10 de abril de 2017

Cuando el anonimato alcanza la genialidad, ¿qué nombre le ponemos?



¿Es la genialidad necesariamente identificable para que lo sea? En absoluto. Lo que sucede es que, si no le ponemos nombre a las cosas, a las personas, a los pintores en este caso, a los genios, ¿cómo los manejaremos entonces para calificarlos?, ¿cómo pensaremos en ellos para admirarlos comunicando luego sus alardes? Es como si dudásemos de lo que hicieron... Una contradicción, porque si dudamos de una creación es porque pensamos que hay un creador posible, aunque ignorado. Porque, ¿qué decimos?: ¿has visto las obras de ese anónimo?, ¿conoces la belleza que trasluce en la figura retratada de la obra de...? No nos ubicaremos. Perdemos sentido crítico incluso porque no daremos crédito ontológico -de existencia, de que exista ese ser, ese genio o ese creador- como para que nuestra admiración se catalogue correctamente asignándose ahora a algo definible, a alguien específico y que conocemos de otras obras, a una entidad concreta y objetable. ¿Cuántas obras anónimas son obras maestras del Arte? Algunas, sin duda. Pero, ¿las conocemos?, ¿las difundimos?, ¿las creemos? Cuando buscamos de pronto al autor de una obra que nos seduce al verla, y vemos, en el lugar del nombre del pintor, la palabra Anónimo, inmediatamente sospecharemos de todo menos que haya un genio detrás, o que sea merecedora la obra de análisis, profundidad, admiración o sentido artístico sublime. Aunque lo sea... Ya que, ¿a quién se lo dedicaremos?

Y algo más nos sucede al verlas cuando, entre paréntesis, nos dice una leyenda de la obra: (Copia de...), y leemos el nombre de un genio conocido o nominado en el Arte. Entonces pasaremos por alto las sutilezas artísticas que la obra pueda tener, si las tiene. Veremos el original mejor, si es posible, y pensaremos luego que ninguna copia puede ser creativa de por sí.   Pero, no siempre es así. Y no lo es porque nunca hay una copia artística exacta a otra. Por suerte. Unas veces el elogio es del original, la mayor de las veces. Otras, de la copia. Y esto he sentido al ver la copia primero, el único orden lógico para buscar luego y ver el original, ya que, al contrario, si primero ves un original que te gusta, ¿tratarás de ver alguna copia de esa obra? En absoluto. Esta es la orfandad de las obras copias de anonimato, que si no se ven primero ya no se verán (no se buscarán...). El Museo Nacional del Prado guarda entre sus colecciones una obra anónima de una Dolorosa. En la ficha de la obra no hay nada más que el añadido entre paréntesis del autor original de esa misma dolorosa, en este caso el pintor Sassoferrato. Giovanni Battista Salvi da Sassoferrato (1609-1685) fue un pintor italiano del barroco más elaborado, con sus sombras, sus colores, su clasicismo y su belleza casi renacentista. Se especializó en las dolorosas. La Dolorosa es la iconografía de la figura retratada del rostro de la Virgen cuando María experimenta el mayor dolor en el momento exacto de la muerte de Jesús. Al final de su vida Sassoferrato crea su obra La Dolorosa (la Madonna del dolor). Es magnífica la correcta elaboración del pintor italiano. Todo es medido en su lienzo: la tonalidad, la sutileza del contraste rutilante en algunos colores frente a la oscuridad tenebrosa de la obra; o la belleza del rostro de la madonna dolorosa, que elogia aquí a su admirado Rafael Sanzio

Todo en la obra de Sassoferrato es glorioso, es admirable y, como es identificable tras un nombre catalogado, hablaremos de Arte del Barroco italiano a medio camino entre la escuela boloñesa y el tenebrismo. Sin embargo, un creador anónimo sintió la belleza de la obra de Sassoferrato una vez que la vio y deseó entonces plasmarla en un lienzo. Pero, entonces consiguió el pintor anónimo algo extraordinario... para ser una copia. La Dolorosa del Anónimo del Museo del Prado (Copia de Sassoferrato) esconde una sutileza genial en el rostro de María que su autor original no consiguió expresar en la suya. Una sutileza inédita en el Arte de las dolorosas, además. Algo, incluso, que podría considerarse hasta sacrílego. Tal vez, por eso no firmó la obra. El semblante de la Dolorosa de Sassoferrato no es el rostro dolorido más frecuente que el Arte haya ofrecido de una madre desgarrada por el sufrimiento de la muerte espantosa de su hijo. Como algunos de sus admirados renacentistas, Sassoferrato dulcifica el rostro de la dolorosa: no hay rictus de emoción sufrida ni gesto de un terrible sufrimiento. Al contrario, las facciones son tan hermosas como puedan serlo las de una mujer pensativa. Aun así, la solemnidad del hecho sagrado la sigue manteniendo el pintor italiano. Pero, ¿y en el caso del Anónimo? Aquí vemos ahora un rostro absolutamente confiado en su belleza. El semblante de la Dolorosa del anónimo del Prado es maravillosamente bello, su belleza es extraordinaria, independiente del sentido final que ese rostro suponga. Y, si lo pensamos bien, ¿no es mejor para el mensaje trascendente del sentido de salvación de la Pasión cristiana demostrar así que la imperturbabilidad de un bello rostro sea expresado ahora sin fisuras...?

(Óleo sobre lienzo La Dolorosa, siglo XVII, Anónimo (Copia de Sassoferrato), Museo Nacional del Prado, Madrid; Obra del pintor barroco Sassoferrato, La Dolorosa, 1685, Galería de los Uffizi, Florencia.)

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