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19 de enero de 2023

La sensibilidad más humana en el Arte actual expresada sin la representación figurativa de sus propios seres.



 El Arte siempre se habría impregnado de la filosofía de su época. En el Renacimiento, por ejemplo, fue el Neoplatonismo de Ficino; en el Romanticismo fueron los filósofos europeos, particularmente el Idealismo de la Naturphilosophie alemana de finales del siglo XVIII; en el Impresionismo y Modernismo de finales del siglo XIX y principios del XX fue el liberalismo burgués capitalista. Pero, desde finales del siglo XX en adelante, y que todavía perdura en nuestra sociedad, fue el Existencialismo, aquella filosofía humanista que pensadores franceses (Sartre, Camus) plasmaron en sus escritos y ensayos tan estimulantes. En la evolución estilística del Arte desde principios del siglo XX el ser humano se ha sentido huérfano, sin embargo, de cierto sentido existencial. Es precisamente desde finales del siglo XX y hasta hoy cuando los espíritus creativos han encontrado un cierto parnaso artístico extraordinario en la expresión estética más emotiva de la existencia y de su sentido del mundo. Creadores españoles actuales, espíritus sensibles que utilizan el Arte para expresar sus propios sentimientos, comienzan a crear sin las limitaciones estilísticas de escuelas, tendencias, tradición o arraigos. Cuando la expresión es libre y emotiva la creación artística alcanza su más alto sentido en el mundo. Los primeros creadores del Arte que tuvieron ese sensible prurito artístico fueron españoles, concretamente durante el Barroco espiritual tan ensimismado de mediados del siglo XVII. Un ejemplo lo es Francisco de Collantes (1599-1656). Pero fue el Romanticismo, claro está, la tendencia más precursoramente existencialista. Sin embargo, los románticos fueron más allá del sentimiento interior ensimismado del Existencialismo. Ellos utilizaron la metafísica del Idealismo y la sublimación de la Naturaleza para componer obras pictóricas llenas de color, de asombro, de paisajes imposibles o de enormes contradicciones. Tiempo después, el Impresionismo sería el primer estilo artístico que utilizaría la sensibilidad humana para representar la imagen emotiva. Pero no sería la sensibilidad lo que primaría en el Impresionismo sino la imagen. El Modernismo, las Vanguardias, la Abstracción, el Expresionismo abstracto se olvidaría del sentimiento individual. Trataría más bien de buscar un cierto sentimiento colectivo, propio de las terribles experiencias bélicas e ideológicas que asaltaron la sociedad y el mundo en la primera mitad del siglo XX.

Pero la historia continúa su camino impertérrito, la sociedad avanzará siempre sin consideraciones emotivas. La desubicación del sentido artístico hoy en día tiene una sola respuesta estética: la expresión libre, íntima, sincera, emotiva y personal de los creadores, que buscarán así expresar sus propios sentimientos. El pintor actual malagueño Enrique Vázquez es un ejemplo significativo de eso. Asomado al Arte desde sus acuarelas propiciatorias, buscará en su expresión artística la fuerza emotiva de un sentimiento personal ineludible. En su obra Estío el pintor tratará de representar, con la calma, la paz y el sosiego de su encuadre, la serenidad de una contemplación existencial muy poderosa. Llena además de líneas, de geometría, de sombras y realce. Una composición estética atrevida y conseguida por una perspectiva y una tonalidad muy sorprendentes. Nada más. Quiero decir, no hay seres humanos, no hay ninguna representación figurativa del ser objeto y sujeto de esa misma necesidad expresiva. En la obra de Vázquez no hay seres humanos. Aquí el Existencialismo es una forma de subjetivismo primario donde lo que se ve es la sensación de lo que se siente: inspiración, ensimismamiento, reflexión íntima. Reflejo además de un mundo que nos acompaña para poder entenderlo ahora, sin embargo, sin la participación confusa de lo humano. En su otra obra, Generosidad natural, el artista malagueño buscará lo mismo, incluso llegará más allá: tratará de expresarnos, con belleza ilustrativa, la fuerza insobornable de una naturaleza generosa que ofrece ahora sus frutos sin esperar nada a cambio. Pero el pintor no compone ahora un árbol generoso en el propio escenario natural libre y campestre, no, lo compone en el mundo creado por el hombre. Así, lo compone encerrado por las mismas creaciones que el ser humano levantará para poder aislarse de la Naturaleza. Es así como la expresión de esa generosidad natural el pintor la subrayará aún más mostrando un ser no humano, un árbol, que, a pesar de su desarraigo ambiental, no sucumbirá jamás ante la fuerza de su alto destino generoso. 

Estas creaciones artísticas actuales, herederas del Impresionismo decimonónico y de la figuración del paisaje de todos los tiempos, nos lleva ahora, sin embargo, a un sentido existencial y emotivo que el Arte siempre debería expresar en sus obras. El pintor malagueño lo consigue con sencillez, pero también con la firmeza de un trazo poderoso y decidido. Brillantez artística y sentimiento emotivo. Dos cosas que ya los creadores del Barroco español del siglo XVII comenzaron a desarrollar sin sospechar siquiera que, muchos siglos después, los artistas necesitarían seguir aún experimentándolo. Y es que la emotividad es lo único que merece ser valorado en una obra de Arte, sobre todo aquella que se precie de transmitir cualquier cosa que tenga que ver con la expresión más humana. Y además, como en el caso de Vázquez, con la extraordinaria sutileza de plasmar una emoción humana sin la representación estética de ninguna figuración que exprese esa misma humanidad. 

(Acuarela Estío, 2023, del pintor actual Enrique Vázquez, Colección Privada; Acuarela Generosidad natural, 2023, del mismo pintor, Colección Privada.)

8 de septiembre de 2022

Una metáfora expresionista de la vida entre la maraña existencial de una patria perdida.


 Hace un siglo creadores chilenos crearon en París un grupo artístico para tratar de responder a la maraña creativa que a comienzos de los años veinte latía poderosa en Europa. El Grupo de Montparnasse lo componían pintores que habían sido alumnos del Postimpresionismo pero querían ir más allá. El fuerte color y la transgresión compositiva les llevaron a destacar el Fauvismo, el Expresionismo y el Cubismo. Algunos consiguieron satisfacer su creatividad y otros, simplemente, pasaron a engrosar la marginal historia de aquellos que, sabiendo lo que quieren, no siempre logran expresarlo. Pero hubo un pintor chileno nacido en Valparaíso que, al menos, consiguió la difícil tarea creativa de compaginar innovación con la universal sensibilidad de lo que el Arte persigue con sus alardes. Camilo Mori (1896-1973) llevaría a cabo una pintura en París en 1926 a la que titularía El carrusel de los niños. Tiempo antes un poeta checo, Rainer María Rilke, había escrito: La verdadera patria del hombre es la infancia. ¿Cómo se puede coincidir tanto en dos creaciones artísticas? Porque lo que compuso el pintor chileno fue precisamente eso que escribió el poeta checo, y lo hizo desde la natural y expresiva sutileza que el Arte permite a sus creadores. En su obra hay Impresionismo, Fauvismo, Cubismo y una maravillosa interpretación estética de la naturaleza sagrada de la infancia. Para impresionar el Arte había obtenido de los pintores del siglo XIX la suerte de exponer formas y figuras sin la perfilación clásica de sus maestros. Pero esa eventualidad produjo la más extraordinaria forma de expresar una sombra sin dejar de ser parte esencial de su figura. Ambas se fusionaron, la figura y la sombra, en la poderosa expresión plástica de un reflejo diferente donde la luz nacía de las cosas y no éstas de aquélla. Pero antes de eso el pintor Manet experimentó con el tiempo, con el instante, con la sombra... Revolucionaría la impresión y la expresión clásica pero, también, el sentido comunicativo de lo que una imagen artística podía representar con un mensaje alusivo. Camilo Mori no transgrediría tanto como Manet, pero, sin embargo, conseguiría una vez aludir, serenamente, la mejor impresión expresiva que una simple imagen estética pudiera plasmar en un lienzo modernista. 

Ante la frondosidad de un bosque otoñal oscuro y desolado, la figura colorida de un carrusel infantil destacará recóndita sobre las verticales y solitarias figuras vegetales. Pero no solo los árboles adultos mostrarán su alejado espacio temporal, sino que también los perfiles humanos adultos se oscurecen ahora frente a los coloreados trazos infantiles. Qué maravillosa decantación por aquella patria verdadera que el poeta glosara de la infancia. La obra de Mori es como un canto desesperado por la pérdida o por la lejanía o por la diferencia de una etapa humana y otra. Por eso el pintor titularía bien la obra no sólo como el carrusel sino como el carrusel de los niños, una reiteración necesaria para alinear una cosa enteramente con la otra. Por eso además pintará una figura adulta a la izquierda del cuadro totalmente alejada y solitaria, dirigiéndose ahora hacia ese lugar donde se resguarda la memoria y la holganza. ¿Cuánta metáfora existencial rezume el cuadro modernista? La vida es un desarrollo inútil desde la única forma existencial que tiene sentido padecerla. Porque el pintor elaboraría una aparición maravillosa entre los desolados huecos separados de los troncos oscurecidos que representan ahora ese desarrollo tan inútil y dramático. La vida coloreada destacará por sí sola sin otra artimaña que su propia esencia poderosa. Una esencia radicada en la infancia como momento y como espacio ante la espantosa culminación existencial de una vida desarrollada. ¿Es el desarrollo lo importante? ¿Dónde se empezará a partir esa esencia destacable que no alcanzará a recuperar la fuerza colorida de un instante? El carrusel ahora es la metáfora ante las asoladas figuras desarrolladas. El color es lo fundamental aquí para expresar lo que la vida no puede expresar sin esperar otra cosa que el opaco momento de una tarde... De una tarde oscurecida o de una tarde postergada de las etapas posteriores de la vida. 

El carrusel de los niños está ahora justo ahí dentro de la maraña inevitable de los barrotes temporales que le impiden no moverse y, por tanto, quedarse ahí para siempre. El desarrollo de la vida es inexorable, es imposible eludirlo con nada, ni siquiera con los colores o con la fragancia inspiradora de un escenario diferente. Está atrapado el carrusel como lo están la propia vida, el tiempo o la historia. Como lo están las figuras humanas adultas que ya no son más que una rémora de lo que fueron en tiempos anteriores, cuando su color era tan destacable como lo es ahora en esta esencia expresiva. La infancia es la verdadera patria del hombre, la única, la grandiosa, la que no se desarrolla, la que se mantiene distante y diferente, la que no puede volverse ni progresar sin perder lo único que la hace especial: su color y su fuerza existencial tan poderosa. Con esas sutiles intenciones el pintor chileno modernista compuso una extraordinaria obra de Arte. No pasaría a la gran historia del Arte, aunque mantenga, sin embargo, gran parte de la misma. Su inspiración expresiva nos permite recordar los versos de Rilke con la sutil metáfora de los colores y de las formas. Estas tienen en la obra de Mori una grandiosidad estética sublime porque hacen de un simple paisaje parisino una maravillosa reflexión estética sobre la vida. Lo verdadero, lo esencial, lo definitivo no está desarrollado sino que permanece, eterno, entre los destacables tonos coloreados de un mundo, sin embargo, tan monocolor y oscurecido como el desarrollo o lo imparable que una vida adulta consigan recrear, sin quererlo, con sus inútiles estrofas de lo vivido.

(Óleo El carrusel de los niños, 1926, del pintor chileno Camilo Mori, Museo Nacional de Bellas Artes, Chile.)


11 de agosto de 2022

Ante la existencia humana, Miguel Angel expuso su contradicción más desesperada.


 

En la última etapa de su vida Miguel Ángel combinaría manierismo volumétrico con fuertes rasgos de desesperación. Sus dudas fueron con los años acrecentándose, tal era su espíritu inquieto estética e intelectualmente.  Solo el color y el volumen satisfizo al artista renacentista su frustración cargada de años de decepción y contratiempos. Cómo tratar de compaginar la libertad creativa con la represión que padecería, fue algo que se llevó a la tumba. Pero dejaría en sus obras parte de eso que no supo vencer sino con su Arte. La creación fue su salvación, una salvación que no es comparable a ninguna otra posible en este mundo. La búsqueda de la belleza en Miguel Ángel fue explosiva y cambiante con los años. De un clasicismo griego sucumbiría luego en un manierismo arrollador para  acabar, finalmente, en un trascendentalismo artístico, algo que no fue más que una terrible y desesperada búsqueda de una belleza marchita. Si hubo un pintor existencialista mucho antes de existir el Existencialismo, ese lo fue Miguel Ángel. La mirada individual y perdida está en todos los rasgos humanos compuestos por él. Para él la humanidad es el centro de su creación y de su motivación estética. La fuerza del impulso renacentista está en este gran creador como en ningún otro. El choque entre la verdad de la belleza y la verdad revelada fue para él un suplicio espiritual insalvable. Lo que trató, sin éxito, fue de conciliar ambas verdades. Y si lo consiguió lo hizo únicamente con su Arte. Qué grandeza la del Arte, que puede hacer algo que la vida no puede conseguir. Para cuando pinta El Juicio Final los años le permiten transgredir muchas cosas. A esa edad su mente creadora no tiene reparos en nada, ni siquiera en compartir la falta de belleza aparente de algunas figuras humanas con la composición artística del conjunto, algo que llevará, siglos después, a un filósofo alemán afirmar que el todo es más importante que sus partes. La genialidad de Miguel Ángel, entre otras, fue empezar a transmitir que la belleza es la del conjunto y no la de sus elementos individuales. 

Del mismo modo, esa particularidad la llevaría a su espíritu desesperado: había que socorrer la idea magnífica de la divinidad absoluta frente a las diversas apariencias de esa representación evangélica. Para la salvación la genuina virtud era lo importante, y ésta no se encontraba para Miguel Ángel en poderosas oligarquías, eclesiásticas o no. En su mapa celestial-infernal del fresco de la capilla sixtina Miguel Ángel compone su dilema existencial. En uno de sus elementos figurativos compone un ser humano aislado abatido por la desesperación. Hay tres abominables seres que le inquieren, le arrastran, le sujetan o le dañan, pero él no parece sufrir ese tormento real tanto como otro que expresa con el desgarrado abatimiento de su rostro. Con su mano tratará de sostener el perverso momento del autoengaño.  Porque esto es lo que el artista florentino parece tratar de transmitirnos. Es la desolada experimentación que el ser padece cuando comprende que es él mismo el que ha errado de un modo imperdonable. Sin embargo, el pintor renacentista lo compone con los gestos y el impulso estético más enternecedor.  Por eso el castigo que compone no es tal, sino más bien el atropello de un destino que se satisface de un error, sin embargo, del todo perdonable. Por esto la expresión del sujeto abatido que lamenta sus decisiones el pintor lo compone con el más triste de los gestos compungidos. Hay teología, estética y filosofía en esa expresión. Y, por tanto, un reflejo del espíritu atormentado de un Miguel Ángel decepcionado del mundo. 

Seducido por la Reforma protestante no dejaría, sin embargo, su fe original que pensaba debía reformarse. El Arte le salvó de ser arrestado, pero, también de su propia desesperación. Como el personaje retratado que sufre tormentos, los seres humanos deciden también que la causa real de su sufrimiento no es otra que ellos mismos. Sin embargo, el pintor atraviesa el gesto desgarrador con la expresión más auto-consoladora que un ser pueda tener. No somos culpables, si acaso, más que de la mitad de lo que el mundo nos achaca indiscriminadamente. Y, a veces, ni eso siquiera. Nacer y vivir van unidos, y el hecho de nacer tuvo que ser culpabilizado para tratar de justificar una salvación entonces necesaria...  Pero no somos culpables de nacer ni de haberlo hecho de una determinada forma. Por esto la salvación es una contradicción filosófica. No hay necesidad de salvarse sino tan sólo de vivir. La salvación real está en la capacidad de quererse, tanto como en la de no hacer daño a los demás. Toda acción que justifique otras cosas no es más que otro autoengaño. Por eso la mano decidida que alivia en la figura desesperada que retrata el artista en su personaje abatido: mucho más alivia y sostiene que engaña o disfraza su propio delirio. No hay dolor mayor que dejarse llevar por el abatimiento existencial sobre un hecho del que somos ajenos, como una mínima parte, además parcial, de un universo totalmente incognoscible. Miguel Ángel lo sabía y por eso padeció la terrible contradicción de una fe salvadora y otra detestable. Como en la vida de cada uno de nosotros, que compartiremos nuestra creencia y nuestra descreencia sin llegar a comprender, muy bien, que ambas cosas son tan relativas como complementarias...

(Detalle del fresco El Juicio Final, 1541, del pintor manierista Miguel Ángel, Capilla Sixtina, Roma.)




26 de junio de 2022

La sabiduría estética de Paris Bordone en la representación de un mito universal.


 

La iconografía de Venus, Marte y Cupido en el Arte representó siempre una tríada estética que definía claramente el sentido de sus personajes mitológicos. En algunas obras con una relación inapropiada y en otras perfectamente natural. La historia del Arte los utilizaría más en la primera versión que en la segunda, pero, en ambos casos, con la determinación de una pasión amorosa inevitable y decidida. Pocos pintores consiguieron, sin embargo, lo que Paris Bordone alcanzaría con su obra manierista del año 1560.  En ella se nos representa una relación muy distinta de los dos amantes, sobre todo porque no hay una comunicación directa entre ellos. Cupido además se dedica a distraer a Marte del sentido primordial de su realidad amorosa. El gesto de Venus es sorprendente, ¿hay un gesto de Venus en el Arte más desolador o más enigmático? Ambos amantes sostienen la manzana pasional en sus manos, lo que no es suficiente para satisfacer una pasión ahora tan devaluada. Parecen sostener con ella una excusa sin sentido, por un amor utilizado ahora para un fin que no es el perseguido tradicionalmente. Marte mira a Cupido, que parece pedirle la manzana en un alarde poco estimulante a lo lúdico, a lo sensual, o a lo relacionador de su mito. Bordone fue un pintor veneciano a la sombra de Tiziano y los grandes discípulos de éste. Sin embargo, viajaría por Europa más que sus colegas venecianos, y se impregnaría de las diversas formas de expresión que la pintura de mediados del siglo XVI empezaba a experimentar. Especialmente su viaje a Francia fue decisivo en la manera de representar formas diferentes de ver las cosas. La alegoría mítica de Venus y Marte no era algo solo sexual sino también social, representaban la dura y difícil ecuación entre la paz y la guerra, por ejemplo. La idea primordial de los personajes suponía siempre el triunfo de la paz de Venus sobre la beligerancia de Marte. Pero aquí, en la obra de Bordone al final de su vida, Venus no parece tan segura de su triunfo avasallador. 

Es de las pocas representaciones de los dos amantes míticos donde no se relacionan de ningún modo. Ni se miran, ni se tocan, ni se percatan siquiera de la presencia del otro. El Arte más universal es aquel que traspasa fronteras del tiempo y la historia para conseguir trascender su momento y clarificar así la profunda verdad oculta bajo las apariencias sensibles. ¿Cómo descubrió un pintor provinciano del siglo XVI la grandeza estética de un encuadre ahora tan revelador? Ahí está Venus insinuante apenas para descubrir la realidad de un deseo inconcluso, deteriorado, condicionado, desperdigado, imposible... La visión clásica del mito en Bordone se rompe claramente. Se deja lo que se representaba en otros casos para ceñirse ahora a otra cosa distinta. No hay paz posible, ninguna que consiga vencer las veleidosas distracciones de un mundo irreverente... Ya no se obtiene la pacífica gracia que siempre vencía poderosa ante las bajezas de los hombres. Estamos en el año 1560 y la historia europea llevaba años de dolor por el enfrentamiento bélico de un siglo terrible. Europa se había dividido ideológicamente, y esa división llevaba la sangre como un reguero insufrible de muerte consagrada. El mito hablaba de muerte, de amor, de pasión y de delito. Pero por entonces solo se vislumbraba la muerte, la desunión, el desafío de lo enfrentado como algo inevitable. Pero, el Arte es universal y transfronterizo en tiempo y en circunstancias. Hoy veremos la obra y recrearemos el mito con el sesgo inevitable de la pasión, del amor y de la vida. Y entonces descubriremos la genialidad de un pintor que, muchos siglos antes, hubo percibido la realidad insatisfactoria de las relaciones sentimentales de los humanos abatidos por el desamor. ¿Fue eso, en verdad? Imposible saberlo. Pero el Arte además es un reguero de visiones solapadas por el espíritu de un tiempo poderoso. Vemos la representación y veremos lo que vemos, una incongruencia emocional que la estética de un pintor supo reflejar con brillantez adivinatoria. 

En el Arte no hay más que subjetividad donde otros ven objetividad decidida. Pero el Arte es eso, visión perceptiva de un sujeto condicionado por el entorno temporal y social en el que vive. La grandeza de los pintores es, entre otras cosas, haber sido capaces de expresar una emoción universal para un tiempo universal en un mundo universal. Cupido seguirá intentando alcanzar una manzana que no es para él, Marte seguirá confundido por la distracción, y Venus no alcanzará a entender por qué ahora todo es tan diferente. La intención estética de Bordone no es lo importante, sino su representación universal. Y la expresión de Venus es absolutamente definitoria. La pasión se ha esquilmado por unas veleidosas sensaciones que nada tienen que ver con la pasión. Está desentonada Venus, no es más que un patético reflejo de sorpresa y de delirio. La vida no es ahora la misma que ella viera relucir en otros momentos de mayor efusión. ¿Qué ha pasado entonces? La genialidad del pintor es sublime al conseguir transformar una imagen tradicional en otra cosa distinta. Pero, con ella, con esta nueva visión diferente, el pintor consiguió desmitificar la verdad clásica con el sometimiento de la realidad a una sensación distinta. Ya no habrá siempre emoción y una posterior satisfacción consecuente. Ya no habrá siempre una realidad emocional que supere las circunstancias y que lleve la transformación de un deseo a una realidad plena y satisfactoria. Las cosas habían cambiado a mediados del siglo XVI de manera radical. La vida ya no tenía las mismas referencias que antes. La transformación se había realizado a lo largo de años de enfrentamientos, de desunión, de falta de un referente elevado que supusiera la única verdad definitiva. Lo mismo pasaría también con las emociones y las pasiones. El pintor plasmaría una parte de esa nueva verdad, pero ésta, sin embargo, traspasaría los siglos y las evoluciones del mundo para poder llegar, sutilmente, a reflejar con el tiempo una expresión tan perpleja como lo fuese ya por entonces.

(Óleo Venus, Marte y Cupido, 1560, del pintor manierista Paris Bordone, Galería Doria Pamphilj.)

17 de mayo de 2022

Una radiografía íntima de la existencia humana anticipada genialmente por el Arte Rococó.



A principios del siglo XVIII el Arte no se planteaba otra cosa que agradar con sus creaciones desenfadadas. Pero en el año 1721 el pintor Antoine Watteau compuso un lienzo sobrecogedor con el entorno de una escena de la comedia francesa. Representaba personajes propios de las obras cómicas de entonces, en el espacio natural de un jardín cuidado francés. El cuadro de Watteau expone en primer plano la figura sorprendente de un pierrot, un personaje o figura recurrente del teatro cómico francés. El pintor expresa una situación extraída de su propia creatividad, con los sesgos existencialistas que, para entonces, aún la sociedad no habría llevado a plantearse nada parecido. Si había que retratar a un hombre que representara la existencia humana el pintor alcanzó la genialidad con esta obra. Nadie está mirando al personaje principal, aun a pesar de estar dispuesto éste a representar alguna escenificación cómica. Es la alegoría más estética de la tragedia y la comedia juntas en una obra de Arte. Está detenido el personaje en la interpretación de un papel que parece ignorar incluso. No sabe a qué atenerse pero no deja de estar ahí, esperando algo que nadie, ni nada, le indica, le obliga ni le aconseja tampoco. Su gesto es tan melancólico como cínico. No devuelve la mirada porque no tiene conciencia de que deba hacerlo. Parece esperar algo, parece que hasta que no exista esto la vida no llevará movimiento a sus miembros adormecidos. Los demás personajes están imbuidos de sus papeles con la seguridad que ofrece el guion de una comedia definida. Van a lo suyo sin prestar atención a la figura principal, que el pintor quiere dejar claramente expresada en su obra. Por eso su tamaño es destacado sobre el resto, con el sentido inequívoco de su importancia estética. Pero la representación de este personaje singular no supone nada relevante, no hay nada que haga o exprese él para indicarnos algún mensaje, importante o no. Sólo está su presencia, en ella radica su importancia y el hecho que representa. 

El pintor produjo una obra que, bajo la excusa de la representación cómica, expresa toda la incongruencia de la existencia humana. ¿Dónde está la importancia de lo representado? ¿En qué consiste reír sobre algo que no tiene ninguna gracia? El pierrot no mira a nada, ni es mirado por nada. Únicamente es mirado por nosotros, por el Arte, que obliga a traducir una emoción dentro de otra...  Porque ahora no hay ninguna tragedia ahí, no existe nada en la representación que lleve a pensar en el drama vital de una vida. La emoción es subjetiva y nadie puede definirla ni entenderla. Pero ahora, sin embargo, no hay nada que pueda salvar la mirada de este personaje. El Arte tiene eso, que hace permanecer eterno el semblante congelado por el trazo creativo de un instante genial. La vida humana está representada ahí y, sin embargo, no la vemos. La comedia se enlaza aquí con la tragedia tan sutilmente que no existe ni una ni la otra. Para comprender la escena habría que esperar a ver qué pasó antes, o qué pasará después. Pero esto es imposible en el Arte, no hay manera de saber nada de eso. Lo único que podemos hacer es suponer. Suponer, por ejemplo, que la diferencia entre el plano principal y el resto es determinante para distinguir una vida de su entorno. La vida del ser humano individual y concreto es la única referencia para definir una existencia. El resto, la comparsa que rodea al individuo, no es más que ruido incierto, sombra y fragor. Para la esperanza todo sirve, para la definición no. Pero no somos más que seres rodeados de entorno, de comedia, de personajes entrelazados que, indiferentes, buscan compensar una visión personal limitada con el aplauso o la consigna abierta de los demás, del aforo del mundo. La melancolía del personaje de la comedia del arte que el pintor compone es parte de la contradicción que la obra representa. Porque no es el caso que un comediante tan desenfadado pueda sentir ahora algo tan relevante o trágico... ¿Estará fingiendo? 

Hay una realidad que no tiene que ver con la verdad sino con lo que interesa representar de la vida en un instante. Por eso el Arte ayuda a ver este tipo de incongruencias existenciales, porque aquí no es más que un instante fijado que no admite otros. La vida, a diferencia, admite otros. Y esto la salvará, la hace resistente, la hace posible para redimir la confusa indeterminación de un estado personal tan vulnerable. No llegaremos, como en la obra de Watteau, a definir una expresión parecida al Pierrot porque el tiempo nos auxiliará junto a los otros. Pero el sentido de la verdad de lo que encierra la expresión de este personaje no dejará de decirnos que eso mismo somos nosotros. Para su obra, el pintor se situó a la distancia adecuada donde poder resaltar su personaje preferido. En él expresó toda su técnica creativa para resaltar su figura y el mensaje subliminal... Con la figura representó la verdad oculta, con el mensaje una falsedad descubierta. La ocultación de la verdad es a la vida lo mismo que el desvelamiento de la falsedad es al mundo. El pintor concilió ambas cosas, verdad y falsedad, vida humana y mundo, para poder representar una contradicción y una tragedia. Para vivir hay que manejar las dos cosas de la misma forma que el personaje oculta su verdadera expresión de tragedia y comedia. Por eso no la expresa sino con confusión y dramatización artificiosa. No podemos saber la verdadera emoción que encierra el personaje representado. ¿Está triste verdaderamente, o solo lo finge? El pintor lo deja a la intuición subjetiva de cada uno, como sucede también en la propia vida cuando la verdad nunca es conocida lo suficiente. Al final, el Arte elogia una expresión del propio Arte, esa que lleva a representar una cosa por otra, o que parece otra. Pero, sin embargo, el pintor alcanzó a crear una visión extraordinariamente sensible de la vulnerabilidad humana, esa misma que ofrece entre los matices desenfadados de la comedia burlesca y de un, no tan falso, entorno dramático.

(Óleo Gilles, 1721, del pintor francés del Rococó Antoine Watteau, Museo del Louvre, París.)


6 de mayo de 2022

La diferencia entre el realismo y el impresionismo fue la esperanza, la sutil, luminosa e increíble esperanza.



Van Gogh siempre habría admirado en Millet su manera de componer, precisa, natural, humana, sencilla, destacando la fragilidad, pero también la fortaleza de la vida humana. Millet había sido un pintor realista. A partir de 1840, Millet abandona la pintura clásica y tradicional para acercarse, estéticamente, a la desgarradora muestra de la verdad más cruda de la vida humana. Esta había sido iniciada en el Arte más por una crítica social que por una estética detallista vibrante. Honoré Daumier, pintor satírico y decidido, iniciaría la senda de la expresión realista, en donde lo que se transmite socialmente es más relevante que lo que se expresaría con color. El realismo artístico no tiene nada que ver con el Realismo como movimiento pictórico, promovido éste en Francia a mediados del siglo XIX. Una cosa es pintar la Naturaleza como es y otra cosa es pintar un cuadro como la sociedad humana es. Lo primero siempre había tratado de alcanzarse en la pintura a lo largo de la historia, lo segundo fue un prurito social muy humano que buscaría sorprender y criticar al mundo. Era una visión de la vida y del mundo que nunca antes se había plasmado en un lienzo artístico.  Con su pintura, Millet no buscaba pintar con realismo detallista, buscaba mejor el sentido real del mundo, algo que no se veía tanto sino que, a cambio, se sentía ante la crudeza de una vida tan ingrata. Cuando en el año 1850 crease su obra El sembrador no retrataría la Naturaleza como ésta es, no definiría así un paisaje con las luces y las sombras de una perspectiva natural tan comprensible. No hay en su obra un cielo que contraste ahora con la exposición natural de un ser humano desarrollando una tarea agrícola. No veremos tampoco el retrato perfilado de la silueta rotunda de un ser humano trabajando su tierra. Sin embargo, todo eso está ahí representado..., pero no por la norma estética clásica sino por la realidad profusa y abstracta de un sentimiento desgarrador. Vemos ahora así el esfuerzo, la soledad, la dureza y el dolor, todo transmitido apenas por el rostro de un ser, sin embargo, tan decidido y fortalecido ante su propia desalentada vida.

El mínimo color acompaña el sentimiento que transmite la confusa realidad de sus tonos naturales. Es tanto el sentimiento de desolación, que la verdad natural no corresponde ahora con el mundo... Aquí el pintor no compone tanto la Naturaleza como al hombre solitario. Sólo a él. No hay ninguna otra cosa que acompañe el sentimiento desgarrador de una expresión tan crítica.  Sin embargo, Millet no compuso un ser vulnerable, un ser indeciso, sufrido, lento o desesperado que soportase además la realidad del mundo con el añadido, indecente, de una reacción indolente. No. Compuso a cambio un robusto ser humano que, decidido y diligente, caminaba seguro ante el escenario oscurecido de su vida obtusa. Hay una fuerza interior que desliza toda representación cruda de la vida. Es una huida a la vez que una aceptación, es una expresión de la realidad que no expresa solo realidad, además congoja. Pero no lo vemos siquiera porque el rostro del ser humano que Millet pinta no deja que sea visible todo eso. El sentimiento, por tanto, no es explícito aquí; es transmitido por la fuerza de la obra no por el detallismo de unos matices tradicionales. El detallismo realista había sido glosado desde el Renacimiento. El Romanticismo lo había fracturado después, lo había marginado a las orillas infectas de la representación sin sentimiento. Por eso cuando los pintores franceses a partir de 1850 se plantean componer la realidad, no se fijaron en lo que ésta había sido, sino en lo que ahora era para la realidad social del mundo. El sembrador de Millet reivindicaba al ser humano ante la realidad tan desoladora del mundo.

Treinta y ocho años después de Millet, Vincent Van Gogh crearía su obra El sembrador (después de Millet). ¿Qué había cambiado en ese tiempo? ¿Había dejado el ser humano de padecer la desolación de su destino en el mundo? No, en absoluto. El mundo disponía de las mismas realidades sociales, tan crudas como antes. Pero, sin embargo, la pintura sí había cambiado radicalmente. A pesar del elogio que Van Gogh tuviese de la obra y el Arte de Millet, el pintor holandés, a diferencia del francés, expresaría lo mismo pero de una forma ahora totalmente distinta. En su creación, Van Gogh compone también a un ser humano decidido, solitario, caminando seguro ante la realidad de un trabajo duro y despiadado. Pero, al contrario que Millet, en Van Gogh hay un paisaje profundo y determinante, un protagonista éste añadido al personaje retratado que camina también, obstinado y seguro, sin desfallecer. Ahora el cielo, reducido en tamaño frente a una tierra poderosa, dispone aquí de la grandiosidad estética precisa para expresarlo todo de un modo muy diferente. El sentimiento de antes, aquella emoción tan cruda y realista que Millet había tratado de expresar en su obra, ahora es transformado en Van Gogh radicalmente. Había antes una cosa no añadida que Millet no supo, no quiso o no pudo componer entonces. Algo que cambiaría el sentido de admiración del pintor holandés ante la pintura de Millet. Esto es aquí, ahora en Van Gogh, la esperanza...  Una cosa que Millet no expresaría en su terca visión realista de la verdad del mundo, algo que el pintor postimpresionista, sin embargo, no rechazaría, que seguiría admirando y componiendo también en sus obras. Añadirá entonces algo que su pintura descubre fascinante ante los colores, ante la luz y ante la propia vida desolada: la esperanza, una esperanza deslumbrante, una que dañará la vista incluso, que la torcerá ante la fuerza poderosa de un fulgor estético tan determinante. No dejará de sembrar el campesino por eso, no dejará de caminar decidido, no dejará, incluso, de padecer la soledad imperiosa de un trabajo tan impenitente. Pero ahora, a cambio de la magnitud oscurecida y engrandecida de un ser humano tan solitario, lo que Millet había representado en su obra, Van Gogh decide que sea ahora la Naturaleza vibrante quien, además, lo acompañe solícita y engrandecida. Que no sea el mundo natural ajeno a su vida, sino que comparta la misma suerte o el mismo destino vital, tan esperanzado, que el propio pintor holandés tanto desease, inútilmente, con la suya...

(Óleo El sembrador, 1850, del pintor realista Millet, Museo de Finas Artes de Boston; Pintura El sembrador (después de Millet), 1888, del pintor postimpresionista Van Gogh, Museo Kröller-Müller, Holanda.)

27 de abril de 2022

El espejo de Venus o la búsqueda inconsciente de un paraíso perdido.




El Arte compuso siempre a la diosa Venus frente a un espejo, que no sostiene ella, para mirarse en él satisfecha. Y debe ser así, sin que ella lo sostenga, para simbolizar aún más la imposibilidad de mantener consigo el reflejo poderoso de un sentimiento tan perturbador. Porque la huella de esa imagen no es más que la historia imposible del género humano por querer reencontrar el sentido trascendente de un paraíso perdido. Es un reflejo engañoso, es la imagen reflejada de algo que no es, pero tampoco dejará de serlo. Como el concepto del Paraíso, algo que es y no es. Porque el sentido paradisíaco del mundo es falaz, es una mentira útil que requiere ser utilizada para persistir entre las asoladas incertidumbres del mundo. Cuando algo existe y persiste lo bastante como para sostenerse por sí mismo, el sentido de su utilidad no es más que una mentira útil porque es algo del todo imposible. Nada de lo que existe persistirá y nada se sostiene por sí mismo, porque todo necesitará de cosas que le ayuden a ser y prosperar. Una de ellas es la identidad, algo que se obtiene de la propia vida y del azar. Cuando el ser se auto-identifica realza su existencia y consigue el sentido propio de su Paraíso, una conformidad maravillosa de satisfacción, personalidad y realización creativa. Este concepto de Paraíso tuvo su mitología grandiosa y su realidad estética en la historia. Sin embargo, la expulsión del paraíso es la razón de ser histórica más consistente con la vida, porque no hay vida ni identidad sin expulsión del paraíso. Su sentido es este, ya que la identidad es posible solo cuando la vida se estimula o por la desesperación, o por la confusión, o por la ilusión o por el deseo. La fuerte necesidad de encontrarse consigo mismo, con la identidad, hace al ser humano creer posesionarse del mundo y de sí mismo. Esta es la búsqueda inconsciente del paraíso perdido. En el alarde artístico que los seres humanos han llevado a cabo en la historia, la diosa Venus simbolizaba ese reflejo inconsciente perdido. Porque la Belleza no es más que aquel sentido más identitario de la vida y el mundo. Perderla es perder el sentido de ser y estar. Por otro lado, la única manera de confirmar la identidad es alcanzar a verla a través del reflejo fiel de lo no poseído.

Como el propio concepto de Paraíso, algo que no se posee y, sin embargo, se vive, se puede vivir. Esta particularidad hace al Paraíso una excepción maravillosa. No lo poseemos pero pertenecemos a él. En el concepto paradisíaco este es su sentido, podemos vivirlo pero no podemos poseerlo. El concepto de Belleza es igual, algo que se refleja pero que no se posee. Por esto el sentido del espejo, necesario para poder confirmar la propia existencia. En la metáfora estética, la diosa Venus se observa como una mujer que confirma su identidad. Esta identidad además reflejará la Belleza, algo que no es suyo tampoco. Como el paraíso, como un lugar encerrado entre límites, al igual que el espejo, y que determina la realidad existencial que refleja. Pero nada de eso existe verdaderamente, como el sentido del espejo, que no es más que una reflexión opuesta de otra cosa distinta... La expulsión del Paraíso es la reafirmación de este mismo sentido poderoso. No hay expulsión porque no hay paraíso, como no hay identidad aunque sea reflejada en un espejo. El sentido de identidad y de paraíso van unidos, pero ninguno de los dos está fuera sino dentro de cada ser humano; individuos que, perdidos, creerán inconscientemente que ambas cosas son lo mismo. De ahí la búsqueda permanente de identidad semejante a un paraíso. Cuando Rubens compuso su Venus y Cupido hizo figurar la mitad del reflejo del rostro de Venus en el espejo que sostiene Cupido. De este modo el genial pintor flamenco simbolizó la imposibilidad de identidad real, aquí representada por el mero reflejo parcial de un espejo. Venus, sin embargo, pulsa su emoción, su identidad, una y otra vez ante la fuente privilegiada ahora del reflejo de su belleza. Cupido no se cansa de sostener ésta tampoco. ¿Qué sostiene Cupido realmente, el espejo, la identidad, la belleza o el paraíso? Para el dios de la unión poderosa el sentido del engaño es fundamental. Hay que forzar la ilusión hacia lo que parece que es aunque no lo sea. Como el Paraíso...

Trescientos años después de la obra de Rubens, el pintor alemán Franz Von Stuck creó su obra La expulsión del Paraíso. Con su modernismo simbolista Von Stuck nos expone una magnífica interpretación del mito bíblico. Ahora los seres humanos son alejados de sí mismos, sin belleza, sin identidad, sin paraíso. El dios Cupido es sustituido aquí por el arcángel cumplidor del designio divino. El espejo es cambiado por la lanza flamígera que, sostenida también, rechaza, a diferencia del espejo, el opuesto reflejo maldito. Sin reflejo poderoso no hay más remedio que dirigir la visión hacia otro destino distinto. En el Arte la metáfora del reflejo poderoso es parte de lo que le da su sentido estético y virtuoso. Por esto no es más el Arte que una frágil reminiscencia del paraíso perdido, y los pintores buscarán, al igual que los seres perdidos, la razón poderosa de reflejar la identidad, la esperanza y el sentido infinito. Sin embargo, el reflejo estético no siempre conlleva una estremecedora fuerza que pueda sostener, indemne, la salvación o la gloria. Por esto la obra simbolista es manifiestamente más real que la barroca. En aquella no hay espejo ni reflejo engañoso sino oposición, confusión, discordia y lamento. El sentido ahora se transforma por completo. El paraíso, el concepto metafórico del Paraíso, ha sido desvelado y romperemos así, con su visión estética de la expulsión, el sentido mendaz y falso de un paraíso. La identidad ahora es suficiente por sí misma, sin necesidad de soporte ajeno ni de gracia irredenta. Venus ha sido sustituida por Eva y el espejo maldito por la resistencia personal. Con la ventaja que el Arte nos ofrece para comprender sus símbolos, llegaremos, por fin, a ver el espejo fiel en la obra simbolista y el espejo falaz en la barroca. 

(Óleo Venus y Cupido, 1611, Rubens, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid; Cuadro La expulsión del Paraíso, 1890, del pintor simbolista Franz Von Stuck, Museo de Orsay, París.)


18 de abril de 2022

Una nota negra en un paisaje soleado, hermoso en líneas y proporciones, como un obelisco egipcio...


Eso escribió Vincent Van Gogh de este lienzo suyo un año antes de morir: Es como una nota negra, como una mancha oscura en un paisaje bañado por el sol, pero es una de las notas oscuras más interesantes, la más difícil de llevarse bien que se pueda imaginar... Qué metáfora de la vida más simple y más profunda. En su torbellino por aunar emoción, vida y Arte el pintor desesperado encontraría en los cipreses la inspiración que antes había encontrado en los girasoles. Sin embargo, a diferencia de los girasoles, que pinta siempre aislados y solitarios, los oscuros cipreses los pinta en su entorno natural, rodeado de un paisaje prolífico, abundante y entusiasta. Ahora su espíritu, en una situación personal de sosegada resignación vital, se acercaba mejor así a una calma serena expresada por los colores arremolinados tan expresivos de esos árboles. Entre el amarillo y el verde, ahora gana el verde en las tonalidades buscadas por el pintor holandés. Un verde oscurecido como un referente existencial poderoso, como una razón de vivir, o como una fortaleza arraigada a la vida, dirigida ahora, segura y firme, hacia un infinito cielo distinto. No hay seres humanos en la visión que el pintor tuvo de ese paisaje inspirado. Sólo la fuerza de lo inanimado, de lo que permanece más, de lo que no padece, de lo que persiste poderoso. Hay una búsqueda y una afirmación, hay un sentimiento vago y una realidad luminosa en esta composición estética. Con su estado de ánimo el pintor huye hacia el color arremolinado, torcido, curvado, impreciso, cosas que justifiquen la vida y sus misterios ocultos. No hay sentido lineal recto en casi nada, ninguna cosa lo tiene para conseguir una consecución firme entre un antes y un después, entre una posición y otra distinta. Ahora la realidad es sinuosa, es una formación de líneas que deben ser hermosas y cuyas proporciones puedan asociarse a una belleza más simple. No hay nada completado, todo está por hacer, por finalizar, por llegar a ser en el instante sagrado de la composición estética. Así, el Sol es sólo una pequeña franja de circunferencia amarilla. Pero el Sol está ahí, porque su reflejo es fundamental en el sentido estético del paisaje inspirado del artista. 

Es un maravilloso sortilegio sobre la incapacidad de ver otra cosa que no sea belleza entre las siluetas sinuosas de dos cipreses solitarios. Pero que es la única verdad que desea expresar el pintor con su paisaje. En el contraste de los cipreses frente al paisaje ganará el espíritu atormentado del artista. Es la dificultad que el pintor busca para justificar el sentido incomprensible de la existencia. Ese contraste es la vida misma, es la fuerza por persistir que los cipreses disponen en un lugar que nada tiene que ver con su propio sentido. Hay una luz poderosa que llena las formas y las proporciones de una naturaleza revuelta, inquieta, feraz y luminosa. Nada puede evitar su grandeza ante la realidad sórdida de una vida desperdigada ahora con formas diferentes. Y entonces surgen los cipreses para añadir una nota oscurecida que consigue fortalecer el sentido justificador de un paisaje distinto. Tiene que ser así, una rareza entre las formas que completen ahora el mundo proporcionado y natural en que vivimos. La metáfora de los cipreses en Van Gogh es su particularidad especial para poder existir entre farragosos escenarios diferentes. Este contraste, esta dificultad, acabará absorbida por la forma en la que los mismos colores consiguen justificarlo todo. Porque no hay un Sol así, no hay un cielo así, no hay montañas así. Todo está contrastado con la realidad y su propio sentido visual en el mundo. No se puede ahora sino mirar de otro modo ese contraste y esa dificultad. Eso buscaría el pintor desolado ante las hermosas proporciones aparentes de un mundo sin completar del todo. Porque nada lo está en la obra realmente, ya que faltan partes o faltan reflejos que definan así un universo satisfecho. Como en la vida...

También como la sensación trashumante del pintor en sus años finales, trastornado por la dificultad de encontrar un sentido a lo que vive, a lo que hace. Es como su búsqueda del paisaje perfecto conseguido por la luz, por las formas, por los colores o por la esperanza de hallar en todo el sentido real de lo existente. No hay nada sino contraste, y el pintor lo descubre encantado entre las notas oscurecidas de dos cipreses diferentes. Con ellos compuso su sentido real de lo que para él era belleza. No era proporción, no eran líneas perfiladas que acojan ahora un paisaje perfecto. Era el contraste, la nota oscurecida que consigue devolver el sentido perdido a las cosas, a lo que no se entiende bien, a lo que no hace más que desear buscar un escenario especial que pudiera justificar el Arte con su atormentada vida. Lo encontraría entonces entre los cipreses elevados hacia un cielo distinto. Es como si la luz no fuese originada por el Sol sino por el mundo, es como si el contraste no fuese originado por las notas oscurecidas de unos cipreses distintos sino por la propia vida. Así se inspiraría el pintor en aquel verano de 1889, cuando le faltaba aún un año para desaparecer. Quiso expresar todo más con los colores que con las formas. Los buscaría compulsivo entre tonalidades diferentes de un universo distinto, realizado con partes de las siluetas fragmentadas de las formas que representarán, ajenas, la vida sin la vida. Con ellas compuso un paisaje extraño. ¿Sería el único desatino? Los cipreses no son el único enfrentamiento aquí entre un universo previsible y un espíritu atormentado. Hay algo más que expresa un sentimiento que por entonces el pintor buscaría y seguiría buscando: un sentido sublime a todo lo existente. Fue como una esperanza, como una sinfonía, como un canto, como una sosegada melodía distinta. 

(Óleo Los Cipreses, 1889, de Vincent Van Gogh, Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.)

16 de abril de 2022

Cuando la espera es en el Arte una forma de evasión transformada en una salvación requerida.


 

Cuando el Arte empezaba a cambiar el rumbo de su representación estética, el pintor Jean-Pierre Laurens (1875-1932) seguiría expresando sus creaciones con los trazos tradicionales de sus clásicos maestros. En el año 1905 crearía su obra La expectativa, o La espera, un lienzo absolutamente inclasificable. Su iconografía es ahora transtemporal, es decir, traspasará el momento temporal concreto para situarse en un tiempo transversal indefinido. Ni la vestimenta ni el recinto nos definen claramente el momento ni el lugar representados. Pero esto es necesario al pintor para poder expresar el sentido confuso de la obra. Estas representaciones consiguen traspasar el instante para poder alcanzar otro instante distinto, de esta forma el sentido estético puede conseguir emocionar, elogiar, confundir, o dejar indiferente. En este caso lo que consigue el pintor es confundir con el momento fijado en su obra. No hay emoción realmente, no llega el pintor a conseguir que nos emocionemos. Pero no nos dejará indiferentes. La espera o la expectativa es, como en esta representación, un arma de doble filo. Hay en la obra una salvación y una evasión entrelazadas... Porque la emoción, que no sentiremos al verla, sí la dispone el personaje. Es una emoción engañosa, un tipo de emoción que no es más que una huida inconsciente de los seres causada por la imaginación de una ilusión aparente. El engaño nos lo trasladará a nosotros y, con él, no conseguiremos sentir nada más que belleza. 

La simple composición del personaje sentado en el alféizar de una ventana gótica llegará a inspirar un instante de equilibrio y belleza. Esa sorpresa estética es la única emoción, ya que no hay ningún sentimiento en la obra que consiga otra. No sabemos si es alegría o tristeza, no sabemos si es una sensación de promesa o de incertidumbre. El pintor tratará de expresar la confusa manifestación de emociones que encierra la actitud de la espera. Y por la misma naturaleza de la espera hay dos caras enfrentadas, complementarias, en la actitud de la expectativa. Por un lado confianza, salvación, pero, por otro, la confusa sensación de una evasión oculta. En el Arte será igual. Su representación subjetiva consigue transformar, en este caso al revés, una evasión inconsciente en una salvación efectiva. Ahora es la evasión lo que es inconsciente aquí, que, como en el Arte, no somos conscientes de que supone una evasión. En la vida es diferente. Pero en el Arte la imaginación terminará salvándonos, y lo hace porque no existe el tiempo para poder comparar el sentido de lo incomprensible. En la vida ese sentido temporal nos confunde porque nos hace pensar que una espera supone una salvación, cuando no es más que una evasión indecente. En la obra vemos la expresión de una expectativa conseguida estéticamente por la lejanía con la que el personaje se distancia de todo. Ni mira por la ventana ni desea leer, ni se aferra a otra cosa. Sólo hay expectativa. Una sensación indefinida por el hecho de no ver ahora lo que causa esa espera. 

La visión ahora es tan confusa como la espera, porque existe una sensación y no existe, porque hay reflexión y no la hay, porque la mirada está alejada de cualquier cosa que no persiga su sentido: no ver nada más ahora que lo de su mente ávida. No hay una realidad visible, no puede haberla cuando la imaginación sobrevuela el momento por la sensación inconsciente. La representación está dirigida hacia el interior no hacia el exterior subjetivo, es por lo que la interpretación psicológica en esta obra es una acertada forma de poder entenderla. El personaje oculta todo su cuerpo con un ropaje oscuro, tal vez reflejo de su estado personal. También su posición es determinante, está sentada firme entre los muros poderosos de un lugar resistente. Es aquí la metáfora del inconsciente poderoso, que es el firme estado interior donde reposan las emociones inventadas. Con su mano derecha está expresando la actitud firme de que su expectativa no conseguirá variar por nada. Está asentada sólida y definida en ese momento que, para ella, a diferencia de para nosotros, no es nada confuso. Nada de afuera la altera, ni a ella ni a su momento. Y esta espera sobrevenida no es más que una forma equivocada de salvarse aferrada a una engañosa evasión alejada de la vida. El pintor nos permite no emocionarnos. No conseguimos percibir nada emotivo ante la visión extraña de un momento indefinido tan confuso como es la expectativa. Esta es la grandeza de la obra, que no nos determina a sentir lo mismo que el personaje, alguien que con su imaginación llevará a perseguir un evasivo engaño inconsciente. En nosotros no. En la percepción de esta obra ese engaño no resultará lesivo para nadie que lo mire, todo lo contrario. Porque es la evasión representada no la salvación lo que es ahora inconsciente. A cambio, sí es una salvación requerida su visión estética, para esto nos acercamos al Arte, para obtener, con una grata visión estética, una salvación deseada con algo que no precisará, sin embargo, el propio Arte: esperar nada.

(Óleo La expectativa o la espera, 1905, del pintor francés Jean-Pierre Laurens, Museo de Bellas Artes de Mulhouse, Francia.)

13 de abril de 2022

Una última visión impresionista fue inspirada en la senda emotiva de un sentido reflejo luminoso.


 Había sido expuesta esta obra impresionista durante una muestra en Nueva York poco antes de fallecer el pintor, teniendo muy poco éxito o interés entre los que acudieron a verla por entonces. El día después de la clausura de la exposición, Edward Henry Potthast (1857-1927) sería encontrado ya sin vida en su estudio neoyorquino. Su obra Junto al Mystic River había sido finalizada ese mismo año, así que es muy posible que fuese esa la última visión estética que el pintor tuviese en su vida. Se había formado con los impresionistas franceses y estadounidenses que, a finales del siglo XIX, buscaban otra forma de componer combinando naturaleza vibrante con algún escenario íntimo. Potthast había compuesto lienzos inicialmente donde la vida y el mar enmarcaban un ambiente humano lleno de colores y olas vibrantes. Pero esas olas le persiguieron toda su vida creativa como una senda vigorosa y misteriosa que justificaría la innovadora utilización del color y de sus nuevas técnicas impresionistas. Era la fuerza artística y también vital de buscar un sentido al mundo con la creación ahora de formas, reflejos, tonos y agua. Pero esto no lo descubriría pronto en su vida, pues no sería hasta el año 1908, con cincuenta años, cuando la luz y el reflejo de la costa de Nueva Inglaterra le llevaría a crear las obras por las que fue más conocido. Hasta que compuso en el año 1927 Junto al Mystic River, donde cambiaría por completo ya su estilo: de aquella sensación vibrante de playas coloreadas con seres humanos alegres pasaría a la serena visión profunda de una escena íntima distinta. Y esta visión fue la última que, probablemente, tendría en su vida. La obra es de ese tipo especial de creaciones que se caracterizan o aprecian por disponer de una sola parte estética valorable en la misma. Porque esa sola parte estética es ahora muy especial en su obra, consigue con ella culminar o justificar el sentido artístico completo más emotivo de la misma. La genialidad artística entonces se sublima y es expresada por algo que destaca especialmente sobre la mediocridad del resto. En esta última visión de Potthast esa parte única estética era el reflejo solar inclinado y amarillento sobre las aguas color lavanda de un estuario tranquilo.

Con ese reflejo genial consigue llegar a expresar el sentido espiritual más inspirado de su obra impresionista. Sin ese reflejo no hay más que oscuridad, mediocridad, atonalidad o falta de impulso estético. La grandiosidad del Impresionismo fue conseguida en su obra con esa parcialidad plástica genial por el pintor norteamericano. Ese reflejo en las aguas del estuario determinará el camino por el cual la visión, tanto del personaje meditabundo como de nosotros mismos, llevará a encontrar la sagrada senda espiritual oculta de lo más misterioso del mundo... Porque, al fondo, no hay ya más que un tenue oscurecimiento en el horizonte final, ahora sin contraste, del melancólico cuadro intimista. De hecho, no existe contraste en la obra más que con el negro tono ensombrecido de un muelle, de unas barcas y del sutil oscuro personaje. Un horror..., sin el reflejo inspirado y conseguido por unas olas serenas y amarillas tendidas ahora plácidamente.  Es así como la visión y el sentido íntimo más personal coinciden en el estético reflejo poderoso que ahora lo cambia todo, lo sustituye todo, por el único incierto sentido trascendente que existe en el mundo...  Y el Impresionismo vino a salvar al personaje, al pintor y a nosotros mismos. Cómo aspiran ya los ojos perceptivos la sinuosidad generosa de unos tonos amarillentos, compulsivamente rítmicos, que se desplazan, apenas continuos, hasta el horizonte lastimero y final de un oscuro paisaje. Allí desaparecerán de la vista. ¿Desaparecen, realmente? Porque, si observamos bien la obra, parecen continuar levemente hacia un cielo indistinto de unas sombras ajenas sin apenas ruptura. La elección de los colores en el Impresionismo es tan arbitraria como el sentido personal que de la visión de una cosa tenga un espíritu subjetivo. Aquí el pintor eligió ese tono oscurecido lavanda para hacer, con él, una suerte de monotonía universal de un virtual mundo misterioso. Luego eligió el negro para reflejar las cosas del mundo que tengan ahora vida y, luego, ya no la tengan... Y, por último, el amarillo, ese esperanzado color brillante para hacer con él una infinita y profunda senda poderosa. Tres tonalidades nada más para el total de una obra impresionista. Tal vez, no se necesiten más para expresar el sentido universal de una parcial visión sosegada del mundo. 

Para el año 1927 la creación artística había cambiado totalmente, el Impresionismo ya no era una opción creativa innovadora. Fue utilizada entonces como recurso y como habilidad. Como habilidad porque era lo que el pintor más conocía y había aprendido de sus maestros. Como recurso porque no existía otra posibilidad plástica mejor que esa tendencia para poder expresar un sentimiento tan íntimo. Expresar un sentimiento con el Impresionismo es posible porque el contraste que aquél requiere para serlo es el mismo que éste dispone para componerlo. El contraste en el Impresionismo consigue destacar profusamente algo sin desmerecer el conjunto equilibrado de la obra. Y no lo desmerece porque no hay, realmente, equilibrio alguno que desmerecer... Las tonalidades en el Impresionismo son arbitrarias, no naturales, y, por tanto, no importa ya qué cosa contrasta con cuál, porque todo en esta tendencia es visualmente entendido, conseguido y aceptado. La genialidad se consigue cuando ese contraste arbitrario es capaz de poder alcanzar a sosegar los espíritus rebeldes más desasosegados. Y el pintor Potthast lo obtuvo con ese contraste reflejado genialmente entre las aguas adormecidas de un estuario y su vibrante sendero de olas amarillas. Es así como compuso una visión plenamente justificada para conseguir un paisaje sombrío, lastimoso y emotivo como es este atardecer tan meditabundo. Pero el personaje de la obra observa ahora, sin embargo, esa senda iluminada en el agua con un sentido tan melancólico como lleno de esperanza. Porque puede ser el pintor y puede ser también cualquiera de nosotros. Y así es, así como fue esa última visión estética tan inspirada.

(Óleo Junto al Mystic River, 1927, del pintor impresionista Edward Henry Potthast, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.)

5 de abril de 2022

Cuando el Arte no es una visión placentera, cuando es algo rechazable, cuando solo el color lo satisface.


 

El Arte es también un foco de conciencia espantoso que grita avergonzado... Eso sucedió en 1840 cuando Turner decide expresar la tragedia escabrosa del asesinato de unos seres humanos en alta mar. Naufragios habían sucedido siempre, fuertes tormentas y huracanes habían ocasionado hundimientos y desolación en todos los mares del mundo. Entonces también había muertes, desapariciones, horror y desastres humanos. Pero cuando la muerte es ocasionada por el deseo de otros hombres la tragedia es más fuerte, es incomprensible, es detestable, es lo peor que en la vida pueda concebirse. El pintor se inspiró llevando su pasión y genialidad a los elaborados cruces de tonalidades explosivas que en un lienzo se pudiera componer. Pero ahora era la fuerza de unos colores asombrados de brazos, piernas, muñecas o manos... Ya no eran solo tonos enfrentados de un fondo que anula la diferencia entre un horizonte y el mar; ya no era solo un cielo escabroso de fuego que acoge con fuerza la silueta abandonada de un buque asolado en el mar; ahora era la denuncia terrible de un asesinato vil y criminal de seres humanos lo que un lienzo mostraba. ¡Qué contraste tan insostenible! El Romanticismo podía representar el sacrificio humano en guerras, en conflictos, en luchas, en enfrentamientos, pero hacerlo por la mera crueldad asesina, motivada además solo por el beneficio económico, era lo más inasumible para una creación romántica. Sin embargo, el pintor británico compuso su obra convencido de la necesidad de recordar esa realidad espantosa. ¿Cuánto tiempo soportaremos la visión de esta obra sin desfallecer? 

En noviembre del año 1781 el velero británico Zong navega por el caribe rumbo a Jamaica cuando sus oficiales deciden tirar por la borda parte de la carga. Esa carga eran seres humanos, porque el Zong era un buque negrero fletado en África. Los motivos fueron la impericia naútica y la maldad. Al equivocar la ruta pensaron que el agua disponible no iba a ser suficiente. Había que sacrificar parte de la carga ya que era más rentable hacerlo que dejar que se murieran de sed. Las aseguradoras sólo pagaban si el fallecimiento era por un sacrificio obligado no por muerte natural. Se entendía que había una pérdida a compensar si parte de la carga se arrojaba por la borda para evitar más pérdidas. Porque no hay pérdida económica por morir de forma natural. El caso provocó con los años leyes que impedían el comercio por mar de seres humanos, pero no fue hasta 1833 que se abolió la esclavitud en Gran Bretaña. La pintura de Turner es fascinante por una explosión de colores que crean una atmósfera única llena de matices que se mezclan sin orden, pero con sentido. Sus detalles son lo importante cuando alcanzamos a mirar con detenimiento sus obras. Son esos pequeños detalles los que buscan sorprender con algún motivo resplandeciente, original, creativo o poderoso. En esta impresionante obra, ¿qué detalle es soportable por tratar de admirar alguna estética brillante entre los grilletes adosados a unos miembros humanos flotando sobre el mar? El primer comprador de la obra lo fue el crítico John Ruskin, admirador del pintor y de los prerrafaelitas. Según cuenta la reseña del cuadro, Ruskin lo tenía colgado en el salón de su residencia y lo admiró todos los días durante muchos años. Hasta que se cansó y no pudo contemplarlo más, su espíritu sensible evitó soportarlo y descolgaría el cuadro para siempre.

A pesar de la pesadilla de verlo, con el consiguiente riesgo de habituarse a una belleza deleznable, el valor de esta obra es necesario para no olvidar la naturaleza tan vil de la que estamos hechos. Entonces es cuando podemos reflexionar: solo contemplando la verdad de los miembros esparcidos sobre unas olas amarillas recordaremos la maldición espantosa que unos seres humanos sean capaces de hacer a otros. Es una metáfora, no sólo una historia real, lo que podemos comprender con esta obra, la metáfora de una sociedad que es capaz de sacrificar seres humanos por el afán mezquino de la simple codicia. Y entonces el Arte se diluye por el sumidero de lo fatalmente humano, de lo que no provoque ahora ninguna belleza que cause salvación. No hay belleza sino lamento, no hay armonía sino reflejo monstruoso de algo que no consigue estimular el espíritu sino desvanecerlo. ¿Cómo admitir que existe espíritu humano capaz de crear Belleza? La visión de esta obra romántica de Arte no nos lleva más que a una terrible contradicción. Con ella debemos vivir a la vez que admiramos la Belleza. Pero que no lo es, que no puede serlo, que sólo se expande desapareciendo vagamente entre los acrisolados trazos poderosos del genio del pintor. Ya no hay más que un mundo real pintado que apenas calma la repulsión de un observador sensible. No podemos percibir la fragancia del velero que surca ahora las olas luchando majestuoso; no podemos admirar el cielo tormentoso lleno de luz entornada por matices coloreados de una paleta romántica; no podemos reconocer las olas encrespadas tan brillantes como ensombrecidas por el alarde romántico de un mar embravecido. No podemos asimilar estéticamente todo eso como cuando miramos una obra de Turner. El sol se ha ocultado entre una luz tenebrosa y el afán por querer admirarla. No hay nada más que sentir sino repulsión y desencanto. El Arte ahora no nos satisface, no place, no lleva a merecer nada estético en ver ahora el contraste, la tonalidad, la composición, el encuadre, y, sin embargo, no ver el horror, el terrible horror tan detestable de unos restos humanos que no veremos del todo, que no están ahora completos, que no existen en el lienzo salvo por un espantoso detalle...

(Óleo El barco de esclavos, 1840, del pintor romántico Turner, Museo de Finas Artes de Boston.)

20 de marzo de 2022

Cuando una pintura fue la metáfora plástica de la idea obsesivamente lastimosa de un artista trágico.

 

 La vida de Paul Gauguin (1848-1903) es la mejor forma de comprender el velo de tintes melancólicos que refleja su obra. Desde un brutal temperamento independiente se forjaría el espíritu de un hombre por alcanzar la paz que no hallaría nunca en su huida o en su lamento. En el año 1882 Francia soportaría una de sus crisis financieras consecuencia entre otras cosas de los problemas con sus viñedos y con la seda, de los conflictos comerciales con Italia, del proteccionismo mundial, que le supuso la pérdida de sus mercados internacionales, y de una crisis industrial profunda. Gauguin, que después de la guerra franco-prusiana comenzaría a trabajar como empleado de bolsa, perdería su empleo en 1882. Así fue como acabaría pintando, no tenía otra posibilidad de ganarse la vida. Ante el incierto futuro decide marcharse a Panamá con el pintor Charles Laval y de allí a la Martinica. Pero no dejará todo eso de ser huida, una terrible huida hacia el fracaso. Regresa, enfermo, a Francia en 1888 y se refugia en Bretaña. En este lugar prosperaría su pintura pero no él, así que decide marcharse de nuevo de Francia hacia otro lugar, uno donde la vida sea más fácil y el dinero apenas sea necesario. Entonces llegará a Tahití en 1891 y creerá encontrar su paraíso. Pero pronto descubrirá las mismas dificultades en la colonia francesa, las mismas mezquindades y las mismas necesidades. Esto le acercará inevitablemente a la población indígena, a la cual se integrará buscando alejarse lo más posible del mundo y de sí mismo. Pero lo único que encontró en Tahití fue la inspiración. Sin haber encontrado otra cosa, regresa a Francia en 1893. Gracias a una pequeña herencia familiar consigue exponer sus obras tahitianas, que producen en el público y sus colegas un cierto interés. Pero nada más. No hay posibilidad de seguir en Francia con lo que tiene. En 1895 vuelve de nuevo a Tahití. Pero ya no es el mismo de antes. Los paraísos, los supuestos paraísos, cuando son retornados de nuevo nunca lo vuelven a ser. A finales de 1897, en una de las más terribles situaciones personales, intenta quitarse la vida desesperadamente. Pero no, aún no es el momento. Su Arte, sin embargo, conseguirá vivir y prosperar artísticamente. Parece que algunos clientes poderosos se fijan en ese Arte nuevo tan sugerente. Una nueva búsqueda del paraíso le llevará a otro destino, una pequeña isla del archipiélago de las Marquesas, pensando así que menos cosas necesitará para poder vivir su vida, inútilmente. En 1903 acabaría con ella su malograda salud para siempre.

En Tahití, en 1897, pintaría su obra Nunca más. ¿Qué compleja combinación llevaría a Gauguin a componer a su joven amante polinesia de ese modo, uniendo así desesperación a voluptuosidad? La obra es la exaltación de la vida, de la juventud sensual más elogiosa de paraíso encontrado y satisfecho. Pero, sin embargo, es un mensaje totalmente opuesto el que transpira el lienzo modernista. Porque es la amante polinesia del pintor y no la es. Es su cuerpo, es el perfilado deseo de cada poro de su piel por abarcar el mundo y dominarlo con sus fuerzas tan vivas. Sin embargo, el pintor lo transformará todo eso con el añadido espantoso del lastimero fondo de su amarga decepción. Lo hará pintando así el gesto tan intenso de una mirada torcida. Ahora ese paraíso, ese maravilloso paraíso sensual y voluptuoso, tan lleno de vida, está ahí detenido, paralizado mortalmente, ante el pavor incontrolable de la fatalidad. Años atrás, cuando Gauguin frecuentase en París el café Voltaire donde los artistas se reunían confiados en el Arte, el escritor Mallarmé recitaría delante de él uno de los poemas más descarnados de Allan Poe. Relataba la historia de un amante abandonado y que, en una noche, un cuervo entraría por la ventana de su habitación. Este revolotea por la estancia deteniendose sobre el busto blanco de mármol de la diosa Atenea. Entonces el joven desolado se dirige al cuervo y le pregunta quién es. El cuervo sin embargo tan solo pronunciará Nunca más, solo eso, ninguna otra palabra más añadirá el negro cuervo. Confundido, no consigue entender nada y se sienta ahora pensativo. Entonces comienza a entender que, posiblemente, sea un presagio, un terrible presagio. Trata de que el cuervo se vaya pero no lo consigue. Así hasta llegar a comprender que nunca más será la última palabra...

El Arte de Paul Gauguin consiguió lo que él no pudo conseguir en su vida, triunfar económicamente de un modo exagerado. Hoy en día sus obras se cotizan a unos niveles exorbitantes. Sin embargo, la ironía de la vida nos llevará a suponer que una cosa llevó necesariamente a la otra. Si Gauguin no hubiese necesitado reaccionar ante su fracaso, ante su desilusión o ante su delirio, no hubiese compuesto esas obras de Arte. Hubiese compuesto otras, tal vez más placenteras, más sensuales o más insulsas. La terrible realidad es que cierta creatividad inspirada surge, generalmente, de la desolación o del más íntimo desarraigo. Pero, lo verdaderamente prodigioso de esta obra de Gauguin es su contraste, su espantoso contraste. Ahí radicará su genialidad. Hay siempre un mundo maravilloso bordeando un mundo terrorífico. O al revés. Y esa combinación la obtiene el pintor francés desesperado en su lienzo Nunca más (Nevermore O Taïtï). Lo vemos, vemos el contraste entre vida y no vida, entre pasión y desatino, entre amor y renuncia, entre tranquilidad y confusión. Para vivir no es preciso solo estar en un lugar y querer en él responder a las cosas que nos hacen infelices, también debemos convertir ese lugar en el único que ahora tenemos para vivir, con las cosas y las calamidades que, inevitablemente, tengamos que sobrellevar desolados. Es ese gesto de la modelo tahitiana tan espantosamente lastimero el que la hace partícipe de la tragedia, no la realidad en sí misma. El pintor no supo autorretratarse y, a cambio, utilizó a su joven amante para expresar así su propio ánimo. Perdería él y ganaría el Arte. Tal vez eso sea incluso una lección, no para el pintor, sino para nosotros, ausentes artistas que, buscando un paraíso imposible, lleguemos a comprender al ver el cuadro la temible combinación de una ridícula búsqueda y su inútil lamento solitario.

(Óleo Nunca más (Nevermore O Taïtï), 1897, del pintor posimpresionista Paul Gauguin, Courtauld Institute Art, Londres.)

24 de febrero de 2022

El auto engaño más fascinante perseguido por una fértil imaginación desbordante.


 

El concepto de Quimera tal como lo conocemos fue una invención del Romanticismo del siglo XIX. Había sido en la mitología griega un ser monstruoso compuesto de diferentes formas de fieros animales salvajes. Pero su función mítica, curiosamente, no era maligna sino benigna. Hasta se colocaba su efigie en las entradas de los cementerios con la intención de proteger el lugar ante los malos espíritus. El Romanticismo contribuyó a crear gran parte de una mitología moderna occidental basada en otra mitología más antigua. Y así surgiría la idea simbólica de la Quimera como un nuevo concepto utilitario. Representa lo que parece y no es. Especialmente representa lo que parece mucho y obligaría, sin embargo, a realizar un esfuerzo de reflexión profunda para no equivocarse. Pero, ¿lo que parece mucho a qué? A todo lo deseable que la mente humana pueda componer auto-satisfecha y decidida. En el Arte se podría entender como un reflejo de lo que es aparente, como la fidelidad más asombrosa a la realidad oculta de lo que parece que vemos en una obra. Porque de lo que se trata ahora es de una imaginación estética absolutamente desbordante. El pintor francés Gustave Moreau (1826-1898) fue un curioso creador: simbolista, decadentista, romántico y medievalista. Pintaría la Quimera en muchas ocasiones, tantas como su espíritu artístico anhelase poseer o ser aquello que componía ávidamente. Porque creería absolutamente en que lo que vemos reflejado no es sino la representación mental de una quimera. Pero, sin embargo, como toda audacia mental equivocada, nos puede comprometer peligrosamente en la adecuación de la realidad con lo simplemente imaginado. En su obra La Quimera del año 1867 Moreau nos fascinará con su elaborada composición tan detallista. No es una pintura es una exquisita creación iluminada de orfebrería artística muy colorida además. Porque utilizaría todos los recursos cromáticos posibles de su paleta inspirada para poder dotar de belleza extrema a la muestra grandiosa de una sutil composición genial.

Gustará o no gustará, sin embargo Moreau y su simbolismo romántico no dará tregua en agradar más que en expresar. Como es una quimera finalmente. Porque la quimera es un efecto psicológico muy personal que buscará satisfacer, no es algo objetivo sino completamente subjetivo. Los que son seducidos por ella no pueden evitarlo sino con las consecuencias imprevisibles de su total fascinación. En esta pintura simbolista la representación expresará la combinación de dos figuras relacionadas. Observemos bien. Siempre existe una atracción y un desdén en cada una de ellas hacia nosotros. Una quimera no es más que un autoengaño, uno tan real que es imposible no quedar atrapado, a veces, entre sus atractivas garras. Vemos en esta obra cómo el pintor simboliza de un modo genial la atracción y el desvarío. Justo en el momento de mayor expresión de un gesto amoroso, la Quimera se lanza segura hacia el abismo sin importarle la participación a su lado de otro ser desvalido... Porque la Quimera, realmente, no tiene sentimientos, ignora lo que eso significa incluso. Su sentido en el universo es fascinar, es aletargar los sentidos y la voluntad de unos seres que, deslumbrados, son muy capaces ahora de imaginar lo más fascinante. Pero lo fascinante no tiene porqué serlo completamente. Es solo una parte, a veces mínima, la que ejercerá su sentido más embriagador y fascinante. El resto lo elaborará el sujeto fascinado. Por esto la propia pintura, el Arte, es un ejemplo sutil de la Quimera. En un cuadro el pintor sólo realiza parte de la visión completada que, finalmente, nos llegará a nosotros. La maravillosa realidad de algo seductor no es más que la imaginación fértil de aquel que es seducido por ello. Lo fascinante es tanto más fascinante cuanto más desaparece su propia imagen sustituida ahora por la imagen recreada por el observador. La Quimera llevará siempre al abismo, no hay otra salida, porque la persecución de algo que alucina no es más que la destrucción final del que lo ha alimentado.

El sentido iconográfico de la pintura simbolista de Moreau tiene, además, una complejidad añadida. ¿Es una satisfacción abandonarse al sueño encantador de una emoción tan grande? ¿Podemos salvarnos a pesar de entregarnos desarmados e indolentes? En esta composición la Quimera es representada como un centauro con grandes alas desplegadas. ¿Quiere decir eso que, a pesar del abismo insondable, puede elevarse la Quimera evitando la destrucción o la barbarie y, con ello, también la anulación del ser que lo sujeta decidido? El misterio desconocido de lo perseguido con amor nunca es revelado. Así es la verdad oculta que subyace siempre tras la fragilidad de un mundo sin sentido... Pero el amor es auténtico, a pesar de no serlo aquello perseguido. Tiene que existir una necesidad y una imaginación... Porque la Quimera no es nada, no existe. Se padece o se experimenta en cada emoción que no halle el revés de lo fascinante para poder ver la verdad de lo impedido. No somos más que seres abandonados entre la vil realidad y lo sutilmente imaginado. La realidad llenará lagunas imperfectas en la trama ideal de lo imaginado. Se necesitarán mutuamente, una para ser y otra para fascinar. El Arte tan fascinador de Gustave Moreau nunca fue comprendido en su tiempo de tan desubicado, de tan imbricado de metáforas irreales tan simbolistas... Cuentan que en cierta ocasión el pintor impresionista Degas le preguntaría al simbolista Moreau: ¿piensa renovar el Arte con la joyería? Y así fue casi, porque, como una joya deslumbradora, la pintura de Moreau encantaría sin llegar a comprender que lo que vemos en ella, asombrados, es una recreación elaborada de una fascinación muy sobrevalorada y muy distante.

(Óleo La Quimera, 1867, del pintor simbolista y decadentista Gustave Moreau, Museo de Arte de Harvard, EEUU.)

20 de febrero de 2022

La belleza imperceptible es la que existe antes de haberla percibido, cuando el ánimo emotivo comprende ya lo que ve.


 No hay belleza sino en la mirada detenida, en la mirada que no fracciona sino que completa cosas, en la mirada en que las cosas individualmente no existen, sino que forman parte de un sentido mucho más grandioso o más amplio. Cuando nos desesperamos con la vida, por ejemplo, es porque aislaremos del universo que nos rodea aquello que nos impacta primero, equivocadamente; es así lo que nos atrae hacia el oscuro temblor de lo ofuscado por la atención incompleta de las cosas, esa atención que se origina por nuestra percepción más ingenua, la más fugaz o la más impaciente. Percibir es una forma de elegir entre vivir o morir. Sólo cuando elegimos vivir la percepción es auténtica, es clarificadora, se muestra intacta además ante los errores de la memoria o de lo pavoroso. En la segunda mitad del siglo XIX surgió en Francia un curioso movimiento naturalista en la pintura. Era un realismo estético matizado de un cierto temblor existencial; un temblor social, personal, universal y recreado o narrado tanto histórica como personalmente. No siempre los pintores se ubican completamente en su tendencia artística. Es una especie de excusa tenerla para crear luego otra cosa, lo que el ánimo artístico les lleve a componer sin encorsetamientos. Fue el caso del pintor francés Jean-Charles Cazin (1841-1901). De joven, el pintor aprendería en París del maestro Lecoq de Boisbaudran a observar bien, muy detenidamente, las cosas en su memoria, a mirar antes, minuciosamente, todo lo que luego tuviera que pintar. Lecoq le enseñaría a pintar entonces de memoria, a observar y mantener así, en su mente artística, las cosas que viese en la naturaleza antes de plasmarlas luego en el lienzo artístico. En el año 1883 pinta entonces su obra El Arcoíris, una composición absolutamente sorprendente de naturalismo paisajista. ¿Qué sentido tuvo glosar una de las visiones más maravillosas del cielo, el arcoíris, de ese modo tan atenuado, tan simple, tan elemental, tan limitado ahora? En su paisaje rural solo vemos un camino, una casa orillada a éste, una herramienta solitaria alejada de todo, un cielo poderoso aterido de nubes coloridas y un atisbo fraccionado de un bello arcoíris desolador...  No hay seres vivos, sin embargo, en la obra. Apenas vemos unas pocas flores amarillas al borde del sendero y, algo más lejos, unos árboles hundidos que enmarcan, tal vez, la visión fugaz de un diluido ahora fenómeno atmosférico. La composición del conjunto estético, donde solo el cielo es favorecido en el espacio iconográfico, revelará el sentido final de lo expresado realmente. Porque no es la soledad del camino, no es la abandonada estancia de un hogar cerrado, no es la desesperada visión de un espacio sin vida lo que el pintor quiso expresar en su emotiva obra naturalista. Porque el cielo, además, es ahora aquí un cielo compungido de obtusa belleza. Un firmamento que, luego de una tormenta fugaz, aparece ahora expresado de extraños matices distintos con la panorámica parcial añadida de una liviana refracción provocada por un tímido sol y unas pequeñas gotas de agua. 

Esta visión del cielo no es entonces lo suficientemente poderosa aún como para colmar el sentido estético grandioso de un esplendoroso paisaje de belleza. Porque no hay tampoco un sentido panorámico de belleza ocasionado por la visión maravillosa que un arcoíris poderoso debiera tener para serlo. Pero, sin embargo, no es eso lo que percibiremos luego, cuando, asombrados, dediquemos el tiempo suficiente para comprenderlo. Nos llevará a pensar otra cosa la visión estética que nos presente la obra en su conjunto, no sólo la visión física sino, sobre todo, la emotiva... ¿Será, entonces, la memoria? ¿Será aquella forma de crear que el pintor aprendió de su maestro inspirado para percibir mejor lo acontecido? El recuerdo instilado de lo visto antes matizará luego el sentido final de lo alcanzado a ver, de lo visto antes de ser fijado en el lienzo... o en la emoción solícita. ¿Sucederá lo mismo con lo percibido del mundo en el caso que nuestro ánimo nos infunda, desprotegido ahora, un cierto temblor hiriente de nuestra percepción de él? Porque el sentido de lo que percibiremos inicialmente es una parcialidad que nos llevará a componer una visión condicionada, absolutamente parcial y equivocada del mundo. No bastará entonces para alcanzar una gratificación estética, mental o psicológica, de lo percibido del mundo. En su obra naturalista el pintor consigue expresar la realidad inmediata, no la mediata, y obligando así a ver ésta tiempo después gracias a la impresión tan emotiva de una memoria prolífica. De este modo el pintor conmocionó y sorprendió, desprevenidos, a los que fuesen capaces de esperar el tiempo suficiente como para alcanzar una belleza distinta, una no manifiesta sino recordada, secundaria, pero profunda y emotiva. Este es el sentido estético naturalista aquí, un cierto temblor emotivo de algo que habría de expresar, junto a la belleza del paisaje, una belleza completada que conllevará latente luego de ser asumida en la memoria emotiva de un inspirado sujeto receptor. Así es en la vida también, tal vez, cuando el fragor obtuso de lo real nos obligue a lo mismo añadiendo ahora la percepción emotiva de las cosas. Unas cosas que llevarán su tiempo ser comprendidas del todo, ahora sin error, sin asperezas, sin desesperación, sin desalojos ingratos, sin distancias, sin certezas tampoco; sin ningún sentido demoledor de áspera belleza desolada que, rauda, vagabundeará sin tino por el anhelado paisaje inspirador de nuestros recuerdos más íntimos. 

(Óleo El Arcoíris, 1883, del pintor francés Jean-Charles Cazin, Museo de Arte de Cleveland, EEUU.)