28 de julio de 2016

La alegoría encubierta de una emoción efímera descubre ahora una belleza dormida.



El crítico francés de la Ilustración Denis Diderot le dijo al pintor de este cuadro: Amigo mío está usted lleno de gracia, pinta y dibuja bien pero no tiene imaginación ni espíritu; usted sabe estudiar maravillosamente la naturaleza pero desconoce el corazón humano. Sin embargo, Louis Jean Francois Lagrenée (1724-1805) fue uno de los pintores más famosos de su tiempo, en su época supo distinguirse de un Rococó demasiado monótono para llegar a rozar un Neoclasicismo impregnado tanto de los antiguos maestros italianos como de sus antecesores franceses. Pero, efectivamente, no conseguiría el pintor alcanzar la gloria en el Arte. En el año 1770 se decide Lagrenée por crear un pequeño lienzo al que titularía Marte y Venus, Alegoría sobre la paz. El dios Marte representaba la fuerza desestabilizadora, la agresión más violenta y la manifestación más terrible de la guerra. Venus era la diosa de la Belleza, representaba justo todo lo contrario a Marte: el equilibrio más estable, el sosiego más embriagador o la satisfacción más placentera. Ambos dioses, sin embargo, se llegaron a amar una vez. La mitología es aquí dudosa, porque, ¿fue un amor adúltero o legítimo? Pero no es eso ahora lo importante aquí para el Arte. En el Arte fueron ambos representados tanto por su atracción como por su oposición. Y en su obra neoclásica el creador francés compuso su idea estética de lo que una alegoría sobre la paz debiera ser con ellos.

¿Por qué una alegoría sobre la paz con dos amantes tan opuestos? Ya se había representado por otros pintores la capacidad de Venus de calmar la fuerza arrasadora de Marte, la sutileza de la belleza por frenar el ímpetu más demoledor del impulso violento más fiero. Y el pintor francés diseñaría su pequeño universo pictórico galante para componer ahora una escena alegórica sobre la paz. Aparecen los dos dioses juntos luego de haber consumado su pasión. Ahora Venus está dormida y las armas de Marte tiradas en el suelo. También pintaría dos palomas blancas como símbolos de su dedicación a la paz. ¿Qué otra cosa si no puede representar esa escena galante y plácida? Porque la paz estará totalmente brillando por doquier mientras Marte siga seducido por la visión de la Belleza. Y es en este mismo momento, el que dura la visión de la Belleza tranquila y dominada, cuando el pintor fijará su escena pictórica con una representación matizada ahora por una atmósfera dura y dramática.

El creador encuadra la imagen con una cortina verde apartada ahora por la mano poderosa de Marte. Quiere mostrarnos así la maravillosa visión de una Venus dormida. Quiere hacernos partícipes de esa visión y a la vez nos ofrece el pintor otra cosa muy opuesta: la oscuridad más tenebrosa justo detrás de un Marte maravillado ahora por la belleza. La obra pictórica nos descubre así solo un pequeño instante de belleza, uno que durará menos de lo que una visión pueda mantenerse de un deseo. Porque luego el dios Marte pronto volverá a colocarse su armadura guerrera, se cubrirá su cabeza y acabará tomando la espada para proseguir con su lucha. Esa oscuridad del fondo es aquí la simbología más sutil para comprender la efímera sensación de una alegoría semejante. Porque no es que no desee el dios quedarse subyugado para siempre de algo que ahora mira admirado. No es que las palomas no deseen anidar por siempre en el casco del guerrero. No es que la diosa no confíe tampoco en la dulzura del presagio placentero que siente ahora mientras duerme. No, es que el pintor francés, aquel que enjuiciaran una vez como exento de conocimiento, quiso entonces describir bellamente pero sin angustiar, desembridar, incomodar ni desesperanzar mucho, la fragilidad más inevitable que encierra la tan oscura, enigmática y misteriosa naturaleza del deseo.

(Óleo Marte y Venus, alegoría sobre la paz, 1770, del pintor Louis-Jean-Francois Lagrenée, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)

20 de julio de 2016

Una representación universal de la humanidad en un solo lienzo: la madonna sixtina.



Llegar a entender una representación pictórica no es infalible nunca. Pero, ¿qué es infalible en el Arte? La grandiosidad de los pintores del Renacimiento o del Barroco ha sido sublime en la historia. Todo lo demás -las otras tendencias posteriores- es algo artísticamente más manipulador, menos sublime, aunque hayan sido perfectas casi. ¿Qué nos dice realmente algo representado en un lienzo cuando lo vemos? Eso que nos dice al pronto, y no otra cosa, debe acercarse mejor a la verdad de lo representado, a la sublimidad de lo humano. ¿Qué es la sublimidad en este caso? Es lo que, representando materialmente algo, llegará a significar luego otra cosa sin necesidad de traducir los elementos propios -rasgos físicos racionales- de su representación primaria. Es decir, cuando lo que vemos no es lo que parece sino otra cosa diferente, una idea más reducida, más bella e incomprensible. Otra cosa, una que, poco a poco, llegará a la excelencia más artística de lo representado, a la cumbre de lo que está más allá de lo aparentemente bello, de lo simplemente estético, para llegar a alcanzar lo más esencial, lo único, lo universal, lo eterno. 

La Madonna Sixtina, el sagrado cuadro del pintor del Renacimiento Rafael Sanzio, es un ejemplo de sublimidad artística. Pero aquí lo sublime nos llegará solo si nuestros receptores humanos se alinean ahora en lo sublime, es decir, si los ojos de nuestro interior se subliman también además, por así decir, ante lo que ahora miran. Para esto hay que romper moldes mentales anteriores y desprenderse de todos los prejuicios, alcanzando incluso una ataraxia mental, una extraña sensación que nos llevará a mirar -como si fuera por primera vez- ahora sin connotaciones ni ideas preconcebidas de ninguna clase. Hagamos una prueba de eso con este magnífico lienzo clásico. Primeramente, nuestro sentido visual nos distingue en la obra cuatro escenarios individuales posibles, cuatro representaciones diferenciadas en la misma obra. La madre y su pequeño hijo por un lado. ¿Qué vemos en ellos metafóricamente? Representan el concepto más elevado en la obra, por tanto, podemos ver en ellos ahora sabiduría, conocimiento, profundidad esencial del sentido global de todo lo relacionado estéticamente. Ellos dos nos miran a nosotros fijamente con conmiseración y empatía, ellos saben del dolor humano, de la soledad, de la provisionalidad de la vida, de la pasión sufrida, de la crueldad, del abatimiento, del desgarramiento más humano.

Luego está la figura vertical de la izquierda, un ser humano mortal aquí representado como cualquier otro -aunque su figura sea la del papa Sixto II-, un personaje envejecido, identificado ahora con todos nosotros -señala su dedo hacia el espectador-, relacionado aquí con todas las miserias humanas de la vida, llenas de poca belleza, con lo terrenal o más práctico de la vida. Tiene unos rasgos humanos poco atractivos y su representación está relacionada con lo pasajero de la vida. Dispone su figura de un gesto nada garboso y se asocia además con toda la materia inerte y corruptible del mundo. En el otro extremo del cuadro se sitúa justo la representación de lo contrario, otra figura humana pero ahora elegante y bella, con toda su juventud esplendorosa expresada -es la joven, excelsa y hermosa figura de santa Bárbara-, con un ademán armonioso, con el aspecto elogioso de una belleza humana sublime. Su rostro está bendecido de equilibrio y armonía, con el ángulo representado más exquisito de su cara y de sus ojos entreabiertos. Por último, en el escenario inferior de la obra, se representan dos ángeles pequeños indolentes, dos niños celestiales que realmente representan ahora a toda la humanidad. Expresan ellos en la obra la inocencia y la ignorancia. Representan la incapacidad infantil humana de ver las cosas más allá de una lúdica o divertida forma de entender la vida: sin aristas, sin complejos, absolutamente inconsciente.

En esta obra de Arte la genialidad de Rafael Sanzio es difícil de evaluar en toda su magnitud estética, como en muchas obras suyas, porque no es solo armonía o belleza lo que pinta ufano. Pero en este lienzo tan sublime llegará el pintor italiano a describir, más que ningún otro pintor en la historia, de forma sublime la humanidad tan desarticulada y vulnerable, tan excelsa y tan miserable, tan divina y tan humana, tan eterna y tan perecedera. El universo humano que representa la obra se enmarca ahora a través de la material cortina verde, abierta así para ver el sentido más sagrado del mundo a la vez que el menos sagrado de lo humano. La sublimidad de Rafael fue precisamente esa: hacer que lo menos sagrado -lo banalmente humano- no lo parezca tanto o nada. Pero, sin embargo, está ahí representado. Lo saben los personajes más sagrados en la obra -la Virgen y el Niño dios- porque la mirada de ambos es la más inquieta de todas. En esa mirada observaremos la sutil empatía que lo sagrado -también lo artístico o el Arte en definitiva- dispensará a lo desolado, a lo envilecido, a lo más terrible del mundo y sus cosas.

El Renacimiento del pintor Rafael es imprescindible para poder componer lo sublime. Pero, no bastaría. Por eso el creador más humano y sagrado de los más geniales renacentistas se acercaría aquí, sutilmente, hacia una deriva barroca, hacia esta otra tendencia artística mucho más comprensiva con la humanidad frágil y vulnerable. Pero entonces no se sospecharía que una tendencia así, tan generosa con lo humano, pudiera existir alguna vez. ¡Porque estamos aún en el año 1514! Nada de eso se podía suponer todavía bajo las grandiosidades de un lienzo renacentista. Pero aquí Rafael se acerca, antes que nadie, a la sublimidad compasiva del Barroco, aunque sin dejar las maravillosas insinuaciones renacentistas tan clásicas. ¿Qué nos están diciendo las miradas de esos dos pequeños ángeles tan terrenales? ¿Qué hacen ahí abajo, tan cerca de la Tierra? Pues, representar divinamente lo más terrenal. Porque ellos -los pequeños ángeles ensimismados- expresan ahora aquí la duda, la idea premeditada, la imaginación, el deseo, la molicie, el desatino, la inconsciencia o la avaricia más humanas. Pero, sin embargo, ellos no lo saben aún... ¿Qué se esfuerza ahora el maduro y errático Sixto en decirnos ahí? Porque él representa la apelación, el desasosiego, el paso de la vida perecedera, la tentación, el arrepentimiento, lo más humano y material de la vida. Él es también la confusión, la profusa confusión desasistida del ser humano. Hasta el pintor parece que, en su mano dirigida hacia nosotros, le pintase seis dedos, aunque eso solo sea una vaga impresión plástica visual muy confusa.

De la exquisita y bella figura de santa Bárbara, ¿qué nos dice esta representación?, ¿qué nos dice su bella figura estilizada? Ella representa el lado más amable de la vida, el aspecto más encantador y más bello de la vida. Su belleza -el pintor se inspiró en una de las más bellas mujeres romanas, en Julia Orsini- es extraordinaria. Porque no es nada sagrada su belleza, como sí lo es, a cambio, la belleza de la virgen María representada. Santa Bárbara nos transmitirá aquí todo lo bueno, bello, querido o bendecido por una Naturaleza agradecida, equilibrada y armoniosa. Su gesto es un ejemplo magnífico de escorzo -inclinación de su cuerpo-, perfectamente conseguido en el lienzo, algo que tan sólo sus facciones hermosas puedan, acaso, competir ahora con tamaña armonía estética. Su perfil es mucho más humano que sagrado. Ella es la otra parte de la vida -la enfrentada a la vejez, a lo inarmónico o a lo perecedero-, esa parte de la vida que veremos ahora con el deseo de identificar belleza con humanidad, armonía con solemnidad o esperanza con ternura. En esta obra maestra está el universo de la mejor representación de la humanidad a través de los ojos de la divinidad... ¿Qué nos quedará a nosotros luego de mirar esta obra? La mera certeza de que el mundo encierra tal vez algo más de lo que vemos. Que todo formará parte de la vida: de sus inicios inocentes, de sus momentos gloriosos, de su belleza, de sus difíciles y oscuros tiempos de explicación o deterioro. De todo lo que somos, de lo humano que somos, de lo que podamos llegar a ser también además... De la terrenalidad más sensual y más asombrosa o de la divinidad misteriosa más trascendente y sublime.

(Óleo y detalles de La Madonna Sixtina, 1514, del pintor del Renacimiento Rafael Sanzio, Galería de Pinturas de Maestros Antiguos, Dresde, Alemania.)

11 de julio de 2016

La pérdida de identidad o del destino propio frente a la alienante estrategia de los otros.



El mito griego de Ariadna es conocido por el famoso ovillo que permitió a Teseo salir y regresar del Laberinto. Es por esto por lo que fue más conocida la hija legendaria del rey Minos de Creta. Entonces era el triunfo de la razón, del pensamiento sutil y práctico para lograr Teseo salir del laberinto después de matar al Minotauro. ¿Por qué Ariadna consiguió alcanzar a tener esa genial idea creativa? ¿Qué la llevaría a esa invención para ayudar a salir al ateniense Teseo de su laberinto y no haber podido ella, sin embargo, tener antes otra para haber salido del suyo? Ariadna acabaría enamorada de un extranjero que había ido a su reino -la isla de Creta- para asesinar a su hermanastro, el Minotauro, por ser este terrible monstruo la perdición de los atenienses. Teseo luego, persuadido -¿enamorado?-, accede a llevarla a su querido reino ateniense con él. ¿Fue ese el trato de ambos? Es decir, ¿había sido aquella la estrategia -ayudar a Teseo ideada por Ariadna- para poder salir ella de su propio laberinto? En el siglo del Neoclasicismo surgió una pintora que utilizaría esta tendencia clásica extraordinariamente. Angelica Kaufmann (1741-1807) era la hija de un mediocre pintor austríaco que le enseñaría, sin embargo, la grandeza más elogiosa del Arte clásico. A pesar de no llegar a ser muy original ni muy expresiva, Kaufmann consiguió con su pintura Ariadna en Naxos una inspirada y sensible obra de Arte. En su obra las líneas horizontales de una composición sublime combinan eficazmente con la luz y la oscuridad melancólica del lienzo trágico (Ariadna fue abandonada por Teseo en la isla solitaria de Naxos). Después, los colores expresarán todo lo expresable en la obra neoclásica: la soledad del personaje, la confusión ante el verdadero motivo de su gesto, o la misteriosa sensación de un delirio dramático.

La leyenda mitológica nos aclara algo el sentido de la obra de Kaufmann. Teseo, a su regreso a Atenas, arriba antes en la isla de Naxos para descansar con su amante. Al amanecer zarpa con su barco para continuar su viaje, dejando a Ariadna sola en la isla desierta. ¿Por qué lo hizo? La leyenda no lo aclara y la pintora solo deja simbolizado el barco de Teseo, apenas representado al fondo del cuadro. Por tanto, hay dos cosas que podemos sostener ante el gesto de la desolación de Ariadna: una que ella está molesta porque ha sido abandonada en la isla sin posibilidad de continuar o regresar a ninguna parte; y otra que está dolida por el desamor, la deslealtad y la huida de su amado. En el Arte clásico de Kaufmann estas cuestiones son utilizadas en la obra para dejar abierta cualquier posibilidad... El Romanticismo lo habría llevado todo mejor hacia una opción muy emocional y desgarradora. Así se expresa siempre en cualquier imagen romántica que veamos de esta leyenda. Es decir, en el Romanticismo, Ariadna estaría ahora desolada por su abandono sentimental sin paliativo posible que la ayude. Nada hará a ella reaccionar ante la terrible tragedia de su corazón roto. Abatida se queda en la isla solitaria, incluso dormida antes de que el dios Baco -su salvador mitológico- la despierte para siempre. Otra versión de la leyenda nos cuenta que, al día siguiente de su abandono, aparece otro barco en la isla con el séquito del dios Dionisios o Baco. Este dios mítico se fascina al ver la belleza inmaculada de Ariadna. Pero, Baco no es un dios fornido ni muy atractivo, ni siquiera un orador ni un luchador ni un seductor tampoco, es el dios de la sorpresa misteriosa, del abismo más profundo o del sentido más subyugador de una vida placentera y pasiones efímeras. Y, entonces, Baco salvará a Ariadna... ¿La salvará, verdaderamente? Porque el final de ella es tan confuso como sus motivos para huir con Teseo de su reino cretense. ¿Qué le sucedió a Ariadna, finalmente? Porque pudo morir en Naxos de hambre o de una flecha de la diosa Artemisa antes de que Dionisos llegara a rescatarla. O pudo suicidarse también, ahorcándose desesperada.

Dionisos es además el dios griego de la resurrección y por eso también pudo ella abandonarse con él y subir a los cielos para siempre -la constelación de Ariadna-, o acompañar a este curioso dios a luchar contra Perseo y dejarla luego éste petrificada con su Medusa... ¿Cuántos destinos, todos desolados, pudo haber tenido Ariadna? Sin embargo, la tradición cultural de siglos nada quería saber de tristes destinos desolados para sus bellos mitos adorados. Su encuentro con Dionisos llevaría a Ariadna a retomar su vida: se marcha con él y viven felices juntos para siempre. Pero el Arte, antes de eso, nos había dejado las escenas emotivas de su desolación, de su confusión o de su terrible maldición. El pintor del Barroco Carlo Saraceni compuso, en el año 1606, su obra Paisaje con Ariadna abandonada por Teseo. A diferencia de Kaufmann y su Neoclasicismo glorioso, Saraceni muestra el abandono más desamparado de Ariadna ante la visión del barco, apenas ahora destacado, donde Teseo navega decidido hacia su patria. Aquí hay un abandono claro y rotundo, sin nada más que Ariadna nos pueda transmitir que desolación manifiesta. En Kaufmann había algo más, había un rechazo lastimero evidente hacia el gesto traicionero de su amante. Ariadna en la obra de Kaufmann no mira siquiera a Teseo, no quiere saber nada más de él ni de aquel destino lastimoso. ¿Un destino fallidamente calculado entonces en Creta? En la pintura de Kaufmann se muestran sus pequeños tesoros, desperdigados sin sentido en la isla de Naxos. Cuando el dios Dionisos llega a esta isla descubre a una Ariadna espléndida, bellamente efusiva, pero, sin embargo, con un triste semblante doloroso. Porque entonces ella además pensaba otra cosa de este advenimiento de Dionisos. Imaginaba que no era un dios salvífico sino el mensajero de la muerte..., de una muerte que ella esperaba totalmente desanimada. Pero Baco le dice, confundido por esa desesperanza tan seductora de ella, que la quiere y desea salvarla así de sus desdichas. Es entonces cuando Ariadna piensa que puede cambiar su vida, finalmente, que no tiene ya que morir para lograrlo. En una famosa ópera basada en el relato de Ariadna el dios Baco pronunciaría, enamorado, estas bellas y poéticas palabras en la isla de Naxos: Antes morirán las estrellas del cielo que tú entre mis brazos.

(Óleo Ariadna en Naxos, 1774, de la pintora Angelica Kaufmann, Museo de Bellas Artes de Houston, EE.UU.; Cuadro Paisaje con Ariadna abandonada por Teseo, 1606, del pintor Carlo Saraceni, Museo de Capodimonte, Italia; Óleo Baco descubre a Ariadna en Naxos, 1650 c.a., Mathieu Le Nain, Museo de Bellas Artes de Orleans, Francia.)