y no el ser humano, quien más se prodiga o se representa en estas obras de Arte.

En el caso de Turner la Naturaleza es desasosegante, alarmante y vigorosa. Puede ser dominada con alguna acción física decidida, con alguna técnica náutica -el viraje o maniobra del piloto naval- que permita controlarla. Pero también con la audacia, el coraje y la satisfacción personal que el propio acto suponga. En el caso de Friedrich la Naturaleza no es vencida ni dominada ni satisfecha porque apenas es alarmante o poderosa en esa escena tan íntima. Aquí es otra naturaleza la que prima en la obra, es la esencia interior del ser la que es controlada -autodirigida- por el propio personaje representado. El Romanticismo en el Arte son también colores sorprendentes, que no se ven así en la vida real, que sorprenden ahora y no son percibidos con los ojos sino con la emoción más intuitiva. Una emoción que en ese preciso momento -no en otro- llegaremos a sentir brevemente. Los pintores románticos se esforzaban en hacer notar especialmente esa emoción como nunca antes se hubiese representado en un lienzo. Turner en su obra transformará todo proceso natural de cualquier reflejo luminoso. El agua no es de ese color dorado que vemos en su obra, ni el cielo tampoco tiene ese color amarillo. En su obra el pintor británico relatará la leyenda de un personaje holandés famoso por ser un gran almirante de los mares -Cornelis van Tromp-, pero que aquí ahora no nos cuenta un hecho histórico importante ni una gesta que merezca ser recordada en los anales heroicos de la historia; sólo nos muestra una recreación cotidiana de una admirable habilidad marinera muy emotiva. El resto en su lienzo romántico no importará para nada.

Caspar David Friedrich es el pintor alemán romántico por antonomasia. El Romanticismo alemán es intimismo, sobrecogimiento, decepción, pero, también esperanza. En su obra Un paseo al atardecer el pintor David Friedrich vaga a través de su propio personaje rodeado ahora de un paisaje que no atormenta ni alarma para nada. En su lienzo representa la finitud de la vida -la muerte- por un lado, y, por otro, la infinitud más primorosa -la vida eterna- y desconocida.  Ambas cosas se enlazan ahora sin solución de continuidad, es decir, sin límites o sin contornos precisos porque todo es aquí lo mismo. La gran roca superpuesta en la superficie de la tierra -por los hombres no por la Naturaleza- es un túmulo prehistórico de finitud, que alude ahora a la fuerza humana que supuso colocarla ahí, una fuerza ya desaparecida pero ahora permanente en la piedra. Las ramas desnudas y sin vida de los grandes árboles cercanos al paseante desentonan con el esplendor de una luna poderosa, cuya penumbra ilumina tenuemente los alineados robles del fondo llenos ahora de hojas, vida y esperanza. Porque es ahora aquí otra la fuerza necesaria: la emocional,  la interior del ser humano, no la exterior de una Naturaleza vibrante, pero, sin embargo, más inanimada.

En ambos lienzos románticos intimistas el hipotético observador es ahora un sujeto imposible. No podría estar físicamente ahí viendo a la vez lo que se retrata. El pintor es ahora el único sujeto virtual que, con su interior capacidad emocional y sensible, verá la escena imposible... Sin testigos que puedan, desde ese lugar imaginario, vislumbrar así la escena del lienzo. El pintor lo hace aquí exclusivamente para el Arte y para nosotros, seres que ahora veremos todo eso con algo de asombro. Un asombro que sentiremos al percibir en esos lienzos la extrañeza de su realidad. En Turner con la poderosa transformación antinatural de sus colores diferentes. Es la sensación visceral de una escena natural tan feroz como esa, con su vibrante dinamismo desalmado -las ráfagas de agua chocando unas con otras violentamente- al ver ese color tan raro ahora para cualquier ser sorprendido al percibirlo. Ahora es aquí la emoción más fugaz de ese único momento dinámico lo que el pintor romántico fijaría para siempre en su obra.

No importan otras cosas en las obras románticas. Por eso los románticos no se preocupaban de ser comprendidos, o de ser confundidos, por nada que ellos expresaran con su propio Arte. Porque el sentimiento romántico es personal, nunca colectivo. El objetivo romántico de sus obras va dirigido hacia el interior más íntimo del ser.  Se siente o no se siente cuando se vean... No todos los que vean sus obras comprenderán -emocionalmente- el sentido que ellas poseen en sí mismas. Pero es que a los creadores románticos tampoco les importaba demasiado eso. Ellos sabían que el observador no tendría que existir ahí para que las imágenes emotivas románticas pudieran existir. Ellos entendían que solo la emoción o las sensaciones más viscerales podrían ayudar a asimilar su sentido en la mente observadora de aquellos que quisieran vislumbrarlas. Para eso fueron hechas sus obras de Arte. Para entenderlas como lo que son:  un instante eternizado de grandeza para la emoción más perceptiva de belleza íntima.

(Óleo del pintor romántico inglés Turner, Van Tromp vira para complacer a sus maestros, 1844; Óleo del pintor romántico alemán Friedrich, Un paseo al atardecer, 1835, ambas obras en el Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)

4 de marzo de 2015

Cuando la memoria del recuerdo puede retener más vida y sentido que la propia realidad.



En esa nebulosa gruta de los recuerdos deslavazados, en esa misteriosa recreación de los momentos o  de los sentimientos ya pasados o de las emociones registradas tras una visión alcanzada ya de antes, puede haber más fidelidad a la realidad sentida de la vida que la propia realidad. Porque entonces los colores, las distancias, los reflejos, las sombras o la luz difuminada que habrían hecho sentir la imagen en la memoria se vuelven ahora magnificados y poderosos con la esencia tan emotiva de una inspiración sublime. Todos esos recuerdos se vuelven así decididos y redivivos para expresar la impresión más auténtica de todas las posibles visiones a percibir. Cuando el pintor francés Corot recorriese parte de Italia y Francia buscando los lugares más hermosos para plasmar sus paisajes, lo habría hecho siempre inspirado justo al lado y en el momento mismo en el que percibiera el paisaje. Así compuso Corot sus paisajes maravillosos que guardarían la armonía precisa que necesitara una imagen para convertirse en Arte. Así que buscando por las orillas del Sena conseguiría Corot encontrar la fragancia más emotiva de las luces mortecinas de un atardecer reflejado entre sus aguas.

Con su estilo personal, nunca adscrito a una sola tendencia artística, deslumbraría Corot los ojos de sus seguidores con la tenue inspiración de un incipiente Impresionismo. Pero, tan solo lo insinuaría por entonces. Porque para Corot (1796-1875) la sensación de la mirada debía siempre primar sobre cualquier otra cosa, incluso sobre el famoso instante impresionista. Para Corot no es la impresión lo importante sino la sensación. Y eso fue lo que le diferenció de los impresionistas que tanto lo admirasen. Y en ese deseo de sentir lo que viese, o de comprender con su emoción ayudado por sus ojos, Corot frecuentaría la bella región francesa de Picardía durante la realista década del año 1850. En un paraje próximo a Mortefontaine, sobre las orillas del río Sena, pasaría el pintor por entonces horas mirando los contrastes favorecedores del verde mortecino de los árboles reflejado ahora entre sus aguas. Y ya está, tan sólo eso, no haría más el pintor que mirar, sólo sintiendo así el paisaje. No fijaría en el lienzo aún las emocionantes sensaciones que esos mismos reflejos le produjesen entonces. Pasaron los años y no volvería el viejo pintor a retornar por esa orilla del Sena. No solo por los serenos paisajes vibrantes de Picardía sino por Mortefontaine, aquel idílico lugar del río Sena donde su mirada se dejara sentir entonces solo por la emoción y no por ningún artificio...

Porque sería luego, en el año 1864 y en su estudio parisino, donde el pintor francés recordara los sentidos colores y los bordeados perfiles de un paisaje fijado solo en su memoria. Habían pasado más de diez años desde que lo viera, así que en su estudio parisino no sería ya la mirada sino el sentimiento, no sería la luz vibrante sino su emoción, no sería ningún boceto sino su memoria quienes dejaran plasmada la visión de aquel maravilloso paisaje visitado de antes. Y los pintores impresionistas quedarían fascinados por ese acontecer del instante paralizado en el recuerdo.  ¿Cómo no comprender Corot que toda esa inspiración extemporánea era, según los impresionistas, la impresión más verdadera y no otra cosa? Eso mismo que perseguían los impresionistas y con lo que acabarían creando una poderosa tendencia. Pero, sin embargo, todo eso no fue entonces para Corot ni una impresión ni un deseo de tendencia, ni una fuerza inspiradora siquiera. Era solo la poderosa sensación de su recuerdo sensible, era solo la plasmación fiel que de una escena recordada pudiera luego su memoria recomponerla. Algo superior incluso a la recreada visión de unos ojos realistas motivados en el mismo momento y ante su propio escenario. Porque lo que Corot hizo en su estudio fue, verdaderamente, realizar Arte con sus manos. Aunque, no exactamente sólo con ellas. Sus manos solo le ayudaron en el proceso intuitivo de su memoria. Fueron sus recuerdos sentidos y emotivos de memoria, esos que seleccionan cosas y obvian otras, que matizan lo elegido y describen así, con formas emotivas de memoria, lo más importante o lo más necesario de recordar de un paisaje. Pero, también para plasmar lo que no pasaría entonces por sus ojos... Lo que sólo quedaría en su interior más profundo de una forma ahora vaga y vaporosa, con la emoción matizada por unas sensaciones transmitidas tan solo ya por el recuerdo. Esas sensaciones y emociones que un pintor avezado y laborioso, pero sensible, pudiera fijar en un lienzo con la imagen más conseguida, más sentida, más perseguida y más auténtica. 

(Óleo del pintor francés Jean-Baptiste Camille Corot, Recuerdo de Mortefontaine, 1864, Museo del Louvre, París.)

19 de febrero de 2015

El Arte no desea saber nada de la realidad ni de la verdad, tan solo de la emoción, de la melodía, su leitmotiv...



En España el Realismo y el Impresionismo no fueron estilos artísticos que se desarrollaran tanto ni al mismo tiempo que en el resto de Europa. Así que desde mediados del siglo XIX la Pintura en España no acabaría por encontrar acomodo en ningún estilo concreto. Los grandes modelos estéticos, Goya entre ellos, ya habían pasado. ¿Qué hacer ahora sin ellos? Dos conceptos vinieron ayudar a salir de esa atonía estética, de esa confusión artística tan desoladora. Por un lado, cuando no se tiene claro qué estilo utilizar se hallará que la mezcla de ellos es la solución: el Eclecticismo. Por otro, ¿a qué mayor temática se podría recurrir en España?: a la Historia. Desde una perspectiva exclusivamente artística, de Arte en el sentido más arrebatador y auténtico del término -lo que fue Goya por ejemplo-, la Pintura española de la segunda mitad del siglo XIX fue deslucida, sin perfil, sin fuerza o sin originalidad. Y es por eso que el Eclecticismo español de esa época, realmente el único eclecticismo que hubo en el Arte por entonces, combinaría varias tendencias en una sola: un Realismo (en el sentido de que la figuración lo fuera no que fuera real lo que representara), también un Academicismo hispanizado, luego además un pseudo-Impresionismo, paisajista o no, y, por fin, un Romanticismo exagerado, pero éste no tanto en los trazos pictóricos como en la esencia de lo buscado para ser expresado ahora en un lienzo. Eugenio Álvarez Dumont (1864-1927), como todos los pintores españoles destacados de entonces, se formaría en la prestigiosa Academia de Bellas Artes de San Fernando. Más tarde lo haría en Roma y acabaría viajando a Marruecos para interesarse por un cierto espíritu orientalista que lograse aunar estilo e inspiración. Se especializó en temas históricos, especialmente el periodo alrededor de la Guerra de la Independencia de 1808.

En el año 1887 se decide el pintor español a crear una escena histórica de una profunda emotividad sentimental. La guerra de la Independencia española tenía muchas, grandiosas batallas o momentos estelares del levantamiento contra los franceses, como lo había pintado Goya incluso antes. Pero Dumont elige ahora una leyenda, sin embargo, con muy poco rigor histórico pero de una gran sensibilidad popular y de muchísimo fervor estético: la muerte de una hermosa joven madrileña vengada luego por su decidido padre. La leyenda popular fue recogida por las crónicas románticas de la ciudad y luego llevada a ser plasmada en la historia para reivindicar muy emotivamente unos hechos sangrientos ocurridos en Madrid. La reseña que describe la obra en el Museo del Prado, donde está la pintura de Dumont, dice algo así: El cuadro rinde homenaje a dos de los héroes que alcanzaron más legendaria gloria en la lucha del pueblo de Madrid contra las tropas francesas. El guerrillero Juan Malasaña da muerte al dragón francés que acaba de asesinar a su hija Manuela, quien suministraba munición a las tropas españolas del cuartel de Monteleón. El panadero madrileño Juan Manuel Malasaña era descendiente -curiosamente- de un artesano francés, Jean Malesange, que se había instalado en Madrid tiempo atrás para ofrecer los maravillosos panes de Francia. Como muchos otros madrileños se enfrentaría con las bárbaras acciones que las tropas napoleónicas infringían en Madrid. Su hija Manuela Malasaña, humilde adolescente por entonces, trabajaba en una casa de costura cuando aquel dos de mayo de 1808 la sorprendiera desolada. La realidad al parecer de los datos actuales es que nada de lo reseñado o de lo registrado en la leyenda sucedió en verdad. Sí que Manuela murió aquella jornada, pero como muchos madrileños anónimos también lo hicieron. Tal vez influyó su belleza, tal vez su inocencia, tal vez su juventud, tal vez que murieron ambos, padre e hija, en aquellos terribles momentos.

Pero esos detalles históricos es que no importaban nada al Arte, para el pintor -como para el Arte- la verdad sencillamente no interesa nada en absoluto. La leyenda es la única fuente necesaria para expresar un sentimiento artístico representable. Si no, ¿cómo hacerlo entonces artístico? La emotividad en el Arte exige que una muerte joven y bella, zaherida incluso, caiga ahora delante de los ojos del espectador admirado. Y, luego, que una reacción violenta de venganza de esa belleza caída surja ahora poderosa contra la ofensa vil y opresora de esa misma belleza zaherida. Algo esto, la ofensa vil y opresora, que debe ahora ser grandiosa además, que debe estar adornada con los elementos encumbrados de su poder estético: el casco y peto napoleónicos. A la vez que sorprendida se enfrente ahora sin razón contra la fuerza, ridícula pero auténtica, de lo más invencible o de lo más persistentemente invencible: el dolor por la pérdida más querida y más espiritual, por la más sentida o por la más emotiva o por la más eterna. Eso es tan sólo lo que el Arte requiere para serlo. Que su padre hubiese muerto antes, que ella -Manuela- fuese fusilada luego en grupo o que ningún dragón de las fuerzas napoleónicas fuese -justamente- sentenciado en ese asalto, poco o nada relevante será ya para representar así esa historia artística.

Sin embargo, el pintor español Álvarez Dumont conseguiría todo eso en su obra de Arte. Lo conseguiría además desde la composición más emotiva del hecho descrito. Porque la acción violenta es ahora motivada por algo personal casi... Ahora, alejado de las fuerzas napoleónicas que recorren las calles, el dragón coracero francés está arrinconado y vencido por el guerrillero madrileño. La patria está abatida ahora aquí en el suelo, y su belleza -la de la joven madrileña- se percibirá desolada  y eterna junto a su inocencia y valor intangibles. Pero, pronto esa misma belleza zaherida es vengada y lo es como sólo las ofensas más sentimentales puedan serlo. Un balcón florecido -primaveralmente florecido- y un farol solitario y deslucido serán los únicos testigos iconográficos del terrible hecho sangriento. Y el pintor utilizaría aquí el Romanticismo más genuino, ese mismo que terminara hacía ya cincuenta años antes, pero que, ahora, lo llevaría el creador español a su más histórico y apasionado momento emotivo. Por la misma época -cinco años después- otro pintor decimonónico español, Francisco Pradilla Ortiz (1848-1921), llevaría a cabo otra semblanza de la historia de España a un lienzo artístico. Según contaban las leyendas, cuando Granada fuera tomada en el año 1492 por los Reyes Católicos, el emir árabe granadino Boabdil tuvo que marcharse de la ciudad andaluza camino de Motril hacia el sur, para embarcar así fuera de España para siempre. Sin embargo, poco antes de dejar de ver su hermoso paisaje granadino, justo en lo alto de una loma -el suspiro del Moro- de ese mismo camino sureño, se volvería ahora el rey árabe para mirar a la Alhambra por última vez y poder así pronunciar su madre allí las poéticas palabras ("llora como mujer ya que no has luchado como un hombre")... que ella nunca pronunciase.  

(Óleo Malasaña y su hija se baten contra los franceses en una de las calles que bajan del parque a la de San Bernardo. Dos de mayo de 1808, del año 1887, Eugenio Álvarez Dumont, Museo del Prado, Madrid; Óleo de un representante del Eclecticismo español, Desnudo de mujer, 1902, del pintor español Ignacio Pinazo Camarlench, un impresionismo academicista hispano, Museo del Prado; Detalle del mismo cuadro de Pinazo Camarlench; Cuadro del pintor español, representante también de ese Eclecticismo hispano, Francisco Pradilla, El suspiro del Moro, 1892, Colección particular; Obra extraordinaria de un pintor extraordinario, seguidor de Goya, y que aquí no recreará nada conocido, sino un lugar de fantasía, un paisaje tan extraño como su pintura, Puerto fluvial junto a un Castillo, 1850, Eugenio Lucas Velázquez, Museo del Prado, Madrid.)

(Dedicado a Lourdes, una bloguera madrileña)

27 de enero de 2015

La quintaesencia del Arte la descubrió un creador incomprendido, un ser anticipado y diferente.




Es una barbaridad que los museos no faciliten imágenes en alta resolución de sus obras catalogadas. Uno de los pocos museos de todo el mundo que lo hace es el madrileño Museo del Prado. En la era de la comunicación y la imagen global ésta es una asignatura que los años culminarán alguna vez. Para entonces,  para los afortunados que lo puedan ver, será una maravillosa epifanía del Arte, algo que acercará aún más a las grandes obras maestras de la historia. Así que, hoy, sólo puedo ofrecer estas pobres imágenes de una de las composiciones más extraordinarias producida por el más extraordinario de los creadores del Arte manierista. Sí, extraordinario. Porque lo fue, porque El Greco tuvo la genialidad de diferenciarse del resto con algo más que con sutilezas o con técnicas. Se dijo de él que no quiso pintar como el gran Tiziano, que ya existió uno así, tan grandioso con su Arte clásico, y que El Greco debía ahora imaginar cómo hacerlo de otra forma... Es una crítica que por entonces algunos le hicieron argumentando que el pintor cretense dejaría de hacer composiciones equilibradas, comprensibles, naturales o clásicas para hacer así, de esa forma tan particular de pintar, una confusa, desordenada, chirriante y poco brillante obra.

Pero como él sabía pintar, como era algo que dominaba, El Greco pudo luego hacer con sus obras lo que quiso -como lo hiciera Picasso-, es decir: diferenciarse con algo más que con su moderna técnica, distinguirse además con la mayor originalidad que un creador hubiese nunca tenido entonces. Hay dos obras suyas fuera de España, bueno, hay muchas, pero me refiero aquí a dos que son concretamente muy parecidas, casi idénticas, y tituladas ambas obras igual: La Oración en el huerto de Getsemaní. ¿A quién se le hubiese ocurrido pintar a los apóstoles empequeñecidos dentro de una nube redondeada sobre la tierra? ¿Quién hubiese pintado entonces una roca que no parece una roca?, ¿a quién se le hubiese ocurrido pintar una obra que lo único que tuviese de naturalidad fuesen unas ramas o las hojas en un monte un poco ensombrecido? Porque la luz es otra cosa utilizada por el creador toledano de un modo muy personal y anticipado. Pero, no solo eso. Uno de los detractores que tuviese El Greco en España lo fue el humanista, escritor, poeta, políglota, matemático, músico, teólogo y clérigo José de Sigüenza (1544-1606), todo un gran intelectual entonces. El rey Felipe II lo nombra bibliotecario del  Monasterio del Escorial, un lugar por entonces, pleno siglo XVI, que fuese el más privilegiado centro de cultura archivada del mundo. Pero no fue Sigüenza un reaccionario cultural, llegaría incluso a ser encausado por la Inquisición por haber utilizado evangelios apócrifos para sus sermones..., o por usar también un lenguaje evangélico -a pesar de ser poeta- mucho más claro, directo y sin añadidos que suavizaran o hicieran más comprensible el contenido sagrado. Esto y la cercanía e influencia cultural al rey de España hizo que muchos sintieran envidia de él. Y todo eso le malograría. Sin embargo, no pudo evitar que una simple opinión de gusto personal sobre la estética de El Greco hiciera de José de Sigüenza un muy injusto crítico del pintor. Influyó en las decisiones artísticas que Felipe II tuviese sobre el Arte de El Greco. Como lo hizo cuando denostase la obra de este pintor El martirio de san Mauricio y su legión tebana, aludiendo entonces a cuestiones teológicas su crítica artística. No podía ser que un santo, decía Sigüenza, pareciese en el lienzo manierista tan humano o tan poco sagrado: todo eso contribuiría a que los que viesen la obra no les apeteciese ahora rezar, sino verla...

Todas esas cosas y su técnica, su novedosa y sorprendente técnica para entonces, así como una personalidad muy peculiar, hicieron que El Greco no fuese reconocido hasta muchos siglos después, cuando los románticos del XIX comenzaran a ver en él otras cosas y esa genialidad tan desconocida. Y estas dos obras tan parecidas nos ayudan aquí, como todas las suyas, para percibir ahora algo más de ese rechazo y de esa genialidad. Una de las cosas que el padre Sigüenza afirmara entonces es muy posible que no se alejara mucho de la verdad. A la vista de sus obras, los lienzos de El Greco no servirían tanto para recoger el ánimo cristiano y rezar a la santidad representada. Y esto es así porque este pintor expresaba la personalidad de los santos y de todos sus personajes como la de cualquiera de nosotros. No distinguía absolutamente nada, iconográficamente, en la representación de un ser humano o divino de la de otro cualquiera, aunque fuese incluso un dios. Sin embargo, el misticismo y la espiritualidad de El Greco fueron uno de sus mayores alardes creativos. ¿Entonces, por qué ese contraste? Pues porque este pintor misterioso reflejaba la divinidad en toda su obra pictórica, en todos sus elementos y no en ninguno solo.

En La Oración en el huerto, en ambas obras semejantes, se ve sutilmente como está en todo el lienzo la santidad universal que él representaba siempre. Jesús está en primer plano, es la figura principal, pero la magnificencia de lo que supone el sentido espiritual de la creación está aquí, sin embargo, en toda la obra artística, desde un cielo sobrecogedor y su luna poderosa hasta la composición tan excitante y sorprendente de la misma obra. ¿Cómo no dirigir la vista ahora hacia esa nube redondeada y acogedora donde los apóstoles, protegidos, forman el contrapunto a unos soldados que, ahora, reunidos, se acercarán indecisos a lo lejos? Hasta los pliegues de la roca oscurecida se confunden con los de los vestidos, y los de éstos con los pliegues de las volutas de unas nubes ahora diferentes. Y la luz, y los colores... (esos mismos colores que ahora nos dejen algo vislumbrar estas reproducciones imprecisas). Porque ambas cosas estéticas determinan aquí la anticipación y el genio extraordinarios de El Greco. En una escena nocturna bajo la tenue luminosidad de una luna cegada por nubes macilentas se representa en la obra la centrada figura de Jesús, oculta aquí de la luz astral tras una roca pero que su figura aparece, sin embargo, toda ella iluminada ahora sin sentido... Pero es que un rayo de luz le llegará a Jesús desde el ángulo donde ahora un ángel se sitúa poderoso. Y es entonces cuando se reflejará ese mismo rayo en sus colores: ¡y entonces es cuando esos colores cambiarán...! Pero, no son solo los colores de la divinidad los que vibran ante los ojos del observador. La sugestiva túnica amarillenta del ángel compite aquí con los otros divinos colores encarnados o azules reflejados de antes. Y por todo eso El Greco fue un anticipador y un artista místico extraordinario. Acercaría la creación estética a lo que, mucho tiempo después, llegaría a sublimarse luego en la modernidad artística. Pero también fue un muy decidido y sutil filósofo de todas aquellas verdades trascendentes o espirituales. Esas mismas verdades que están ahora ocultas -o manifiestas- entre todas las cosas representadas y tan bellamente visibles de la obra.

(Óleo La Oración en el huerto, 1595, El Greco, Museo de Arte de Toledo, Ohio, EE.UU; Lienzo La Oración en el huerto de Getsemaní, 1590, El Greco, National Gallery, Londres.)

8 de enero de 2015

La nueva mitología del siglo XXI, donde los nuevos héroes caídos ahora deben ser modelos de virtud.



Los héroes de la antigüedad griega siempre fueron grandes héroes. Todos ellos. La fuerza de su coraje, su insobornable talante ante la adversidad o su furia ante la muerte; pero, también su agnegación, su valentía, su firme decisión ante las cosas veleidosas dirigidas por los dioses. Unos héroes eran elegidos por los dioses y su divina descendencia y otros mostraron ser solo hombres, seres humanos que lucharon virtuosos por defender aquello en lo que creían. Y así los grandes poemas homéricos glosaron la vida de casi todos ellos, tanto la de los míticos héroes como la de los menos míticos hombres. En uno de esos famosos poemas legendarios, en la Ilíada, se cuenta la gesta enfrentada a muerte de dos de aquellos héroes. La historia legendaria y su eterna fama vanagloriada dejarían, sin embargo, solo a uno de ellos como al héroe más excelso, valeroso o mejor modelo guerrero de la historia. Así pasaría a la historia Aquiles, el más querido por los dioses, el más adorado por la leyenda o el más recordado y renombrado de los grandes personajes heroicos y míticos de Grecia.

Y entonces Héctor, el otro héroe, el más humano, el que se enfrenta con Aquiles en Troya, pasaría a la leyenda y a la historia sólo como un valeroso troyano más, solo como un hombre que defendería con honor a su patria y su familia, pero sin gloria alguna de leyenda. Y, ¿por qué fue así? Porque moriría ante Aquiles y soportaría el agravio desolado de lo vencido, resistiría sin brillo el oprobio histórico más insulso ante el glorioso y gran vencedor mítico griego. Es decir, por estar ahora Héctor un peldaño inferior ante el alarde famoso de su invicto adversario mitológico. En el Arte se han representado gloriosamente aquella gesta mítica y a sus héroes. Aquiles fue esculpido siempre por los griegos helenísticos, fue pintado luego por los creadores renacentistas o el barroco Rubens, y, algo más tarde, retratado orgulloso por los artistas románticos decimonónicos. En todas las obras rememorando al gran héroe mítico que fuera Aquiles: o en su formación adolescente ante el centauro Quirón, o ante el cadáver de Patroclo en Troya, o disfrazado de mujer cuando su madre, la diosa Tetis, tramara ese ardid para evitarle ir a la guerra -esta es una versión muy posterior a Homero- troyana. A Héctor tan sólo el Romanticismo francés se decidiría a homenajearlo con el Arte.

De todas las posibles obras maestras de la historia solo una dedica a Héctor la mejor de sus obras sobre Troya. Cuando el extraordinario pintor francés Jacques-Louis David quiso glosar una escena legendaria de Troya, compuso en el año 1783 su lienzo Lamento de Andrómaca ante el cuerpo de Héctor. El genial pintor francés, aunque neoclásico de formación, no pudo evitar elogiarlo con el sesgo romántico que pronto abrazaría el orbe del Arte. Así que el creador francés muestra el cadáver de Héctor postrado heroicamente ante su esposa Andrómaca y su hijo Escamandro. Es decir, glosaría David la figura de Héctor como mejor creía  el pintor que podría y debía hacerlo con un gran héroe mitológico. Como se glosan a los mejores seres caídos ante el valor de su más virtuosa elección. Porque esto es lo que diferencia a Héctor de Aquiles. Los motivos. Es decir, en el caso de Héctor fue la elección honesta de un ser libre ante la cruel fatalidad del destino. Porque hay que pensar que Aquiles fue el ser más invencible entonces: a diferencia de Héctor era un semidiós. Su madre, la divina Tetis, era una pequeña deidad del mar con algunos poderes añadidos. Ella cubriría el cuerpo del pequeño Aquiles bajo las aguas mágicas de su potestad divina. Menos el talón...  De ese modo nunca fue vencido en las luchas que librara en Grecia, siempre arrojado, siempre belicoso, siempre valeroso ante el enemigo. Por eso fue buscado cuando los griegos se empeñaron en ir a Troya. Sin él, no hubieran conseguido vencer. La historia legendaria encierra misterios curiosos, ¿por qué hubo de caer Troya?, ¿por qué se glosaría tanto su caída?, y ¿por qué algunos héroes fueron llevados a la gloria más insigne, especialmente Aquiles, frente al más humano y menos recordado Héctor? Sin embargo, la grandeza del troyano, la mayor virtud de Héctor fue su decisión de morir antes que perder su libertad.

Porque Héctor pudo huir al comprender que debía enfrentarse solo ante el más invicto y temible Aquiles. O pudo abandonar con su familia Troya; o pudo aconsejar a los troyanos que no se enfrentaran a los griegos. Negociar incluso, tratar de conseguir al menos la vida, aunque perdiera con ello su propia libertad o su honra. O también perderla al no elegir ser libre ante la amenaza cruel, fulminante y despiadada de Aquiles. Héctor fue el verdadero héroe de la Iliada. Sin embargo, la historia lo relegaría a una figura muy secundaria. Porque entonces, en los años siguientes a aquella mitología utilitaria, lo más importante o relevante de la vida no era elegir los valores ante una muerte inevitable; no, lo más importante entonces era vencer, despiadada o temerariamente, incluso con las mayores crueldades inhumanas ante al adversario. Aunque estas crueldades fueran tan viles, pero con ellas se pudiera ahora obtener el triunfo ante la guerra, la osadía ante los otros o ante una contienda personal. Eso era todo lo que representaba Aquiles, y así se glosaría en las formas estéticas en que su memoria fuera recordada. Pero, a cambio, Héctor solo pasaría a ser un defensor valiente, un personaje honesto y resignado ante la supremacía del invicto héroe más elogiado. Luego el Romanticismo recuperaría la figura del héroe troyano Héctor, y, últimamente, es quizá más elogiado por sus valores más éticos ante la vida real, no tanto ante la legendaria... Pasaría a ser un gran héroe, un gran defensor de los ideales o de las libertades humanas. Porque él luchó y murió por esos valores y esa libertad en las que creía. Aquiles luchó tan sólo por su gloria.

Ayer cayeron en Francia unos hombres por lo mismo... Uno de ellos, Stéphane Charbonnier, defendió siempre morir antes que no poder vivir en libertad. Lo mismo que aquel héroe legendario troyano hiciera siglos antes. Representan lo mismo. Hoy, en este nuevo siglo lleno de promesas, la vida ha trastocado totalmente la leyenda. La mitología en este siglo debería estar glosada por los nombres de los hombres que han caído por lo mismo. Ellos son ahora los nuevos héroes. Ellos deberían ser reconocidos como héroes del nuevo siglo... Porque recuperan con su gesto entregado un principio por el que ya moriría mucho antes un hombre legendario. Por la libertad. Con ello elogiaremos la figura inequívoca de los héroes de ahora, los que se enfrentarán siempre a lo despiadado, a lo sangriento, a lo fanático, aun a pesar de sacrificar con ello lo más valioso que tengan: su propia vida humana. Según contaba el antiguo escritor griego Pausanias (siglo II d.C.), la ciudad griega de Tebas mandaría una vez una delegación a Troya para recuperar los restos de Héctor y depositarlos luego en una tumba erigida cerca a la fuente Edipodia -donde Edipo se purificó de sus erráticos crímenes-. Al parecer los tebanos habían recibido una profecía de un oráculo que les decía algo así: Tebanos que vivís en la ciudad de Cadmo, si queréis vivir en vuestra patria con gran felicidad traed a ella los restos de Héctor priámida desde Asia, y honrad así al mayor de los héroes que haya posado nunca sus pies sobre la tierra.

(Óleo del pintor neoclásico francés Jacques-Louis David, Lamento de Andrómaca ante el cuerpo de Héctor, 1783, Museo del Louvre, París; Obra barroca de Rubens, siglo XVII, Aquiles derribando a Héctor; Cuadro del pintor norteamericano Benjamin West, Tetis consuela a Aquiles llevándole su armadura, 1806, New Britain Museum of American Art, Connecticut, EE.UU.)

5 de enero de 2015

Todas eran ella o cuando la impresión nos hace rememorar la ausencia del cuadro.



Un veinticinco de febrero del año 1872 nacía en Portsmouth, Inglaterra, la joven modelo de arte Rose Amy Pettigrew. Sus padres eran unos humildes trabajadores de esa época difícil de finales del siglo XIX tan industrializado. Habían tenido trece hijos, pero Rose y sus hermanas Hetty y Lily destacarían por su belleza y dedicarían su juventud a ser modelos de pintores, algo muy bien pagado en el Londres finisecular. Muy pronto se marcharían Rose Amy y sus hermanas a Londres para trabajar modelando. En el año 1884, con solo doce años de edad, comienza Rose a posar para destacados artistas como el pintor prerrafaelita John Everett Millais. Pero en el año 1891 acabaría siendo la modelo artística más famosa de un impresionista británico muy peculiar. Un pintor que, a pesar de haber sido educado en el París más impresionista, terminaría creando su propio estilo pictórico particular. Conseguiría demostrar el pintor Philip Wilson Steer que el Arte es algo más que una tendencia conocida o estereotipada, es, sobre todo, una emoción particular llena de inspiraciones sorprendentes para todo aquel que alcance a descubrirlas.

Pero lo que consiguió este pintor una vez sería llevar su Arte a la más completa y universal sensación de impresión eternizada más anónima del personaje. Para nada necesitaría entonces de la extraordinaria belleza de la joven Pettigrew, para nada de sus facciones hermosas que habían llevado a ella y sus hermanas a modelar en el Londres más despiadado de aquel tiempo. En la obra Joven con vestido azul apreciamos a una mujer sentada ahora con una pose permanente... Una pose que reflejaba así todas las posibles poses de todas las posibles modelos imaginadas por un observador inspirado. Porque no es ahora ella nadie en concreto y serán así todas las posibles... En este sublime cuadro impresionista el creador buscaría entonces el momento artístico más permanente que su tendencia le propiciara componer. Porque es ese preciso instante ahora donde estamos percibiendo todos los rostros, todos los momentos o todas las posibles facciones de todas las posibles historias sentimentales habidas o por haber en el mundo...

Por eso mismo buscaría el pintor entonces crear una escena desnuda de identidad, sin los rasgos personales que delimitan la vida, la identidad o la persona concreta. El Impresionismo vino extraordinariamente bien para ayudar al pintor en eso. Es uno de los sentidos estéticos ahora, el paradigma emotivo más general representable, el que el pintor mejor conseguiría entender de su indefinida tendencia impresionista. Como en la poesía, asociaremos las emociones inspiradas de un verso a los rostros particulares recordados por nosotros. ¿Quién fue realmente aquella joven de azul? Sabemos que fue Rose Pettigrew, una modelo inglesa de Portsmouth nacida en el año 1872, pero, ¿es ella en verdad la que estamos viendo nosotros ahora? No. Son todas y ninguna. Todas las que alguna vez inclinaron así su rostro o lo fuera cubierto por un cabello poderoso o por un sombrero rutilante o por una perspectiva diferente. En otra creación suya del año 1888, El puente, el pintor Wilson Steer iría mucho más lejos. Aquí no necesitaría, posiblemente, de modelo alguna para hacerlo. Porque no es posible aquí ya más que imaginar las inmensas mujeres que puedan ser ella ahora, esa misma que está ahora aquí mirando el fondo descubierto y profundo del cuadro.

Y es que el Impresionismo fue una oportunidad maravillosa para glosar lo imaginado existente, es decir, no ya solo lo imaginado, como harían luego el simbolismo o el surrealismo, no, sino una imaginación de algo que sí existe, que ha existido o que puede existir en la memoria de todos y cada uno de nosotros. Que tiene una vida tan real como parece tener ahora detrás de esos colores o trazos -artificios pictóricos que lo ocultan- la figura ideada por nosotros, esos que ahora miramos, nostálgicos, el cuadro. Este es el regalo que nos hizo el Impresionismo y que creadores como Philip Wilson Steer (1860-1942) supieron llevar al lienzo en algunas de sus obras. Las miramos ahora y la personalidad que reflejan sin verse son para nosotros la única posible... Nosotros, los verdaderos creadores de la identidad de ese invisible rostro. No nos son ajenas y no tenemos siquiera que saber la historia detrás del cuadro. Nada de eso es necesario en el Impresionismo, cosas que sí pueden serlo en otras tendencias para llevar alguna Belleza realmente a la imagen representada en el cuadro. Pero, aquí no. Aquí no es preciso ni deseado eso para llegar a apreciar la belleza rememorada en el cuadro. Ésta sólo la veremos nosotros, sólo nosotros, ni el autor, ni la modelo, ni siquiera la propia obra satisfecha. Porque la vemos ahora con nuestra nostalgia fingida o con nuestro recuerdo ideado o con nuestra vívida imagen más deseada y sentida. Todas ellas atrapadas entonces entre la impresión rememorada de antes y la ausencia buscada en el cuadro.

(Óleo del pintor impresionista Philip Wilson Steer, Joven con vestido azul, 1891, Tate Gallery, Londres; Autorretrato de Philip Wilson Steer; Lienzo de Wilson Steer, La playa de Walberswick, 1889, Tate Gallery; Óleo de Wilson Steer, El puente, 1888, Tate Gallery; Retrato de Rose Pettigrew, 1892, Philip Wilson Steer; Retrato de Philip Wilson Steer, 1890, del pintor impresionista británico de origen alemán Walter Richard Sickert, National Gallery, Londres, el cual retratará a su colega pintor delante de un cuadro donde se vislumbrará difícilmente el retrato y la identidad de una mujer pintada.)