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10 de septiembre de 2023

La Belleza no es transmisible a la sensación inmediata, tampoco a la observación ingenua, traducible o descubierta.



En la historia hay semejanzas comparativas que pueden hacernos reflexionar sobre la realidad. Una realidad que nunca dejará de ser la que es, a pesar de que todo se acabe disolviendo entre las apariencias temporales de lo porvenir. La época que vivimos tiene mucho que ver con el final del siglo XVIII y comienzos del XIX. El Arte, además, puede ayudarnos a comprenderlo. Mejor aún, es lo único que puede hacerlo verdaderamente. Porque aunque los hechos históricos son irrepetibles, el Arte no lo es, necesariamente, como no lo es tampoco la naturaleza humana.  Así, sólo es repetible, de alguna forma, el sentido representativo del mundo, el sentido estético del mundo, también de las cosas vividas interiormente. Si el mundo es Voluntad y Representación (como dijo el filósofo Schopenhauer), la representación es la misma esencialmente siempre, incluso aunque cambien los hechos, las situaciones o las maneras de verlo todo, la vida del ser humano tiende esencialmente a repetirse. La voluntad es la misma siempre, ésta no cambiará nunca, aunque no la veamos, sino sólo sus efectos demoledores. Cuando el escultor francés Jean-Antoine Houdon quiso crear -representar- vida sin tener la opción real de poder crearla, se decidió por esculpir la realidad más objetiva, más descriptiva, naturalista, académica o clasicista, de su época finisecular. Nacido el escultor en el año 1741 en Versalles, el Neoclasicismo por entonces comenzaba a vibrar como la única forma plástica de representar el mundo y su naturaleza sorprendente. Nada se podía hacer en el Arte entonces sin acudir a la realización de lo que los ojos veían sesgados por una luz clarificadora, por un resplandor que desvelaría todo haciendo deslumbrar la vida y el mundo y evitando, así, cualquier atisbo posible a la imaginación. Había Belleza entonces, por supuesto, pero también había verosimilitud descriptiva exagerada, algo que, en ocasiones, bordeaba la Belleza para, sin ella, compensar con lo sublime de la verdad lo que el Arte entusiasta no podría llegar a resaltar sin belleza. La sociedad comenzaría a escindirse, el Arte también. El racionalismo, el sentido de una razón poderosa que explicara la vida y el mundo, llevaba en aquel siglo la semilla de una visión fragmentadora de la sociedad. La fe, que había imperado sin fisuras durante siglos, empezaría a sustituirse, despiadadamente, por una razón demoledora. La intuición por la razón. La compasión por la sórdida ideología incuestionable. El erotismo por la pornografía. Fue un momento histórico de vértigo, de incertidumbre, de apasionamiento. De proliferación nacionalista, de pérdida de valores, de transformación lingüística, histórica, social y política. De revolución, de ruptura, de guerras impredecibles y de esperanzas contrapuestas. En el Arte se había llegado a la culminación más clásica de componer el cuerpo humano y la naturaleza. El Clasicismo se dejaría impregnar de todo avance y de una razón escudriñadora de la verdad. Houdon fue un escultor clasicista que llegaría a reproducir la realidad según el racionalismo más desvelador de una naturaleza dominada. Se especializaría en el Ecorché, una técnica artística que fue iniciada ya en el Renacimiento, cuando el clasicismo alcanzó a experimentar la representación más exacta del mundo. Leonardo da Vinci fue un extraordinario ejemplo de esto, del desollamiento de lo representado más descriptivo. La anatomía sin piel y con los músculos visibles comenzaría en el Arte una nueva dimensión estética. Jean-Antoine Houdon esculpió en el año 1767 en el Hospital de Francia en Roma una figura humana desollada que causó sensación. Sin embargo, él no había hecho sino seguir la tradición clasicista renacentista de ese tipo de figuras anatómicas que se representaban en grabados en madera, por ejemplo, que ilustraban el tratado de Andrea Vesalio De la estructura del cuerpo humano, Basilea 1543. Houdon donaría su escultura a la Academia de Francia para facilitar el estudio de anatomía a los jovenes artistas. Así, se acabaría especializando en la reproducción más verosímil de la naturaleza humana. Sus bustos de personajes importantes apasionaron por sus detalles tan realistas. Fue el caso de su escultura de Voltaire. En el año 1778 el filósofo francés regresaría de su exilio en Suiza a París enfermo y con ochenta y tres años. Houdon le pidió entonces que posara para él. Lo que el escultor realizó fue extraordinario: reprodujo fielmente el demoledor estado físico de Voltaire días antes de fallecer. 

Houdon se dedicaría compulsivamente a retratar en mármol las figuras de personajes de su tiempo, y esto le haría muy conocido y famoso. Con todo esto el clasicismo se decantaría entonces claramente por la verosimilitud, por la representación más fidedigna de la naturaleza. Un realismo exagerado, artístico, creativo, individualista, pero sin ninguna otra emoción ajena a su representado. Sin sentido trascendente. En el Arte, como en la vida, hay dos formas de comunicar: o la mediata o la inmediata. La inmediata es aséptica, es demoledora, crítica feroz de lo escueto por veraz, simple y revelador. Lo mediato fue lo que el Arte compondría siempre, sin embargo, cuando los creadores, sobre todo en la pintura, buscaron la belleza sutil o desgarrada en las imágenes metafóricas, alegóricas, ensoñadoras o misteriosas. Y en esa época finisecular Europa explosionaría social, política y culturalmente. Sin embargo, en el año 1783 Houdon hizo algo extraordinario. Quería realizar una alegoría sobre el invierno y le salió una demostración maravillosa de lo que es el Arte, de lo que la representación artística debe suponer: un mensaje emotivo y trascendente a la propia figura representada. Todo lo contrario que era esculpir bustos individualistas con el más descriptivo detalle anatómico. Esculpió a una solitaria joven aterida de frío cubierta sólo por un velo que no evitaría, sin embargo, mostrar parte de su belleza. Con esta obra Houdon transformaría por completo el sentido estético al que había dedicado y dedicaría toda su vida. ¿Fue sólo una alegoría del invierno? ¿Se cansaría el escultor de mostrar la cruda realidad sin otra connotación que la veracidad inmediata de la vida? ¿Fue una premonición, tal vez, de lo que el mundo perpetraría a la belleza? La escultura de Houdon consiguió entonces ofrecer algo más en un mundo mediatizado por la sumisión a la reproducción clásica de la naturaleza. Pero, sobre todo, realizó algo nunca visto hasta entonces en el Arte clásico: representar oculto lo principal descubriendo lo secundario, lo no eminente, lo accesorio, lo erótico marginal. Pero si el escultor neoclasicista quería representar una alegoría invernal debía cubrir parte del cuerpo sin desmejorar el sentido clásico de belleza. El frío es sobre todo racional, superior, por eso la joven cubre así esa parte de su cuerpo. Su velo no es lo suficientemente grande para protegerla entera del frío. Pero tampoco el Arte clasicista permitiría una representación sin elogiar desnuda parte de la belleza. 

Consiguió Houdon algo entonces que hoy seguiremos planteando en controversia en nuestro mundo tan desestabilizador. El filósofo actual Byung-Chul Han nos dice: El objeto es bello en su envoltura, en su velo, en su escondite. La crítica artística no debe levantar el velo, sino más bien alcanzar la verdadera intuición de la belleza únicamente a través del conocimiento más preciso del velo en cuanto tal. La belleza no se transmite ni a la sensación inmediata ni a la observación ingenua. Ambos procedimientos tratan de alzar el velo  o de mirar a través del velo. Sólo se alcanza la intuición de la belleza como misterio conociendo el velo en cuanto tal. Para conocer lo tapado hay que volverse antes que nada al velo. El velo es más esencial que el objeto tapado... A la belleza le resulta esencial el encubrimiento. Por eso la belleza no se deja desvelar. Su esencia es la imposibilidad de ser desvelada.   Hoy los pensadores más avezados vuelven a reivindicar lo que la belleza fue entonces como prodigio y salvación. Luego de que el escultor francés consiguiera la gloria por su esfuerzo artístico desgarrador, la revolución francesa a partir de 1789 llevaría a prodigar la verosimilitud en aras a menospreciar la sutileza de un desvelamiento providencial...  La crudeza, la imagen aterida del frío, vencería a la belleza surgida de la emoción de un erotismo revelador que buscase la representación ensimismada de una alegoría ficticia. El mundo pronto descubriría con el Romanticismo la forma de sacrificar la sutileza de una belleza para poder desarrollar el apasionamiento representativo estético más demoledor. No sacrificaría la belleza del todo, la suplantaría, la transformaría, la utilizaría para justificar sus planteamientos. Pero el mundo habría cambiado por completo para cuando los campos sangrientos de batallas, europeos y americanos, no tuvieran ya más que expresar que la destrucción, la deformación, la falsedad o la desidia. ¿Dónde quedaría entonces aquella sutil belleza velada parcialmente donde la vida prodigaría otra forma de llegar a entenderla? 

(Detalle de la escultura en mármol Alegoría del invierno, 1783, Jean-Antoine Houdon, Museo Fabre, Montpellier, Francia; Escultura completa, Museo Fabre, Francia; Escultura en bronce La friolenta (La friolera), 1787, Jean-Antoine Houdon, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York (vista anterior y posterior); Detalle de la escultura del Museo Metropolitano, Nueva York.) 

11 de marzo de 2021

El último Renacimiento en el Arte fue el romántico más sutil del clásico Ingres.


 El Renacimiento fue una revolución artística habida a finales del siglo XV por unos creadores que volvieron sus ojos al esplendor clásico expresado en la cumbre del Arte griego. Entonces comprendieron los artistas italianos que la belleza no podía ser representada de otra forma. Fue una conmoción. Y Leonardo da Vinci, por ejemplo, la llevaría a lo más sublime en la representación de una modelo retratada con su Mona Lisa. Era la mirada, la forma autónoma de una modelo que tenía vida propia y a la que el pintor, si acaso, solo daría forma artística siguiendo las normas estilísticas del clasicismo. Fue un renacer, pero, también, fue una revolución. El Arte nunca había conocido la combinación tan completa de imagen, sentido, idea, concepto y filosofía...  Así hasta llegar a definir una manera de pintar que atravesaría la historia y mantendría esa práctica pictórica incluso hasta el siglo XVIII y más allá. Es cierto que el Barroco y el Rococó fueron manifestaciones artísticas primorosas para expresar otras cosas más que corrección, pero, sin embargo, el clasicismo se mantendría incólume y necesario para llevar una emoción artística a una expresión visual determinada. Pero también fue cierto que en la segunda mitad del siglo XVIII unos pintores atrevidos transformaron la expresión por completo llevando la pintura a una estética más allá de una plástica forma clásica de expresión. Fueron los prerrománticos, creadores que rompieron las normas y avanzaron rápidamente en el sublime gesto artístico de la composición, de la temática, de la abstracción, de la ensoñación y hasta de lo fantástico. Henry Fuseli (1741-1825) fue un claro ejemplo de ese tipo de creador revolucionario. Pero la historia del Arte pasaría por encima de ellos con la convicción de que lo expresivo no podría cortar radicalmente con la Belleza. El Neoclasicismo lucharía por disponer el puesto eximio de gloria artística, y lo haría entre finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. El pintor francés David sería un representante decisivo para la consecución y posesión de la mejor pintura clásica de aquellos años. 

Un alumno suyo, Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867), copiaría su forma de pintar y llevaría a cabo retratos y obras históricas que ensalzarían la pintura clásica de su maestro. Pero los grandes creadores nunca se dejan llevar por la senda poderosa de sus antecesores. Ingres acabaría trastornado por la difícil posición de un artista cuando el mundo no admitiese otra forma que la clásica y correcta forma de pintar. Los retratos de Ingres fueron aclamados por su maravillosa expresión de belleza. Pero el pintor francés no acabaría de sentirse satisfecho. Y se arriesgaría Ingres al gusto del público, de la crítica y de sus maestros. Algo también, sin embargo, sucedía en el mundo del Arte por entonces que el pintor no pudo llegar a comprender del todo. Sólo sabría que la expresión de la belleza que buscaba tenía necesariamente que disponer de una distinción estética y revolucionaria, y eso a pesar del posible rechazo y de la incomprensión del mundo del Arte. ¿Qué fue lo que llevaría a un creador profundamente clásico a bordear una emoción romántica que apenas se vislumbraría aún en los lienzos más representativos de la segunda década del siglo XIX? La misma sensación que llevaría a Leonardo da Vinci, por ejemplo, a girar sus modelos perfectos con el sesgo grandioso de aquel Renacimiento. 

En su estudio de Roma compuso en 1806 el díscolo pintor una obra representativa de ese paso que fue el del Clasicismo al Romanticismo. Fue una revolución y un terremoto artísticos entre los cimientos arraigados de la creación pictórica. La reina de Nápoles de entonces, una hermana de Napoleón, Caroline Murat, le encargaría un desnudo de mujer con los mejores deseos de perfección clásica. Pero Ingres no pudo traicionar su sentido estético tan personal, ese que le llevaría a romper, apenas mínimamente, con el poderoso imperio clasicista de la época napoleónica. Su obra La gran Odalisca transformaría la estética clásica pero sin rasgar en exceso la forma aceptada de una belleza. Como sucediera en el Renacimiento con el Manierismo, alcanzaría Ingres a sublimar la belleza de una forma que acabaría siendo expresada por los inspirados efluvios de lo diferente... La modelo oriental de Ingres acabaría transformada, alterada, cambiada en sus dimensiones y rasgos por un impulso arrebatador de creación sublimada de belleza. El alargamiento de su espalda es tan evidente que la columna vertebral de la modelo dispone de tres vértebras más que la que una espalda humana contiene. ¿Rompería eso la belleza? ¿Llevaría la forma clásica de la mujer a alguna grotesca sensación chirriante? En absoluto. El genio de Ingres consiguió convertir una característica estética innovadora en una maravillosa forma de sublime belleza. Hasta el color lo matizaría con leves tonos ajenos a la grandiosidad establecida. También hasta su pintura revolucionaría un contraste, uno entre la perfecta dimensión de las formas de los objetos retratados con la manierista expresión de la modelo retratada. Con Ingres el mundo empezaría a comprender que la belleza no es exactamente la reproducción exacta y perfecta de la Naturaleza. Que la belleza humana, precisamente por ser humana, llevará siempre un rasgo diferenciador, un matiz peculiar, una imperfección, un cierto desequilibrio tan bello, excelso y arrebatador como el que una mirada enamorada experimentara al percibir los detalles, tan poco agraciados, de la propia belleza que ama.  


(Óleo neoclasicista y romántico del pintor francés Jean-Auguste-Dominique Ingres, La Gran Odalisca, 1814, Museo del Louvre, París.)


3 de diciembre de 2020

El erotismo más sensual está en la mirada, sin la cual no hay sentido erótico de identificación.




 Cuando el pintor español Joaquín Sorolla (1863-1923) se atrevió a pintar a su esposa Clotilde para un desnudo, no dudó en ocultar el rostro de ella. El pintor había recorrido antes el Museo del Prado para tratar de encontrar la mejor composición y poder inspirarse en su desnudo. Pero, sin embargo, no la hallaría en España. Tuvo que viajar a Londres para descubrir la imagen más perfecta que se hubiera hecho jamás de una mujer desnuda. Velázquez había compuesto su Venus del Espejo en Roma, ya que durante el siglo XVII en España no se permitía a ninguna mujer posar desnuda ante un pintor. Fue en Roma donde una de sus amantes se le ofreció para poder culminar uno de las más impresionantes cuadros de desnudos. Luego Velázquez se lo llevó a España, donde algún noble colgaría la obra en alguno de sus palacios. Así hasta que la guerra napoleónica alteró la vida española y dejó que un desaprensivo británico se la llevara a Londres a comienzos del siglo XIX. En ese siglo se alcanzaría, sin embargo, a componer la más amplia variedad de desnudos que el Arte hubiese realizado antes. La sociedad europea había llegado a traspasar, con el Romanticismo avasallador o el Realismo desgarrador, las fronteras estéticas de los prejuicios o las limitaciones estéticas que el Arte había tenido desde que el pintor español tuviese aquella inspiración romana a mediados del siglo XVII.

Dióscoro Teófilo Puebla Tolín (1831-1901) se educó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando a mediados del siglo XIX, cuando el mundo del Arte español se encontraba perdido entre el Clasicismo, el Romanticismo y el Realismo. ¿Qué estilo utilizar entonces? El joven pintor español se decidió por todo eso junto, por un Eclecticismo donde pudiera componer todas las posibilidades que su creatividad le llevara a realizar en un cuadro. Es imposible saber con exactitud cuándo Dióscoro Puebla pintó su obra Desnudo femenino tumbado. A partir del año 1858 el pintor viaja a Italia visitando Florencia, Venecia y Pompeya. De regreso a España en el año 1863 se trae el maravilloso privilegio de haber visto las esculturas y pinturas más sensuales de la historia. El pintor se decide y pinta entonces un desnudo atrevido donde expuso su deseo de plasmar la belleza con el sesgo erótico más estético que imaginó.  Y ese atrevimiento le llevó a componer un desnudo de espaldas como las esculturas romanas le habían ofrecido en su reconocimiento del Arte clásico. Como Velázquez hizo siglos antes en su viaje a Italia. Dióscoro Puebla se atrevió y realizó un alarde erótico que llevaría su obra al límite más vertiginoso que un desnudo pudiera representar en un cuadro. ¿Cuál fue ese alarde?: La cabeza girada de la modelo mirando decidida al observador. Esta fue una modalidad artística que no se había hecho nunca así en el Arte. Jamás se había pintado un desnudo de espaldas mirando directamente al espectador. Primero porque es antinatural ese giro siniestro de la cabeza, poco estético y forzado anatómicamente. Ni estética ni artísticamente era justificado. Sin embargo, el pintor español lo hizo a pesar de su compleja composición excesiva, en el sentido de girar el rostro de una figura de espaldas que, al mismo tiempo, pretende también mostrar su belleza.

¿Qué consiguió el pintor con ese arriesgado movimiento? Obtuvo el mágico sentido erótico vinculante entre observador y modelo, algo que magnifica y acentúa la sensualidad por la fuerza comunicativa de dos visiones relacionadas, la virtual del cuadro y la real del que lo mira. En esta eventualidad estética está la mejor forma de potenciar una representación erótica. Sin mirada compartida no hay erotismo realmente. Puede haber representación estética, puede haber belleza, puede haber imaginación erótica también, pero no existe la identificación erótica precisa para transmitir el mensaje que lleve la sensualidad a su mayor sentido erótico visual. Si ocultamos con el pulgar izquierdo, por ejemplo, la cabeza de la modelo podremos comprobar el contraste entre interactividad de erotismo o la ausencia de éste. El desnudo en el Arte puede ser extraordinariamente erótico o puede sólo meramente serlo. Por esto el desnudo del pintor Sorolla es sólo belleza estética, una radiante, grandiosa y primorosa belleza estética. Pero el erotismo que pueda tener la obra modernista de Sorolla, que lo tiene, es ahora indiferente, es más objetivo, es un erotismo estético llevado a cabo en un solo sentido, es unidireccional. Es la belleza natural delicada y perfecta que unos trazos radiantes pueden hacer en una obra erótica, pero absolutamente discreta, bellamente lacónica. Cuando el pintor Velázquez se planteó componer su Venus desnuda la pintó también de espaldas al observador, así pudo realizar el perfil más erótico que un desnudo pudiera disponer en una obra de Arte. Pero el pintor barroco sabría muy bien que sin mirada no hay erotismo comunicable. ¿Cómo lo resolvió? Compuso entonces un espejo vinculante, uno que mostrase ahora el rostro de la modelo y, por tanto, su mirada. De este modo dejó al menos el pintor barroco la muestra estética suficiente como para poder imaginar, sin fisuras, la mirada vinculante, tan necesaria, en una obra erótica de Arte. 

(Óleo Desnudo femenino tumbado, mediados del siglo XIX, del pintor español Dióscoro Puebla, Colección Privada; Lienzo modernista del pintor español Joaquín Sorolla, Desnudo de mujer, 1902, Museo Sorolla, Madrid; Óleo sobre lienzo del pintor Diego Velázquez, La Venus del Espejo, 1650, National Gallery, Londres.)

10 de junio de 2020

La conexión mística de lo sensual a lo espiritual es el goce de la exaltación efímera de la materia.



El barroco español tuvo la sutileza estética de vincular lo sensual a lo espiritual de un modo grandioso. Grandioso además porque estuvo formulado desde la más estricta normativa teológica.  ¿Cómo expresar mejor ese sentimiento espiritual que había fluido ya además entre los versos manieristas de los más grandes místicos de la historia? No hay mayor representación sensual de erotismo que aquella que apenas surge insinuada desde la más rigurosa corrección estética. ¿Dónde situar la frontera de lo libidinoso o sensual en la estrecha franja confusa ahora de lo sagrado? Porque la expresión natural de un ser humano imbuido de franqueza, extenuación o sobrecogimiento místicos no puede interpretarse de forma torticera o contraria a su sentimiento espiritual. En la figura tradicional representada del personaje de Magdalena en éxtasis existe siempre un alejamiento de toda sensualidad explicitada. Este distanciarse de los elementos constitutivos de la vida terrenal es expresado con la distracción o el enajenamiento que la materialidad impone a veces, a pesar del decoro estético. Sin embargo, el Arte no es sólo la representación de un hecho es también la percepción de un sentido.  Hay dos entes en el ámbito estético: el personaje representado y el ser observador que lo percibe. Los dos disponen de sus propios principios estéticos,  pero es el artista, el propio Arte, el que manejará los dos con el resultado, o no, de un virtuosismo conseguido. En el caso de la obra Magdalena Penitente del pintor español Mateo Cerezo (1637-1666) están los dos expresados de una forma genial. Por un lado vemos el desprendimiento místico del personaje sagrado, una actitud involuntaria expresada en su imagen donde abandona toda referencia material o sensual para poder comunicarse con la divinidad; por otro lado percibimos, consecuencia de ese desprendimiento material, la sensualidad residual que el goce de ese desprendimiento produce en los observadores de un modo efímero. La grandeza de estos pintores barrocos, como la de los poetas místicos del Siglo de Oro, fue que utilizando la materia sensual de forma marginal conseguían solo hacer gozar su sensación por un instante. Y solo es un instante porque lo que se traduce en el sentido final de la representación estética es, sin embargo, la manifestación espiritual más sincera de una conexión mística.

No hay otra mística más sensual que la representada en la estética barroca española. Posiblemente a causa de la tan rigurosa normativa teologal de la Contrarreforma. Porque había entonces que describir la conexión más sublime a través de la espiritualidad física, esa que representaba el vínculo místico entre el sujeto asombrado de belleza y su divinidad. ¿Cómo hacerlo para expresar toda esa fuerza mística en una representación física, sin embargo? Con la sutil materialidad que desde el desprendimiento precisamente de parte de esa materialidad pueda llegar a expresarse. Al huir de la vida, al desprenderse de la propia materia para encontrar la vía directa más eficaz con la divinidad, el sujeto seducido por la atracción de lo sagrado es ahora absolutamente desposeído de su propio sentido de sensualidad material. Por esto mismo no siente ni es consciente de mostrar o expresar lo físico en su asalto ferviente de sobrecogimiento espiritual. El pintor sabe que esto sucede y lo aprovecha para realizar una imagen de realismo estético natural cargada de cierto erotismo involuntario. Sólo el observador se beneficia de la estética material que el sujeto en éxtasis padece ahora en su sobrecogimiento. Por eso los genios artísticos capaces de plasmar esa virtualidad con las formas físicas de lo accidental (la materia sensual inevitable), consiguen alcanzar a expresar con franqueza mística la espiritualidad más natural representada con elementos propios de lo material. ¿Es posible expresar espiritualidad sin la materia necesaria? Esta fue la grandeza artística que los creadores del Barroco español supieron comprender: que el goce interior inmaterial es un reflejo sublime del goce exterior material. Es esta una reacción neuronal que el ser humano necesariamente padece en cualquier emoción de alto grado sensorial, sea por causa psicológica o mística. Los síntomas o efectos de una emoción de gran sensación intensa son semejantes en la satisfacción biológica y en el asalto espiritual. Aunque la causa es muy distinta la expresión es muy parecida. También aunque sea involuntaria y desprendida, como en este caso. Es por eso que la verosimilitud de estas obras de Arte, donde el resultado de esa expresión sagrada es conseguida en todos sus aspectos, también en el sensual más erótico, ofrecen un valor añadido estético al propiamente representado.

Pero, además, la obra de Mateo Cerezo es artísticamente muy valiosa. Es tan valiosa la obra en su conjunto que su rasgo sensual no hace al ente perceptor captar otra belleza que la de su propio sentido místico, a pesar de lo expresado eróticamente de forma clara. Esta fue la grandeza del pintor español, que utilizó un recurso material o físico para aumentar el desprendimiento material que un ser llegue a padecer en el profuso arrobamiento que un éxtasis pasional produzca en su cuerpo. Es la forma más auténtica de expresar un goce efímero ante un hecho espiritual determinado. Lo sensual se justifica ahora desde la propia conexión mística a pesar de ser un lastre propiamente, ya que el personaje atribuido de sentido místico no hace otra cosa que padecer su materialidad para poder alcanzar un goce espiritual. Es un ser vivo que, superando su materialidad o a pesar de ella, alcanzará a comunicar su deseo espiritual con algo que está fuera de sí mismo. Por tanto no mira ahora ella dentro de sí misma sino que trasciende su mirada hacia lo que, sin materia, está fuera de ella. Y ese salir de ella misma le llevará a dejar de ser consciente de su propia materialidad. El pintor quiere además dejar claro con su Arte esta singularidad: no es consciente el personaje místico de irreverencia o indecoro alguno ante el gesto involuntario sensual sublime de su éxtasis espiritual. El Barroco español promovía la verosimilitud en sus formas plásticas todo lo posible, esto fue llamado naturalismo barroco, aunque sólo algunos pintores se atrevieron a hacerlo sin fisuras. Es decir, a hacerlo de verdad, sin límites decorosos, como debiera ser el gesto natural de un arrobamiento donde el desprendimiento involuntario sea expresado de forma armoniosa y natural en su expresión mística.

Una forma armoniosa es aquella que une descripción verosímil con belleza estética, lo que hace percibir a los ojos receptores toda la verdad estética de la obra. ¿Verdad estética? ¿Qué es eso? Pues expresar todos los elementos que sean necesarios para obtener una belleza sin exceder los límites de lo esencial. Belleza y límite. Ahí están los dos referentes subjetivos necesarios para alcanzar el equilibrio estético. Nada hace saber mejor qué es Arte y qué no es hasta que vemos la obra un tiempo después de haberla comenzado a ver. En el Arte la totalidad es superior al detalle, pero, sin embargo, el detalle es lo que hace mejor vislumbrar una belleza sublime. Una obra no es bella en general, son sus detalles los que hacen que lo sea. Sin embargo, una obra es grandiosa en su totalidad no en sus detalles. Pero la genialidad está más cerca de la belleza. Son los detalles los que hacen que una genialidad alcance la gloria artística. Podría el pintor haber cubierto el pezón de Magdalena en su obra de Arte barroca, como de hecho hizo en otras versiones de esa misma temática en otros lienzos parecidos. Pero entonces no habría conseguido la genialidad... Habría conseguido una obra de Arte, habría conseguido grandeza, habría conseguido crear una obra estéticamente valiosa, pero, sin embargo, no habría alcanzado la Belleza. No habría llegado a sublimar en su obra dos elementos muy decisivos en una exaltación mística de belleza: la materialidad y la inmaterialidad. Ambos se complementan estéticamente, y, cuanto mejor lo hacen, más se reflejará el sentido espiritual que enlazará a ambos conceptos. No hay espiritualidad sublime representada sin una cierta sensualidad vislumbrada. Por eso el pintor Mateo Cerezo sabría  que la fuerza expresiva mística de un ser anegado de materia sensible era mucho mayor que si carecía de ella. Porque no hay expresión de conexión mística sublime en lo inanimado sensual. La mística es por definición la comunicación entre lo material y lo inmaterial, entre lo sensual y lo espiritual. Para que esa conexión sea posible el ser sensual debe obviar cualquier materialidad y el ser divino no poseerla. El goce estético solo es posible desde lo material y para ser sincero el efecto solo puede ser efímero y limitado. Sucede lo mismo que en el ámbito del Arte: el ser receptor es ahora el ser místico que alcanza a solazarse espiritualmente con la belleza física que ve, una belleza creada desde la materialidad limitada y percibida ahora con el goce material de una expresión, sin embargo, igual de efímera.

(Óleo Magdalena Penitente, 1661, del pintor barroco español Mateo Cerezo, Rijksmuseum, Ámsterdam.)


6 de septiembre de 2019

El Arte para serlo o es emoción desgarrada y sobrecogedora o es otra cosa distinta.



Para admirar una pintura solo bastará un observador sensible y motivado, pero para que la iconografía de una obra de Arte nos cause gran impresión en nuestro ánimo, llevado ahora por la fuerza de algo apenas ahí representado, pero sublime, es necesario que eso que no existe aún manifestado nos haga preguntar, subyugado: ¿qué sucederá? Toda representación o es una contingencia banal de una escena definida y terminada o es la sobrevenida sensación especial de un incierto momento anticipado. Ambas son susceptibles de ser representadas en una imagen permanente bajo la estética fijada de un momento resaltable. Pero el momento sin avance contenido en la escena retratada solo es la escena estéticamente banal por su falta ahora de una emoción pasional, especial  o sobrecogida. Porque no estará intuida en la imagen terminada ninguna sensación subsiguiente, ninguna que suponga así una escena necesaria luego, esa de que se transforme después en otra cosa diferente. Se transforme, de existir una escena subsiguiente, en algo necesario o suficiente para comprender ahora su sentido, insinuado apenas antes en aquella abierta imagen de algo meramente transmisible.

El Arte o es emoción sobrecogida o es un apaño de imagen retratada sin ninguna sensación que la proyecte. El Arte necesitará proyección, avanzar así en la imaginación de un observador que, ahora, mirará subyugado por la sensación de ver solo una parte temporal de algo aún sin desarrollar en la escena artística. Y eso sin desarrollar es lo que nos hace valorar una imagen, sin embargo, estéticamente argumentada. Cuando el pintor Alexandre Cabanel quiso expresar la fuerza de la pasión más inevitable ante cualquier otra emoción humana en nada parecida, compuso una escena mitológica tan arrebatadora como confusa. Pero para hacer de la obra una pintura sublime que llevase el apelativo de Arte, entendió el creador francés que la sublimidad solo era posible si la escena representaba el momento de un avance y no la expresión finalizada de una admiración sin tránsito, sin sorpresa o sin sentido  ulterior tan necesario. Es el suspense del Arte, algo muy valorado en la estética de todas las tendencias artísticas. Es lo que marcará una diferencia. Porque no toda pintura es Arte, pero todo Arte puede ser una gran pintura. Para comprender esa valoración subjetiva del Arte comparo ahora la obra de Cabanel con otra representación mitológica parecida. Pero, apenas parecida. El pintor Joseph-Désiré Court se inspiraría en la admiración clásica que un sátiro tuviese por la bella  visión de una ninfa acuática en su baño. La inspiración mitológica de ambos pintores franceses es la misma, pero Court no traspasaría la escena más allá de una afable visión terminada o finalizada por haberse cumplido ya ese efecto: contemplar la belleza de una ninfa que ahora aparece satisfecha; tanto la visión como la ninfa y la belleza.

En Cabanel es todo diferente. El fauno o sátiro está abrazando ahora en una escena sin final el cuerpo arrebatado de la ninfa, imbuida ésta además de un tránsito estético muy efusivo, largo y poderoso. No es algo terminado en su sentido ese tránsito estético, no es una escena agotada en sí misma, sino que traspasará el umbral artístico de un momento ahora sublimado. Del mismo modo podremos argumentar lo mismo ante la imagen de un paisaje artístico. El pintor Constant Troyon crearía en el año 1849 una escena de paisaje extraordinaria por plasmar ahora dos momentos en uno. Ante un paisaje sosegado, incluso espiritualmente acogedor por sus trazas de belleza y calma interior representadas, mostraría al fondo de la obra la tormenta más lejana y, a la vez, más inminente y desgarrada que con su belleza pudiera hacerlo. Pero, sin embargo, aún no se sabe ni se ve en la escena por los protagonistas de la obra. Ningún personaje es ahí consciente de ese momento estético tan sublimado. Tan solo el espectador de la obra, el mismo que ahora admira, sin distancia ni grandes hazañas estéticas, la grandeza subyacente y emotiva de una iconografía tan eterna. Porque es eternidad lo que estas creaciones inacabadas (no en lo estético sino en lo formal) llevarán siempre asociadas a la realidad artística propia de una obra pictórica abierta. No sucederá lo mismo con el maravilloso y bello, pero no sublime -no Arte en su acepción más desgarradora-, lienzo impresionista del pintor español Aureliano Beruete. El Puente de Alcántara es la bella imagen paralizada de una estética sin recorrido o sin avance, de una realización estética que, ahora, no nos producirá la sensación transitiva tan sublime de una obra como la de Troyon

Es por eso que el Arte para serlo verdaderamente o genera una emoción o genera una belleza. En el primer caso, con la emoción, el sentido sublime alcanzará además la mayor expresión y fuerza que el Arte pueda tener de una imagen en la interpretación tan sensible de un observador sobrecogido. En el otro caso solo la belleza congelada o fijada en el lienzo puede, si acaso, alcanzar a desvelar una mera admiración estética cerrada, como fuera la que sintiera el sátiro de Court ante la aparición de la hermosa e ingenua ninfa mitológica. En la vida sucederá lo mismo. Nada apasionará menos que la rápida comprensión de un momento ya agotado en su secuencia. Necesitaremos agenciar resquicios por donde poder hilvanar el hilo que mantenga, perenne, la admiración que nuestro espíritu inquieto requiera así para sobrevivir extasiado y sin miserias. Y en esa creación personal que consigamos idear en nuestra mente habrá mucho del propio Arte sublime que expongo en estas obras. Todo debería estar siempre abierto y transitable en nuestra mente insaciable de sucesos, aunque no haya más ahora que un mero gesto inacabado e inútil pero, sin embargo, muy poderoso, latente o emotivo. Los genios del Arte lo hicieron con la grandeza sublime de plasmar dos momentos en uno. Qué menos ya que, ahora, en nuestra alma desasosegada y anhelosa, pudiera así también combinarse esa misma intención en los instantes de alguna sensación tan pavorosa o tan definitiva, ese mismo momento tenebroso o cerrado que cualquier ser humano, a veces, pudiera llegar a tener en su secuencia existencial nada sorprendente, algo inquieta, agotada, o demasiado conocida. 

(Óleo del pintor Academicista francés Alexandre Cabanel, Ninfa y Fauno, 1860, Museo de Orsay, París; Cuadro Ninfa y Sátiro en el baño, 1824, del pintor Joseph-Désiré Court, Museo de Bellas Artes de Alenzón, Francia; Óleo La tormenta se acerca, 1849, del pintor francés Constant Troyon, National Gallery de Arte, EEUU; Obra impresionista del pintor español Aureliano Beruete, El puente de Alcántara, 1906, Hispanic Society, Nueva York.)

5 de junio de 2019

Las libertades representativas del manierismo nórdico y su imaginación sorprendente.




Cuando el Manierismo estaba en su mayor apogeo, segunda mitad del siglo XVI, los pintores del norte de Europa (flamencos y holandeses) desarrollarían su peculiar manierismo nórdico. Cuando en el sur de Europa los temas más tratados en ese estilo eran religiosos, los pintores norteuropeos se inclinaron más por asuntos mitológicos o, los más moderados de ellos, por una temática antiguo-testamentaria donde las leyendas de la antigua Israel tan sensuales podían utilizarse sin arañar demasiado la sensibilidad puritana. El Segundo Libro de Samuel describe el momento en el que el rey David ve por primera vez la belleza de Betsabé: David se quedaría en Jerusalén. Una tarde el rey se levantó de su cama y se puso a pasear sobre la terraza de su palacio, vio entonces desde ahí a una mujer muy hermosa que se estaba bañando.  Este fragmento bíblico ocasionaría un motivo iconográfico fundamental en el Arte europeo: la alegoría más expresiva de la visión de la belleza, del Arte mismo. Porque el rey David mira ahora pero no es visto; desea ahora y acabará poseyendo lo mirado. Y esto es una fiel representación metafórica de lo que es cualquier admirador del Arte -de nosotros-  al experimentar lo mismo que el rey israelita sintiese en su ávida visión de una belleza.

Cornelis van Haarlem (1562-1638) es uno de los mejores pintores manieristas de la historia del Arte. Extraordinario seguidor de la escuela de Haarlem, pero también de la de Amberes, el lugar más frenético del Arte manierista del norte, mezcla por entonces tanto del estilo flamenco como del italiano. Los pintores norteuropeos fieles a esa tendencia simbiótica de estilos nunca desecharon los colores, las formas, la elegancia, la sensualidad ni la desenvoltura de los maestros italianos. Para cuando Cornelis pintase su obra Betsabé en su baño, el siglo XVI empezaba a declinar. En el año 1594 los pintores italianos comienzan a vislumbrar el naturalismo de Caravaggio y su fortaleza compositiva tan realista. Pero Cornelis sigue siendo un enamorado de la belleza sugerente así como de la belleza misteriosa más interiorizada o subjetiva. Para el pintor holandés el Arte no tiene razón de ser si lo que expone en sus obras es la representación más realista, cruda o explicitada de la vida. Aun de una mitología sagrada, aun de una historia consagrada por la transcripción textual de una enseñanza bíblica, fiel además a la deriva impenitente de lo más humano: el irrefrenable deseo pasional o sexual. Porque la pasión calculada del rey David (luego de ver a la esposa de Urías decide el rey poseerla pensando hacer desaparecer al marido) es una forma intelectualizada de deseo. Como lo es el Arte al fin y al cabo. También lo es acabar poseyendo esa belleza, porque el Arte es una forma de belleza que acabaremos aprehendiendo luego de mirarla deseoso. 

Trescientos años después, y algunas tendencias entre medias, Gérôme (1824-1904) compone en el año 1889 su lienzo Betsabé, pero, para entonces, lo hace el pintor francés con un manifestado y explicitado modo de hacerlo todo totalmente diferente y opuesto al de Cornelis van Haarlem. En la obra realista academicista de Jean León Gérôme la visión reflejada del mensaje bíblico es conforme a lo textual: el rey David está admirando desde su terraza el cuerpo desnudo de Betsabé mientras se baña junto a su sirvienta. Sólo el cielo los separa ahora con sus tornasolados trazos magistrales. Porque la pequeña y lejana figura de David y su objeto de deseo están en la línea de un punto de fuga tan erótico y manifiesto como la obra fija, sin secretos, todo su sentido erótico justificado. Pero en la pintura manierista no es esto así. En la obra manierista no hay línea de fuga erótica, pero, a cambio, sí hay misterio y suspense. Para los pintores como Cornelis la verdad explicitada de la realidad no es razón para plasmar belleza en un cuadro. La belleza es autónoma en el Manierismo, no dependerá de ninguna mirada directa, salvo la del espectador ajeno -fuera del cuadro-, es decir, de nosotros mismos. La belleza manierista no es ni exagerada ni desenvuelta, por tanto no es mirada ni atropellada (por otros personajes) claramente en el cuadro. Entonces, ¿cómo llevar a cabo una representación artística que se basa ahora precisamente en la utilización de la mirada como justificación? En la obra de Gèrôme el palacio de David está visible a la izquierda, y con él al rey David, que lo vislumbramos ahora sin error. Pero, ¿y en la obra de Cornelis, dónde está el rey israelita? Veremos el palacio de David, pero no a éste, al fondo de la obra en unos trazos ahora apenas en grisalla, demasiado lejos como para poder ver la belleza desde allí...

El Manierismo es la representación del Arte más puro jamás realizado. Arte donde lo intelectual y lo sensual se dan la mano sin ruptura, sin límites, sin fisuras, sin aditamentos extraños a una manifestación de belleza trascendente. Belleza material y sensual, pero que ahora irá más allá -que trasciende- de los referentes reales o más naturales de lo bello. Por eso en la obra manierista de Cornelis no vemos al rey David. Solo vemos un paisaje frondoso -el bosque acogedor simbólico de belleza inmaculada-, vemos los desnudos señalados o por el marfil más blanco y puro o por el azabache más negro y misterioso. También vemos un paisaje y fuentes estatuarias, pero, sin embargo, la ausencia imperceptible de un cielo, algo ahora que no vemos porque no es aquí la belleza... Betsabé está siendo lavada por dos personajes en Cornelis, cuando  en Gèrôme solo hay una sirvienta. En el Manierismo la belleza es compartida por todos los personajes posibles, no solo por el principal. En el Academicismo, a cambio, el personaje protagonista es solo lo importante. Es esto, disponer de dos sirvientas, otra libertad que se tomaría Cornelis para componer su obra, porque Betsabé no era más que la mujer de un mero soldado de Israel, no una gran señora. Sin embargo, el pintor manierista va más allá en su intelectual y bella tendencia metafórica. La belleza sugerida es acentuada en un simbólico triángulo de cuerpos alternados de belleza, un triángulo donde dos cuerpos blancos son realzados por el bello y exótico cuerpo negro de la sirvienta. Pero no bastaría esa belleza, porque ahora el cuerpo blanco de la mujer atendiendo al baño de Betsabé tiene una apariencia algo masculina. Todo un alarde misterioso y magistral para representar la presencia visual tan necesaria de aquella metáfora admirativa. Es este cuerpo aquí la representación de la figura transpuesta del rey David. Es esa representación que exigirá la imprescindible situación de un personaje en una obra cuya justificación solo tendría sentido si, para que exista una belleza observada, debería existir también un observador que la admirase...  Como en el Arte. 

(Óleo Betsabé en su baño, 1594, del pintor manierista Cornelis van Haarlem, Rijksmuseum, Ámsterdam; Cuadro del pintor academicista Jean León Gèrôme, Betsabé, 1889, Colección Privada)

26 de mayo de 2019

Alegoría del deseo en el ocaso de una vida longeva en el Arte.




En el museo de Historia del Arte de Viena existe una misteriosa y sublime pintura de Tiziano, La Ninfa y el Pastor. Fue Tiziano uno de los casos más sorprendentes en el Arte: mantuvo su genialidad por casi cien años de vida. Nacido en 1477 en Cadore y fallecido en Venecia en 1576, vivió un periodo de lo más revulsivo, inspirador y creativo en el Arte. Ver sus obras es ver una evolución magistral, algo lógico en el devenir tan prolongado de un genio tan excelso como Tiziano. Cuando observé esta obra navegando virtualmente no sabía, al pronto, de qué autor era la pintura que veía absorto. Si conocemos más o menos las obras representativas de Tiziano, sus Dánaes, sus Venus, etc., era difícil identificar esta obra con su autoría clásica. Pero es casi mejor que la ignorancia del autor no condicione el gusto inicial por ver la obra. Y era difícil porque los rasgos faciales de las protagonistas de sus desnudos de obras compuestas diez o quince años antes son muy diferentes. También el paisaje y la pincelada, mucho más gruesa ahora así como el tono más sombrío. Todo menos perfilado o correcto a como lo hiciera antes, siguiendo las normas renacentistas más clásicas, y, por lo tanto, con un cierto modernismo ahora para la época, algo, sin embargo, muy sugerente e innovador.

Interesante obra donde la belleza está ahora en otras cosas. Pero, ¿en dónde? Es una belleza original llevada a cabo en las postrimerías del Renacimiento, entre los años 1570 y 1575. Y realizado además por uno de los creadores más paradigmáticos en cuanto a belleza clásica fijada en un lienzo. En un paisaje no muy sugerente o atractivo, se sitúan dos personajes mitológicos: una ninfa y un pastor. Se habrían tratado de identificar su relación con algunos personajes mitológicos conocidos, por ejemplo, en el caso de ella, Diana o Venus; y en el caso de él, Endimión o Eneas. Pero, nada, no hay posibilidad más que de una arbitrariedad interpretativa. Son lo que parecen, no lo que pensamos que podrían parecer. Y lo que parecen es: una ninfa y un pastor. Ella no tiene pinta de diosa y el no la tiene de héroe. No hay más que mirar. Al final de su vida Tiziano fue en todo más simple, aunque fuese más complejo en la interpretación de su contenido. La figura de la ninfa, porque es una ninfa lo que parece, nos muestra todas las características de este tipo de personaje: sugerencia erótica evidente, una cierta vulgaridad, desinhibición y naturalismo (personajes campesinos o naturales más que urbanos o sofisticados). En el caso del pastor, porque es un pastor lo que parece, el cuadro señala los elementos propios de estos personajes: vestidos con ropajes simples, posición servil (impropio de héroes), los cabellos adornados por ramas y una flauta en ristre.

Las representaciones de ninfas desnudas, sugerentes y solas interactuando con un pastor tienen una connotación erótica evidente. En este caso además el gesto de la ninfa es claramente seductor. ¿Hay un objeto iconográfico más deseable cuando se expone así? Independientemente de la belleza. Porque aquí son los símbolos eróticos y no otra cosa. Pero esos símbolos son acentuados por la posición, el gesto y la mirada. Es lujuria, deseo, y no otra cosa. En el caso de él, sin embargo, hay una interpretación diferente. Aislemos el personaje masculino: no es más que un pastor que desea tocar su flauta y mira embargado de amor, no de deseo. Es sentimiento el proceso de su actuación contenida. No hay impulso, no hay contacto, no hay gesto exaltado de pasión. Pero en ella sí. La insinuación y la disponibilidad en ella son evidentes. Hay un contacto expresivo de comunicación no verbal que indica un deseo inevitable. Pero no hay contacto ni intención. Tanto es el deseo que el pintor siente la necesidad de tocar el cuerpo de la ninfa. Y lo toca él, lo está tocando el pintor... Porque la mano que toca el brazo derecho de la ninfa, ¿de quién es? ¿Del pastor? Imposible. ¿De la ninfa? ¿Es ella misma la que se toca a sí misma? Pero es que no parece ser su muñeca ni su mano, ¿o sí? Aunque es la única posibilidad real, porque no hay nadie más que ellos dos ahí representados. Sin embargo, no es muy conforme a la belleza de los gestos renacentistas esa torsión tan forzada. Pero, si lo fuera, ese gesto de ella reforzaría el deseo, aumentaría la emoción lujuriosa de ese momento crítico. Siente ella la necesidad de tocarse para comunicar la sintonía erótica que siente de ser tocada.

Hay otras cosas más en la obra de Arte que representan erotismo o lujuria: las pieles, vivas o muertas, de animales salvajes. En un caso sobre la que ella descansa, la piel de un tigre bajo su formidable cuerpo deseoso, en otro la piel viva de una cabra que se apoya, enhiesta, en un tronco roto. ¿Por qué el árbol está ahora así, roto por la mitad? En otra obra muy anterior de Tiziano, Alegoría de las tres edades de la vida, se observa también un árbol roto y deteriorado. Entonces había que representar los diferentes momentos de una vida humana: entre ellos la finitud, el fin de la vida. Por eso la figura simbólica de un árbol raído y a punto de morir. Pero, ¿y aquí, en esta obra de ninfa y pastor, dónde está la decadencia? En el pintor. Un creador que fue capaz de sentir tanto la belleza, la emoción física de la atracción de la belleza, ¿cómo pudo conciliar esa fuerza arrolladora de años de irrefrenable inspiración con el lógico apaciguamiento de su deseo? Hay que pensar que, al menos, el pintor tendría ochenta y cinco años al pintar esta obra. Tal vez por esto compuso una visión no armonizada con el deseo. El pastor admira y quiere agradar con su música -su Arte- la belleza inconteniblemente erótica y salvaje de su adoración. Sólo eso. Ella, sin embargo, es la modelo más deseosa e insinuante de todas las que el pintor veneciano crease en su larga y creativa vida. Un homenaje más que una alegoría al deseo de la belleza, esa belleza que el pintor pudo componer al final de su elogiosa y fértil carrera artística.


Lo que mueve al santo,
la renuncia del santo
(niega tus deseos
 y hallarás entonces
lo que tu corazón desea),
 son sobrehumanos. Ahí te inclinas, y pasas.
 Porque algunos nacieron para santos
 y otros para ser hombres.

Acaso cerca de dejar la vida,
de nada arrepentido y siempre enamorado,
y con pasión que no desmienta a la primera,
quisieras, como aquel pintor viejo,
una vez más representar la forma humana,
 hablando silencioso con ciencia ya admirable.

 El cuadro aquel aún miras,
 ya no en su realidad, en la memoria;
la ninfa desnuda y reclinada
y a su lado el pastor, absorto todo
de carnal hermosura.
El fondo neutro, insinuado
 por el pincel apenas.

La luz entera mana
 del cuerpo de la ninfa, que es el centro
del lienzo, su razón y su gozo;
la huella creadora fresca en él todavía,
la huella de los dedos enamorados
que, bajo su caricia, lo animaran
con candor animal y con gracia terrestre.

Desnuda y reclinada contemplamos
esa curva adorable, base de la espalda,
donde el pintor se demoró, usando con ternura
diestra, no el pincel, más los dedos,
con ahínco de amor y de trabajo
que son un acto solo, la cifra de una vida
perfecta al acabar, igual que el sol a veces
demora su esplendor cercano del ocaso.

Y cuando había amado, había vivido,
había pintado cuando pintó ese cuerpo:
cerca de los cien años prodigiosos;
mas su fervor humano, agradecido al mundo,
inocente aún era en él, como en el mozo
destinado a ser hombre sólo y para siempre.

Luis Cernuda (Poeta español, 1902-1963)
(Versos inspirados en este cuadro de Tiziano)

(Óleo La Ninfa y el Pastor, 1570-75, Kunsthistorisches Museum, Viena; Pintura Dánae recibiendo la lluvia de oro, 1565, Museo del Prado, Madrid; Óleo Venus recreándose con el Amor y la Música, 1555, Museo del Prado, Madrid; Todas obras del pintor renacentista Tiziano.)

11 de junio de 2018

La Arcadia como referente estético de un lugar utópico, paradisíaco, idealizado o incierto.



El Renacimiento fue coetáneo de aquellos hombres y mujeres que comenzaron a descubrir las primeras sensaciones de libertad de la que se gozó en Europa. Con tal fuerza se llegaron a presentir las nuevas fronteras de emociones descubiertas que poetas y pintores trataron de reflejarlo así en sus clásicas obras de Arte. Con la maravillosa justificación clásica grecorromana asociaron lugar y formas idílicas a un paraíso terrenal alejado ahora de ciertas connotaciones religiosas. Y lo ubicaron en la Grecia antigua, donde los versos clásicos habían dominado con su presencia mítica: en la Arcadia, una región helénica más conocida en la Antigüedad por su escasa evolución social, o primitivo entorno, que por líricas ensoñaciones metafóricas. Pero que los poetas griegos y latinos habían reivindicado al representar el escenario natural idílico con la idea más paradisíaca de todas. Es decir, de una idea donde los seres humanos no habían sido aún transformados por la sofisticación, la industria, el comercio o la palabra. Allí vivían entonces pastores con recolectores, dioses con hombres, recuerdos sin nostalgias o afectos sin pudores. El Renacimiento glosaría, sin embargo, la idea idílica más que el lugar idílico. Y, así, pocas representaciones pictóricas, por no decir ninguna, existen en el Renacimiento de una visión de la Arcadia. El pintor Giorgione elaboró una obra, de autoría confusa con su discípulo Tiziano o terminada por éste (Giorgione fallece en 1510, el año de la composición de la obra), donde unos personajes celebran alegres una fiesta campestre. Era una osadía pintar personajes con vestiduras contemporáneas para representar una idealización clásica y bella de la vida; también, la presencia de mujeres desnudas solo se justificaba en el Arte con ninfas o con diosas bellas, y hacerlo ahora así, combinándolas además con personas vulgares, era todo un alarde extraordinario.

El paisaje de Giorgione inspiraba la representación mítica de aquel lugar griego tan paradisíaco. Es una de las pocas pinturas que expresan un atisbo de lo que la idea arcádica ofrecía de un escenario vital maravilloso. No hacía falta componer la Arcadia propiamente, porque la Arcadia era una idea tan fantástica que, a poco que se pronunciara, podía evaporarse su nombre como un susurro y desvanecerse así entre los recuerdos perdidos de los hombres. También todo paisaje accesorio a representaciones sagradas podía hacer referencia a ese maravilloso lugar, aunque ahora con claras connotaciones religiosas o sacras. El Renacimiento había recuperado la idea arcádica y la había asociado a un sentido nuevo y libre del ser humano, a un motivo de felicidad. Nadie dudaría entonces de la veracidad de la idea ni de la posibilidad de vivir una vida placentera, más ilusionada o más esperanzada en este mundo. Y así se pintaron paisajes y momentos, se pintaron cuerpos, cielos, valles y bosques. Se glosaron rimas para elogiar la vida y acercar la sensación de belleza a la realidad, representándola así en el espacio estético de una escena frugal o de una grandiosa, generalmente ambas mitológicas. El siglo XVI terminó y acabaría con el resultado de haber producido en Europa el peor balance más trágico y sangriento con sus terribles guerras religiosas. Así que, ¿dónde estaba entonces esa Arcadia que, noventa años antes, por ejemplo, cantaran los poetas o pintara Giorgione?

En el año 1618, cuando el Barroco acabó para siempre con el sueño tan ingenuo de la Arcadia, el pintor Guercino fue el primero que pintó una representación que tiró ya por los suelos toda aquella idealización de la mítica y maravillosa Arcadia renacentista. Compuso una obra donde ahora no había apenas paisaje, y donde, además, el protagonista no es nadie ni nada especial: solo una calavera sobre el pedestal extemporáneo de un lugar perdido entre los bosques. Sin embargo, es descubierta por los mismos personajes arcádicos, o pastores míticos, representados un siglo antes cuando el mundo celebraba aún la belleza... ¿Adónde había ido la metáfora renacentista y clásica tan bella que asociaba un determinado escenario con la permanente Arcadia? El pintor Guercino solo expresaría lo que, desde hacía años, el mundo sospechaba claramente: si existía un paraíso como ese, tan real como para que algunos lo vivieran en este mundo, no era menos cierto que duraría tan poco como, para todos, duraba la existencia y la vida en esta Tierra. Así que aquellos pastores míticos, cantados por los versos del poeta latino Virgilio, por la literatura del italiano Sannazaro o la del isabelino Sidney, se enfrentaban ahora con la despiadada y mortífera realidad existencial de su extraña metáfora: Et in Arcadia ego (yo también en Arcadia). Es decir, yo, el principal personaje representado en el cuadro de Guercino, la muerte, venía a gritar ahora a los mismos que habían soñado con su Arcadia maravillosa que: nunca había dejado de estar con ellos para siempre...

Doce años después que Guercino, un pintor francés se atreve a pintar la misma metáfora siniestra de la Arcadia. Nicolás Poussin compuso su Pastores en la Arcadia (Et in Arcadia ego) con una extraordinaria genialidad barroca y expresionista... El paisaje aquí también es escaso frente a los personajes. A diferencia de Guercino, los protagonistas son los mismos que llevan a cabo el curioso descubrimiento. Pero ahora no hay solo una calavera, hay un sarcófago tallado en piedra que representa la sensación más grandiosa del hallazgo. Es un monumento funerario más que un sarcófago, es un túmulo entre las rocas y entre la frondosidad bella de un bosque amable. Es la Arcadia... Al contrario de Guercino, que solo pintaba pastores semi-ocultos, Poussin describe en su obra un escenario arcádico donde cuatro personas interactúan con el hallazgo. Es genial la obra porque representa además una cierta psicología metafórica: ninguno de ellos se sorprende, asusta o inquiere, incluso, ningún gesto meditabundo. Son seres felices que, paseando por el bosque, de pronto, descubren el grabado sobre piedra con la talla de un monumento funerario. Y se afanan por entender y leer lo que su epigrama les pueda aclarar del descubrimiento. Uno de los personajes retratados es un dios mítico, Alfeo, que se distrae aquí, sin preocuparse del hallazgo, con el ánfora de agua que derrama sin lamento. De los tres pastores, uno es una hermosa joven arcádica, una bella y sensual mujer que, sin demasiado interés, presencia indolente lo que sus compañeros indagan.

Ocho años más tarde, en 1638, el pintor francés vuelve de nuevo a pintar la misma temática, Et in Arcadia ego, pero, ahora, hace una obra totalmente distinta. Ahora el monumento funerario está en un prado despejado de la Arcadia, a la vista de todos. No hay, por tanto, ningún hallazgo aquí. Todo es principal en la obra: la representación de la inscripción tallada, el túmulo grandioso y los pastores de la Arcadia. Ahora sí están más involucrados todos los personajes en la interpretación de ese mensaje misterioso. Ahora le inquieren a la mujer, que no está como antes distraída o desdeñosa, qué es lo que puede entenderse con esa leyenda inscrita... Realmente Poussin, a diferencia de Guercino, no muestra en ninguna de sus obras de la Arcadia alarma, sorpresa o reflexión trascendente o profunda. Sus personajes o son más ingenuos o más cultivados, porque no muestran la preocupación existencial tan alarmante ante la muerte que Guercino hiciera en su obra. La Arcadia, aquel paraíso idílico en la Tierra donde los hombres y las mujeres vivían felices y no tendrían que pensar, sentir o meditar sobre otra cosa que no fuera la vida maravillosa, había sido derrotado para siempre con la visión racionalista o realista del Barroco. Poussin había comenzado también a pintar con los rasgos destacados de una tendencia menos clásica y más barroca. En su genial obra del año 1630, donde los pastores hallan el túmulo escondido tras unas ramas del bosque, el trazo barroco destaca más que las siluetas renacentistas de algunas de sus figuras clásicas. Pero, poco después, cuando el pintor francés descubriera, fascinado, el valor del clasicismo barroco más elegante, pintaría su otra obra mucho más renacentista, menos ingenua o menos misteriosa. Ahora había un paisaje grandioso en su obra, ahora no había calavera, ni sensualidad, ni deleite fácil ni sorpresa. El pintor francés quiso recuperar aquel sentido renacentista tan idílico y tan irreal de la bella Arcadia. Lucharía toda su vida por mantener el Clasicismo frente a un Barroco poderoso, hábil, genial o más realista. Así que no pudo menos que expresar el pintor más clásico del Barroco, con la última obra sobre este tema que pintara en su vida, que la metáfora arcádica estaba aún viva entre los hombres, que prospería además en el recuerdo maravilloso de los seres humanos con la esperanza ahora de poder transformar toda aquella mitología fatalista, todo aquel sino tan mortífero, en algo muy diferente y bello para siempre. Que lo trascendería además el pintor con el profano, sencillo, colorido y clásico alarde de componer, ahora, la certeza metafísica de que lo inevitable no debía ser más que querer mantener, para siempre, aquel espíritu renacentista tan indeleble, mítico y oculto de la fascinante e ilusoria Arcadia.

(Óleo Los pastores de la Arcadia, 1630, Nicolas Poussin, Museo Chatsworth, Inglaterra; Lienzo del pintor Guercino, Pastores en la Arcadia, 1618, Galería Barberini, Roma; Óleo Et in Arcadia ego (Pastores en la Arcadia), 1638, del pintor Nicolas Poussin, Museo del Louvre, París; Cuadro renacentista Fiesta campestre, 1510, del pintor Giorgione (o Tiziano), Museo del Louvre, París.)

28 de enero de 2018

La belleza desnuda solo pudo ser representada bajo la forma civilizada de una cultura.



La grandiosidad de Rubens fue muy destacable, ya que, además de haber sido un gran pintor, debió haber sido también una persona extraordinaria. Su talento no lo llevaría solo a buscar una vanidad de por sí no necesitada. ¿Qué gran pintor dejaría que una de sus obras fuera realizada en colaboración con otro genio del Arte? Obviando su interés comercial o económico -tal vez fue el primer empresario del Arte, no solo un gran creador- por componer pinturas para la realeza o la aristocracia, Rubens valoraría más el resultado artístico de una creación sublime que cualquier otra cosa. Al final de su vida buscaría la belleza más voluptuosa y más primaria. Estamos a comienzos del siglo XVII y solo la alta sociedad podría permitirse vislumbrar una belleza desnuda sin menoscabar virtud doctrinal alguna. Para la composición mitológica de Ceres -divinidad de la fecundidad, la agricultura y la vida-, Rubens solicitaría la colaboración de otro pintor flamenco, Frans Snyders (1579-1657). Este pintor se había formado en Amberes también y adquirió un talento extraordinario para pintar animales y bodegones. Así que cuando Rubens quiso crear una pintura sobre la abundancia de la vida y la belleza, entendió que la expresión estética de ese esplendor natural debía ser acompañada de animales y fértil cosecha. Pero, ¿fue realmente ese el motivo, el sentido final de ese alarde?

No se podía pintar la belleza desnuda en el siglo XVII sin algo que la justificase, distrajese o completase. Rubens sabía pintar la belleza más abrumadora de las formas humanas. Pero la belleza no podría ser pintada en ese momento histórico tan claramente desnuda.  Sin embargo, la belleza no necesitará de nada más que ella para serla. Observemos la obra y tratemos de eliminar todo lo que no sea belleza desnuda. Quitemos las frutas, el cuerno de la abundancia, los papagayos, el mono y la joven vestida del fondo. ¿Qué quedará? Solo la belleza, la belleza desnuda y descubierta, ingenua, sublime y eterna. La que Rubens compone con su Arte y su grandeza. La otra belleza, la accesoria, complementaria o  necesitada para justificar la obra, la realizaría Frans Snyders con su maestría y ternura. La obra Ceres y dos ninfas fue el resultado de crear Belleza voluptuosa para poder ser ésta expuesta a los ojos cultivados de una sociedad circunspecta. Aun así la obra no podría ser expuesta en cualquier lugar, solo donde la minoritaria observancia aristocrática garantizara una reserva estética.

Es por lo que Rubens idearía complementar su desnuda belleza con el paisaje sorprendente, exótico -los papagayos y el mono- y desequilibrado -la ninfa vestida del fondo- que pudiera sostener así la justificación de una evidente belleza. ¿Qué especial sensación debía haber sentido Rubens al plasmar toda esa belleza? Es de suponer que antes compuso su desnudo y luego Snyders el resto de la obra. Entonces solo Rubens vería la verdad tan desgarradora y desnuda de una sensación tan bella y efímera.  La Belleza sublime y desnuda, la más auténtica belleza, ¿precisará de algo más para expresar toda su grandiosidad artística? No, por supuesto. Pero entonces no podía existir en el mundo terrenal de los seres mortales esa única, evidente y eterna belleza desnuda. Es una contradicción que hace de esa Belleza una cosa difícilmente asequible o bendecida. Los creadores como Rubens lo sabrían y por eso solo pudo entonces ser representada la belleza desnuda en el Arte desde la civilización europea tan puritana. ¿Existirá una belleza representada con tal sublimidad erótica y natural en cualquier otra cultura del mundo? No. Solo pudo ser representada así en el ámbito de aquel refinamiento cultural de la edad Moderna. Y solo así, genialmente compuesta bajo los principios estrictos de aquella Europa compungida, pudo ser eternizada toda esa sagrada belleza desnuda.

(Óleo sobre lienzo Ceres y dos ninfas, 1617, Rubens y Frans Snyders, Museo Nacional del Prado, Madrid.)


28 de julio de 2017

La sagrada belleza erótica fue desconsagrada en los albores de la ilustración francesa.



La belleza más erótica y conseguida de la mujer fue llevada al Arte desde siempre. Pero durante el Renacimiento y el Barroco los pintores tuvieron que acudir, inexcusablemente, a la representación más sagrada de esa belleza para poder justificarla estéticamente, fuese ésta religiosa o mitológica. ¿Hubo algún retrato no sagrado de mujeres bellas en el Renacimiento? Sí, por supuesto. Los pintores gozaron por entonces una estremecedora libertad estética al poder ellos exagerar, sin temor, una belleza femenina extraordinaria. Manifestaban esa belleza a través del desdén o del gesto sugerente y atractivo -propio de lo satisfecho o de lo ocultamente deseado- sin menoscabar la osadía de extralimitarse al expresar una belleza prodigiosa. Lo hicieron también en los años siguientes -siglos XVI y XVII- gracias a la formal, estereotipada y perfilada -el perfil es menos sugerente que el frontal o medio-frontal- forma de retratar un bello rostro femenino. En el Barroco los creadores sintieron la necesidad de expresar un ferviente erotismo sutil, un gesto liberal sofisticado, pero tan sólo con personajes sagrados como la Magdalena evangélica, una iconografía con la que podían transgredir el pudor exigente de la época. 

No hubo retratos no sagrados de hermosos rostros sugerentes ni bellezas profanas de cuerpos desnudos en el Arte hasta que llegó la Ilustración a mediados del siglo XVIII. Francia fue el primer lugar donde los artistas comenzaron a sentir la necesidad de representar rostros laicos, de personajes anónimos o conocidos, en las obras más sugerentes y menos sagradas de la historia. El pintor francés Jean-Baptiste Greuze (1725-1805) tuvo la suerte de que su tendencia académica -la definición del Arte perfecto- le ayudase a representar, sin estridencias, la mejor belleza erótica que de una mujer el Arte clásico pudiera hacer. Pero, no sólo se conformaría con la belleza, Greuze alcanzaría a transmitir la misma sensación estremecedora que, en los momentos álgidos de belleza erótica renacentista o barroca, los pintores consiguieran solo componer con lo sagrado. Greuze haría así lo mismo con la belleza no consagrada, la más mundana o más frívola. Algo que la Ilustración y la liberalidad de las costumbres de entonces pudo llegar a conseguir en una sociedad que caminaba hacia una laicidad, en el Arte y en la vida, no conocida desde siglos antes. 

Cuando Angelo di Cosimo di Mariano, también conocido como El Bronzino (1503-1572), quiso alcanzar la belleza que sus maestros (Leonardo da Vinci, Miguel Ángel o Rafael) habían logrado años antes, pintaría rostros manieristas con la grandeza que su tendencia nunca hubiese alcanzado sin su alarde. Y pintaría madonnas con la sagrada belleza de lo mundano o de lo más sugerente. ¿Qué sagrada belleza es esa que unos ojos entornados transmiten rodeados de un cabello pelirrojo, el más erótico de todos? ¡Qué rostro y gesto más atractivo de una madonna en el Arte! Porque esta es la sensación que tendremos al admirar la obra Sagrada Familia con santa Ana y san Juan -El Bronzino, año 1550- y apreciar la imagen de la madonna con la connotación de expresar un semblante hermoso más laico que sagrado. ¿Cómo no amar esa sagrada belleza...?   La Contrarreforma también conseguiría, gracias al manierismo de El Bronzino, desarrollar una teología muy efectiva por entonces. Pero más de doscientos años después, en el revolucionario año 1790, el pintor más exigente de belleza clásica retratada de un rostro femenino, Jean-Baptista Greuze, conseguiría obtener esa sagrada belleza de antes, pero, ahora, desde presupuestos menos sagrados, más laicos y vulgares que el Arte clásico pudiera realizar.

En ese año 1790 pinta su retrato Busto de una joven llamada Virginia. Greuze logra alcanzar una divinidad extática sagrada con la sencilla belleza desconocida de una vulgar joven cortesana. Ahora el Arte sí podía permitirse componer un rostro transformado estéticamente, alterado por la emoción de un gesto muy humano sublimado de belleza. Una belleza que antes solo con santas sagradas pudieron permitirse los pintores para acercar un sentido sugerente de belleza al ojo del que lo mirase. Pero en el año 1790 el mundo había cambiado para siempre. El pintor francés realizó su obra sin pudor, sin dudar, sin preocuparse de otras consideraciones que las propiamente estéticas. ¿Cómo no admirar, desear o amar ese rostro vulgar y desconocido, a pesar de titular el pintor el cuadro con el sagrado nombre de Virginia? Virginia, epónimo de virgen sagrada, ajena a toda belleza terrenal o distinta de la trascendente. Ahora el Arte desconsagraría la belleza de antes, sin calificaciones o determinaciones diferentes a lo que la belleza pudiera tener o sentir cuando no se mediatiza. Porque ya no interesaba en el Arte quién era, qué representaba o qué sentido tenía la belleza. Ahora era tan solo belleza. Desconocida, entregada, permitida, asombrada, soñadora, eterna, iluminada, deseosa o condescendiente belleza.

Diez años antes Greuze pintó su obra clásica El sombrero blanco. En ella vemos el retrato de una joven correcta con un elegante sombrero blanco. Una mujer hermosa y distante, con la formalidad propia del típico retrato clásico. Pero el pintor incluyó el detalle osado del pecho izquierdo desnudo de ella. Esta sutileza artística erótica fue extraordinaria: había que componer de alguna forma un erotismo, pero no había por qué desgarrar la belleza clásica. Un siglo antes los pintores podían hacer lo mismo, expresar alguna sutileza erótica, pero por entonces tan solo de una sagrada belleza permisible: la de Magdalena penitente. El pintor español Francisco Ignacio Ruiz de la Iglesia (1649-1704) fue uno de los pintores barrocos más interesantes que haya tenido España, y, sin embargo, de los más desconocidos. En el año 1670 pinta su obra Magdalena penitente, un lienzo barroco que fue atribuido a él doscientos años después, tan desconocido llegaría a ser el pintor en la historia. Nunca más pintaría una obra así, tal vez esto influyó también en su desconocimiento. En su lienzo compone una magdalena sagrada con el erotismo profano de otras épocas. No es una santa lo que vemos porque no lo parece. Pudo pintar la obra de ese modo tan erótico porque la tituló Magdalena penitente. Solo por eso. El cuadro, sorprendente para la época y el país que lo crease, acabó siendo atribuido a otro pintor español -Mateo Cerezo, quizá por haber compuesto otra magdalena sugerente en el año 1661- y comprado por uno de los ilustrados españoles más reformistas del siglo XVIII, Jovellanos. Una curiosa circunstancia del Arte: que la belleza erótica más atrevida del barroco español acabase entre los muros avanzados de un español ilustrado un siglo después. Y como lo fuera también aquel pintor francés que, decidido, consiguiera llevar la belleza sagrada de lo divino hacia la menos sagrada belleza de lo más terrenal, erótico o sugerente.

(Óleo clásico del pintor francés Jean-Baptiste Greuze, Busto de una joven llamada Virginia, 1790, Colección Privada; Detalle del cuadro manierista del pintor italiano El Bronzino, Sagrada Familia, 1550, Museo de Historia del Arte de Viena; Cuadro Barroco del pintor español Francisco Ignacio Ruiz de la Iglesia, Magdalena Penitente, 1670, Museo casa natal de Jovellanos, Gijón, Asturias; Óleo El sombrero blanco, 1780, del pintor francés Jean-Baptiste Greuze, Museo de Bellas Artes de Boston; Lienzo manierista Sagrada Familia con santa Ana y san Juan, 1550, El Bronzino, Museo de Historia del Arte, Viena.)

13 de diciembre de 2016

La significación imprecisa de una obra de Arte renacentista lleva el sello inequívoco de Botticelli.



Es muy conocida la obra Venus y Marte del pintor del Renacimiento Botticelli. Obra icónica de la representación del Amor y de su triunfo ante las adversidades de la vida. El Renacimiento utilizaría el tema amoroso con todas las connotaciones platónicas que el término Amor poseía. El Neoplatonismo sofisticaría el concepto aún más y la escuela filosófica florentina de Marcilio Ficino glosaría los elementos que debía tener una vida completa, correcta y placentera. El Amor se filosofaría aún más. Y los pintores renacentistas, discípulos aventajados y expresivos de esa filosofía, dejaron plasmadas en sus obras el concepto de lo que debía entenderse como la mayor sublimación de los sentidos hacia la esencia originaria de todo lo existente o de la contemplación de lo más anhelado por los seres: el placer espiritual de una visión divina...  En su obra de Arte Botticelli compone una escena mitológica con dos personajes principales, Venus, diosa de la Belleza, y Marte, dios de la fuerza, la virilidad, la osadía o la violencia. La interpretación de esta obra es compleja, aun a pesar de los rasgos conocidos y manidos de su significación primera. De todo lo buscado para conocer más sobre este óleo renacentista sólo estoy de acuerdo con una afirmación del filósofo neoplatónico Marcilio Ficino: las exhortaciones a la virtud se reciben mejor si se representan en imágenes agradables. ¿Son las obras renacentistas asociadas a la escuela neoplatónica como las de Botticelli exhortaciones a la virtud? Casi todo el Arte renacentista es virtuoso. El propio sentido de la escuela de Ficino es encontrar los elementos racionales y sensitivos para acercar el espíritu humano a lo más virtuoso. La imagen agradable o el Arte sofisticado llenos de colores armoniosos y líneas estilizadas llevaban implícito el deseo de pertenencia a ese mundo idealizado, a esas cualidades virtuosas y a indicar además al espectador que lo representado se vinculaba más con lo elevado, con lo más grandioso o con la esfera espiritual más divinizada y última.

¿Qué representa exactamente el óleo de Botticelli Venus y Marte del año 1483? Exactamente es imposible saberlo. Se habla de la prevalencia del amor sobre la guerra, se habla de la virtuosidad de la reflexión ante la osadía de lo terrible, se habla de la astucia de la diosa desarmando al dios más violento. Se habla de las cualidades de Venus frente a los despropósitos bélicos de Marte. Se desnuda a uno para mantener vestida a la otra. Se comprende mejor todo cuando se comparan más veces las cosas semejantes. Es la capacidad de oponer muchas veces algo con otras cosas semejantes lo que llevará al conocimiento finalmente. Para entender la obra de Botticelli podemos compararla con otra obra de Arte de la misma temática y escuela pictórica. Diecisiete años después de pintar la suya Botticelli, el pintor florentino Piero di Cosimo (1462-1522) compuso su obra Venus, Marte y Cupido. No es lo mismo que hiciera Botticelli pues éste no incluyó a Cupido en su obra maestra. Pero sirve su iconografía y composición para compararla con la de Piero. En la obra de Piero di Cosimo vemos, al igual que en la de Botticelli, a la diosa Venus y al dios Marte tumbados ambos frente a frente. También, como en Botticelli, ella está ahora despierta y él dormido. Sin embargo Piero pinta a Venus con toda su belleza desnuda y sin cubrir con prendas su cuerpo. Hay en Piero una igualdad iconográfica en los dos personajes representados. Para salvar la diferencia (que debe existir para distinguirlos ya que el cuerpo de Marte se diferencia en Piero muy poco al de Venus) pinta muy al lado de Venus a Cupido y un conejo blanco. Botticelli no pintaría nada de eso, ni al pequeño dios Cupido ni a ningún conejo blanco. Ni siquiera a las palomas -símbolo de Venus-, que aparecen en la obra de Piero justo en el espacio de la separación física que se establece entre los dos amantes mitológicos (apreciamos la perspectiva tan conseguida de Piero di Cosimo: el pie derecho de Marte no toca ahora el muslo de Venus, están separados aquí los dos -más atrás está Marte-, aunque ahora parezcan ellos rozarse).

En la composición de Botticelli sí están más juntos Venus y Marte, y es posible que el pie derecho del dios tocase ahora el muslo vestido de ella. Pero Cupido, el dios del Amor -Venus es la diosa de la Belleza no exactamente del Amor-, no aparece en el cuadro de Botticelli por ningún lado. No está. Están además en Piero di Cosimo unos pequeños niños alados -puttis o ángeles- que juegan con las armas y la armadura del dios más belicoso de la mitología. Estos seres son juguetones pero inofensivos, son más virtuosos que otra cosa. En Botticelli no están los puttis o ángeles pequeños, pero, a cambio, sí aparecen en su obra pequeños sátiros mitológicos -pequeños seres con patas de carnero y cuernos y orejas puntiagudas, seres sin alas, por tanto lo contrario a virtuosos-, seres para nada inofensivos sino más bien rebeldes y traviesos impúdicamente. Hacen lo mismo que antes: juegan con las armas y los atributos de Marte. ¿Pero, por qué? Los pintores en las dos obras renacentistas muestra el profundo sueño del dios, imposible de despertar a pesar del ruido que hagan los pequeños seres, alados o no. Por consiguiente, podemos establecer algunas cosas viendo las dos obras de Arte. Primero que la diosa de la Belleza está muy despierta; segundo que el dios Marte está muy dormido; tercero que ambos están alejados -aunque en una obra menos que en otra-, ni abrazados ni juntos ni claramente tocados. En el Renacimiento las características de los gestos humanos que manifiestan emociones no son correspondientes al presente. En la Venus de Botticelli, que parece apenas sonreír -como la Gioconda-, no podemos decir exactamente que esté ella ahora con una expresión claramente satisfecha, aunque tampoco lo contrario. Sin embargo, en la obra de Piero di Cosimo sí hay una cierta distensión del rostro de Venus que puede deberse a alguna grata satisfacción emocional.   

Por eso en Piero di Cosimo está ahora Cupido con Venus, está el dios del Amor interviniendo y señala incluso con su dedo índice el cuerpo dormido de Marte. En Botticelli la diosa está sola totalmente, está como esperando algo, con un gesto misterioso además, gesto que hace a la obra maestra mucho más interesante de lo que, a primera vista, parece ser. En Piero di Cosimo no espera Venus ahora nada, ya lo tiene, está ella ahora descansando segura del enlace provocado por Cupido, fructífero por la imagen de un conejo blanco, iconografía de la fertilidad (con Marte Venus tuvo varios hijos). En la obra de Botticelli no hay nada que nos lleve a una visión terrenal -como en la obra de Piero- sino más bien espiritual, con un sentido de trascendencia más sobrenatural que natural. Pero, sin embargo en la obra de Botticelli hay pequeños sátiros, no ángeles sagrados ni benevolentes, lo que conllevará a pensar en una inclusión placentera más terrenal que trascendental... Y es que Botticelli trataría de compaginar siempre ambos aspectos, el terrenal y el sobrenatural, en toda su obra artística. Puro neoplatonismo de Ficino, algo que justificaba el placer físico y terrenal como reflejo de otro placer más elevado, de aquel placer que permitiría vislumbrar la visión cósmica y divina de un ideal superior. Pero, además de todo eso, hay una contraposición absoluta de dos aspectos muy diferentes expresados en estas obras, particularmente en la de Botticelli. La belleza sosegada, sutil, fértil, vaporosa, reflexiva y silente que representa Venus contrasta justo con lo contrario que representa Marte. Porque en ambas obras no aparece Marte con sus características iconográficas manifiestas. Él es la fiereza y la violencia más terrible, su visión activa sería imposible de conciliar con la serena Venus. Por esto mismo es pintado Marte, en las dos obras renacentistas, con la única actitud que puede componerse para una idealización virtuosa y armoniosa de ambos conceptos contrapuestos: dormido él profundamente.

La obra de Botticelli fue creada para una pareja nupcial de Florencia, los jóvenes Médicis y Vespucci, y debía colocarse el óleo en la cabecera de la cama matrimonial. Sin embargo, Venus no es la esposa de Marte, solo su amante ocasional. En la mitología simbolizan ambos la pasión más que el amor. Pero, claro, hay que entender que los conceptos culturales han cambiado con los siglos. No se trataba entonces de expresar una realidad histórica o legendaria, se trataba mejor de acoplar dos seres diferentes -la mujer reflexiva y el hombre viril- que debían entenderse y comprenderse para disponer de una unión placentera. Los aspectos espirituales y materiales debían además ser indicados en la obra. Y Botticelli lo consiguió genialmente. Sólo los pequeños sátiros -no amorcillos- están ahí, en la obra de Botticelli, con ambos dioses para equilibrar una realidad entonces evidente: la unión terrenal y sexual es complementaria para elevar a los dos amantes al sentido trascendente del matrimonio. Pero, sin embargo, el amor no aparece claramente en estas obras (tal como lo entendemos hoy, claro). Tan sólo aparecen la reflexión y la belleza distante y calmada, por un lado. Y tan sólo el sueño, el cansancio del éxtasis pasional y la desnudez de los atributos guerreros, por otro. Con esas dos formas de expresar el sentido de estos dos conceptos tan opuestos es posible el equilibrio, la diversidad y la vida. Para Botticelli posiblemente fue suficiente eso para representar una idea tan misteriosa. Para nosotros, que vemos ahora su obra siglos después, es tal vez un motivo extraordinariamente bello para poder elucubrar, confundir o repensar otras cosas diferentes...

(Detalle del óleo Venus y Marte, del pintor Sandro Botticelli, 1483, National Gallery; Óleo Venus y Marte, 1483, Botticelli, National Gallery, Londres; Cuadro Venus, Marte y Cupido, (c.a.) 1500, del pintor renacentista Piero di Cosimo, Staatliche museen, Gemäldegalerie, Berlín.)