24 de febrero de 2018

El Greco se adelantaría al Arte moderno, al contemporáneo y cualesquiera otro evolucionado del mundo.



Hay una forma eficaz de ver las cosas artísticas: simplemente se miran y se percibe ahora si atraen, gustan y si nos transmiten algo. Pero, no nos podemos quedar tan solo en eso. Sin tener en cuenta el contexto, su tiempo histórico y sus circunstancias no podremos saber, es decir, comprender en su totalidad, lo que la representación artística nos comunique especialmente para clasificarla o valorarla sin error. La obra de Arte La Anunciación de El Greco del año 1600 y ubicada en el museo de Bellas Artes de Budapest, es una de las muchas obras que el pintor manierista hiciera de esa temática sagrada. ¿Solo sagrada? La estética de este pintor extraordinario es, sin embargo, inclasificable. Vivió en el paso de un Arte sofisticado a un Arte natural. Y llevaría las dos características a una representación genial en los últimos años de su vida. Las dos, la sofisticada y la natural, la manierista y la barroca. Porque el Arte es también combinación, amalgama, universo; es totalidad en lo particular, es contraste, es belleza ubicada y desubicada, es sensibilidad y riesgo estético.  En esta obra particular -de la temática sobre la anunciación de María hizo decenas de cuadros, todos distintos- alcanzaría El Greco la mayor sublimidad para una temática tan sagrada como esa. ¿Cómo se pudo pintar con esa liberalidad colorista y esa simpleza compositiva a finales del siglo XVI?  Porque en ese momento histórico el Manierismo era lo más avanzado a que se había llegado en el Arte. Y se aceptaría a medias esta obra tan innovadoramente heterodoxa. Pero entonces, con esta obra tan expresionista de El Greco, ¿hacia dónde se dirigía el Arte? Fue imposible llevar a cabo por entonces ese avance  estético. Cuando el pintor muere en el año 1614 se acabaría un alarde expresionista tan precoz en el Arte.

Fijémonos bien en esta obra universal. En ella está todo lo que es el Arte, también está toda una epifanía monumental de una estética novedosa para el mundo. Y una forma de libertad... ¿Existió un creador más libre artísticamente que El Greco? ¿Quién se hubiese atrevido a pintar de ese modo tan extraño en pleno año 1600? En el siglo XX vale, pero, ¿en el siglo XVI? Imposible. Hay muchas obras así de El Greco, casi todas genialmente extraordinarias. Pero esta pequeña obra encierra entre sus bordes una genial obra maestra del Arte universal. Porque es una representación sagrada y no lo es. Es una obra sofisticada y no lo es. Es una obra natural y no lo es. Es todo eso a la vez. Parece tan simple la obra, pero esta simpleza la hace más genial aún. Más con menos, la máxima soberbia del Arte. ¿Qué vemos ahí? Traduzcamos un poco la obra, mejor dicho, interpretemos la genialidad de esta obra manierista. Hay dos figuras humanas ahí representadas. ¿Humanas? Sí, humanas, aunque una no lo sea tanto. Pero, sin embargo, lo parece ahora aunque sea el ángel Gabriel el que, según la iconografía, está anunciando a María su maternidad divina. Representa ahora una figura muy humana por su gestos. Por otro lado está la representación de María, aquí una mujer tan normal y vulgar como sus vestimentas y gestos puedan serlo. Ambos personajes se están ahora comunicando entre sí. Esta es una antropología decisiva en la obra: los seres humanos se comunican, se expresan, se transmiten mensajes y se relacionan con un lenguaje. María además está leyendo un libro: la representación cultural de cualquier experiencia -interior o exterior- muy humana transmitida ahora por un escrito. 

Sociedad y cultura pero sin olvidar la trascendencia del mensaje iconográfico. Aquí es representada esa trascendencia por la volatilidad de lo místico en las alas del ángel y la paloma, símbolos de lo elevado que alcanzará la altura suficiente como para pasar a otra esfera superior. Pero, nada más. Esas alas, curiosamente, son los únicos elementos más naturalistas -pintados más conforme a la naturaleza realista- del cuadro de El Greco. Bueno, no. Hay dos cosas más que están también así pintadas: el jarrón y las tijeras del cesto. El resto está todo transformado por la deformación sublime anamórfica de El Greco. Todo eso además hay que combinarlo en la obra para que la estética que representa alcance su culminación artística más extraordinaria. Lo que hace a este Arte más genial para haber podido avanzar sin menoscabo. Por eso el Arte Moderno no consiguió prosperar tanto como este. Porque el Arte de El Greco no moriría nunca bajo las lozas veleidosas del gusto artístico. Por otro lado, el Arte más comprendido es también una expresión luminosa del mundo conocido. Y el mundo natural que conocemos por nuestros sentidos es reflejo de un haz poderoso de luz que producirá colores, y éstos, luego, serán así el contraste maravilloso con el que poder distinguirlos. Porque para que distingamos además las cosas en el mundo natural necesitaremos del color, ¿da igual el que sea o no? El cielo es celeste, de acuerdo, pero no especialmente así, tan fragmentado, como lo veremos ahora configurado apenas con unos trazos en el lienzo manierista. Sin embargo, el atril de lectura de María es marrón como lo es el tono de la materia natural con lo que está hecho, la madera. Todo eso es parte de la combinación mezclada y contradictoria de la obra. Ilusión y razón, abstracción y sentido. También el contraste entre las cosas inferiores -las que están pintadas abajo- y las superiores -las que se representan arriba-, es decir, que el naturalismo pictórico brillará más en la mitad inferior y la sofisticación manierista-expresionista lo hará mejor en la superior.

Simpleza y combinación sublime. Color y simbología mística. Metafísica y terrenalidad. Diálogo y silencio. Misterio y transparencia. Incluso ritmo. Sí, hay una música vibrando en esta obra manierista. El ángel parece sostener una melodía sublime a la que ella responderá luego con su tino.  Si vemos la obra al pronto, ¿qué sentimos? ¿No sentimos acaso una paz tan sosegada que, apenas nos recuperemos de ella, pensaremos que no existe otra cosa en el mundo capaz de sentirla así? Pero, también está lo inferior para recordarnos ahora que somos seres mortales, sufrientes, caducos, oscuros y efímeros. Que solo elevándose uno de sí mismo y de sus miserias -con el Arte por ejemplo- es posible la felicidad o el sentido más placentero de la vida. Da igual hacia dónde se eleve uno, con tal de hacerlo. En el lienzo de El Greco la mano del ángel sostiene ahora una dádiva comunicativa prodigiosa. Deberemos trasladar nuestra capacidad vital hacia algún sentido trascendente, sea el que sea, con tal de que la vida nos justifique así cualquier sentido inteligente para vivirla. Todo eso transmitirá la obra de Arte de El Greco. Nos lo expresa el pintor especialmente además con sus colores sorprendentes, antes de que Rembrandt nos asombrase luego con los suyos. Pero aquí, a diferencia del bello detallismo barroco del holandés genial, hay un sentido de dualidad místico-terrenal en forma de colores y trazos expresionistas. Colores y gestos relacionados con la deformidad y naturalidad de sus trazos atrevidos o con la simpleza estética más elaborada y universal de todas las habidas.

(Óleo sobre lienzo La Anunciación, 1600, del pintor El Greco, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría.)

16 de febrero de 2018

La inexpresividad de la Belleza o el Arte sublime de El Bronzino.




La Belleza es inexpresiva casi siempre para poder serla. Para que la representación estética de un rostro, por ejemplo, sea llevada al máximo de su sublimidad armoniosa, es preciso que ningún rasgo de expresión emotiva sea señalado en el lienzo. El Renacimiento, y su mayor tendencia artística sofisticada, el Manierismo, entendieron que así debía ser representado un rostro humano para alcanzar a rozar la belleza más extraordinaria. ¿Cómo se puede componer una belleza sin rasgos expresivos? Porque qué la hace única, especial o definida si no dispone de algo reseñable o contrastable que la distinga. ¿No es distinción la Belleza? La vulgaridad, lo opuesto a la Belleza, ¿no es precisamente lo no-exclusivo o lo indistinguible? Y si todos los rostros representados devienen en un matiz plano y monocorde de gestos emotivos, ¿dónde está entonces el sentido elogioso de inexpresividad de la Belleza si ésta, para representarla, necesita siempre distinguirse de lo vano? Aquí abordaremos ahora el sentido estético más sublime del Arte de la Belleza. Porque además no es el Arte manierista un ejemplo fiel de belleza humana naturalmente manifiesta; es, a cambio, una disposición sin sentido armonioso de la proporción paradigmática más idealizada de Belleza. 

En el año 1540 el pintor florentino Angelo Bronzino (1503-1572) compuso su obra de Arte La Virgen con el Niño, San Juan y Santa Isabel. Este creador siempre buscaba representar la Belleza perfecta. Ante un cadáver pintado -como por ejemplo su Descendimiento de Cristo- El Bronzino no pinta a un muerto sino a una estatua brillante y floreciente; ante una escena de dolor desgarrado no compone ningún motivo atroz para distinguir los rasgos dolientes; ante cualquier otra forma de representación humana versaría el pintor hacia la composición proporcional, límpida e indolora de la expresión más inexpresiva. Hay que atreverse a pintar el impávido rostro de la Madonna para llegar a demostrar, bellamente, que la mayor representación de la Belleza debe ser inexpresiva. Sin otra cosa que maestría armoniosa en un semblante ahora detenido y sin expresión alguna. No hay aquí una mirada definida en los ojos de la Madonna, ésta se pierde sobre los márgenes manieristas de la obra. Los personajes son aquí extrapolables, es decir, pueden extraerse de la obra sin menoscabar el resultado final, porque todos ellos son independientes, no tienen comunicación ni interactúan entre sí. Salvo uno: el pequeño niño Juan el Bautista. Es el único retratado que apenas interactúa con su mirada y es tocado -percibido o comunicado- por la mano de la Madonna. Esto es una necesidad iconográfica sagrada: un personaje tan inferior -situado en la parte baja del lienzo- no puede marginarse más sin peligrar la armonía del conjunto. 

Hasta con ese detalle secundario -la posición marginada del niño Juan Bautista- el pintor equilibrado, sereno y armonioso del Manierismo consigue la proporción necesaria para no desvirtuar el sentido de su obra. Pero, nada más. Porque no es posible incluir a cuatro personajes en el mismo plano sin desajustar en algo el conjunto. El pintor debía componer la representación sagrada así, incorporando a la escena de los altos personajes -la Virgen y Jesús- los secundarios de esa leyenda sagrada -Juan el bautista y su madre-.  En el caso de Juan, hemos descrito su posición y su sentido. En el de su madre Isabel, el pintor compone los rasgos de un rostro envejecido. Es la belleza de los dos principales personajes la que El Bronzino representa sin discusión estética alguna: no expresan otra cosa que impida reflejar la Belleza perfecta. Sin embargo, el pintor debe seguir buscando la armonía del conjunto. En un caso el pequeño niño-dios mira la cruz que sostiene, no a su madre, aun a pesar de situar su mirada confusa ante su madre. Y su madre, decidida, no mira ahora hacia cosa alguna definida, sino hacia la nada más indeterminada de una vaga metáfora misteriosa. Sin gesto, sin definición, sin sentido, sin diálogo estético, sin ningún matiz, ni convergencia. Nada. No hay nada que mirar, ni que sentir, ni que expresar en el lienzo manierista.  Salvo Belleza...

(Detalle del lienzo La Virgen con el Niño, San Juan y Santa Isabel, 1540, El Bronzino; Óleo La Virgen con el Niño, San Juan y Santa Isabel, 1540, El Bronzino, National Gallery, Londres.)

13 de febrero de 2018

La dicotomía del Amor entre la sensación más pasional y la emoción más virtuosa de Belleza.




El pintor más filosófico o metafísico del Barroco lo fue Nicolas Poussin. Nacido en Francia en el año 1594, pasaría sin embargo la mayor parte de su vida Roma. Ha sido el exponente más grandioso de la pintura clasicista en la Europa barroca del siglo XVII. Obsesionado por la mayor virtuosidad del Arte clásico, así como por la Belleza como expresión de su mejor virtud manifestada, compuso el pintor francés muchas obras donde representaría la dicotomía de la Belleza, es decir, la doble vertiente que se nos representa siempre a los humanos para discernir la Belleza. ¿Discernir la Belleza? La Belleza no tiene una sola visión o sensación sino que tiene dos, y esto hace la vida estética de los seres humanos un continuo desazón entre una elección sensual y otra intelectual de la Belleza. En la mitología grecorromana Venus representaba la elección sensual y Mercurio la intelectual. En el año 1627 Poussin compuso un lienzo que apenas un siglo después sería seccionado violentamente y llevado una de sus partes a Inglaterra. Esta parte seccionada es la que vemos aquí; la otra parte, unos amorcillos desperdigados, se encuentra en el Museo del Louvre.  Aun así esta obra parcial de Poussin, expuesta en la Galería Dulwich de Pintura -llamada Venus y Mercurio-, es una manifestación prodigiosa de virtuosa Belleza estética. Pero no es ahora la ocasión de criticar un expolio artístico, que lo fue, sino la extraordinaria oportunidad de abordar el tema tan sutil de la dualidad de la Belleza y hacerlo además con esta representación del genial y misterioso Poussin.

Hay dos formas de manifestar o percibir placer frente a la Belleza. Uno es sensual, carnal, terrenal, lo que expresará pasión por la vida, por la Naturaleza y por su manifestación de equilibrio y armonía estéticas. El disfrute de los sentidos que nos comunicará con cualquier objeto placentero y ajeno a nosotros. Por otro lado está el placer intelectual reflejo de los aspectos más sutiles de nuestra conciencia o mente, como puedan serlos la intuición o la imaginación creativa. También la capacidad de transmitir pensamientos o ideas, es decir, la sensación de disponer de la curiosidad por la expresión de lo abstracto. El Arte es reflejo de las dos formas de percepción o creación. Por un lado, veremos el placer sensual gracias a la representación de lo que nuestros ojos transmiten a nuestro cerebro, reflejo así de sus emociones más primarias. Por otro, asimilaremos el sentido metafórico de la idea, del concepto o de la creación mental que identificará una cosa representada con su definición más sublime. En la pintura de Poussin aparecen dos dioses míticos que representaban esos dos aspectos contrapuestos de la Belleza: Venus y Mercurio. En la mitología, Venus es la divinidad que simbolizaba fundamentalmente la pasión más desenfrenada. Pasión en su acepción de sentimiento muy intenso. Sentimiento de sentir, de padecer con los sentidos el fulgor más tangible del deseo físico. Y satisfacer además ese sentimiento gracias a los elementos de una Naturaleza pródiga, existente, asequible, visible, tangible y cercana.

Mercurio representa en la obra el símbolo de los elementos no tangibles más alejados de la Naturaleza. Elementos trascendentes -por tanto sublimes o más elevados- que para acceder a los seres terrenales, humanos o sensibles se transmiten a través del intelecto por ideas que la mente consigue reproducir con un sentido estético. Elementos armoniosos también dado su origen y su significación de Belleza, aunque ahora ésta sea más introspectiva, serena y trascendente. En la obra de Poussin los dos dioses son representados con la perfección clásica más elaborada del Arte barroco. Sin embargo, el pintor no evitaría aquí el sentido metafísico -perfecto, sublime- con alardes sensuales más allá de lo figurativo. Es Belleza lo que vemos, pero es una clase de belleza que inspira ahora adecuación del intelecto con los sentidos, equilibrio sublime con plasticidad física, o sosiego sereno con armonía natural equilibrada. Hasta la posición de ambos personajes míticos, ahora relajados y cómodamente sentados, sin ningún enfrentamiento pasional, definirá el sentido estético de su iconografía más simbólica: transmitir una armonía no tanto sensitiva como intelectual. Una armonía tan sutil que la mirada de Venus está ahora ensimismada en un pensamiento evadido espiritualmente, no en una visión pasional o en un deseo carnal o en un delirio sensual y manifiesto, sino todo lo contrario. Por su parte Mercurio, convencido y sereno, señalará aquí con su dedo cómo el amor reflexivo -Eros- vencerá decidido al amor visceral más pasional y lastimero -representado por Anteros- en su virtual lucha tan opuesta, fratricida y metafísica.

En la obra de Arte vemos a la derecha los símbolos artísticos que representan parte de esa virtualidad armoniosa de Belleza sublime: el laúd, la paleta del pintor, el caduceo de la retórica, el libro abierto o la partitura de música.  Vemos en la parte opuesta la lucha de Eros y Anteros. Anteros está representado como un pequeño amorcillo mitológico con piernas de carnero, simbolizando el amor pasional más desaforado o el placer sensual más incontenible. Vencerá Eros, que defiende aquí el placer trascendente o intelectual, la Belleza más sublime de la virtud manifestada ahora por el Arte. El pintor barroco glosaría además una obra donde mostraría también la belleza más sensual que pudiera representar el clasicismo en una obra. Pero lo hace con tal sublimidad que el placer obtenido por los sentidos -el visual- no nos lleva ahora sino a calmar las desenfrenadas manifestaciones más sensuales de la belleza. Porque finalmente lo que nos muestra Poussin en su obra es la geometría artística más favorecedora de una armonía estética idealizada de belleza. Un sutil equilibrio estético ahora entre una sensación apenas físicamente tangible y una concepción abstracta idealizada de belleza. Una concepción genial por lo sublime y trascendente que encierra siempre la Belleza.

(Óleo Venus y Mercurio, 1627, Nicolas Poussin, Galería de Pinturas de Dulwich, Reino Unido; Detalle del boceto del dibujo original antes de ser seccionado en el siglo XVIII, Nicolas Poussin.)

3 de febrero de 2018

La mediocridad de lo forzado frente a la genialidad de lo auténtico, o el misterio creativo de Manet.



Manet fue uno de los pintores más brillantes de la historia a la vez que, sin embargo, el menos popular de los genios de su tiempo. Menos popular porque a su pintura le seguiría muy pronto la mayor transformación artística en la historia del Arte: el Impresionismo y el Postimpresionismo. Unas tendencias artísticas que fueron más atractivas, incluso tiempo después, en el poco exigente estético siglo XX. Tal vez también porque el pintor se situaría entre la tradición y la modernidad. Sin embargo, su Arte prosperaría. Es, seguramente, uno de los mejores pintores de la historia luego de los grandes genios renacentistas y barrocos. Nacería demasiado tarde, posiblemente habría sido -de haber nacido en el siglo XVII- el pintor barroco francés más pasional de los grandes barrocos de su país. Pero vivió en pleno siglo XIX, cuando el Arte luchaba por encontrar otras formas de poder reflejar la luz en un lienzo artístico. También cuando la sociedad deseaba más sosiego y calma, o cuando el ser humano empezaba a querer tener más protagonismo estético que el claroscuro desolado que sus lienzos propiciaban. Así que cuando Manet (1832-1883) se asombrase mirando las obras maestras del Arte clásico, descubriría el sentido poderoso de lo que para él era pintar una obra. Ni el Romanticismo, esa fuerza arrolladora que por entonces atrajese la sensibilidad de un mundo relajado, ni el Clasicismo, la siempre efectiva tendencia más aplaudida por el público, asombraron al joven Manet. Para cuando Manet comienza a frecuentar el estudio de Delacroix, uno de los grandes pintores románticos de Francia, éste le recomienda copiar a Rubens, al dios de la pintura barroca, al maestro más excelso que el Arte hubiera dado en la historia.

En el año 1859 Manet se decide a componer una obra al ver uno de los paisajes del maestro flamenco. Pintaría su obra La pesca (1861) en homenaje a Rubens, pero, también a Tiziano a Lorena a Velázquez o Pissarro. Es decir, que no fue una obra original y personal de Manet, solo un compuesto inspirado de otros antes que él. Cuando el pintor decide dejar de ser guiado por nadie y descubrir su propio sentido artístico, sin complejos, alcanzaría su grandeza. Es uno de los creadores más extraordinarios porque pintaría siempre lo que pensaba que debía pintar desde la sinceridad más intuitiva de su genio. Algo que, sin embargo, no demostró hacer  en La pesca. Pensaría además que el clasicismo mejor conseguido en la historia no había sido el de Rubens sino el de Velázquez. Sin embargo, habría tal vez  una razón personal para componer esa infame obra. En La pesca están retratados Manet y su prometida Suzanne. Ambos están retratados como una pareja circunspecta y cariñosa, esa misma pareja que Rubens compusiera de sí mismo y de su joven esposa Helena siglos antes. Manet adquirió ese compromiso amoroso forzado por una sociedad excesivamente moralista y rigurosa. Es decir, no estaba reflejando en su obra un amor tan apasionado por su esposa. La conoció cuando él tenía diecisiete años y ella, con diecinueve, era la profesora de piano que su padre le impusiera. La efímera pasión adolescente llevaría luego al autoengaño. Manet, que se casó con Suzanne al morir su padre, nunca acabaría de encontrar el amor que a veces retratase en sus cuadros, salvo en la idealización inalcanzable y seductora de su cuñada, también pintora, Berthe Morisot.

La pesca representaba la idealización inconclusa de un escenario imposible. Como la misma obra en sí. Es de las creaciones de Manet más mediocres, infames y espantosas de su carrera. No representaba el espíritu genial que Manet expresaría con su Arte antes, pero, sobre todo, después. En el mismo año terminaría otra obra, Niño de la espada, donde el estilo clásico expresa una maravillosa afinidad por la pintura de Velázquez. Ahí sí es Manet, a pesar de parecer Velázquez... Porque los colores, la composición, el fondo neutro y la pose hierática delatarán su pasión por el Arte español del siglo XVII. Sólo su pasión, el resto es suyo original y propio. El modelo del cuadro es el hijo de Suzanne, León. Las leyendas sitúan a León como hijo fuera del matrimonio de Manet (o como un hijo del padre de Manet). Nunca reconocería Manet a León como hijo propio, aunque lo apadrinase y le dejase incluso su herencia. Pero,  entonces lo pinta como si lo fuera, o, al menos, como si su pasión le guiara en ese intento paternal.  La realidad es que crearía una gran obra de Arte retrasada en el tiempo. Pronto llegará el año artístico más maravilloso de Manet: 1869. Y entonces compone dos obras excelentes. Una inspirada en su decidida pasión por la pintura española de Goya: El balcón; otra muy estremecedora en su insinuación misteriosa y con unos tintes también hispanos: Almuerzo en el estudio

La obra El balcón, influenciada por Majas en el balcón de Goya, nos descubre una sutil epifanía de las relaciones cruzadas o triangulares de la vida conyugal. Cuando Manet conoce a su cuñada -casada luego con su hermano Eugene-, la pintora impresionista Berthe Morisot (1841-1895), descubriría a la vez apasionado la belleza distante, misteriosa y evanescente más anhelada para plasmar un rostro con su Arte. ¿Sólo para su Arte? Volvemos a la sociedad puritana de mediados del siglo XIX y sus compromisos, lealtades o represiones auto-impuestas. Pero, sin embargo, el pintor había descubierto la modelo perfecta. En El balcón retrata tres caras del mundo: la de la vida, la de la pasión y la de la sociedad. Utilizaría tres personajes para ello. Dos mujeres y un hombre, una manipulación sesgada para describir -desde una perspectiva masculina- la imposibilidad de representar el amor humano dividido ahora entre una admiración sosegada y una fascinación imposible. Compone por un lado la figura de la mujer arrebatadora por su gesto: el trasunto de lo que era Berthe para él; por otro la figura entregada, virtuosa, cariñosa y simple de la joven violinista Fanny Clauss. Luego la representación alejada del hombre confundido, sin brillo, indeciso, apocado, situado ahora entre la mediocridad y el sentido sublime de un gesto meditabundo.

El mismo año presenta Manet su misteriosa obra de Arte Almuerzo en el estudio. La obra rezuma misterio por todas partes. La genialidad de Manet es componer el conjunto más característico de su Arte peculiar: ni clásico ni moderno, ni romántico ni impresionista, ni mediocre ni reconocido...   Sólo Manet y su Arte genial; lo que le hace ser un pintor universal y extraordinario. En un estudio, no en una cocina ni en un comedor ni en un salón, aparecen tres -otra vez tres- personajes familiares para describir una escena misteriosa. ¿Es costumbrista, es hogareña, es familiar la escena? Es de nuevo una tríada, la inevitable de la vida social y familiar que domina por entonces: el hombre padre productor de bienes y seguridad; la madre servidora cariñosa y entregada; el hijo promesa de futuro y objeto de toda atención personal de sus progenitores. La figura vanidosa y orgullosa del joven contrasta con las desdibujadas figuras del fondo, ahora pendientes del sentido alegórico de un futuro prometedor... Pero, sin embargo, el pintor situaría  a la izquierda un casco de armadura que, apoyado junto a armas ya ineficaces, representa el extinto poder de un mundo inútil y vencido. Vanagloria fatua de una vida pasajera. Más misterio para entrelazar la tríada defendida y rechazada -su lealtad a una familia protegida, su propia indecisión y su incapacidad para aceptar lo inaceptable- y justificar así una escena tan moderna como a la vez tan antigua o desmerecedora. Unos gestos modernistas mezclados ahora con los más tradicionales de un mundo ya perdido o por perderse.

(Todos óleos del pintor Edouard Manet: Almuerzo en el estudio, 1869, Neue Pinakothek, Munich; La Pesca, 1863, Metropolitan de Nueva York; Niño de la espada, 1861, Metropolitan de Nueva York; El Balcón, 1869, Museo de Orsay, París.)