27 de octubre de 2014

Lo más fascinante del Arte será combinar originalidad, sencillez y misterio.



¿Qué hace interesante una obra de Arte? Es exactamente igual que en una persona. Primeramente su personalidad, es decir, su originalidad individual ante los modos, formas o costumbres establecidos. Luego la profundidad de pensamiento y un cierto misterio que no es posible desvelar del todo de las cosas que encierra su ser. Y finalmente la sencillez, entendido esto como la manera de no disponer de muchas cosas en su representación, de no incluir demasiados añadidos para llegar a manifestar toda su personalidad. En consecuencia, no bastará lo bien terminado o perfectamente elaborado que esté un ser o una obra de Arte, es preciso disponer de algo más. Hay creaciones pictóricas que están maravillosamente realizadas pero no consiguen llegar a provocar en el observador una emoción suficiente. Por eso la representación artística de una imagen debería, además de belleza, incluir las cuatro condiciones descritas antes: personalidad, profundidad de pensamiento, misterio y sencillez. La profundidad de pensamiento establecerá en el Arte el paradigma más perseguido por los creadores, ese modelo genuino con el que buscarán o encontrarán -porque hay pintores que el azar les ofrece ese modelo sin ellos buscarlo- la forma de plasmar artísticamente el misterio iconográfico más emotivo.

El paisajista español Martín Rico de Ortega (1833-1908) descubriría pronto que su vida era pintar. Tanto su familia de artistas como su formación con Jenaro Pérez de Villaamil habrían contribuido a hacer de él un perfecto pintor, extraordinario con los matices, con los colores, con la luz... Esta ahora tan resplandeciente y blanca en sus obras como lo es la luminosa geografía española. Pero, sin embargo, sólo sería eso, un retratista, un fotógrafo del Arte, un magnífico dibujante o un fiel detallista de un conjunto escénico. Pero, nada más... En su obra Un canal de Venecia del año 1879 se perciben en el canal los brillantes reflejos de los edificios aledaños. La luz es poderosa y consigue llevarla el pintor por donde debe ser destacada o sombreada desde los ángulos más agudos de sus reflejos en el agua. Es el maravilloso paisaje retratado de un canal veneciano, pero sin misterio y sin originalidad.   El pintor holandés Leonaert Bramer (1596-1674) compuso, sin embargo, otro paisaje muy distinto en su obra barroca El dolor de Hécuba. No era el retrato de un lugar conocido, ni su paisaje era perfectamente fiel a alguna realidad existente, como lo fuera el canal de Venecia del pintor Ortega. Cierto es que la época de Bramer, el Barroco, no se caracterizaba por un estilo paisajista muy fiel a la realidad, pero, a cambio, sí dispone el paisaje de otras cosas realistas... En este caso el autor consigue aquí misterio y originalidad.  Lo hace así porque el cuadro encierra además un misterio que el pintor supo mantener en el tiempo.

Durante años los inventarios de cuadros de la corona española, y luego los del Museo del Prado, habían relacionado el cuadro de Bramer con la leyenda mitológica de Hécuba. La obra fue adquirida por el príncipe de Asturias en la década del año 1770. Pasaría luego al Palacio del Escorial en el año 1779 para terminar, en el año 1834, en el Museo del Prado. Según la mitología, Hécuba fue la esposa del rey de Troya Príamo, con el que tuvo varios hijos, famosos unos -Paris, Héctor, Casandra- y otros menos conocidos -Polixena y Polidoro-. Poco antes de la invasión de los griegos a Troya, Hécuba mandaría a su hijo pequeño Polidoro a Tracia para que estuviese a salvo de la guerra. Cuando Troya terminó destruida a manos de los griegos, Hécuba sería tomada como esclava por los vencedores aqueos. Habían pasado algunos años y Hécuba pasaría, de vuelta con los vencedores a Grecia, antes por Tracia. Y allí tendría ocasión, pensaba ella, de ver a su hijo, sin embargo, fue tan solo el cadáver de Polidoro lo que aparecería una mañana a la orilla del mar. Hécuba había ido a la playa a lavar el cuerpo sin vida de su hija Polixena, sacrificada antes por su amor imposible a Aquiles. La leyenda explicaría cómo el rey de Tracia había acabado antes con la vida de Polidoro arrojándolo al mar de Tracia.

En el año 1923 un historiador de Arte -Siegfried Wichmann- empezaría a interpretar otra cosa diferente de lo que parecía representar la escena retratada por Bramer. Según el historiador, el momento plasmado en la playa no podía haber sido protagonizado por Hécuba ya que no era reina, como ella aparece vestida aquí, sino solo una esclava de los griegos vencedores. Por otro lado, su hija Polixena se había suicidado mucho antes -por su amor imposible al héroe Aquiles- en una playa de Troya, no en una de Tracia. ¿Qué hacía entonces su cadáver aquí, tan lejos de su lugar de fallecimiento? Por tanto tendría sentido lo que argumentaba el historiador. La razón obligaba a pensar que no eran Polidoro y Polixena los cuerpos yacentes representados en el cuadro barroco. ¿Quiénes, entonces, eran esos dos personajes retratados? Existía otra leyenda griega que contaba cómo los cuerpos de dos amantes habían aparecido en una playa del Helesponto. Se trataban de los cuerpos ahogados de dos amantes legendarios, Hero y Leandro.

El famoso escritor latino de mitos y leyendas Ovidio lo describía en sus poemas elegíacos Cartas de las heroínas. La hermosa Hero fue una sacerdotisa de Afrodita que vivía en la orilla opuesta del estrecho del Helesponto -estrecho de los Dardanelos-. Leandro era un joven de la ciudad de Abido, población justo situada al otro lado del estrecho, viviendo así uno enfrente del otro. Leandro se enamoraría de Hero irresistiblemente. Fue un amor prohibido ya que ambos no podrían tener relaciones -ella era una sacerdotisa y no podía amar a ningún mortal-. Eso les llevaría a verse a escondidas. Así que una noche él cruzaría el estrecho para verla. Las difíciles aguas del Helesponto arrebataron entonces la vida de Leandro. Y ella al descubrirlo se arrojaría al mar sin miramientos. Así aparecieron sus cuerpos juntos y ahogados en una orilla de Tracia. Pero, sin embargo, un experto del Museo del Prado, Juan J. Luna Fernández, descubriría en el año 1984 una inscripción en el lienzo de Bramer: Hecuba, Ovidius, Libr. 13.  Es una pequeña estela mimetizada casi con el resto del cuadro, muy poco visible y situada en uno de los túneles pintados a la derecha del lienzo. Con esa inscripción se despejaba definitivamente por el autor de la obra el sentido auténtico de la imagen artística, aquel que representaba los verdaderos cuerpos tendidos en la orilla: los de Polidoro y su hermana Polixena.

Nada debería haber claramente representado en un lienzo, cosas explícitas que describan realmente la imagen de lo que vemos. Una imagen que no representaría nada misterioso. En el Arte se comprueba que la idea representada y lo plasmado finalmente no tienen por qué ser exactamente lo mismo. Que cuanto más confusa sea la imagen representada más se alcanzará ese alarde artístico de condición misteriosa de una obra de Arte. Será así original además. Porque debe mostrar la escena artística algo que nos haga pensar y nos lleve a confundirnos incluso. Así, con la confusión y su belleza se debería representar lo que sea que quiera contar el autor en su obra. También con la sencillez de no incluir mucho más de lo que se necesite. Sin demasiados alardes ni muchos gestos o cosas añadidas en el lienzo.

Como por ejemplo en dos retratos de mujer de dos creadores españoles separados casi cincuenta años y que nos ayudan a entender parte de lo mencionado antes. Cuando el pintor Federico de Madrazo (1815-1894) retratase a la condesa de Vilches en el año 1853, conseguiría uno de los retratos románticos de mujer más extraordinarios jamás hechos. El magnífico creador español, académico y director del Museo del Prado, llegaría a expresar la más natural y sofisticada belleza de una mujer retratada en un lienzo, reflejo de una época plenamente romántica. Está la modelo cercana al espectador y su amable nobleza trasciende ahora sin alardes excesivos. El color es vibrante, el gesto conmovido y su grandeza rutilante. Todo un espléndido homenaje a la modelo y al Arte clásico. Sin embargo, cincuenta años antes, en el año 1805, otra aristócrata española, la marquesa de Lazán, sería pintada en un retrato muy original realizado por el poco conocido pintor español José Alonso del Rivero (1781-1818).

Con esta obra compuesta en gouache -acuarela opaca o témpera- sobre un fondo de marfil llegaría a obtener Alonso del Rivero -pintor neoclásico- un sobrecogedor retrato de una singular mujer. Fue retratada además por Goya en un cuadro del año 1795 cuando ella era una adolescente -hoy desaparecido- así también como en un retrato que el pintor aragonés le hiciera en el año 1808. Pero Alonso del Rivero, además de utilizar el recurso del marfil como fondo blanco para el encarnamiento del personaje, reflejaría la extraordinaria personalidad de la marquesa de Lazán. María Gabriela de Palafox y Portocarrero (1779-1828) fue hija de una de las damas españolas más ilustradas y avanzadas del siglo XVIII español, la VI condesa de Montijo. Conocida por su rebeldía frente al poder religioso y civil, se enfrentaría sin complejos por tratar de mejorar la vida de las gentes de su tierra. Amiga del ilustrado Jovellanos, acabaría impulsando esa misma rebeldía en sus propios hijos, especialmente en María Gabriela de Palafox. 

Y así es como el pintor Alonso la refleja en su original retrato, una imagen tan interesante y seductora de la bella marquesa española. Una mujer perseguida por la Inquisición en una época en la que se condenaba de jansenista a cualquiera que criticase el orden injusto de las cosas. Su mirada profunda y su escéptica actitud la plasma el pintor de su modelo, todo un difícil recurso para una época en la que la belleza femenina se señalaba de otra forma. El creador español fue más fiel a lo que ella verdaderamente era que a lo que representaba socialmente. Aunque consiguió el pintor también expresar aquellas cosas que el Arte hiciera siglos antes: una imagen real y un misterioso semblante emocionado. Una visión expresada de la marquesa que tan sólo ella, o los que la conocieran muy bien, podrían descubrir oculto tras el aparente bello retrato: uno de los semblantes más personales, originales, singulares, enigmáticos y hermosos de una retratada.

(Óleo barroco El dolor de Hécuba, 1630, del pintor holandés Leonaert Bramer, Museo del Prado; Lienzo Un canal de Venecia, 1879, del pintor español Martín Rico y Ortega, Metropolitan, Nueva York; Magnífica obra en Gouache sobre marfil, Retrato de la marquesa de Lazán, 1805, del pintor español José Alonso del Rivero, Museo del Prado; Óleo del gran Federico de Madrazo, Retrato de la condesa de Vilches, 1853, Museo del Prado, Madrid.)

2 comentarios:

Unknown dijo...

Aunar en una obra las tres cualidades que citas, claro que es un gran atractivo para el arte, además del juego que puede llegar a dar.
Después está también, la persona que los observe, sus circunstancias o experiencias vividas por conocimiento o cercanía, tanto en los paisajes como en los retratos, lo que puede conseguir combinar dichas características, que quizás otras personas por desconocimiento no logren percibir.

Martín Rico y Ortega consigue, desde mi particular punto de vista, con su estupenda pintura -desembocadura del Bidasoa-, combinar esas tres características.

Un abrazo.

Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

Es que el Arte es subjetivo, lo más subjetivo que existe. Por eso es tan universal, gusta a todos... sólo lo que a cada uno le gusta...

Abrazos!