28 de julio de 2017

La sagrada belleza erótica fue desconsagrada en los albores de la ilustración francesa.



La belleza más erótica y conseguida de la mujer fue llevada al Arte desde siempre. Pero durante el Renacimiento y el Barroco los pintores tuvieron que acudir, inexcusablemente, a la representación más sagrada de esa belleza para poder justificarla estéticamente, fuese ésta religiosa o mitológica. ¿Hubo algún retrato no sagrado de mujeres bellas en el Renacimiento? Sí, por supuesto. Los pintores gozaron por entonces una estremecedora libertad estética al poder ellos exagerar, sin temor, una belleza femenina extraordinaria. Manifestaban esa belleza a través del desdén o del gesto sugerente y atractivo -propio de lo satisfecho o de lo ocultamente deseado- sin menoscabar la osadía de extralimitarse al expresar una belleza prodigiosa. Lo hicieron también en los años siguientes -siglos XVI y XVII- gracias a la formal, estereotipada y perfilada -el perfil es menos sugerente que el frontal o medio-frontal- forma de retratar un bello rostro femenino. En el Barroco los creadores sintieron la necesidad de expresar un ferviente erotismo sutil, un gesto liberal sofisticado, pero tan sólo con personajes sagrados como la Magdalena evangélica, una iconografía con la que podían transgredir el pudor exigente de la época. 

No hubo retratos no sagrados de hermosos rostros sugerentes ni bellezas profanas de cuerpos desnudos en el Arte hasta que llegó la Ilustración a mediados del siglo XVIII. Francia fue el primer lugar donde los artistas comenzaron a sentir la necesidad de representar rostros laicos, de personajes anónimos o conocidos, en las obras más sugerentes y menos sagradas de la historia. El pintor francés Jean-Baptiste Greuze (1725-1805) tuvo la suerte de que su tendencia académica -la definición del Arte perfecto- le ayudase a representar, sin estridencias, la mejor belleza erótica que de una mujer el Arte clásico pudiera hacer. Pero, no sólo se conformaría con la belleza, Greuze alcanzaría a transmitir la misma sensación estremecedora que, en los momentos álgidos de belleza erótica renacentista o barroca, los pintores consiguieran solo componer con lo sagrado. Greuze haría así lo mismo con la belleza no consagrada, la más mundana o más frívola. Algo que la Ilustración y la liberalidad de las costumbres de entonces pudo llegar a conseguir en una sociedad que caminaba hacia una laicidad, en el Arte y en la vida, no conocida desde siglos antes. 

Cuando Angelo di Cosimo di Mariano, también conocido como El Bronzino (1503-1572), quiso alcanzar la belleza que sus maestros (Leonardo da Vinci, Miguel Ángel o Rafael) habían logrado años antes, pintaría rostros manieristas con la grandeza que su tendencia nunca hubiese alcanzado sin su alarde. Y pintaría madonnas con la sagrada belleza de lo mundano o de lo más sugerente. ¿Qué sagrada belleza es esa que unos ojos entornados transmiten rodeados de un cabello pelirrojo, el más erótico de todos? ¡Qué rostro y gesto más atractivo de una madonna en el Arte! Porque esta es la sensación que tendremos al admirar la obra Sagrada Familia con santa Ana y san Juan -El Bronzino, año 1550- y apreciar la imagen de la madonna con la connotación de expresar un semblante hermoso más laico que sagrado. ¿Cómo no amar esa sagrada belleza...?   La Contrarreforma también conseguiría, gracias al manierismo de El Bronzino, desarrollar una teología muy efectiva por entonces. Pero más de doscientos años después, en el revolucionario año 1790, el pintor más exigente de belleza clásica retratada de un rostro femenino, Jean-Baptista Greuze, conseguiría obtener esa sagrada belleza de antes, pero, ahora, desde presupuestos menos sagrados, más laicos y vulgares que el Arte clásico pudiera realizar.

En ese año 1790 pinta su retrato Busto de una joven llamada Virginia. Greuze logra alcanzar una divinidad extática sagrada con la sencilla belleza desconocida de una vulgar joven cortesana. Ahora el Arte sí podía permitirse componer un rostro transformado estéticamente, alterado por la emoción de un gesto muy humano sublimado de belleza. Una belleza que antes solo con santas sagradas pudieron permitirse los pintores para acercar un sentido sugerente de belleza al ojo del que lo mirase. Pero en el año 1790 el mundo había cambiado para siempre. El pintor francés realizó su obra sin pudor, sin dudar, sin preocuparse de otras consideraciones que las propiamente estéticas. ¿Cómo no admirar, desear o amar ese rostro vulgar y desconocido, a pesar de titular el pintor el cuadro con el sagrado nombre de Virginia? Virginia, epónimo de virgen sagrada, ajena a toda belleza terrenal o distinta de la trascendente. Ahora el Arte desconsagraría la belleza de antes, sin calificaciones o determinaciones diferentes a lo que la belleza pudiera tener o sentir cuando no se mediatiza. Porque ya no interesaba en el Arte quién era, qué representaba o qué sentido tenía la belleza. Ahora era tan solo belleza. Desconocida, entregada, permitida, asombrada, soñadora, eterna, iluminada, deseosa o condescendiente belleza.

Diez años antes Greuze pintó su obra clásica El sombrero blanco. En ella vemos el retrato de una joven correcta con un elegante sombrero blanco. Una mujer hermosa y distante, con la formalidad propia del típico retrato clásico. Pero el pintor incluyó el detalle osado del pecho izquierdo desnudo de ella. Esta sutileza artística erótica fue extraordinaria: había que componer de alguna forma un erotismo, pero no había por qué desgarrar la belleza clásica. Un siglo antes los pintores podían hacer lo mismo, expresar alguna sutileza erótica, pero por entonces tan solo de una sagrada belleza permisible: la de Magdalena penitente. El pintor español Francisco Ignacio Ruiz de la Iglesia (1649-1704) fue uno de los pintores barrocos más interesantes que haya tenido España, y, sin embargo, de los más desconocidos. En el año 1670 pinta su obra Magdalena penitente, un lienzo barroco que fue atribuido a él doscientos años después, tan desconocido llegaría a ser el pintor en la historia. Nunca más pintaría una obra así, tal vez esto influyó también en su desconocimiento. En su lienzo compone una magdalena sagrada con el erotismo profano de otras épocas. No es una santa lo que vemos porque no lo parece. Pudo pintar la obra de ese modo tan erótico porque la tituló Magdalena penitente. Solo por eso. El cuadro, sorprendente para la época y el país que lo crease, acabó siendo atribuido a otro pintor español -Mateo Cerezo, quizá por haber compuesto otra magdalena sugerente en el año 1661- y comprado por uno de los ilustrados españoles más reformistas del siglo XVIII, Jovellanos. Una curiosa circunstancia del Arte: que la belleza erótica más atrevida del barroco español acabase entre los muros avanzados de un español ilustrado un siglo después. Y como lo fuera también aquel pintor francés que, decidido, consiguiera llevar la belleza sagrada de lo divino hacia la menos sagrada belleza de lo más terrenal, erótico o sugerente.

(Óleo clásico del pintor francés Jean-Baptiste Greuze, Busto de una joven llamada Virginia, 1790, Colección Privada; Detalle del cuadro manierista del pintor italiano El Bronzino, Sagrada Familia, 1550, Museo de Historia del Arte de Viena; Cuadro Barroco del pintor español Francisco Ignacio Ruiz de la Iglesia, Magdalena Penitente, 1670, Museo casa natal de Jovellanos, Gijón, Asturias; Óleo El sombrero blanco, 1780, del pintor francés Jean-Baptiste Greuze, Museo de Bellas Artes de Boston; Lienzo manierista Sagrada Familia con santa Ana y san Juan, 1550, El Bronzino, Museo de Historia del Arte, Viena.)

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