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2 de febrero de 2017

La inspiración amorosa más armoniosa y platónica del Arte, o el gesto sensual más efímero de todos.




Ya había pasado el Renacimiento, ese estilo artístico que primaba la efusión más irreal y alentadora de belleza amorosa que pudiera fijarse en un lienzo. Además, los poetas renacentistas habían glosado ese estado humano, entre natural y platónico, que embelesaba la imaginación menos transgresora -menos arrebatadora sensualmente- para expresar una emoción tan efímera como es la del amor sexual. El Renacimiento desató las emociones enclaustradas, desde siglos atrás, entre una sensualidad abrupta, vulgar, plebeya, y una rigurosidad moral y teologal tan pueril como pecaminosa. La mitología y el paganismo clásicos ayudaron a ese nuevo espíritu artístico, tan necesitado de expresarse eróticamente. Y en los versos elegantes de su lenguaje cultivado -ajeno a visiones no elitistas- los poetas renacentistas glosaron las semblanzas no vividas sino en momentos de una gran fugacidad emocional sentida por los amantes, además, ahora de un modo muy intenso. Y entonces recurrieron los pintores del Renacimiento a las clásicas narraciones pastoriles greco-latinas que, por su traslación a lugares idealizados -distantes en el tiempo y en el espacio-, permitirían asociar una dura voluptuosidad sugerida a una suave belleza romántica.

El Renacimiento acabaría agotando, de tanto que duró -casi ciento cincuenta años-, las elusivas necesidades sensuales tan expresivas de los hombres. Así que, después de la evanescencia tan imaginada -por lo tanto no real- de las manifestaciones amorosas de aquellas sutiles formas renacentistas, el Barroco vino a transformar radicalmente el gesto, la mirada y toda forma de expresar, armoniosamente, un deseo sexual tan humano. Surgiría entonces una natural manera de componer imágenes, algo que, representando lo mismo -el deseo sensual más humano-, hiciera del Barroco la reivindicación de una realidad mucho más natural -un naturalismo expresivo- para transmitir sensaciones más cercanas, más realistas o más naturales en la manera de entender una escena erótica tan íntima. El Barroco empezaría siendo así el transgresor de las formas renacentistas, esas que endulzaban tanto la expresión sensual de las manifestaciones eróticas humanas.

Uno de los pintores barrocos que más se rebelase contra ese naturalismo tan realista, lo fue el pintor holandés Adriaen van der Werff (1659-1722). Como buen creador compositivo, extraordinario dibujante y sensible artista -escultor y arquitecto además-, Werff participaría del final de aquel Barroco tan expresivo de emociones humanas tan realistas. Pero él, un pintor holandés que conocía la adscripción estilística tan naturalista del Barroco de su país, se atrevería, en el año 1690, a componer una escena amorosa que para nada suponía una representación fiel a la transparencia sensual de sus colegas holandeses. En su obra de Arte Pastores amorosos describe Werff una escena pastoril clásica de dos jóvenes amantes enamorados. Representaba una de esas escenas bucólicas narradas hacía más de un siglo por los poetas líricos renacentistas, esos mismos que buscaban entonces la belleza perdida más emotiva entre las rimas octosílabas carentes, sin embargo, de una ferviente sensualidad muy explicitada.

¿Qué hay en la obra de Werff que exprese claramente una ferviente sensualidad arrolladora? Porque su pintura evoca el amor más platónico, el menos naturalista, el menos sensual. Pero lo hace con tal artificio magistral, que nada de lo que compone en su pintura es antinatural a los ojos de quienes lo vean: los gestos son realistas, como lo puedan ser los más humanos; las formas, tan clásicas como perfiladas con una total verosimilitud.  ¿Es que no puede ser una reacción amorosa platónica algo tan natural o realista como lo que el pintor compuso en su obra barroca? Ahora, salvo en los personajes desdibujados del fondo, nada figura en el lienzo que represente el eros realista más transgresor. El pintor quiere hacernos ver además cierto sentido satírico en la escena, inspirado por el busto clásico con la figura atrevida de un sátiro griego. El ambiente oscurecido propiciaría al encantamiento sugestivo de lo más sensual o arrebatador eróticamente. Pero, la escena coral -no es solo una pareja, sino varios personajes al fondo- despejará las dudas de un hipotético asalto sexual nocturno y alevoso, algo que, de no existir esos personajes del fondo, cabría poder pensar. Pero, a pesar de su expresiva mano izquierda, la joven no está ahora deseando más que expresar un deseo sensual con el pudor adecuado a un sentido tan sublime como platónico.  El mismo sentido amoroso sublime que el creador holandés supo plasmar en su obra, a pesar de las críticas injustas que su alarde artístico pseudo-barroco llevase siglos después, cuando el mundo opinase que el sentimiento poético renacentista, tan alejado de la realidad, tuviese ya su momento artístico, algo totalmente superado. Y que el naturalismo estético clásico, que tanto lograse el Arte barroco holandés expresar, nunca debería de haberse malogrado con obras como la de Werff, unas creaciones artísticas tan distantes y alejadas a ese negado deseo barroco, algo aquello más propio del Renacimiento, ese que explicaba sutilmente aquello de:  tan solo palidecer...

(Óleo barroco del pintor holandés Adriaen van der Werff, Pastores amorosos, 1690, Staatliche Museen, Berlín, Alemania.)

2 de octubre de 2014

El idealismo profético del Amor cortés más como un fenómeno estético que como otra cosa.



Cuando el pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones  tuvo ocasión de ver los manuscritos provenzales de los Cuentos de Canterbury -traducidos al inglés por Geoffrey Chaucer (1343-1400)-, quedaría absolutamente asombrado por tal efusión de pasión mística y profana, de emoción divina y terrenal,  que suponían las poéticas palabras escritas por unos autores franceses del siglo XIII. Esos manuscritos componían la gran obra lírica medieval titulada el Roman de la Rose. Divididos en dos partes separadas, fueron escritos por dos poetas diferentes, Guillaume de Lorris y Jean de Meung. Relataba el poema inicialmente un sueño, una ensoñación maravillosa en la que el protagonista es recibido por una dama ociosa que le abre las puertas al Jardín del placer. En esta alegoría del amor idealizado el personaje protagonista pasará también por la influencia de otros personajes alegóricos, todos ellos representativos de ideas o conceptos muy humanos. Así entonces el personaje de la Alegría, por ejemplo, llevará al protagonista a un baile donde se encuentra con otros personajes alegóricos que tratarán de seducirle, como el de la Riqueza y el de la Generosidad. Más adelante el protagonista se enamora de una Rosa, una flor maravillosa muy alejada de él, distante ahora en el centro mismo de aquel Jardín del placer. El poema medieval describe cómo tiene el peregrino-protagonista que corregir su carácter y aprender así los mejores modos para poder conseguir el amor deseado, el amor cortés. Según el romance, para alcanzar  su objetivo amoroso tan anhelado obtiene también la ayuda de otros personajes contingentes: de Paciencia, de Esperanza, de Pensamiento agradable, de Mirada dulce o de Verbo suave.

Pero antes de llegar al centro de ese mítico Jardín, el peregrino atraviesa un bosque que le llevará a ser recibido por Acogida agradable. Aunque de pronto se encuentra con Peligro..., y para ese momento Razón le disuadirá de querer continuar. Sin embargo, el protagonista insiste en seguir adelante, aplacará a Peligro y, decidido, llegará por fin a ver su deseada Rosa. Y a besarla incluso luego. Pero la tierna escena romántica la observa ahora Mala persona, que solicita ayuda a los enemigos del caballero-protagonista, a Miedo, a Vergüenza y a Peligro, personajes alegóricos que cierran el bosque y encarcelan a Acogida agradable en una torre para siempre. En ese preciso instante el caballero empieza a dejarse llevar ahora, sin poder evitarlo, por un sentimiento desconocido muy parecido al dolor...  En esta obra poética se trataba de encumbrar al amor cortés, una concepción platónica del amor humano más furtivo permitido por entonces. Es decir, una especie de amor aristocrático con el cual sólo un tipo de sentimiento tan  elevado o tan extraordinario como ese podría acaso acercarse así, fugazmente y por medios poéticos, al deseo prohibido provocado por unas nobles señoras del todo inalcanzables. En pleno momento del feudalismo medieval esas señoras concentraban en sí mismas dos objetivos diferentes en aquella sociedad: por un lado fortalecer el sentimiento de admiración, devoción o  servidumbre hacia los deseos, nada amorosos, de relaciones de poder social (unos señores más favorecidos frente a otros mucho menos),  y, por otro, un motivo más civilizado para poder ejercer así una forma de adulterio más o menos consentido. A pesar de esas razones cortesanas o mundanas los creadores prerrafaelitas del siglo XIX, unos pintores enamorados de la idea romántica medievalista del amor, consiguieron retratar sin complejos la pasión, la mística, la devoción o el deseo elevado más exquisito y excelso.

Entre ellos proliferaba el sentimiento de que la existencia debía procurar los placeres de la vida y el amor en esta morada terrenal más que los que nos tuviera reservada la ansiada eternidad misteriosa. De ese modo el pintor británico Burne-Jones crearía su tríptico basado en aquel Roman de la Rose del siglo XIII, donde ahora la Rosa es aquí el objeto más codiciado de ese amor imposible. La Rosa, una flor cuya belleza durará tan poco como la fragancia que desprendan sus delicados pétalos efímeros. Porque es ahora el símbolo del amor más perfecto, el más idealizado o el más frágil y, por tanto, expresión  del amor más perecedero y caduco. En su obra El amor y el peregrino consigue el pintor mostrarnos el difícil y apesadumbrado peregrinaje del protagonista hacia el objeto de su pasión. Lo vemos junto a un ángel alado -símbolo del amor más puro- que le guía silencioso, incluso con gesto poco alentador, por el tortuoso camino a través de los traicioneros ramajes del bosque. Unos obstáculos peligrosos que se le presentan al caballero en el devenir azaroso de su deseo. Se deja guiar de ese modo el peregrino a pesar de no sentir fuerzas para ello. El pintor no deja de señalarnos en su obra el contraste entre una idealización maravillosa y el farragoso deambular del peregrino. Pero tan solo al final, en una de las obras del tríptico realizada años antes, consigue por fin el protagonista llegar a presenciar la anhelada Rosa de su deseo.  Esta es ahora la rosa inaccesible, representada en otro lienzo del tríptico prerrafaelita -El corazón de la Rosa- por una mujer idealizada que, de manos de ese guía impenitente, se muestra ante el peregrino con un semblante tan distante como lo fuese aquel sentido prosaico y feudalista del medieval romance. Por tanto ahora un sentimiento amoroso poco más que indefinible, muy alejado de todo deseo real, bastante interesado y del todo imposible.

(Óleos -tríptico- del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, El amor y el peregrino, 1897, Tate Gallery, Londres; Cuadro El peregrino ante las puertas de la ociosidad, 1884, Museo de Arte de Dallas, Texas; Óleo El corazón de la Rosa, 1889, Colección Privada.)

22 de noviembre de 2013

Muchas voces veremos renovadas, pero ninguna habrá que no se altere.



El rompedor pintor francés Gustave Moreau (1826-1898) habría dicho una vez algo así: Hubiese preferido pintar iconos bizantinos que cuadros tradicionales.   Su decadentismo fue anterior al de todos, incluso al de los Simbolistas, del que hizo escuela y sería un precursor. Pero, la Historia volvería a condicionarlo todo siempre con el tiempo. Estamos condicionados en nuestra vida personal mucho más de lo que creemos por la Historia, por lo medioambiental de sus grandes acontecimientos, por lo más visceral o sangrante de una sociedad tan cambiante como contradictoria. El pintor Gustave Moreau vivió una terrible experiencia personal en la Guerra Franco-Prusiana del año 1870. También vivió la terrible experiencia de las pesadillas históricas posteriores a la contienda, así como la postración política que acusó Francia luego y los estigmas sociales tan injustos y desgarradores para sus compatriotas. Pero, además, el pintor francés acusaría en su Arte las propias tragedias personales de su familia y hasta de su propia amante. Pero, sobre todo, el gran y peculiarísimo creador decadentista francés acabaría obsesionado por lo diferente, por lo hierático, por lo onírico, o por lo en exceso ornamental y metafísico. La sociedad occidental del último cuarto del siglo XIX (entre los años 1875 y 1895 aproximadamente) vino a reaccionar culturalmente con una mezcolanza de sentimientos de retorno, de postración, de rechazo, de huida y de sensualismo que acabaría por denominarse Decadentismo. ¿Cómo no tendría sentido todo eso después de haber vivido un clasicismo, un realismo y un rigorismo imperial tan poderoso? Porque Francia había vuelto a ser otra vez un imperio desde que Napoleón III -sobrino del gran Napoleón- consiguiese erigirse de nuevo en poder imperial en el año 1850. Entonces el país alcanzaría una preeminencia política, económica y cultural extraordinaria.

Porque después del Romanticismo -al advenimiento de este segundo imperio- los franceses volvieron de nuevo a la perfecta medida de los sentidos culturales más clásicos, pero ahora con un bagaje intelectual, cultural y artístico más desarrollado. Pero cuando todo eso se perdiese, trágicamente, en el conflicto bélico del año 1870 a manos de un nuevo poder emergente -el unificado imperio de Alemania-, el inconsciente colectivo francés trataría de encontrarse a sí mismo y recuperar así su espíritu perdido y aquel sentido nacional tan grandioso de antaño. El gran poeta latino Horacio (siglo I a.C.) dejaría escrito en uno de sus grandes versos: ¿Quién hará que la gracia y la hermosura de los idiomas viva y permanezca? Muchas voces veremos renovadas que el tiempo destructor borrado había; y, al contrario, ya olvidadas otras muchas que privan en el día; pues nada puede haber que no se altere cuando el uso así lo quiere, ya que es éste de las lenguas dueño, juez y guía.   Eso mismo sucederá también en el Arte. En el siglo del positivismo y el cientifismo más progresista (el industrial siglo XIX), cuando entonces la sociedad culminara una Revolución Industrial no conocida antes en la historia, algunos creadores miraron de nuevo hacia atrás para impulsar ahora, sin embargo, un avanzado, contrario y simbólico modo de ver y entender el mundo. Y ya no pararía. Seguiría después con los simbolistas y con los modernistas, y enlazaría más tarde a los expresionistas, a los cubistas y a los surrealistas. El mundo habría cambiado entonces para siempre. Pero, cuando Gustave Moreau pinta sus obras decadentistas-simbolistas, justo antes y durante del final de aquel ocaso imperial francés, no podría siquiera imaginar lo que la historia mantendría, sin embargo, todavía oculto en su regazo.

Entre los años 1865 y 1870 pinta Moreau tres obras de una misma temática artística: Diomedes devorado por sus caballos. La mitología griega contaba esta cruda leyenda trágica: El rey de los tracios Diomedes había criado unos salvajes caballos -yegüas en este caso- dándoles de comer carne de otros animales. De ese modo se habían hecho más fuertes y poderosos que los caballos normales. El envidioso Euristeo -otro rey competidor- le encargaría entonces al gran héroe griego Hércules que acabase con esos peligrosos caballos fulminantemente. Uno de los trabajos famosos que al gran héroe mítico le encargan hacer fue la captura de esos feroces animales devoradores de carne. Lo conseguiría Hércules al final de su intento heroico y terminaría llevándose luego todos esos equinos asesinos del reino de Diomedes para siempre. Pero, antes, un ejército tracio al mando de ese rey infame asaltaría los caballos por el camino, luchando ahora con Hércules. Vencerá el héroe griego y acabaría encerrando a Diomedes junto a sus caballos salvajes, donde éstos terminarían por devorarlo. De esa forma tan terrible, con la feroz y cruel imagen de la devoración de Diomedes, pintaría Moreau sus tres semejantes obras de Arte, todo un símbolo filosófico de la destrucción del ser por los mismos medios que el propio ser crease antes. Esas representaciones proféticas de Moreau se adelantaron a la decadencia social de los años posteriores a la batalla de Sedán -la batalla de 1870 donde Francia perdió frente a Alemania-, a la postración cultural llevada a cabo luego por los creadores decadentistas -poetas y escritores sobre todo-, y al final de un siglo XIX con muy pocos claros por entonces rasgos apocalípticos finiseculares. Toda una extraordinaria premonición la del pintor decadentista. Una premonición que alcanzaría, sin él llegar a sospecharlo, hasta las terribles trincheras sanguinarias de la Primera Guerra Mundial para, veinte años después, y sin remedio alguno, llegar a su más abominable y desastrosa secuela bélica posterior.

(Óleo Cierro la puerta tras de mí, 1891, del pintor simbolista y de la estética decadente Fernand Khnopff, Munich; Óleo Diomedes devorado por sus caballos, 1870, Gustave Moreau, Colección particular, Nueva York; Diomedes devorado por sus caballos, 1865, Gustave Moreau, Museo de Bellas Artes de Rouen, Francia; Diomedes devorado por sus caballos, 1866, Gustave Moreau, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU; Óleo Hércules y la Hydra, 1876, Gustave Moreau; Cuadro La Aparición, 1875, Gustave Moreau, Museo de Orsay, París; Retrato de Gustave Moreau, 1860, del pintor Edgar Degas.)

10 de febrero de 2013

La creación de Arte, dos cosas muy diferentes para hacerlo: la ideación y la ejecución.



¿Qué pasaría por la mente del hombre que por primera vez quisiera ver Arte sin saber hacerlo él mismo? ¿Qué emoción no dejaría de vibrar en su interior al comprender la extraordinaria habilidad de otros seres en realizar aquello que sólo él pudiera admirar desinteresado? ¿Cuándo comenzaría la idea obsesiva de procurar ver Arte? Desde que los primeros poetas griegos compusieran sus odas hasta que los romanos continuaran luego con ese aprendizaje lírico, todas las dedicaciones al Arte -promotoras o ejecutoras- fueron sólo ocasionadas por la clase social alta o acomodada. Sólo ellos podían entonces recrear las emociones que los otros -los desheredados- ni siquiera pudieran imaginar en su vida. El noble romano Cayo Mecenas (70 a.C.-8 a.C.), amigo de Octavio Augusto desde sus tiempos de aspirante a emperador, auparía al olimpo de los exclusivos del arte lírico a los excelsos poetas Virgilio y Horacio. Con Mecenas comenzaría aquella dedicación desinteresada de fomentar la creación artística de otros afortunados. Aunque éstos -como Horacio- podían no pertenecer a la clase alta, sí acabarían rodeándose de ese círculo elitista para poder medrar -justamente- entre las más altas cumbres de la recreación poética. 

Y así continuaría la historia hasta que el mundo clásico romano cayera para siempre. Aurelio Casiodoro (485-580) fue un romano que vivió en aquellos tiempos convulsos donde se produjo la primera revolución social de la historia. Fueron aquellos tiempos donde el mundo dejaría de ser pagano para convertirse oficialmente en cristiano. Pertenecía Casiodoro a la casta senatorial romana y su pasión por la cultura y las artes -las liberales que cultivaban el intelecto frente a tareas manuales o guerreras- le llevaría a ser admirador de la creación literaria y retórica más elaborada. Ambas artes (literaria y retórica) las utilizaría él mismo en su periodo político en la ciudad de Rávena, aquella otra Roma replicada entonces para huir la corte de los convulsos, difíciles y finales años del decaído imperio romano. Casi todos los aristócratas romanos de entonces -siglo VI- eran cristianos, aunque no sentirían todos ellos un especial interés por lo religioso. Pero pronto cambiaría algo en su interior desasosegado. Aquellos años fueron muy difíciles para Italia, se padecían duros enfrentamientos con los bárbaros o con los ejércitos bizantinos. Roma estaba permanentemente asediada y trastornada. La presión social era insoportable para unos espíritus elevados y sensibles. Fue entonces una salida más mental o psicológica que otra cosa a un desagradable problema social, el querer así acercarse ahora a una espiritualidad diferente. Porque sería imposible respirar a esos espíritus cultivados la atmósfera tan asfixiante de Roma por entonces.

Tanto llegaría la decidida conversión piadosa -y artística- del romano Casiodoro que acabaría creando un monasterio en Italia en el año 555. Allí se retiraría lejos de las convulsas luchas sociales para dedicarse a la promoción de las artes liberales. En ese monasterio se refugiarían otros seres desesperados, no tan elevados como él, seres entonces desheredados pero, sin embargo, todos seres decididos a conservar y potenciar la cultura más allá de ese terrible desorden social tan decadente. Un lugar donde no tendrían que preocuparse por su manutención o cuidado. De ese modo terminarían siendo todas las clases sociales las que acabarían transmitiendo el antiguo saber clásico. Esto es un hecho extraordinario: el cristianismo incorporaría a la sociedad de aquellos años a todos los seres, con independencia de su origen social, para así poder desarrollar sus propios talentos, algo que luego supuso en la historia el desarrollo paulatino de la oportunidad del mérito personal frente a los derechos de sangre.

El cristianismo, por tanto, transformaría el destino elitista exclusivo de la creación artística. Siglos después, cuando el Renacimiento terminara siendo la otra gran revolución habida en la historia, la Iglesia también fomentaría y apoyaría el Arte más maravilloso jamás creado. Cuando a finales del siglo XVI el cardenal italiano Odoardo Farnese -hijo del gran Alejandro Farnesio, nieto bastardo del emperador Carlos V- decidiera decorar su extraordinario palacio romano con la más maravillosa belleza pictórica del momento, buscaría un pintor desconocido entonces pero muy prometedor, Annibale Carracci. Este pintor del Barroco inicial italiano fue muy atrevido y sus alardes artísticos no ocultaban la mayor sensualidad representada y reconocida luego en el Arte. El curioso cardenal Farnese deseaba poder admirar aquellos voluptuosos y hermosos cuerpos desnudos -gracias a la mitología y al Arte- sólo para él, lejos entonces de las miradas reaccionarias y obtusas de las carcas mentes pecaminosas de finales de aquel siglo artísticamente primoroso.

¿Qué hizo que El Greco pudiera acometer su especial y manierista creación artística en sus inicios, a pesar de no haber sido del agrado del mayor de sus mecenas -el rey español Felipe II-? Su viaje a Italia durante el año 1570 fue providencial pues acabaría conociendo al miniaturista Giulio Clovio, un artista muy influyente que terminaría apoyando en Roma al gran pintor cretense. En esos círculos artísticos romanos, muy atrevidos para entonces, El Greco conseguiría destacar con una creatividad muy sublime y original, algo que culminaría tiempo después en España en la creativa ciudad de Toledo, durante los años de mayor alarde compositivo de este extraordinario pintor manierista. Los ambientes regios que el genial Goya frecuentara en la corte española de finales del siglo XVIII tuvieron con él una extraordinaria labor de mecenazgo. Uno de los personajes más curiosos de la familia real que más le apoyaría -uno de sus mejores amigos- lo fue el infante Luis Antonio de Borbón (1727-1785). Hijo menor del viejo y longevo rey Felipe V, este infante español se enfrentaría con el círculo más arcaico y reaccionario de la corte. Dejaría la vida religiosa -a la que le habían dirigido desde su niñez- para casarse con una mujer ilustrada y moderna treinta años menor que él. Una de sus hijas -retratada por Goya- acabaría siendo la esposa del fatídico político y gobernante español Godoy.

Pero muchos años después otros afortunados creadores, los que comenzaron a principios del siglo XX con el invento del cinematógrafo, acabaron siendo también como aquellos privilegiados artistas -Velázquez o Rubens- que pudieron componer sus obras sin necesidad de nadie. Así nacieron directores de cine que produjeron sus propias y geniales obras. Hasta que las productoras llegaron luego y lo cambiaron todo. Entonces, para ese momento, la creación cinematográfica se escindiría por completo. Ahora se idearían obras por unos productores que otros -los directores- realizarían con sus formales métodos técnicos. ¿De quién, entonces, era la autoría real de la creación terminada? El gran director Orson Welles lo fue de todo: crearía, idearía, realizaría, promovería y disfrutaría con toda su obra cinematográfica. Algunos otros directores sólo acabaron, a cambio, desarrollando lo que otros cineastas pensaron antes que ellos, o idearon de verdad. Muchas de las obras clásicas de cine que hoy vemos y admiramos en la pantalla no fueron creadas por la mente inicial de un director. Fueron otros, olvidados incluso, los que quisieron que aquello se hiciera de ese modo fuera como fuese. Que ese arte visual pudiera vivir, existir y verse y que acabara, al fin, resurgiendo más allá de las insinuadas maneras de poder llegar, técnicamente, a producir una creación artística determinada.

(Obra Mecenas presentando las Artes a Augusto, 1745, del pintor italiano del barroco final Tiépolo, Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Óleo Retrato de Giulio Clovio, 1572, del pintor El Greco, Italia; Fresco del techo del Palacio Farnese, Roma, 1595, Annibale Carracci; Cuadro Venus con Sátiro y Cupido, 1588, de Annibale Carracci, obra muy atrevida del pintor barroco italiano; Fotografía del genial cineasta Orson Welles; Cuadro Retrato del infante Luis Antonio de Borbón, 1783, Goya; Magnífico óleo de El Greco, de su época romana, La Piedad, 1576, Colección norteamericana, EEUU.)

14 de octubre de 2012

Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que haya soñado tu filosofía...



Europa resultó inusualmente fría durante aquel verano del año 1816, los pozos alemanes se congelaron en mayo y en agosto cayó nieve cerca de Londres. Un enorme penacho de gas y cenizas procedente de la erupción del Tambora, un volcán indonesio, atravesó el mundo. Fue la mayor erupción jamás registrada y, directa o indirectamente, cambiaría por entonces muchas vidas de manera irrevocable...  Efectivamente el año 1816 fue el año sin verano. La gran cantidad de polvo y cenizas que esparció a la atmósfera la erupción del volcán de la isla de Sumbawa en Indonesia, producida entre el 5 y el 15 de abril del año 1815, provocaron una alteración climática extraordinaria al año siguiente en Europa. La luz solar sería atenuada peligrosamente y la temperatura de la Tierra disminuiría en el hemisferio norte tanto como hacía muchos milenios atrás hubiera sucedido. Pero las consecuencias no sólo fueron climáticas por entonces... Unos seres humanos alumbrados por la pasión romántica de una época escindida por entonces entre la fría ilustración, la revolución fallida y la resaca reaccionaria posterior, llegaron aquel verano del año 1816 muy cerca de los Alpes suizos y tuvieron que refugiarse en una casa al calor de unos fuegos acogedores. Aislados por la nieve, se vieron obligados a permanecer guarecidos y calientes sin poder salir de su refugio. Esos seres fueron los poetas Byron y Shelley, la mujer de éste, Mary, y el médico de aquél, Polidori. Los cuatro, encerrados y resignados, decidieron entonces ocupar el tiempo en componer cada uno de ellos la historia más tenebrosa que se pudiera contar. 

Bajo esos momentos de sorpresa y temor la apuesta literaria de los cuatro se dejaría llevar ahora por el terror y el miedo. Los relatos debían procurar sentir las emociones propias de un mundo sobrehumano imposible de entender sólo con elementos racionales y lógicos. Todos escribieron su historia de miedo, pero, de aquella experiencia literaria, sólo una joven desconocida, Mary Shelley, conseguiría crear el relato de terror más famoso de todos, Frankestein o el moderno Prometeo. Sin embargo el poeta Lord Byron comenzaría también uno de sus mejores dramas poéticos románticos, Manfred, un relato de ficción que, aunque no llegara a conseguir tanta popularidad como el de Mary Shelley, acabaría siendo uno de los legados románticos más influyentes de esta subyugante, rompedora y arrebatadora tendencia artística. Contaba el filósofo y escritor inglés Bertrand Russell que cuando consideramos a los hombres no como artistas o descubridores, no como simpáticos o antipáticos sino como fuerzas influyentes en los demás, como cambio social en los juicios de valor o en las actitudes intelectuales encontramos que necesitaremos reajustar nuestra apreciación real hacia ellos. Entonces muchos personajes no sean ya tan importantes como nos hayan parecido antes y otros, sin embargo, serlo aún mucho más de lo que fueron. Entre los hombres cuya importancia es mucho mayor de lo que parecía, Lord Byron -decía el filósofo Russel- merecería un más alto lugar que el que tuvo.

A pesar de una infancia desafortunada y acomplejada además por una secuela física en su pie derecho, ofuscado por la separación de sus padres o por la crueldad de una madre exigente, pudo vivir como quiso gracias a la herencia fabulosa de un tío solitario. Enfrentado a sus iguales nobiliarios y a una sociedad rígida e intransigente, abandonaría Inglaterra con veintiocho años para no regresar jamás. Su pensamiento y lúcida idea de la vida expresados en su obra competiría con los más grandes pensadores de su siglo. Fue junto a Napoleón y Goethe uno de los personajes más influyentes de su tiempo. Nietzsche, el gran filósofo alemán,  que apreciaría especialmente al poeta británico, en uno de sus escritos nos dice el filósofo acerca de la verdad: El desarrollo de la humanidad nos ha hecho tan dolorosamente sensitivos que necesitamos el tipo más elevado de salvación y consuelo; de donde surge también el peligro de que el hombre pueda ahora morir desangrado por la verdad que reconoce. Es así como, años antes, Lord Byron escribía en su drama romántico Manfred estos versos con un sentido semejante: ¡Ah, el dolor debería ser la escuela del sabio! Las penas son conocimiento; los que más saben deberían deplorar más la fatal verdad; el árbol de la ciencia no es el árbol de la vida.

En su drama poético Byron retrataba a su héroe meditabundo fallido, desconcertado, resentido consigo mismo y torturado por la culpa. En Manfred Byron elige la personalidad para su protagonista de un admirado Fausto, aunque en esta ocasión atormentado más por el pasado y la culpa que por el futuro y la dicha. Describiría el poeta romántico con sus versos trágicos toda la sensibilidad metafísica inspirada en aquellos días desolados, momentos con los que, agotados por la sombra de una eterna, fría y oscura noche, sosegarían años después -en su recuerdo romántico- la sentida y dura existencia de su atribulada vida. A cambio, Manfred, su personaje atormentado por la culpa, no quería más sino olvidar ahora todo frente a cualquier posible o anhelado deseo poderoso. Porque es eso lo único que reclama el héroe byroniano frente a las altas cordilleras de los Alpes a los influyentes espíritus del Universo. Lo único que para él sería lo más importante o más necesario en este mundo: el olvido.

- La tierra, el océano, el aire, la
noche, las montañas, los vientos y
el astro de tu destino están a tus
órdenes. Hombre mortal, sus espíritus
esperan tus deseos. ¿Qué quieres
de nosotros, hijo de los hombres?,
¿qué quieres?

- El olvido.


(Fragmento de Manfred, del poeta Lord Byron, 1816)

(Óleo El canal de Chichester, 1828, del pintor Turner, donde describe en su lienzo el creador romántico inglés un atardecer inspirado ya en aquel año sin verano de 1816, cuando la luz solar fue matizada totalmente por una gran nube de cenizas, Tate Gallery, Londres; Cuadro El sueño de Lord Byron, 1827, del pintor inglés Charles Eastlake; Pintura Manfred y la bruja de los Alpes, 1837, del pintor inglés John Martin, Manchester, Inglaterra; Óleo Byron en su lecho de muerte, 1826, del pintor Joseph Denis Odevaer; Grabado con el retrato de Lord Byron, 1818, del litógrafo Henry Meyer y el ilustrador James Holmes, National Gallery, Londres.)

23 de septiembre de 2012

La interpretación más lúcida o más real, ¿es la escondida tras un análisis o la vertida transemocional?



En la Florencia renacentista del siglo XV surgiría pronto un espíritu sensible, misterioso, generoso y genial: Alessandro Botticelli (1445-1510). Fue uno de los primeros creadores que utilizaron el Arte para reflejar subliminales mensajes o para expresar, sin grandes asombros ni fuertes irreverencias, lo más inesperado o lo exquisitamente más inesperado: la Belleza más natural, metafísica y transparente. Su taller, que comenzaría a crear obras en el año 1470, llegaría a tener muchos seguidores que encontraron el más importante espaldarazo a su inspiración artística. Un lugar muy moderno para entonces, rebelde incluso, pero sagazmente creativo y sublimemente artístico. Este gran pintor florentino pasaría, sin embargo, los siguiente siglos taponado u ocultado por un gusto artístico del todo diferente y por una censura feroz. Sus obras no fueron descubiertas y su autoría reivindicada hasta casi mediados del siglo XIX. Muchas creaciones de su taller acabarían desperdigadas por el mundo y sus obras atribuidas, incluso, a otros pintores. Antes que él, otro creador pictórico surgiría en la Italia creativa de la explosión prerrenacentista: Masaccio (1401-1428), un pintor de la ciudad de Arezzo que revolucionaría los inicios del Arte con una novedosa perspectiva, con imágenes trazadas de un modo diferente, con colores atrevidos y con un fervor más emocional y humanista en su Arte.

Masaccio actuaría ya así frente a una creación artística -antes y durante su vida- rígidamente establecida por la tradición medieval. Leonardo da Vinci y Miguel Ángel le considerarían un maestro a seguir, pero también Botticelli y sus discípulos admiraron al avanzado artista de Arezzo. Muchas de las obras creadas en aquellos años renacentistas -mediados y finales del siglo XV- acabarían colgadas, siglos después, en las paredes longevas de muchos de los viejos palacios decadentistas italianos. Estos edificios albergarían durante siglos inmensas obras de Arte lejos de las miradas inquisidoras de un mundo post-renacentista, por entonces más intransigente ante obras demasiado incomprensibles o atrevidas, inspiradas en la antesala de lo que llegaría a ser la mayor revolución artística habida en la historia del Arte. Así, hasta que una pequeña pintura anónima renacentista pasara, durante el año 1816, de un vetusto palacio decadentista a otro... Giusseppe Rospigliosi (1755-1833), duque de Zagarolo, había adquirido una antigua pintura -Rea Silvia- a la antigua familia Amigoli de Florencia. Los Amigoli, que habían tenido hasta un pintor en su familia -Stefano Amigoli-, tenían catalogado el cuadro como perteneciente al pintor Masaccio. Hasta su título lo habían deducido audazmente con el muy romano nombre de la mítica madre de Rómulo y Remo: Silvia. Una leyenda latina contaba cómo una hermosa mujer, Silvia, hija del monarca del reino mítico fundado por el hijo de Eneas -Numitor-, sería obligada por su rebelde tío -Amulio- a convertirse en una sacrificada Virgen Vestal.

Pero el dios Marte, seducido por la belleza de Silvia, la rapta y viola en una ocasión terrible para ella. Como las vestales no podían tener hijos, Amulio la condena a ser enterrada viva y mandaría luego asesinar a los gemelos habidos con el dios. El sirviente encargado de tal crimen sólo cumpliría, sin embargo, lo primero. Se apiada de los pequeños hermanos y los abandona juntos en el río Tíber. La leyenda romana cuenta cómo fueron encontrados y amamantados por una loba, la loba capitolina. Pero esta historia fundacional de Roma, donde una gran mujer es sacrificada sin amparo alguno, sirvió luego -en el siglo XIX- para inspirar la interpretación artística de una escena sugerente. Porque en el cuadro renacentista aparecía sola una figura sedente y humillada ante los peldaños de una real entrada palaciega. Desolada y desconsolada, la figura acerca sus manos a su rostro para ocultar ahora lo que parece ser una mujer atormentada, despojada incluso de sus túnicas sagradas en una dura muestra de rechazo, marginación o agravio personal. ¿Quién podría ser entonces esa figura si no Rea Silvia, la virgen vestal condenada en la leyenda latina? Así que el duque italiano decadentista adquiriría a principios del siglo XIX esa obra de Arte, convencido entonces de poseer una obra de Masaccio que representaba la famosa heroína romana malograda.

Pero años después, cuando el historiador de Arte Adolfo Venturi analizara la iconografía de esa obra, concluiría que el autor de tan enigmático lienzo no podía ser otro que Botticelli. Y no se limitaría a afirmar eso solamente, también rebautizaría la obra. Acabaría por llamarla ahora La derelitta -La desamparada-, es decir, mantenía el historiador la misma temática por la que había sido interpretada antes -un desamparo legendario ante una injusticia-, pero cambiaría la autoría de la obra así como su fecha de creación. Situaría el historiador la composición de la obra alrededor del año 1475, cuando el taller de Botticelli estaba en plena actuación artística. Pero, todavía se equivocaría el historiador italiano en algo más, al parecer. A principios del siglo XX otros historiadores y críticos de Arte compararon esta obra con otras cinco obras de Arte parecidas expuestas en diferentes museos de todo el mundo. Todas esas obras representaban un mismo tema: la historia sagrada del Libro bíblico de Ester. Y mantenían además un mismo estilo y una misma técnica pictórica: el taller de Botticelli. Pero, sin embargo, la figura a la que se hace referencia en el relato bíblico de Ester como personaje desamparado no es una mujer sino un hombre. En el antiguo testamento la referencia a un caso de esa escenografía desamparada sólo podía ser un hombre: el personaje bíblico judío de Mardoqueo. Este hombre era primo de Ester, la hermosa judía que seduce con su belleza al poderoso rey de Persia, un reino donde los judíos por entonces habitaban exiliados. Pero, sería Ester elegida por Jerjes I de Persia -sin saber éste su procedencia hebrea- como concubina de su palacio y, finalmente, como esposa real. 

Los celos que esa boda real produjeron en un poderoso gobernante de la corte persa serían trágicos. No dejarían que una extranjera y su familia hebrea obtuviesen semejante privilegio real. Convencieron entonces al rey de que expulsaran a los judíos del reino. Y Mardoqueo ahora, enfurecido y desolado, se dirigirá al palacio real persa para, desgarrándose de sus vestiduras, comenzar a gritar y pedir ser escuchado en justa prueba de la inocencia de su familia y de su pueblo. Las seis obras pictóricas formaban parte de una serie sobre el Libro bíblico de Ester. Todas las obras tenían además las características maestras de Sandro Botticelli, pero tan sólo una de ellas divergía ahora en algo especial su personal estilo pictórico. Esta obra, por tanto, debía haber sido realizada entonces por algún discípulo de su taller, pero, ¿cuál de ellos? No se supo la respuesta hasta que la tecnología permitiera observar qué había grabado detrás de las capas de pintura renacentistas. Se descubrió que oculto por las túnicas desperdigadas de la obra se encontraba la clave de su autoría. Dos iniciales, F.L., llevarían a deducir a un poco conocido discípulo de Botticelli, Filippino Lippi (1457-1504). Este artista italiano llegaría al taller del maestro florentino poco después de fallecer su padre, Fra Filippo Lippi, el cual había sido incluso maestro del maestro. Pero, no sólo fue eso...

Fra Filippo Lippi, el padre de Filippino, comenzaría pintando frescos y lienzos sagrados para su comunidad carmelita, donde él profesaba entonces como fraile. Sin embargo, la pasión arrebataría al monje toscano cuando visitara una vez el monasterio de monjas de Santa Margarita, para pintar ahora una tabla de su altar. Lucrecia Buti, una hermosa novicia del monasterio, acabaría enloqueciendo inevitablemente de amor terrenal a Fra Filippo. Así que ambos huyeron juntos y acabarían abandonando sus órdenes religiosas. Cinco años después el Papa les dispensaría, pero, sin embargo, ambos habrían quedado ya estigmatizados para siempre. Fue por eso que su hijo Filippino trataría de cambiar con el Arte esa impronta personal tan desdichada en su familia. En un alarde de inspiración desesperada, crearía Filippino una obra de tal signo reivindicador... Botticelli, su maestro, lo sabría y dejaría a su discípulo inspirado que pudiera hacerlo sin trabas. Filippino Lippi se representaría entonces a sí mismo en la obra renacentista, ahora desgarrado y abatido, solicitando así que las puertas de la clemencia magnánima de la vida ejercieran su justa benevolencia con él. Como aquel Mardoqueo de la leyenda hebrea, aprovecharía ahora el joven pintor la ocasión para expresar así su lamento solitario, su desolada emoción ante la vida o la displicente e injusta forma de tocarle a él ese destino tan infortunado. Cuando Lippi empezara a trabajar en esa obra misteriosa tendría apenas quince años, la edad en la que una persona necesita de sustento milagroso en un momento en que la sociedad empieza a conocerle y él sintiera, sin embargo, el peso tan desgarrado de su origen. 

¿Cuál, entonces, debería ser la verdadera interpretación del personaje de la escena? ¿Aquella ultrajada y mítica virgen vestal sacrificada?; ¿el honrado y sentimental personaje hebreo ante su causa?; ¿o el desdichado reflejo del origen de un autor ante su vida? ¡Qué más da! Que se denomine el cuadro con un género femenino es, posiblemente, el único error imperdonable. Lo demás sólo es aquí el hecho del sentido simbólico de lo que una imagen general representa, de lo que desea expresar con su sentido iconográfico más general: el desamparo más rotundo, la soledad más incomprendida, el fatal momento desesperado donde, ahora, el ser grita y se rompe y cae, dirigiéndose además hacia ese lugar poderoso desde donde le acaben por fin escuchando. Y qué mejor cosa o altavoz por entonces para ello que un lienzo mediador y convincente, que el lugar ahora más solemne y permanente o el más rápidamente emocional para llegar, ¡y tan pronto!, a las conciencias insensibles de la gente.

Lienzos de la tragedia por las gradas
tendidas a cordel. Se han congelado
el rosa, el siena, el gris. Desventurado
el que tiene las puertas clausuradas.

Clausuradas están. Soñar espadas
contra el bronce tenaz es un pecado
de inocencia. No hay llave ni candado
que te abran paso al reino de las Hadas.

No te tapes la cara: nada puedes
hacer contra la faz del abandono
si ya pasó el umbral de tus retinas.

Por más que trates de abolir el trono
de la ausencia con llanto, las paredes
del dolor ya han formado cuatro esquinas.

Poesía La derelitta, del poeta y pintor español Aníbal Núñez San Francisco (1944-1987).

(Obra La Desamparada -La Derelitta-, 1475, Filippino Lippi, Taller de Botticelli, Palacio Rospigliosi, Roma; Óleo Ester, 1841, Théodore Chassériau, Museo del Louvre, París; Cuadro Virgen con el Niño y un Ángel, 1445, Fra Filippo Lippi, Galería de los Uffizi, Florencia; Cromolitografía del pintor italiano Gabriele Castagnole, Amor o Deber, 1873 -donde se representa el amor entre el pintor renacentista y su amada novicia; Detalle del rostro de la Virgen de un cuadro de Sandro Botticelli, Madonna de la Granada, 1487, donde se aprecia una imagen tan natural y terrenal del rostro típico botticelliano, parecido al de su diosa Venus; Detalle del rostro de la Venus del Nacimiento de Venus, 1485, Botticelli; Óleo Madonna de la Granada, 1487, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia; Obra El Nacimiento de Venus, 1485, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia.)

28 de agosto de 2012

El moliente efecto de lo real, del naturalismo más feroz, o la expresividad más humana y perviviente.



Cuando los creadores del realista estilo Barroco tuvieron que romper con el concepto tan clásico del Renacimiento, acudieron a veces a un socorrido Manierismo, a un personalísimo claroscuro y, casi siempre, al sentimiento virtuoso de la estética de los mártires sagrados, seres demasiado venerables para ser denostados por lo real. Pero debían ser ellos mismos ahora, dejar para siempre la estética hierática y falsa del clasicismo renacentista anterior. Se acabaría ya la dulzura eminente y gloriosa de la insigne -falsa para ellos- belleza tan satisfecha y alejada del mundo de antes. Pero el proceso evolutivo en el Arte es lento y mezclado, balbuceante, confuso y muy personal. Algunos pintores consiguieron hacer lo que la nueva tendencia barroca y su época pedían: la confección de obras correctas y clásicas pero ahora con un sesgo muy diferente... Por tanto elaboradas y conseguidas aún según la antigua manera de pintar la perspectiva, los colores o las formas. Pero, ahora, ¿cómo resolver esa diferencia barroca, esa pulsión más sublime y realista que la anterior tendencia renacentista? Lo tuvieron que hacer los creadores del Barroco con los rasgos más personales y destacados de los seres representados -sus humanos personajes-, unos seres desgarrados por el sentimiento y que sustentaban la emoción profunda que salpicaban sus retratos realistas. Debían estar compuestos los lienzos barrocos con la expresión más abierta que una emoción humana pudiera representar vívidamente. Pero, ¿con qué cosa o rasgo humano en particular?: con el rostro humano más expresivo, con la única cosa que, realmente, determinará la mayor expresividad estética de una persona. Así lo entendería el gran creador español del barroco napolitano de aquella época convulsa: José de Ribera (1591-1652). 

Sus contemporáneos alcanzaron también la cornisa gloriosa de esta tendencia barroca tan vertiginosa y brillaron con algunas creaciones primorosas. Pero no pudieron llegar a reflejar todo lo que el Españoleto obtuviera en sus rostros con el genial maquillaje de su obra. Esta es la posible diferencia o el matiz particular del porqué una cosa es más excelsa que otra. Porque cuando las cosas se consiguen hacer de una cierta forma, cuando se hacen ahora de una forma diferente, es cierto que pueden llegar a alcanzar tocar el cielo con sus formas, pero tan sólo con una de ellas se podrá, tal vez, llegar a rozar la gloria artística más allá de las estrellas. Y no es mucha quizá la diferencia, no deviene ésta siquiera en algo especial, ni en una cosa grandiosa o manifiesta, es solo ahora un pequeño matiz, una pequeña consistencia física genial y atisbada de una cosa frente a otra. Y en este barroco tenebrista observamos cómo el pintor español radicado en Nápoles lo hiciera entonces genialmente: sabiendo expresar el gesto, la mirada o la forma en la que una emoción se transmita entre los rasgos, las arrugas, la tersura o la fuerza tamizada de un rostro desolado que se perfile ahora entre las sombras. Pero de cualquier rostro humano, sea éste frágil, derrotado, sobresaliente o vanidoso. Cuando el gran poeta francés decadentista y simbolista Arthur Rimbaub (1854-1891) pasara una temporada en el infierno, quiso entonces derrumbar, desde el alto pedestal en donde se encontraba, la solitaria belleza literaria, demasiado clásica o demasiado desdeñosa o demasiado alejada de los hombres. Esa misma belleza que se había encumbrado, sin embargo, poderosa y destacable siempre antes entre la gloria. Para ello escribiría en el año 1873 su obra lírica Una temporada en el infierno, del cual estos son parte de aquellos versos:

Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos corrían.
Una noche, senté a la belleza en mis rodillas.
Y la encontré amarga.
Y la injurié.
Me armé contra la justicia.
Huí. ¡Oh hechiceras, oh miseria, oh cólera, a vosotras os he confiado mi tesoro!
Logré desvanecer de mi espíritu toda esperanza humana. Sobre toda alegría para estrangularla di el salto sordo de la bestia feroz.
Llamé a los verdugos para morder, mientras agonizaba, la culata de sus fusiles. Llamé a las plagas, para ahogarme con la arena, con la sangre. La desdicha fue mi dios. Me revolqué en el fango. Me sequé con el aire del crimen. Y le di buenos chascos a la locura.
Y la primavera me trajo la horrenda risa del idiota.

Aquí, como en muchos otros lugares parecidos, la imagen y la palabra se confunden ahora en una misma e intercambiable disposición emotiva. Porque son lo mismo, ¡porque dicen lo mismo! Unas veces usando los colores y otras los verbos. Pero ambas herramientas creativas sirven y servirán siempre para lo mismo: para emocionar sorprendiendo bellamente. Porque ambas son artes universales, ágiles, firmes, espontáneas y permanentes en la historia emotiva de lo humano. Sin embargo, no siempre todos los creadores del Arte habrían conseguido hacer con ellas algo parecido: obtener ahora la mayor virtualidad sublime escondida tras un matiz estético. Esto fue lo que consiguieron hacer Ribera y Rimbaud, traspasar en su tiempo la frontera de lo expresivo con el sencillo -y tan complicado- discernimiento universal y milagroso de lo único: alcanzar el alma interior más emotiva de los otros.

(Obra barroca San Jerónimo Penitente, 1652, José de Ribera, Museo del Prado; Detalle del óleo de José de Ribera, San Jerónimo Penitente, 1652, Museo del Prado, Madrid; Cuadro Magdalena penitente, 1611, José de Ribera, Museo Capodimonte, Nápoles; Óleo Demócrito, 1630, José de Ribera, Prado, Madrid; Obra San Pedro, 1622, José de Ribera, San Petersburgo, Rusia; Óleo Judith y la cabeza de Holofernes, 1640, Massimo Stanzione; Obra La Sibila cumana, 1620, Domenico Zampiere, Galleria Borghese, Roma; Cuadro Santa Cecilia, primer tercio XVII, Cavalier Arpino; Óleo La Caridad, 1630, Guido Reni, Museo Metropolitan de Nueva York; Cuadro Salomé, 1620, Caracciolo, Galería de los Uffizi, Florencia.)

19 de diciembre de 2011

Los arquetipos humanos: ¿modelos de lo que somos o de lo que queremos ser?



Navegando el héroe griego Ulises de regreso a su tierra luego de luchar en Troya, cuenta la leyenda que cerca de la isla de Eolia decidió arribar en ella para poder descansar y avituallarse. El rey de aquella isla era Eolo, dios de los vientos y las mareas, el cual los acogería hospitalariamente. Al final de su estancia, cuando preparaban su barco para volver a surcar las difíciles aguas, Ulises recibió de Eolo un curioso presente. Era un pequeño odre donde dentro se guardaban, encerrados, todos los vientos y tempestades del mundo. Pero como casi todos los regalos escondidos, o como casi todas las ofrendas gratuitas de los dioses, ocultará el verdadero precio o la condena de lo que, secretamente, esconden. Los hombres de Ulises, ahora curiosos y avezados, llevados así por una codicia imaginaria, terminarían mirando dentro del odre. De pronto, al abrirlo, se desatarían todos los vientos, tormentas y huracanes del mundo. Agotados, desorientados y heridos, con la nave totalmente deshecha, pudieron luego, sin embargo, avistar una tranquila tierra a lo lejos. Esa tierra era la isla de Eea. Ulises, prudente, decide que sólo un pequeño grupo de hombres explore la isla. Al regresar el grupo el héroe ve llegar solo a uno de sus hombres, uno que, asustado, le narra ahora lo que les había sucedido a todos. Porque llegaron a un maravilloso palacio, les dejaron pasar y les acogieron encantados y dispendiosos. Allí reinaba una bella, agradable y seductora mujer que les invitaría a beber a todos. Sin embargo, él se negaría desconfiado. Luego observa cómo sus compañeros se convierten en cerdos aunque manteniendo la razón y el entendimiento. Para ese momento huyó despavorido sin mirar atrás. 

Ulises debe recuperar ahora a sus hombres. No lo pensó mucho y acudiría a ese palacio misterioso. Pero por el camino algo le sucede. Los dioses que dirigen la vida de los hombres le habían enviado a Hermes para, protegiéndoles, darle así un providencial brebaje. Con esa bebida evitaría Ulises cualquier posible transformación o maldad que alguien le causara. Cuando Ulises llega al palacio descubre a Circe, la hermosa reina de aquella isla maldita. Ella le recibe agasajándolo con comidas y bebidas maravillosas. Pero a Ulises todo ese maleficio no le hizo ningún efecto. Circe entonces, asombrada, quedaría rendida y enamorada de Ulises, vencida ahora para siempre a los pies del héroe. Para el famoso psicoanalista Carl Jung el contenido del inconsciente colectivo, reflejo de un inconsciente global -que es el inconsciente realmente objetivo-, lo formarán todos y cada uno de los elementos inconscientes primordiales que él dio en llamar arquetipos. También los denominaría imago, imágenes primordiales. Los arquetipos son una forma innata consecuencia de la experiencia de siglos en la vida de los hombres. Jung afirmaba que en el mundo primitivo existía una especie de alma colectiva. Y a ésta con el paso de los años, las evoluciones, las luchas, los enfrentamientos, las oposiciones, los descubrimientos, las carencias, las inclinaciones o los deseos se incorporarían de cada persona aquel pensamiento o aquella conciencia individual. Esto configuraría el comportamiento y el destino que cada uno debía tomar en su vida. Nunca dejaba el arquetipo de condicionar la conducta final, que regía siempre cada particular tendencia personal que se tuviera. En general había tres grandes caminos o rasgos que condicionaban a los individuos: el camino del conocimiento, el del poder y el del amor. Por tanto, entonces, ¿qué somos nosotros realmente? ¿Qué destino, si es que existe, de un modo independiente podremos elegir o no nosotros? ¿Arrastraremos a nuestro arquetipo, o éste nos arrastra, inevitablemente, a nosotros?

(Imágenes de arquetipos culturales: Óleo del pintor prerrafaelita inglés John William Waterhouse, El círculo mágico, 1886, representación de una maga; Cuadro del pintor francés Henri Fantin-Latour, Charlotte Dubourg, 1882, hermana de la esposa del pintor, una mujer decidida, fría y calculadora, nunca se casaría; Cuadro El caballero andante, 1870, del pintor John Everett Millais, representación del héroe medieval, caballero que llevará la pesada carga de liberar a los demás sin liberarse a sí mismo, Tate Gallery, Londres; Óleo Circe, 1891, del pintor John William Waterhouse; Cuadro del pintor Max Slevogt, Don Juan, 1912, personaje condicionado por un estereotipo que supera la verdadera razón de sus deseos; Óleo del pintor Waterhouse, Santa Eulalia, 1885, maravilloso escorzo de la representación del cadáver matirizado de una santa, personaje entregado hasta la propia destrucción de su ser; Cuadro del pintor Max Slevogt, Danza de la muerte, 1896, donde se representa al personaje abandonado, frívolo y autodestructor; Extraordinario cuadro del pintor Johann Heinrich Wilhem Tischbein, Goethe en la campiña de Roma, 1787, Alemania, que representa al individuo creador, inspirado, poeta y lleno de mundos y de belleza.)

12 de octubre de 2011

El recuerdo más épico recompone los pedazos perdidos u olvidados de nuestro atribulado espíritu.



Aquel reconocido periodista español decimonónico -Mariano de Cavia- llevaría a nominar luego un premio para los que consiguieran escribir artículos que llegaran ahora más allá de lo que, objetivamente, comunicaran con ellos entre sus páginas. El premio Mariano de Cavia se concede en España desde el año 1920 para aquellos periodistas o escritores que, con sus artículos publicados, hayan alcanzado parte de aquella excelencia literaria. En el año 1926 se concedió el premio a un artículo publicado el día 12 de octubre en el diario ABC de Madrid y titulado El triunfo de las Carabelas. Estaba firmado por Manuel Siurot Rodríguez, un pedagogo sevillano nacido en la pequeña localidad de la Palma del Condado, provincia de Huelva, y que habría dedicado toda su vida a la enseñanza y a la divulgación cultural.

Es de destacar aquel homenaje por la noble, desinteresada, loable y extraordinaria vida de esfuerzo y dedicación del tan eximio pedagogo andaluz. Del mismo modo, homenajear también ahora la ingente tarea que España desarrollaría en América para educar a los nativos y a sus hijos, y a los hijos de los de aquí que luego siguieron allí. Esta gran labor cultural fue realizada -a veces con una iglesia útil poco reconocida- por España en América durante casi cuatrocientos años seguidos. Actividad educativa nunca superada por ninguna otra nación que hubiese descubierto o conquistado o colonizado tierra alguna desde el alba de los tiempos históricos.

El Triunfo de las Carabelas

En el amanecer luminoso de aquel 12 de Octubre, la Santa María, de Colón; la Pinta, de Martín Alonso, y la Niña, de Vicente Yáñez, han tocado con sus proas la tierra del Nuevo Mundo. La mañana tropical del golfo sonríe en las aguas azules, en la limpieza del cielo y en la alegría de la selva virgen. España acaba de romper la barrera infranqueable que habían construido el miedo y la ignorancia, aprovechándose de la inmensidad del mar. Esa felicidad, que sonríe en el seno de la mañana augusta, es un obsequio de la Naturaleza a los tres barcos triunfadores, que son los tres maestros más grandes de la Geografía Universal.

El espíritu creador de la Patria española contrae en ese momento nupcias con América cobriza, la inocente, la bella. El sacerdote de ese matrimonio es Dios, y son testigos el cielo, el sol, el mar y aquellos marineros españoles que, desde la democracia de sus vidas, han escalado la cumbre más alta del honor. La Historia estaba celosa de la Poesía, y, con un puñado de hombres de carne y hueso, escribió un poema más grande y más luminoso que todas las invenciones de la leyenda.

Luego viene Cortés, y quema en la candela de sus naves una resina olorosa y nueva, que es el incienso de la Patria al inmolarse voluntariamente ante el altar de América. Viene Pizarro, que no sabe leer, y civiliza un mundo, crea un imperio más grande que Europa, y, en la noche ecuatorial, ha visto aquella Cruz del Sur, cielo novísimo, descubierto por él; cruz de brillantes, que relampaguean misteriosos como espléndida joya sideral, que era el regalo que Dios hacía en las bodas de España con América.

Y vienen Ponce de León, Balboa, Grijalba, Solís, Ocampo, Álvaro Núñez, y mil más legionarios del heroísmo y patriarcas de la civilización. Por todos la Patria del solar castellano, del poema del Cid y del Romancero, la que supo romper en la frente de almorávides, almohades y benimerinos de la soberbia de las dominaciones con el martillo de la austeridad; la España de los Fueros, de los Municipios y de las iluminaciones teológicas, trabaja en la alfarería creadora de los mundos, y al dilatar meridianos y paralelos surge el planeta definitivamente perfecto, según las leyes de la geografía de Dios.

Ahora, lo mismo que el 3 de Agosto, mis discípulos recogen esta emoción, que va llenando sus almas y perfumando sus ideas. Es el salmo de la Patria, que debe semitornarse con todos los calores y dulzuras del amor. Les digo: Para que el amor de la Patria sea perfecto ha de tener alas en su misticismo, y herramientas en su acción. Amor que no sabe volar no es amor, y, por otra parte, amor patrio que no tiene una palabra, un libro, un arado, un martillo y un cansancio de labores generosas, es un sustantivo sin substancia.

Aquellos españoles de la epopeya tenían alas y tenían instrumentos; eran místicos y trabajadores; estaban iluminados de ideales, y tenían los pies perfectamente puestos en la realidad de la vida. Este día es un grande orgullo de la Historia, y debe traer para la juventud de España y América el serio propósito de volar por el mundo de las ideas, llevando bajo las alas el instrumental práctico de la civilización.

Pero es preciso, para volar por fuera, volar primero sobre nosotros mismos en la meditación de nuestro propio destino; porque no hay ni uno solo de los jóvenes hispanoamericanos que no tenga un 12 de Octubre a que llegar en su vida; un posible 12 de Octubre, que es la revelación completa de la personalidad. A ese momento glorioso no puede llegarse si no copiamos de la Rábida, que es la cátedra más fuerte del genio español, la sencillez franciscana, la entereza maravillosa del carácter, y la generosidad, que sale limpia de todos los juicios históricos; si no nos embarcamos en las tres carabelas de nuestra memoria, entendimiento y voluntad; si no nos lanzamos al mar de la vida para vencer las tempestades atlánticas y la de los hombres, y si no estamos vigilantes para ver en la aurora del día milagroso la América que todos llevamos por descubrir en nuestra alma.

Manuel Siurot.

(Artículo publicado de nuevo en el periódico ABC de Madrid el día 12 de abril de 1927, como homenaje al premio Mariano de Cavia de 1926, concedido a Manuel Siurot Rodríguez en el año 1927.)

(Fotografía de estatua de Cristóbal Colón en el Monasterio de Santa María de las Cuevas, Sevilla, hoy convertido en Museo de Arte Contemporáneo; Fotografía de la misma estatua con el pedestal y su leyenda: A Cristóbal Colón, en memoria de haber estado depositadas sus cenizas desde el año 1513 a 1806 en la iglesia de esta Cartuja de Santa María de las Cuevas (Sevilla), erigido en 1887; Óleo del pintor francés Ferninand-Victor-Eugene Delacroix, 1798-1863, Colón y su hijo en La Rábida, 1838, USA; Cuadro Vista del monumento a Colón, del pintor andaluz Picasso, 1917, Museo Picasso, Barcelona; Cuadro El descubrimiento de América, 1959, del pintor catalán Dalí, USA.)