2 de febrero de 2017

La inspiración amorosa más armoniosa y platónica del Arte, o el gesto sensual más efímero de todos.




Ya había pasado el Renacimiento, ese estilo artístico que primaba la efusión más irreal y alentadora de belleza amorosa que pudiera fijarse en un lienzo. Además, los poetas renacentistas habían glosado ese estado humano, entre natural y platónico, que embelesaba la imaginación menos transgresora -menos arrebatadora sensualmente- para expresar una emoción tan efímera como es la del amor sexual. El Renacimiento desató las emociones enclaustradas, desde siglos atrás, entre una sensualidad abrupta, vulgar, plebeya, y una rigurosidad moral y teologal tan pueril como pecaminosa. La mitología y el paganismo clásicos ayudaron a ese nuevo espíritu artístico, tan necesitado de expresarse eróticamente. Y en los versos elegantes de su lenguaje cultivado -ajeno a visiones no elitistas- los poetas renacentistas glosaron las semblanzas no vividas sino en momentos de una gran fugacidad emocional sentida por los amantes, además, ahora de un modo muy intenso. Y entonces recurrieron los pintores del Renacimiento a las clásicas narraciones pastoriles greco-latinas que, por su traslación a lugares idealizados -distantes en el tiempo y en el espacio-, permitirían asociar una dura voluptuosidad sugerida a una suave belleza romántica.

El Renacimiento acabaría agotando, de tanto que duró -casi ciento cincuenta años-, las elusivas necesidades sensuales tan expresivas de los hombres. Así que, después de la evanescencia tan imaginada -por lo tanto no real- de las manifestaciones amorosas de aquellas sutiles formas renacentistas, el Barroco vino a transformar radicalmente el gesto, la mirada y toda forma de expresar, armoniosamente, un deseo sexual tan humano. Surgiría entonces una natural manera de componer imágenes, algo que, representando lo mismo -el deseo sensual más humano-, hiciera del Barroco la reivindicación de una realidad mucho más natural -un naturalismo expresivo- para transmitir sensaciones más cercanas, más realistas o más naturales en la manera de entender una escena erótica tan íntima. El Barroco empezaría siendo así el transgresor de las formas renacentistas, esas que endulzaban tanto la expresión sensual de las manifestaciones eróticas humanas.

Uno de los pintores barrocos que más se rebelase contra ese naturalismo tan realista, lo fue el pintor holandés Adriaen van der Werff (1659-1722). Como buen creador compositivo, extraordinario dibujante y sensible artista -escultor y arquitecto además-, Werff participaría del final de aquel Barroco tan expresivo de emociones humanas tan realistas. Pero él, un pintor holandés que conocía la adscripción estilística tan naturalista del Barroco de su país, se atrevería, en el año 1690, a componer una escena amorosa que para nada suponía una representación fiel a la transparencia sensual de sus colegas holandeses. En su obra de Arte Pastores amorosos describe Werff una escena pastoril clásica de dos jóvenes amantes enamorados. Representaba una de esas escenas bucólicas narradas hacía más de un siglo por los poetas líricos renacentistas, esos mismos que buscaban entonces la belleza perdida más emotiva entre las rimas octosílabas carentes, sin embargo, de una ferviente sensualidad muy explicitada.

¿Qué hay en la obra de Werff que exprese claramente una ferviente sensualidad arrolladora? Porque su pintura evoca el amor más platónico, el menos naturalista, el menos sensual. Pero lo hace con tal artificio magistral, que nada de lo que compone en su pintura es antinatural a los ojos de quienes lo vean: los gestos son realistas, como lo puedan ser los más humanos; las formas, tan clásicas como perfiladas con una total verosimilitud.  ¿Es que no puede ser una reacción amorosa platónica algo tan natural o realista como lo que el pintor compuso en su obra barroca? Ahora, salvo en los personajes desdibujados del fondo, nada figura en el lienzo que represente el eros realista más transgresor. El pintor quiere hacernos ver además cierto sentido satírico en la escena, inspirado por el busto clásico con la figura atrevida de un sátiro griego. El ambiente oscurecido propiciaría al encantamiento sugestivo de lo más sensual o arrebatador eróticamente. Pero, la escena coral -no es solo una pareja, sino varios personajes al fondo- despejará las dudas de un hipotético asalto sexual nocturno y alevoso, algo que, de no existir esos personajes del fondo, cabría poder pensar. Pero, a pesar de su expresiva mano izquierda, la joven no está ahora deseando más que expresar un deseo sensual con el pudor adecuado a un sentido tan sublime como platónico.  El mismo sentido amoroso sublime que el creador holandés supo plasmar en su obra, a pesar de las críticas injustas que su alarde artístico pseudo-barroco llevase siglos después, cuando el mundo opinase que el sentimiento poético renacentista, tan alejado de la realidad, tuviese ya su momento artístico, algo totalmente superado. Y que el naturalismo estético clásico, que tanto lograse el Arte barroco holandés expresar, nunca debería de haberse malogrado con obras como la de Werff, unas creaciones artísticas tan distantes y alejadas a ese negado deseo barroco, algo aquello más propio del Renacimiento, ese que explicaba sutilmente aquello de:  tan solo palidecer...

(Óleo barroco del pintor holandés Adriaen van der Werff, Pastores amorosos, 1690, Staatliche Museen, Berlín, Alemania.)

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