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6 de enero de 2016

La difícil composición de la Adoración de los Magos, una iconografía tan desequilibrada...



No se ha valorado lo suficiente la maestría de algunos pintores para encuadrar la Adoración de los Magos en un lienzo. Porque la iconografía de esa leyenda sagrada es inapelable: son tres los personajes que se presentan ante María y el niño. Y el tres es un número que no encaja muy bien con el Arte y sus medidas de belleza. ¿Por qué? En una imagen donde un grupo central -la madre y el hijo- debe ser adorado por tres iguales personajes -esto es importante, los tres son iguales figuras destacadas- que deben aparecer expresados claramente, ¿cómo hacerlo para que esa representación sea creíble y a la vez bella? Imposible. Pero, aun así, algunos pintores de la historia trataron de conseguirlo con originalidad, habilidad y belleza. Algunos lo consiguieron completamente pero otros sólo hicieron una obra sin preocuparse de la adecuada representación de la adoración de tres personajes a un cuarto.

Fijémonos bien en esta muestra de varias obras de Arte sobre la Epifanía. Sólo uno de los magos de oriente puede estar al lado del niño mostrando cerca de él sus manos en señal de respeto. Los otros dos no pueden hacerlo. Pero, no es eso solo. ¿Cómo situar a tres personajes frente a uno? ¿Cómo hacerlo para que el conjunto sea equilibrado? Imposible. Las leyes no escritas -o escritas también- de la belleza iconográfica no admitirán que ese número pueda ser utilizado para producir un instante de admiración visual. Dos personajes que adoran a un tercero es lo ideal; cuatro también. Pero tres, ¿cómo representarlo? No se puede, verdaderamente. Por eso uno de ellos deberá quedar atrás. O dos... Pero, si solo queda uno, este personaje sería marginado claramente. No, no puede ser tampoco. Uno solo debe estar arrodillado, o postrado o inclinado, ante el objeto de adoración; los otros dos alejados, da igual que uno lo esté más que el otro.

De una muestra aleatoria de obras de Arte de esa iconografía sagrada, podemos elegir la que queramos: siempre será así. Pero, sin embargo, aquí he querido destacar algunas obras que pueden mostrarnos la genialidad de los creadores para, salvando esa eventualidad del tres, conseguir una extraordinaria composición artística lo más original posible. Para mi gusto, el mejor encuadre lo realiza Alberto Durero, pintor alemán de los inicios del Renacimiento en su país, en su obra de Arte Adoración de los Magos del año 1504. La composición es la más original y bella de cuantas he podido ver. Es de las pocas obras que, en primer plano, sólo están ahora los magos, la madre y el hijo, nada más. Es de las pocas obras de Arte que ninguno de los tres magos de oriente está de espaldas ni de lado. Incluso el rey Melchor, el mago más anciano de los tres, está ahora aquí escorzado, girado así para adorar al niño pero sin dejar de mostrar su frente al espectador: el único ser que merece percibir siempre el sentido visual de una obra artística.

Todos los demás pintores incorporan a otros personajes además de los principales. Cuando no es san José son pajes o pastores. Algunos pintores hasta llevan su obra de Arte a un espectáculo multitudinario, lleno de figuras por todos lados, como el gran Rubens hiciera en el año 1629, una obra barroca que nos obliga a adivinar difícilmente las tres figuras principales de la Adoración. El pintor flamenco Hans Memling -en su Tríptico de la Adoración del año 1479- deja muy claro en su obra cuáles son los tres personajes. Es una obra renacentista, por tanto centrada, proporcionada, buscando el equilibrio más estético, algo, sin embargo, que no conseguirá...  Sólo hay sorpresa estética ahí. Sí hay belleza en el fondo de una perspectiva, que sí es simétrica, sí hay también belleza en los vestidos y en los detalles de una extraordinaria composición cromática y figurativa. Incluso, por primera vez se representan las tres etnias de los tres continentes conocidos; también, las diferencias temporales en las tres edades diferentes de los tres magos. Pero, solo la magnífica centralidad de María y del fondo de la escena tratarían de compensar aquel desequilibrio estético de la imagen artística. 

Hay otro Tríptico, este de Van der Weyden, que tampoco conseguirá ningún equilibrio en su composición, es decir, ninguna belleza en ese sentido. La buscaría no obstante el autor con la edificación del fondo de la obra, pero el pintor comprende pronto que no tiene mucho sentido y la adapta ahora al mismo desequilibrio de la sagrada escena: el muro de la derecha está ahí más inclinado o más abierto en ángulo que el de la izquierda. Consigue así mostrar el pintor menos contraste al ser todo ahora ya lo mismo: ya que hacia ese lado, desequilidradamente, están ahora los tres magos de oriente. Una extraordinaria obra maestra de la Pintura flamenca, con belleza de creación pictórica, de figuras, de colores, de detalles materiales, pero imposible de conseguir también el efecto aquel de tres más uno.  Las otras obras de Adoración de los magos que vemos aquí son todas maravillosas obras del Arte Universal. Desde un Velázquez de sus años jóvenes donde la originalidad la lleva el pintor español ahora a los rostros, tan humanos, de las barrocas figuras del lienzo, algo que supo identificar muy bien con el Arte barroco de su tendencia naturalista: son todas vulgares personas representando a grandes personajes. 

También, incluyo dos obras más de dos grandísimos pintores españoles: Murillo y Zurbarán. Ambos retratan a los magos, a María y al niño casi de la misma forma, con las mismas galas casi y en la misma posición compositiva. Sólo Murillo consigue acercarnos mucho más a la ternura y la candidez, a la belleza más genuina, a pesar del difícil empeño -imposible siempre- de tratar de encajar tres iguales personajes en una misma adoración divina. Por último, destacar una obra de un pintor español desconocidísimo: Baltasar de Echave Orio, un vasco que emigraría a la Nueva España -México- a finales del siglo XVI. Allí crearía una dinastía familiar de pintores novohispanos. En el año 1610 compuso su obra barroca Adoración de los Magos. Él conseguirá, sin embargo, que ninguno de los tres magos dé la espalda al espectador; él conseguirá también un paisaje tan renacentista como brillante; él dibujará ahí una bella estrella rutilante tan original como atractiva, con el añadido efecto de atraer ahora la mirada claramente. Es, para tratarse de un pintor muy poco conocido y valorado, una muy genial obra de Arte barroca. Porque además, en su obra maestra, una de las manos del primer mago de oriente -Melchor- se apoya ahora en el suelo necesariamente. Sitúa el pintor así la mano izquierda del rey en un gesto preciso con el que trataría de compensar su personaje el desequilibrio gravitacional de su difícil postura, esa que existe ahora en el Arte obligadamente para componer una figura tan inclinada como para que pueda besar al niño y, a la vez, no dar la espalda al espectador, en una composición estética ya de por sí tan difícil como complicada.

(Óleo Adoración de los Magos, 1504, Alberto Durero, Galería de los Uffizi, Florencia; Detalle del Tríptico de Santa Columba, Adoración de los Magos, 1455, Roger van der Weyden, Antigua Pinacoteca, Munich, Alemania; Lienzo del pintor Baltasar de Echave Orio, Adoración de los Magos, 1610, Museo Nacional de Arte, México; Óleo Adoración de los Magos, 1619, Velázquez, Museo del Prado; Lienzo La Adoración de los Magos, 1639, Zurbarán, Museo de Grenoble, Francia; Cuadro del pintor español Murillo, Adoración de los Magos, 1660, Museo de Toledo, Ohio, EEUU; Obra La Adoración de los Reyes Magos, 1629, Rubens, Museo del Prado; Tabla Tríptico de la Adoración de los Magos, detalle, Hans Memling, 1479, Museo del Prado.)

2 de febrero de 2015

Buscaremos el misterio para ocultar la absoluta y banal claridad de nuestro mundo.



Es algo claro en el mundo: si a lo lejos divisaramos una mujer vestida de blanco, rodeada de un halo brillante o dorado y elevada ahora ligeramente del suelo, no lo deberemos dudar: es la Virgen María...  La cita, popular, irónica o chistosa, conllevará, sin embargo, una reflexión sosegada de la realidad aplastante de las cosas de este mundo: nada encerrará ningún misterio tanto tiempo como para no llegar a comprenderse. Y el más clarificador, el más desvelado, el más terrible o el más inevitable de los misterios es aquel provocado por nosotros mismos, el de nuestra propia, evidente y cierta vida insaciable y mitificadora. Es por eso por lo que, a cambio, adoraremos el misterio, cualquier forma de artificio que permita ocultar la caja de Pandora virtual de nuestra aburrida, convencional o vulgar vida conocida. Ese lugar cerrado y oscuro que nos permita manejar ahora lo improbable, lo imposible, lo que pueda llegar a ser, lo sublime, lo porvenir, lo arcano o lo nunca desvelado... Aún. Porque los misterios de nuestro mundo pueden ser de dos clases, básicamente. Aquellos que atañen a la Naturaleza y aquellos que atañen específicamente al ser humano. Ambos para un científico serán lo mismo. Y seguramente lo sea. Pero el ser humano es, de todos modos, el misterio más desgarrador del universo, el más incontrolable porque puede pensar en ello y modificar así, a su antojo, todo posible resultado o toda posible probabilidad.

Sin embargo, las cosas propias del ser humano, como puedan ser su comportamiento, sus deseos, sus necesidades, sus limitaciones, sus maldiciones, sus condicionantes defectos o sus posibles virtudes, serán conocidas y para nada nos sorprenderán, por muchas generaciones que hayan sido o sigan pasando en el mundo de los hombres. La psicología de los seres humanos que vivieron en el antiguo imperio romano se distinguirá poco de los que vivieron en el Renacimiento, y éstos mismos de nosotros tampoco mucho. Los mismos problemas existenciales tuvo el gran pintor Rembrandt que muchos de los que vivimos ahora en este siglo. Las mismas angustias, las mismas deficiencias o las mismas frustraciones. Es cierto que los misterios -los de la Naturaleza- eran mayores entonces, en tiempos del genial creador holandés, pero no así la existencia de los retos vitales humanos, algo que, hoy al igual que ayer, seguirán existiendo del mismo modo angustioso.  La vida personal de este extraordinario pintor del Barroco, sin embargo, fue muy desdichada, por lo cual su Arte le sería un maravilloso revulsivo para poder afrontarla. La creación artística tiene esa virtualidad: que consigue transformar la visión de la realidad -no la realidad- para hacer de ésta ahora algo más llevadero o más alentador.

Cuando Rembrandt quiso -¿qué quiso realmente?- plasmar un misterio con su Arte barroco, compuso su extraña obra El Jinete polaco. Pero, es que ni él siquiera le puso este título a su obra. Y decimos quiso plasmar un misterio, por lo mismo que podemos decir que el ser humano se distancia a veces de las materiales y formales cosas por analizar -o ya analizadas- de la Naturaleza.  Por sus arbitrariedades tan humanas. Así como también por esas elecciones azarosas que los pintores finalmente consiguen plasmar en sus creaciones artísticas... tan misteriosas. Pero, nada más. Porque no hay en ello misterios encantados, no hay confusiones de certezas, ni castillos en el aire, ni tampoco un sentido especial sublimador de ninguna miseria humana tan incierta. Así será nuestra prosaica y menesterosa vida humana, esa misma que se vierte sin excusas de explicaciones ostentosas en la realidad más clarificada y banal, también en la más sórdida y sin sorpresas. Es por eso que buscaremos el misterio para ocultar la inevitabilidad de la realidad más clarificada, y hacer ahora de ésta y de la vida algo que no es. Para dar a la vida el mismo perfil que los pintores llevarán a sus lienzos con los mismos materiales ilusorios de lo que está hecha la vida.

El título de la obra, El Jinete polaco, lo empezaría a utilizar un historiador de Arte holandés, Abraham Bresius (1855-1946), que acabaría convirtiéndose en un experto en Rembrandt. Descubriría el lienzo una vez que visitara el castillo de un noble polaco, el conde Tarnowski. Un antepasado del conde adquiere la obra en Amsterdan a finales del siglo XVIII y la lleva a su castillo situado en el sur de Polonia. Bresius analizaría la obra y vería el estilo de Rembrandt, imaginando ahora el retrato de un caballero polaco montado en su cabalgadura.  Y lo tituló así, El Jinete polaco. Pero, nada más, no hay certeza exacta de que la obra sea del pintor holandés ni tampoco de que sea un caballero polaco lo retratado. Por otro lado, ¿qué sentido tiene la obra?, ¿qué representa? Aquí llegaremos a la arbitrariedad del ser humano y de su Arte, el único misterio sin desvelar...  No así con los restantes misterios, los de la Naturaleza, que sí terminarán más tarde o más temprano por ser desvelados. Pero, aquél no. Aun así, las posibles interpretaciones son el único instrumento crítico, libre y posible de todo Arte. Nos sirven para justificarlo y para justificarnos. Sólo así seguiremos manteniendo el misterio del mundo.

En la obra vemos un caballero -da igual que sea polaco o portugués-, vemos un caballo, un itinerario, un paisaje y un gesto o ademán del personaje. Lleva además el caballero sus armas a la grupa, las deja ver claramente el pintor. No mira hacia adelante el caballero, hacia donde él, se supone, se dirige. El fondo del paisaje -lo poco y mal que esta reproducción permite- nos enseña un lugar tenebroso y elevado, lo que parece un gran baluarte redondeado y construido por el hombre sobre la cima. El cielo es igual de tenebroso, propio de la iconografía oscura y barroca de Rembrandt. Pero, ¿qué más hay para dilucidar lo que representa la pintura misteriosa? Al parecer, pudo el autor inspirarse en un grabado del Renacimiento -año 1513- del genial, y precursor de misterios, Alberto Durero, el grabado denominado como El caballero, la muerte y el diablo. En esta obra de Durero un caballero se dirige, perseguido o acompañado, por unas representaciones abstractas tan desoladoras propias de la iconografía medieval. Esta imagen tan medieval la fijaría el renacentista Durero para mostrar la figura hidalga del ser solitario que lucha en la vida a pesar de los lastres que sobrelleve -¿a causa de él mismo?- acosado por el mundo.

Pero en la obra El Jinete polaco siempre se vio, a cambio, a un caballero seguro de sí mismo, que se dirige, confiado, a salvar sus ideales patrióticos, personales o religiosos, de una vida ilustre, agradecida y virtuosa. Al principio de la alta edad media se acuñaría el concepto sagrado del caballero cristiano -millas Christi-, del soldado de la fe que representaba por entonces la lucha ferviente por mantener a Europa libre del Islam, sobre todo en el este europeo. Es la figura del caballero que lucha por los buenos ideales, por la mejor de las causas frente al poder de las tinieblas o de lo aterrador. Esta es una posible interpretación. Pero, ¿es la única? No. Y ahí hay otro misterio. Porque todos estuvieron de acuerdo -el historiador, un poeta polaco, el conde y otros que vieran la obra- en que el caballero del cuadro era un jinete polaco. Pero, ¿era en verdad un sagrado caballero medieval polaco lo que realmente representaba la obra? Rembrandt se dejaría llevar más por la mitología bíblica que por la medieval. La conocía mejor, ya que fue educado en ella por su madre. Él pintaría casi todos los mitos bíblicos conocidos. Así que, entonces, aquí, en esta obra, ¿por qué no usar también un sentido bíblico para expresar algo diferente, otra cosa distinta a lo habitual, y, además, hacerlo tan misteriosamente?

Fue el Génesis el libro bíblico que más representaría Rembrandt en sus obras. Como afecto amigo del mundo judío, tan perseguido en todas partes de Europa, conocía las interpretaciones que su exégesis hebraica tendría para sustentar misterios revelados.  En la leyenda del Génesis primordial se hablaba de los primeros descendientes de Noé. Un nieto de Cam -hijo de Noé- lo fue Nemrod, uno de los primeros hombres en conseguir un poder inmenso y cruel sobre los demás. Se contaría además que fue Nemrod quien construiría la torre de Babel, ese baluarte poderoso que se elevaría sobre todo lo existente como un resorte para mitigar los misterios del mundo, como un talismán erigido, también, para poder sojuzgarlo. Esa fue la forma en que simbolizaría Nemrod su poder sobre todos los hombres: hacerlo sobre la Naturaleza -erigir un enorme edificio que la retase- pero también sobre lo divino, compararse  con el supremo poder de Dios. Y es en el poderoso baluarte redondeado que se eleva al fondo del cuadro donde la obra de Rembrandt llevará ahora tintes de parecer una metáfora bíblica, la del desalmado Nemrod.

De esa forma el misterio sobrevive también en el intento de elegir, lo que es el misterio al fin y al cabo. Porque podemos elegir lo conocido, lo vulgar, lo posible, lo viviente, o elegir todo lo contrario, que es lo que es, finalmente, el misterio. Y en la obra de Rembrandt el afamado representante de lo virtuoso, el caballero que persigue el bien más deseado, no es ahora sino justo lo contrario, el más atroz personaje poderoso, el ser sin escrúpulos que someterá con sus deseos más viles la vida desolada de los otros. Como en el grabado de Durero, las figuras abstractas de lo más abyecto -el demonio y la muerte-, que acompañan al caballero en su camino, son ahora en la obra de Rembrandt parte de la iconografía del propio caballero en su más fiera y oculta personalidad. Porque en el grabado de Durero se aprecian claramente esas representaciones maléficas, pero, ¿y aquí, en el lienzo de Rembrandt, dónde están ahora esas matizaciones tan tenebrosas? Veamos bien el cuadro, aparte de un paisaje oscuro, agresivo y desalentador, ¿qué otra cosa inquietante veremos? El caballo que monta el caballero, ¿no parece ser un poco aterrador? Ahí estará parte del simbolismo más tenebroso del cuadro, en una cabalgadura tan poco agraciada en sus trazos, con los aterradores tonos sombreados de su cabeza, o con sus extremidades equinas tan sobrecogedoras. Parece el caballo más horrible del más fiero y desalmado de los seres, una cabalgadura tan mal cuidada como reflejo fiel de su amo vil y despiadado. Pero que ahora es genialmente aquí el misterio más iconográfico, ese que el creador plasmase en su lienzo para matizar la imagen confusa de un jinete diferente.

Otro lienzo misterioso en el Arte también utilizaría la mitología bíblica para confundirnos. En este caso uno del pintor renacentista Pontormo (1494-1557), un creador italiano de personalidad tan compleja como su obra. En su creación José en Egipto del año 1518 nos representa un cuadro forzadamente misterioso. La leyenda bíblica de José cuenta cómo este personaje hebreo es presentado al faraón en su adolescencia y cómo medrará hábilmente en la corte egipcia para poder beneficiar luego a su sojuzgado pueblo judío. Pero aquí, en esta obra de Arte con influencias miguelangelianas, el pintor nos aturde ahora más que Rembrandt. Y nos aturde porque nos llevará a no entender nada de nada. Cuando los misterios se aderezan en exceso de cosas muy variadas, de multitud de elementos diferentes y sin sentido, el objeto del Arte es ahora solo exclusivamente estético. Rembrandt en su obra, además de lo estético, llevará un alarde de composición misteriosa, sea de una u otra clase, pero bastante definido ese misterio en alguna cosa estéticamente virtuosa. En la obra manierista de Pontormo, a cambio, se mezclan en demasía cosas inconexas, sin ningún sentido. Tal vez lo tenga, como todos los misterios sin desvelar, o, tal vez, sea ese mismo el misterio, que no lo tenga... Que sea tan solo el alarde de querer diferenciarse artísticamente y mostrar así ahora parte de la confusa realidad, no de toda sino de una parte confusa que la vida humana tenga en este mundo. Una vida tan vulgar, simple y despejada de sombras... como de la luz más esclarecedora lo tuviera, alguna vez, una mera sombra poderosa.

(Óleo de Rembrandt, El Jinete polaco, 1655, Colección Frick, Nueva York; Cuadro José en Egipto, del pintor renacentista Pontormo, 1517, National Gallery, Londres; Grabado del pintor renacentista alemán Alberto Durero, El caballero, la muerte y el diablo, 1513, Series de Grabados de Durero.)

25 de agosto de 2013

Los inicios del erotismo artístico renacentista o una maravillosa excusa del Arte.



Uno de los primeros creadores que esbozaron, plasmaron y crearon erotismo -en su acepción más misteriosa y subyugante- fue el pintor del Renacimiento alemán Hans Baldung (1485-1545). Inicialmente fue el grabado -xilografías, dibujos sobre papel preparado, etc.- una de las técnicas que utilizaron los pintores del siglo XV para expresar -sin colores- aquello que más podría chirriar el ánimo opresor de la moralidad eclesial o reaccionaria. Fue el pintor Alberto Durero -maestro de Baldung- quien más temprano comenzaría a manejar esas nuevas técnicas gráficas de crear imágenes -entre otras cosas gracias a las máquinas recién inventadas de impresión- para acercar el Arte a un público más extenso. Pero, ¿cómo se pudo comenzar a expresar artísticamente entonces -inicios del siglo XVI- ese erotismo gráfico, aunque fuese de una forma tan subliminal? Porque se acabaría asociando el erotismo a la brujería y su representación en el cuerpo femenino, único género humano maldecido por esa superstición. Es decir, que lo que se representaba por entonces en esas imágenes transgresoras eran brujas no mujeres, no escenas eróticas humanas naturales sino encuadres aberrantes.

Antes del siglo XV no se permitía creer ni se creyó en brujas ni en brujería, incluso bajo pena de excomunión sagrada. Desde el siglo VIII tanto el poder civil como el eclesial prohibieron la creencia en la brujería. Es curioso que la oscura Edad Media no osara calificar con ese nombre ninguna de las posibles desviaciones o manifestaciones contrarias a la moral, cosa que, sin embargo, al inicio de tan humanístico siglo renacentista comenzara a producirse en el mundo occidental. ¿Por qué? Todo comenzaría con un clérigo inquisidor alemán, Heinrich Kramer (1430-1505). Fue tanta su obsesión contra las mujeres que no pudo más que ver en los deseos y pasiones femeninas una maléfica forma de posesión diabólica. Tal actitud le llevaría a convencer al papa Inocencio VIII de que había que hacer algo contra ello. Nadie antes que él había llegado tan lejos en eso. Pero aunque la sociedad estaba evolucionando y caminaba hacia las luces de un mundo más permisivo, Kramer entendía que  cuando la mujer se entregaba a su pasión marital lo hacía de un modo que sólo una posesión maléfica podría justificarlo.

Así que en el año 1484 el papa Inocencio VIII creaba una bula inspirada en los argumentos del inquisidor alemán. Se aceptaba ahora, después de ocho siglos sin creer en ello, la existencia de las brujas. Como consecuencia los inquisidores fueron obligados desde entonces a perseguir tales prácticas esotéricas. Kramer compuso en 1485 un libro, Martillo de Brujas, verdadera biblia y tratado de brujería. A partir de entonces  las mujeres se podían -así lo creyeron algunos inspirados creadores artísticos- representar con un aspecto diabólico o erótico, desnudas sugerentemente con gestos voluptuosos y lujuriosos propios de la brujería. Con su magnífica imaginación artística, Baldung comenzaría a erotizar el incipiente desnudo artístico en el Arte. Otros artistas, como el italiano Raimondi, habían realizado ya algunos grabados con desnudos, pero fue el pintor alemán quien comenzaría a expresarlo con el sutil, sugerente o misterioso motivo que el erotismo iniciara en los años iniciales del siglo XVI. 

(Todas obras de Hans Baldung: Dos brujas, 1525, Alemania; El caballero, la joven y la muerte, 1505; Mozo de caballería embrujado, 1544; La muerte y la doncella, 1520, Basilea; Adán y Eva, 1531, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid; Aristóteles y Phyllis, 1510; Tres brujas, 1514.)

25 de octubre de 2011

Una semblanza épica y romántica, un protagonismo femenino y una herencia europea.



A finales de la Edad Media, en pleno siglo XV, Europa comenzaría a consolidar, con sus luchas nobiliarias, algunos estados que la configurarían en su historia y que serían el germen de otros nuevos estados que, luego, se conformarían en los siglos venideros. Esas impenitentes luchas europeas, salvo en algunos pocos momentos de la historia, no cesarían en los siguientes casi cinco siglos sin embargo, lo que las convirtió en una de las historias más dramáticas y violentas que la humanidad haya tenido en su historia. Este debe ser ahora, quizás, el precio que esté pagando el sangrado continente europeo por sus antiguos pecados de juventud. Burgundia fue uno de los antiguos pueblos germanos que -situado al sureste de la Francia de finales del imperio romano- acabaría convirtiéndose en todo un gran ducado europeo -el ducado de Borgoña- hacia finales del siglo IX. Su feudo se mantuvo independiente gracias a la corona francesa, la cual prefirió disponer de un ducado rico y poderoso bajo su tutela real. Pero cuando los acontecimientos navegan azarosos en la historia acabarán por cambiar los deseos de los seres más poderosos, esos que dominan y quieren dominar aún más con sus conquistas. Y así fue como el primogénito de uno de aquellos duques belicosos, Carlos I de Borgoña (1433-1477), acabaría siendo apodado por los poetas románticos del siglo XIX como Carlos el Temerario, el Audaz o el Terrible.

No sólo se enfrentaría el duque a su propio padre, sino que quiso dejar de ser sólo duque para convertirse en todo un rey. Es ahora así la ambición, la lucha y la decisión sin medida, porque los retos que abordaría Carlos de Borgoña no necesitaron menos brío, él nunca lo dudaría y nunca se amilanaría además ante la terrible disyuntiva histórica. El lema de su escudo dejaba claro su deseo: Me atrevo. Cuando la corona francesa de entonces comprendiera la amenaza de este duque díscolo, supo que debía acabar con él como fuera y para siempre. De este modo el valiente duque, justo o no, pasaría a la leyenda como uno de los más ejemplares caballeros de la historia, un ser paradigmático de aquel movimiento romántico decimonónico de muchos siglos después. Demostraría su arrojo en batallas y asaltos. Y hasta acabaría ganando algunas. Pero en una frustrada ocasión bélica debió huir a uña de caballo de una de aquellas terribles luchas nobiliarias. La pequeña y medieval ciudad francesa de Beauvois tenía un gran interés estratégico para los que, como Carlos el Temerario, querían dominar el paso hacia la norteña región europea de Flandes. Por entonces las ciudades medievales eran unos recintos cerrados, estaban protegidas por fuertes murallas para evitar así el impetuoso e infame deseo de asediarlas. Carlos de Borgoña se atreverá en el año 1472, con ochenta mil hombres, a tratar de conseguir una de las más preciadas joyas del rey Luis XI de Francia. Pero, sin embargo, esa ambición fue su perdición. Porque el rey francés contaba además para aquella histórica ocasión con la impresionante ayuda de toda una extraordinaria mujer.

La gesta heroica de aquellas gentes de Beauvois sería épica en la historia. Sin soldados apenas para defenderla, cerraron sus puertas y, desde sus murallas y torres, el pueblo de Beauvois, hombres, mujeres y niños, lucharían todos juntos con denuedo para defender su ciudad. Una de ellas, Juana Laisnè, también conocida como Juana de Hachette -hachette, hacha en francés, por el uso que le daría ella a esa herramienta en defensa de su ciudad-, destacaría por su fiereza y decisión con su resistencia frente a los borgoñones de Carlos. Gracias a esta decidida defensa el rey francés pudo alcanzar a auxiliar la ciudad, obligando al duque de Borgoña a retirarse rápidamente. Y es de ese modo pintoresco como un pintor suizo, Eugène Burnand (1850-1921), plasma en un grandioso lienzo el momento en que el duque de Borgoña abandona, en un galope caballeresco y romántico, su malogrado atrevimiento de arrojo fallido. Fue hacia el final de la tendencia romántica del Arte, cuando todavía el pintor, entonces cercano al estilo Realista triunfador, quiso homenajear aún así -románticamente- aquellos valores que también sucumbieran, a finales del siglo XV, con aquel esforzado y temerario duque europeo. A la muerte de este noble borgoñón en el año 1477, el mundo occidental -Europa- entraría en una deriva social y existencial inevitable. Deriva que abandonaría -como Carlos abandonara por entonces aquel asedio- una forma de entender el honor, la dignidad o el sentimiento de nobleza más firme. Unos valores que, hasta entonces, habrían determinado tanto la forma de abordar la vida como los rígidos principios de vivirla.

A Carlos de Borgoña sólo le sobreviviría una hija, María de Borgoña, heredera de todos sus territorios europeos. Esta extraordinaria mujer contraería un histórico matrimonio. Se enlazaría con otro ambicioso noble europeo, Maximiliano de Austria (1459-1519), heredero también de un poderoso reino y, algo más tarde, de todo un imperio romano germánico. De su enorme prole de hijos, uno de ellos -Felipe de Habsburgo- acabaría siendo rey de España al casarse con una hija de los Reyes Católicos, la reina Juana I de Castilla. De esa herencia, también de esa temeridad y ambición de su bisabuelo, sobreviviría uno de los más grandes personajes históricos, europeos y españoles de entonces, Carlos V, el emperador y el rey. Éste quiso siempre evocar toda aquella caballerosidad anhelada de antes, cuando su bisabuelo recorriese Europa tan temerario como decidido. Aunque tan sólo pudo el emperador, a cambio, consolidar uno de los más grandes imperios que la historia haya conocido jamás. Como aquel otro Carlos, éste se atrevería, ganaría y perdería, pero comprendería además, con los años, que la ineludible senda de los acontecimientos acabará siempre superando cualquier deseo fugaz y afanoso. Y que así, como entonces, finalmente, todo se diluirá, poco a poco, en la insaciable y devoradora némesis de la historia.

(Cuadro romántico La fuga de Carlos el Temerario, 1894, del pintor suizo, realista e impresionista, Eugène Burnand, Alemania; Óleo realista, más prosaico, del mismo pintor Eugène Burnand, Bomberos camino del fuego, 1880, Alemania; Lienzo del pintor flamenco Roger van der Weyden, 1400-1464, Carlos el Temerario, 1464; Retrato de la heredera María de Borgoña, 1490, del pintor austríaco Michael Pacher, 1435-1498; Fotografía de la catedral de Beauvais, Beauvois, Francia; Cuadro Carlos V y su banquero Fugger, autor y datación desconocida, en él se observa al emperador Carlos V sentado, escuchando al banquero más rico de Europa entonces, Fugger, gracias al cual el emperador pudo financiar así gran parte de sus guerras y conquistas.)

2 de abril de 2011

La idealización, la rectitud, la virtuosidad..., y, después, llegaría el Barroco.




Una de las curiosidades de la historia fue el hecho de que un motivo religioso llevara a originar uno de los movimientos artísticos más rudos, sensuales, toscos o desaliñados que hayan existido jamás. Así fue como la Iglesia Católica a finales del siglo XVI fomentaría o auspiciaría un estilo artístico más cercano al pueblo llano y, por tanto, más lejano de las exquisiteces refinadas del sugerente y altivo Renacimiento. Había que llegar ahora no al noble o al ser cultivado sino a todo el mundo, a todo aquel que pudiese confiar y adoctrinarse con un mensaje teológico diferente, un mensaje con el que el Arte contribuiría por entonces de una forma como nunca antes se había llegado a conseguir. De ese modo los pintores contratados por la Iglesia tuvieron que humanizar, vulgarizar, emocionar o identificar así el nuevo espíritu que la Contrarreforma inspirase para tratar de frenar el impulso herético luterano,  éste estéticamente mucho más clásico, formal o inexistente incluso en el Arte. Fue una tendencia incomprendida y denostada la que se encargaría de hacer todo eso, un estilo artístico que ni siquiera se consideraría una tendencia sino hasta mucho tiempo después de comenzar a serla. El nombre Barroco le fue dado un tiempo más tarde, y no por sus autores sino por los críticos, que vieron en la deformidad de una perla de ostra -llamada barrôco por los portugueses- el mejor símbolo metafórico para denominar ese curioso y fascinante período artístico.

Esa actitud despectiva hacia el Barroco duraría hasta finales del siglo XIX, cuando algunos historiadores del Arte mostraran entonces su verdadera grandeza. Así, el Barroco fue tildado como el exceso, la irregularidad, la impureza, lo recargado o lo abrupto. La Arquitectura barroca definiría visualmente más quizás todo ese extraordinario período. En ella la Iglesia Católica derrocharía medios para distinguirse del clasicismo decorativo de antes, un estilo más aséptico que defendería, sin embargo, la Reforma protestante. La Pintura era un objeto de lujo a finales del siglo XVI, por lo que tuvo que ser financiada por la Iglesia para decorar esas nuevas edificaciones religiosas. Sin embargo, en los encargos de la nobleza a los pintores se mostraría todo el furor sensual colorido y exultante de lo más profano del Barroco. Ahora no eran ya caballeros o damas virtuosos -como en el Renacimiento- ni héroes perfectos, castos o idealizados los representados; ahora se plasmaban en las obras barrocas la atrocidad vulgarmente más humana, la sordidez más artística de lo bello. Por ejemplo, con la leyenda mitológica del rey de Tesalia Ixión no se vendría ahora a ensalzar la gloria del buen héroe sino la del personaje equivocado, la del ser malogrado en sus defectos, en sus delirios o en su alienación. De ese modo el pintor del Barroco José de Ribera realizaría en el año 1632 su obra Ixión, donde aparece retratado el personaje barroco como un hombre corriente, desdibujado, oscurecido incluso, tendido ahora boca abajo y sufriendo el tormento que los dioses le habían otorgado.

En esta muestra de imágenes artísticas contrapuestas, donde se comparan obras barrocas con sus similares del Renacimiento, se observan las diferencias de ambas tendencias del Arte. La pulcritud, la serena y rigurosa posición del Renacimiento contrasta con la pulsión, por ejemplo, de la pareja que Rubens retrata en el año 1618 en su obra La unión de la Tierra y el Agua. Ellos, los amantes, están ahora mirándose sin pudor relacionados de otra forma distinta a la de antes -la clásica-, de una forma ahora más irreverente o más sensualmente perversa incluso. En las obras de Venus y Cupido vemos aquí a una Venus del Barroco -del pintor Luca Giordano- arrebatada en su sueño, más deseable y espiada no por un pulcro caballero sino por un impulsivo y lujurioso sátiro. Las figuras del dios Marte y del héroe bíblico David también contrastan entre una época artística y otra. Cuando el renacentista Botticelli pinta al dios de la guerra lo hace estilizado, joven, alejado de la realidad en su propio sueño. Sin embargo los artistas barrocos -Luca Giordano y Velázquez- dibujan al dios Marte en un segundo plano y claramente menos atractivo, cansado, meditabundo, menos juvenil, más anodino o insignificante incluso. Fue el Barroco una explosión de visceralidad y realismo, de cercanía y vulgarización, pero, también -y esto es lo que más define al Arte- fue la mejor forma artística donde expresar la sublimación de las emociones, de los deseos, miserias, pasiones, heroicidades frustradas, arrojos humanos, imperfecciones o cosas que reflejan lo humano -y el mundo- como realmente es.  Aunque, y en esto es quizá donde venga maravillosamente el Arte barroco mejor a salvarnos, con una genial, arrebatadoramente hermosa, arrogante y hasta justificadora forma de hacerlo.

(Cuadro Barroco de José de Ribera, Ixión, 1632; Cuadro Renacentista El Sueño del Caballero, de Rafael Sanzio, 1505; Composición Adán y Eva, del pintor renacentista Alberto Durero, 1507; Óleo Barroco de Rubens, La unión de la Tierra y el Agua, 1618; Cuadro Venus y Cupido, 1565, del pintor renacentista-manierista Lamber Frederic Suster; Cuadro Barroco de Luca Giordano, Venus y Cupido con Sátiro, 1663; Cuadro renacentista Jupiter abrazando a Calisto, 1540, del pintor Andrea Schiavone; Óleo Júpiter y Calisto, 1655, del pintor barroco holandés;Everdingen, 1621-1671; Cuadro renacentista Dánae, 1553, de Tiziano; Cuadro barroco Dánae, 1636, de Rembrandt; Cuadro Las tres Gracias, 1503, del renacentista Rafael Sanzio; Óleo Las tres gracias, 1635, de Rubens; Cuadro Nacimiento de Cupido, 1560, de la escuela renacentista de Fontainebleau; Cuadro del barroco, Nacimiento de San Juan Bautista, 1625, de la pintora Artemisia Gentileschi; Cuadro de Botticelli, Venus y Marte, 1483; Óleo de Luca Giordano, Marte, Venus y Vulcano, 1670; Cuadro de Velázquez, Marte, 1640; Fotografía de la escultura renacentista de Miguel Ángel Buonarroti, David, 1504; Cuadro barroco David contemplando la cabeza de Goliat, 1610, de Orazio Gentileschi.)

28 de marzo de 2011

La pulsión más adolescente del genio creativo, su necesidad y su peligro: la melancolía.



Desde la Antigüedad griega se habría desarrollado la idea de que los seres humanos estaban compuestos de cuatro tipos de sustancias o humores: la bilis negra, la bilis amarilla, la sangre y la flema. El desequilibrio de una de ellas, su exceso, produciría la enfermedad que se relacionaba con la característica primordial de dicha sustancia. Así se establecieron también los temperamentos, las inclinaciones predeterminadas desde el nacimiento que provocarían, en su desmedida proporción, la personalidad que a cada humor correspondiera en el individuo. La bilis negra se asociaba a la melancolía, a la tristeza, la bilis amarilla se relacionaba con la agresividad, la sangre con la inclinación vitalista, receptiva o cambiante, la flema caracterizaba al individuo frío, tranquilo y analítico. Durante la Edad Media se afianzaría esa teoría helénica y así se llegaron a explicar las alteraciones mentales, unos trastornos que sufrirían los pacientes a causa de padecer esos desequilibrios humorales. De ese modo la melancolía pasaría entonces a ser un trastorno negativo, impropio de los seres inteligentes, individuos que, generalmente, se consideraban sanos y virtuosos. Estaba la melancolía por tanto más cerca de la desesperación, de los pecados capitales, de la sequedad, del frío, del otoño, de la tarde, del final de las cosas, de la vulnerabilidad o de la locura.

En los albores del Renacimiento un filósofo neoplatónico florentino, Marsilio Ficino, se dedicaría a traducir a Platón y Aristóteles y descubriría que el filósofo estagirita había elogiado la melancolía. Escribía Aristóteles: todos los hombres verdaderamente sobresalientes en filosofía, política, poesía o artes son melancólicos. Melancolía significaba por entonces genialidad. Los neoplatónicos como Ficino reconocían, al igual que Platón, al planeta Saturno por encima incluso del gran Júpiter. Y es que Saturno era la influencia cósmica más universal para los melancólicos. Significaba la prevalencia de la mente frente a la acción. Por tanto las mentes que se dedican a contemplar o investigar las cosas elevadas y misteriosas estarían influidas por Saturno. Y es por eso que los miembros de la escuela neoplatónica florentina se acabaron denominando también saturninos. Así que la poderosa -y a veces maléfica- influencia de Saturno en los seres humanos seguiría siendo entonces del todo incuestionada. El mismo Marsilio Ficino recomendaba el uso de talismanes para sopesar los posibles efectos negativos de ese planeta influyente.

Un siglo después el escritor inglés Robert Burton publicaría, en el año 1621 -en pleno periodo Barroco-, su libro Anatomía de la Melancolía. El personaje protagonista de la obra relataba ahora, sin embargo, una sensación personal contraria a la del Renacimiento: Yo escribo sobre la melancolía para permanecer ocupado y evitarla. En esta obra literaria barroca el autor trataba de compendiar todo el saber clásico para realizar una descripción completa y entretenida de la melancolía. Un mal al que, como dice, se encuentra por doquier y lo padece de alguna manera toda la sociedad; el mundo está trastornado y todos somos, de alguna forma, melancólicos. Porque no fue el Barroco sino el Renacimiento el que llevaría a reivindicar la figura imaginativa y creativa que favorecería la actitud melancólica. Esa idea renacentista se mantuvo hasta mediados del siglo XIX, cuando por entonces la nueva medicina psiquiátrica desarrollaría las teorías psicológicas que vaticinaban un aura depresiva y patológica al anteriormente mágico, inspirado y creativo acontecer.

En el año 1514, en pleno Renacimiento, el alemán Alberto Durero crearía su grabado sobre plancha Melancolía I. Fue uno de los tres grabados que realizara el pintor sobre ese estado emocional y que ha sido considerado como una de sus mejores obras maestras. De gran tamaño (234 x 189 cm), Melancolía I es el grabado de Durero más misterioso y complejo de todos los que creara. Porque es una alegoría del genio profano con los rasgos -para entonces- más intelectuales e imaginativos expresados así en una obra de Arte. En el grabado se sitúa una figura alada -símbolo de imaginación y creatividad- que representa al creador meditabundo, pensativo y triste. Actitudes que entonces se asociaban a los artistas, seres habitualmente melancólicos. En el grabado de Durero la imagen de la melancolía aparece ahora absorta, pero no ensimismada en tarea alguna que la ocupase distraído. Ahora el personaje retratado está absolutamente abstraído en su inactividad. Existen otros elementos en la obra que caracterizan el momento melancólico, hilvanados por la apatía y el abandono. Así vemos una balanza, un reloj, un cuadro mágico de orden cuatro -que actúa como un talismán, sus números en cualquier dirección siempre suman 34-, una escalera abandonada, un niño -infancia ingenua- , un perro dormido, así como un fondo impreciso de cierta lejanía enigmática. Y todo ello además con una luz extraña y adormecedora que levita en la obra poderosamente.

Antes de Durero la melancolía como alegoría sólo se representaba en grabados de medicina o en almanaques y calendarios. Se la consideraba en el medievo una enfermedad y se recomendaban remedios peregrinos o alquímicos para curarla. Pero, en esta obra de Arte renacentista, el artista alemán transformaría todo eso completamente: describiría la representación de una imagen inteligente, aparentemente estéril pero creativa. No es que no continúe el personaje su trabajo por pereza, sino porque piensa que carece ya de todo sentido hacerlo. Así que la obra de Durero sublimaría la melancolía y la relacionaría con el Arte. En la moderna psiquiatría el psicoanalista Jacques Lacan vino a crear en el siglo XX el concepto de objeto a.  Significa el deseo inalcanzable, por tanto, el objeto causa de ese deseo inalcanzable. El ser humano en sus deseos está motivado o por sus instintos o por sus pulsiones. Pero las pulsiones, a diferencia de los instintos, son motivaciones psíquicas causadas por la experiencia vivida en la infancia -relación maternal y paternal-, y que se aprenden o modifican con las emociones aferradas al deseo. Contrastan con los instintos, elementos más irracionales y primitivos de nuestro subconsciente genético. Aquí se sitúa la sutil diferencia entre lo creativo y lo que no lo es: a mayor impulso desiderativo mayor creatividad. Porque esas son las características del artista: un ser diferente, genial, inspirado, sensible, simbólico..., pero, sobre todo, sometido a sus pulsiones y, por tanto, huraño, descuidado, desprendido, melancólico. Desde el Renacimiento se habría configurado ya un mito bohemio en el Arte: el del creador abandonado. Un mito que ha prevalecido hasta ahora. Una personalidad especial, una que tratará de mantener su distancia con el mundo, con sus evoluciones, con sus aspavientos o con su mediocridad.

(Grabado sobre plancha de Alberto Durero, Melancolía I, 1514; Óleo del pintor barroco italiano Domenico Fetti, 1589-1663, Melancolía, 1620; Cuadro del pintor Edvard Munch, La Melancolía, 1895; Óleo del pintor español Eduardo Úrculo, 1938-2003, Melancolía, 1982; Cuadro del pintor postimpresionista francés Paul Sérusier, 1864-1927, Melancolía, 1890; Cuadro de la artista actual española Cati Zajón, Melancolía, 2008, en donde observamos el efectivo contraste entre una época alegre, desinhibida, expansiva -mostrada por la estética desenfadada de los años veinte-, y la expresión claramente acongojada de la modelo, toda una paradoja que el Arte, como siempre, nos ayuda a dilucidar.)

18 de octubre de 2009

No hubo posibilidad de desarrollar la inteligencia sin las manos.




No hubo posibilidad de desarrollar la inteligencia humana hasta que las manos fueron adaptadas totalmente en el homo sapiens. Aunque éstas aún no bastarían para conseguir el éxito del todo. Los Neardentales, por ejemplo, fueron un claro ejemplo de eso. Pero nos acompañaron las manos siempre en nuestra historia evolutiva en el mundo. Sin ellas las obras aquí expuestas no habrían sido posible. Quizá por esto los autores más diversos las homenajearon pintándolas. Desde la antigüedad el ser humano, en su fascinación por sus apéndices anatómicos más sutiles, ha dejado huella de la maravillosa capacidad de maniobrabilidad y creatividad que tiene esa parte grácil de su cuerpo. No sabemos muy bien por qué, pero las manos que representa Van Gogh en esta muestra de Arte nos serán más gratas que las que muestra el lienzo de Rivera;  y las de Durero más que las que representan Bayeu y Subías... ¿O, tal vez, sí lo sabemos?

(Imágenes de Pintura rupestre, Cueva de las Manos, Rio Pinturas, Santa Cruz, Argentina; Dibujo de 1476 Estudio de las Manos de una Mujer, de Leonardo Da Vinci, Castillo de Windsor, Inglaterra; Dibujo Study of Praying Hand de Alberto Durero, 1508, Viena, Austria; Lienzo Cuatro Manos, de Francisco Bayeu y Subías (1734-1795), Museo del Prado, Madrid; Obra Dos Manos, de Vincent Van Gogh, Particular, Holanda; Cuadro Las Manos del Doctor Moore, de Diego Rivera, México, (1886-1957), Museo Arte de San Diego, EEUU; Obra Mano apresando un pájaro, de Joan Miró (1893-1983), Particular.)