29 de mayo de 2018

Elogio de la mediocridad o cuando lo importante no es de qué está hecho algo sino qué nos dice.



El Arte nos enseña más que ninguna otra cosa a relativizar la verdad, la belleza, la grandeza o la genialidad de lo creado en el mundo. Pero para aprender esto es preciso antes abrir la conciencia a la capacidad de percibir sin influencia alguna, sin prejuicios y sin otra cosa más que la sensación que podamos apreciar de una impresión en nuestra noción natural de percibir belleza. La tendencia humana a la excelencia dejará por el camino algunos afanes personales por elaborar belleza. ¿Hay que avanzar vertiginoso buscando siempre la excelencia a riesgo de malograr alguna otra sensación distinta de belleza? A mediados del siglo XVII era muy difícil conseguir la gloria en el Arte. La creatividad más armoniosa, la más sublime o la más extraordinaria no podía conseguirse sin afinar antes el camino hacia la gloria. Ya había sido encumbrado el Arte más excelso cuando el pintor Giovanni Francesco Romanelli (1610-1662) comenzara a pintar con las influencias clásicas más engrandecidas de belleza. En el Barroco más exigente los efluvios artísticos más ennoblecidos eran buscados por doquier entre las ambiciones desmesuradas por conseguir Belleza. Así que Romanelli se encontraría entre dejar de crear o participar de cierta mediocridad entre las fauces asesinas de la exigencia. El Arte en el Barroco europeo se alcanzaba por el encargo de grandes personajes políticos. Y éstos no conseguían su grandeza si no la perseguían también en lo artístico. 

Las obras de Arte menudearán en las abyectas categorías de la memoria selectiva. Y la memoria solo se salvará de las categorías cuando la percepción se independice de la feroz membresía tan exigente de la historia. ¿Hay que mirar solo desde la óptica de una grandeza únicamente entendida por la excelencia acogida a esa memoria? La memoria, ¿de quién? Porque el recuerdo de la grandeza no debería ser una categoría universal acogida a criterios universales de belleza. Y para que no lo sea deberá emanciparse de lo universal para adherirse a lo particular, lo individual o lo más personal de la belleza. Ahí es donde se recogerán los frutos de otra memoria..., ésta posiblemente más auténtica y que llegará a alentar su representación ahora sin mediaciones, sin condiciones, sin categorías o sin mal entendida grandeza. Porque no es siempre esta grandeza (entendida clásicamente) la que se producirá también en las capas más profundas de la percepción humana. ¿Qué es la grandeza? Deberá ser la belleza universal que ocasiona en los seres la sensación más personal de identificación placentera o emocionante. Si no es eso no es grandeza. O, tal vez, haya mejor dos tipos de grandeza: la formal y la emotiva. Porque en el transcurso de la historia algunos hechos artísticos -las pequeñas historias no las grandes- y sus emociones íntimas más sobrecogedoras no llegarían siempre a alcanzar la aguerrida sensación de pertenecer a la glorificación más encumbrada de grandeza. 

Para cuando el pintor Romanelli crease su obra Hallazgo de Moisés el mundo no le habría catalogado aún como mediocre. La mediocridad surge luego, cuando la memoria hunde su puñal sin condiciones. Es la memoria no los hechos, ni las obras, ni las cosas lo que determinará o no la gran creación o la grandeza. Es tan importante la memoria. Lo saben tanto los influenciadores o manipuladores del mundo que la valoran o cotizan a costa de palidecer otras, aquellas que no lleguen a ofrecer ninguna rentabilidad a sus intenciones. Por esto la peor de las ideologías es la que cotiza la verdad sin ofrecerla. Porque la verdad artística es imposible ofrecerla solo desde planteamientos interesados y universales de belleza. ¿Qué debe ser más valorable artísticamente en el mundo, la subjetividad o la objetividad en la percepción de las creaciones artísticas? Las cosas bellas no lo son objetivamente nunca. Aun cuando lo sean. Porque la belleza es una sensación personal no universal. No podemos prescindir de la emoción personal para descubrir la belleza. Y no existe una emoción universal como no existe una mirada universal  ni existe una percepción universal. La mediocridad es el punto equidistante entre la excelencia y la banalidad. ¿No es, por otro lado, la mayor autenticidad al demostrar ahora participar de la parte más estable de la vida? Para conseguir ese equilibrio hay que estar situado en el justo medio. Cualquier deriva hacia los lados determinaría una inclinación que se percibiría claramente en la sensación receptora de belleza. Por eso la mediocridad no es necesariamente denostada en el Arte..., si está claramente posicionada en la belleza. 

La mediocridad es una grandeza participada de otras cosas que no lo son, es un todo donde ahora partes del conjunto son elementos que no alcanzarán ninguna grandeza. Pero, ¿qué hay en la vida que consiga esa perfección sin menoscabar parte de su autenticidad? Cuando observamos la belleza de la obra de Romanelli en este cuadro, ¿vemos acaso la inexpresividad inerte o fallida de algunos de los ojos retratados? ¿Vemos la simplicidad de un entorno sin rasgos de belleza? ¿Vemos la manida forma decadente de albergar una composición sin demasiados alardes iconográficos? No, no es así como algunos lo podemos percibir. Porque la perceptividad subjetiva puede enjuiciar ahora un hallazgo con la misma sensación que un descubrimiento inopinado -de pronto y sin arraigos tradicionales- produzca también en nuestro ánimo. Los colores de Romanelli brillan del mismo modo que laten de emoción los personajes retratados ante un hallazgo... La serenidad del ambiente natural de la obra refleja la misma sensación que debe llegar a los necesitados sujetos receptores tan precisados de calma. Este es un motivo, por ejemplo, para la valoración personal de una obra cuya memoria no estuviese, sin embargo, a la altura de su gloria. También como la memoria particular de los seres que ahora la miran sin prejuicios. O como las grandezas olvidadas por la impenitente obligación de relacionar belleza o excelencia con la promoción enardecida de una memoria tan universal como interesada.

(Óleo Hallazgo de Moisés, 1656, del pintor barroco Giovanni Francesco Romanelli, Museo de Arte de Indianápolis, EE.UU.)

21 de mayo de 2018

El Barroco español fue un escenario romántico diluido, algo que se adelantaría en emoción dos siglos al Romanticismo.



La historia se anticiparía en el siglo XVII español cuando los creadores por entonces -poetas y pintores- alcanzaran a sentir en España -núcleo de un cierto laboratorio histórico de grandeza difuminada- la emoción deteriorada de una magnificiencia alejada del mundo. Se anticiparían a una emoción sucedida siglos después, cuando el Romanticismo atrajese la visión deteriorada de los sentimientos de una grandeza inexistente en el mundo. Porque la grandeza no existía, no habría existido nunca, ni siquera cuando la cantasen los poetas latinos antes de que la historia los sublimase entre nostalgias. Los románticos fueron los primeros que descubrieron el carácter humano tan sensible al sentimiento desvaído del mundo. ¿Los primeros? No, los primeros no porque existieron ya hombres atrevidos que, siglos antes, alcanzaron a describir las rémoras emocionales de un mundo desalojado de vana grandeza. Cuando el pintor del barroco español Francisco Gutiérrez Cabello (1616-1670) descubriese la belleza de la idealización de una escena primorosa, alumbraría a mediados del siglo XVII la imagen estética fantasiosa de un mundo imposible: pintaría una obra que combinase la leyenda bíblica de José con la grandeza sublime de la galería inexistente de un gran palacio imaginado. Lo haría además recreando la visión de un lugar sagrado encumbrado ahora de obras de Arte mitológicas. 

Nada de coherencia histórica ni legendaria, nada de grandeza real o de fidelidad a ninguna esencia existente. Todo lo imaginaría el pintor español al amparo de una leyenda bíblica utilitaria. Pero, sin embargo, en la obra barroca no es la leyenda lo que más represente la obra. Los personajes bíblicos apenas son una parte mínima de la obra. El resto es magnificiencia escenográfica de Arte, obras expuestas en la pared de un edificio imaginado sobre el que no existe más que fantasía iconográfica. Siglos después el romántico español Jenaro Pérez de Villaamil compuso su imagen del interior del monasterio de San Juan de los Reyes de Toledo. Compuso la misma magnificiencia arquitectónica que Gutiérrez Cabello hiciera en su barroco imaginado, pero ahora, en el Romanticismo español del XIX, Villaamil realzaría la grandeza de algo existente sobre las ruinas históricas de un mundo inexistente. Misma amplitud de galerías verticales, misma primorosidad de Arte visual, misma sensación estética al minimizar la vida efímera de los hombres frente a la grandiosidad eterna de un Arte emocionante. También con el Romanticismo de Villaamil se encumbraría la fantasía ejercida siglos antes por los creadores barrocos españoles. En 1837 Jenaro Pérez de Villaamil pinta su obra romántica imaginada Manada de toros junto a un río al pie de un castillo. Nada es existente en la realidad de lo representado en la obra, ni ese paisaje existe ni el castillo idealizado en la colina tampoco. Como Gutiérrez Cabello hiciera dos siglos antes con la visión de un excelso palacio inexistente.

Las ruinas fueron glosadas por el Romanticismo desde sus inicios. Pero el Barroco español lo haría también, aunque sesgadamente, entre sus óleos por entonces insensibles. ¿Es que la sensibilidad debía expresarse siempre con la fervorosidad de un mundo emocional claramente descubierto? Porque en el año 1630 el mundo emocional no estaba ni descubierto -estéticamente- ni claramente sus emociones encumbradas eran tan vigentes. Aun así el pintor Francisco Collantes compone en el año 1630 su obra Visión de Ezequiel, la resurrección de la carne. Es curioso que los pintores españoles de un barroco difusamente emocionado recurriesen siempre a la mitología sagrada de lo profético. ¿Sería tal vez eso, premonición sensible, lo que alumbraría el sentido artístico de esos creadores tan arrollados por la emoción intangible de un sentimiento tan vano por entonces? Porque nada haría presagiar emociones tan desgarradoras todavía. Pero, sin embargo, el mundo que entonces los acogiera, la sociedad del fallido imperio español, tan desarrollado en contradicciones como en incertidumbres, sería el caldo de cultivo exclusivo que favorecería, anticipadamente, las sensibles emociones de una estética humana tan demoledora. Esa experiencia vital crearía una impronta en el sentimiento de un inconsciente colectivo hispano que llevaría a recordar, doscientos años después, el sentido olvidado de un poderoso latido artístico ya predispuesto, sin embargo, de emociones expresivas tan poéticas como icónicas. Por eso fue España un país visitado por los románticos europeos ávidos de inspirarse en una tendencia emocional donde el Arte fuese el motivo inspirador más decisivo para una grandeza estética. Ya que ésta, la grandeza, solo fue posible desde la óptica artística más primorosa de belleza, nunca desde la realidad más histórica. No existiría en otra cosa que no fuese la sutil memoria de las cosas bellas expuestas por el deseo de eternizar un sentimiento de grandeza. Pero solo un sentimiento, no una realidad. Solo una emoción, no una continuidad, ni histórica ni brillante ni grandiosa.

(Óleo José mostrando a su padre y sus hermanos al faraón, Siglo XVII, del pintor barroco español Francisco Gutiérrez Cabello, Museo del Prado; Cuadro romántico, Interior del monasterio de San Juan de los Reyes de Toledo, 1839, Jenaro Pérez de Villaamil; Lienzo del mismo pintor romántico español, Manada de toros junto a un río al pie de un castillo, 1837, Museo del Prado; Óleo Visión de Ezequiel, resurrección de la carne, 1630, del pintor barroco español Francisco de Collantes, Museo del Prado; Cuadro romántico del pintor británico David Roberts, Ruinas de la catedral de Elgin, siglo XIX.)

14 de mayo de 2018

Dos formas diametralmente opuestas de ver la vida o el Arte al considerarla.



Con una diferencia de cuarenta años, el Arte muestra la versatilidad que dispone siempre para poder ver la misma cosa de una forma absolutamente opuesta. Parmigianino y Pieter Bruegel, 1528 y 1567, respectivamente, y la misma representación: La conversión de san Pablo. Según el texto evangélico, el judío Paulo de Tarso cabalgando hacia Damasco cae de su caballo luego de que una luz deslumbre tanto al animal como al jinete. El Manierismo de Parmigianino compone una escena grandiosa y extraordinaria ya que solo el inmenso caballo aparece ahora en el lienzo y san Pablo a sus pies. No hay nada más, salvo un paisaje verdecido y deslumbrante a lo lejos de la escena básica. Los rayos de un sol atenuado aparecen en la obra para señalar aquí el vínculo sagrado del momento vivido. Pero nada más. La figura del jinete caído mira ahora a su caballo y no a ninguna otra cosa por sorprendente o determinante que sea, algo que justificase luego una visión sagrada tan decisiva. La forma de representar el caballo aquí es la de un ser mediador entre dos realidades muy diferentes, un ser vinculante ahora entre la divina luz tan poderosa y el abatido hombre desarmado. Es además un Manierismo exagerado con las formas atribuidas a Miguel Ángel que brilla en la composición de Parmigianino. Pero, sobre todo, es la representación del simbolismo de un descubrimiento trascendente expuesto ahora aquí, sin embargo, de un modo muy simplificado o minimalista. Sólo vemos al ser humano receptor de la caída, al ser mediador del vínculo y a la luz sutil y poderosa causa metafórica de todo ese sentido sagrado. 

Cuarenta años después el renacentista Bruegel decide pintar la misma conversión de san Pablo pero, ahora, transformaría toda la iconografía llevando a un sentido diferente aquella sagrada gesta. Pinta el paisaje de una cordillera abrupta con un numeroso grupo de personas que cabalgan, caminan o esperan a pasar por el desfiladero. Si no supiéramos el título de la obra ni siquera veríamos al personaje caído de su caballo. Este es el mismo personaje de antes, pero ahora rodeado de muchos seres que condicionan, describen, determinan o componen todo un entramado distinto para aquel mismo sentido. La primera impresión de las dos creaciones nos lleva a elegir mejor la primera obra, tanto para entender o definir mejor el sentido del milagro como para identificar también belleza con prodigio. Porque el cuadro de Parmigianino asume la totalidad de los tres elementos compositivos necesarios -la luz, el mediador y el mediado- que llenan totalmente el plano de la obra. Sus colores asombran a la vez que la originalidad de la piel de un armiño sobre el caballo engrandecido de la obra. En el caso de Bruegel no hay nada especial que destaque en la obra renacentista, nada nos atrapa estéticamente ahora tanto como sí lo hacía, a cambio, el cuadro manierista. Pero, sin embargo, la originalidad de Bruegel es muy sutil y creativa porque, además, añade un aspecto psicológico o antropológico su estético sentido. Es decir, que la conversión, el descubrimiento, la visión o la transformación de un personaje se dan en Bruegel en una situación nada personal ni íntima ni reveladoramente introspectiva. Tal como fuera la realidad, por otra parte. La leyenda evangélica lo deja claro: iba un grupo de personas -un pequeño ejército- con Pablo de Tarso camino de Damasco.

Hay un verismo literario en la obra de Bruegel frente a la de Parmigianino. Pero podría el pintor, sin embargo, haber situado también al personaje principal en un plano lo suficientemente señalado como para evidenciarlo mejor. Pero no, en la obra de Bruegel el protagonista no se ve apenas, a menos que nos fijemos bien en un hombre con prendas azules que, ahora, está caído en el suelo. Por tanto hay dos diferencias en Bruegel con respecto al pintor manierista: una la pluralidad de personas y otra el plano secundario del principal personaje. Las dos cosas juntas hacen a la obra de Bruegel una pintura absolutamente original. Es narrar algo muy relevante de una forma muy colateral, incluir lo nuclear del tema narrado apenas ahora como una anécdota ante una composición mucho más grandiosa. Justo lo contrario de Parmigianino, que centra y focaliza todo en las dos únicas figuras principales de la escena representada. ¿Dónde veremos más sutileza cercana a la verosimilitud de la vida? Parmigianino no busca verosimilitud busca belleza, una belleza efusiva y radiante. Bruegel no buscará efusión artística de belleza radiante, busca mejor un contexto real y sustituible en un entorno artístico general, sin embargo, mucho más elaborado. Para el pintor flamenco la vida, como el Arte, debía referenciar siempre cosas que se asimilasen a una realidad humana y vital representable. Elementos pictóricos que puedan trasladarse a una visión global de todas las cosas humanas, no a la única visión monolítica de lo más significado y exento de otras connotaciones, percepciones, emociones o grandezas de cualquier clase. 

Por eso el Arte nos viene a enseñar siempre algo más de lo que, se supone, enseña. Por ejemplo que la belleza de la visión de una escena artística o es intercambiable (implícita) o es única (explícita). Si es explícita no hay nada más ahora que verla y sentirla directamente antes de que podamos entenderla incluso. Si es intercambiable no hay belleza directa, hay interpretación o narración encubierta, algo que debe comprenderse antes de poder admirarse. Cosas que hacen de la obra un reflejo estético intelectual mucho más que un mero y sensual ejercicio de visión placentera. Y esto es lo que Pieter Bruegel el viejo compuso con su recreación artística tan particular de la conversión mística de San Pablo. Pero, entonces, concretamente, ¿qué nos enseña aquí el Arte ahora? Pues que la visión de una misma cosa puede tener dos o muchas formas de reconocerla o exponerla. Que toda historia, concepto, idea, planteamiento, teoría, escena o cosa pueden tener siempre varias formas de entenderse o de verse o de justificarse o plantearse. Que no hay una sola. Que todas pueden llegar a cumplir el requisito estético de ser válidas o de estar justificadas, o de poder ser entendidas o vividas o salvadas. Pero hay algo más que el Arte nos enseña todavía. Que para que sean válidas tan solo una cosa es necesaria además de las otras múltiples cosas para realizarla: que elijamos al menos siempre la belleza como elemento imprescindible para poder apreciarla.

(Óleo de Parmigianino, Conversión de san Pablo, 1528; Cuadro Conversión de san Pablo, 1567, Pieter Bruegel el viejo,  ambas obras en el Museo de Historia del Arte de Viena, Austria.)