1 de enero de 2015

El desgarrado expresionismo frente al sosegado clamor de lo sublime.



Todos habían nacido en el siglo anterior, pero todos vivieron y crearon en los inicios del siglo XX. Establecieron todo lo que el despiadado, esquizofrénico y maravilloso siglo XX supuso en el Arte. Tanto con sus vidas como con sus artes. Fueron herederos de aquel Romanticismo que había surgido un siglo antes de que nacieran, pero que, a principios del siglo XX, no podía llamarse así ya lo que ellos hacían ahora. Fue entonces llamado Modernismo. Era lo más moderno que se hiciera y ellos querían ser los más modernos. Pero lo que hacían no era otra cosa que aquello que habían hecho antes Turner, Delacroix, Byron o Chopin. Algunos nacieron en uno de los lugares más complejos socialmente para nacer en aquella Europa. El continente europeo había vivido la revolución francesa y el liberalismo post-napoleónico, dos cosas que habían cambiado por completo el occidente de Europa. Pero la parte más oriental del continente -el este de Europa- no se dejaría influir aún mucho por esos cambios radicales. Todavía quedarían vestigios del antiguo régimen en esa parte de Europa, ideologías que sobrevivieron a las revoluciones burguesas del siglo XIX. Y el Imperio Austro-Húngaro fue uno de ellos, el más importante vestigio de eso por entonces. Políticamente fue muy rígido, socialmente fue medio abierto y culturalmente fue muy innovador. Una mezcla imposible de prosperar sin desestabilizar a mente alguna. Y en este caldero tan propicio y contradictorio nacieron algunas de las figuras que más cambiaron el siglo XX en Europa.

Una de ellas nació en el difícil entorno de la Viena suburbial de entonces con grandes diferencias sociales y económicas. Emil Schindler (1842-1892) debía haber tomado la carrera militar, una salida económica para familias pequeño burguesas que deseaban prosperar en un mundo jerarquizado y elitista. Sin embargo, él quiso pintar. Debía hacerlo bien. En aquellos años pintar bien era motivo para triunfar en sociedad; otra cosa era triunfar en el Arte, algo que precisaba más que sólo pintar bien. Sólo a partir de los cuarenta años pudo Emil Schindler vivir gracias al Arte. Su correcto impresionismo gustaba a las clases adineradas de Viena, y la monarquía austrohúngara le contrataría en el año 1887 para retratar parte de su vasto, diverso y complejo imperio. Pero, antes de eso nacería su hija Alma, una de las mujeres que más influirían en la vida y la cultura de comienzos del siglo XX. Su padre, curiosamente, no la motivaría hacia la pintura. Emil Schindler trató de que su hija Alma se aficionase a la literatura o a la música. Tal vez vio que la pintura no era, exactamente, lo mejor que a ella se le diese. O, tal vez, comprendió que la pintura por entonces, finales del siglo XIX, dejaría de ser aquel Arte extraordinario para sufrir ahora, como lo hizo, uno de los cambios más radicales que pudiera padecer. Pero, sin embargo, no fue así con la música o con la literatura, artes con los que no se percibían tanto o tan pronto los cambios de la vida, de los gustos o de las tendencias de la sociedad. Y es así porque la pintura es el medio más expresivo y evidente de los cambios sociales y culturales de una civilización, algo que no siempre será condicionado tanto o tan pronto por los gustos o deseos más tradicionales. Y tanto atendería Alma a su padre que se convirtió en compositora y acabaría casándose con uno de los mayores genios musicales de entonces, el gran compositor Gustav Mahler (1860-1911), alguien que revolucionaría por completo la música clásica y los gustos musicales del siglo XX.

Pero, es difícil que personalidades grandes oculten a otras que quieran serlo también. Para Alma Mahler (1879-1964) la música había sido su pasión frustrada. Alguien le dijo una vez: o se dedicaba a la composición de modo decidido o se dedicaba a la vida social. En todo caso, que mejor hiciera esto último para triunfar... Gustav Mahler no pudo seguir seduciendo a Alma tanto como lo había hecho con su sublime y maravillosa música. Apasionada y frustrada a la vez, Alma se envolvería en una adúltera pasajera relación en el año 1910 con el arquitecto alemán Gropius -creador de la escuela Bauhaus años después en Alemania-. Gustav Mahler fallece muy pronto en el año 1911 y ella entonces trata de terminar las sinfonías inacabadas de su esposo. En aquella Viena grandiosa, Alma se convertiría en una deseada viuda, hermosa, joven y de talento, alguien que ambicionaba conciliar dos cosas muy difíciles de conciliar en este mundo: la pasión y el éxito. Un año después de la muerte de Mahler, Alma contrataría para un retrato suyo a uno de los nuevos pintores de aquel Modernismo vienés de principios del siglo XX, Oskar Kokoschka (1886-1980). Ella entonces le tocaría al piano alguna balada romántica de Wagner..., y comenzaron así una atormentada relación. Años después, Alma escribiría: Un día Oskar se levantó contrariado, tomó las fotografías de Mahler y las besaría una por una, fue como una magia blanca para tratar de sosegar los oscuros impulsos celosos de su interior.

Estaba claro que el pintor no pudo soportar la feroz rivalidad -no sólo artística sino emocional- del genio muerto años antes. Kokoschka entraría entonces en una pasión enfermiza por el desdén insoportable de su esposa. Este desprecio amoroso se enfrentaba al absorbente y opresivo, casi expresionista, fuerte deseo de él. Oskar Kokoschka solo pudo calmarse con su obra tan expresiva, emotiva y apasionadamente obsesiva. Como ejemplo de aquella inútil pasión crea su obra de Arte La novia del viento en el año 1913, donde representa, de modo muy expresionista, a ellos dos simbólicamente unidos como unos amantes contradictorios, ella dormida y él despierto. Alma Mahler volvería a dejar de lado la pintura, asustada ahora por la enfermiza forma expresiva de representar su amante sus vidas y su pasión. No pudo dominar aquella pasión tan fuerte, acostumbrada como estaba a tratar con hombres más débiles, sensibles o necesitados. Alma volvería de nuevo con Walter Gropius (1883-1969), con quien se casaría, desesperada, en el año 1915. Pero nunca funcionaría la relación, divorciándose del arquitecto alemán en 1920. Antes de esto, sin embargo, había llegado a sucumbir en los brazos de otra tendencia cultural que su padre también le aleccionara de niña: la literatura. Con el poeta y novelista austríaco Franz Werfel (1890-1945) comenzaría Alma un flirteo cultural que acabaría en matrimonio en el año 1929. Werfel, a diferencia de Gropius, disponía de una convencida pasión por la música, a pesar de ser judío y menos atractivo. Acabaría así Werfel por convencer a Alma, sobre todo a causa del desesperado temor de ella por el paso del tiempo y de la belleza. Sin embargo, a Franz Werfel no le importaba nada todo eso, para él ella seguía siendo todavía aquella extraordinaria mujer, tan esplendorosa y fascinante.

Muy pronto llegaría con los años el gran exorcismo sociológico del siglo XX: la cruel Segunda guerra mundial y sus desastres sociales y humanitarios. Pocos años antes de eso, la Viena liberal y democrática caería bajo la influencia del nazismo. Tuvieron entonces Alma y Franz que marcharse a Francia en el año 1938. Pero, en el año 1940, el país galo también acabaría ocupado por tropas alemanas. Así que decidieron refugiarse en el sur de Francia, lejos del fragor belicista y opresivo del norte. En una pequeña población de los Pirineos franceses fueron acogidos, muy amablemente, por las monjas católicas de un santuario milagroso, Lourdes. Entonces la curiosidad y el agradecimiento del poeta llegaron a provocar en su mente judía una promesa melancólica: si saliesen vivos de Francia llevaría a cabo una gran obra literaria para dar a conocer a todo el mundo la historia de aquel desconocido santuario. Así concebiría Franz Werfel su famosa novela La canción de Bernadette, publicada en el año 1941, cuando llegasen a Nueva York, después de pasar por España y Portugal, camino ahora de su propia salvación y la de Alma.

(Óleo expresionista de Oskar Kokoschka, La novia del viento, 1913, Basilea, Suiza; Óleo impresionista del padre de Alma, Emil Schindler, La canción de la Tierra, 1890; Retrato fotográfico del compositor Gustav Mahler, 1900; Retrato fotográfico de Alma Mahler, 1902; Fotografía del arquitecto alemán Walter Gropius, 1922; Autorretrato, del pintor Oskar Kokoschka, 1919, Leopold Museum, Viena, Austria; Obra expresionista de Oskar Kokoschka, Amantes con un gato, 1917, donde el pintor compuso a Alma y a él como una alegoría de lo imposible; Imagen fotográfica del pintor Kokoschka ante su obra, 1943; Fotografía del pintor Oskar Kokoschka con su esposa Olda Palkovská en Londres en 1939; Cuadro expresionista de Oskar Kokoschka, Londres y el Támesis, 1959, Tate Gallery, Fundación Oskar Kokoschka; Imagen fotográfica de Alma Mahler y Franz Werfel, 1941, Nueva York; Imágenes fotográficas de Alma Mahler Werfel en Nueva York, 1960.)

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