22 de mayo de 2017

La simbología más espiritual de la representación universal del mundo: una obra de Arte.



Cuando los primeros filósofos de la historia europea, los griegos, dieron un sentido al hecho de comprender el mundo, delimitaron éste entre dos cosas opuestas que pudiera contenerlo: una física, material, diversa, cambiante, sensible, cercana, visible; otra etérea, celestial, única, inmóvil, intuible, universal e invisible. Y, así, unos y otros se adscribirían a una u otra tendencia de pensamiento. El mundo se dividió entre esas dos formas de poder entenderlo. De ahí se configuraría, tiempo después, el dualismo en el que el mundo establecería sus preferencias de pensamiento: o claramente material o claramente idealista; o decididamente racional o plenamente empirista; o escrupulosamente existencial o fervientemente metafísico. No habría solución al dilema de la interpretación de lo que es el mundo, y este dilema filosófico se ha transmitido a todos los ámbitos de la vida del hombre a lo largo de la historia. Y así las dos formas (siempre dos, nunca hay tres, aunque lo parezca siempre se resumen en dos) de comprender el universo del ser humano y del mundo nunca se han reconciliado, y nunca lo harán. 

Sólo el Arte consigue poder llegar a conciliarlo, tal vez porque el Arte es lo único que no se parece al mundo exactamente, únicamente sirve para poder comprenderlo. Por eso su posible conciliación no es realista, es decir, no es práctica, no puede traducirse su forma de comunicación -la del Arte- al sentido real de la vida del ser humano. Entonces, ¿cuál será esa conciliación, y, sobre todo, para qué servirá? Llegar a conciliar el mundo con el Arte es una forma de catarsis psicológica, por tanto, algo individual o personal, nunca social. Los grandes pensamientos filosóficos no son nunca de aplicación individual sino social. No es que no sean individuos los que los tengan sino que su aplicación siempre es social. Pero el Arte -el pictórico en este caso- es algo, a cambio, personal, es una comunicación íntima entre la representación estética que sea y el sujeto espectador que lo percibe. Y entonces puede haber una revelación -o no haberla- para alcanzar a comprender el sentido que la belleza de la obra pueda afectar a la conciencia del que la perciba. Este proceso no es automático ni infalible. Por eso nunca podrá ser un hecho la conciliación real de las dos formas universales de entender y calibrar el mundo. Pero el Arte nos sirve, al menos, para entender que las dos formas son dos visiones diferentes de una misma realidad. 

El pintor alemán Adam Elsheimer (1578-1610) fue un creador al que no le sería ajeno el dualismo del mundo en algunas cosas de su vida. Por ejemplo, artísticamente se sitúa el pintor entre dos formas o tendencias diferentes: el Manierismo y el Barroco, y ambas las acoplaría sensiblemente en su obra; personalmente, abrazaría el pintor el catolicismo desde su luteranismo natal; y culturalmente conviviría entre Alemania y la Italia que le acogiera con sus tratamientos pictóricos revolucionarios, por ejemplo, con el color y el contraste de Venecia. Pero, también descubriría el pintor otra dualidad: la luz y la oscuridad. Sus efectos artísticos con el claroscuro son distintos, sin embargo, a los habituales del naturalismo de su época. No son rupturistas, no son destacables (no destacan algo, lo que sea, incluso lo más importante, tras un fondo oscurecido), no obedecen a un tenebrismo sobrecogedor o lastimero. Sus contrastes de oscuridad y luz llevan, a cambio, el sentido conciliador del fenómeno universal de los contrarios. En sus obras -en esta que vemos aquí- la oscuridad no refleja nada, ni bueno ni malo, que llegue a confundir, ni a atemorizar, ni a sacralizar, ni a desmejorar ni a realzar. Por eso no hay aquí solo claros y oscuros absolutos, no, ya que se necesita que ambas realidades sean delimitadas por una frontera ahora que las una: la penumbra... Lo que, finalmente, conllevará aquella conciliación anhelada del mundo.

La obra Huida a Egipto, realizada por el pintor alemán un año antes de morir, es la representación de la dualidad del mundo y de su conciliación estética. Y lo es, entre otras cosas, gracias a la sublime utilización de la luz y la oscuridad. Sin embargo, no son solo la luz y la oscuridad los elementos contrarios que en la obra veremos. En su grandiosa composición, en un primer nivel estructural, se observa la obra dividida diagonalmente en dos. Por un lado está el firmamento nocturno, por otro la tierra oscurecida. Pero, a su vez, en ambos lados también hay luz. En la obra de Elsheimer hay algo más que una narración bíblica. Siguen añadiéndose dualismos filosóficos aquí: por una parte la religión como trasunto histórico o metafísico; pero, por otra, el sentido incognoscible de la profundidad del universo celestial, de su racionalismo fallido... Los puntos de luz, los focos desde donde el pintor origina la diversidad lumínica, son cuatro en la obra: dos son humanos y dos celestiales. Uno es el fuego que abriga, protege, acompaña y alimenta a los hombres acampados a la izquierda del lienzo. Otro es la antorcha con la pequeña llama que san José transporta en su huida a Egipto. Esta solo sirve ahora para iluminar el camino, no para proteger o abrigar nada con ella. En los dos focos celestiales hay también otra dualidad:  uno es la luna llena y poderosa, la única fuente de luz ambiental propiamente; y otro es el reflejo lunar en el agua del río, que no ilumina nada fuera de él, una metáfora radiante sobre la dualidad manifestada de antes, sobre aquella fuente lumínica de fuego de una y otra realidad terrenal.

Porque esas fuentes de luz celestiales no existen más que como reflejo de otra cosa, inexistente ahora en el lienzo: la invisible luz solar que causará el reflejo lunar y su efecto luego en el agua del río. Pero, sin embargo, esas fuentes celestiales no alumbran ahora nada ahí. El denso y abundante bosque impide que la luna, muy baja sobre el horizonte, ilumine partes oscurecidas de la noche. No bastará esa luz, esa sola luz, para que pueda vislumbrarse con ella la vida y su sentido material. Los personajes representados en la obra necesitan ahora otros focos de luz para poder vivir. Aunque nosotros, los que vemos el cuadro, sí apreciaremos, a cambio, el conjunto general de toda la visión en el universo conciliador de la obra de Arte. De este modo podremos comprobar el sentido ambivalente de la dualidad del mundo y su universo. La oscuridad es precisa para alumbrar con el fuego la opaca realidad de la noche, pero la luz de la luna es inevitable aquí -en esa dualidad opuesta entre su fuente real y el reflejo en el agua- para poder comprender el sentido poderoso de una causa ahora invisible. Porque el reflejo lunar no es más que una reflexión luminosa terrenal, nada real, aunque sí existente en el universo completo del mundo conocido. Frente a los pensamientos filosóficos opuestos de la historia -el idealismo frente al materialismo-, aquí apreciamos ahora el sentido conciliador de una obra de Arte. En la penumbra del contraste entre las posiciones de luz y oscuridad vemos resplandecer las estrellas y una pequeña llama portadora de luz. Ambos fenómenos son aquí el sentido trascendente del universo..., frente al inmanente, representado por el fuego de los hombres o la luna reflejada en el río. Un sentido dual que, para poder entenderlo, se necesitará inevitablemente de la participación de esas dos partes opuestas de la obra: del contraste de la luz y de la oscuridad como del contraste del mundo material con el del espiritual más etéreo del universo.

(Óleo sobre cobre, Huida a Egipto, 1609, del pintor alemán Adam Elsheimer, Alte Pinakothek, Munich, Alemania.)

15 de mayo de 2017

El compendio de la vida expresado en una obra de Arte: el realismo impresionista de Uhde.



En la interminable lista de pintores desconocidos está el alemán Fritz von Uhde (1848-1911). ¿Por qué? Pues porque se dedicó a pintar escenas banales, infantiles, sencillas y costumbristas, las llamadas también escenas de género. Lo hizo además en un momento fundamental de la gran cultura en Alemania, y esto le malograría frente a una sociedad muy exigente entonces por querer fijar grandiosas imágenes en un lienzo. Pero, aun así, ¿cómo es posible ese rechazo, a pesar de su virtuosa forma de pintar un lienzo? Van Gogh hizo lo mismo casi, y, sin embargo, ahí está el genio: en la más alta popularidad artística. Pero, aclaremos cosas. Primero van Gogh no fue reconocido mientras vivió, solo después de muerto la crítica modernista lo encumbraría gozosa. Segundo el Modernismo (postimpresionismo, vanguardias, etc...) ganaría la batalla artística al Impresionismo, y más aún al Impresionismo-Realista, el estilo al que más se consagraría Fritz von Uhde. Precisamente un estilo artístico éste que hoy, por ejemplo, valoraremos más que nunca. Porque en él se encuentra el reflejo verosímil de qué somos a la vez que el sesgado momento fugaz de lo impreciso... Ambas cosas determinarán, si lo pensamos bien, el sentido compendiado de una vida, de toda la vida, tanto la humana como la que no. Y, ¿qué mejor obra que una de Uhde para comprender esa sensación visual y emocional que siempre debería una obra de Arte suponer?

En el año 1890 el pintor alemán compone su lienzo Un viaje difícil. El Arte tiene siempre la ventaja de que todo lo que refleja es subjetivo, es decir, que lo que el espectador sugiere o percibe es lo que, realmente, expresará la obra. Da igual lo que el pintor haya ideado inicialmente en su mente: el Arte ha transformado ya completamente el sentido del emisor -su contenido concreto primordial- y lo ha llevado al del receptor -su sensible emoción encubierta-, haciendo ahora una pirueta expresiva para poder llegar al profundo sentido personal de cada uno. Pero esto no lo hace cualquier Arte, solo el Arte grandioso. Porque ahora, en esta obra realista-impresionista, ¿qué vemos traslucir desde su mera apariencia formal? En un camino incierto, deslucido, frío y agreste, una pareja unida avanzará, difícilmente, bajo un cielo sin color... En primer lugar, la perspectiva es apasionante, con ella veremos cómo sus líneas se concentran en un final también impreciso, un final que no se ve, que no se percibe siquiera parte alguna del lugar hacia donde, ahora, se dirigen ellos, la pareja de personajes anónimos representados en el cuadro. Porque en la obra estará representado todo, sin embargo. Y no sólo todo para comprenderlo estéticamente, sino que todo estará representado ahora para entender el sentido completo de la vida en un cuadro. 

En el lienzo de Fritz von Uhde hay espacio, tiempo y emoción. Tres cosas necesarias para compendiar el sentido de la vida en una obra de Arte. Vemos un escenario espacial: el camino orillado de árboles deshojados que compone así un sendero atravesado de barro por donde caminará, frágilmente, la pareja representada en el lienzo. Vemos también el tiempo: la pareja que avanza desde una posición inicial hasta una final, posición esta última que apenas apreciaremos bien en la obra. Hay por tanto un principio y hay un final. Se aprecia la diferencia de ambas posiciones en la perspectiva lineal y en el propio gesto de avance de la pareja unida. El tiempo es lo único que puede ahora hacernos prever aquí el momento presente, un tiempo que, luego, cuando las líneas coincidentes se acerquen poco a poco, precipitadas, acabará ya transformándose después en otro espacio, en otro momento aún no representado en la obra pero existente gracias a la sensación tan fluida de la misma. Y, por último, la emoción...  ¿Qué otra cosa realmente se apreciará más en este lienzo sugestivo? ¿Qué emoción o emociones percibiremos ahora de esa pareja que camina unida por el sendero itinerante o transeúnte... tan propio de la vida? Todas las emociones están ahora representadas ahí: la desesperación y la ternura, el dolor y la esperanza, la decisión y el cansancio, la persistencia y el sentimiento, la confianza y la amargura, la simpatía y el hallazgo...  ¿No es la vida todo eso? Y el pintor alemán lo retrataría todo eso en su lienzo impresionista-realista genialmente. Porque la vida es así: realista e impresionista, tanto como las cosas representadas en la obra. Realista son las emociones; Impresionista es el tiempo y el espacio. Debe ser así, además. Porque sólo deberán durar aquéllas y solo fluir éstas. Nada que verdaderamente importe en la vida puede ser representado sin merecer el reflejo real de una imagen emotiva. Todo lo demás, lo contingente y caduco de la vida, será ya tan fugaz como lo son las pinceladas impresionistas de este Arte pictórico, abandonadas aquí a su imprecisión y evanescencia por el alarde, tan descolorido como  elusivo, de sus sutiles trazos indistintos...

(Óleo Realista-Impresionista del pintor alemán Fritz von Uhde, El viaje difícil, 1890, Museo Neue Pinakothek, Munich, Alemania.)

10 de mayo de 2017

La sabiduría premonitoria no es sabiduría, es mejor evitar aquella cuando llega el momento de tener ésta.



La mitología siempre encumbraría a los adivinos. Es así como sus autores -los poetas griegos- glosaron sus fantásticas historias legendarias: antecediendo los hechos para contarlos luego con credibilidad. La profecía, ¿qué sentido tiene creer en ella?, ¿acabaremos creyendo que algo vaya a suceder o acabaremos viviendo lo creído a pesar de que, realmente, no suceda nunca? El caso es que las leyendas griegas ejercieron un fascinante modo de representar en el Arte iconos premonitorios. Uno de ellos fue un personaje femenino que, en principio, nada de sabiduría vetusta y experimentada -como si lo fuera Tiresias- tendría para acreditarse en el consagrado poder de la adivinación. Casandra fue una bella joven sacerdotisa del dios Apolo que vivía en la asediada ciudad de Troya. Una hermosa troyana -hija del rey Príamo- que, al llegar por primera vez al templo, Apolo quiso entonces poseerla. Pero ella ahora le pide algo a cambio de entregarse: el don de la profecía, un poder extraordinario, sin embargo, para una simple sacerdotisa. Pero los dioses del Olimpo eran un poco ingenuos: le ofreció Apolo el don antes de que Casandra se entregase. Ella se arrepintió después y el dios no pudo deshacer lo hecho. Los dioses no podían desdecirse pero sí decidir luego hacer otra cosa para fastidiar. Apolo ahora, despechado, la condenaría a que todo lo que ella supiese antes -lo que es la premonición- nunca nadie terminase por creerlo.

El Neoclasicismo fue la tendencia pictórica más elaborada, correcta, estudiada y proporcionada de la historia. Cuando surgió a mediados del siglo XVIII lo que hizo fue retomar las consagradas virtudes del clasicismo grecorromano y las ideas del Renacimiento. Pero lo hizo apoyado en una teoría estética compuesta de filosofía, geometría, belleza, elementos que el hombre dispusiera en su sabiduría -entonces la Ilustración- para glosar la imagen más conseguida, más perfecta y más completa. Es decir, que disponía esta tendencia clásica de más de dos mil años de conocimientos estéticos desde que el ser humano había perseguido la idealización de una expresión plástica para fijar una imagen, algo que luego -durante el Renacimiento- había llevado esa idealización al encuadre más sublime de una representación desde presupuestos clásicos. Y se habría determinado que el equilibrio, la armonía, la medida o la sobriedad estéticas eran valores ineludibles para expresar una representación artística en un lienzo. Y Francia fue el país donde ese anhelo clásico pudo fomentarse antes porque llevaban ya un siglo elogiando ese clasicismo tan consagrado. Y el sumo sacerdote de ese templo iconográfico tan clásico lo fue el pintor Jacques-Louis David. Y uno de sus muchos discípulos lo fue Jérôme-Martin Langlois (1779-1838), un pintor francés que colaboraría con David en grandes obras de Arte neoclásicas. En el año 1810 compone Langlois su obra de Arte Casandra implora la venganza de Minerva contra Áyax.

En esta obra observamos la sublimidad de la narración que todo Arte pictórico debía tener, algo que el Neoclasicismo hiciera especialmente brillar en sus creaciones. La leyenda nos sitúa en la Troya invadida por los griegos, Casandra está en su templo de Apolo desolada luego de haber sido asaltada por el fiero griego Áyax. ¿Es eso lo que vemos? Si ella era una adivina, ¿no pudo haberlo sabido antes de implorar su venganza y haberse salvado? Pero la narración pictórica lo deja claro: ella está desnuda, vejada, atada y atormentada mirando a la diosa Minerva -Atenea- para rogarle venganza por la infamia sufrida. Al fondo vemos a un guerrero griego -¿es o no es Áyax?- que la mira -parece que mira a Casandra- mientras trata de violentar a otras jóvenes troyanas. Esa mirada es aquí una metáfora del Arte, una curiosa sublimidad hecha hacia el Arte dentro de una obra. Es la sublimidad de la narración artística: así es como el Arte debía glosar la mirada anhelante. Pero, también podría ser el alarde premonitorio -por tanto dos momentos diferentes de tiempo en una misma  obra- de la imagen de Casandra antes de que su asalto se hubiese producido. Pero parece que el guerrero la está mirando ahora, cuando ya había sido asaltada -ella está ahora atada y desnuda-, algo que, sin embargo, nos hace confundir el momento temporal y al personaje griego mismo. Pero esto -lo confuso de la imagen- es un sentido metafísico que se sublima en la obra para conciliar anticipación y hecho, dos cosas que determinan la incierta sabiduría premonitoria.

¿Pudo hacer algo Casandra antes para evitar su asalto? La adivinación, la premonición o el presentimiento, ¿pueden hacer algo más que agotar la energía vital de los seres anticipados? Porque de esa sabiduría premonitoria que no es aceptada por los otros, como fue el caso de Casandra, ¿qué sucede cuando el objeto de la premonición es uno mismo? El pintor, como el autor de la leyenda, nos ofrece una sabiduría fundamental: la premonición personal -no la que atañe a terceros sino a uno mismo- es en cualquier caso inútil y contraproducente. La infausta Casandra sufrió dos veces: antes y durante de su experiencia. Su suplicio fue doble. ¿No pudo mejor ella enfrentarse dedicando todo su esfuerzo a tratar de minimizar o evitar o superar los graves momentos del infortunio? No solo no lo hizo sino que además debía saber antes lo que su enemigo la obligaría a padecer. De no haberlo sabido se hubiese evitado sufrir anticipadamente. Un incisivo filósofo rumano, Emil Cioran (1911-1995), dejaría escrito lo siguiente sobre la mítica Casandra: Bien mirado es más agradable verse sorprendido por los acontecimientos que haberlos previsto. Cuando uno agota sus fuerzas en la visión de la desdicha, ¿cómo afrontar la desdicha misma? Casandra se atormenta doblemente: antes y durante el desastre; mientras que al optimista se le ahorran los tormentos de la presciencia.

(Óleo del pintor neoclásico Jérôme-Martin Langlois, Casandra implora la venganza de Minerva contra Ayax, 1810, Museo de Bellas Artes de Chambéry, Francia.)

4 de mayo de 2017

Cuando la escultura sublimaría, una vez, a la pintura en su ámbito.



¿Qué fue antes la escultura o la pintura? Es de suponer que la pintura, ahí están las paredes trogloditas del Paleolítico superior. Pero pronto el ser humano moldearía el barro de la tierra para imitar formas con ello. Es la mayor recreación posible de las formas, cuando ahora la tridimensionalidad de la naturaleza alcanzará toda su perspectiva real y natural. Pero la escultura es, sin embargo, artísticamente inferior a la pintura por su limitada sublimidad narrativa. ¿Cómo narrar algo con la sutileza necesaria para emocionar, inspirar o enseñar, solo describiendo ahora formas limitadas y acotadas en el espacio y en el tiempo artísticos? Aunque la pintura tenga también limitaciones creativas, siempre podrá expandirse mucho más que la escultura gracias a manejar dos formas puras de la intuición, la representación sensible del espacio y la del tiempo. Pero hay algo donde la escultura glosaría su virtualidad mejor que ningún otro Arte: la capacidad para la representación fidedigna de un cuerpo, humano o no. Y esto mismo es lo que apreciaremos en esta pintura del pintor y escultor británico John Macallan Swan (1847-1910). 

Como metáfora de la prevalencia por el artista de un Arte sobre otro, en su lienzo Las Sirenas destacaría Swan claramente la figura de la mujer desnuda ante un espacio pictórico ahora poco agraciado. Porque es virtualmente la escultura pintada de una mujer de espaldas, con sus brazos sobre la cabeza, con su pose cincelada, con su sintonía espacial -la única intuición estética que realzará la escultura-, con su materialidad soberbia ante un fondo ahora difuminado y deslucido. Porque la visión del creador logra suplantar aquí el espacio de una escultura para poder ahora pintarla en un lienzo. Pero solo puede hacerlo con la delimitada forma más destacable de la modelo: la espalda de la sirena. Todo lo demás es despreciado por el pintor. Porque pinta él no lo que ve sino más bien lo que sus manos perciben -como escultor- que debe ser ahora representado. Y a pesar de la plasmación de belleza sublime de una forma fidedigna -lo que se obtiene en la escultura-, el pintor no conseguirá llevar esa perfección sublime del todo a su trabajo. Pero no es por él, realmente, la causa de esto. Es porque la pintura no consigue exactamente imitar la capacidad que la escultura tiene para modelar con rigor el cuerpo humano. En la mano derecha de la sirena apreciamos la falta de naturalidad en su dorso. Pero esto es consecuencia de la perspectiva en el Arte pictórico, algo que en la escultura no existe. No hay perspectiva en la escultura, solo realidad natural. Porque la perspectiva es en la escultura siempre la que tenga el sujeto observador no el creador. En la pintura no, en la pintura la perspectiva la tiene que ofrecer el pintor necesariamente del objeto observado. 

Aun así, el pintor-escultor John Macallan Swan consigue realizar una extraordinaria obra de desnudo. Una obra de desnudo sosegada, brillante, naturalista, antropomórficamente perfecta. Incluso nos emociona la dificultad para desenredarse ella el maravilloso collar de perlas de su pelo. Una sutil excusa en la pintura para poder componer ahora sus brazos alejados del cuerpo. El pintor-escultor no se prodigaría mucho en estas obras de Arte, se especializaría más en animales, concretamente felinos, obras que no dejarían mucho a la imaginación. Pero aquí, en algún momento de finales del siglo XIX, creó este bello lienzo mitológico para plasmar la grandeza de la escultura pintada en una obra. Otros pintores lo habían hecho también, pero solo Swan alcanzaría a definir la silueta de una mujer desnuda lo menos integrada posible en el lienzo -lo que es la esencia de la escultura-. Porque ella parece estar ahí sola, desplazada absolutamente de toda narración, contexto o interactuación con el resto de la obra. Sin nada más ahora que su belleza anónima, distante, desconsolada, aislada. Ajena a todo lo que pueda ser otra cosa que ajustarse -inútilmente- su manejado collar entre los suaves cabellos de su cabeza. Porque podremos extraer hasta su figura incluso de ahí: abstraerla ahora del espacio que ocupa en la obra pictórica y llevarla al pedestal de una escultura clásica. Y seguirá igual de completa en nuestra memoria, mostrando así también la serena belleza de una perspectiva diferente. Una belleza que ahora podremos solo imaginar desde los diferentes ángulos que unos ojos virtuales dirijan, fascinados, a una estatua.

(Óleo Las Sirenas, finales del siglo XIX, del pintor academicista inglés John Macallan Swan, Museo Nacional de Ámsterdam, Rijksmuseum.)