26 de enero de 2016

Dos visiones románticas o dos maneras diferentes de sentir emoción.



Cuando el Romanticismo estaba en su mayor apogeo, durante los años treinta y cuarenta del siglo XIX, los pintores vivieron una gloriosa etapa de fervor popular hacia su pintura. Las emociones románticas se habían desatado desde hacía años, y los pintores buscaban relatos inspirados y épicos para poder crearlos en sus obras. Todo paisaje era un posible escenario romántico, pero lo era más si el paisaje mantenía una imagen del pasado que produjese una emoción atávica al visionarlo. Dos pintores tuvieron la oportunidad de expresar eso con el paisaje andaluz de aquellos años románticos. Uno británico y otro español, pero ambos con una diferente forma de representarlo. El paisaje romántico debía inspirar sensaciones por revivir de nuevo toda esa lejana emoción atávica, una emoción que, a cada visionado exótico de sombras y luces, pudiera hacer vibrar el alma oculta de las cosas. Sombras cercanas al espectador ansioso de emociones tenebrosas, y luces lejanas para hacer sentir una resplandeciente forma estética poderosa. En el paisaje romántico no hay ideologías ni hay historias; no hay intereses particulares ni generales; no hay joyas ni miserias; no hay alegrías ni tristezas; no hay virtudes ni glorias ni durezas..., sólo emoción romántica. Pero la emoción romántica no es percibida siempre del modo como el creador decide o quiere expresar. Sentirla no exige necesariamente una pasión dirigida o condicionada o calculada por el pintor. La emoción romántica es una sensación producida en el que ve por la inspiración pasiva de lo que percibimos sensible. Cuando vemos una belleza que nos emociona no es más que un sentimiento atávico oculto en nuestra memoria. Nacemos con ello, y, tras vivir cosas hermosas que sentimos como propias, llevaremos nuestra emoción -al encontrarlas de nuevo en la belleza- al sentido que tuvieron ellas antes de admirarlas ahora. Eso podemos sentir, inconscientemente, al visionar un paisaje romántico, aunque lo pintado no lo reconozcamos incluso. Todo lo representado en un cuadro no es un recuerdo nuestro en sentido estricto, pero, sin embargo, sentiremos algo especial que nos llevará a recordarlo. En el paisaje romántico sentiremos que lo que vemos ahora es, sin embargo, en parte algo nuestro.

La visión del castillo de Alcalá de Guadaíra expresada en estas obras es la mejor forma de poder entender el sentido estético de la emoción romántica. David Roberts (1796-1864) fue de los primeros pintores en viajar a países exóticos para encontrar su visión romántica. ¿Por qué en los países exóticos? Porque esos lugares evocan ese atavismo nostálgico e inconsciente de lo romántico. Lo atávico tiene que ver con el pasado y con alguna emoción olvidada. Las imágenes románticas debían reflejar las huellas del pasado, daba igual cuales fuesen o si eran reconocidas o no en nuestra memoria. Viajaría Roberts por Andalucía buscando esos lugares inspirados y eternos. Otra cosa que define la emoción del paisaje romántico es la falta de contemporaneidad, es decir, que da igual que sea o no el tiempo real aquel que se retrate. En este sentido, Roberts es fiel a la estética de la emoción romántica: retrata el escenario romántico como lo ve en el momento que lo crea, no como fue antes. El escenario romántico no deja de ser atávico por ser actual. Otra cosa es el momento temporal del día retratado. Las luces o sombras no son las mismas al atardecer o amanecer que en el cénit del mediodía. Y Roberts compone su lienzo en la hora del día en que sus personajes están ahora haciendo sus tareas diurnas. Al fondo de la obra surge la montaña y el castillo con una luz apaciguada perfilando su silueta. Eso es todo. La emoción está en la percepción subjetiva de la visión romántica de quienes lo admiren. El paisaje sucumbe ante los ojos de un ser emocionado por el contraste de la luz como por la nostalgia de la memoria, por la grandeza del misterio como por la brumosa espectacularidad romántica.

Jenaro Pérez de Villaamil (1807-1854) es el otro creador romántico que pinta también el mismo castillo sevillano. Pero el pintor español lo hace de otra forma y con otra perspectiva romántica. El mejor representante del paisaje romántico español del siglo XIX lo fue Perez de Villaamil, un pintor que no necesitaría recorrer el mundo para crear lo que su genio le procurase inspirado. Su visión del escenario del castillo, a diferencia de Roberts, no es contemporánea sino histórica. Pinta la visión romántica del Castillo de Alcalá de Guadaíra en su momento real, cuando los árabes vivían y trabajaban en Al Ándalus. Como el castillo no estaba conservado ni completo en el año 1843, el pintor compone una visión fantástica de la poderosa silueta de la fortaleza árabe. Donde había ruinas alejadas -como en el caso de Roberts- ahora pinta brumas elevadas y un paisaje luminiscente. Donde antes había sosiego tranquilizador ahora crea muchedumbre agitadora. Donde antes había una suave luz acrisolada ahora compone un poderoso y brillante fulgor. Pero, sin embargo, en ambas obras todo supone un único motivo romántico. Aunque la visión romántica sea diferente en los lienzos, no lo es, sin embargo, aquella emoción atávica romántica. Ambos escenarios cumplen con el sentido estético romántico: recordar nuestro atávico instante inspirador de emociones románticas. También nuestro vínculo estético con la vida, con la tierra, con su misterio, algo que el tiempo o el espacio no pueden hacer olvidar en nuestra emotiva memoria romántica.

(Óleo de Jenaro Pérez de Villaamil, Castillo de Alcalá de Guadaíra, 1843, Museo Nacional de Buenos Aires; Lienzo del pintor David Roberts, El Castillo de Alcalá de Guadaíra, 1833, Museo del Prado, Madrid.)

21 de enero de 2016

¿Qué es una obra maestra?: lo que el Arte transformará en otra cosa, en una belleza independiente.



Annibale Carracci (1560-1609) fue un pintor italiano que no alcanzaría la gloria tan excelsa del olimpo de los grandes del Arte. Pero, sin embargo, acabaría glosando con el tiempo un justo reconocimiento artístico.  Fue uno de esos dioses que el Arte utiliza a veces para mostrarnos así la verdadera grandeza extraordinaria de la Pintura. Pero no nacería el pintor en el mejor momento ni elegiría el camino más triunfal. Sí eligió otra cosa: ser fiel a lo que consideraba como la mejor forma de representar la belleza del Arte... La belleza del Arte, solo la del Arte, porque la belleza de la vida solo alcanzaría a mejorarse -a cambio del sofisticado Manierismo- poco tiempo después con el Barroco naturalista y más humano de Caravaggio. Y el mundo entonces pasaría de puntillas por encima de la belleza tan artística de Carracci. El mundo dejaría de mirar las cosas como él las había mirado antes. Así que luego, cuando el Neoclasicismo del siglo XVIII admirase ya sus obras, fue entonces demasiado tarde o demasiado poco aceptable por haber creado el pintor tantas obras demasiado religiosas.  Su bello Arte conseguido acabaría así muy pronto. Porque el pintor boloñés había odiado el Manierismo como la forma más detestable de distorsionar el Arte clásico. Pero abominaría también del Barroco, un estilo que por entonces, cuando el pintor estaba en su madurez, comenzaría a exponer la vida y la Belleza de una forma como nunca antes se habría hecho en el Arte: mostrando la vulgaridad más sórdida con la sutileza menos bella para llegar a la creación menos originalmente hermosa.

Así que entonces, huérfano de escuelas excelsas de Belleza, crearía el pintor en su Bolonia natal la tendencia, sin embargo, más fugaz que haya existido nunca en el Arte: La Escuela de Bolonia. Fue una forma estética de poder salvar lo que el Arte había conseguido hacer antes, cuando Rafael o Miguel Ángel o Correggio lo crearan en el Renacimiento. Pero que ahora  Carracci lo crearía con cosas añadidas, como el color veneciano de Tiziano, o la originalidad de los florentinos, o la magnanimidad clásica de Roma. Fue muy valorada aquella belleza de Carracci por los amantes del Arte de finales del siglo XVI. Un final no solo de un siglo sino de una elogiosa, maravillosa y bella forma de pintar un cuadro. De todas las obras maestras que crease Annibale Carracci he elegido una compuesta en el año 1604. Es una Piedad, una obra religiosa. Pero, sin embargo, no es solo una obra religiosa... Es una escena conocida y muy retratada en la historia del Renacimiento, pero, sin embargo, consigue el pintor que una obra religiosa se transforme ahora en otra cosa distinta. Observemos bien la obra: es un Cristo yacente apoyado sobre las rodillas de su madre, sí, pero, además es el cuerpo de un hombre muerto que ahora, sin embargo, parece tan solo que duerme. María está también dormida. Es lo que parece su figura y su rostro mostrar en la escena artística boloñesa. Pocas Marías están así, dormidas plácidamente, ante el cadáver tendido de su hijo moribundo. El pintor aquí domina dos cosas, una teológica: no hay muerte ahí, no la habrá; otra emotiva: son ambos personajes seres expuestos aquí ante la gravedad de un sufrimiento muy humano, pero, también, ante la belleza de la vida...

El cuadro dispone de una composición muy sublime y metafórica. A parte de las pequeñas cabezas de los pequeños ángeles, no hay nada ni nadie más ahí. A la derecha del lienzo hay una oscuridad completada por el pequeño muro deslucido sobre el cual vemos las espinas y los clavos del terrible martirio sagrado. Pero a la izquierda de la obra se ve el paisaje maravilloso de un mundo por vivir. La vida y la muerte representadas juntas... Y, entre medias, dos seres dormidos que sueñan ahora con superar una cosa -la muerte- para conquistar otra -la vida-. Técnicamente la obra es perfecta: en sus colores, matices, detalles y sombras. Podría pasar por ser una obra del Neoclasicismo posterior incluso, un estilo que, casi dos siglos después, glosarán los mejores pintores franceses de esta tendencia. Es ahora el brazo de Cristo como el brazo de Marat en su muerte de Marat, una obra compuesta por el pintor neoclásico David. Los colores son los mejores colores que se puedan llegar a plasmar en un lienzo para representar y contrastar figuras humanas. El negro por ejemplo, y, sobre él, el dorado, el azul o el amarillo. La forma de los brazos de ambos personajes cuelgan ahora creando una imagen unitaria con una contraposición tan afortunada por la belleza original de su calculado encuadre. En esta obra barroca, clásica, boloñesa, el Arte consigue expresar una gran belleza transformando una iconografía concreta -religiosa, una Piedad sagrada- en otra cosa diferente: en una belleza artística del todo independiente. Nada más que Belleza, admirable, adorable, gratificante; sosegante, además, por la extraordinaria esperanza que retratará el pintor sin apenas parecerlo. Quiénes son los personajes que representa no es exactamente lo más importante para la Belleza de Carracci. Porque es belleza, pura belleza diseñada para elogiar la vista o el sentimiento más emotivo y estético. Independiente ahora de credos o mensajes, de doctrinas o historias. Eso fue lo que consiguió Carracci en la encrucijada artística más vertiginosa que viviera entonces. Eso fue lo que quiso hacer con su efímero Arte por entonces: transformar el sentido de belleza para poder definirlo sin dogmas ni gravedades. Y para eso lo hizo entonces buscando el sentido estético más universal que pudiera, destacando así la Belleza antes que cualquier otra cosa, aunque fuese ésta manifiesta ahora, sin embargo, de una manera formal, social o religiosa.

(Óleo Piedad con dos ángeles, 1604, Annibale Carracci, Museo Historia del Arte de Viena, Austria.)

6 de enero de 2016

La difícil composición de la Adoración de los Magos, una iconografía tan desequilibrada...



No se ha valorado lo suficiente la maestría de algunos pintores para encuadrar la Adoración de los Magos en un lienzo. Porque la iconografía de esa leyenda sagrada es inapelable: son tres los personajes que se presentan ante María y el niño. Y el tres es un número que no encaja muy bien con el Arte y sus medidas de belleza. ¿Por qué? En una imagen donde un grupo central -la madre y el hijo- debe ser adorado por tres iguales personajes -esto es importante, los tres son iguales figuras destacadas- que deben aparecer expresados claramente, ¿cómo hacerlo para que esa representación sea creíble y a la vez bella? Imposible. Pero, aun así, algunos pintores de la historia trataron de conseguirlo con originalidad, habilidad y belleza. Algunos lo consiguieron completamente pero otros sólo hicieron una obra sin preocuparse de la adecuada representación de la adoración de tres personajes a un cuarto.

Fijémonos bien en esta muestra de varias obras de Arte sobre la Epifanía. Sólo uno de los magos de oriente puede estar al lado del niño mostrando cerca de él sus manos en señal de respeto. Los otros dos no pueden hacerlo. Pero, no es eso solo. ¿Cómo situar a tres personajes frente a uno? ¿Cómo hacerlo para que el conjunto sea equilibrado? Imposible. Las leyes no escritas -o escritas también- de la belleza iconográfica no admitirán que ese número pueda ser utilizado para producir un instante de admiración visual. Dos personajes que adoran a un tercero es lo ideal; cuatro también. Pero tres, ¿cómo representarlo? No se puede, verdaderamente. Por eso uno de ellos deberá quedar atrás. O dos... Pero, si solo queda uno, este personaje sería marginado claramente. No, no puede ser tampoco. Uno solo debe estar arrodillado, o postrado o inclinado, ante el objeto de adoración; los otros dos alejados, da igual que uno lo esté más que el otro.

De una muestra aleatoria de obras de Arte de esa iconografía sagrada, podemos elegir la que queramos: siempre será así. Pero, sin embargo, aquí he querido destacar algunas obras que pueden mostrarnos la genialidad de los creadores para, salvando esa eventualidad del tres, conseguir una extraordinaria composición artística lo más original posible. Para mi gusto, el mejor encuadre lo realiza Alberto Durero, pintor alemán de los inicios del Renacimiento en su país, en su obra de Arte Adoración de los Magos del año 1504. La composición es la más original y bella de cuantas he podido ver. Es de las pocas obras que, en primer plano, sólo están ahora los magos, la madre y el hijo, nada más. Es de las pocas obras de Arte que ninguno de los tres magos de oriente está de espaldas ni de lado. Incluso el rey Melchor, el mago más anciano de los tres, está ahora aquí escorzado, girado así para adorar al niño pero sin dejar de mostrar su frente al espectador: el único ser que merece percibir siempre el sentido visual de una obra artística.

Todos los demás pintores incorporan a otros personajes además de los principales. Cuando no es san José son pajes o pastores. Algunos pintores hasta llevan su obra de Arte a un espectáculo multitudinario, lleno de figuras por todos lados, como el gran Rubens hiciera en el año 1629, una obra barroca que nos obliga a adivinar difícilmente las tres figuras principales de la Adoración. El pintor flamenco Hans Memling -en su Tríptico de la Adoración del año 1479- deja muy claro en su obra cuáles son los tres personajes. Es una obra renacentista, por tanto centrada, proporcionada, buscando el equilibrio más estético, algo, sin embargo, que no conseguirá...  Sólo hay sorpresa estética ahí. Sí hay belleza en el fondo de una perspectiva, que sí es simétrica, sí hay también belleza en los vestidos y en los detalles de una extraordinaria composición cromática y figurativa. Incluso, por primera vez se representan las tres etnias de los tres continentes conocidos; también, las diferencias temporales en las tres edades diferentes de los tres magos. Pero, solo la magnífica centralidad de María y del fondo de la escena tratarían de compensar aquel desequilibrio estético de la imagen artística. 

Hay otro Tríptico, este de Van der Weyden, que tampoco conseguirá ningún equilibrio en su composición, es decir, ninguna belleza en ese sentido. La buscaría no obstante el autor con la edificación del fondo de la obra, pero el pintor comprende pronto que no tiene mucho sentido y la adapta ahora al mismo desequilibrio de la sagrada escena: el muro de la derecha está ahí más inclinado o más abierto en ángulo que el de la izquierda. Consigue así mostrar el pintor menos contraste al ser todo ahora ya lo mismo: ya que hacia ese lado, desequilidradamente, están ahora los tres magos de oriente. Una extraordinaria obra maestra de la Pintura flamenca, con belleza de creación pictórica, de figuras, de colores, de detalles materiales, pero imposible de conseguir también el efecto aquel de tres más uno.  Las otras obras de Adoración de los magos que vemos aquí son todas maravillosas obras del Arte Universal. Desde un Velázquez de sus años jóvenes donde la originalidad la lleva el pintor español ahora a los rostros, tan humanos, de las barrocas figuras del lienzo, algo que supo identificar muy bien con el Arte barroco de su tendencia naturalista: son todas vulgares personas representando a grandes personajes. 

También, incluyo dos obras más de dos grandísimos pintores españoles: Murillo y Zurbarán. Ambos retratan a los magos, a María y al niño casi de la misma forma, con las mismas galas casi y en la misma posición compositiva. Sólo Murillo consigue acercarnos mucho más a la ternura y la candidez, a la belleza más genuina, a pesar del difícil empeño -imposible siempre- de tratar de encajar tres iguales personajes en una misma adoración divina. Por último, destacar una obra de un pintor español desconocidísimo: Baltasar de Echave Orio, un vasco que emigraría a la Nueva España -México- a finales del siglo XVI. Allí crearía una dinastía familiar de pintores novohispanos. En el año 1610 compuso su obra barroca Adoración de los Magos. Él conseguirá, sin embargo, que ninguno de los tres magos dé la espalda al espectador; él conseguirá también un paisaje tan renacentista como brillante; él dibujará ahí una bella estrella rutilante tan original como atractiva, con el añadido efecto de atraer ahora la mirada claramente. Es, para tratarse de un pintor muy poco conocido y valorado, una muy genial obra de Arte barroca. Porque además, en su obra maestra, una de las manos del primer mago de oriente -Melchor- se apoya ahora en el suelo necesariamente. Sitúa el pintor así la mano izquierda del rey en un gesto preciso con el que trataría de compensar su personaje el desequilibrio gravitacional de su difícil postura, esa que existe ahora en el Arte obligadamente para componer una figura tan inclinada como para que pueda besar al niño y, a la vez, no dar la espalda al espectador, en una composición estética ya de por sí tan difícil como complicada.

(Óleo Adoración de los Magos, 1504, Alberto Durero, Galería de los Uffizi, Florencia; Detalle del Tríptico de Santa Columba, Adoración de los Magos, 1455, Roger van der Weyden, Antigua Pinacoteca, Munich, Alemania; Lienzo del pintor Baltasar de Echave Orio, Adoración de los Magos, 1610, Museo Nacional de Arte, México; Óleo Adoración de los Magos, 1619, Velázquez, Museo del Prado; Lienzo La Adoración de los Magos, 1639, Zurbarán, Museo de Grenoble, Francia; Cuadro del pintor español Murillo, Adoración de los Magos, 1660, Museo de Toledo, Ohio, EEUU; Obra La Adoración de los Reyes Magos, 1629, Rubens, Museo del Prado; Tabla Tríptico de la Adoración de los Magos, detalle, Hans Memling, 1479, Museo del Prado.)