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6 de octubre de 2011

Un gran país originario de una gran nación: una historia, un desencuentro y un destino común.



La nobleza fue un premio social ofrecido por los reyes para aquellos súbditos que habrían contribuido a obtener algún logro especial que beneficiara a la corona o a su pueblo. En España hubo momentos donde los reyes fueron más dadivosos, o más oportunistas, y otros en que lo fueron menos. Uno de esos momentos donde se entregaron más títulos nobiliarios en España fue a mediados del siglo XIV, cuando el entonces rey Enrique II de Castilla -el hermano bastardo del legítimo rey Pedro I- prometiera favores a hidalgos o caballeros de baja estirpe si le apoyaban en su lucha por la corona en el año 1369. Uno de esos señores lo fue García Álvarez de Toledo (1335-1370). Había sido nombrado por el rey legítimo, Pedro I, capitán mayor de Toledo para defender la ciudad frente a las tropas de su rebelde hermanastro Enrique de Trastámara. Pero decidió cambiar de bando para seguir manteniendo sus privilegios y obtener así los señoríos de Oropesa y de Valdecorneja. Muchos años después uno de sus herederos, Hernando Álvarez de Toledo y Sarmiento (? -1464), señor de Valdecorneja, sería nombrado por el rey Juan II de Castilla primer conde de Alba de Tormes.

Un hijo de Hernando, García Álvarez de Toledo y Carrillo de Toledo (? -1488), aprovecharía la necesidad  de premiar de otro monarca castellano necesitado de apoyos. El rey castellano Enrique IV le acabaría ofreciendo en el año 1472, gracias a su fidelidad frente a su hermana Isabel (la pretendiente y futura reina Católica), ampliar su condado de Alba a ducado. Este título nobiliario español, ducado  de Alba, fue desde entonces el más importante de España por grandeza, número de títulos otorgados y heredados así como por patrimonio e historia. Uno de los más grandes duques de Alba habidos en la historia de España lo fue el tercer duque, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel (1507-1582). Llegaría a ser un gran militar y estratega al servicio tanto del emperador Carlos V como del rey Felipe II. Sin embargo, las dinastías nobiliarias no se mantendrían siempre en línea directa -sin interrupciones de sangre- a lo largo de su existencia. En el caso de la Casa de Alba han habido tres dinastías diferentes, tres familias distintas que han cambiado la posesión de dicho ducado o por falta de descendencia directa o por falta de heredero varón. La primera dinastía, los Álvarez de Toledo, se acabaría en el año 1755 cuando el décimo duque de Alba, Francisco Álvarez de Toledo y Silva (1662-1739), sólo tuviera una hija como heredera, María Teresa Álvarez de Toledo y Haro (1691-1755). Al casarse ésta con un importante aristócrata, Manuel de Silva y Haro (1677-1728), este noble español obtuvo así para su familia -los Silva- la nueva dinastía aristocrática de Alba.

La siguiente, tercera y última dinastía, se produjo a la muerte de la XIII duquesa de Alba, Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo (1762-1802). Esta mujer no tuvo descendencia. El título pasó entonces a la rama de una de sus tías, María Teresa Silva y Álvarez de Toledo (1718-1790), una mujer que se había casado con un aristócrata francés, aunque de origen bastardo de la realeza británica, Jacobo Fizt-James Stuart y Ventura Colón de Portugal (1718-1785). Uno de sus descendientes, Carlos Fizt-James Stuart y Fernández de Híjar-Silva (1794-1835), continuaría la nueva línea dinástica como decimocuarto duque de Alba. Luego se sucedieron los varones hasta llegar al XVI duque, Carlos María Fizt-James Stuart y Portocarrero (1849-1901), abuelo de la actual duquesa de Alba. Después el ducado lo heredaría el padre de ésta, XVII duque, Jacobo Fizt-James Stuart y Falcó (1878-1953). La actual duquesa (año 2011) llegaría a contraer un primer matrimonio en el año 1947 con el descendiente de un contable del ejército español del rey Carlos IV.

A veces los títulos no se ofrecían por razones bélicas sino por servicios a la Corona, fuesen por razones políticas o sociales. Así fue como al hijo de ese contable, Carlos Martínez de Irujo y Tacón (1765-1824), se le otorgaría en el año 1803 el Marquesado de Casa-Irujo. Y es la curiosa historia de este alto funcionario la que nos lleva al sentido histórico de este artículo. Después de estudiar en Salamanca es nombrado secretario de embajada en Holanda y luego en Londres. Aquí aprendería el idioma inglés y algunos conocimientos de economía. Pero el nombramiento más importante le sucede en el año 1796 cuando es nombrado embajador en la reciente nación norteamericana. En Pensilvania, entonces capital de los iniciales EE.UU, viviría y trabajaría Carlos Martínez de Irujo defendiendo los intereses de España hasta el año 1807. Durante este período sucede en los Estados Unidos  uno de los hechos más curiosos de la diplomacia española en la nueva nación norteamericana.

Entre los años 1801 y 1805 fue vicepresidente de los Estados Unidos de América Aaron Burr (1756-1836). Personaje controvertido, tuvo que abandonar el cargo en el año 1805 por problemas judiciales y pronto acabaría hasta arruinado. Motivado quizá por sus deudas no se le ocurrió otra cosa que conspirar contra su gobierno para crear otra nación americana en los territorios del oeste y del sur de los Estados Unidos, es decir, en lo que por entonces era parte de la Nueva España o el Méjico español. Esa época, primeros años del siglo XIX, fue además muy convulsa en la historia de España. El inmenso territorio del Virreinato de la Nueva España era codiciado tanto por la nueva nación estadounidense como por los británicos o los franceses; pero, también por la incipiente rebelión de los oportunistas criollos mejicanos, unos españoles nacidos allí que creyeron encontrar su propia salvación económica con la independencia de España. Tres años después España se vería obligada a defender su virreinato luchando además en Europa contra el feroz, potente y cruel ejército de Napoleón.

Aaron Burr fue un político estadounidense desalmado, un personaje taimado que había adquirido además territorios en la región de Tejas, al norte del virreinato mejicano. El presidente norteamericano de entonces, Jefferson, conseguiría denunciarlo por traición. Sin embargo, Burr se defendería bien de esas acusaciones y conseguiría salir indemne de los cargos presidenciales. Llegó a mantener antes de eso una correspondencia comprometida con el embajador español Martínez de Irujo. El objetivo de Aaron Burr era derrocar al imperio español en norteamérica y constituir un nuevo Estado. La relación con el embajador español fue sorprendente ya que ¿cómo podía participar un embajador español en tamaña barbaridad para su propio país? Aunque Martínez de Irujo alcanzó fama en los EE.UU como amigo del conspirador Burr, nunca se pudo demostrar ninguna traición a su patria en aquellos hechos. Quizá conocía los deseos revolucionarios de los criollos novohispanos y quiso contrarrestarlos con algún tipo de apoyo estadounidense. Pero le salió mal en cualquier caso. Fue destituido de la embajada norteamericana y destinado en el año 1809 a Brasil, donde contribuyó a promover la defensa del virreinato del Rio de la Plata -actual Argentina- de los independentistas criollos argentinos.

La historia de la Nueva España avanzaría entonces inexorable y violenta con el desencuentro entre hermanos que llevaría a su independencia en el año 1824. Este nuevo país mantuvo las mismas fronteras que los españoles habían negociado años antes con los Estados Unidos. Pero las conspiraciones que iniciara aquel vicepresidente norteamericano traidor fueron germinando, sin embargo, poco a poco en el inconsciente colectivo del pueblo estadounidense. En el año 1846 los Estados Unidos no ocultaron su deseo expansionista ni un momento más. Se había conseguido con el tratado Adams-Onís firmado hacía veinticinco años entre España y los EE.UU iniciar la tan deseada por los norteamericanos transcontinentalidad, es decir, llegar de uno al otro lado del continente. Con ese tratado España se vio forzada a ceder a los Estados Unidos el territorio de Oregon al noroeste del virreinato mejicano, pero dejaría dentro de éste su nueva gran provincia de Nueva España, la California del norte y los territorios de Tejas y Arizona. Así se acordó en el año 1820. Pero los años pasaron y la ambición anexionista estadounidense no tuvo ya escrúpulo alguno.

En el año 1846, con una excusa política cualquiera, invadieron los norteamericanos el territorio mexicano -independiente desde el año 1824- y consiguieron llegar hasta la capital de la nación, la Ciudad de México, en el año 1847. La fuerza y el poderío norteamericanos obligaron a firmar el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, un acuerdo por el cual México perdió todo el norte de su territorio heredado, más de un 55% de su superficie total original. Así fue como México alcanzó su independencia, perdiendo parte de sí misma, lo mismo que le sucediera a la nación que le había dado la vida siglos antes, que también perdería parte de sí misma luchando entonces por su propia Independencia frente a los franceses. Demasiadas cosas parecidas, demasiadas cosas compartidas y demasiadas raíces en común. Porque la historia de los pueblos, lo único que une realmente, es lo único que no se debería nunca perder de la memoria. Ella pronuncia en voz alta y clara lo que muchos oídos debieran escuchar siempre: que los pueblos pueden separarse a veces, como las familias, pero que comparten siempre una vida, unos valores, un pasado, una cultura y un mismo destino histórico, cosas emocionales que nunca,  sin embargo, conseguirán jamás no persistir en la memoria.

(Óleo del pintor mexicano Gerardo Murillo, El Paricutín, 1946, México, representación del volcán del mismo nombre situado en el estado mexicano de Michoacán; Cuadro del pintor español Arturo Souto Feijoo, Iglesia y jardines de Acolmán, México, 1951, Santiago, España; Retrato del III Duque de Alba, 1549, del pintor Anthonis Mor; Grabado del primer Marqués de Casa-Irujo, siglo XIX; Fotografía del XVI Duque de Alba, Carlos María Fitz-James Stuart Portocarrero, siglo XIX; Óleo del pintor francés Adolphe Jean-Baptiste Bayot, Ocupación de Ciudad de México en 1847 por EEUU, 1851; Fotografía del Palacio Presidencial mexicano, antiguo Palacio virreinal, Plaza del Zócalo, Ciudad de México, 1996; Fotografía de la Avenida de la Reforma, Ciudad de México, 1997; Fotografía de la iglesia de la ciudad de Taxco de Alarcón, Estado de Guerrero, México, estilo barroco colonial español, 1997; Fotografía del Palacio de Bellas Artes, Ciudad de México, 1996; Imagen fotográfica de la plaza del Zócalo en la capital mexicana, 1996; Cuadro de Frida Kahlo, El abrazo de amor del Universo, de la Tierra -México-, Yo, Diego y el señor Xo, 1949, México; Cuadro de David Alfaro Siqueiros, Caminantes, México; Fotografía de la ciudad de Dolores-Hidalgo, Estado de Guanajuato, México, estatua del cura Hidalgo y su grito de independencia, 1997; Fotografía de la entrada a una vivienda en la población mexicana de Tecozautla, Estado de Hidalgo, México, antigua puerta y entrada original del siglo XVIII de una casa novohispana, 1997.)

24 de marzo de 2011

Cuando la búsqueda es sólo lo que importa, no se sabe de qué, sólo la búsqueda.



Habían pasado dos años desde la derrota del rey Rodrigo en aquella famosa batalla del río Guadalete. Entonces los musulmanes cercaron las murallas de la ciudad extremeña de Mérida en el año 713. Con un ejército de más de diecisiete mil hombres, la mayoría árabes, consiguieron los invasores que la ciudad hispano-visigoda claudicara para siempre. Los sitiadores pusieron sus condiciones. Primero, se permitiría abandonar la ciudad a todos los que quisieran hacerlo, a cambio, sólo podían llevarse los bienes que pudiesen transportar. A los demás -a los que se quedaran- se les respetarían sus propiedades, salvo a la Iglesia, que las perderían todas. Así que, según cuenta una antigua leyenda hispana, siete obispos tuvieron que huir de la sitiada ciudad de Mérida con los tesoros y las valiosas reliquias que pudieran esconder. Al parecer huyeron hacia Lisboa, en Portugal, y corrió el rumor que embarcaron y marcharon lejos, muy lejos, hacia un lugar allende el océano donde fundaron una ciudad llamada Cíbola y otra llamada Quivira, ambas llenas de tesoros y construidas con oro y piedras preciosas.

La leyenda caló en el imaginario de los cristianos españoles de entonces, que no dejaron de pensar en conseguir algún día encontrar aquellas maravillosas ciudades. Algunos años después una morisca de Hornachos -población cercana a Mérida- había profetizado un destino trágico para los que persiguieran la mítica y anhelada ciudad de Cíbola. Otra historia musulmana que arraigó en la España medieval fue la de un personaje legendario de la mística sufí, Al-Khidr, o el verde, llamado así porque una vez andando por el desierto se detuvo a descansar en un lugar que, de pronto, se volvió paradisíaco, lleno de árboles y con mucha agua y un gran verdor. Eso se interpretó entonces como un símbolo de conocimiento y vida eterna. Toda una descripción de la mítica fuente de la vida, la juventud y la eternidad. De ese modo la idea de la fuente de la juventud se convirtió en otra leyenda a perseguir cuando, por el Renacimiento, la historia trajera nuevas tierras por descubrir más allá del océano peligroso. Así fue como el explorador español Juan Ponce de León (1460-1521), al tener conocimiento de que al norte de la isla de la Española podía existir tal fuente maravillosa, se dirigió en el año 1513 hacia una costa que resultaría ser la noreste de la actual península norteamericana de Florida. Acabaría por descubrirla y regresaría luego a Cuba frustrado sin haber hallado más que manglares, lagos, caimanes o indios. Pasados los años, en 1527, el rey Carlos I de España decide comisionar al adelantado Pánfilo de Narváez para conquistar La Florida. Desde Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) salieron cinco barcos y seiscientos hombres para acabar llegando a la península de la Florida en abril del año 1528. Trescientos hombres desembarcaría Narváez en esas tierras, internándose en un territorio salvaje de indios hostiles a la búsqueda del codiciado oro.

Narváez fue un hombre brutal y decidido que no dudaría en utilizar la violencia para conseguir lo que quería. Sin embargo, la respuesta de los indios y la dura naturaleza le hizo desistir de la expedición. Decidió entonces navegar cerca de la costa hasta alcanzar Méjico, pero una gran tormenta acabaría por hacer naufragar todas sus embarcaciones, terminando casi todos ahogados cerca de la desembocadura del río Misisipi. Todos perecieron, excepto cuatro hombres: Alonso del Castillo Maldonado, Andrés Dorantes, Esteban el esclavo y el explorador Alvar Núñez Cabeza de Vaca (1490-1560). Estos cuatro hombres llevarían a cabo, sin embargo, la más extraordinaria aventura vivida entonces en América. Recorrieron a pie, durante casi ocho años, todo el sur de lo que hoy son los Estados Unidos, bajando luego hasta alcanzar la ciudad de Méjico, capital de la Nueva España. Descubrieron lugares extraños con pueblos indígenas que les hablaban de ciudades llenas de tesoros. Tan dura fue la experiencia que Dorantes tiempo después, cuando el virrey de Méjico Antonio de Mendoza le propusiera dirigir otra expedición, rechazaría tajantemente la aventura de descubrimiento; lo que él deseaba era regresar a España lo antes posible. A cambio Dorantes le ofreció al virrey su criado bereber Esteban, el cual le indicaría dónde se encontraban aquellos nativos que les habían contado aquellos relatos.

El virrey acude entonces a un franciscano ilustrado y aficionado a la geografía, fray Marcos de Niza, para que, junto al esclavo Esteban, organizaran una expedición hacia lo que, supuso el fraile, eran aquellas ciudades legendarias que tanto había leído sobre las leyendas de Cíbola y Quivira. La expedición fue, sin embargo, un total fracaso desastroso. El moro Esteban acabaría muerto por los nativos y fray Marcos regresaría trastornado, contando que había visto a lo lejos una gran ciudad maravillosa, una más grande incluso que la gran Tenochtitlan -la Ciudad de México-. Animó a todos con sus fabulosas historias de tesoros, joyas, perlas, esmeraldas y demás piedras preciosas. Todo un gran alarde de imaginación que sus horas de ávida lectura legendaria le habían llegado a provocar. Poco bastó para que se organizara, en el año 1540, el más ingente viaje de descubrimiento para conquistar esas tierras y sus fabulosos tesoros. Al mando de la expedición se encontraba Francisco Vázquez de Coronado (1510-1554), el cual, con más de trescientos hombres y cientos de indios, se encaminaría desde Sinaloa hasta las tierras situadas más al norte de Arizona. El viaje de esos hombres alcanzaría incluso el alejado territorio de Kansas, en pleno centro de los actuales Estados Unidos. No consiguieron encontrar entonces nada más que tierras, nativos, culebras, alacranes y sol.

Buscaron, sin éxito, el oro y la mítica ciudad de Quivira. Hasta un indio les llegaría a contar que existía un lugar así, como les había relatado fray Marcos. Todo falso. Sólo llegaron a encontrar un asentamiento de indios llamados Zuñi, un lugar al que pensaron se trataba de Quivira, acabando finalmente por llamarlo así. Desde ese lugar, una pequeña expedición mandada por García López de Cárdenas marcharía hacia el noroeste. Lo único que Cárdenas descubrió fue un maravilloso tesoro natural, el Gran Cañon del Colorado, realmente el único tesoro que aquella expedición llegaría a descubrir. Francisco Vázquez de Coronado regresó a la Ciudad de Méjico cansado y agotado en el año 1542, ahora sólo con cien de todos sus desesperados, aventureros y soñadores hombres. La expedición había sido un total fracaso al igual que las anteriores. Desde entonces la búsqueda dejaría de dirigirse hacia el norte. Los avezados aventureros, los buscadores de aquellas míticas ciudades de Cíbola y Quivira, terminarían volviendo ahora sus ojos hacia el sur del continente. No podían ya dejar de hacerlo, de buscar, de seguir buscando... Necesitaban seguir persiguiendo todos aquellos antiguos sueños de su infancia. Unos sueños que, desde niños, les habían llenado el alma y la cabeza de algo que nunca, nunca, acabarían ellos mismos por comprender del todo: que ese sueño idílico estaba tan sólo en sus deseos de ir más allá de sí mismos, de sus propias miserias, limitaciones, bajezas, desesperanzas y anhelos.

(Cuadro del pintor norteamericano Frederic Remington, 1861-1909, Expedición de Coronado, siglo XIX; Parte izquierda del tríptico del Bosco, Óleo del Jardín de las Delicias, en donde se observa ya la Fuente de la eterna Juventud, 1490; Grabado medieval de una imagen de ejército invasor musulmán; Grabado de una ilustración con el retrato de Alvar Núñez Cabeza de Vaca; Grabado con el retrato de Juan Ponce de León; Grabado con el retrato del conquistador español Francisco Vázquez de Coronado.)

Vídeos de Ponce de León, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca y del Gran Cañón:

8 de julio de 2010

Un Déjà Vu histórico, un impostor, un escritor mexicano, un folletinista y un famoso actor.



Aunque de buena familia irlandesa, William Lamport (Wexford, Irlanda, 1611 - Ciudad de Méjico, Nueva España, 1659) terminaría siendo un aventurero corsario inglés. En un viaje juvenil para estudiar en Inglaterra se dejaría seducir por el mundo romántico de la piratería corsaria. Sin embargo, abandonaría sus peripecias corsarias en otro país cuando, al desembarcar en La Coruña, decide quedarse en España y cambiar ahora su nombre por el castellano Guillén Lombardo. Después de estudiar en Alcalá de Henares ingresaría en la Armada española como capitán, participando además en gloriosas y victoriosas batallas navales en el convulso siglo XVII español. Pero en el año 1640 es nombrado por el rey Felipe IV un nuevo virrey para la gobernación de la Nueva España (Méjico), don Diego López de Pacheco (Cuenca, 1599 - Navarra, 1653), y entonces el joven capitán Lombardo lo acompañará en el largo y peligroso viaje a las Indias Occidentales. Aunque desconociéndose el motivo real, el capitán Lombardo acabaría en Méjico siendo arrestado por la Inquisición acusado de brujería y conspiración contra la Corona. Al parecer quiso liberar a los indios y esclavos negros oprimidos, alzándose ahora él como un emancipador y un justo gobernante.

Intentaría Guillén Lombardo escapar en varias ocasiones de la prisión inquisitorial, aunque, finalmente, sería sentenciado, condenado y ejecutado en la hoguera en la Ciudad de Méjico en noviembre del año 1659. Mantuvo una arriesgada fama de mujeriego y seductor sin escrúpulos, incluso con altas damas aristócratas. Pero tambien se prodigaría en su afición de aventurero rebelde y de fabulador impenitente. En este caso tuvo hasta la osadía de proclamarse hijo bastardo del padre del rey español Felipe IV, tratando de hacerse con la legitimación de una posible corona mejicana. Esto le llevaría a su perdición final. Con el Romanticismo literario propio del siglo XIX un escritor mexicano, Vicente Riva Palacio (1832-1896), llegaría a compilar en el año 1872 una novela basada en la historia de este capitán irlandés. En su obra titulada Memorias de un impostor, rey de México, relataba la vida en el Méjico colonial de Guillén Lombardo. Aunque mantuvo el autor datos históricos utilizaría, sin embargo, un estilo fabulador propio de las novelas francesas de aventuras de la época, como fuese por ejemplo la famosa novela Los tres mosqueteros del prolífico escritor Alejandro Dumas (1802-1870).

Riva Palacio tuvo acceso libre a los archivos de la Inquisición de la Nueva España radicados en la Ciudad de México. Por entonces, el año 1859, el presidente mexicano Benito Juárez (1806-1872) promulgaría sus famosas Leyes de Reforma, una normas que confiscaban las propiedades y los bienes de la Iglesia. Esto le permitiría al escritor disponer por entonces de la libertad necesaria para acceder, analizar y estudiar los archivos de la sentencia de Guillén Lombardo. Pasado el tiempo, a finales de la segunda década del siglo XX, un periodista norteamericano llamado Johnston McCullen (1883-1958) comenzaría a escribir las populares novelas llamadas pulp novels (novelas baratas y rústicas) que, por aquellos años, empezarían a proliferar mucho entre el público norteamericano. En el año 1919 publicaría su cuento La Maldición de Capistrano, basada en la novela de Riva Palacio. Eso sí, se tomaría la libertad de cambiar el nombre, el lugar y el tiempo al protagonista, pasándose a llamar don Diego de la Vega en vez de Guillén Lombardo y situándose, un siglo después, en California en vez de en Méjico.

Otra curiosidad en la historia es el sobrenombre del Zorro. Este apelativo y su símbolo Z fueron una afortunada ocurrencia literaria de McCullen. Se basaba en la idea que tendría Riva Palacio de que Guillén Lombardo utilizaría la cábala judía para defenderse frente a los inquisidores de sus extravagantes inclinaciones políticas. Esa filosofía mística de origen judío -la cábala- trata entre otras cosas de entender el principio de la vida, su conocimiento último, así como al creador del mundo y su cosmología. Y utilizará para ello una especial interpretación de la Biblia, una que sólo podrán llevar a cabo los verdaderamente iniciados en la cábala. El concepto cabalístico principio de la vida, también conocido como chispa divina, se representaba por la palabra hebrea ziza, cuyo símbolo es la letra Z. Este argumento esotérico lo utilizaría, según Riva Palacio, el propio capitán Lombardo para defenderse de las acusaciones ante la Inquisición. Pretendía así argumentar que la conjura contra la corona y sus deseos de liberar a los oprimidos estarían del todo justificados.

El cuento publicado por McCullen en el año 1919 tuvo mucha aceptación por el público y sería muy traducido. Hasta que un año después llega a las manos de un pionero del cine mudo americano de entonces, Douglas Fairbanks (1883-1939). Este afamado actor norteamericano, llamado el rey de Hollywood, conseguiría producir, escribir y dirigir muchas y exitosas películas en los comienzos del cine americano. En el año 1920 desarrollaría toda su creatividad adaptando el cuento de McCullen al cine. De ese modo produciría, escribiría el guión y protagonizaría además La Marca del Zorro, film dirigido por Fred Niblo (1874-1948). La película ha pasado a ser una de las más grandes producciones norteamericanas del cine mudo. Déjà vu es una expresión francesa que indica la experiencia psicológica por la cual un ser humano siente haber vivido antes algo, o haber sido testigo antes de algo, pero que, sin embargo, se vive por primera vez. Es por lo que la Déjà vu histórica de la leyenda del Zorro cinematográfica sí que se vivió realmente antes, aunque, como las vivencias que suelen sentirse a veces, las últimas historias no tengan nada que ver con la realidad de lo que, sin embargo, sí que llegaron a ser y a vivirse, auténticamente, en la historia.

(Óleo del pintor barroco Rubens, El joven Capitán -hace referencia a Guillen Lombardo-, Museo Timken de San Diego, EE.UU; Lienzo con el retrato del virrey Diego López de Pacheco, autor y fecha desconocidos; Imagen del cuadro con el retrato del escritor mexicano Vicente Riva Palacio, autor desconocido; Fotografía del periodista y escritor Johnston McCullen y del actor, a su derecha, que interpretó al Zorro en los años cincuenta, Guy Williams; Fotografía del actor Douglas Fairbanks, 1921; Imagen del cartel cinematográfico de La Marca del Zorro, 1920.)