28 de noviembre de 2014

Arte y Belleza, dos cosas compatibles pero que no siempre contiene una a la otra.



La belleza existe en casi cualquier cosa de este mundo que sea propia a emitir signos de equilibrio, medida y gusto. Este placer estético es abundante y puede hallarse en muchas cosas de la naturaleza con solo mirarlas de otra forma. También en aquellas otras cosas que no lo posean propiamente. Porque son cosas que luego, tiempo después, no son las mismas que antes y producirán luego incluso una belleza desconocida, nueva, si son observadas ahora de otro modo diferente o bajo otras condiciones distintas. Entretejidas de un modo nuevo tal que no correspondan a lo que aquella vez vimos antes de ellas. Y todo esto aunque luego volvamos a ignorarlas también, desdeñosos. Pero en el verdadero Arte eso, sin embargo, nunca se dará. Si queremos entender lo que es el Arte deberemos comprender antes la diferencia entre una cosa que puede a veces producir belleza, de algo que siempre la produce. Y no solo esa belleza permanente produce el Arte, es decir, no solo equilibrio, medida o gusto, sino que motivará además en el espíritu humano algo más todavía: un inacabable gozo de identificación estética con lo que percibamos satisfechos. 

La sensación interior que experimentamos en el momento en que percibimos belleza es como una impronta plástica de rasgos emotivos o espirituales en lo más profundo de nuestra conciencia. Por esto cuando miramos un cuadro sin ser una obra maestra, o algo tan solo aparente de belleza, pero que no es Arte en verdad, solo percibiremos un vago placer efímero que desaparecerá tan pronto hayamos encontrado otra cosa tan bella que lo sustituya. En el auténtico Arte, sin embargo, nada de eso sucederá.  Nicolás Poussin (1594-1665) fue uno de los más importantes creadores del Barroco con los que poder comprender el Arte, su belleza y su verdad misteriosa. Y si nos sucede lo contrario no está en el Arte sino en nuestra impenitente naturaleza insatisfecha. En pleno momento del Barroco, cuando la belleza habría alcanzado las mayores cumbres de la representación de la historia, un pintor que amaba profundamente las pautas clásicas del arte, alcanzaría parte de esa  grandiosidad con la más simple de las cosas que pudieran representarse. En su obra Teseo encuentra la espada de su padre vemos un escenario clásico derruido además de un paisaje frugal, lejano y monocolor donde se representan tres figuras deslucidas de belleza. Pero en ellas hay, sin embargo, algo más de lo que reflejan esas pinceladas sutiles y nostálgicas del pintor francés.

Tres personas están ahora bajo las sombras de un ruinoso edificio clásico. Un hombre trata de levantar, difícilmente, una losa del suelo y dos mujeres le miran llevar a cabo el esfuerzo que hace. Todo correctamente dibujado: las columnas perfectas, los arcos grandiosamente perfilados y separados por el arquitrabe destacado, tan perpendicular, a las columnas dóricas. También extraordinaria es la perspectiva geométrica, que acerca y da profundidad a los personajes clásicos. Las figuras de los personajes no son nada hieráticas, apenas endiosadas y revestidas de un misterio peregrino contrastado por el alarde pedestre de querer descubrir lo oculto bajo la piedra. El gran Arte siempre trataría de contar alguna historia, leyenda o mito escondido entre sus entramados artísticos de colores, trazos o distancias. Este tipo de representaciones era obligada en el canon académico de entonces -el siglo XVII-, algo fundamental para ejecutar una obra de Arte clásica. En esta obra de Poussin se cuenta la leyenda griega de Teseo. Este es un héroe ateniense que nace huérfano de padre y su madre ahora -en la imagen con su hija- le anuncia quién fue su verdadero padre -el rey Egeo- y qué le habría dejado en herencia: las armas y su legado regio y espiritual...  Pero, sin embargo, todo eso está oculto ahora bajo la losa pesada de un grandioso templo en ruinas. Qué mejor excusa para elogiar el mundo clásico de virtudes humanas que recogen los héroes con su legado espiritual, a pesar de estar escondidas o perdidas en ruinosos, abandonados o desolados lugares del mundo. En la obra su madre le indica el lugar exacto y Teseo se esfuerza en descubrirlo, una metáfora ahora del Arte. Porque todo está representado en la obra: la Belleza y el Arte pero también la magia de la vida, la fuerza del destino o la consagración inevitable y virtuosa al sentido del mismo.

Con un parecido conjunto iconográfico vemos otra imagen distinta en una obra de Arte más moderna. Pero ahora sustituyendo las columnas dóricas por un vallado pedestre, los héroes clásicos por un conjunto de niños y la leyenda elogiosa por un infantil escenario de arrabal. También hay una perspectiva como la de antes, aunque ahora, a cambio de la sagrada piedra ruinosa, vemos los simples tableros de madera de un vulgar vallado de ciudad. Esta obra decimonónica titulada Una Reunión fue pintada por la artista ucraniana María Bashkírtseva (1858-1884). Pero ella, que consiguió crear imágenes correctas, reflejo de una época y de un momento social, no alcanzaría la gloria por su pintura. Pasaría a la historia más por su vida contada que por su Arte pictórico, es decir, por cómo contó su vida y cuándo lo hizo. Cómo porque fue desgarradoramente sincera en su diario; cuándo porque lo terminaría poco tiempo antes de morir. Así consiguió la fama, contando una historia que no alcanzó a llevar a ningún lienzo para representarla. En su despiadado diario dejaría escritas cosas como éstas: Es una naturaleza desafortunada la mía; yo querría una armonía exquisita en todos los detalles de la existencia. A menudo las cosas que pasan por elegantes o atractivas me chocan por no sé yo qué falta de arte, o de gracia particular. ¿Naderías? Todo es relativo. Y si una espina nos hiere tanto como un puñal, ¿qué es lo que los sabios tienen que decir? Desaparecería María Bashkírtseva a los veinticinco años de edad de una tuberculosis maligna, habiendo dejado un legado de pintura y escultura que no alcanzarían, sin embargo, la belleza de su obra literaria. 

Cuando la ciudad italiana de Bolonia se planteó construir una grandiosa catedral en el siglo XIV, sus promotores quisieron que fuese la más grande de todas las edificaciones sagradas de la cristiandad, incluida la basílica de San Pedro en Roma. Y así lo fue. Su nave es inmensa, su altura descomunal y su volumen arquitectónico albergaría al sagrado templo junto a las capillas y los retablos más artísticos elaborados entonces. Sin embargo, su fachada gótica, su apoteósica fachada proyectada como una espléndida decoración para los transeúntes, no pudo ser acabada nunca. Y así sigue hoy. A lo largo de los siglos fue interrumpida su decoración de mármoles aguerridos. A finales del siglo XV fueron convocados escultores para que tallaran el mármol con escenas bíblicas para su fachada inacabada. Uno de aquellos escultores lo fue la desconocida artista Properzia de Rossi (1490-1530). Apoyada por su padre aprendería de artistas boloñeses a cincelar el mármol en aquel Renacimiento lleno de atrevimiento, sutileza y clasicismo. Fue contratada en Bolonia para esculpir el mármol de la fachada de su catedral con alguna leyenda bíblica. En una de esas esculturas representó Properzia de Rossi la leyenda de José, el hijo menor del patriarca bíblico Jacob, que alcanzaría la sabiduría más providencial en la altiva corte del faraón de Egipto. Expresaba el relieve el momento en que la esposa de Putifar -alto cargo del faraón- atropellaba a José tratando de seducirlo, pero éste se resiste decidido como la leyenda bíblica contaba orgullosa. Properzia se atreve, ¡en el año 1520!, a esculpir entonces una de las primeras mujeres con los senos desnudos en un relieve artístico. Tal belleza consiguió que fue envidiada por otros escultores, que trataron entonces de denostar su figura y su Arte. Diez años después de realizar aquel bajorrelieve, moriría Properzia en la más desolada situación artística, desprestigiada por la maledicencia y por una de las peores ofensas creativas: la envidia.

(Óleo Teseo encuentra la espada de su padre, 1638, Nicolás Poussin, Museo Condé, Chantilly, Francia; Cuadro La Reunión, 1884, María Bashkírtseva, Museo de Orsay, París; Fotografía de María Bashkírtseva, París; Lienzo de María Bashkírtseva, Autorretrato con paleta, 1882, Museo Bellas Artes de Niza, Francia; Óleo En el estudio, 1881, María Bashkírtseva, Museo de Arte de Dnipropetrovsk, Ucrania; Bajorrelieve José y la mujer de Putifar, de la escultora Properzia de Rossi, 1520, Museo de San Petronio, Bolonia, Italia; Fotografía de la Basílica de San Petronio, Bolonia.)

24 de noviembre de 2014

El romántico gesto de un pintor agradecido y el descubrimiento de otro.



¿Qué peor pesadilla puede sufrir un pintor que llegar a no ver más? ¿Hay algo peor en el mundo para un creador de imágenes artísticas? Esto fue lo que le sucedió al pintor romántico sevillano Antonio María Esquivel (1806-1857). A los treinta y tres años sufrió una enfermedad cuya consecuencia fue que sus ojos no pudieran ver. Tiempo antes se había marchado muy joven a Madrid, donde ingresaría en la Academia de Arte de San Fernando. Fue uno de los promotores además del efímero Liceo Artístico y Literario de Madrid (1831-1851), una sociedad intelectual que solo duraría veinte años y donde poetas y pintores soñaban con compartir una visión romántica del mundo. Así que, al sentir el pintor que su único sentido de vivir -mirar y ver- podía ir desapareciendo, decidió regresar a su ciudad natal durante el año 1839. Sin embargo, deprimido luego por completo, hasta intentaría suicidarse arrojándose -románticamente- al poético río Guadalquivir. Fue cuando sus colegas, poetas, literatos y pintores, comprendieron que el pintor no podría vivir sin sus ojos. Juntos acordaron colaborar para contribuir al tratamiento que un médico francés ofrecía para su enfermedad ocular. Tiempo después, en el año 1846, decide pintar, una vez curado, una obra con todos los amigos poetas y pintores que habían participado en sanar sus ojos. Eran tantos que mejor los imagina el pintor reunidos y juntos en su estudio de Madrid. Los compone demostrando su gratitud además con el noble gesto de auto-retratarse en la obra: aparece el pintor deteniendo su creación para poder escuchar atento los románticos versos del poeta Zorrilla...

La gran obra, única en el género de un grupo de artistas -en este caso poetas y pintores-, recuperaba la costumbre del barroco holandés donde algunos gremios profesionales se hacían retratar con sus elementos de trabajo. Aquí el pintor lograría crear una atmósfera romántica, donde el poeta Zorrilla lee a los demás. Las palabras no se ven, las presentimos: son las mismas que quisiéramos escuchar de conocidas estrofas o de algún estribillo de nuestra memoria. El pintor debía homenajear a la Pintura también, y lo hizo con el gesto heroico reconociendo a sus amigos con un silencio artístico. Vemos algunos lienzos ubicados en paredes o en caballetes y muestra así algunas obras maestras de la historia. Un estudio imaginado pero donde los cuadros representados son obras de Arte reales, tanto suyas como de otros pintores.

El cuadro de la derecha se titula  El Martirio de San Andrés, una obra manierista realizada por el pintor Luis Tristán (1585-1624). Esta pintura fue una obra de Arte que quedaría olvidada en el silencio resguardado de un museo antillano. Existió la duda sobre su autoría, en algún momento del siglo XX se catalogaría la obra como del pintor Ribera. Sin embargo a mediados de ese siglo se afirmó que era de Luis Tristán, un pintor manierista toledano alumno de El Greco, el único seguidor que tuvo -además de su hijo- el insigne creador cretense. Este lienzo que aparece en la obra de Esquivel tiene las dimensiones que en el cuadro romántico se vislumbra: 279 cm x 173 cm, un inmenso lienzo. ¿Por qué el cuadro dejó de ser conocido de los trabajos de Tristán? La historia cuenta que la obra manierista pertenecía a uno de los amigos del pintor romántico, uno de los poetas que le ayudan en su enfermedad y que el pintor retrata agradecido en su obra -a la derecha de Zorrilla-, don José Güell y Renté. Este poeta, periodista y político español había nacido en La Habana (Cuba) en el año 1818 de padres catalanes. Fue Güell muy activo en política gracias además a su matrimonio -morganático- con la hermana del rey consorte de España, Francisco de Asís de Borbón. 

En el año 1852 dona don José Güell y su esposa Luisa Carlota el cuadro al Colegio de Belén de La Habana, una escuela que pertenecía a la Compañía de Jesús y donde la obra permaneció ajena al mundo. Con la revolución cubana del año 1959 el cuadro de Tristán fue enviado al Museo de Bellas Artes de La Habana, donde se encuentra en la actualidad. Pero nunca una obra de Arte había contribuido tanto a dar a conocer un lienzo, como lo hiciera este romántico cuadro de Esquivel del desconocido cuadro de Tristán. Tampoco nunca un agradecimiento personal había tenido tanta razón de elogiar algo, no solo la de homenajear el maridaje de la poesía y la pintura, sino el de eternizar una obra dentro de otra para reivindicarla. Luis Tristán aprendió de El Greco la forma tan peculiar de componer figuras humanas. Luego derivaría el pintor hacia el Barroco, un estilo diferente al Manierismo de su maestro. En su obra La última cena del año 1620 se observan, sin embargo, los dos estilos juntos. Por un lado el gesto manierista en los personajes, algo propio de El Greco, por otro el acabado naturalista del Barroco en algunos elementos de la escena, como la mesa, el perro, las vituallas o el blanco mantel desplegado mostrando además sus perfectas arrugas.

(Óleo romántico del pintor Antonio María Esquivel, Los poetas contemporáneos, una lectura de Zorrilla, 1846, Museo del Prado; Autorretrato, Antonio María Esquivel, 1856, Museo del Prado; Óleo Nacimiento de Venus -Venus anadiómena-, 1842, Antonio María Esquivel, Museo del Prado; Fragmento de la misma obra Nacimiento de Venus, Antonio María Esquivel, Museo del Prado; Detalle de la obra Los poetas contemporáneos, imagen representando la obra El Martirio de San Andrés de Tristán, 1846; Imagen del lienzo original El Martirio de San Andrés, ca.1624, del pintor manierista español Luis Tristán, Museo de Bellas Artes de la Habana; Cuadro La última cena, 1620, Luis Tristán, Museo del Prado; Obra María Magdalena, 1616, del pintor Luis Tristán, Museo del Prado; Retrato de anciano, 1624, de Luis Tristán, Museo del Prado, Madrid.)

18 de noviembre de 2014

El clasicismo francés transformó una tragedia clásica en una inspiración muy romántica.



Los griegos habían definido ya claramente cómo debía ser entendida la tragedia. El desenlace de esta representación dramática debía ser siempre, necesariamente, fatal. No podría ser de otro modo. ¿Cómo si no tendría sentido su significado catártico o su enseñanza moral? El héroe, el héroe que fuese, debía perecer siempre bajo la pesada carga que las cosas o los dioses habrían conspirado contra él. Así se desarrollaron las tragedias clásicas, donde se mostraban las aspiraciones que los personajes épicos atrevidos se permitían tener frente al destino. Como consecuencia, el fatídico final se producía siempre para demostrar que las decisiones de los héroes trágicos nunca se debían llevar tan lejos. Sobre todo, el retar a los dioses. Pero también para que la vida supusiera lo mismo para todos, héroes o no, postrados todos bajo la inevitable losa ciega del poderoso piélago universo. Sin embargo, el clasicismo trágico de Grecia terminaría con Eurípides, el último gran poeta trágico griego del siglo IV a.C. Esto sucedió justo antes de la muerte de Alejandro Magno (acaecida en el año 323 a.C.). Tras su muerte se pudieron representar historias y leyendas, pero nunca con el sesgo trágico tan dramático de antes. Además, el helenismo, periodo grecorromano que empieza a la muerte de Alejandro y termina con el nacimiento de Jesús, glosaría más la escultura, la poesía lírica o la pintura que cualquier otra actividad o representación artística.

Así que la tragedia reposaría el sueño más injusto hasta que Shakespeare la retomase, mucho tiempo después, con el brío moderno y más humano de la senda renacentista. Pronto llegaría el Barroco y el teatro se hizo más cómico que dramático. Tuvo que renacer el clasicismo a mediados del siglo XVIII para recuperar el drama trágico de nuevo con una Francia clasicista que había impulsado desde el siglo XVII las formas clásicas heredadas de las antiguas griegas, esas que determinaban cómo debían ser comunicadas las cosas representadas en el mundo. Pero hubo una leyenda del helenismo basada en la historia real de uno de los generales que sucedieron a Alejandro Magno en su imperio. Una leyenda que contaba la vida de uno de los más importantes sucesores de Alejandro, el general Seleuco (ca. 358 a.C.- 281 a.C.), un militar macedonio que lucharía siempre en todas las batallas que librase el gran conquistador griego. A la muerte de Alejandro sus generales se repartieron el extenso imperio conquistado, y Seleuco obtuvo entonces Babilonia como reino. Aun así, lucharon todos contra todos y Seleuco conseguiría más reinos hacia Persia y la India. Fue Seleuco, sin embargo, un gobernante moderado y prudente. En el año 300 a.C. se vuelve a casar con una joven y bella princesa macedonia, Estratónice, cuyos cuarenta años de diferencia no fueron ningún obstáculo por entonces. De su anterior esposa, Apame, una princesa sogdiana del Asia central, tuvo Seleuco a su único hijo Antíoco. En aquellos años los reinos se perdían o ganaban en batallas o en intrigas palaciegas, así que Seleuco, ocho años después de su boda con Estratónice, designaría a su hijo Antíoco corregente ya de su poderoso reino.

Pero le ofrecería en el año 292 a.C. algo más a su hijo Antíoco: su esposa Estratónice y la gobernación de uno de sus reinos. Las razones fueron estratégicas; al parecer necesitaba Seleuco la ayuda leal de su hijo para poder gobernar con tranquilidad todo su extenso reino. Sin embargo, historiadores posteriores, como Plutarco (50-120), difundieron otra historia diferente, un relato de separación provocada por una pasión sentimental más que por la guerra, un relato que tendría una causa de amor más que otra cosa. En las antiguas tragedias griegas el amor, los celos, las traiciones o los engaños eran elementos recurrentes que asolaban de sangre, dolor y muerte las leyendas clásicas. Así que esta historia helenística tendría mucho tiempo después, en pleno momento Neoclásico del siglo XVIII, un motivo justificado para componer una tradicional tragedia clásica. Y, como una representación a lo Tristán e Isolda anticipada, llevaría ahora al teatro más moderno y clásico de Francia una ópera con sus alardes musicales tan melodramáticos. Compositores franceses del momento como Etienne Méhul (1763-1817) asumieron el reto de crear un drama musical basado en la historia de Estratónice. El compositor Méhul lo llevaría a cabo en el año 1792, el momento más cumbre del Neoclasicismo francés. En un manuscrito basado en el relato de Plutarco, recrearía la leyenda de Antíoco y Estratónice con las trazas de una historia de amor imaginada y no con los históricos hechos de una excusa política. El relato contaba entonces cómo Antíoco se había enamorado secretamente de su madrastra, pero, como no podía defraudar a su padre, enfermaría tanto que Seleuco buscaría la ayuda de uno de sus mejores médicos para curarle. Erasístrato, un famoso médico griego, descubriría el sentimiento que se ocultaba detrás de los síntomas de Antíoco. Lo descubre gracias a las observaciones que hace a Estratónice cada vez que entra en la alcoba donde Antíoco reposa. Entonces observa el médico como Antíoco empeora en presencia de ella, se le altera el pulso y palpitaría excitado su pecho. Así que, decidido, delante ahora de todos, el médico griego señalaría a Estratónice como la causa de la terrible enfermedad de Antíoco.

Los pintores habían creado desde el barroco de Antonio Bellucci obras de Arte con el instante del descubrimiento de la enfermedad de Antíoco. Pero fue el Neoclasicismo el estilo que mejor llevaría la leyenda trágica a su representación más elogiosa. Dos pintores neoclásicos, David y su discípulo Ingres, compusieron sus obras Antíoco y Estratónice en los años 1774 y 1840 con la magistral forma de hacer que llevaría de relatar una historia clásica a ser representada como la más romántica de todas. Porque ahora no fue realmente una tragedia, para nada era ahora la traición, ni la ofensa, ni el engaño, ni la muerte. Al conocer por su médico la causa pasional de la enfermedad de su hijo, Seleuco le entregaría resignado su esposa para poder salvarle la vida. Pero, sin embargo, todo eso sería inventado entonces en la tragedia clasicista. Porque ni su hijo enfermaría en el palacio de su padre, ni enfermaría de amor, ni Erasístrato lo pudo atender entonces (año 292 a.C.) porque éste tendría sólo trece años (había nacido el médico en el año 305 a.C.) en ese momento. Así que, más de veinte siglos después, el fatal final de una tragedia griega se había convertido en un feliz final muy diferente, aunque del todo ficticio gracias al neoclasicismo francés y a su forma para entonces tan romántica de hacerlo.

(Óleo Antíoco y Estratónice, 1774, de Jacques Louis David, Museo de Bellas Artes de París, Francia; Cuadro barroco Antíoco y Estratónice, 1700, Antonio Bellucci, Kassel, Alemania; Lienzo Antíoco y Estratónice, 1840, Jean-Auguste Dominique Ingres,  Museo Condé, Francia.)

14 de noviembre de 2014

Un siglo después la imagen sigue vigente y sin reparos: el Arte emociona menos tiempo que la vida.



La Pintura fue la forma que el hombre tuvo de mostrar la vida, el mundo y sus crudas realidades. A veces con metáforas o mitos y otras con el reflejo de la realidad más descarnada. Pero todas con una belleza sugestiva que nos llega aunque lo que muestre no agrade tanto a nuestra conciencia. ¿Qué cosa hemos creado en la historia para tratar de calmar la indignación? No hay nada más frágil que la indignación, ya que, ¿cuánto durará?, ¿cuánto tiempo mantendremos la indignación que, se supone, debe enfrentarse a las cosas crueles o insensibles de la vida? Tan poco tiempo como la sensación que ocupa el momento de mirar a dejar de hacerlo. En el origen del hombre el mito comenzaría tratando de explicar el mundo y sus miserias. La persistencia de la maldad, la ferocidad de la maldad, la ingratitud de la maldad, la desfachatez de la maldad, empezaron cuando dejase de asombrarse alguien ante la desgracia ajena o cuando el sufrimiento humano se añadiera pronto a las cosas normales de la vida. La conciencia, eso que nos distingue de los animales, es lo único que poseemos para ser humanos. Nada más. Tanto para sentir como para comprender, tanto para permanecer como para abandonar, tanto para omitir como para determinar una acción decidida.

Y es justo ahora, en este momento en que vivimos, cuando debemos tener conciencia, ni antes ni después de la vida... La conciencia no nos sobrevivirá, puede sobrevivir, si acaso, alguna sustancia ignota y liviana, algo sin recuerdo ni memoria, o sin sentido temporal ni identitario, pero no lo vivido ni lo sufrido ni lo alcanzado a sentir cuando lo sentíamos. Porque es ahora, cuando la conciencia nos late y la notamos palpitar, cuando comprenderemos mejor que la mirada de los otros no es más que un reflejo de la nuestra. Es ahora cuando las cosas hay que girarlas de alguna forma para poder verlas mejor... Después de que los mitos calmaran la conciencia de los primeros hombres maldecidos, el ser humano se volcaría en buscar fuera del mundo un Ser imponente que justificara las cosas más terribles y sus descalabros azarosos. Así nacería la religión y la cultura que luego la sostuviera. Pero el tiempo evolucionaría como para entender que los designios trascendentes no son tales o no son infalibles. Que no son nada inevitable como para que las cosas más duras o desoladas no tengan una respuesta en la vida. Es por lo que la ciencia terminaría por calmar otra conciencia diferente.

Los creadores de Arte son testigos tangibles de esos procesos culturales. Por eso se pintaría el mito, la religión y la naturaleza. Porque eran tres cosas que los seres más comprenderían para poder entender la vida y sus miserias. Porque eran los detalles de esas cosas los que todos habrían mejor oído que visto. Pero nada de lo que se percibe cotidianamente se mantiene unido a la belleza. Sin embargo, la belleza  es siempre una garantía de permanencia, de sublime permanencia, de grandeza o analgésico espiritual que llega a todos para entender mejor el mundo y sus desdichas. Luego llegaron otros creadores y mostraron la realidad sórdida de la vida, una para la que no habría que alejarse mucho para verla, que no solo era ya oída sino vista. Pero sucedía que era ahora una realidad muy diferente a la de antes. Porque los seres habrían nacido, sufrido y desaparecido siempre por algo concreto, algo tajante, ineludible, inevitable. Las guerras siempre habían existido y, con ellas, las enfermedades, la desolación y la muerte. Pero pronto llegaría al mundo con su evolución social y tecnológica un tiempo diferente. Ahora las cosas comenzaron a cambiar como cambian los colores de una tierra lastimosa: lenta e inapreciablemente. Ya no es solo que la gente perezca como siempre, no, ahora es que el tiempo se había aliado en parte con la muerte.

No es una muerte definitiva o definida, es otra cosa, es una forma de percibir de la vida cada día algo menos algunos seres. Es ver amanecer como siempre, pero ahora sin poder mirar el sol y deslumbrarse, sin poder volver a mirarlo luego satisfecho, aunque el tiempo no dure ya para ello más que un solo instante. Porque ahora, sin embargo, todo duraba más. Ahora las cosas lacerantes de la vida no mataban, seguian como si lo hicieran pero sin hacerlo. Y, además, estaban los seres en el mismo lugar de antes, con el mismo mito, la misma religión y la misma lógica aplastante. Y, así, un nuevo modo de ver las cosas surgió ya hace más de cien años. Los pintores tuvieron entonces que esforzarse por seguir emocionando como antes. Inútilmente. Por esto no se pudo ya sino inventar ahora otra forma de expresión para el Arte. Hasta hubo que  trastocar el concepto realista de la imagen para hacer con ella otra cosa, justo lo contrario: una forma de surrealismo...  Porque las imágenes más realistas dejaron de estar solo fijadas en un lienzo para repetirse ahora, una tras de otra, aunque con sutilezas, en la nueva dinámica visual  más asombrosa del cinematógrafo. El cine llegaría para suplantar y expresar aquella misma emoción desolada de antes. Esa misma emoción sublimada ya por el mito, la religión o la ciencia desbordante. Las nuevas imágenes dinámicas eran ahora la vida misma, la emoción descubierta de la vida, en un trozo de tiempo mayor que el de antes. Así empezaron a sentirse y a crearse. Pero, nada más. Las cosas importantes de la vida no cambiaron, ni han cambiado mucho, desde entonces. Cien años después la emoción -la más desgarrada, la más indignante-, esa que subyacía elogiosa antes en el Arte, seguirá durando el mismo tiempo, muy poco, para el que la mira que para el que la siga sufriendo como antes.

(Óleo realista del pintor británico Thomas Benjamin Kennington, Sin hogar, 1890, Museo Art Gallery de Bendigo, Australia; Vídeo de la película muda Ménilmontant, 1926, Francia; Óleo de Thomas B. Kennington, Pandora, 1908, Colección Privada; Cuadro del mismo pintor Kennington, Pan diario, 1883, Walker Art Gallery, Liverpool, Inglaterra.)

12 de noviembre de 2014

Con Turner la Naturaleza no murió, con Turner la veremos de otra forma, la más creativa del mundo.



En Roma existe un antiguo edificio de la época imperial, el Panteón, cuyas piedras fueron levantadas en el año 128 d. C., justo en el mismo lugar donde antes existieron (desde el año 25 a.C.) otras parecidas, hasta que un incendio en el año 80 d. C. destruyese el originario edificio. El Panteón fue un lugar dedicado a todos los dioses de la antigua Roma. Así se mantuvo por siglos, como un recuerdo de aquella grandeza imperial. Hasta que en el siglo XVI fuese enterrado ahí un genio del Arte renacentista, el cual ya había alcanzado la gloria antes de morir. En su lápida fue grabado un epitafio laudatorio que decía: Aquí yace Rafael, por quien la naturaleza, madre de todas las cosas, temió ser vencida y morir con su muerte. El pintor Rafael Sanzio (1483-1520) fue el clásico más excelso de todos los grandes pintores de la historia. El más perfecto, el mejor, el más detallista y virtuoso. Efectivamente, la naturaleza, con él, fue absolutamente retratada y dominada, exquisita y fielmente retratada, en todas sus formas. No sólo compuso el equilibrio más conseguido, también lo más bello que de una naturaleza pudiese ser extraído para fijarlo en un lienzo. Así, el clasicismo nacería con Rafael. De hecho, los pintores que en el siglo XIX quisieron volver al medievo espiritual -lejos del perfecto mundo clásico-, terminaron llamándose prerrafaelitas, es decir, anteriores a Rafael. Después de Rafael Sanzio, todos quisieron imitarle, porque todos, además, sabían por entonces que pintar bien era, se quisiera o no, hacerlo como él lo había hecho antes.

Los siglos pasaron y ni el Barroco ni el Rococó hicieron sombra al clasicismo de Rafael. Una cosa era utilizar el claroscuro en exceso o retratar cosas que no fuesen bellas de por sí -como el realista estilo Barroco había hecho-, pero, todas las creaciones pictóricas fueron hechas siguiendo las formas que la fidelidad a la naturaleza hubiese ya consagrado en la pintura de Rafael. Todos lo respetaron. Hasta que llegó el Romanticismo. Esta tendencia había sido la más revolucionaria de todas las de la historia, transformando el sentido del Arte a unos niveles no suficientemente valorados o considerados. Un estilo que no tendría nada que ver con volver atrás, como fue el prerrafaelismo; no, con el Romanticismo fue justo lo contrario, avanzar hacia adelante con pasos tan agigantados que la historia y el hombre no fueron capaces de absorber y digerir tanto. Pero, para ese momento romántico (1775-1840), aquel clasicismo había vuelto de nuevo, coincidiendo además con el momento más álgido del sentimiento romántico. Vino de nuevo con el nostálgico nombre de Neoclasicismo, amortiguando los efectos desmesurados del desgarrador Romanticismo y evitando que el Arte moderno se hubiese adelantado cincuenta años o más.

El creador más osado con los colores y la composición, el precursor -salvando a Goya- más extraordinario de la historia del Arte por sus formas modernas, lo fue el romántico Joseph William Turner (1775-1851). Y lo fue a pesar de dedicarse solo a fijar la naturaleza  -pocos retratos humanos hizo en su vida- en un lienzo. Una naturaleza que, a diferencia de Rafael, no imitaría sino que sublimaría de una manera no antes realizada por nadie. Admiraría Turner tanto a Rafael Sanzio que visitaría Roma para reencontrarse con su espíritu y su Arte. Viaja a Italia un año antes del trescientos aniversario de la muerte del pintor clásico. Lo homenajea pintando sus recuerdos de paisajes vaticanos, lugares donde la luz amarillenta bordea ahora el perfil con los semblantes renacentistas más clásicos de entonces. Pero Turner sentiría una pulsión artística para expresar su admiración: la que combina el sueño de la naturaleza con el prodigio de pintarla de otra forma. Cuando Turner visita la Galería Borghese, uno de los museos más antiguos del mundo, se encuentra con una escultura de Antonio Cánova (1757-1822). Con este escultor volvieron las formas grecorromanas a florecer en el mundo europeo. Volvía la perfección clásica, regresaba aquella imitación de la naturaleza, en este caso de la más bella cosa representada: la figura desnuda de una hermosa mujer. El escultor recibe el encargo de Paulina Bonaparte, hermana de Napoleón. En el año 1805 Paulina estaba casada con el príncipe Camilo Borghese y quiso que la esculpieran con unos de los motivos neoclásicos más divinizados, excelsos y sublimes que de las manos de un genio escultor pudieran arrebatarse a las volutas del mármol.

Cuando Turner vio la escultura Venus invicta -inspirada en Paulina Borghese- quiso componer una obra reflejo de esa inspiración tan clásica. Y empezaría a delinearla con los trazos propios de sus colores, amarillos, blancos, marrones, ocres. Pero, había que crear la figura esplendorosa de una Venus desnuda, con un perfil perfecto, un torso idealizado y unos senos clásicamente visibles. Turner era un innovador y un romántico incorregible, para él las figuras humanas no eran lo más importante. La naturaleza con él no murió, ni nació, tan solo la transformaría, arrebatadoramente. Si los pintores son creadores, Turner fue el pintor más creativo de todos. Los pintores más grandes, como lo fuera Rafael, eran perfectos creadores de la vida conocida, con sus sutilezas, sus sombras y sus luces maravillosas, por tanto magníficos copiadores o imitadores de la naturaleza. Turner no. El excéntrico pintor romántico supo que lo que hubo de ser creado una vez conforme a la naturaleza ya lo fue hecho, ¡y perfecto! Ahora, él debía hacer otra cosa, y por eso dejaría sin acabar su obra Venus invicta. No pudo más el pintor inglés que respetar el maravilloso genio clásico de Urbino. No pudo Turner hacer entonces lo que con su luz romántica y amarillenta otros, sin ella, hicieron antes.

(Óleo Paisaje del sur, con acueducto y cascada, 1828, del pintor romántico Joseph William Turner, Tate Gallery, Londres; Óleo -inacabado- Venus invicta, 1828, Turner, Tate Gallery; Fotografía de la escultura Venus invicta, Paulina Bonaparte, 1808, del artista neoclásico italiano Antonio Cánova, Galería Borghese, Roma.)

Tráiler de la Película sobre la vida del pintor Joseph William Turner, 2014, en inglés:

5 de noviembre de 2014

La manera en que los elementos forman un conjunto armonioso, o la composición artística.



¿Por qué surgió el Arte renacentista en Florencia? ¿Qué cantidad de cosas tuvieron que darse en esa ciudad para que naciera el Arte más brillante? Para todo fenómeno histórico y cultural existe una explicación, también para este. Coincidieron más de un elemento racional y espiritual para que una armonía de seres, riqueza, intereses, emociones, creatividades y algo impreciso hicieran que el Arte naciera ahí. Un lugar céntrico en Europa entonces porque el mundo medieval pasaría por Florencia de la mano de un fluido comercio entre Asia y Europa. Un lugar vibrante por la participación de una sociedad menos feudal, más burguesa o comerciante, hizo que las ideas que fluyeran fueran recogidas libremente por lo único que puede ser representado sin demasiadas explicaciones: el Arte. Cuando los ingleses ilustrados del siglo XVIII descubrieron el viaje cultural como medio para conocer la historia clásica, visitaron Italia y su núcleo artístico principal, Florencia. Allí, años después de esos viajes -llamados el Grand Tour-, un pintor prerrafaelita quiso retratar la maravillosa ciudad renacentista en un lienzo de tamaño descomunal.

La tendencia prerrafaelita no se caracterizaba por ser muy naturalista, es decir por reflejar la naturaleza tal como es, sino por utilizar la fantasía, la imagen sesgada y medieval o el efluvio de ensoñación de ideales decadentes frente a lo material o moderno de la civilización. Aun así uno de los pintores adscritos a esa tendencia, John Brett (1831-1902), compuso en el año 1863 su obra Vista de la ciudad de Florencia con los montes Apeninos al fondo. Es una enorme obra donde los detalles y la minuciosidad determinan más que la poética o alegórica forma de plasmar imágenes en un lienzo. La obra está dividida horizontalmente entre un nuboso cielo azul y una tierra llena de edificios. Nos presenta la visión objetiva y real de la villa toscana a mediados del siglo XIX, cuando por entonces la bóveda de su hermosa catedral, diseñada por Brunelleschi, destacase orgullosa del resto de los edificios. La obra fue, sobre todo, una muestra de la ciudad más artística de la historia. Por eso fue pintada. No hay otra razón. La belleza de la obra no está en sus colores o en sus formas, estos reflejan verosímilmente una naturaleza conocida, creada o dominada por el hombre. Tampoco por una composición brillante; si acaso demasiado simple al enfrentar un paisaje apenas confundido entre montañas y lo construido por el hombre. Todo compuesto de una manera distante y panorámica, con lo que no podemos más que leer ahora -para los desconocedores de la ciudad- la leyenda de su título para poder identificar la obra y lo que representa.

Pero otro pintor prerrafaelita, Edward Poynter (1836-1919), sí que fue especialmente original y creativo con su obra. Un lienzo con dos rasgos que diferencian al pintor del resto de sus correligionarios en tendencia: lo clásico y lo académico. En el año 1880 creó su obra Una visita a Esculapio. El tema versa sobre la mitología griega, pero el pintor diseña libremente la forma de cómo  pintar la escena mitológica y la escena misma. Porque la escena representada no es clásica en el sentido de que fuese fiel a una leyenda conocida o escrita por los griegos. No está basada en ninguna leyenda sino que fue recogida por el pintor de un verso renacentista del poeta Thomas Watson (1555-1592), el cual describe el momento que la diosa Venus, herida en un pie, visita al dios de la medicina, Esculapio, para que la cure. La obra está compuesta en una estancia clásica donde las grandiosas columnas lo dominan todo. Incluso tras las hojas de unos árboles vemos el talle grueso de fustes acanalados de las columnas de un templo.

El dios Esculapio observa pensativo el pie que Venus le enseña sin mostrar dolor. Porque ella es una diosa, aunque ahí no lo parezca. Las palomas blancas volando representan ahora su divinidad. Acompañan a Venus tres ninfas desnudas como ella. El Arte clásico justificaba el desnudo gracias a las leyendas mitológicas. Pero, ¿por qué son tres mujeres además de la diosa? Porque representan las tres gracias, tres clásicas mujeres desnudas que el Arte utilizaba de una forma determinada en su iconografía. Dos de ellas miran hacia un mismo lugar -con pureza virginal-, la tercera -con impureza-  mira hacia el contrario. Esta es una forma de composición que los romanos se permitieron cambiar de los griegos. Estos últimos no distinguían nada entre ellas, eran solo tres hermosas musas iguales -de puras o de impuras- para ellos. Pero los romanos, a cambio, hicieron que una de las tres no fuera virgen ni esposa, y no tuviese ningún tipo de pureza. Esta era la amante, es decir, la vil o depravada, no la pura. En toda la historia del Arte esto se respetaría siempre, es decir, que una se pintaba mirando hacia el lado contrario de donde miraban las otras. Tanto las obras de Rubens como las de Rafael y otros pintores habían sido compuestas así siempre.

Y aquí no podía dejar de serlo también. ¿Pero cómo componerlo ahora -con originalidad diferente- para no alterar el conjunto artístico? Es decir, ¿cómo hacerlo para que algo tan importante como esa forma clásica en que se disponían las figuras de las tres gracias pudiese hacerse ahora, sin embargo, ajustada a una escena muy diferente? El autor necesitaba acompañar a las tres gracias de la diosa Venus, pero una de ellas debía mirar hacia el lado opuesto, por tanto, expresar su cuerpo la parte anatómica distinta de las otras. Dos de ellas están de frente al observador, la tercera de espaldas. Pero, ¿cómo conseguir que el equilibrio de todo, no solo de ellas sino de todo el cuadro, consiguiera mantener la armonía clásica? Pues con el maravilloso alarde original que el creador ideó: hacer mirar y dirigir el brazo de la tercera figura hacia la derecha de la obra, hacia una figura ahora distante y situada en la fuente, una mujer vestida que también señala claramente. Con este pequeño detalle -grande iconográficamente- el pintor consiguió hacer de su obra un conjunto bellamente equilibrado. Con este curioso ardid artístico no hizo el pintor prerrafaelita más que obtener la sagrada composición artística requerida, esa que los rigores clásicos y académicos exigían siempre hacer. Algo tan sutil como importante, tan necesario como representativo, tan bello como inevitable.

(Óleo Una visita a Esculapio, 1880, del pintor británico Edward John Poynter, Museo Tate Gallery, Londres; Detalle de la misma obra Una visita a Esculapio; Pintura Vista de Florencia desde el Bellosguardo o con lo Apeninos al fondo, 1863, del pintor inglés John Brett, Tate Gallery, Londres.)