23 de marzo de 2017

El desengaño de una transformación social elaborado por Goya entre los bocetos de un tapiz real.



Uno de los recuerdos que más impronta pueda dejar en la mente por hacer de la infancia es la visión permanente de un cuadro en la pared de un pasado desvaído en la memoria. Es como el sonido retenido de una melodía impactante que, al pasar de los años, sigue estando depositada su música entre los recónditos espacios de la memoria. Los tapices fueron creados para las paredes frías de los palacios o de las casas solariegas. Paredes que durante el invierno pudieran acoger, con sus tejidos adornados de belleza, a los seres humanos ante sus paramentos ahora templados y maravillados. También sus reproducciones se llevaron a cabo para homenajear a los creadores que ayudaron a fijar, con sus paisajes o leyendas, los engarces tejidos de belleza de sus acabados tapices de Arte. Nunca olvidaré el pardo cuadro-tapiz monocolor, decolorado y algo raído de mi infancia que, horizontal no vertical -como es su original-, decoraba una estancia de mi niñez. Representaba La vendimia del genial maestro Goya. Porque Goya era todo lo que existía en el Arte español más cercano a todos, con sus ahora alegres, bucólicos y sencillos motivos tradicionales. No había que saber Arte para conocer a Goya. Todo el mundo sabía quién era Goya. Él lo era todo en España y sus obras reproducidas en una pared -cualquier pared de España- servían entonces para entender que la vida también podía representarse con belleza, placer y desenfado. 

No hubo otro personaje de la historia artística de España más conocedor de la realidad social de su país. Francisco de Goya comprendió muy bien la terrible inconsistencia social de una nación que no alcanzó a tomar el tren de las reformas ilustradas de Europa. Por entonces, el último cuarto del siglo XVIII, España tenía una clase política que pudo, sin embargo, entender y tratar de hacer las cosas bien -y algunas se hicieron-, de disponer el impulso que algunos de esos personajes históricos de entonces sabían que habría que tener para cambiar las cosas. Pero no bastaron esos elogiosos personajes históricos hispanos. La sociedad española, demasiado estructurada en corsés tradicionales, clericales y medio-feudales, no estaba dispuesta a afrontar todos esos retos sociales tan importantes y avanzados. La realidad económica era desastrosa en un entramado imperial de opereta que, para sus habitantes más desfavorecidos -la mayoría-, no alcanzaría a generar ningún tipo de beneficio no ya económico sino social de ningún tipo. Y en pleno neoclasicismo del Arte los pintores debían componer entonces grandes gestas o momentos históricos, magníficos escenarios mitológicos o sagrados, excelsos retratos pomposos y clásicos de grandes cosas representables. Goya fue, sin embargo, el primero que popularizaría el Arte en España con otras simples cosas. Nadie se habría atrevido a pintar cosas muy diferentes a las grandes cosas representadas en un lienzo clásico. Pero él lo hizo con sencillez, con pocas figuras o con paisajes tan realistas que, de tan escaso aditamento natural o artificial, parecerían mejor por entonces los grabados decorativos de vulgares lupanares o de meros fogones rústicos deslucidos y pedestres.

El Arte servía entonces para criticar también, para expresar cosas que los genios saben hacer sutilmente. Lo cual es ambivalente porque a veces sirve y otras no sirve para nada. No sirve porque los ojos de los que lo vean entonces no alcanzarán a comprender las sutilezas críticas de esas obras. Y los pintores no se las iban a decir -porque no podían hacerlo- claramente tampoco. Ellos -los pintores sutiles y críticos- confiaban en que los receptores de sus obras pudieran entenderlo por sí mismos, que supieran ver lo que había representado detrás justo de esas creaciones artísticas manipuladas... Cuando a Goya le encargan desde la Real Fábrica de Tapices que elabore cuatro escenas para componer cuatro grandes tapices para la corona, alguien le debió sugerir que pintase las cuatro estaciones ya que algunos tapices irían al Palacio del Pardo, un lugar de caza real que, aun en invierno como en otoño, la familia real pudiera disfrutar de sus estancias decoradas. Y elaboraría Goya los bocetos y luego los óleos que representaban escenas bucólicas, cinegéticas o festivas que darían soporte visual para confeccionar luego los tapices en la fábrica. Y los hizo entonces con esa inexistente capacidad que el Arte, sin embargo, puede tener para aprovechar, en una oportunidad crítica única ante el mayor poder de un reino, el transmitir ahora mensajes que lleguen a la sensibilidad del monarca o de sus príncipes.

En todas las estaciones creadas no hubo crítica social efectiva excepto en una que pintara: El invierno, también conocido como La nevada. Nada se había pintado socialmente así, tan sutilmente, ni en España ni en el mundo nunca. Era el año 1786 y el Neoclasicismo era la tendencia más imperante en el Arte. Es decir que nada de personajes desconocidos o vulgares, nada de minimalismos estéticos en una escena sin ningún interés, sin que diga o exprese algo relevante, histórico o subyugador épicamente. Y Goya pintaría todo eso ahí por entonces, sin embargo. Pinta ahora personajes marginados, campesinos que transportan un vulgar cerdo sacrificado. Un animal muerto así para venderlo en Madrid sin pasar por el impuesto al consumo, una tasa que debían abonar todos los comerciantes por entonces. Pero serán apresados antes de llegar a la capital del reino. Es en ese momento cuando, guiados por los oficiales del rey en su trayecto frustrado, una nevada gélida y desapacible comienza a caer desde un cielo gris y desalentador. No se había pintado nunca algo así en la vida. Ninguna representación de un invierno había sido compuesta en un lienzo con esa insulsa y desmerecida escena tan vulgar, sin ningún alto sentido iconográfico. ¿Qué interés podían tener tres tipos desafortunados abrigados por un frío helador para ir a dar cuenta de su fracaso? ¿Qué gracia estética tendría una obra cuyo paisaje no disponía siquiera de un adorno natural que embelleciera algo el horizonte? ¿Qué belleza podría tener un hecho tan poco merecedor de elogios iconográficos donde ni la composición, ni los colores, ni nada especial llevara ahora a alegrar el sentido de la vista?

Pero, sin embargo, Goya lo quiso hacer tan minimalista y naturalista como su escena triste supusiera: cinco personas desangeladas, desmerecidas y ocultas por capas o abrigos invernales acompañados ahora de un burro, un perro y un cerdo muerto. El resto es desolación, intemperie imposible, frío helador, naturaleza sin vida y un blanco monocolor como único recurso tonal para una existencia sin relieve ni contraste. Es la representación social desengañada de un país en los finales del siglo XVIII. Porque las figuras humanas son ahora el pueblo, los seres que habitan en ese injusto, descolorido y paralítico país. Expresan con sus vestimentas las diversas regiones de España: dos de los apresados calzan ropajes castellanos y el más alejado -el único que mira al espectador- con vestimenta valenciana; los apresadores están representados con el vestuario de los guardas rurales de entonces. Los animales representan simbólicamente a los dirigentes políticos: el asno a los gobernantes que transportan apresado al cerdo muerto, arquetipo desafortunado del propio país. ¿Llegarían entonces a comprender a Goya con esta obra sutilmente apelativa? En absoluto. Pero tampoco se la impidieron hacer así, a pesar de su poco embellecido escenario retratado. La licencia real debía ser ofrecida directamente por el monarca. Goya fue al Palacio Real del Escorial en el año 1786 para que el propio Carlos III aprobara la obra para ser boceto de un real tapiz. Y la aprobó. 

Lo que ignoraba el monarca español era que Goya estaba expresando en su obra El invierno todo el desengaño que sintiera por el fallido impulso ilustrador que su país no consiguiese tener. Y aún no se sabrían todas las terribles calamidades que España iba a sufrir luego en su próxima historia. ¿Cómo es posible que el ingenio de un pintor pudiera por entonces, año 1786, llegar a alcanzar a tener ese mínimo sentido premonitorio? Pero así fue. Porque Goya tuvo una de las mayores intuiciones que puedan disponer los artistas a veces. Y su intuición le hizo componer esa escena tan desgarradora a la vez que tan poco evidente para verlo. La hizo así porque sabría él dónde su obra se iba a depositar: frente a los ojos soberanos de los máximos gobernantes de España, en este caso el príncipe de Asturias, futuro Carlos IV. Al rey Carlos III le quedaban dos años de vida y su hijo el príncipe era la promesa soñada de un futuro diferente. Goya quería con su obra de Arte tapizada poder ofrecer la visión dura y difícil de un país abandonado. Pero, no serviría. Las calamidades de las guerras, las intransigencias de su sociedad tradicional, las rémoras de un pasado imperial desarbolado y la triste situación de una economía de subsistencia, llevarían al país a un colapso que ni el propio pintor pudo siquiera imaginar entonces. La obra de Goya no consiguió llegar a la razón de los dirigentes. Pero tampoco llegó a sus sentimientos, algo que el gran creador español matizara especialmente en su tapiz con la mirada furtiva de uno de los personajes desolados. Es la mirada de ese valenciano que observa ahora aquí, con sus ojos interrogadores, a los que, desde lejos, vieran así su emotiva y apelativa escena tan desengañada y ofuscada en el cuadro.

(Óleo El Invierno o la Nevada, 1786, Francisco de Goya, Museo Nacional del Prado, Madrid; Óleo La Vendimia o el Otoño, 1786, del pintor español Goya, Museo del Prado.)

17 de marzo de 2017

El pintor más barroco de los renacentistas: Andrea del Sarto o la naturalidad del color.



Si en este maravilloso lienzo renacentista quitáramos ahora los sutiles nimbos, el cáliz sagrado y el pequeño tarro de esencias, ¿qué habría representado finalmente de sagrado en esta obra? Tan solo su propia grandeza artística universal. Estamos en el año 1523, pleno momento del Renacimiento más clásico y poderoso de Florencia, y los pintores renacentistas debían componer sus obras con el estilo hierático y solemne que sus maestros, los genios que habían inventado el Renacimiento, les habían enseñado mucho antes. Pero algunos discípulos, como el genial -pero poco conocido- Andrea del Sarto (1486-1531), se inspiraron entonces en algo diferente apenas percibido o apreciado por su suave composición estética: hacer que la naturalidad de sus colores completaran un escenario amable y sin excesos dramáticos, lleno de una efusiva, serena y sensible verosimilitud. Porque fue además en el año 1523 cuando el pintor italiano se refugió en un monasterio de la población toscana de Borgo San Lorenzo, a treinta kilómetros de Florencia, para huir de la peste que abatía a la ciudad de los pintores. Y allí, al cuidado de las monjas de la camáldula, se inspiraría el pintor renacentista para crear una Piedad asombrosa. Pero, ahora no, ahora no puede ser ésta como otras piedades, como la realizada por ejemplo siete años antes por su maestro Fray Bartolomeo (1472-1517). Porque, a diferencia de Bartolomeo, son ahora seres muy humanos los personajes que vemos en la obra de 1523, con sus gestos demasiado reales o verosímiles como para conferir otro aspecto que no sea el de la naturalidad más vulgar por el hecho de atender ahora a un ajusticiado, cualquier simple hombre derrotado incluso, que acabase de morir o no, serenamente, en su cadalso.

Pero, sin nada más, incruentamente además. Eso es lo único que puede adscribírsele a Del Sarto de su peculiar tendencia clásica: la aséptica limpieza sagrada de un escenario muy humano. Porque todo lo que vemos es demasiado humano. Lo que ahora vemos es una recreación de Belleza en todos y cada uno de los elementos y detalles que una naturaleza humana componga, satisfecha de sí misma, sobre una imagen sagrada para describir, a cambio, una representación muy humana. ¿Para qué se crearon los colores? Para que el pintor florentino Andrea del Sarto los utilizara en sus serenas obras melodiosas. Esa atenuación de los colores principales que manifiesta los hace en sus obras más vibrantes incluso. Y los hace así porque comparten con los demás colores, con los terrosos, con los celestes o con los perfilados de sus figuras necesitadas y orgullosas, el sentido más estético de una reivindicación artística tan sutil como evanescente. Para cosificarlos incluso, para hacer de los colores el objeto más universal que pudiera hacerse de unos reflejos luminosos con los que representar la mejor composición de una vida y su esperanza... Porque eso es lo que son, lo que nos dicen, lo que expresan los colores de este maravilloso creador renacentista: unos reflejos motivadores de vitalidad y esperanza. Pero lo que se descubre también al visualizar con ojos escudriñadores la obra de este pintor florentino es otra cosa, una sensación de paz, de sosiego y serenidad apenas percibida del todo en su obra.

Es imperceptible por el hecho de no haber nada ahí objetivamente que nos ofrezca, sin embargo, algún símbolo o representación concreta que exprese algo de eso. No, no lo hay. No hay nada físico, material, visible ahí que represente algo de eso en la obra. Esta es parte de la grandeza del pintor. Porque nada concreto pintaría él ahí para eso. Salvo una cosa: lo que se transpira ahora desde la atmósfera absoluta y completa del cuadro. Es de pensar que el refugiarse en el monasterio de la crueldad, del dolor, del pesar, del sufrimiento y de la enfermedad pavorosa que el mundo de fuera de sus muros conllevara, hiciera entonces que el pintor se inspirase de una fragancia que le llevase a querer transmitir, o, mejor dicho, no que le llevase sino que él mismo lo sintiera, y así lo dejase reflejado el pintor en su obra. Serenidad sobre todo pero, también, placer luminoso por el suave y encantador reflejo de unos colores que nutren, decididos, ahora el espíritu inquieto de cualquiera. Pero luego están los gestos, los movimientos paralizados y fijados de los seres humanos representados en la imagen iconográfica. En esta extraordinaria obra renacentista los gestos de todos y cada uno de sus personajes están calculados ahí, están hechos así para calmar, para entender, para admirar, para sentir, para esperar, para vivir, para decir algo con ellos sin decirlo... Ellos, los gestos humanos, nos dicen ahora lo mismo que los colores: que la diferencia y el contraste de las cosas no dejarán de tener un sentido justificado y sereno en este mundo, que es la visión que tengamos de las cosas lo que hace que sean o no una cosa u otra. Que todo debe atesorarse con el desdén propio que su sentido intemporal implique de las cosas.

Por eso mismo no hay dolor ahí, no hay sangre, no hay tonos que desequilibren así el armonioso sentido, tan implícito, entre los colores y las formas maravillosas de este cuadro. La naturalidad de este pintor florentino le hace distinguir ahora lo humano de lo sagrado, lo sencillo de lo sofisticado, lo terrenal de lo celestial. Y por todo eso, y su composición agradecida y amable, le hace adelantarse casi un siglo a los creadores que luego, con el Barroco naturalista, consiguieran conciliar ternura con pasión, dramatismo con belleza o trascendencia con humanidad. La grandeza en el Arte a veces no es tan reconocida por el hecho simple de no destacar la obra en algo que el ojo del espectador no consiga alcanzar a ver físicamente. Y esto es lo que le sucede a esta obra y a este pintor: que su grandeza no está tanto representada en cosa alguna física especialmente. Que Andrea del Sarto no se preocuparía nunca de eso. Que pintó lo que sintió mientras hacía su obra tan poco proferida... Y ese sentimiento no es a veces tan visible como otras cosas que, fijadas o reflejadas claramente en un lienzo, establezcan o determinen a cambio detalles muy plausibles de un reconocimiento artístico más elogioso o relevante. Porque, como se ve en esta obra de Arte renacentista, la creación del pintor florentino fue desarrollada sutilmente entonces entre las suaves, fragantes, inapreciables o serenas expresiones de un matiz coloreado de unos planos llenos de belleza, de suaves gestos llenos de belleza..., pero de una belleza ahora también llena de promesa, de sentimiento sublime, de esperanza y de sentido vital.

(Óleo Pietá (Piedad), 1523, del pintor renacentista Andrea del Sarto, Palacio Pitti, Florencia; Cuadro renacentista del pintor Fra Bartolomeo, Pietá, 1516, Palacio Pitti, Florencia.)

14 de marzo de 2017

El Romanticismo de Delacroix: esperanzador, efusivo, revolucionario, vibrante...



Cuando se habla de Romanticismo el mundo entiende una cosa y la realidad artística es, sin embargo, otra. También, hay que reconocer la confusión de una tendencia artística tan poliédrica, con tantas caras como emociones humanas se ocultan detrás de las diversas inspiraciones que los creadores de ese extraordinario momento cultural tuvieron en sus obras. ¿Cómo una tendencia tan desgarradora y aniquiladora pudo traslucir a veces sensaciones tan esperanzadoras o tan vitalistas en el Arte? Tal vez por la naturaleza verosímil de la humanidad que reflejaba en sus obras. Qué es la humanidad si no un universo contradictorio, sorprendente y frágil de emociones indefinidas o deslizantes. Francia llegaría tarde al Romanticismo, incluso lo denigraría en los inicios históricos de esa forma de expresar Arte. Francia había encumbrado antes el Clasicismo -su contrario más poderoso-, la única manera reconocida por la Academia de París de plasmar emociones humanas o escenas históricas o cualquier otra representación del mundo conocido. Pero, luego de las convulsiones violentas del bonapartismo y del advenimiento de un absolutismo reaccionario, algunos creadores franceses descubrieron el Romanticismo, una tendencia que Alemania o Inglaterra habían encumbrado mucho antes en su poesía y literatura.

Y entonces un pintor francés, Eugene Delacroix (1798-1863), surgirá poderoso para retomar esa tendencia que transformaría por completo la idea, la expresión, el sentido, la manera, el modo, la forma y el tono de hacer Arte. ¿Cómo fue posible una revolución -la francesa- que trajese ya tanta violencia y que volviese luego la sociedad a perderse otra vez entre sus sombras? ¿Cómo fue posible que las cosas representadas en el Arte no acabaran por expresar entonces la forma más libre de crear que todo pintor precise? ¿Qué cosas hay que crear y de qué manera? ¿Es la creación un alarde inspirado subjetivo y libre o es un seguimiento objetivo de escuelas o principios consagrados? Responder a todo eso le llevaría a Delacroix a ser uno de los más revolucionarios pintores del género romántico. Más que ningún otro, posiblemente. Tanto como que su pintura no fue ni es muy comprendida del todo. Tiene grandes obras maestras reconocidas en la historia: La Libertad guiando al pueblo; La muerte de Sardanápalo; Las mujeres de Argel... Obras extraordinarias reflejo de ese sentido romántico y de esa nueva manera de crear, pero, sin embargo, hay otras obras de él menos conocidas que representan mejor el sentido de un romanticismo sorprendente. 

Para comprender estas obras hay que acudir a la leyenda, a la literatura o a la historia menos conocida.  El Romanticismo buscaría sus emociones inspiradas más expresivas en el pasado. El presente solo es retratado en mundos diferentes al europeo, como el oriental tan misterioso y siempre detenido en el tiempo. Los poetas fueron sus apóstoles más seguidos. Como el romántico Lord Byron, pero también Shakespeare. Lo que interesa al romanticismo de Delacroix es descubrir la emoción más frágil y auténtica de la vida, no la épica o vanagloriosa de una humanidad menos verosímil. Y para entenderlo veamos tres obras sorprendentes de Eugene Delacroix. Sorprendentes porque lo que el pintor expresaría con ellas no fue lo que más se conocería ni lo que más se sabría de esa leyenda, historia o narración literaria representada. Cuando Lord Byron compuso su obra narrativa La novia de Abydos (Selim y Zuleika) quería reflejar la fuerza del amor enfrentada ahora a todas las convenciones y prejuicios que la atracción entre dos amantes -fuesen los que fuesen- tuviese en el mundo. 

En la leyenda oriental el protagonista Selim es un desheredado huérfano que, adoptado por el Bajá, se enamora de la hija de éste, Zuleika. Pero Selim acabará conociendo la verdad de su vida: el Bajá mandaría matar a su propio hermano, el padre de Selim. Luego los dos amantes escaparán de la tiranía del Bajá que deseaba unir en matrimonio a su hija Zuleika con un gran señor de su corte. Entonces los amantes serán perseguidos hasta la muerte. Selim es abatido en la playa, antes de embarcar para ir muy lejos. Ella, sin embargo, se queda en una cueva del acantilado desesperada ahora sin su amante. Al verlo partir decide ella que su vida no tiene ningún sentido y acaba quitándose la vida románticamente. Pero, cuando Delacroix crea su obra romántica pintaría, sin embargo, a los dos amantes juntos, eternizando el momento glorioso de ellos dos perseguidos ahora por sus avasalladores asesinos. El protagonista protegerá aquí, con su cimitarra y su pistola, la vida de ella en una escena de avance de los amantes hacia un destino glorioso, pero, sin embargo, inexistente en la leyenda. Basado en otro drama poético de una obra representativa del espíritu romántico más paradigmático -la soledad del héroe incomprendido, el Hamlet de Shakespeare-, el pintor Delacroix compuso su obra de Arte La muerte de Ofelia. Este personaje femenino es uno de los más malogrados de una leyenda. Amante imposible de Hamlet, enloquecerá ante la incapacidad de éste de quererla. Se abandona en el lecho de un río para sumergirse junto a su deseo tan imposible. Ofelia fue en el Arte siempre retratada semihundida en el agua, con sus ojos abiertos buscando la muerte. Pero Delacroix hace ahora algo muy diferente con su Romanticismo revolucionario: la alza un momento para asirse a la rama de un árbol y poder aferrarse a la vida y a la esperanza.

Por último, otra obra romántica desconocida de Delacroix, Cleopatra y un campesino. El Arte siempre habría representado a la famosa reina egipcia como la voluptuosa, cruel, despiadada y poderosa mujer que acabaría con su vida luego de desposeer a muchos de la suya. Pero Delacroix realiza una obra absolutamente distinta a todas las Cleopatras que se hayan compuesto en el Arte. Frente a un hombre de rasgos agraciados y masculinos -al que Cleopatra elude aquí con desdén-, un campesino ahora, no un héroe, un plebeyo, no un gran hombre, ella tan solo se afana, pensativa y reflexiva, en tratar de comprender con sentido y calma el drama propio de las cosas de la vida... Algo que hace ahora no con la frivolidad o la sensualidad que su leyenda expresara de su historia ni los prejuicios de las tendencias. Porque esto será Romanticismo también, subvertir la historia o la leyenda conocida. Un Romanticismo que Delacroix llevaría a su mayor incomprensión todavía. Tanto se enredaría el pintor en su tendencia artística tan sobrecogedora que pocas definiciones llegan a delimitar el maravilloso alarde creativo que supuso, durante la primera mitad del siglo XIX, el fascinante, emocionante, esperanzador y vibrante movimiento artístico romántico.

(Óleo del pintor romántico francés Delacroix, La novia de Abydos, Selim y Zuleika, 1857, Kimbell Art Museum, Texas, EEUU; Obra de Eugene Delacroix, Cleopatra y un campesino, 1838, Ackland Art Museum, Carolina del Norte, EEUU; Óleo La muerte de Ofelia, 1838, del pintor Eugene Delacroix, Neue Pinakothek, Munich, Alemania.)

7 de marzo de 2017

La fatalidad de amparar la vida tras de máscaras descorazonadoras.



Las escaleras han sido un símbolo iconográfico utilizado en el Arte. Es el paso simbólico hacia otra dimensión, hacia otra vida o hacia un universo diferente. Ese otro universo al que el personaje representado hará cambiar ahora al ser que lo observa  -los que miramos el cuadro-, haciéndolo detenerse y mirar asombrado la nueva promesa que se manifiesta también ante sus ojos. Pero no es siempre una revelación trascendente, transformadora o salvífica lo que esa acción alumbradora consiga albergar en la iconografía representada. A veces, como en la pintura del prerrafaelita Arthur Hughes (1832-1915), la revelación no es ninguna cosa trascendente, sino algo mucho más terrenal o menos deslumbrador espiritualmente... La visión de esta obra tiene ahora una sensación dual, es decir, una doble percepción por el hecho de que tanto el personaje retratado como nosotros estaremos recibiendo una misma y desconcertante visión. Nos identificamos con el personaje retratado que observa, sorprendido, lo que tiene delante de él. Somos ella misma mirando ahora, con descrédito acongojado, el sorprendente abalorio de cosas accesorias, innecesarias o fútiles que la vida encierra entre las simas de lo más avasallador o de lo más condicionante.

En la obra de Hughes vemos un universo subterráneo descrito ahora por un nivel inferior al que la escalera conduce, impávida, a quien la recorra hacia abajo. Pero, hay más... Otro nivel más bajo aún se vislumbra ennegrecido entre la esquina inferior derecha del lienzo prerrafaelita. Es este el paso ahora hacia el averno oscuro de la transformación más despersonalizada. Pero es la mascarada de esos accesorios retratados el mismo engaño que, antes, habría destinado al personaje hacia un destino u otro de su existencia. El mito de la caverna de Platón es un ejemplo filosófico para tratar de comprender esta representación curiosa. ¿Qué somos verdaderamente? ¿Qué es la realidad? Si observamos bien la imagen, la joven del cuadro no lleva ahora ningún accesorio añadido en su cuerpo, salvo su austero vestido gentil. Representa ella lo más puro del ser humano, sin nada añadido o superfluo material que la acompañe. Por eso mismo es ella ahora la que se sorprende, descorazonada, al visionar la ingente diversidad de cosas materiales innecesarias que, desordenadas, se ofrecen al albur de los deseos de todo aquel que lo perciba. No escatima el pintor prerrafaelita en nada representado en la obra: todo es y será un accesorio banal en la vida de los seres. Hasta las divinizadas alas disecadas de un ave mitificado, algo sagrado que, amarrado al puntal de la escalera, despliega ahora orgulloso sus plumas blancas.

No hay más pureza que la verdad desnuda de los seres. Esta es la certeza vital que, sin accesorios maquilladores, alcanzarán por sí solos a ver los seres que se atrevan a descubrirlo... Todo lo demás es confusión, es fatalidad, es desmembrar la memoria de una vida inauténtica. El personaje retratado podría significar ahora también otra cosa. Podría ser, por ejemplo, el protagonista de una fábula teatral que busca abalorios para la representación de su personaje. Pero no, no es ese el semblante y el gesto que expresa la joven retratada. Porque ella representa mejor a una mujer que, sigilosa, baja ahora los peldaños de una escalera aséptica para llegar a descubrir algo que la sorprende. Ella aparece ahí incluso aturdida, indignada por ver tanta inutilidad añadida a la vida de los seres insatisfechos. Como el filósofo Platón, el autor prerrafaelita representa los accesorios de la comedia como el reverso más imperfecto de lo Ideal. ¿Qué cosa podría ella cambiar en su personalidad para alcanzar más pureza aún? No hay nada ahí que consiga hacerlo verdaderamente. Al contrario, la belleza de ella no podrá ser mayor que la propia con la que el pintor la retrata. Y por esto mismo la escalera no sube ahora sino que baja. No hay un ascenso ahí. No es necesario ahora para ella subir... La simbología de la escalera ahora no elevará espíritu alguno en esta tesitura iconográfica tan personal.  Salvo, quizá, en otra cosa: en lo que pueda proyectar el pintor fuera de su escenario iconográfico: en nosotros mismos, en los que ahora miramos el cuadro. Y esta será la justificación de la obra con esa visión de la fatalidad de bajar para hallar alguna cosa: que nada que se añada material a nuestras vidas podrá albergar nunca ninguna verdad más allá de una decepción brutal y descorazonadora.

(Óleo Los Accesorios, 1879, del pintor prerrafaelita británico Arthur Hughes, Colección Privada.)