1 de julio de 2014

La originalidad en el gesto y en la mirada, o la audacia artística de sus creadores.



El imperio romano entraría en una profunda crisis social, política y económica durante el siglo III. Pero fue con el emperador Diocleciano, que gobernaría Roma desde el año 284 hasta el año 305, cuando las cosas llegaron a exacerbarse en demasía. Las amenazas al imperio provenían tanto del exterior de las fronteras como del interior de las mismas. Los bárbaros del norte y del este no dejaban de azotar y presionar con sus progresos violentos. Y dentro de las fronteras la permeabilidad hacia otras religiones y costumbres -de pueblos subyugados por Roma- había llevado a hacer saltar por los aires los valores e ideales clásicos romanos, esos que tanto habrían contribuido a sostener la esencia del imperio. Así que Diocleciano (244-311) tomaría dos grandes decisiones para su principado: una dividir el imperio en cuatro zonas de influencia (Tetrarquías), con ello controlaría mejor -delegaría- las funciones de su gobierno en un imperio tan extenso; otra endurecer las medidas de homogenización religiosa. Para esto reprimiría duramente los grupos religiosos contrarios a las formas y tradiciones paganas del imperio. Porque el cristianismo ya había llegado a todos los niveles sociales y a todos los estamentos. Había cristianos en el pueblo más plebeyo y humilde pero también en la aristocracia patricia o en el ámbito militar.

Sebastián de Narbona (256-288) había nacido en la Galia romana y pronto viajaría a Italia para servir como soldado de Roma. Tanta fama alcanzaría en su carrera militar que el propio emperador le nombraría -desconociendo su fe cristiana- jefe de una cohorte de su guardia pretoriana. Descubierta su fe por otros compañeros, sería denunciado a Diocleciano, quien le llevaría a decidir ahora entre Roma y su fe. Fue martirizado y muerto en las letrinas de Roma, aunque el Arte y el mito cristiano lo llevarían mejor a ser asaeteado con las flechas lanzadas por sus mismos compañeros de milicia. El emperador Diocleciano acabaría renunciando a su trono imperial tiempo después del martirio de San Sebastián, llegando a ser el único gobernante romano que abdicase de su cargo, retirándose a las bellas y agrestes colinas de Dalmacia. La leyenda dorada -la que reflejaba la vida de los santos- había ideado el fin de San Sebastián por multitud de flechas hirientes. Unas flechas que no le producirían la muerte, luego de ser curado por unas mujeres cristianas y santas como Santa Irene. La iconografía del santo es muy conocida: su cuerpo desnudo acribillado por flechas en una grandiosa representación apoteósica. Sin embargo, el creador holandés Hendrick Ter Brugghen (1588-1629) compuso una imagen muy diferente de él. En su obra San Sebastián curado por Santa Irene, el pintor barroco llega a sorprendernos con una muy verosímil representación de su martirio.

Así de realista es la obra de Arte como fiel seguidor el pintor holandés del naturalista Caravaggio. En el Renacimiento se prefería mostrar mejor el torso desnudo del mártir romano y su fortaleza y desdén ante las flechas asesinas. Pero en este Barroco tan realista (fotográfico casi), el autor decide situar al santo abatido y macilento atendido por las firmes, serenas y asépticas figuras de dos santas laboriosas. Ni los colores ni los gestos ni el perfil de las figuras corresponden a los cánones de un modo de crear tan persuasivo o bello, ni tan grandioso o sugestivo como era este. Sin embargo, la maestría innovadora, original y audaz del artista barroco es muy elogiosa. A pesar de no existir un clásico equilibrio en la obra, la silueta diagonal del personaje principal contrasta con las otras figuras, ocultas aquí por la imagen del santo, que llena con ella todo el espacio compositivo del lienzo. Un perfil del rostro -casi sagital- hacia la izquierda del cuadro -la mujer del fondo-, llegará aquí hasta el perfil oblicuo de otro rostro -la siguiente mujer- que terminaría así con el perfil caído, vuelto a la derecha, del santo mártir romano más iconográfico. Ninguno se mira ahora aquí, ni sus miradas emocionarán nada en la percepción de la imagen sagrada. Muy realista es la obra en sus contornos, propia del naturalismo más caravaggista. Audaz en sus formas y en sus gestos, en su composición y en sus detalles, como el desanudamiento de las cuerdas que atan al árbol el brazo del santo martirizado; o como la mano de Irene sujetándole el pecho para tratar de impedir así la caída del cuerpo moribundo. El símbolo iconográfico más venerable -las flechas- seguirá siendo un elemento insalvable en la obra, lo cual no restará originalidad al conjunto ni desentonará un alarde tan realista.

La peculiaridad artística del pintor del Renacimiento Sandro Botticelli es muy reconocida en el Arte. En su obra La Madonna de la Eucaristía, también llamada la Virgen de las Espigas, muestra una mujer sagrada totalmente diferente a cualquier otra representación artística de la madre de Jesús. Su mirada no se dirige ahora hacia al niño sino hacia unas espigas que otro personaje -¿un ángel?- le ofrece satisfecho. La piedad materna de la iconografía es aquí superada por el gesto de mirar hacia otra cosa... Y este alarde fue realizado en el temprano año de 1470. La libertad creadora, la falta de prejuicios iconográficos o la total supremacía del Arte, fue una realidad histórica que solo pudo llevarse a cabo en aquellos años renacentistas. Algo no repetido después en el Arte religioso. Siglos después, cuando el pintor impresionista John Singer Sargent quiso introducirse en el mundo europeo del Arte, conocería al creador francés Paul Helleu (1858-1927), un pintor postimpresionista que había aprendido de los grandes artistas franceses del momento como hacer un impresionismo diferente. Como muestra de aprecio y agradecimiento, Sargent compuso un lienzo en homenaje a su amigo Helleu.

¿Cómo homenajear mejor a otro pintor que representándolo haciendo lo que mejor sabía hacer, pintando? El alarde fue pintarlo con lo que mejor sabía hacer el pintor Sargent, una imagen impresionista -no postimpresionista-, es decir, una imagen donde la escena general -la impresión- fuese lo más importante frente al detalle, el gesto o la esencia de lo más humano o destacable del retratado, lo que caracterizaba el estilo postimpresionista del retratado. Pero, ¿cómo hacerlo con una técnica impresionista si debía elogiar a su representado pintor postimpresionista? Paul Helleu había conocido a su mujer, Alice Guérin, cuando ésta fuera modelo suyo para un retrato. Desde entonces ambos habían compartido siempre Arte y vida. Y así es como Sargent retrataría a su colega: junto a su esposa, pero, ahora, sin mostrar el rostro de él siquiera, oculto tras su sombrero, reconocido solo aquí apenas por su barba. Pero, a cambio, retratando claramente el rostro de Alice, que no mira ahora a nada, sino a ninguna cosa definida, ni a su esposo ni a la obra ni a nada concreto en su mirada. Así, como el postimpresionismo llevará a cabo siempre expresándolo en una obra.

(Óleo de Hendrick Ter Brugghen, San Sebastián curado por Santa Irene, 1625, Allen Memorial Art Museum, Oberlin, EEUU; Lienzo La Madonna de la Eucaristía, 1470, Sandro Botticelli, Museo Isabella Stewart Gardner, Boston; Cuadro de John Singer Sargent, Paul Helleu bosqueja con su esposa, 1889, Museo Brooklyn, EEUU; Retrato de Alice Guérin, 1900, por Paul Helleu.)

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