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16 de diciembre de 2023

Lo real se transformará en un vacío al no poder sustituir lo vivido por lo representado, lo sentido por lo expresado, la vida por el Arte...

 



Era el comienzo de un siglo esperado y temible, entusiasmado y desalentador, era la consecución de un descubrimiento de siglos anteriores que no habían sido sino la antesala, la búsqueda, la ilusión, o la realidad, de una sentida sensación demoledora... Cuando el poeta austríaco Hugo von Hofmannsthal sintió, en el año 1902, que el mundo que hasta entonces había amado se iba desmoronando poco a poco en su frágil memoria fértil, comprendió aquellas palabras finiseculares o milenaristas, pronunciadas siglos ha por otros espíritus semejantes, que habrían enfrentado la realidad del mundo a la idea más brillante, la ilusión justificadora a la memoria trastornada o desvanecida, la belleza demudada por la representación infinita. Y entonces el poeta publicaría su novela Carta de Lord Chandos. Era una triste epifanía de la verdad desconocida, de la separación brusca, disruptiva, de la sensación y de la palabra. Hofmannsthal expresaba por entonces una angustia vital que todos los siglos de cultura, belleza, representación o entusiasmo diligente, no habrían podido sanar en un espíritu humano tan necesitado de sentido y de belleza. El personaje de su novela, Lord Chandos, decide no volver a escribir más palabras aparentemente bellas que ahora, para él, son ya incapaces de poder alcanzar, mínimamente, a reflejar la sensación inspiradora por la que fueron buscadas desde siempre. Fue una crisis, además, que el poeta austríaco no habría solo descubierto él. A finales del siglo XIX el mundo representado saltó por los aires... Fue una admonición un tanto abstracta de algo que, apenas quince años después, se convertiría en toda una realidad explosiva -saltar por los aires- con el terrible acontecimiento de la Primera Guerra Mundial. Historia y vida, pensamiento, literatura y Arte. 

¿Con la palabra escrita o pronunciada sucede también lo mismo que con el Arte visual? ¿Qué hay de verdad en que la sensación de la búsqueda del sentido, del significado, ha de ser también distinta o no de la del referente, del significante? Si hay un hastío por no conseguir vivir lo representado verdaderamente, qué sentido tiene la belleza descrita como manifestación abstracta y resumida de la propia vida o del mundo. ¿Fue la belleza culpable por no haberla entendido bien lo que ella significaba? ¿O es la insatisfacción, es decir, es la incapacidad de poder alcanzar esa sagrada belleza que llevaría a algunos afortunados a poder componer, de algo abstruso y desordenado, toda una extraordinaria creación brillante, bella y sublime? Platón fue el primero en describirla, el primer hombre en pensar y definir la belleza y la satisfacción además de la belleza. Identificaba el bien con la simetría, con la proporción y con el equilibrio. Los griegos, los artistas griegos, no hicieron más que representarla, satisfechos, siguiendo a su maestro pensador más extraordinario. Pero, el mundo cambió. La historia lo señalará además no añadiendo ningún efecto demoledor, incluso, al paso de los siglos hasta la llegada del año 1000 después de Cristo. Sí había sido demoledora la terrible transformación de una sociedad europea romana y civilizada en una sociedad europea cristiana desmembrada o fragmentada de civilización heredada. El Arte entonces se hizo cada vez más abstracto, menos representado de belleza humana porque ésta no era más que la causa de una desilusión estética... Las palabras y los signos definieron entonces una armonía celestial, universal, global, donde lo representado no era el ser humano ni sus deseos, sino la grandeza de lo sublime más abstracto. Así, el Arte islámico, desde el siglo VIII, desarrollaría geometrías infinitas llenas de esplendor simétrico universal. Así, el Arte bizantino imitaría lo abstracto representado en iconos sagrados, o denostaría la representación de esos iconos. Así, el Arte medieval cristiano buscaría primero la desnudez de las paredes clásicas o, tiempo después, la luz matizada a través de las ojivas luminosas de un brillante esplendor catedralicio. 

No, no había en el pensamiento europeo artístico satisfacción a nada de eso. Cuando las edificaciones del gótico alcanzaron a celebrar aquella belleza de proporciones extraordinarias, el anhelo de belleza seguiría igual de vacío que antes.  El Renacimiento no surgió sino que se desarrolló, paulatinamente, como un feto artístico que duraría no menos de cuatrocientos años en crecer, entre los años 1200 al 1580. Cuando verdaderamente dejó de crecer fue a finales del siglo XVI. Entonces sucedió una cosa que no ha vuelto a suceder jamás en el Arte. Se enfrentó el ser humano al Arte como nunca antes lo había hecho. Casi alcanzó a satisfacerle... El pintor Louis de Caullery nació en uno de los lugares europeos más desarrollados artísticamente. Amberes fue parte de la monarquía española, un lugar que recogía el impulso norteño con el color italiano y la sublimidad española. Pero es que, además, el Arte europeo se encontraba por entonces buscando la belleza entre la metáfora sofisticada manierista y el sentido narrador más realista del barroco. Entre ambas fuerzas el pintor flamenco Caullery trataría de conseguir representar lo que tantos siglos se había perseguido. ¿Lo consiguió? En absoluto. La belleza es inasible, el Arte es momentáneo, como lo son los versos y sus palabras escogidas que emigran ya, inevitablemente, por los reveses de una fantasía temporal adolecida de unos sentimientos insostenibles. Aun así, en el museo del Prado existe una genial obra suya, La Crucifixión. Tal vez nos sirva, o me sirva, mejor dicho, para poder describir una realidad expresiva muy peculiar, tanto abstracta como figurativa. Si nos fijamos bien en la obra, no hay belleza en los rostros de Caullery, tampoco en sus figuras, en sus movimientos ni en su aglomeración excesiva. ¿Qué hay, entonces, para representar, sin embargo, una extraordinaria semblanza de lo que el Arte consiguió una vez? ¿Es, tal vez, aquella definición de Platón: proporción, simetría, equilibrio? Sí. Lo consiguió, posiblemente, con los matices oscuros de unos colores fuertes y lo consiguió, también, con la fuerza expresiva de la globalidad frente a la representación de la unidad... Una abstracción figurativa. 

Pocos años antes de que el poeta austríaco publicase su desesperada novela desalentadora, otro creador austríaco, Maximilian Lenz, compuso su obra pictórica Un Mundo. La ideación de esta pintura habría deambulado antes ya por siglos para poder llegar desde la proporción sublime de Caullery a la simbología intimista de Lenz. ¿Seguiría persiguiéndose aquella belleza? La belleza sufrió por entonces un homicidio inevitable. Ya que no había podido conseguirse apoderar de ella desde la representación, ésta trataría de buscarse dentro del sujeto y no tanto fuera de él. Pero, sin embargo, esto era regresar a la belleza platónica... No fue el ser humano capaz de resolver este dilema, ya que esa interiorización requeriría una espiritualidad desarrollada, algo que se iba además diluyendo por las grietas demoledoras de un advenimiento científico, técnico y social nunca vistos antes. Y, de ese modo, el pintor Lenz crearía un lienzo que mostraba ahora la desunión del mundo con el sentido más interior de la vida del ser humano. No había forma ya, estaba la representación de la belleza perdida entre la sensación infinita por poseerla y el sueño eterno por evolucionar. El pintor no consiguió triunfar en el Arte, más allá que como una mera instrumentalización industrial de su genio artístico. Marcharía antes de pintar el cuadro a Buenos Aires para poder trabajar dibujando sellos de correos. Años después volvería a su país para trabajar como diseñador del Banco de Austria y componer así los billetes que llevaron al auge y la caída de aquella misma sociedad perdida. ¿Sería todo eso una cruel metáfora existencial y artística que llevaría al mundo a renegar para siempre de conseguir alcanzar la belleza? 

(Obra simbolista Un Mundo, 1899, del pintor Maximilian Lenz, Museo de Bellas Artes de Budapest; Lienzo manierista-barroco La Crucifixión, 1603 (?), del pintor Louis de Caullery, Museo del Prado.)


7 de agosto de 2022

El Arte como combinación de cromatismo y composición perfecta es, además, el todo menos justificado hoy de un mundo sin belleza.



El Arte se enriquece de las motivaciones humanas tanto como de los artificios naturales de unos elementos pictóricos ad hoc. Ambas cosas son versátiles, son inconstantes, son azarosas en la propia creación y consecuentes así con la propia vida. El valor del Arte clásico, entendido éste por aquel Arte compuesto por la mano frágil e inerme del ser humano desvalido, es único, poderoso, un valor que se sustenta precisamente en su capacidad de no haber sido creado más que por la decisión humana y sus limitadas posibilidades técnicas. Cuando observamos una obra de Arte clásico sabemos que no hay más que habilidad, elementos naturales y procedimientos limitados a lo humano. Porque el Arte pictórico, especialmente, no es sólo lo que se expresa sino cómo se expresa. Hay forma y fondo, al contrario por ejemplo que la creación literaria, en donde sólo hay fondo. Los nuevos procedimientos técnicos para crear Arte, para expresar el fondo artístico, tienen la versatilidad de ser una expresión estética pero no mantienen la maravillosa forma con la que el Arte clásico compuso sus obras desde la más rudimentaria técnica artística. En este paisaje de Rembrandt la creación está sublimada por las combinaciones naturales y humanas tanto de su expresión como de su composición estética. Si no hubiésemos visto muchas obras de Arte y, de pronto, viésemos esta pintura del maestro holandés, la revelación sublime de un efecto visual tan extraordinario nos llevaría al éxtasis artístico más conmovedor. ¿Podemos admirar una escena como esa en la vida real? No exactamente. Porque la combinación de elementos y el instante fijado devienen cosas que no se mantienen en el momento temporal de la visión de un paisaje determinado en el mundo real. Es el artificio creador que se añade al expresivo natural de un mundo conocido o familiar al observador admirado el que puede ser transformado por el Arte. La luz compone reflejos, matices y radiaciones peculiares en el efecto natural de observar un mundo natural que hallemos, azarosos, en nuestro deambular cotidiano por la tierra. Pero no dispondrán nuestros ojos la posibilidad de combinar todos los efectos a la vez en un paisaje que, además, no durará más de unos segundos el poder admirarlo sin reservas. En el Arte, a cambio, todo eso está disponible para el observador ávido de percibir las manifestaciones que el pintor supo combinar y expresar con sus recursos estéticos.

¿Qué sucede para que el Arte no nos haya conseguido descolocar para siempre con el instante motivador de un mundo admirable tan solo limitado al pequeño espacio que vemos de un artista pictórico? El ser humano está mejor diseñado para captar la amenaza que la belleza. Los sutiles detalles armoniosos del Arte de Rembrandt, por ejemplo, necesitan tiempo y dedicación estética para percibirlos sin confusión. ¿Sin confusión? El Arte confunde tanto como la vida, pero la confusión que no conlleva un peligro no es profundizada por las neuronales actitudes humanas para la percepción estética. Por eso el interés ante lo estético en el mundo de hoy ha ido cada vez más derivando hacia lo sórdido, lo grotesco, lo abrupto, visualmente llevado a lo más amenazador que pueda seguir estimulando las reacciones que obliguen al cerebro a fijar su atención sin condiciones previas. No es más que una forma de supervivencia, que, a pesar de los avances en la vida del ser humano, sigue siendo la única forma de poder y querer entender pronto y sin matices las señales visuales que el mundo nos transmita sin condiciones. La Belleza en el Arte clásico obliga a mirar con ojos transformados desde la amenaza a la sublimidad estética de un sentimiento adquirido. Pero para ello requerimos saber que ese sentimiento es necesario para enriquecer el estado estético de un ser rodeado de amenazas. No hay solución para el Arte ni para la percepción artística en un mundo lleno de amenazas que no lo parecen o que no mantienen el mismo perfil formal que la belleza estética. Ya es hora de profetizar que la belleza no es natural y que la percepción de ella fue adquirida por la necesidad emocional de unos seres desestimulados sin ella. No se trata solo de engrosar la vanidad autosatisfecha de unos seres privilegiados que pueden coloquiar sobre Arte. Se trata de educación estética y ésta solo puede adquirirse cuando la amenaza no sea lo principal que atraiga la percepción natural espontánea de unos seres desamparados por el fingimiento de la supervivencia. La predicación visual está hoy más alejada de la belleza que nunca. Por eso observar estas obras se hace necesario para la adecuación de un mundo que no participa de la sensación estética combinatoria de formas, matices, cromatismo, composición y belleza.

Para la totalidad del mundo el Arte es solo una reliquia arqueológica cuando no un valor económico patente. No podemos percibir la totalidad en el mundo, sin embargo, porque no es la mejor combinación perfecta de una expresión estética profunda. La totalidad hoy está en el dinamismo de una información fugaz que no se consolida en ningún caso, que no es nada permanente, que no deviene como recurso estético sino como un subterfugio para exorcizar la amenaza... Nunca fue eficaz enfrentar la amenaza con lo transido de fugacidad estentórea y violenta. ¿Por qué los creadores de Arte se impregnaron de sosiego estético con el equilibrio del color, la luz, las formas y las sombras transmitidas desde la mejor totalidad de una belleza sublime? ¿Buscaron lo que no existía en el mundo?, ¿o existía pero no era percibido con los elementos sensibles precisos para poder sostenerla? En la obra de Rembrandt la fugacidad de lo natural y de lo artificial es sojuzgada por el puente sólido de piedra que une la luz percibida con las sombras ocultas. Hay aquí una llamada al artificio, a la transformación de un paisaje natural que puede ser ahora la mejor opción para alcanzar así a justificar la belleza. Porque es injustificable en un mundo sin ella, en un todo que no consigue unir las partes conmovibles con la acción determinante de una estética poderosa. La totalidad entonces, con la fuerza combinatoria de una decisión estética sensible, llevará la visión de un mundo inarmónico a la mejor forma de expresarlo por el hecho simbólico de un cuadro limitado ahora por sus formas. Esto realiza Rembrandt con su obra Paisaje con puente de piedra muy sutilmente. Lo vemos y vemos así el horror y la belleza, el esplendor y las sombras terribles de un mundo conflictivo. También veremos la amenaza, pero no la amenaza que sugiere la atención por la sumisión de un estímulo embriagador de fuerza bruta que la soslaye; no, sino la amenaza que subyace en el mundo sobrellevada ahora por la sutil emoción de una belleza creada. Porque las formas están combinadas en Rembrandt con un artificio estético tan magistral que el oscuro matiz que representan las partes del mundo amenazador que refleja están atenuadas por la totalidad genial de un universo estético sobrecogedor que, ahora, sólo lo transformará en belleza.

(Óleo Paisaje con puente de piedra, 1638, del pintor holandés Rembrandt, Rijksmuseum, Amsterdam.)


27 de abril de 2022

El espejo de Venus o la búsqueda inconsciente de un paraíso perdido.




El Arte compuso siempre a la diosa Venus frente a un espejo, que no sostiene ella, para mirarse en él satisfecha. Y debe ser así, sin que ella lo sostenga, para simbolizar aún más la imposibilidad de mantener consigo el reflejo poderoso de un sentimiento tan perturbador. Porque la huella de esa imagen no es más que la historia imposible del género humano por querer reencontrar el sentido trascendente de un paraíso perdido. Es un reflejo engañoso, es la imagen reflejada de algo que no es, pero tampoco dejará de serlo. Como el concepto del Paraíso, algo que es y no es. Porque el sentido paradisíaco del mundo es falaz, es una mentira útil que requiere ser utilizada para persistir entre las asoladas incertidumbres del mundo. Cuando algo existe y persiste lo bastante como para sostenerse por sí mismo, el sentido de su utilidad no es más que una mentira útil porque es algo del todo imposible. Nada de lo que existe persistirá y nada se sostiene por sí mismo, porque todo necesitará de cosas que le ayuden a ser y prosperar. Una de ellas es la identidad, algo que se obtiene de la propia vida y del azar. Cuando el ser se auto-identifica realza su existencia y consigue el sentido propio de su Paraíso, una conformidad maravillosa de satisfacción, personalidad y realización creativa. Este concepto de Paraíso tuvo su mitología grandiosa y su realidad estética en la historia. Sin embargo, la expulsión del paraíso es la razón de ser histórica más consistente con la vida, porque no hay vida ni identidad sin expulsión del paraíso. Su sentido es este, ya que la identidad es posible solo cuando la vida se estimula o por la desesperación, o por la confusión, o por la ilusión o por el deseo. La fuerte necesidad de encontrarse consigo mismo, con la identidad, hace al ser humano creer posesionarse del mundo y de sí mismo. Esta es la búsqueda inconsciente del paraíso perdido. En el alarde artístico que los seres humanos han llevado a cabo en la historia, la diosa Venus simbolizaba ese reflejo inconsciente perdido. Porque la Belleza no es más que aquel sentido más identitario de la vida y el mundo. Perderla es perder el sentido de ser y estar. Por otro lado, la única manera de confirmar la identidad es alcanzar a verla a través del reflejo fiel de lo no poseído.

Como el propio concepto de Paraíso, algo que no se posee y, sin embargo, se vive, se puede vivir. Esta particularidad hace al Paraíso una excepción maravillosa. No lo poseemos pero pertenecemos a él. En el concepto paradisíaco este es su sentido, podemos vivirlo pero no podemos poseerlo. El concepto de Belleza es igual, algo que se refleja pero que no se posee. Por esto el sentido del espejo, necesario para poder confirmar la propia existencia. En la metáfora estética, la diosa Venus se observa como una mujer que confirma su identidad. Esta identidad además reflejará la Belleza, algo que no es suyo tampoco. Como el paraíso, como un lugar encerrado entre límites, al igual que el espejo, y que determina la realidad existencial que refleja. Pero nada de eso existe verdaderamente, como el sentido del espejo, que no es más que una reflexión opuesta de otra cosa distinta... La expulsión del Paraíso es la reafirmación de este mismo sentido poderoso. No hay expulsión porque no hay paraíso, como no hay identidad aunque sea reflejada en un espejo. El sentido de identidad y de paraíso van unidos, pero ninguno de los dos está fuera sino dentro de cada ser humano; individuos que, perdidos, creerán inconscientemente que ambas cosas son lo mismo. De ahí la búsqueda permanente de identidad semejante a un paraíso. Cuando Rubens compuso su Venus y Cupido hizo figurar la mitad del reflejo del rostro de Venus en el espejo que sostiene Cupido. De este modo el genial pintor flamenco simbolizó la imposibilidad de identidad real, aquí representada por el mero reflejo parcial de un espejo. Venus, sin embargo, pulsa su emoción, su identidad, una y otra vez ante la fuente privilegiada ahora del reflejo de su belleza. Cupido no se cansa de sostener ésta tampoco. ¿Qué sostiene Cupido realmente, el espejo, la identidad, la belleza o el paraíso? Para el dios de la unión poderosa el sentido del engaño es fundamental. Hay que forzar la ilusión hacia lo que parece que es aunque no lo sea. Como el Paraíso...

Trescientos años después de la obra de Rubens, el pintor alemán Franz Von Stuck creó su obra La expulsión del Paraíso. Con su modernismo simbolista Von Stuck nos expone una magnífica interpretación del mito bíblico. Ahora los seres humanos son alejados de sí mismos, sin belleza, sin identidad, sin paraíso. El dios Cupido es sustituido aquí por el arcángel cumplidor del designio divino. El espejo es cambiado por la lanza flamígera que, sostenida también, rechaza, a diferencia del espejo, el opuesto reflejo maldito. Sin reflejo poderoso no hay más remedio que dirigir la visión hacia otro destino distinto. En el Arte la metáfora del reflejo poderoso es parte de lo que le da su sentido estético y virtuoso. Por esto no es más el Arte que una frágil reminiscencia del paraíso perdido, y los pintores buscarán, al igual que los seres perdidos, la razón poderosa de reflejar la identidad, la esperanza y el sentido infinito. Sin embargo, el reflejo estético no siempre conlleva una estremecedora fuerza que pueda sostener, indemne, la salvación o la gloria. Por esto la obra simbolista es manifiestamente más real que la barroca. En aquella no hay espejo ni reflejo engañoso sino oposición, confusión, discordia y lamento. El sentido ahora se transforma por completo. El paraíso, el concepto metafórico del Paraíso, ha sido desvelado y romperemos así, con su visión estética de la expulsión, el sentido mendaz y falso de un paraíso. La identidad ahora es suficiente por sí misma, sin necesidad de soporte ajeno ni de gracia irredenta. Venus ha sido sustituida por Eva y el espejo maldito por la resistencia personal. Con la ventaja que el Arte nos ofrece para comprender sus símbolos, llegaremos, por fin, a ver el espejo fiel en la obra simbolista y el espejo falaz en la barroca. 

(Óleo Venus y Cupido, 1611, Rubens, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid; Cuadro La expulsión del Paraíso, 1890, del pintor simbolista Franz Von Stuck, Museo de Orsay, París.)


8 de abril de 2022

Un triángulo de Belleza donde las miradas confluyen, cercanas, hacia un único lugar estético.


 

Entre las múltiples composiciones de una obra de Arte esta de Lubin Bauguin es extraordinaria. Es ahora un triángulo rectángulo cuya estética es asombrosamente original. No es solo la geometría sino los gestos, las formas de los gestos, la posición de las figuras, las tonalidades y la serena ambientación espiritual de un espacio sublime. Es pleno Barroco y, sin embargo, las influencias manieristas, venecianas y renacentistas se combinan con el atrevimiento caravaggista. El pintor francés alcanza con esta obra cierta modernidad elogiosa. Hay un escenario sagrado sobre una composición pagana, hay ángeles alados con figuras humanas. La capacidad creativa del Barroco no ha sido superada en la historia. Es una tendencia demasiado completa para definirla en pocas palabras. Tratar de definir el Barroco después de ver esta obra es imposible. ¿Qué decir de él, que es la imperfección sublime de una perla diferente? Tal vez si entendemos imperfección por salirse de la norma. ¿Tiene esta figura de María la imagen clásica de las vírgenes representadas en el Arte? No. Si extraemos su figura, si la aislamos del conjunto, ¿no parece una ninfa mitológica de leyendas arcádicas que descansa abstraída a la espera de que algo suceda en el bosque? O quizás una Venus mitológica con su Cúpido travieso molestando suavemente.  O, incluso, Ariadna perdida en la isla de Naxos después de haber sido abandonada. Pero no, es María con la figura de un San José oscurecido al fondo, de los pequeños Jesús y Juan y de la madre de éste, Isabel, que mira ahora arrodillada ante ella. Aquí la espiritualidad está sublimada, llega a romper una representación sagrada típica para trascender la obra a una composición universal de Belleza y Arte.

Es una obra donde la individualidad es totalmente anulada por la relación tan íntima de los personajes. Los personajes están intercomunicados, hay una razón para estar ahí y mirar lo que miran. Es el gesto de las miradas lo que lleva a esta pintura a ser una alegoría sutil del Arte. Hay que mirar decididos para ver lo único que merece ser visto. Como en el Arte. Las formas lineales del paisaje contrastan con las curvas de las figuras del cuadro. En un caso con la solidez de la roca elevada, rotunda y cuadrilátera, justo detrás de las figuras; en otro con las formas cuadradas de las montañas del fondo. Esas formas contrastan y se conciertan con el triángulo compositivo de las figuras del cuadro. Geometría y miradas, sacralidad y paganismo, juventud y vejez... La figura ajada de la madre del Bautista contrasta con la rosada tez de la madre de Jesús. Es la oposición de esos elementos lo que lleva a sublimar el sentido de una alegoría del Arte. Para que una composición artística sea elogiosa debe incluir el contraste de las formas. Un enfrentamiento que sorprenda y realce la belleza. El mundo combina cosas distintas y son justificadas por la relación de unas con otras. El fondo simple, duro, recto, ajeno y amenazador contrasta con el plano suave, ondulante y sereno de las figuras. El contraste a su vez entre las propias figuras forma el otro enfrentamiento de la obra. Y luego está el color que, a pesar del deterioro de la obra y su desvanecimiento, la lleva a trascender su época para llegar, incluso, hasta las postrimerías de un Rococó extravagante.

Es la universalidad más elogiosa que una obra Barroca pueda llegar a tener. Todas las miradas confluyen alegóricamente en un mismo lugar: la propia obra. Con ese alarde sugerente obtuvo el pintor un resultado genial por su capacidad para relacionar figuras, miradas, gestos y espacios distintos. En esta obra es el espacio lo que, además de la mirada, es venerado especialmente. El tiempo concreto no está representado ahí. La pintura de Lubin Bauguin consigue romper fronteras temporales para incluir todas las épocas. Ahí está el Realismo naturalista del siglo XIX también. Pero también el Manierismo, el Renacimiento. Hasta el Romanticismo con la figura del ángel o la languidez sosegada de María. Así hasta llegar incluso al Modernismo de Cèzanne o el Cubismo con las formas geométricas insinuadas... La capacidad de Bauguin de trascender con su obra al propio Arte fue extraordinaria. Consiguió representar la Sagrada Familia y homenajear al Arte inmortal. Sin embargo, no pasaría el pintor francés a las glosas elogiosas del Olimpo más reconocido. Este es otro ejemplo más que esta pintura nos ofrece:  la incongruencia que la representación artística tiene con el mundo. No hay verdad sino entre las ocultas creaciones que, a veces, impiden valorarlas sin pretensiones. Porque no se trata de competir sino de admirar, no se trata de pujar sino de emocionarse... Y todo ello tan solo al ver ahora la maravillosa composición triangular compuesta por unas figuras diferentes.

(Óleo sobre madera Sagrada Familia con el Niño, San Juan Bautista, Santa Isabel y tres figuras, 1640, del pintor francés Lubin Bauguin, National Gallery, Londres.)


2 de abril de 2022

La divina figura maternal fue confundida durante el Manierismo con una belleza distinta.

 



Estas dos obras de Arte manierista marcaron el inicio y el final de un estilo desubicado, indeciso o confundido entre sus dos adyacentes tendencias tan poderosas. Cuando el pintor Boccaccino compuso su obra Venus y Cupido la pintura de Leonardo da Vinci imponía todavía sus modelos de esplendor renacentista. En 1537 Boccaccino se decide y realizaría algo nunca visto antes en el Arte. Parece una Madonna de las que Rafael pintara en sus obras renacentistas, pero debemos fijarnos bien para comprobar que es la Mitología y no el Cristianismo lo que hay detrás de esas figuras sugerentes. Hay realismo renacentista todavía, pero, hay otra cosa más, algo nuevo que apenas se dejaría traslucir entre sus formas humanas y perfectas. Es la pose, es el gesto, es la sofisticación del gesto, lo que cambiaría en adelante el sentido de expresar una figura en un cuadro. Las miradas están ahora desincronizadas, porque cuando el pequeño Cupido mira a su madre ésta mira a otra cosa distinta. Todavía hay Renacimiento en la mirada de Venus, aunque es una mirada ahora diferente, confusa, ni desapasionada ni ferviente. Sin embargo, nunca se había compuesto una escena mitológica tan extraña. Porque en la Mitología no había compasión, ni conmiseración, ni candidez, ni ternura. Aquí sí, aquí vemos una Venus transformada por la maternidad en una diosa diferente. Esa diferenciación resultaría ser finalmente el Manierismo. Fue la ruptura, fue la forma distinta de expresar una misma cosa con un sesgo o un movimiento paralizado diferente. En el año 1610, cuando Caravaggio ya había dejado claro qué debía ser pintar una obra de Arte, el pintor Procaccini no se resistiría a componer una Madonna como él creía que debía pintarse siempre. Aquí ahora, como casi un siglo antes Boccaccino lo hiciera, las miradas vuelven a complementarse. Pero a principios del siglo barroco no son ahora las mismas, porque ahora es ella, la madonna, quien mira decidida a su pequeño y éste nos mira, sin embargo, muy convencido a nosotros. La postura, el gesto y la pose eran manieristas, pero ahora la fuerza del Barroco había llevado al pequeño Jesús a cambiar su mirada claramente. 

El Manierismo nunca interactuaba con el observador de sus obras, el desdén y la arrogancia manieristas fueron un claro efecto diferenciador con sus adyancentes tendencias. ¿Qué había sucedido entonces?  Pues que el Barroco lo cambiaría todo, el gesto, las miradas y las formas estéticas anteriores. Sin embargo, aquí Procaccini sólo cedería en la mirada, manteniendo aún por el contrario todo lo anterior. Pero, ya no era más que un eslabón entre dos tendencias contrapuestas, como lo hiciera Boccaccino con su obra mitológica frente al estilo más realista del Renacimiento anterior. Es la forma de resistirse a cambiar o, simplemente, el no saber hacerlo de otra manera. Para los creadores de Belleza manierista la inspiración es sesgada siempre. No hay composición ni trazo ni semblante que se pueda intercambiar por algo que ellos no alcancen a entender como Belleza. Salvo la mirada. Esta no tiene expresión de belleza propiamente, no hay gesto en la figura ni pose diferente cuando la mirada dirige sus destinos hacia otro objetivo. Esto es lo único que podrían utilizar para acercarse algo a lo que seguiría siendo para ellos el Arte más consagrado o más perfecto. En el Renacimiento no había mirada directa al observador de una obra desde sus figuras representadas, sagradas o no, y por eso el Manierismo compartiría ese mismo semblante visual. En el Barroco se empezaría a interactuar con el observador de la obra, por esto al final del Manierismo esta tendencia acercaría una manera de pintar a la otra. El Barroco es comunicación, es compromiso con el mundo y con el observador de la obra artística, es transacción de pareceres, es insinuación y vuelta al realismo más creativo. Pero Procaccini, un pintor nacido en Bolonia y admirador de la Belleza más genuinamente manierista, no pudo ceder a la composición que él creía como la más consagrada a transmitir la representación del Arte más auténtico. 

Pero sólo cedió Procaccini en la mirada. Para el Arte más evolucionado, tanto aquel renacentista como el manierista, la mirada de sus figuras debía ser ausente o neutra, porque no son sino seres independientes que sólo expresan vaguedad ante las formas de otras figuras representadas o ante el mundo. El Manierismo es una forma de egoísmo estético para glosar la belleza de cada figura de modo independiente. Cuando el Barroco llega cambia las formas, las vuelve más realistas y consigue transmitir cercanía y compasión a quienes la observen. Las hace transportables al mundo, y su comunicación hacia éste se hace más evidente o con la mirada o con el gesto o con un mensaje claramente humanista en sus narraciones estéticas. El sentido acabaría siendo sustituido desde una Belleza intransigente hacia una Belleza más flexible. No existió más pasión que durante el Barroco y no existió más emoción que durante el Renacimiento. ¿Qué existió, entonces, durante el Manierismo? Lejanía, confusión, sorpresa, autonomía y Belleza. Para la segunda mitad del siglo XVI el mundo no quiso ver otra cosa que Belleza. La crueldad de las guerras de religión durante el siglo XVI fue una de las peores tragedias espirituales de la historia. ¿Cómo se podía asesinar de ese modo tan terrible en nombre del mismo Dios y de la misma semblanza de espíritu? Fue un bloqueo mental insuperable que el Arte no pudo sino sublimar con una tendencia muy sofisticada. El Manierismo vino a alejar la mirada de sus figuras para llegar a transmitir así la enorme distancia entre realidad y Belleza. Sólo cuando a comienzos del siglo XVII se alumbrase una paz ante los campos de sangre de Europa, el Arte volvería a retomar la pose, el gesto y las maneras realistas para llegar a transformar una sensación estética alejada en una forma ahora de transmitir compasión y/o trascendencia. Sin embargo, no duraría mucho esa sagrada tregua, apenas veinte años después de iniciar el siglo, Europa volvería a luchar con las mismas ganas y la misma historia, aunque ahora ya no volvería a cambiar de tendencia, ésta, el Barroco, se haría aún mucho más cercana y la Belleza representada para entonces alcanzaría además su mayor flexible grandeza.

(Óleo Virgen con el Niño, 1610, Giulio Cesare Procaccini, Instituto de Arte de Chicago; Cuadro Venus y Cupido, 1537, Camillo Boccaccino, Pinacoteca de Brera, Milán.)


27 de marzo de 2022

La Belleza fue representada como una forma de ocultación de lo sangriento o de lo terrible.


 

Fue la manera en que el Arte trataría de ocultar siempre lo hiriente, lo repugnante, lo desgarrado, lo sangriento o lo desmerecedor. Comenzaría con los versos para describir la vida, la lucha, la muerte o la derrota, y lo haría con el ritmo preciso, la sutileza aguda o la significación armoniosa de un equilibrio brillante. Así el poeta Virgilio escribiría su leyenda más famosa, La Eneida, donde glosaría la gesta de Roma desde sus inicios. Todo empezó con la caída de Troya, cuando esta ciudad fue destruida por los griegos para siempre. Pero su valentía, su ardorosa forma de ser derrotada, su honor ante la adversidad, su lucha imposible y su energía sería prolongada con el legado de uno de sus descendientes, Eneas. Huye éste de Troya con su padre hacia la vida, hacia el oeste, hacia su gloria más allá del Helesponto. Para que el sentido germinador de una nación poderosa tuviera el reconocimiento necesario, sus raíces no podrían ser vulgares dinastías cuarteleras o palaciegas, tendrían que ser divinas. Por eso el poeta romano imagina que Eneas es hijo de un griego asentado en Troya, Anquises, que había sido además amante de la diosa Venus. Podía ser así un nuevo Perseo, o un Aquiles, o un Hércules, sería un hijo de los dioses, un semidiós elogioso al cual erigir como fuente y pedestal de un pueblo poderoso. Eneas se convertiría en el héroe germinador de Roma, y sus luchas, aciertos y desatinos terminarían siempre con la victoria, el orgullo, la fuerza o el poder de un imperio. Pero luego de las palabras y los versos llegaron las imágenes del Arte. Debían hacer lo mismo: glosar la gesta, los avatares, las luchas, las ofensas o las adversidades de los pueblos, y hacerlo además con la misma armonía y belleza. Describiendo los sucesos con verosimilitud de lo acaecido, pero mostrando solo el momento anterior a lo más grotesco, a lo más sangriento o a lo más terriblemente molesto. La verdad es que los versos podían describir mejor con palabras lo que las imágenes sólo podían hacer con sutilidad, ocultación o anticipación. Por esto el Arte de la Belleza consiguió en la pintura llegar a una sofisticación extraordinaria de gran sutileza.

En el año 1688 el pintor napolitano Luca Giordano compuso su obra Turno vencido por Eneas. Como artista protegido y admirado por Carlos II de España, sus obras acabarían en las colecciones reales. Ese fue el caso de esta obra que acabaría inventariada en las colecciones reales que terminaron por componer el Museo del Prado. La creación de Giordano es la representación del Barroco más épico y legendario. Ante las posibles expresiones artísticas los creadores del Barroco debían elegir la más virtuosa, mostrar grandeza, valor y triunfo, pero, también la caída, la ofensa, la maldición o la defenestración más terrible. Sin embargo, ambas cosas debían ser tratadas con el mejor momento elegido para representarlas. No sólo el momento también la grandeza que pudiera expresar la Belleza, ocultando todo aquello que la venciera o que la hiciera incluso una falsa admonición ante lo ignominioso de un mundo transformado por la herida sangrienta. La obra de Luca Giordano compone el momento, ni antes ni después, donde Eneas vence a su adversario Turno. Pero esa victoria la vemos ahora por estar Turno caído y Eneas sobre él con actitud de vencedor insigne. No vemos el apuñalamiento de Eneas a su enemigo, algo que en principio no iba a suceder. Cuenta la leyenda que cuando Eneas reconoció al asesino de su amigo Palante, entonces lo hirió de muerte. Porque la leyenda contaba que Eneas quiso, al llegar a Italia, aliarse con los que querían hacer grande su tierra. Lucharía junto al rey Latino y junto a los arcadios, un pueblo aliado, cuyo general, Palante, acabaría siendo amigo de Eneas y muerto por la espada de Turno. Tal virtuosidad había tenido Eneas en Italia, que el rey Latino le ofreció a su hija Lavinia como esposa. Pero la adversidad tiene ahora el nombre de Turno, regente de los rútulos, un pequeño reino, que pretendía dominar toda Italia y también a Lavinia, para conseguir así el favor y apoyo de Latino. Sin embargo, Latino había preferido la alianza con Eneas. 

Así surgió la lucha, el enfrentamiento y el terrible desenlace tan cruento. Porque en él hay heridas, desgarramiento, sangre, dolor y muerte.  En el Arte es fundamental elegir los personajes bien para mostrar lo que, sin palabras, solo se puede expresar con imágenes. Porque hay que honrar pero también defenestrar en la misma escena elegida. Hay que representar la virtud por un lado y la maldición por otro. Por eso el pintor sitúa a la diosa Venus encima mismo de la figura del héroe. Es su hijo ahora quien, como vencedor, está mostrando su grandeza, heroicidad y victoria. Pero también es Venus la Belleza, y la representa el pintor para expresión de que los avatares desastrosos pueden justificarla estéticamente. La maldición, por otro lado, está ahora abatida en el suelo, desarmada y vencida para siempre. El Arte debía además armonizar equilibradamente las diferentes partes enfrentadas, es una sagrada obligación del Arte frente, por ejemplo, a no poder utilizar palabras con belleza. La maldición abatida debía también disponer de su alarde de Belleza. Estamos en el Barroco, un estilo que expresaba la leyenda con los rigores de verdad y belleza. La defenestración y muerte de Turno fue presentida por su hermana Juturna al saber que se enfrentaría con Eneas. No pudo soportar la suerte de Turno y se arañó la cara con sus uñas produciendo unas heridas deleznables en su belleza. El pintor la sitúa encima de la figura postrada de su hermano. La vemos con su belleza y huir al observar las alas desplegadas de un búho, enviado por Júpiter, en señal de muerte inapelable. Pero el pintor no podía mostrar los desgarros sangrientos de las heridas en su cara, algo que dejaría lastrada la Belleza. ¿Cómo lo hizo el pintor? Ocultando su rostro con un lienzo que solo dejaría expresar la hermosa plenitud de su belleza inmortal, no oculta ni atormentada ya por el horror, la crueldad, el desgarro o la perfidia.

(Óleo Turno vencido por Eneas, 1688, del pintor barroco Luca Giordano, Museo del Prado.)

4 de enero de 2022

El desconcierto representativo de un mundo indefinido tanto por las formas como por lo meramente trascendente.


La representación estética de una obra de Arte, a diferencia de otras, dispone solo de imágenes individuales que, armonizadas, descubren un mundo acotado por el espacio definido de un marco físico. El Barroco fue el primer estilo artístico que utilizó el sentido iconográfico del paisaje para hacer, con él, una representación subjetiva y alegórica más mundana que trascendente. Para ello el sentido teórico que supuso la nueva dimensión estética de la Academia francesa, fue la excusa primorosa que permitió conciliar alegoría mundana intrascendente con una representación estética universal. Las formas heterodoxas del Barroco inicial, con sus alardes naturalistas, con sus despropósitos formales, con sus curvas aleatorias, con su irrealidad trascendente, fueron transformadas al amparo de la influencia académica de París en una reverente estética clásica donde, eso sí, las alegorías y las efusiones imaginarias podían, sin embargo, manifestarse sin restricciones representativas de ninguna clase. Fue un advenimiento casi de revolución cultural, política incluso, en los años mediados del siglo XVII. Sutil y artística, pero revolución al fin y al cabo. Esta obra del pintor francés Henri Mauperché (1602-1686) expresa muy bien el sentido transformador que el Arte tuvo en aquellos años del Barroco. Pero, para poder transformar una estética representativa sin menoscabar aún (esto llegaría un siglo después con la Ilustración) el sentido teológico del mundo, los pintores de entonces idearon componer sus obras con el fantasioso alarde de lo que acabaron llamando caprichos. En estas representaciones podían combinar espacios diferentes o escenarios distintos, como edificaciones clásicas, anacrónicas o fantasiosas, con personajes históricos o no, intrascendentes o no, versificados o no, realistas o no. Estas particularidades estéticas permitían representar un paisaje como el sentido aglutinador, es decir, no fragmentario, de aquello que el artista deseara expresar sin errar en ninguna interpretación maliciosa. 

En la obra de Mauperché el paisaje, el alarde natural del mundo, que es aparentemente el sentido principal estético representado, está aquí ahora en un segundo plano visual, frente al plano inmediato al espectador, que es aquí el humanista sentido estético representado por los seres vivos y pétreos, que la civilización clásica viene a exponer con sus muestras definidas de orden, equilibrio, belleza y placidez. Hay que situarse históricamente para comprender el extraordinario alarde estético de esta obra barroca. Porque el mensaje, camuflado en el impresionante paisaje luminoso e intrascendente de un atardecer natural prodigioso, es ahora sublimado por la lubricidad de unas figuras representadas con distanciamiento, marginalidad e indiferencia. La cultural a una parte, la mundana a otra, y al fondo el resplandor iridiscente de un sol que, ahora, no veremos más que brillar poderoso sobre el mundo misterioso, contradictorio, enfrentado y disperso del hombre. ¿Dónde está el sentido trascendente, universal, que cohesiona todo dándole finalidad o consistencia? El pintor no sabe dónde representarlo, solo parece que expone cosas aparentemente inconexas que describen un mundo fragmentado. Hasta las columnas del edificio clásico muestran las grietas de su padecer pétreo. Por un lado la vida, la fuerza de la vida de los seres vivos, representada por las parejas amorosas de los humanos y los animales. Por otro lado la historia, la cultura latente y mortecina, representada por las esculturas afines a la vida y por las formas ajenas a toda fragmentación o desmembramiento ilusorio de la nada. La consistencia inmanente frente a la inconsistencia trascendente. Sólo la luz intensa de un atardecer poderoso expone aquí la necesaria representación más trascendente. El pintor intuye esta necesidad para compensar, serenamente, la fragilidad de la vida humana y mundana de lo presente y de lo pasado. Porque lo pasado reflejará en la obra lo único que ofrece orden, sin embargo, lo único que se mantiene, aun deteriorado, para representar la escasa definición de un mundo fragmentado. 

En la metáfora representativa que la obra expone sin pudor, el pintor reflejará la transformación histórica que la sociedad europea iba desarrollando, poco a poco, en la mitad del siglo barroco por excelencia. Son los artistas, creadores y pintores, los que se anticiparán siempre, con sus metáforas estéticas, al desarrollo itinerante de la evolución social del mundo. ¿Puede esconder esta obra alguna alegoría que nos permita comprender el sentido del mundo? Puede. Como toda interpretación estética, la diversidad de expresión y sentido que una representación pictórica posee es aquí especialmente interesante. El mundo no tiene sentido en sí mismo, éste fue creado artificialmente por la filosofía teológica que triunfó en los inicios de la civilización occidental. Del mismo modo, el Arte no tiene un sentido en sí mismo, es creado artificialmente según los criterios estéticos de cada momento. En el momento histórico en el que el pintor francés compone su obra, pleno siglo XVII, el clasicismo francés del barroco impone su criterio estético. Y este es el observado desde planteamientos de orden, simetría, armonía y valores clásicos representativos. Con ellos el pintor propone un paisaje, un mundo, un universo, donde expresar una contradicción indefinida. Una donde la realidad de aquella filosofía teológica no se desmienta pero tampoco se exprese con claridad. Otra donde la civilización clásica, el orden, el equilibrio, la esencia del pasado, sea expuesta con todo detalle, con toda perfección, con toda grandeza, pero, ahora, sin embargo, enfrentada aquí, de un extremo al otro de la obra, con la algarabía vital de la vida de los seres que habitan el mundo. ¿Hay contradicción ahí, realmente? Porque en los  relieves clásicos de los frisos de la edificación clásica observaremos también la efusión sensual de los fragores dionisíacos de un mundo pasado... La vida que se repite, insustancialmente, frente a los alardes naturales de un paisaje trascendente. Para ese momento histórico, el pintor no supo mejor que representar así la estética más primorosa de un mundo desconcertado por entonces tanto por sus descubrimientos como por sus misterios más desconocidos.

(Óleo barroco Paisaje clásico con figuras, mediados del siglo XVII, del pintor francés Henri Mauperché, Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.)

15 de diciembre de 2021

La desesperanza y el Arte, la Belleza y la muerte, la esperanza y la vida.


 

¿Cómo combinar las cosas? ¿Cómo combinar las diferentes cosas de la incomprensible vida múltiple? En el trasiego existencial de un mundo vertiginoso y sin sosiego, sólo es posible alguna combinación desde la abstracción estética que traduce el Arte. No hay otra cosa que, desde la distancia ideológica, pueda satisfacer las opuestas contradicciones de un mundo diverso y complejo. Porque la ideología no es transversal pero el Arte sí. Para entender esto hay que encontrar algo que satisfaga la completitud que el mundo encierra en su diversidad y en su sinsentido. Para los pintores que se acercaron al Arte desde planteamientos puramente estéticos, la única valoración que se podía hacer del Arte para alcanzar a satisfacer no sólo la armonía sino la combinación más conseguida del sentido del mundo, era poder reflejar todas las contradicciones de la vida sin dejar de apreciar su belleza. Para el pintor holandés Adriaen Van Der Werff (1659-1722) el motivo principal de la representación estética era esa combinación perfecta. En el año 1705, cuando el mundo había entrado en un nuevo siglo lleno de cambios y sorpresas, el pintor barroco, que se resistía a cambiar de crear la belleza, compuso su obra El entierro de Cristo. En ella vemos la expresión más lograda de esa combinación perfecta. Hay elementos opuestos que el pintor se obliga a componer juntos para obtener el sentido que él creía mejor para expresar el Arte. Por entonces, comienzos del siglo XVIII, el mundo empezaba ya a separar unas cosas de otras. La ciencia, la filosofía, la sociedad, aunque tímidamente, buscaban una explicación racional al mundo y la vida y no entendieron otra forma mejor que el análisis, la separación, la catalogación y el desperdigamiento. Esa actitud intelectual llevaría a la mayor revolución en el pensamiento que hasta entonces el mundo habría tenido. Entonces no se comprendería otra forma más adecuada que el enfrentamiento de las cosas para tratar de llegar a dilucidarlas. Fue una opción racional que trajo evolución y avance, pero que dejaría huérfanos los principios que habían hecho sostener la mente humana a la extraordinaria diversidad que encierra la vida. 

En la obra de Werff hay oscuridad y luz, hay muerte y hay Belleza, hay desesperanza y hay vida. Y no es una expresión ideológica o religiosa, es una expresión estética que llevará una combinación de esas cosas opuestas para conseguir la armonía plástica necesaria que nos descubra el misterio del mundo. ¿Qué misterio? El único que es posible aclarar sin aclararlo, aquel que hace entender el sentido universal de lo que no lo tiene. Cuando observamos la simetría curva que forman la figura maternal de azul intenso y el personaje masculino de la izquierda ante el cuerpo sin vida, es esa armonía vigorosa la que traduce, sin error, la incomprensible realidad de la muerte y la vida. Para el pintor holandés la representación estética además es una sutil combinación de naturalismo y de belleza sublime. Es decir, de realismo impactante y de detallismo exagerado de equilibrio y preciosismo clásicos. Otra combinación. Realidad absoluta y artificio logrado. Para hacer más acusado ese contraste el pintor utiliza el color como un elemento imprescindible de la combinación. El manto azul resaltará ante toda desesperación uniformada de la vida monocorde. Ese es aquí el leit motiv de la obra, el sentido primordial de un referente estético que debe romper con la angustia de lo esperado, de lo no esperado más bien, de la desesperación, de la defenestración o de la muerte. Pero también de un mundo incomprensible, lleno de oscuridad, de fragor inconsistente ante la dificultad de poder combinar las cosas para poder entenderlas. A partir de esta creación ya no se volvería a pintar de ese modo nunca más. Con Werff terminaría una forma de expresión que no trataría de resolver el problema de la vida, sino que trataría de sosegar la orfandad posible que llevaría una escisión tan dolorosa del mundo, como es la de separar las cosas sin tener en cuenta la posible crueldad de la desesperanza que supone. El Arte a partir de entonces separaría las cosas, al igual que la ciencia, el pensamiento o la cultura. Esa separación llevaría con el tiempo a no comprender que la belleza, por ejemplo, pudiera entender mejor una contradiccción que cualquier otra forma de explicarla.

Para la vida la combinación es el mejor sentido que dispone para serla. Todo es una mezcla aleatoria y sin sentido para llegar a disponer de vida maravillosa. Como esta obra de Werff. En su lienzo, el pintor barroco holandés mezcla desesperanza oscura y misteriosa con equilibrio armonioso de belleza. No hay, precisamente por esa combinación perfecta, otra sensación mejor que toda esa al vislumbrar ahora una escena de muerte, de desolación, de terror, de pasión, de oscuridad... ¿De dolor?  En la obra estará sublimado el dolor, como lo está el espacio que describen unas formas que, aparentemente, parecen determinadas a extraer lo más negativo del mundo y su sentido. Pero no, la armonía del color, de los pliegues del color, de la forma del color, del sentido del color azul en esta obra macilenta, llevará a sublimar el desterrado y elogioso alarde de poder combinar la vida con la muerte, la belleza con la desesperación o el Arte con el mundo. Nunca podremos explicarnos por qué una armonía sorprendente podrá conseguir eso, como tampoco podremos explicarnos por qué la desesperación existe a la vez que la esperanza... ¿Es una forma de combinar? ¿Es una manera estética de ver las cosas? La realidad es que la obra de Arte de Werff nos llevará a preguntarnos cómo es posible que la belleza pueda estar tan cerca de la desesperación y no sentirla... Y esa pregunta es la pregunta que el Arte nos hace cada vez que descubrimos una representación donde la verdad no es lo que reluce..., sino la belleza, la calmada, exultante, sorprendente, efímera y eterna belleza.

(Óleo El Entierro de Cristo, 1705, del pintor tardobarroco Adriaen Van Der Werff, Museo de las colecciones estatales de Baviera, Munich.)


21 de noviembre de 2021

Cuando solo la belleza justificará el anacronismo decadentista de un alarde estético desentonado.


 

Cuenta la historia que el pintor vienés Hans Makart se inspiró en el relato escrito por otro pintor más de trecientos años antes para componer su enorme cuadro decadentista. Efectivamente, Alberto Durero presenciaría el espectáculo que supuso la entrada de Carlos V en 1520 en Amberes para ser coronado en Aquisgrán. Yo, que he asistido a todo el espectáculo, he visto cosas tan soberbias, preciosas y exquisitas como no ha visto jamás ninguno de los vivos. Con estas palabras Durero sentenciaba una visión que, siglos después, utilizaría un pintor vienés desconocido para consagrarse definitivamente en el año 1878, cuando compusiera el gran lienzo hoy expuesto en el museo de Hamburgo. En el año 1615 otro pintor, el alemán Hans von Aachen, crearía su obra David y Betsabé, una obra de Arte que empezaría a rechinar ya por esos años del siglo XVII, de tan decadente que supondría el verla ya así por entonces. ¿Qué hace que creaciones excelsas en otro momento sean luego ya del todo decadentes? ¿Es que la belleza tiene fecha de caducidad? La belleza no, la idea de la belleza sí. La belleza y la idea de la belleza son dos cosas diferentes. Cuando analizamos, observamos, admiramos o simplemente vemos un cuadro, no percibimos la belleza sino la idea de ésta. La idea es la representación mental de un concepto físico que existe pero que no es único. La unicidad no existe en el universo. Por eso la abstracción de un concepto universal es una entelequia absurda. Hablar de la belleza no tiene sentido, como tampoco lo tiene hablar del Amor. Cuando los filósofos del medievo se debatieron con el manido problema de los universales, no hicieron otra cosa que caer en esa falsedad. Frente a los que defendían el sentido universal de las cosas surgieron los contrarios, los nominalistas, aquellos que hablaban de las cosas concretas, del único sentido ideado por los seres humanos para referenciar cosas existentes: ponerles nombres, nominarlas. No existían las ideas generales, solo las particulares. Pero seguían siendo ideas... No existe la belleza en general como concepto, para ello tendríamos todos que ponernos de acuerdo, algo imposible. Pero tampoco la particular, ya que ésta es, si cabe, más imposible de catalogar como belleza. Sólo existe la tendencia y la decadencia. 

Cuando el academicismo de Hans Makart brillaba en los salones austríacos del último tercio del siglo XIX, el Arte llevaba siglos desarrollando una historia de tendencias. Había una línea general que era respetada por todos: la sensación emotiva que expresaban los colores en la representación estética. Los colores ganaron la batalla del Arte a las formas con el transcurrir del tiempo. Pero no se comprendía la representación del mundo sin las formas, éstas debían ser traducibles a la realidad. El recurso de la belleza humana era utilizado con frecuencia en el Academicismo. Si hay una forma de belleza que nunca es rechazada es la belleza humana en sus armoniosas formas desnudas. Ahí hay consenso. Cuando el pintor Makart ideó su gran obra sobre Carlos V quiso combinar espectacularidad, historia y sensualismo. Curiosamente, todo eso sucedió en realidad. En una carta del pintor alemán del Renacimiento Alberto Durero al reformista religioso Philipp Melanchthon, mencionaba unas doncellas de honor desnudas representando alegorías, aunque indicaba a continuación que el emperador apenas había mirado... Para la coronación de Carlos V en Aquisgrán en octubre de 1520 había desembarcado en septiembre el nuevo emperador en Amberes. El pintor Durero, que había estado a sueldo del anterior emperador y abuelo de Carlos, Maximiliano, decidió renovar su contrato y marcharía con su mujer en el viaje de Carlos por el norte de Europa. Así, al llegar a Amberes, el pintor alemán quedaría fascinado por la extraña y pagana escena de la ciudad en el recibimiento de su joven y nuevo monarca. Tan fascinado como el pueblo de Viena al ver por primera vez el cuadro de Makart en 1878. Las enormes dimensiones del lienzo hacen además impresionante cualquier visión del mismo. La representación estética por entonces no sorprendería a los espectadores del cuadro, salvo por el hecho de que algunos personajes eran reconocibles por el público, lo que creó una polémica. El Arte había llegado ya a su cénit más desarrollado de belleza, y ésta no era ninguna novedad ni ninguna especial motivación ya para componer un alarde estético tan significativo. Apenas menos de veinte años después, el Arte dejaría definitivamente de asociar representación a belleza.

Para el año 1615 el Manierismo había dejado de ser ya una tendencia artística, convirtiéndose en un fenómeno estético decadente. Pero el pintor Hans von Aachen se resistía enconadamente. Para su obra David y Betsabé no pudo evitar de nuevo dejarse llevar por su sentido de belleza. Un sentido que ya no tendría en absoluto ningún atractivo estético para el momento. Su decadentismo duraría poco, ya que ese mismo año fallecería en Praga. Sin embargo, se vengaría de todos y de las ideas artísticas demoledoras de la belleza. Para la composición de su obra había elegido el relato legendario bíblico de Betsabé. Esta mujer hebrea de gran belleza sería vista en uno de sus baños por el rey David. Esa visión fue su perdición y su destino. El rey mandaría ajusticiar al esposo de Betsabé para poder casarse con ella. La historia del Arte la había retratado muchas veces, creando cuadros donde la sensualidad de Betsabé era retratada sin contenciones. Había que justificar la acción calamitosa del rey hebreo, había que justificar así, con belleza, la injusta acción criminal de un rey. Y el pintor ideó entonces una sutil y descarada -anacrónica también- forma de representar esa escena legendaria. Compuso la belleza de Betsabé con los gestos manieristas más elegantes y armoniosos de su tendencia, pero incluyó un espejo para reflejar, sin embargo, la silueta invertida y desmejorada del rostro de su perfil. Llevó a cabo, por tanto, dos realizaciones en una, con una originalidad subjetiva extraordinaria. Por un lado observaremos la belleza conseguida del rostro femenino de una mujer desnuda; por otro, el reflejo deslucido de un rostro invertido. ¿Son la misma persona? Representan la misma, pero, sin embargo, son dos cosas distintas. Como la belleza... Como la forma de comprender y entender el sentido de belleza. El pintor enamorado de la belleza decadente había compuesto, además, el sentido realista tan reflejado de una belleza nueva, la del Barroco... Con ese gesto artístico tan atrevido quiso el pintor hacernos entender el contraste, tan feroz, de la realidad tan diversa en este mundo con el propio sentido de la idea de belleza.

(Cuadro La entrada del emperador Carlos V en Amberes en 1520, 1878, del pintor vienés Hans Makert, Museo de Hamburgo; Óleo  David y Betsabé, 1615, del pintor alemán Hans von Aachen, Museo de Historia del Arte de Viena.)


6 de noviembre de 2021

El lenguaje del color, como el verso y las palabras, buscarán la armonía precisa para no llegar a exceder la emoción.



Hay dos épocas históricas muy parecidas en la efusión de rasgos artísticos transgresores, pero que éstos no alcanzarán a traspasar todavía el sentido universal de la comunicación artística más emotiva. La poesía generará esa sintaxis propiciatoria para que los materiales de la que están hecha no dejen a la emoción huérfana de razones para sentir cosas. Una fue la modernista finisecular de comienzos del siglo XX y finales del XIX; otra se desarrollaría en pleno siglo de oro español, mediados del siglo XVII. Ambas épocas fueron herederas de la culminación artística clásica más elogiosa o desarrollada. Sin embargo, esa culminación clásica no satisfizo a los nuevos creadores que, perdidos entre tanta maravillosa forma y composición plástica, dejaron que la emoción volara sobre las musas para alcanzar una síntesis armoniosa entre la gravedad de las cosas y la sublimidad de lo sentido. Así se consiguió crear, en esas dos extraordinarias épocas, combinaciones de elementos artísticos que, apenas antes, no habían sido utilizados ni contrastados de manera tal que fueran ubicados con la genialidad atrevida de la sencillez y de la emotividad, de la introspección y la memoria. El espacio y el tiempo, por tanto, fueron sublimados. Siempre habían sido glosados en la poesía, por supuesto, pero entonces, primera mitad del siglo XVII y finales del XIX, llegaron a ser elevados en un simbolismo casi místico de la emoción y el intimismo. Con la pintura sucedió algo parecido. Había sido elaborada con los rasgos efectistas de las tonalidades más artificiosas para obtener una inspiración magistral. Así los pintores renacentistas consiguieron excelsas obras maestras. Pero en el Barroco la emotividad y la introspección hicieron alcanzar a nivelar el sentido heroico de los colores con el menos distinguido de los personajes, obteniendo un equilibrio. Los colores se esforzaron por servir a la emoción, no al revés. Fue la época de la invención del subjetivismo, cuando el filósofo Descartes señalaría el yo de cada cual como el motivo principal del sentido del mundo. 

La extraordinaria nómina de pintores que prosperaron artísticamente, no tanto personalmente, en España durante el siglo XVII no ha sido suficientemente valorada. A la sombra de grandes genios maestros del Arte, estos creadores barrocos desconocidos compusieron obras de una maravillosa factura artística que llevaron a combinar emotividad con simbolismo. Para ellos el color fue un lenguaje poético donde la armonía estaba al servicio de la pasión emotiva, y no tanto un alarde plástico de grandes artificios volumétricos. El humanismo, que nació en el Renacimiento, fue llevado en el Barroco a su sentido más personal, más íntimo, más emocional. Pero la emotividad no podía erigirse entonces desde presupuestos heroicos reconocidos, aún no había llegado Rousseau ni el Romanticismo posterior. Por eso cuando el pintor español Francisco Rizi compuso sobre 1660 su óleo Un general de Artillería, no dejaría referenciado claramente de qué personaje concreto se trataba tal retrato. La emotividad artística, como el verso vinculante de un sentido íntimo, no es particular aquí, no se individualiza sino que se universaliza con la fragante sensación de un lenguaje más compresivo, más amable, más amplio, más acorde con la ruptura de lo convencional que un ser personal pueda llegar a concebir desde su más profundo arraigo interior para poder llegar a sentir, sin embargo, algo más intemporal e indefinido. En su original obra barroca, Rizi no pintaría el "color" sino la armonía de los colores; no pintaría las "formas" sino la vaguedad de éstas; de ese modo el retratado formará parte del paisaje tanto como el color formará parte de los sentimientos. Es la sintaxis del color; es el lenguaje que los versos universales buscarán para tratar de llegar a la emoción más universal de los humanos. Cuando el poeta irlandés William Butler Yeats (1865-1939) quiso encontrar su sentido expresivo emocional más íntimo, lo buscaría en el lenguaje novedoso de un cierto desapego heroico clásico para poder acercarse, así, a una comunicación íntima a la vez que universal. En su poema Sueños rotos Yeats meditaría por entonces con belleza sobre el desengaño del tiempo y la decadencia de los propios sentimientos. 

Tu belleza no puede sino dejar entre nosotros
vagos recuerdos, nada sino recuerdos.
Así dirá un muchacho a un viejo cuando los viejos callen:
«Hábleme de esa dama que el poeta
de obstinada pasión cantó para nosotros
cuando la edad más bien debía helar su sangre».

En el año 1904 el padre del poeta irlandés, el pintor John Butler Yeats (1839-1922), crearía el retrato de Maire Nic Shiubhlaigh. En su obra modernista el pintor irlandés manejaría genialmente el lenguaje del color, aquel lenguaje que los pintores barrocos vislumbraron meramente, un lenguaje ahora lleno de matices con los rasgos emotivos claramente desaforados en su expresión artística más subjetiva. Porque ahora las emociones se personalizarían sin ningún pudor, se mostrarían sin ocultar nada esencial, solo apenas aún los valores estéticos plásticos más clásicos, esos que denotarían la naturaleza objetiva de lo retratado y no fragmentado todavía, como lo es el rostro o las facetas más características de una figura humana. "Tu belleza no puede sino dejar entre nosotros vagos recuerdos...". Ahora, en los inicios del siglo XX, el color y su lenguaje comenzaban a transformarse para poder llegar así a alcanzar una armonía muy diferente. No bastaba la sabiduría de las combinaciones hermosas, no importaba su mensaje trascendente, como aquel que el pintor barroco consiguiera expresar en el equilibrio universal del gesto meditabundo de un personaje anónimo y de las ajenas tonalidades de un paisaje emotivo...  Ahora, en el Modernismo finisecular, el paisaje no tendría que ser emotivo y el personaje, sin embargo, dejaría de ser confuso en su determinación expresiva para ser definido como sensible, como plenamente emotivo en todos sus rasgos estéticos. El sentido emotivo se manifestaría, sin embargo, en ambos casos, sólo que en uno, en el barroco, el lenguaje artístico completaría totalmente la sintaxis emotiva más universal. Aunque hubo un caso en el que la emoción subjetiva barroca alcanzaría tonos semejantes a los que hacen que éstas sean tan universales como íntimas. El poeta español barroco Andrés Fernández de Andrada (1575-1648) consiguió emular una vez la belleza artística de una emoción universal como símbolo muy particular de una especialmente más íntima:

Ya, dulce amigo, huyo y me retiro
de cuanto simple amé; rompí los lazos.
Ven y sabrás al alto fin que aspiro,
antes que el tiempo muera en nuestros brazos.

(Obra modernista Retrato de Maire Nic Shiubhlaigh, 1904, del pintor irlandés John Butler Yeats, Galería Nacional de Irlanda; Óleo barroco del pintor español Francisco Rizi, Un general de artillería, 1660, Museo Nacional del Prado.)

16 de octubre de 2021

La Representación, la Idea, la Creación estética, es lo único que nos diferencia de la nada, de la desolación, de la miseria.




 Desgranando la biografía humana individual de los seres que han habitado el mundo desde sus orígenes, se descubre habitualmente la inanidad más desoladora de una vida anónima. El sentido de todo se desvanece entonces, y la sensación de los que, todavía, mantenemos un atisbo de cierta conciencia universal comparece ante la insatisfactoria interrogación de lo permanente, de lo verdadero, de lo poderoso o de lo justificador. Partiendo de una existencia autoconsciente como es la humana el sentido del mundo se enfrenta ante el concepto de pasado, presente y porvenir. Es decir, que el tiempo es el concepto inventado por el ser humano más acorde para llegar a entender el ejercicio de la conciencia. La invalidez de lo poseído alguna vez se manifiesta claramente en el devenir azaroso del tiempo ineludible. ¿Cómo mantener algo que se desvanece imperceptiblemente cada vez que nos detenemos a considerarlo? El filósofo alemán Schopenhauer describiría el mundo con dos grandes y abstractos conceptos: la representación y la voluntad. Y así es. Se podrían corresponder con la energía (voluntad) y la creación (representación) universales. Son las únicas dos cosas, si lo pensamos bien, que existen en el mundo para poder llegar a entenderlo. Una, la voluntad, nos mantiene vivos, nos hace prosperar o descarrilar a veces; otra, la representación, nos justifica las cosas de la vida, nos hace identificarlas, nombrarlas, padecerlas o elogiarlas. Desde que Caín considerara que su voluntad era superior a la voluntad de otro hombre, el ser humano ha desarrollado una historia de evolución y de miseria. Por tanto, la voluntad, un ejercicio personal y universal (son dos versiones de una misma o parecida fuerza) de naturaleza desconocida, nos ha hecho existir ajustados a leyes o exigencias que anulan, en la mayoría de los casos, la conciencia personal de un sentido universal de todo lo existente. ¿Cómo descubriría el ser humano la forma de conciliar ambos elementos tan determinantes, la voluntad y el sentido abstracto universal?

La mitología fue la primera agrupación de conceptos abstractos que el ser humano utilizó para tratar de definir o describir un sentido con el mundo y del mundo. Esos conceptos abstractos eran ideas, invenciones del pensamiento que relacionaban cosas diferentes aportándoles algún sentido distinto. Eran representaciones, es decir, muestras físicas de algo que sólo, o la mayor parte de las veces, se encontraban en la mente humana, en el pensamiento más inspirador. Este pensamiento inspirador surgía, casi siempre, de una vaga sensación de malestar. Cuando el ser humano desarrolla un bienestar prolongado es, sin embargo, la voluntad la que prosperará frente a la representación. Una voluntad sin conciencia, determinada así por los sentidos satisfechos que, sólo, desean más y más satisfacción. No tiene sentido, entonces, descubrir la idea oculta bajo la máscara de una existencia imprevisible. Las ideas que están asociadas a la representación abstracta no son prácticas, no hacen cosas, ni siquiera la vida la hace mejor. Estas ideas representativas afectan a la conciencia más íntima, trascendente o justificativa de lo que pueda llegar a ser una conciencia poderosa. Con ellas los seres humanos describieron el concepto de belleza. No era la belleza algo afectado por la satisfacción, sino por el placer. Hay una importante diferencia entre una cosa y la otra. La satisfacción exige un aporte de cosas para llenar un cierto vacío; el placer sólo necesita su objeto de adoración, sea éste el que sea; aunque, en este caso, para la representación o idea (abstracta o no) de belleza el sentido placentero tiene que tener un componente de continuidad, que no culminaría sino cuando el objeto de placer es desestimado. Desestimado no es aquí lo mismo que rechazado, sino más bien entendido como que dejaría de ser el centro de atención o de contemplación manifiesta. Para ese momento de placer representativo (estético) el ser ha sido incrementado en su conocimiento con una impronta intuitiva que le permitirá sostener las algaradas desestabilizadoras que la voluntad asesina de sentimientos placenteros tenga a bien considerar desde sus maléficos momentos azarosos.

Para los pintores del siglo barroco la representación de sus obras debían considerar expresar ideas, grandes ideas a veces, que llevaran en sí la fórmula imperecedera de un adagio, de una metáfora o de un aforismo universal. Esa enseñanza estética, es decir, esa muestra de algo que, a la vez, representa una belleza y un conocimiento, tendría para los pintores barrocos un prodigio exitoso de consideración y justificación artística y antropológica incluso. Alessandro Turchi fue un pintor veronés que llegaría a presidir la reconocida Academia de San Lucas de Roma. Creada esa Academia para ennoblecer aún más la profesión de pintor, elegirían el nombre del evangelista Lucas por haber sido este santo el primer definidor de un retrato de la Virgen María. ¿Hay mayor abstracción que esa? En el año 1632 el pintor Turchi compuso su grandiosa obra de Arte Baco y Ariadna. El mito de origen griego nos cuenta la leyenda de Ariadna. La que fuese hija del rey Minos tuvo su gran momento de esplendor biográfico en la conocida historia de Teseo y el Minotauro. Enamorada luego del héroe Teseo, se embarcaría con él en el camino vital de su infortunio. La mitología la salvará después, cuando el dios Baco la encuentre, desolada, entre los acantilados desesperados de la isla de Naxos. Esta es la escena que el pintor italiano expresará con belleza extrema en su obra barroca. En ella, Ariadna aparece afligida y abatida ante un Baco que sorprende por su galante postura de belleza masculina acogedora. El dios Baco no se caracterizaba por ser un dios galante o considerado, pero aquí el pintor no lo duda, lo pintará sublime en su decidida manera sorprendente de salvar, admirado, la desafecta belleza de una mujer perdida. Al descubrirla así, sola, renunciada, indiferente y permutada, Baco la transformará pronto en una diosa, la hará así su esposa y la encumbrirá de promesas y adoraciones excelsas. Esta es la representación, la idea primorosa que el mito, el Arte y la creación de ideas estéticas, conseguirán en el abatido mundo desasosegado en que el ser humano se debate sin futuro. Otra vez el tiempo. Porque la leyenda nos contará incluso, maliciosa, cómo Ariadna terminaría también abandonada tiempo después por Baco. Pero esa es la parte que la representación, la idea grandiosa, no estimaría en absoluto para obtener su creación vinculante. Una creación que lo que persigue es mostrarnos el sentido de la vida desde una perspectiva de belleza, de verdad, de placer o de refugio trascendente, ante una inanidad tan engañosa como es el tiempo transcurrido y sus consecuencias insensibles. 

El Arte buscaría en sus inicios grandiosos una representación vigorosa ante la vida vulgar, insulsa y tan anónima de los seres humanos transeúntes. La idea estética debía entonces conformar un pensamiento que permitiese posicionarnos ante el desolado sinsentido del mundo. Así, el Arte obraría el maravilloso prodigio de la conciliación entre voluntad y representación. Entre un poder desmesurado e insistente de vida exultante por un lado, lo que es la voluntad, y un sentido trascendente, alimentador de conciencia y justificador de vida sosegada, inteligente, placentera, equilibrada y argumentada, por otro, lo que es la representación. Pero a veces el Arte no conseguirá conciliar siempre esas dos fuerzas antagónicas o aliteradoras del mundo. Cuando los prerrafaelitas apasionaron con su belleza arcaica los salones británicos de finales del siglo XIX, algunos pintores continuaron utilizando esa tendencia actualizada a los rasgos estéticos del momento. Fue el caso del pintor inglés John Collier, quien en el modernista año 1914 pintaría un retrato de mujer con el semblante iconográfico de las modelos góticas más evanescentes del Prerrafaelismo. En este retrato compuso Collier la belleza tranquila, frágil y casi transparente de la desconocida Angela McInnes. El retrato se encuentra en la Galería Nacional de Victoria en Melbourne. Pero, nada sabemos de quién fue la desconocida Angela McInnes. Sin embargo, el maremágnum de internet a veces aflorará información relevante. Buscando su nombre sorprenderá saber que llegó a ser una novelista que escribiría más de treinta novelas que fueron populares a mediados del siglo XX en Inglaterra. El Arte aquí, en el retrato de Collier, no consigue enseñarnos nada relevante, ninguna idea trascendente ni ninguna representación que inspire así un pensamiento abstracto que lleve a justificar algo trascendente. El Arte aquí sólo nos procurará parte de lo que el sentido representativo persigue a veces: placer, un placer estético. Pero también algo más, no obstante, un triunfo sobre algo que nos condiciona y apelmaza en la vida contingente: el tiempo indeseable. Con ese reflejo poderoso, que sólo el Arte pictórico consigue sutilmente, hemos podido apaciguar una voluntad desaforada por una vida sin medida y sin sentido, y, a la vez, materializar una representación abstracta que, desde los rasgos perfilados de un retrato de belleza, nos unirá al sentido más universal y trascendente de un mundo, sin embargo, desolado e imprevisible.

(Obra del pintor inglés Herbert James Draper, Ariadna, 1905, Colección Privada; Cuadro  Retrato de Angela McInnes, del pintor John Collier, Galería Nacional de Victoria, Melbourne; Óleo Baco y Ariadna, 1632, del pintor Alessandro Turchi, Museo del Hermitage.)


2 de septiembre de 2021

El Arte es la percepción de la naturaleza y de las propias impresiones.

Lo más cierto, lo que produce más certidumbre a un espíritu desolado, es lo que no existe. Lo que menos existencia tiene. La mayor certidumbre, por tanto, proviene de lo que no tiene vida. Como el Arte. Como todo aquello ideado o creado por una mente inteligente, sensible o temerosa que, sin embargo, no alcanzará a comprender cómo desde la vida vigorosa, desde lo más poderoso y perceptivo de la existencia, no se consigue más que decepción, insatisfacción o desesperanza. Y entonces ideará el ser un subterfugio para superar todo eso; para no tener que preguntarse nada de lo que su razón sea incapaz de entender por sí sola. Algo que nunca le cuestione ni le delimite, ni le violente ni le destruya, ni le ignore. Un artificio que represente parte de lo que la vida disponga a trozos fragmentados y efímeros: la belleza más fugaz de un universo incognoscible

¿Por qué la belleza? Inicialmente la belleza fue una abstracción cuando no una utilidad material para adornar la conciencia maldita. En la cultura egipcia, la más antigua de Occidente, descubrieron pronto la utilidad de la belleza. Cuando los faraones quisieron descansar en su eterna morada transitoria, sus arquitectos idearon una estructura colosal tan equilibrada como fascinante. Todo, desde su propia escritura hasta las representaciones pictográficas, tendría un cariz sostenedor de una idea mucho más grandiosa, pero que no alcanzaría a generar ni una moral filosófica ni una religión estructurada (salvo el pequeño periodo de Amarna con el faraón heterodoxo y su único dios monoteísta). Por eso la cultura occidental (llamada mejor así que como cultura europea, ya que aquella fue consecuencia histórica tanto de una semilla griega, europea, como de un bagaje semita originado en la zona más occidental del continente asiático) comenzaría realmente con la abstracción de la belleza. Una belleza por un lado trascendente, espiritual, configurada con la revolucionaria conjetura de lo único, de lo Uno, de lo singular, del monoteísmo de Moisés; y, por otro lado, del pensamiento sofisticado ante las eternas preguntas de los hombres, la filosofía griega tan materialista como idealista. De la fusión de las dos culturas nació Europa. De la obstinación por vislumbrar una belleza abstracta nacería el Arte. De la máxima evangélica de el camino, la verdad y la vida, se pasaría a la máxima griega de la verdad, el bien y la belleza. En ambas se compartiría la verdad como piedra angular de cualquier teoría sagrada o profana. Pero sólo la belleza se asociaría a la verdad a partir de la senda estética que el mundo griego iniciara en el siglo V antes de Cristo. 

Cuando en el siglo XVI el manierista Giorgio Vasari se inspirase ante un lienzo crearía una representación de la caída de Cristo en su camino hacia el calvario. En 1565 el Manierismo triunfaba exultante. ¿Era eso la belleza? ¿Era esa la misma belleza que Leonardo o Rafael habían pintado años antes? No tenía nada que ver. La perspectiva cambió, las proporciones se alteraron, los colores se pronunciaron frente a un escenario aglutinado de formas humanas superpuestas. No era la belleza renacentista, ahora era otra. Pero era también belleza. Sin embargo, había algo más en esta tendencia estética tan revolucionaria: se había vuelto a representar la abstracción, ahora de una forma sutil y encubierta. En la obra de Vasari Cristo mira a una mujer que sujeta un lienzo blanco donde pretende enjugar el rostro ensangrentado de Jesús. Consecuencia de ello, la figura del semblante de Cristo quedaría impresa en ese paño para siempre. El hecho no se relata en los evangelios, sin embargo. Al parecer, en el siglo VIII los primeros cristianos idearon una leyenda propicia para elaborar una reliquia poderosa: la imagen real de Jesús. Así que la mujer del mito sagrado se acabaría denominando Verónica, del latín vera icon, imagen verdadera. Otra interpretación llevaría a denominar a esa mujer Berenice, del griego Ferenice, portadora de victoria. Uno latino, de expresión naturalista: verdadera imagen; otro griego, de nombre judío, una expresión abstracta, un símbolo de poder, de éxito o de victoria. 

En la historia han habido dos pueblos que han contribuido al Arte de un modo muy característico. Uno fue el italiano, con movimientos más elaborados de expresión más verosímil, menos abstracta, más terrenal, aunque también trascendentes o espirituales. Pero otro pueblo, que ha participado de dos influencias continentales, la europea y la asiática, desarrolló una espiritualidad muy acusada, una abstracción especial en su representación estética: el pueblo ruso. Cuando los italianos se cansaron de la estética manierista volcaron sus anhelos en un alarde de perfección sincrética: la Escuela boloñesa. Entonces descubrieron la belleza claramente. El pintor boloñés Guido Reni la representaría en sus rostros femeninos más elaborados, y lo haría además como consecuencia de aquella influencia estética que fue el roce entre el manierismo del siglo XVI y el barroco del siglo posterior. La belleza dejaría de ser entonces una abstracción para convertirse en una realidad plástica definida. En su óleo Retrato de dama como una sibila del año 1640 observamos la muestra de una belleza que no representa otra cosa: ni es una heroína, ni es una santa, ni es una mujer reconocida, tan sólo es belleza. Doscientos años después de elaborar este lienzo Reni, nació en Rusia el pintor Henryk Siemiradzki. El alma rusa es fundamentalmente romántica. Por eso solo a partir de comienzos del periodo romántico el Arte ruso alcanzaría todo su sentido. En su obra clásica del año 1887 ¿La joven o el jarrón?, el pintor ruso consigue expresarnos una dicotomía que el Arte lleva desde siempre en sus entrañas más profundas. 

La obra es extraordinaria por su composición tan clásica como romántica. En un escenario de la Roma antigua un aristócrata se plantea el dilema de qué elegir: o una joven esclava muy hermosa o un elaborado jarrón representando alardes sofisticados en su diseño abstracto. En la obra observamos el decorado de una estancia rodeada de belleza material y artística: esculturas, tapices, objetos, muebles, etc. Es una metáfora para expresar la descripción del concepto de belleza en nuestro mundo. Había que elegir... Años antes el también ruso Karl Briulov (1799-1852) alcanzó a mostrar la belleza de una forma tan clásica como original. En su óleo Amazona presentado en el año 1832 en la Academia de Brera de Milán, el pintor ruso obtuvo la representación de la belleza humana más pagana, terrenal y poderosa de cuantas se hayan compuesto. Subida en un caballo, la modelo se muestra ahora segura, hierática, firme, poderosa y hermosa. La composición es semejante a las grandes composiciones barrocas más geniales del Arte europeo. La admiración de la niña hacia la belleza que mira es aquí una visión trascendental,  esa misma que lleva desde los albores primitivos hasta el desarrollo más abstracto de un romanticismo revolucionario. Catorce años después de que el pintor ruso Siemiradzki pintase su cuadro romántico, casi decadentista, el pintor Kandinsky compuso su obra Otoño. Ahora el mundo retornaba a aquella prolífica exaltación de colores manieristas frente a formas más clásicas. El sentido material de belleza comenzó a definirse de otro modo a como antes. La belleza empezaba a difuminarse ante la celebración abstracta de comienzos del siglo XX. Ya no era necesario ver la belleza para  definirla. Veintidós años después de su obra Otoño, Kandinsky crea su obra abstracta más significativa, En blanco II. Una obra abstracta que ya no representaría ninguna definida forma de belleza, sino sólo un sentido elaborado de las formas y su sentido trascendente, casi espiritual. Ese mismo sentido que los egipcios descubrieron unos cuarenta y cuatro siglos antes cuando pensaran que lo importante no formaba parte de este mundo, sino de otro; un mundo que acercaría mucho más que nunca la idea imperiosa de belleza... 

(Óleo Amazona, 1832, del pintor romántico ruso Karl Bruilov, Galería Tretiakov, Moscú; Pintura manierista Cristo cargando la cruz, 1565, del pintor italiano Giorgio Vasari, Spencer Museum of Art, Kansas; Óleo barroco Retrato de dama como una sibila, 1640, del pintor italiano Guido Reni, Spencer Museum of Art, Kansas; Cuadro ¿La joven o el jarrón?, 1887, del pintor ruso Henryk Siemiradzki, Colección Privada; Óleo Otoño, 1901, del pintor ruso Kandinsky, Museo de Arte de Munich; Pintura abstracta En blanco II, 1923, del pintor ruso Vasili Kandinsky, Museo de Arte moderno de París.)